El Manuscrito de Jerusalén - Juan Carlos Campos - E-Book

El Manuscrito de Jerusalén E-Book

Juan Carlos Campos

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Pedro Velázquez es un profesor de arqueología en horas bajas: no tiene vida social ni familiar y acaba de divorciarse. Su mayor enemigo le obliga a un traslado a Jerusalén. Desanimado y hundido, Pedro cree haber tocado fondo. Daniela, su hija, acude en su rescate. Juntos en Jerusalén sobreviven a un atentado que desemboca en un descubrimiento arqueológico de primera magnitud.

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El Manuscrito de Jerusalén

Juan Carlos Campos

ISBN: 978-84-19611-81-9

1ª edición, septiembre de 2022.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

A mi hija, Lucía.

Prólogo

Avanzó caminando por el túnel oscuro. En su cabeza, la linterna frontal. Las paredes, de piedra y tierra. El aire, húmedo. Caminaba despacio, con cautela, con miedo a romper algo. No muy lejos de la entrada a aquella galería, una pared semejaba dar por terminado el recorrido. ¿Qué sentido tenía aquel túnel? ¿Para qué había sido construido?

Al llegar al final del recorrido, apoyó ambas manos extendidas en la pared. Nuevamente, piedra y tierra. Podía escuchar sus propios latidos. Respiró hondo. Decepción. Eso era lo que sentía. Deseaba encontrar algo más. Pero solo tenía ante si aquel túnel, vacío y lóbrego. Decidió dar media vuelta. Y antes de comenzar a caminar para salir de allí, no pudo contener un puñetazo de rabia en aquella pared. Inesperadamente, como respuesta, toda la pared se derrumbó con un inusual estrépito. El golpe había deshecho el precario equilibrio de la pared, invitándola a derrumbarse.

Tras el tremendo susto inicial, aguardó a que la polvareda se asentase. Se levantó con cuidado. El derrumbe había dejado al descubierto un pequeño habitáculo. Tres ánforas de barro. Elaboradas. Ancestrales. Las palpó con admiración. Finalmente, había encontrado algo.

Con decisión, observó el interior de las ánforas. Dos de ellas estaban vacías, pero otra parecía contener algo. Intentó extraerlo con sumo cuidado. Lo consiguió con facilidad. Con los ojos muy abiertos pudo comprobar que tenía en su mano… un papiro. Enrollado.

Presentaba un gran deterioro, ligeramente cubierto de arena. Su textura, ligera y un tanto áspera. Daba impresión de fragilidad. De un color tierra. Numerosos huecos surcaban su extensión, dejando entrecortadas algunas líneas. Observó, entre tinieblas, sus manos.

Temblaban...

Capítulo 1

Y entonces se despertó. Todo había sido un sueño. Sudoroso y con la respiración entrecortada, vio en el despertador que ya era la hora de levantarse.

Aquel iba a ser un día especial. A primera hora, antes de impartir a sus clases de profesor de arqueología, tenía que acudir al juzgado. Iba a firmar su divorcio.

Mientras desayunaba, su mirada permanecía en aquellos retratos: su boda, sus viajes con su ya casi ex mujer, algunas comidas familiares, el nacimiento de su hija… Todas esas estampas formaban parte ya de un pasado lejano, una Arcadia feliz que algún día fue. Con parsimonia, con desgana, con tristeza, se vistió. Arreglándose la corbata frente al espejo se preguntaba qué habría hecho él para merecer un final así. En particular le atormentaba la idea de que Ana, su ex, ya no era la misma persona con la que se había casado. Dos mujeres diferentes, la del día de la boda y la de ahora mismo. Tantas vueltas le dio al asunto que también se las dio a la corbata. Ya era la tercera vez que se la ponía mal esa mañana.

Ya en el coche, su mente seguía divagando. Intentando visualizar cómo sería su vida a partir de ahora. Dado que se había volcado en su matrimonio, toda su vida social desaparecía con el divorcio. Todo eran amistades de su ex. Unos bocinazos de otros coches le sacaron de este ensimismamiento.

Aparcó junto al juzgado. Durante minutos permaneció dentro del coche, inmóvil, paralizado. Ahora que había llegado el momento de la firma, la ansiedad aumentaba a cada minuto. Tuvo que armarse de valor para abrir la puerta del coche. Ya caminando hacia la puerta del juzgado, intentó no pensar. Un imposible.

En información le dijeron que los divorcios eran en la planta dos. Prefirió las escaleras. Subió los peldaños con el mismo ánimo con el que un condenado va a la horca. Al llegar a la mesa correspondiente, allí estaban la funcionaria de turno y su ex. Muy arreglada y altiva, algo natural en ella. Le dedicó a Pedro una mirada de desprecio. Ella ya había firmado.

—¿Por qué? —se atrevió por fin a preguntar con nada disimulada desesperación—.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Acaba de una vez. ¡Firma! —dijo ella—.

Con la mirada clavada en el suelo y la angustia desbocada, cogió el impreso y el bolígrafo que le ofrecía, indiferente, la funcionaria. Le temblaba el pulso. Permaneció mirando a su propia mano, como diciéndole «estate quieta, por favor».

Y al fin firmó. La funcionaria les devolvió los DNI y les dijo que ya estaba todo hecho. Pedro quiso salir huyendo de allí, escapar de aquella pesadilla. Pero sus ojos estaban clavados en el impreso que acababa de firmar. Era el adiós a cuatro años de novios y veinticinco de casados. Adiós a aquella vida en común. Adiós a tantas cosas…

—Ya está todo terminado —repitió la funcionaria, viendo que Pedro no reaccionaba.

Ahora sí levantó la cabeza. «Ya está todo terminado», repitió Pedro en su cabeza. Por fin echó a andar. Ana comenzó a caminar con prisa. Al llegar a la puerta, ella se detuvo, y lanzándole otra mirada de odio, le dijo:

—Esto no termina aquí.

Y se dio media vuelta. Continuó caminando con paso acelerado hasta perderse en el hervidero de funcionarios, gente de la calle, algún policía…

Pedro no pudo evitar una mirada a la funcionaria. Ella también había oído lo dicho por Ana y se quedó mirando a Pedro con compasión. Al darse cuenta de que Pedro la miraba, apartó la vista hacia el ordenador y giró la silla.

Lentamente, con pasos pesados, salió del juzgado. No veía nada a su alrededor. Se sentó dentro del coche pero sin arrancarlo. Era imposible dejar de pensar. Multitud de escenas del pasado acudían a su mente, recuerdos y más recuerdos.

Cuando al fin volvió en sí, miró el reloj. Un Viceroy, regalo de pedida, años atrás. Llevaba casi una hora dentro del coche, navegando entre pensamientos. Arrancó. El trayecto a la facultad se le hizo penoso. Aún quedaba toda la mañana de clase en aquel estado. Pero no tenía disculpa. Sus días de asuntos propios ya estaban agotados con la mudanza, infinidad de visitas al abogado, búsqueda de vivienda y un sinfín de trámites notariales. Para colmo era lunes. Nunca había deseado tanto que llegase el fin de semana.

Momentos después, ya en la facultad, intentó que no se le notase demasiado todo lo vivido en los minutos anteriores. No quería soportar ni comentarios, ni cotilleos, miradas indiscretas ni sarcasmos. Si, tiempo atrás, no se arredró ante las presiones políticas del rector, decidió que ahora tampoco iba a dejar que le viesen tocado.

