El mar blanco (AdN) - Roy Jacobsen - E-Book

El mar blanco (AdN) E-Book

Roy Jacobsen

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Beschreibung

Nadie puede estar solo en una isla... Sin embargo, Ingrid está sola en Barrøy, la isla que lleva su nombre, mientras la guerra de su infancia ha sido sustituida por una guerra aún más terrible y Noruega se encuentra bajo el dominio de los nazis. Cuando el mar arrastra a la orilla los cuerpos de los soldados de un buque bombardeado, Ingrid no se imagina que uno de ellos aún tendrá vida suficiente para borrar toda una existencia de soledad. Tampoco se imagina lo que sufrirá para proteger a su amante de los alemanes y de los colaboradores noruegos ni el periplo al que se enfrentará para volver a casa tras ser arrancada de su isla. Ni que, durante los estragos de la guerra, rodeada de refugiados que huyen de la hambruna por tierra quemada, recibirá un regalo de valor inconmensurable. Roy Jacobsen retoma a los personajes de Los invisibles y nos sumerge con mayor profundidad en sus vidas al tiempo que hace un poderoso retrato de un año decisivo en la historia de Noruega.

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Seitenzahl: 311

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Índice

Primera parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Segunda parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Tercera parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

Créditos

PRIMERA PARTE

1

El pescado llegó primero. El ser humano no es más que un infatigable huésped junto al mar. El capataz entró y preguntó si alguna de las muchachas sabía despiezar; había llegado una partida inesperada de bacalao. Ingrid alzó la vista del barril de arenque y dirigió su mirada hacia el muelle, donde los copos de nieve danzaban antes de desaparecer sobre la madera oscura, se secó las manos en el mandil y lo siguió al interior del saladero, donde se colocó junto al banco de despiezar y una cubeta de pescado eviscerado. Se miraron. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza hacia el cuchillo sobre la mesa; parecía una pequeña hacha.

Ingrid extrajo un bacalao de un codo de largo de la cubeta de enjuague y lo colocó sobre el banco, realizó un corte en la garganta, le retorció la cabeza a la altura de las branquias y seccionó las costillas desde el cogote hasta la tripa para luego llevar el corte hasta la cola; partió la espina dorsal por el orificio anal, cortó las costillas del lateral derecho también y arrancó la espina como si desgarrase una cremallera oxidada, y permaneció con el bacalao en la mano izquierda; el pescado parecía un ala blanca sobre el sangriento banco de trabajo, preparado para el enjuague y para ser apilado, preparado para salar, ser volteado, secado y lavado y apilado de nuevo, y para venderlo como el oro de color marfil que ha mantenido a esta consumida costa con vida los ochocientos años que han pasado desde que apareció, por primera vez, en un manuscrito.

—Déjame ver la espina.

Ingrid se la pasó a la mano derecha para ocultar el corte que se había hecho entre el pulgar y el índice.

—Completamente limpia.

Añadió que podía quedarse mientras esto durase, pues con el otoño nunca se sabe…

—Pero ponte unas manoplas.

Ingrid contempló la sangre que se mezclaba con la del pescado formando una gota, que cayó justo en el instante en que él le dio la espalda y volvió al despacho sobre las gorgoteantes suelas de goma.

Ingrid añoraba estar en otra parte; quería volver a Barrøy, pero nadie puede estar solo en una isla, y este otoño no la habitaban ni animales ni personas; Barrøy se hallaba vacía y desértica. Desde el mes de octubre ni siquiera había sido visible y ella tampoco podía quedarse aquí, en la isla principal.

Despiezaba bacalao diez horas al día, mantenía en faena a dos saladores y, al cabo de una semana, no era capaz de dormir en el gélido desván de tonelero que compartía con Nelly y dos jovenzuelas del interior del país que habían llegado hasta aquí por la guerra. Estas fingían no llorar hasta quedarse dormidas; limpiaban arenques, los cortaban y los ponían en salazón en barriles, que rellenaban con salmuera, y bebían sucedáneo de café, salaban y dormían, y cada dos noches se lavaban en agua fría, el cabello una vez por semana, en agua igual de fría y aherrumbrada, bajo el cielo estrellado de resplandecientes escamas de arenque, e Ingrid despiezaba bacalao como un hombre.

A mitad de la segunda semana, uno de los saladores desapareció y mandaron a Nelly a trabajar con ella. Al siguiente día les sobrevino un temporal y los palangreros se refugiaron en las islas. Tampoco pudieron atracar el día posterior, y cuando por fin pudieron barloventear a través de la nieve, no llevaron ni un mísero pescado a bordo.

Pero muchos los estaban esperando; un pueblo entero aguardaba para recibir a los hombres que, una vez más, regresaban del mar con vida. Después vino otra tempestad, la obligación de permanecer varados y en tierra, artes que llevaban demasiado tiempo en el mar, capturas que no servían, salvo para guano quizá; dependía de muchas circunstancias, ante todo de los precios establecidos en otro mundo que no era este. El pescado de descarte se ató y se colgó, y la extraña aventura de aquel otoño llegó a su fin.

Ingrid y Nelly volteaban el pescado salado, seleccionaban el de descarte y se aseguraban de colocar encima el que había estado al fondo en la hacina anterior. Entonces también se acabó el arenque y se despidió a las muchachas desconocidas, que recibieron la mísera paga que les correspondía; se quitaron las escamas del rostro la una a la otra, se lavaron el pelo en agua fría y se lo secaron y peinaron mutuamente, y procuraron que las diademas les quedasen bien colocadas antes de marcharse entre risas en el vapor, ataviadas con ropas que nadie jamás había visto antes.

Con el mismo vapor llegó una carta de la tía de Ingrid, Barbro, que se hallaba ingresada en el hospital, escrita, no obstante, por una enfermera que tenía letra de médico y que Ingrid consiguió leer, aunque fue incapaz de comprender su alcance. Su tía no podía viajar hacia el norte porque la fractura del cuello del fémur no se curaba, porque no había transporte…, pero regresaría con tiempo antes de Navidad, recalcaba dos veces. Barbro tenía cincuenta y nueve años e Ingrid, treinta y cinco; aquella noche se quedó dormida temprano y no soñó.

También se despertó pronto y permaneció escuchando el viento que arañaba el tejado de pizarra y el mar que gorgoteaba y gemía entre los postes del muelle, por debajo de la respiración de Nelly. Nelly dormía como un ser humano; era lo único que era como Dios manda en este lugar, el sonido del sueño de Nelly, una noche tras otra; ya no lo podía soportar.

Ingrid se levantó, se lavó en el cubo de cinc e hizo su equipaje; no desayunó ni tomó café, bajó con su apestosa ropa de trabajo hasta la parte trasera de la fábrica de conservas, donde los alemanes quemaban sus desechos, y la echó al barril; permaneció contemplando fijamente las llamas hasta que aparecieron algunas personas en el muelle; la nieve caía ligera.

Subió de nuevo y preparó una especie de café, llenó una taza y la colocó sobre la silla junto al cabecero de Nelly, que seguía pareciendo un cadáver feliz, y esperó a que la luz del sol sobre la pared del muelle le indicara que ya había llegado el capataz, que de la oscuridad surgía un nuevo día, antes de levantarse y bajar con la maleta para pedir su finiquito.

Él dejó un lápiz desgastado sobre la mesa y expresó su sorpresa, dijo tanto que ella se le había adelantado como que no podía prescindir de ella; esa noche llegaría una captura, ella era imprescindible y superflua a la vez, el enrevesado fraude habitual del asalariado; pero Ingrid era de una isla, con el cielo como techo y paredes, por lo que repitió que quería su dinero «ahora mismo» y esperó pacientemente a todos los cajones que había que abrir y cerrar, el crujido de los papeles, los ambiguos suspiros sobre la ficha de las horas y el igual de prolijo recuento de los billetes arrugados, como si pedir el sueldo fuera una ofensa, como si el día de la paga la pena recayera sobre el patrón y no sobre el esclavo.

Ingrid subió por el camino helado hacia la tienda y esperó hasta que Margot abriera, seleccionó los productos que necesitaba, consiguió asimismo café y margarina a cambio de cupones y dinero, pidió prestado el carrito de Margot y llevó la compra a la gabarra que llevaba todo el invierno resguardada bajo el muelle.