Las sonrisas forzadas no eran su especialidad. Pero lo intentó. Qué difícil era. Entre sus colegas los otros profesores lo consiguió, o casi; pero durante sus clases fueron frecuentes los despistes, los lapsus, el quedarse en blanco o el no recordar de qué estaba hablando. Lo justificó ante sus alumnos como haber dormido mal. Tal vez haya colado, se dijo.

Nada más terminada la última de las clases, salió hacia su casa, no corriendo, para no llamar la atención, pero sí caminando deprisa. Los embotellamientos de tráfico no hicieron sino agotarlo aún más, pero al menos ya no sentía todas las miradas pendientes de él. Al llegar, se derrumbó en el sofá y estalló en sollozos.

Capítulo 2

Al día siguiente, martes, tocaba volver al trabajo. Pedro durmió muy poco aquella noche, a pesar de tomar pastillas. Todo se volvió pensar, pensar y repensar.

Recuerdos, tiempos felices que parecían ya muy lejanos… Todo aquello quedaba atrás. Años antes estaba convencido de haber asentado una vida: terminada su carrera de arqueología, finalizó su formación post universitaria y obtuvo una plaza en las oposiciones a profesor. Y por lo tanto solo esperaba tener por delante una vejez plácida, nietos, una jubilación para viajar…

Se levantó con ojeras. Mientras removía la cucharilla del café pensaba qué les iba a contar a profesores y alumnos para justificar otra mala noche. Concluyó que lo mejor sería ignorar tales comentarios e intentar superar el chaparrón emocional poco a poco, día a día, y si era preciso acudir a terapia psicológica, así se haría. Entre tanto pensar y repensar, calentó el café por segunda vez: se había enfriado en medio de aquel cóctel de amarguras, recuerdos, rencores, incertidumbres y preguntas sin respuesta.

El trayecto hasta la facultad fue tan físico como mental. Era incapaz de concentrarse en aquel tráfico, la carretera, la gente aquí y allá. ¿Una baja por depresión? No. Eso equivalía a hacer pública su situación personal y emocional. A partir de ahora tendría que armarse de valor muy a menudo.

Nada más llegar a la sala de profesores recibió un mensaje en el teléfono. El rector le citaba en su despacho. Un mal presentimiento le recorrió el cuerpo. Le conocía de muchos años atrás. Era correa de transmisión del ministro de educación. Militante político recalcitrante. Amigo de incitar extremismos en asambleas estudiantiles donde nada pintaba un rector. Era muchas cosas, se dijo Pedro, pero ninguna buena.

Tal vez, concediéndole el beneficio de la duda, lo llamaba para interesarse por su situación personal; quizás algún permiso extraordinario; o un relevo en las clases, quién sabe. Pero este beneficio de la duda le pareció más bien sacado de un manual de autoayuda, de algún libro de consejos bienintencionados y con poco contacto con al realidad.

Sea como fuese, se trataba del rector, la máxima autoridad en la universidad, de modo que no podía contestarle con un «otro día» como a otros profesores cotillas y entrometidos. Se armó de valor (¡una vez más!), se dirigió al despacho y se detuvo ante la puerta. Los manuales de autoayuda podían decir lo que quisiesen, pero la situación parecía que avecinaba tormenta. Respiró hondo varias veces, ensayó una sonrisa fingida pero creíble… y llamó a la puerta. Al igual que a Julio César volviendo a Roma desde Las Galias, también para Pedro la suerte estaba echada al atravesar aquella puerta, su particular Rubicón.

Entró en el despacho casi conteniendo la respiración. Al llegar frente a la mesa del rector, se plantó frente a él. Lo miró con desgana.

—Hola Pedro —dijo el rector, con una sonrisa condescendiente—. Siéntate, por favor.

—Estoy bien de pie—contestó Pedro, que no disimulaba su incomodidad. Su mirada y sus pies apuntaban hacia la puerta, lo que en lenguaje no verbal equivalía a ganas de marcharse.

—Sigues siendo el mismo rebelde de siempre por lo que veo, Pedro. Te niegas a colaborar. No es una actitud correcta en un profesor. Lo sabes.

—¿Qué es lo que quieres? —dijo Pedro con un suspiro entre impaciencia y resignación—.

—Cualquier tiempo pasado fue mejor ¿verdad) —se burló Esteban, como leyéndole el pensamiento.

Pedro lo miró fijamente, con rabia. Esteban volvía a mostrar su sonrisa de superioridad, desafiante, vencedor, revanchista.

—Sé del mal momento que estás pasando. Acabas de divorciarte. Y de mudarte. Son momentos difíciles. Así que he pensado en cómo podría ayudarte.

Pedro, tan sorprendido como asustado, apartó por fin la mirada de la puerta y la fijó en Esteban. Los años parecían haberlo tratado bien. Algunas canas más, algunas arrugas más, pero la misma superioridad en la mirada. Qué lejano parecía aquel comienzo de curso, veintiún años atrás, en el que Pedro y Esteban compartían habitación en la residencia de estudiantes. Eran amigos. Eran inseparables. Eran equipo. Todo lo hacían juntos: largas horas de clases, largas tardes de estudio, largas noches de copas tras las chicas... Fue ahí donde comenzaron a chocar. Ambos ambicionaban la cátedra de arqueología, ambos competían en el equipo de atletismo de la universidad, ambos deseaban a Ana. De todas estas rivalidades Pedro salió vencedor. Pasaron los años, los días de vino y flores y ahora la Némesis del profesor de arqueología parecía acabar de llegar: Esteban consiguió ser nombrado rector, lo que le situaba en posición de presionar a Pedro, y Ana le acababa de obligar al divorcio. Cualquier tiempo pasado fue mejor, pensó Pedro.

—Te he llamado para comunicarte un traslado.

La mirada de Pedro pasó de la rabia a la sorpresa para terminar en confusión. No entendía nada.

—En breve dejarás tus clases de arqueología en esta facultad. Irás destinado a Jerusalén. Sin duda habrás oído hablar de la iglesia del Santo Sepulcro. En el subsuelo de dicha iglesia se está llevando a cabo una excavación. La Autoridad Israelí de Antigüedades nos ha autorizado a enviar a un arqueólogo jefe de excavación. Tú dirigirás ese proyecto.

Pedro no fue capaz de articular palabra. Estaba entre sorprendido, abrumado, perplejo y confuso. Cuando al fin pudo reaccionar, dio un paso al frente, dijo:

—Yo no he solicitado ningún traslado.

—Ah Pedro…—dijo Esteban entre risas—. Veo que no estás al tanto de la nueva legislación educativa universitaria en materia de traslados. Ahora un rector puede trasladar a un profesor con plaza a un destino en el extranjero.

—No me interesa irme de España.

La sonrisa de superioridad desapareció bruscamente. Su expresión era dura, agresiva. Los rencores cuidadosamente guardados durante años veían la luz repentinamente.

—Recuerda que la legislación me autoriza, así que irás a Jerusalén. Incumplir un traslado conlleva un expediente disciplinario.

—Un expediente disciplinario que tú estarías dispuesto a promover gustosamente.

—Te he llamado para comunicarte tu traslado y ahora ya lo sabes. Todo lo que venga a partir de ahora, dependerá de ti, y de nadie más. Puedes irte. Que tengas un buen día.

Pedro se sintió totalmente noqueado. Esperaba poder rehacer su vida con nuevas amistades, nuevas actividades de ocio y, por qué no, con una nueva pareja que pudiese surgir. Pero verse obligado a marchar a Israel por tiempo indefinido, quizás años, destrozaba por completo sus esperanzas. Con pasos pesados, se dirigió hacia la puerta. A ciegas. Molido. Destrozado.