Retiró la nieve con el achicador, cargó las mercancías y la maleta, llevó el carrito de vuelta y, cuando bajó de nuevo, pasó por delante de dos soldados alemanes que se hallaban fumando al socaire del saladero; debían haber permanecido allí todo el rato, mirándola.

Bajó la escalera y subió a bordo, soltó la amarra y se dispuso a remar. Uno de los soldados se acercó al muelle y le gritó algo, gesticulando con la mano y el cigarrillo, un ojo escarlata en el invierno. Ella descansó sobre los remos y lo miró interrogante. El soldado repitió algo que ella no escuchó, la nevasca espesaba, la gabarra avanzó deslizándose sobre la superficie del agua y el soldado desapareció.

Ingrid remó hacia el extenso Gråholmen, el islote Gris, siguió los montes pelados a distancia de remo hasta dejarlos atrás; apenas había visibilidad, el mar aparecía denso y en calma.

Desde la señal del último escollo estableció el rumbo y mantuvo el ángulo entre su estela y el oleaje hasta alcanzar Oterholmen, el islote de la Nutria, al cabo de algo más de una hora. Se le apareció a babor, cuando debería estar a estribor. Ajustó el rumbo, continuó con un nuevo ángulo entre el oleaje y la serpenteante estela que iba dejando y alcanzó Barrøy media hora después de dejar atrás Oterholmen.

Descargó las mercancías, abrió las puertas de la caseta del embarcadero y arrastró la embarcación al interior con el cabrestante que su padre había instalado en algún momento de su infancia, se enderezó y miró a su alrededor, las casas allí arriba entre la masa gris de la espalda encorvada de la isla, visibles desde una distancia de ciento cincuenta, doscientos kilómetros en un día despejado, ahora unas simples cajas negras bajo una fina capa de leche, sin luz y sin huellas en la nieve.

Consiguió colocarse el yugo sobre los hombros, enganchó las mercancías y empezó a caminar cuesta arriba. Las cajas se transformaron en casas, en su hogar, rodeado de árboles que parecían dedos carbonizados. Entró a la vivienda y fue de habitación en habitación encendiendo las lámparas, prendió la estufa de leña tanto en la cocina como en el salón. Tampoco podía quedarse aquí. Salió de nuevo y bajó a la caseta del embarcadero, comprobó que estaba cerrada y recolocó los caballetes al socaire, como si no lo hubiese hecho al llegar. La escollera de cantos rodados y los gruesos troncos de madera que formaban una parrilla bajo el mar verde, el islote Oterholmen, aparecían y desaparecían de la vista. Ninguna embarcación. Ningún ave. Se giró y echó un vistazo a las casas —ahora una de ellas tenía dos ojos amarillos—, luego subió por segunda vez; así al menos había tres pares de huellas.

2

La cocina ya estaba templada. Ingrid se quitó la mitad de la ropa de abrigo, molió café y puso la cafetera, colocó las mercancías en la despensa, fue a por más leña y cuando volvió, el café ya estaba listo. Se quitó el resto de la ropa de exterior y se lo tomó sentada en su propia silla junto a la ventana, que se abría hacia fuera, contemplando las sombras al oeste, los islotes Moltholmen, Skogsholmen, los escollos de Lundeskjærene y la adormilada orilla en una parte de ese día que jamás llegaría a ser nada. Seguía sin comer. Buscó algún lugar por donde empezar, debajo de la estufa o de la mesa, en el rincón de la despensa.

Se levantó, sacó la cesta con turba y empezó a rasgar las hojas de los periódicos, estrujando las láminas para formar pelotitas que fue apilando en el suelo, como una linterna de nieve. La pequeña construcción se vino abajo. Volvió a apilarlas, un periódico al que se había suscrito en aquella época en la que Barrøy era una sociedad, con seres humanos y animales y un faro, con tempestades y perseverancia, con trabajo, verano e invierno y prosperidad; sujetó las pelotitas con unos palitos y unos trozos de turba para formar una hoguera, un pensamiento que no se le había ocurrido a nadie antes, quemar una casa en una isla; al este de Barrøy había algunas ruinas, pero ningún solar reducido a cenizas y, de pronto, no le quedó duda alguna de que los que habían abandonado Karvika lo habían hecho por voluntad propia, no a causa de una catástrofe; simplemente se habían cansado, se habían mirado al espejo, recogido sus cosas y marchado; era un pensamiento insoportable.

Cogió un quinqué y subió a la Sala Norte, después a la Sala Sur, se pasó por la alcoba de Barbro en el este, por su propio cuarto de niña, con su cama de madera, su orinal y su mesilla de noche y los descoloridos dibujos de los días del colegio, que no había visto desde que vino a cosechar patatas en septiembre; la casa se había hecho más pequeña, las puertas más bajas, las ventanas más angostas; el olor a seres humanos había impregnado estas paredes como pintura; ahora solo quedaba el olor a tierra pesada, húmeda; deslizó las yemas de los dedos por las gotas de humedad y se sentó sobre la cama de sus padres, donde su madre había fallecido.

—Deja que Lars se haga cargo de Barrøy —fueron las últimas palabras que pronunció—. Y márchate, eres joven e inteligente; dale la espalda al mar, aprende de mí…

Ingrid dijo que no.

—No eres lo suficientemente fuerte.

—Sí lo soy —dijo Ingrid a su madre agonizante.

La siguiente primavera Lars no regresó de Lofoten; había encontrado el amor, escribió, y se quedó con el pesquero, las artes y la tripulación, un año tras otro, también cuando estalló la guerra. E Ingrid y Barbro se fueron volviendo más solitarias por cada sol que se alzaba y cada temporal que arreciaba, por cada animal que sacrificaban y cada saco de plumón que recolectaban y no vendían, una mujer joven y otra de mediana edad en una isla, esperando una carta de Lars, con sus garabatos pulcros y regulares, que incluso un día contenía unos verdes garabatos, la firma de Hans, el hijo de tres años de Lars, los tres años más largos de la vida de Ingrid. Ahora habían transcurrido cuatro años de guerra y Hans había tenido un hermano, Martin; con él llegaron más garabatos para una tía y una abuela paterna que no respondían a las cartas, porque una era demasiado orgullosa y la otra no podía.

Ingrid fue a la Sala Norte y decidió dormir allí, donde había una trampilla en el suelo que daba a la cocina para que subiera el calor. Sacudió y zarandeó los edredones e hizo la cama, y volvió a bajar a beber café tibio mientras leía de nuevo la carta de Barbro, la estrujó entre las manos y la echó al montón del suelo.

Pero no le prendió fuego.

Entró al salón para añadir más leña a la estufa y descubrió que la puerta de la alcoba del abuelo estaba entreabierta. Puso la mano sobre el pomo para cerrarla, pero ya lo había hecho hacía un rato; ella había cerrado la puerta y ahora estaba abierta de nuevo, había silencio, ninguna corriente en la casa.

Oyó un chasquido, tan lejano, la tormenta persistente en las entrañas del mundo, y retrocedió hasta la cocina, donde se quedó desconcertada durante demasiado tiempo, antes de entrar otra vez y abrir bruscamente la puerta de la alcoba, enfurecida consigo misma por no haberlo hecho de inmediato, pues ahora la persona en cuestión podría haberse marchado.

Pero no había ningún olor, ni pasos arrastrándose ni el murmullo de voces o el sonido de un gato; tan solo el débil zumbido de siempre, tanto dentro como fuera. Descolgó el quinqué de la pared del salón, entró completamente y constató con un martillo que no había nadie, ni en la cama ni debajo de ella, ni en la rinconera ni en el arcón, que abrió y cerró antes de quedarse sentada sobre la tapa con el persistente silencio chisporroteando de tal manera en sus oídos que el grito tenía que salir.

Luego el silencio fue absoluto.

Se vistió y salió bajo la nieve que caía lentamente; permaneció de pie, contemplando las casas, el henal y los muelles y la caseta del embarcadero junto al mar, en un repentino asombro sobre todo lo que la había anclado a la isla que, en realidad, no era absolutamente nada. Pronto la nieve se convertiría en lluvia, la isla se volvería marrón como la sarna y el mar, gris, si el viento no cambiaba de dirección.