—Por cierto, Pedro, dale recuerdos a Ana —remató el rector, con un sarcasmo supremo. Pedro apretó los puños con fuerza. La mandíbula, tensa. La rabia, al límite—. Ah claro, no me acordaba de que acabáis de divorciaros. Esas cosas suceden mucho cada vez más a menudo. Ya sabes...

Pedro estalló por dentro. Solo por dentro. Era demasiado cerebral como para irse a las manos con Esteban. Su cabeza le decía que contase hasta diez y se marchase cuanto antes de allí, pero su corazón le gritaba que le diese una paliza al rector. Se detuvo en seco, y mirando a Esteban por encima del hombro le dijo:

—Es por eso ¿verdad? El traslado es por lo de Ana. Nunca aceptaste que Ana se casase conmigo. ¿Tan mal perder tienes, Esteban?

—Bueno, se casó contigo. Pero todos cometemos errores. Ahora puede hacerlo de nuevo con quien quiera. Rectificar es de sabios, dice el refrán.

La cabeza de Pedro era un volcán en erupción. Emprendió la marcha bruscamente y alcanzó la salida.

—Cierra la puerta al salir, Pedro.

Salió del despacho ciego de odio dejando la puerta abierta como único gesto de desprecio al rector. Avanzaba caminando muy rápido, queriendo huir física y mentalmente de allí. Todavía alcanzó a escuchar, ya desde el fondo de aquel pasillo, una sonora carcajada de burla.

Pedro fue al lavabo. Necesitaba ocultarse por unos minutos. No podía presentarse en sus clases tan alterado emocionalmente. Dio en una pared un puñetazo de rabia, el que no se atrevió a darle a Esteban. Pero en silencio. En el lavabo podrían estar otras personas que podrían oír si no reprimía sus emociones.

El resto de aquel día fue un tremendo esfuerzo por su parte para ocultar su estado de ánimo. Un penoso trabajo de actor que interpretaba un papel de profesor de arqueología, aunque en realidad aquel actor odiaba con todas sus fuerzas aquel papel, aquella farsa ante sus alumnos, aquel disimulo ante los profesores.

Tras unas horas que más bien la parecieron siglos, por fin llegó a su casa. Intentó contenerse. Intentó sentirse firme. Fuerte.

Sin embargo, una vez más, se derrumbó en el sofá y estalló en sollozos.

Capítulo 3

Pedro salió a caminar por el bosque cercano aquella tarde. Necesitaba serenar su cabeza después del carrusel de emociones negativas de los últimos tiempos. Aunque psicológicamente aturdido al bajarse del coche, el aire puro, los colores de la naturaleza, los sonidos de los árboles mecidos por el viento poco a poco le fueron calmando.

En medio de este oasis de tranquilidad, repasó su trayectoria vital hasta entonces. Con todo detalle. Tenía tiempo aquella tarde, así que por qué no, se dijo. Tras unos kilómetros de caminata concluyó que se había esforzado para tener una existencia feliz, pero ahora tal existencia se desmoronaba como un castillo de naipes. «¿Culpables?», se preguntó. Se le ocurrían unos cuantos. Esteban, el rector. Ana, su ex. «¿Se pudo evitar?», volvió a preguntarse. Pues difícilmente, se dijo otra vez. Esteban, desde que llegó a rector disponía de un poder contra el que poco o nada podía hacer. Y en cuanto a Ana... si la pareja de uno —pensó— a lo largo de los años evoluciona de modo distinto a uno mismo, la convivencia ya no es agradable. Ana se había dejado deslumbrar por lo que Pedro consideraba miserias mundanas: dinero, poder, fama...

«¿Y qué se puede hacer?», se preguntó. Solo se le ocurrían dos posibilidades: o pasar por el aro y seguir como hasta ahora... o pedir un traslado para empezar en otro lugar de España, claro, no en Israel. Una tercera posibilidad era incluso abandonar su trabajo de profesor de arqueología, reciclarse y dedicarse a otra cosa.

No terminaba de decidirse. Y como el sol empezaba a ponerse, decidió que lo consultaría con la almohada. Llegó al coche y conectó la calefacción. Se había dejado las luces encendidas. Con tanto divagar se le quedó el cuerpo destemplado. En el horizonte, la puesta de sol era preciosa. Así que decidió que se quedaría allí mismo, sin arrancar el coche, contemplando aquel ocaso. Consciente o inconscientemente, comparó aquella puesta de sol con el ocaso de su vida. Una llamada telefónica le sacó de aquella ensoñación.

—Daniela, hija, ¡qué alegría!

—Hola papá. ¿Te pillo ocupado?

—Pues no. Estoy viendo una puesta de sol a la entrada del parque.

—¡Uah, qué romántico estás! Mira papá, me he enterado de lo del divorcio. Y también de que has tenido una movida chunga con ese rector ¿Es verdad que te quiere mandar a Jerusalén?

—Sí, Daniela, eso quiere. Yo no lo llamaría «una movida chunga», sino más bien una venganza personal.

—Sí, Daniela, eso quiere. Yo no lo llamaría «una movida chunga», sino más bien…venganza.

—¡Venganza! Joder, papá, y venganza ¿por qué? ¿Tú qué le has hecho?

—¿Qué le he hecho? Algo imperdonable para alguien con un ego que no le cabe por las puertas: haberme casado con tu madre.

—Pues viendo el resultado, quiero decir, que os habéis divorciado y tal...

—Esteban solo ve que me quedé con la mujer que le gustaba. Y él ni olvida ni perdona.

—¿Y por eso se venga de ti mandándote a Israel?

—Sí hija, y hasta hablaba de nuestro matrimonio como un error. Se carcajeó y todo al final.

—¡Joder, papá! Yo flipo. ¿Y no le metiste dos hostias?

—Daniela, no soy un adolescente de veinticuatro años como tú. Cuando llegas a una edad y tienes un puesto importante... como dice el refrán, el miedo guarda la viña. Pero ahora que lo dices, sí, era para darle unas hostias tal como se pasó.

—Bueno, vale, darle de hostias al rector, que es un niño mimado del ministro, trae consecuencias, lo entiendo. Pero debiste pararle los pies. Nunca te haces respetar.

—Ese problema también lo tuve con tu madre. Lo de hacerme respetar.

—Ya claro, y con tu familia, y con amigos tuyos de hace años... Te falta mala leche, papá.

—Me has llamado para tacharme de calzonazos ¿verdad?

—No papá, no es eso. Pero tienes que hacerte respetar de una vez o serás un pandero toda tu vida.

—Pensándolo bien, llevo toda la vida siendo un pandero.

—Joder papá, pues eso se tiene que acabar ¿no crees?

—Si hay algo que me fastidia es tener que darte la razón. Pero creo que la tienes. Como casi siempre.

Daniela se rió al mismo tiempo que su padre. Tras eso, hubo un silencio cómplice, como si a través del teléfono pudiesen mirarse a los ojos. Hasta que la joven soltó la bomba.

—Bueno, papá, la pregunta del millón: ¿Qué vas a hacer de tu vida a partir de ahora?

—Pues aún no me he decidido, pero tengo que hacerlo pronto, porque me obligan a firmar el traslado en una semana.

—Ya me temía yo que no te decidirías. Esto es lo que harás: irás a Jerusalén conmigo, conoceremos otro país, otra cultura y haremos una vida nueva allí.

—Pero vamos a ver, Daniela. Ahora decides por mí. Esto es demasiado.

—Si es que tú no te decides, papá.

—Dame tiempo para pensar.

—¡Y una leche te voy a dar! Mañana a medio día me llamas y me dices algo definitivo, ¿vale?

—No me presiones, Daniela; estoy pasando por un bache muy gordo y lo último que necesito es otra persona en mi vida agobiándome.

—No te agobio, papá. Solo intento aclararte las ideas. Lo dicho, mañana a mediodía me llamas o me presento en tu casa y verás cómo he heredado la mala leche de mamá.

—Bueno, vale, está bien. Mañana a medio día te digo algo. Ahora se ha hecho de noche, así que me vuelvo a casa. ¡Joder, pero bueno!... ¿Y qué pasa ahora?

Pedro intentó varias veces arrancar el motor del coche, pero no funcionaba.

—Papá, ¿pasa algo? ¿Está todo bien?

—Bien jodido, como dirías tú. Resulta que de tanto tener las luces encendidas, me he quedado sin batería.

—¡Joder, si es que eres la leche!

—Ahora tengo que llamar a la asistencia.

—Vale, pues ya sabes, a firmar el traslado y nos vamos.

—Daniela, no seas palizas.

—Buenas noches, papá.

Capítulo 4

—Todavía no me puedo creer que esté haciendo esto.

—¿Haciendo qué, papá?

—Viajar a Jerusalén en este avión junto a ti, dirigir allí una excavación, dejar atrás toda mi vida que tanto me costó conseguir…

Pedro pasó aquellos días posteriores a su divorcio y traslado forzoso aturdido emocionalmente. Eran golpes duros de asimilar y tampoco había tenido tiempo para digerirlos. Pero la aparición inesperada de Daniela en medio de toda aquella tormenta personal no conseguía otra cosa sino dejarle menos capacidad de reacción. Si bien en el fondo no quería trasladarse a Israel y vivir al dictado de Esteban, le resultaba cómodo y hasta tranquilizador que alguien de confianza le apoyase y hasta decidiese por él.

Y, cuanto más lo consultaba con la almohada, más descabellado le parecía todo: dejarse llevar por la voluntad de su hija casi adolescente y aceptar lo que a todas luces parecía la venganza de un individuo despechado. No eran muchas las alternativas; a saber, renunciar a su plaza en la facultad y empezar de cero, a sus 52 años… ¿Cómo y en qué? No encontraba respuesta. En cuanto a lo de rehacer su vida en Oriente Medio tampoco lo veía claro, por mucho que Daniela se mostrase muy segura al respecto. ¿Tal vez su hija sólo pretendía aparentar seguridad para transmitírsela a él?

Todo eran cábalas, suposiciones, inseguridades en definitiva. De modo que en aquellos días siguientes al divorcio y al traslado lo único que hizo fue sacarse el pasaporte, gestionar unas cuentas corrientes y hacer la maleta. En un momento, se sentía como un mindundi que ha sido derrotado y está pasando por el aro, y al siguiente, se decía que tal vez Daniela pudiese tener razón, que otra vida era posible, que no todo era blanco o negro, que también había grises en los cuales la felicidad tenía cabida.

Echó un vistazo por la ventanilla del avión, sentado junto a Daniela, y mirando el mar de nubes a treinta mil pies de altura concluyó que su aturdimiento había aumentado con la irrupción de su hija, por lo que le iba a costar más tiempo reaccionar, porque ya eran tres frentes en aquella guerra (Ana, Esteban y ahora Daniela).

—Sigues pensativo papá. Y sé en lo que piensas. Pues mira, ahora que ya estamos volando y no te puedes escapar, voy a decirte algo.

—Ya me estás asustando, Daniela.

—Hace mucho tiempo que no hablo con mamá, pero estoy segura de que está feliz. A ver, no voy a meterme en vuestra vida, pero cuando dos no se entienden, lo mejor es que cada uno tome su rumbo. Para cuatro días que se vive no hay que pasarlos rayándose y de mal rollo. Yo tuve varios novios y con los primeros, al romper, me tiraba de los pelos. Pero ya no más. En cambio tú, papá, como no habías roto nunca con ninguna mujer, te estás rayando cosa chunga.

—¿Y tú cómo sabes que nunca he roto con una mujer?

—Papá, por favor, que eres un libro abierto… ¿Quieres que te diga lo que pienso?

—Me temo que no puedo impedírtelo ni con esparadrapo en la boca.

—Mamá es ambiciosa, siempre quiere más; y tú te acomodaste en la vida cuando llegaste a tu cátedra de arqueología. No quiero decir que te hayas equivocado en algo, solo que, con los años, quisisteis cosas diferentes de la vida. Bueno, eso y que mamá ya no está enamorada de ti.

—¿También te ha dicho eso último?

—Más o menos… Me lo contó a su manera. Me hubiese gustado que mis padres siguiesen juntos, pero…una no siempre consigue lo que quiere…

Daniela se encogió de hombros, y Pedro se dio cuenta de que en los asientos delanteros, una señora permanecía desde hacía un buen rato con la cabeza girada hacia Daniela, escuchando ávidamente toda la conversación. También Daniela captó este detalle y le increpó:

—Oiga, ¿se puede saber qué le pasa, tía cotilla? ¡Métase en su vida!

La señora, sorprendida por el mal genio de Daniela, se giró hacia delante y aparentó no estar ya pendiente de ellos.

—Papá, si hubieses tenido varias parejas, sabrías que cuando una relación termina, es el camino a una nueva. No es el fin del mundo, aunque a ti todo te lo parezca. Yo he pasado por varias parejas y algo ha tenido de bueno que acabase rompiendo con ellas: que ahora estoy con Adrián.

— ¿Adrián? Nunca me habías hablado de ese. Espero que al menos te vaya mejor que a mí.

—Joder, papá, claro que sí. Mira, Adrián y yo nos conocimos en segundo año de arqueología. En la biblioteca solíamos sentarnos juntos y así empezó todo. Se está especializando en lenguas antiguas y es bastante empollón. Por lo demás, es buena persona, está cachas y si lo ves en la playa marca un paquete…

—Por favor, Daniela, ahórrame los detalles.

—Sí, claro —río Daniela—, pero de todos los novios que he tenido, me quedo con este. Se ha quedado chafado cuando le dije que me voy a Israel contigo, pero lo primero es lo primero. Si mi padre está en apuros... como hiciste conmigo de pequeñita.

Daniela volvió a reír con esa risa especial que la caracterizaba. Fue entonces cuando reparó de nuevo en el suspiro de felicidad que acababa de dar la señora del asiento de delante, y esto borró inmediatamente su sonrisa.

—Pero vamos a ver, pedorra, ¿es que no tiene vida propia? Cuéntese los pelos del chocho y así se entretiene un rato.

—Por favor, Daniela, no llames la atención así —le dijo Pedro bajando la voz, totalmente avergonzado—.

Tras el incidente, transcurrieron unos minutos de silencio en los que se palpaba cierta tensión en el ambiente entre Daniela y la señora de delante. Intentando rebajarla, Pedro se decidió a tomar la iniciativa en la conversación.

—¿Sabes una cosa? Nunca pensé en tener hijos, ni siquiera estando casado. Siempre me parecieron una responsabilidad demasiado grande, un marrón, como dirías tú.

—¡Coño! Y entonces ¿yo qué?

—Fue tu madre quien insistió en el tema. Y yo... bueno, me dejé llevar por sus deseos, claro.

—Como así ha sido siempre desde que erais novios ¿me equivoco?

—No, no te equivocas —reconoció Pedro un tanto avergonzado—. Ya sabes que siempre tenía que ser lo que ella quería o si no había lío en casa.