Ingrid se dirigió hacia el sur atravesando los jardines, evitó las cancelas y saltó por encima de las cercas como cuando era niña. Pero ya no era una niña. Continuó hacia la punta más al sur y permaneció mirando fijamente los restos del faro que ella y Barbro habían volado con lo que quedaba de la dinamita del padre cuando estalló la guerra, los cristales rotos de colores claros y estridentes, los harapos de algas pardas y laminarias como cabellos negros alrededor de las vigas de hierro oxidadas; el depósito de parafina parecía una rosa carbonizada. Se sentó sobre el tronco que habían encontrado flotando a la deriva en una ocasión y que habían sujetado con pernos y estayes para que el mar no se lo arrebatara de nuevo; aquel inmenso coloso de color blanco hueso que habían pensado que algún día podría llegar a tener valor, quizá valía una fortuna, llevaba tres décadas sirviendo como banco para unas personas que jamás se sentaban.

Y ella ya no era una niña.

Esperó a tener frío, caminó hacia el norte a lo largo de los peñascos del oeste, sin ver huella alguna ni oír nada más que el lamento desértico del mar, pasó por el peñón del muelle nuevo y los tres alpendres; sobraba al menos un edificio. Se dio cuenta de que si hubiese despertado a Nelly aquella mañana y se hubiera permitido oír su voz y ver su sonrisa, todavía estaría en la Factoría, arrancando las espinas a los bacalaos muertos mientras sus pensamientos ascendían y descendían.

Ingrid estaba en el cobertizo nuevo, enrollando su cabello mojado en rodetes que luego dejaba caer; repitió los movimientos y se preguntó por qué seguía sin tener hambre. Descubrió un agujero en la manga del jersey de lana y no consiguió recordar de dónde procedía. En una caja alargada sobre el banco de trabajo se guardaban los rodillos para atar redes, organizados según su tamaño. Cogió el más grande y se quedó jugueteando con él; descubrió las marcas de los dientes de Lars, que solía morderlo todo cuando era niño. Todavía tenía sangre seca debajo de las uñas. El agujero del jersey procedía de un encontronazo con un clavo en la escalera, cuando había bajado con la maleta aquella mañana. En el estante sobre el banco había bobinas con sedales de todas las dimensiones, cuchillos, piedras de afilar, anzuelos, corcho… y agujas, las agujas de Barbro.

Ingrid sacó el taburete y se sentó delante del gancho de hierro bajo la ventana, enhebró una aguja con hilo y empezó a tejer una red. Una hora más tarde tenía tres brazas de quince puntos. Sus manos se notaban suaves al aire fresco. Tenía un hambre feroz, salió a la noche y regresó a la casa; se había equivocado en cuanto al tiempo, la humedad se había convertido en nieve, ligera y seca como hollín, y ya no tenía miedo.

3

Ingrid comió y durmió, se despertó y seguía sin tener miedo. Masticó lentamente, se vistió también de forma pausada y salió a la frágil luz de noviembre; echó la gabarra al mar. El viento había cambiado de dirección de nuevo, esta vez soplando con más fuerza desde el suroeste. Remó alrededor de la punta y se adentró en olas de más de un metro hacia el sur, atravesando el estrecho hasta llegar al perno que Lars había incrustado, sujetó el extremo de un cabo sin salir del bote —evitando que este se golpeara contra las rocas— y siguió remando con la corriente para atravesar el estrecho hacia Moltholmen, donde su primo también había instalado un perno y desde donde colgaba una polea. Introdujo la cuerda en el ojo del perno, sin salir de la gabarra —y sin golpearla— y remó de vuelta a Barrøy; había pensado que podían ser ochenta, noventa brazas, pero eran más bien ciento cincuenta; la cuerda era demasiado corta.

Rompió a llorar; ató una boya de cristal al extremo de la cuerda y la soltó, remó con la corriente hacia el norte para llegar al muelle nuevo y fue a por más cuerda. El mar se había ido embraveciendo. Salió nuevamente con gran esfuerzo y encontró la boya, empalmó las cuerdas y remó de vuelta hasta el punto de amarre en Barrøy con un cabo, calada hasta los huesos, acalorada, extenuada por el esfuerzo y furiosa, pero ahora tenía una cuerda tendida sobre el estrecho y podía extender una o dos redes, pescar sin tener que navegar, en cualquier condición climatológica, hasta que llegasen las heladas más extremas, quizá incluso durante más tiempo.