—Yo creo que tendrías que haberte revelado antes. Está claro que eso habría llevado al divorcio, pero.… ¿no crees que era algo que tenía que suceder? Por cierto, ¿cómo os conocisteis siendo tan diferentes?

—En la cafetería de la facultad —recordó Pedro mirando hacia arriba y haciendo un esfuerzo para evitar la melancolía—. Ella y yo tomábamos café en mesas de la misma esquina y así empezamos a hablar una tarde que sus amigas se retrasaban y ella llegó antes. El paso siguiente fue salir juntos. Tuvo que ser a donde ella decía; ya sabes cómo es tu madre, pero la verdad, yo no conocía casi ningún lugar para divertirnos, así que lo vi como algo natural. Cada uno vale para lo que vale. Siempre estuve muy enfrascado con los estudios. El único coleguilla que tenía era Esteban y él si compaginaba bien los estudios y el salir por ahí. Esteban era muy picaflor, pero cuando le presentaron a Ana, se fijó en ella inmediatamente. Intentó «levantarme la novia», como se dice ahora, y ese fue el principio del fin de nuestra amistad. Y el comienzo de una enemistad que ya ves hasta dónde me ha llevado. El resto creo que ya lo conoces: terminé la carrera, saqué la oposición a profesor, conseguí el doctorado, la cátedra... pero, ¿sabes qué te digo? —de repente, algo cambió, en su tono, hasta en un asomo de sonrisa inesperada—. Esas cosas, que parecen muy envidiables, no dan la felicidad. Al poco de conseguirlas me sentía importante, superior, pero esa sensación me duró poco. Con el tiempo, me parecieron cosas que la gente valora en demasía. Llegué a ser feliz viendo una puesta de sol, y eso a tu madre le resultaba incomprensible. Ella sólo quería más y más. Me llamó fracasado cuando no conseguí ser rector y Esteban lo logró. Y te lo creas o no, fue a partir de esa victoria de Esteban que tu madre se fijó en él —la sonrisa había sido un espejismo. Los recuerdos le agriaban el carácter. Inevitablemente—. Desde entonces, coincidían mucho en cualquier evento social y siempre tuve la sensación de que se relacionaban entre ellos más de lo que tu madre me contaba. No soy celoso, Daniela, pero tampoco quería ser el hazmerreír de la universidad. Al mismo tiempo que eso, o debido a eso, mi relación con tu madre fue a peor con los años. El resto ya lo sabes —concluyó Pedro, dejando caer su mirada entristecida.

—Flipo en colores. No me imaginaba a mamá tan cabrona. Pero mira, no te culpes. Eso es agua pasada, y el agua pasada no mueve molino, como decís los carcas. Enfócate en rehacer tu vida y disfrutar de lo que haces. Ya sé que es fácil decirlo desde fuera, pero créeme, desde fuera también se ven las cosas con más perspectiva. Aún estás demasiado condicionado por lo que pasó. He venido contigo a Israel solo por unos meses, para asegurarme de que no te encierras en uno de tus pozos mentales. Pero solo unos meses, que tengo que seguir con mi vida. Si para ser feliz solo necesitas tan poco como una puesta de sol, serás feliz siempre. Pero si necesitases grandes cosas, o complicadas, para ser feliz, o si necesitases de los demás para ello, entonces sí que podrías derrumbarte. Esas cosas pueden fallarte, pero otras, como tu puesta de sol, son fáciles de conseguir y no fallan. Ahora te derrumbas porque piensas que necesitas a mamá para ser feliz. Pero... ¿realmente la necesitas? ¿Ibas a ser feliz con alguien como mamá? ¿No hay otras mujeres en el mundo? Tu manera de ser feliz es otra, papá.

—Hablas como una psicóloga.

—Una de mis asignaturas optativas es psicología. Y la verdad es que me mola. Y parece útil ¿no crees?

—Oyéndote sí que lo parece.

Y Daniela volvió a reír con esa sonrisa suya particular. Y volvió a fijarse en que la señora del asiento de delante estaba otra vez muy atenta a la conversación. Pero esta vez la paciencia de la joven desapareció y le increpó a la señora elevando la voz.

—¿Pero qué coño le pasa, tía cotilla? Le voy a enseñar a respetar.

Se descalzó uno de sus zapatos de tacón y golpeó con él a la señora repetidamente. Pedro, perplejo con la escena, intentó sujetar a su hija, pero ella se empleó con energía. Se formó un gran revuelo entre los pasajeros. Varios de ellos grababan a Daniela y la señora con sus teléfonos móviles. Se oyeron algunos gritos. Acabó por intervenir la tripulación, y Daniela fue sujetada y llevada aparte por dos auxiliares de vuelo. El resto del viaje lo pasó en un compartimento separado del resto de pasajeros.

Pedro, demasiado atónito, solo alcanzó a pensar: «mi vida ya no es lo que era».

Capítulo 5

Ana había pedido el día libre en la oficina de la Seguridad Social donde trabajaba para resolver los últimos detalles de su divorcio y del reparto de los bienes gananciales. Satisfecha, orgullosa y altiva, sostenía bajo el brazo los documentos con los que acababa de hacerse con un jugoso patrimonio. Cuando abandonó la gestoría en la que había pasado algo más de una hora cogió un taxi hasta la facultad. Tenía coche propio, y de gama alta, pero prefería no conducir. «Eso es de gente simple», se había dicho siempre. Mientras tanto, un retoque a su maquillaje. Sombra de ojos y barra de labios. Cuando haces visitas estelares, tienes que parecer una estrella, se dijo. Aunque el trayecto ofrecía unas bonitas vistas, prefirió sacar del bolso un ejemplar del Hola y ojear las vidas hechas públicas a golpe de talonario, los chismes y los niveles de vida expuestos en fotografías como para acomplejar al común de los lectores.

Al bajarse en el campus universitario caminó con paso decidido por los pasillos. El sonido de sus tacones resonaba fuerte por las escaleras que daban acceso a la oficina del rectorado. Conocía bien ese recorrido; lo había hecho muchas veces en el pasado. Primero como visita de cortesía, después como amiga y en los últimos tiempos como amante.

No hizo falta llamar a la puerta. En el interior, el rector la aguardaba. Ana echó un rápido vistazo a aquella decoración. Maderas nobles, costosos tapizados, cortinas bordadas..., la foto con el ministro, otra con el presidente del gobierno, otra con poderosos empresarios... nada que denotase relación alguna con antiguos compañeros de estudios, ni con otros profesores pasados o presentes. Aquello era digno de ella, se dijo. Este sí era un hombre con un nivel, con una categoría. Tenía claro que no le gustaban los soñadores ni los faltos de ambición. Esos no pasaban de pobres idiotas que no eran sino una molestia en su vida.

Se acercó a Esteban y le dio dos besos en la mejilla. Ambos siempre se habían sentido cómodos en presencia del otro.

—Buenos días, Ana. Radiante, como siempre.

—Gracias. He venido lo antes que he podido, pero ya sabes, los trámites en esas notarías…

—Por favor, siéntate. ¿Un cigarrillo?

—Sí. ¿Se puede fumar aquí dentro?

—Ana, por favor —rió Esteban, jactándose—. Aquí dentro se puede hacer lo que yo diga que se puede hacer. Las normas se dictan desde arriba. Siempre. Deja que los demás no fumen; nosotros lo haremos por ellos.

Ana también rió, mientras saboreaba el cigarrillo.

—Parece —dijo Esteban— que por fin los obstáculos que nos estorbaban han desaparecido; o mejor dicho, los hemos quitado de en medio. Pero lo mejor será que no nos conformemos con apartarlos de nuestro camino, sino que los borremos definitivamente. Enseguida te explico el cómo. ¿Está terminado todo lo del divorcio?

—Completamente terminado, Esteban. Ha sido un poco trabajoso, pero mi abogado se ha encargado de todo. Ese idiota de Pedro no ha luchado gran cosa por conservar casi nada; él es así. Pero mejor para nosotros. Me he quedado la casa y la mayor parte del dinero. Lo único que no he podido conseguir es una pensión de alimentos por Daniela. La cretina de mi hija, como es mayor de edad, ha renunciado ante notario a esa pensión. Dice que su padre le pasa dinero y que no quiere que él sufra más. Espero que no salga tan altruista como el idiota de su padre.

—El altruismo es cosa de mentes menores, Ana, tú lo sabes porque lo llevas viendo en Pedro muchos años. Pero eso se terminó. Ya no tienes que conformarte con esa medianía de hombre sin ambición. Ahora puedes volar alto. Yo también he estado ocupado últimamente. La cátedra de arqueología ha quedado vacante. Pedro aún no lo sabe, pero con ese traslado a Jerusalén, ha perdido la cátedra. La nueva legislación educativa así lo permite. Ya sabes toda la polémica que hubo, sobre todo en prensa, con motivo de eso. Recomendé al ministro que ese detalle, el de la pérdida de cátedras por los traslados, no se publicitase en medios de comunicación. Lo hice pensando precisamente en Pedro. Y los medios tampoco han aireado ese detalle. Reciben demasiado dinero en subvenciones y ayudas de todo tipo como para negarse a lo que les pida el ministerio. Ha resultado bien. Tendremos un nuevo catedrático de arqueología. Ya me he encargado de que sea alguien afín al ministro de educación, para de esa manera compensar al ministro por hacerme el favor de modificar la ley educativa. Ya sabes cómo funciona esto: si tú te portas bien con el poder, el poder hará algo por ti. Al electorado se le puede conformar con pequeñas migajas, o simplemente dando orden a los medios para que hagan creer que se ha hecho por ellos mucho más de lo que se ha hecho. Así todos contentos.

—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Esteban, la ambición. Siempre quieres más. Para ti, todo es sólo el principio. Ay, si pudiese volver atrás en el tiempo. Borraría ese pasado con Pedro. Pero qué le vamos a hacer —dijo Ana, suspirando con resignación—, todos cometemos errores.

Esteban rió con condescendencia.

—Precisamente eso mismo le dije a Pedro cuando le comuniqué el traslado. Que todos cometemos errores y que casarte con él había sido un error.

—Has dicho que me vas a explicar cómo borrar definitivamente los obstáculos que nos estorbaban —dijo Ana dando la enésima bocanada de humo con el cigarrillo en los dedos.

—Sí, por supuesto. Un momento.

Esteban se levantó y se dirigió a la puerta. Allí se aseguró de que no había nadie más. Cerró con llave por dentro y volvió a la mesa. Descolgó el teléfono y avisó a la secretaría de que no le pasase llamadas hasta nueva orden, y que no dejase entrar a nadie.

—Vamos a borrar el pasado como si nunca hubiese existido. En cierto modo, borraremos a Pedro de nuestras vidas como los bolcheviques borraron a Trotsky de las fotos con Lenin. Solo que nosotros no nos limitaremos a fotografías.

Esteban dio una bocanada más al cigarrillo, con énfasis. Miró a Ana fijamente a los ojos y le sonrió como sonríen los amos del mundo.

—Va a haber un corrimiento de tierras en la excavación de Jerusalén. Toneladas de piedras y tierra caerán encima de una posición concreta, el lugar al que Pedro será dirigido sin despertar sospechas. Inmediatamente después del derrumbe, cerraremos un perímetro alrededor de esa iglesia durante el tiempo suficiente hasta que los bomberos y el personal sanitario acudan allí. Con ese perímetro cerrado, acumularemos toda la cantidad de piedras encima del lugar a donde haya ido a parar Pedro. De esa forma nos aseguramos de que no sobreviva.

Ana escuchaba con los ojos muy abiertos. Visualizando cada descripción. Le gustaba el plan. Era ambicioso, era atrevido, era quitar de en medio a los perdedores, a los obstáculos, como los llamaba Esteban.

—¿Todo parecerá un accidente?

—Todo. Hasta el más pequeño detalle. La noche anterior, una gente a la que he pagado, y bien, se encargarán de colocar los explosivos estratégicamente. Por desgracia, en este tipo de excavaciones, no se es ajeno a los accidentes. A veces perecen personas, a veces ocurren desgracias. Y cuando es así, la gente se entristece un día y se olvida al siguiente. Pero algunos puede que no nos entristezcamos.

Rieron abiertamente. Él mantuvo la mirada en la de la mujer un par de segundos más de lo habitual.

—Recuperaremos los años perdidos, ¿verdad Ana?

—Por supuesto que sí. Seré la esposa del rector... y del futuro ministro de educación.

—Bueno, eso también es confidencial. Te recuerdo que me lo confió el presidente del gobierno cuando visitó esta universidad. No se lo digas a nadie. El actual ministro de educación tiene asegurada una plaza en el consejo de administración del Banco Atlántico. Es su retiro dorado—se detuvo, recordando aparentemente una cuestión menor—. Por cierto, solo queda un pequeño detalle. Tu hija Daniela se ha encabezonado en viajar con Pedro a Jerusalén. No nos engañemos, correrá peligro…

Ana se quedó pensativa por un momento. Hubo una duda en su mente. Entornó los ojos y miró a Esteban fijamente.

—En cualquier otro caso ya sabrías la respuesta. Realmente, me ha sabido muy mal que Daniela se haya puesto de parte de su padre con esto del divorcio. Supongo que en el fondo es una soñadora como Pedro. Pero no somos monstruos, Esteban. Una hija es una hija. Mejor la dejamos a ella aparte en todo este asunto—parpadeó, coqueteando con aquellos ojos que siempre le habían embelesado—. Sigue adelante, Esteban. No tenemos por qué conformarnos con menos de lo que podamos tener.

—Carpe diem, Ana.

—Carpe diem, Esteban.

Capítulo 6

El avión aterrizó en el aeropuerto de Atarot, entre Jerusalén y Ramala, una mañana soleada y con cielo despejado. Nada más desembarcar, Pedro se dirigió a una puerta apartada que le fue indicada por la tripulación. Allí esperaba, entre avergonzado y expectante, a que Daniela apareciese. Aún tuvo que esperar una media hora. Tras algunos pasos en círculos para matar el tiempo, vio a lo lejos a una pareja de policías que flanqueaban a una joven esposada con las manos a la espalda. Según se acercaban, pudo comprobar que efectivamente era su hija.

Tras una inspección de pasaporte y algunas advertencias en inglés, los policías desesposaron a Daniela. Pedro la miraba con dureza, reprobándola con los ojos. Le acercó su maleta y él recogió la suya. Caminaron hacia la parada de taxis. Todavía tardaron casi un largo minuto en decirse algo.

—Estarás orgullosa del espectáculo que has dado.

—Joder, papá, no me vengas con ese rollo de lo políticamente correcto. Ya viste cómo se pasaba de cotilla la marujona.

—¿Y no crees, señorita, que eso de acabar detenida, esposada y aislada en el avión no es precisamente la mejor manera de llegar a un país extranjero? No has acabado en un juzgado porque la señora no ha presentado denuncia.

Daniela lo miró con seriedad, fijamente, deteniéndose un momento.