Se dejó llevar a la deriva hacia el norte y arrastró la embarcación a tierra; notó que la marea bajaba y se quedó extrañada, había pensado que subiría, pero todavía seguía sin tener miedo.

Subió a la casa y se quedó dormida en el banco junto a la estufa, y no volvió a despertarse hasta que hubo caído la noche. Tenía frío y el cuerpo dolorido. Se levantó a prender la lumbre, preparó la cena y se preguntó si debería calar una red a oscuras; lo descartó y abrió uno de los libros que había traído. No ponía nada.

Se vistió, bajó al muelle nuevo y recogió dos redes, caminó hacia el sur hasta el punto de amarre junto al estrecho y caló la primera como una telaraña silenciosa en las negras olas, unió la segunda y la extendió a continuación, una cadena de dos redes —no es un gran cadena—, las desplazó unas quince brazas hacia fuera, las amarró y regresó a casa.

Durmió desnuda hasta tarde en la cama de los padres en la Sala Norte, volvió a levantarse una mañana más, haló las redes y pudo cocinar bacalao fresco, luego salió a calar otra red más. Tres. Podía aumentar hasta cuatro o cinco. Había bacalao seco del invierno pasado, tenía la bodega llena de patatas, carbonero fermentado y medio barril de arenque. Tenía mermelada, harina, café, sirope, garbanzos deshidratados, mantequilla de tienda y azúcar. Y ahora también tenía pescado fresco. El montón de papel de periódico ya no estaba en el suelo de la cocina, sino junto a la leña de fácil encendido, en la caja de madera debajo de la estufa. Aparecieron dos aviones en una abertura entre la capa de nubes, oyó disparos contra el fuerte de la isla principal y el resquicio volvió a cerrarse.

La siguiente mañana capturó ocho bacalaos y un carbonero de gran tamaño. Volvió a comer pescado fresco e hígado y saló el resto; permaneció al calor de la lumbre de la cocina, mirando a su alrededor, hasta que un impulso la hizo levantarse e ir al henal sobre el establo donde conservaban los sacos de plumón. En el primero colgaba una etiqueta con el nombre «BARRØY». Un kilo. 1939. Lo abrió e introdujo la mano en un verano. Lo cerró y abrió el siguiente. En este ponía «1937». Otro verano más. Pensó que remaría hasta el pueblo para adquirir un gato.

Volvió a la casa y puso a hervir agua, se lavó y se frotó las cutículas hasta despellejárselas, se lavó el cabello y enrolló algunos mechones que después dejó caer para que el agua cálida corriera por su vientre y sus caderas y muslos antes de perderse en la tina. Se vistió y se sentó junto a la mesa de la cocina, y abrió el mismo libro. Seguía sin poner nada. Pero ahora podría dormir como Nelly.

Se acostó y pensó en el gato. Pronto llegaría Barbro. Pensó en Barbro. Y en Suzanne.

Suzanne había sido como una hija para Ingrid. Sin embargo, los había abandonado tanto a ella como a Barrøy cuando no tenía más de catorce años; ella también lo había hecho voluntariamente.

Ingrid se levantó de nuevo y bajó al salón, sacó las cartas de la cómoda que su padre había comprado en un arrebato de locura, la torneada escritura de Suzanne desde la capital, donde primero había trabajado sirviendo a una familia acomodada, luego como telefonista en una central de considerable tamaño y con un nombre impresionante. Ingrid leía lentamente, se mecía al ritmo de las palabras, asentía, negaba con la cabeza, y las volvió a guardar y recordó la imagen de Suzanne el día que se marchó de la isla, vestida con las mejores galas que habían sido capaces de conseguir, excitada y rebosante de alegría, y frágil como el cristal. No solo se marchaba con su valiosa naturaleza, sino con todos los ahorros de la isla; no fue un espectáculo hermoso.

Ingrid apagó la lámpara de un soplido y subió al desván, y durmió como Nelly después de pensar una vez más en Barbro, y en que quería recuperar el reloj que había empeñado a Margot, el reloj de pesas con números romanos y agujas ornamentadas; incluso un isleño necesita una silenciosa división entre los dos días que transcurren entre cada vez que es preciso darle cuerda al reloj.