—No voy a pedirte disculpas por haberle plantado cara a la maruja de las narices.

—Está bien, Daniela, mejor lo dejamos porque ya veo que no nos vamos a entender.

Al llegar a la parada, un taxista les guardó las maletas en el maletero y le dieron la dirección del hotel. Durante el recorrido, Pedro no tardó en recordar viejos tiempos.

—No viajábamos juntos desde que tenías ocho años. Fue una vez que tu madre quiso ir a Asturias. A Lagos de Covadonga.

—Pues mira tú por donde, aquí estamos viajando juntos otra vez, después de tantos años. Esperemos que no tenga que pasar mucho tiempo para poder repetir. ¿Y qué fue lo que pasó para que ya no viajásemos más? Son demasiados años sin irnos de vacaciones.

—Ufff. Proyectos, investigaciones, programas que quería preparar... A tu madre le cabreaban bastante mis obligaciones, la verdad.

—Yo creo que te olvidaste de vivir. Hay un momento para cada cosa y tú ya no viste el momento de desconectar del trabajo. Me parece, papá, que te perdiste unos buenos años para disfrutar. Nacemos con fecha de caducidad, como los yogures; así que si no disfrutamos, nos pudriremos sin haber probado las frutas del bosque, las fresas, la vainilla y todo eso, los placeres de la vida, tú ya me entiendes. Llegaste a un punto en que ya no trabajabas para vivir, sino que vivías para trabajar. Mamá acabó cogiendo la maleta y yéndose conmigo en cuanto terminaba mi curso escolar. Ella decía a veces que parecía una viuda, por eso de ir siempre sola por ahí con su hija.

—Sí —reconoció Pedro con pesar—. Creo que me centré demasiado en el trabajo. Pero había algo más. Tu madre y yo ya no nos entendíamos por aquel entonces. Empezábamos a tener gustos diferentes, y eso es un problema a la hora de irse de vacaciones. Claro que se podía resolver de forma salomónica; ya sabes, una vez se viaja a donde quiera yo y la próxima vez se viaja a donde quiera ella. Pero lo de funcionar así, democráticamente por decirlo de alguna manera, no va para nada con tu madre. Siempre tenía que ser lo que ella dijese. No sé si recuerdas que tuvimos mucha batalla para conseguir vivir separados de tu abuela materna. Con ella era como estar haciendo la mili. Yo juraba bandera cada fin de semana, con eso de tener que ir a comer a casa de tu abuela.

—Algo sí que me acuerdo. La abuela era muy mandona. Supongo que mamá salió a ella —rió Daniela—. Imagino que dirás que yo sigo la tradición familiar y también soy un sargento ¿a que sí? Bueno, pero no tanto, papá. Solo cuando tengo razón. Que suele ser casi siempre —rió de nuevo con ganas.

Unos minutos después, llegaron al hotel. Ya en sus habitaciones, Daniela se tumbó sobre la cama dejándose caer con los brazos extendidos.

—¡Qué chulada! Es como estar de vacaciones otra vez.

—Pero recuerda que no hemos venido de vacaciones, Daniela, sino para trabajar en una excavación. Empezamos mañana por la mañana, así que tenemos esta tarde para descansar.

—¡Descansar! Pero si yo quería conocer Jerusalén. Venga, papá, no seas aburrido como con mamá. Vamos a darnos un recorrido por ahí.

Pedro suspiró con resignación.

—Ya me temía yo que no iba a poder descansar.

Y muy a su pesar, después de vaciar sus maletas y comer en el hotel, Pedro acompañó a su hija por las calles de Jerusalén. Tras un momento en el que se esforzó por hacer memoria, le dijo a su hija:

—Creo que en Jerusalén podemos visitar el Monte del Templo, la Explanada de las Mezquitas, el Muro de las Lamentaciones y el Santo Sepulcro.

—¡Coño, papá! ¡No jodas! Que yo quiero conocer sitios de ambiente. De ambiente social, ¿eh? No ambiente religioso, leche.

Finalmente Pedro tuvo que cambiar el plan establecido y visitar cafeterías, lugares con vistas panorámicas y al llegar la noche, una conocida discoteca. Lo único que consiguió de Daniela es que volviesen al hotel sin que fuese demasiado tarde, porque a la mañana siguiente tocaba trabajo.

—Lo que te pasa, papá, es que te estás haciendo mayor. Necesitas una mujer que te saque de tu mundo laboral, de ese cascarón de soledad en el que te has metido desde que no vives con mamá. Te hace falta una cincuentona que tenga marcha como yo— le decía su hija en voz muy alta, para que pudiese oírla en medio de los decibelios de aquella discoteca.

No es que Pedro bailase mucho, pero lo que bailó, forzado por su hija, lo dejó casi exhausto. Al salir, aún tenía la música del local en los tímpanos. Un taxi les llevó de vuelta al hotel. La cena en el comedor le pareció un remanso de paz después de semejante tarde. A él nunca le gustó bailar, ni cuando era joven. Sus gustos iban más por otro lado, de ratón de biblioteca hasta disfrutar de espacios naturales o el simple disfrute de una puesta de sol.

—Eres demasiado místico; o demasiado tranquilote, papá. Si no te animas, no te vas a comer ni una rosca.

—Yo ya tengo cincuenta y dos años. Supongo que cuando llegues a esa edad te lo tomarás todo con más calma. La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo.

—¡Y una leche! Se puede ser carroza por edad pero joven de espíritu.

Pedro durmió aquella noche como un niño debido al cansancio. Poco antes de quedarse dormido, se dijo a sí mismo su habitual mantra de los últimos días: mi vida ya no es lo que era.

Solo el despertador le sacó de la cama a la mañana siguiente. Durante el desayuno, Daniela estaba ansiosa por conocer detalles sobre la excavación.

—Solo te pido una cosa, Daniela. No seas respondona con la gente que trabaja allí con nosotros. Espero que como tendremos que hablar en inglés todo el tiempo, no te quede más remedio que comportarte.

—Tengo un buen nivel de inglés. Y también sé decir tacos en ese idioma.

—Pero vamos a ver… Eres imposible.

—Tranquilo, papá. Si no nos tocan las narices, prometo no armar ningún pollo. Palabra de Daniela —rió ella, con esa risa suya tan chispeante.

Una hora después, ya en la excavación, se presentaron ante el sacerdote de aquella iglesia en cuyo subsuelo se hallaba el lugar donde tenían que trabajar. El cura acabó diciéndoles que todo aquello de la excavación no le gustaba. Perturbaba la paz de su iglesia, además de que consideraba inapropiada la presencia de arqueólogos debajo de un lugar de culto. Como igualmente inapropiado le parecía una mujer en pantalón corto en aquel lugar, mirando a Daniela con desprecio. Momento en el cual Daniela demostró su nivel de inglés levantándole la voz al cura para explicarle que ella era una mujer libre que vestía como le daba la gana, que hacía su trabajo como mejor le parecía y que él procurase meterse en sus asuntos. Pedro tuvo que mediar para evitar otro altercado como el ocurrido en el avión. Consiguió llegar a un principio de acuerdo con el sacerdote; si él no se entrometía en la excavación, los arqueólogos no le darían quebraderos de cabeza.

Ya de regreso al hotel, estuvieron estudiando en un plano de la ciudad un recorrido para ir a correr algunas tardes, como hacían desde años atrás. No por estar en el extranjero quisieron dejar de estar en forma.