4

Cuando Ingrid llevaba tanto tiempo en Barrøy que incluso el pensamiento en el mecanismo de reloj había desaparecido, una foca quedó atrapada en la última red.

La arrastró hasta la orilla y descubrió que estaba muerta. Era una foca pequeña, quizá una cría. La dejó allí para el águila. No obstante, había destrozado gran parte de los enmalles, por lo que se puso a arrastrar la cadena hacia el norte para remendarla cuando avistó otra foca que descansaba sobre la nieve, moviendo a duras penas las aletas. Se acercó a ella. La miró con un ojo negro y otro blanco. En la isla habían visto focas antes, pero eran huidizas y, cuando aparecían seres humanos, se zambullían en el mar. Esta parecía lánguida y enferma, y no era de un tamaño mayor que la foca muerta.

Ingrid puso a un lado las artes, excavó para buscar una piedra y la golpeó con ella hasta matarla. Dos águilas alzaron el vuelo desde Moltholmen y se dirigieron hacia ella con un gran ajetreo. Ingrid alzó un brazo a toda prisa, las águilas se encolerizaron, bogaron sobre unas inmensas alas y se refugiaron nuevamente en el islote, donde permanecieron picoteando y contemplándola. Una de ellas tenía la cabeza casi blanca, la otra era de color marrón y de un tamaño algo menor.

Ingrid se preguntó si debía desollar la foca, pero no sabía cómo hacerlo, y su padre le había dicho que uno debía tener cuidado con la carne de foca, ya que podía contener triquinas.

Ingrid quería continuar caminando, pero, en el momento de halar las artes, avistó un tejido marrón bajo la nieve; parecía estameña. Alzó una andrajosa camisa y cayeron algunos restos de lana de madera. Sujeto a ella por un cordón de cáñamo colgaba un pantalón con media pernera y más lana de madera. Jamás había visto unas prendas semejantes. Se las llevó al secadero y las colgó como si fueran la colada, se fue al muelle nuevo y extendió las redes entre los ganchos, retiró las algas y la zostera marina y llegó a la conclusión de que tenía artes suficientes como para dejar estas secando, algo que le facilitaría la labor de remendarlas.

Se preguntó si debía calar más redes, pero decidió que podía comer pescado salado unos días y regresó a casa atravesando una nieve ligera. Ahora había un hombre contemplándola desde el secadero, un hombre con una sola pierna. Tras él, las dos águilas se habían puesto a despedazar una de las focas. Parecía que el hombre también las observase, pero no era posible ver en qué dirección miraba; no tenía cabeza.

Ingrid entró en casa, preparó la comida y comió, fregó el suelo de la cocina, del zaguán y del pasillo, pasó un trapo húmedo por la escalera que subía al desván y sacó hilo de lana para remendar el agujero del jersey; se dio cuenta de que no provenía de un gancho de la Factoría, sino del cuchillo de despiezar. Al día siguiente prepararía pan, lefse normal y de patatas, dedicaría el día a hornear; la casa se llenaría del olor a hogar vivo… y de duras labores sedantes.

Se fue al henal en busca de un saco de lana y se puso a limpiarla y a cardarla. Fue a la cocina a por la rueca y dedicó el resto de la jornada a hilar. El ritmo. Ya no quedaban gotas de humedad en las paredes del interior. No olía a tierra húmeda. Había dejado de prender la estufa del salón. El almanaque colgaba de un clavo en la despensa, pronto adquiriría un gato, el reloj de pared que ya no necesitaba, el hilo que corría entre los dedos resbaladizos por la lanolina y, cada vez que dirigía la mirada hacia la ventana, veía al forastero que la contemplaba desde el secadero.

Se preguntó si se acostumbraría a tenerlo allí como un espantapájaros, o si acabaría por arrancar aquellos harapos para tirarlos al mar, enterrarlos, quemarlos…

Antes de que cayera la noche se vistió y se acercó para comprobar que permanecían fijos bajo la helada. Dos manchas oscuras en la nieve de la orilla, donde había dejado las focas. No se veía a las águilas por ninguna parte. Oía, sin embargo, sus chillidos, también los de otras aves, nubes palpitantes de bullicio cósmico que la seguían hasta el muelle nuevo, donde constató que las redes estaban secas y podía empezar a remendarlas. El sonido de los pájaros la acompañó también al regresar a casa, pero entonces era de noche y el hombre del secadero resultaba invisible.