Al día siguiente comenzaron su trabajo en la excavación. A Daniela se la veía ilusionada con la experiencia. Nunca había estado en ningún proyecto similar y le motivaba investigar civilizaciones pasadas, poder realizar descubrimientos, palpar con sus manos objetos utilizados hacía milenios. Pedro, en cambio, seguía con un poso de resignación ante aquella experiencia. Estaba allí forzado por el rector, y aquello no dejaba de ser una especie de venganza. En vano intentó contagiarse del entusiasmo de su hija. Se obligó a sí mismo a ser profesional, a realizar las tareas con dedicación. Enfrascarse en el trabajo al máximo para no pensar en otras cosas.

Intentó buscarle algo positivo a aquella experiencia desde su punto de vista, no desde el punto de vista hiperentusiasta de Daniela. Al menos se libraba de sus monótonas clases en la facultad, del trato con sus colegas los otros profesores, con los que no congeniaba precisamente, por motivos fundamentalmente políticos. Daniela, entusiasta de la psicología, le habló en ocasiones de la importancia de distanciarse de las personas tóxicas, de las personas que envenenan las relaciones personales. Allí, en Israel, había dejado atrás unas cuantas. De modo que no todo era malo a fin de cuentas.

El subsuelo de aquella iglesia presentaba una construcción en piedra que sugería una iglesia primitiva, de los primeros años del cristianismo, que con el tiempo quedó en desuso. Sobre ella se edificaron los cimientos de otra, que actualmente se hallaba en la superficie. No se había encontrado nada especial, más allá de escasos restos de vasijas rotas. Pero el proyecto contemplaba la realización de excavaciones durante al menos seis meses más. No quedaba más remedio que seguir adelante.

—Hay que usar esa pala con más entusiasmo, chavalote —bromeó Daniela.

—No me llames chavalote; soy tu padre.

—Ya me pareces Darth Vader cuando decía «yo soy tu padre».

Y Daniela estalló a reír con aquella risa suya tan peculiar, tan chispeante y alegre. A Pedro se le escapó una sonrisa. Hacía años que no sonreía.

Capítulo 7

Después de unos días de trabajo en la excavación de Jerusalén, Pedro se encontraba algo mejor anímicamente. Quien le hubiese visto al llegar el primer día y le viese una semana después notaría que el apesadumbrado profesor de arqueología daba paso ahora a una persona algo más optimista. Aunque seguía viendo su traslado como un castigo, al menos hacía lo que le gustaba, aquello para lo que estudió durante años. Sin duda, sería un castigo bien aprovechado: podía hacer vida con su hija, dirigía una excavación y se hallaba a miles de kilómetros de los problemas.

Una mañana, al poco de empezar a trabajar, uno de los auxiliares llamó la atención de Pedro y Daniela acerca de una pequeña moneda que sobresalía del suelo. Se acercaron. Se notaba tensión en el ambiente. Los rostros, serios; la atención, concentrada. Daniela, en el último momento dio media vuelta sobre sus pasos: «Uy, el móvil, que me queda atrás». La expectación se apoderó del personal del sótano entero. Pedro se agachó para examinar la moneda, pero entonces...

Una potente explosión retumbó como un trueno en todos los oídos allí presentes. La oscuridad lo invadió todo. Por unos segundos, Pedro perdió la consciencia. Su cuerpo había sido lanzado violentamente contra el suelo por la onda expansiva. Finalmente, abrió los ojos pero no podía ver todavía. La polvareda tardaba en bajar desde lo alto. El techo del sótano presentaba entonces un boquete considerable. Toneladas de piedra y tierra se habían desplomado al suelo. Pero eso no era todo. Hacia un extremo del sótano, la explosión había dejado al descubierto una oquedad en aquellas paredes, que se prolongaba algunos metros sin que la vista alcanzase a divisar su final.

Avanzó caminando por aquel túnel oscuro. En su cabeza, la linterna frontal. Las paredes, de piedra y tierra. El aire, húmedo. Caminaba despacio, con cuidado, con miedo a dañar algo. No muy lejos de la entrada por donde había accedido a la galería, una pared parecía dar por terminado el recorrido. Tenía la impresión de que había visto aquello antes, de que le parecía extrañamente conocido.

Al llegar a final del recorrido, apoyó ambas manos extendidas en la pared. También piedra y tierra. Podía oír sus propios latidos. Respiró hondo. Decepción. Eso es lo que sentía. Deseaba encontrar algo más. Pero solo había un túnel vacío y lóbrego. Dio media vuelta. Y antes de comenzar a caminar de nuevo para salir de allí, no pudo evitar un puñetazo de rabia en la pared del fondo. Toda la pared se derrumbó con estrépito. El golpe acabó con el precario equilibrio de la pared, que se vino abajo sobre él.

Tras el susto inicial, aguardó a que la polvareda originada con la caída de la pared se asentase en el suelo. Se levantó con cuidado. Allí al fondo había algo más. La caída había dejado al descubierto un pequeño habitáculo. Tres ánforas de barro. Las cogió con admiración. Por fin había encontrado algo.

Observó el interior de las ánforas. Dos de ellas estaban vacías, pero otra parecía tener algo. Intentó extraerlo con sumo cuidado. Lo consiguió con facilidad. Con los ojos muy abiertos pudo comprobar que tenía en su mano… un papiro enrollado. Presentaba un gran deterioro y estaba un poco cubierto de arena. Su textura, ligera y un tanto áspera. Daba impresión de fragilidad. Era de un color tierra. Numerosos huecos surcaban su extensión, dejando entrecortadas algunas líneas. Sus manos comenzaron a temblar…

—¿Señor Velázquez, se encuentra usted bien? —le preguntaron a Pedro los ayudantes de la excavación, atónitos aún por lo que acababa de suceder.

—Sí, estoy bien. Ahora vuelvo. No se preocupen —dijo Pedro.

Cogió bajo el brazo las ánforas y el manuscrito lo mejor que pudo y se dirigió hacia la entrada de aquel túnel. Aún estaba perplejo por lo ocurrido. No se quitaba de encima la sensación de que lo que acababa de ver lo había visto antes. Pero no recordaba todavía dónde ni cuándo. Al salir de aquella extraña galería, todos lo miraban con expectación. Esperaban ver si realmente estaba ileso o no, pero la atención general rápidamente se desvió hacia los objetos que Pedro traía consigo.

—He encontrado esto ahí adentro. Tenemos que examinarlo con cuidado. También debemos examinar este túnel para ver si hay riesgo de desprendimientos.

—Papá —dijo Daniela—, tienes que ir a que te vea un médico. Estás sangrando por la frente. Aunque dices que estás bien, no sabes si tienes lesiones internas. Ya habrá tiempo para examinar eso que traes ahí. Ya hemos llamado a una ambulancia.

Muy a su pesar, tuvo que dejarse llevar a un hospital y hacerse un chequeo. Aparte de un corte en la frente, solo tenía magulladuras y contusiones. Nada grave. Pedro era la única persona de la excavación que se había visto afectada por el derrumbamiento.

Al día siguiente prosiguió la actividad en la excavación. Pero llegaron las sorpresas. Los vecinos de viviendas cercanas a la iglesia donde se hallaba la excavación, al oír lo que les pareció una explosión, dieron aviso a la policía. Se presentaron varias patrullas. Hicieron preguntas a los presentes. Se tomaron notas, muestras de varias cosas e incluso precintaron el túnel. Esto no hizo sino enfadar mucho a Pedro, que veía así cerrada la posibilidad de conseguir nuevos hallazgos. Tuvo que ponerse en contacto con la policía, pero solo encontró la misma respuesta: «esto es el protocolo a seguir en casos como este».