5

Vivir en una isla es buscar. Ingrid había estado buscando desde el momento en que nació; bayas, huevos, plumón, pescado, conchas, plomos de pesca, pizarra, ovejas, flores, cajones que servían de mesa, varillas…; la mirada de un isleño siempre busca, independientemente de las labores que desempeñen su mente y sus manos, miradas desasosegadas sobre las islas y el mar que captan cualquier mínimo cambio, registran la señal más insignificante, avistan la primavera antes de que llegue y la nieve antes de que aplique sus pinceladas blancas sobre las cunetas y las depresiones del terreno, hallan a los animales antes de que mueran y a los niños antes de que se caigan y a los peces invisibles del mar bajo las bandadas de alas blancas; la mirada es el corazón latiente del isleño.

Pero cuando Ingrid salió por la mañana y vio, por el tiempo que hacía, que ese día tampoco sería capaz de desplazarse hasta el pueblo, le sobrevino la sensación de estar buscando algo que no se dejaba encontrar, independientemente del esfuerzo que hiciese para mirar; fue como la sensación de estar cometiendo un error antes de cometerlo; tan solo los mismos mantos ajados de nubes que se desplazaban por el cielo, soltando de vez en cuando chaparrones oblicuos sobre el mar desasosegado; no se veían señales de vida.

Caminó hacia el sur por las playas del este y no encontró ni focas ni prendas de vestir, y le fue llenando una inquietud creciente que la obligaba a hablar en voz alta, pues, antes o después, el ser humano necesita oír una voz, aunque sea la suya propia; cualquier isleño lo sabe. Entonces dijo que ya era hora de tener un gato y se asustó del extraño sonido, y repitió la frase hasta que se volvió trivial y familiar, pero entonces una nueva inquietud se instaló en ella, la sensación de haberse perdido en su propia isla, o de encontrarse en otra isla, o incluso peor: la sensación de no estar sola en la isla en la que se encontraba.

Se había percatado de la rapidez con la que las águilas habían despedazado la foca, había visto la sangre sobre la nieve, que a su vez fue cubierta por nieve nueva, y volvió a aparecer como un pálido recuerdo. Aceleró el ritmo, pisó un racimo de algas y se encontró con más prendas de vestir, andrajosas, marrones y húmedas, con virutas de lana de madera cual relleno de una muñeca de trapo, pero desgastadas de otra manera, como si hubiesen pertenecido a otras personas, con otras costumbres y vidas. Las extendió sobre la nieve —eran tres prendas enteras y una chaqueta de punto y un abrigo— e intentó componer cómo deberían haberse conjuntado; conformó un individuo grande y dos algo más pequeños; luego le sobró una prenda, de media persona. Y todos eran hombres.

Metió las prendas en la bolsa que siempre llevaba con la intención de quemarlas al norte de la isla. Pero estaban mojadas y bajo la tierra helada no se podían enterrar, por lo que las tendió junto al hombre que ya colgaba en el secadero y decidió recorrer toda la isla nuevamente.

En la bahía donde había encontrado las primeras prendas volvió a avistar las águilas: una gigante de cabeza blanca y otra más pequeña, de color marrón, sentadas sobre un escollo en el mar, aleteando, picoteando y arañando como si se disputasen una presa.

Sin embargo, en aquel lugar no había ningún escollo; era una zona de aguas calmas, de cien brazas de profundidad, y el escollo se movía bajo el oleaje.

Ingrid salió corriendo hacia la punta; quiso dar media vuelta y volver a por el catalejo, pero se resbaló sobre una piedra y descubrió otro escollo más en un lugar donde no debería haber uno. No obstante, este también se desplazaba, desaparecía y volvía a aparecer como un tronco de madera a la deriva, el lomo de una ballena. Y sobre ambos se congregaban nubes de pájaros furiosos que graznaban y se contraían y expandían, descendiendo en picado, picoteándose entre ellos y disputándose la presa en un torbellino de plumas y sonidos, antes de que todo se desvaneciese ante una violenta nevada.

Ingrid se colocó las manos sobre los ojos y gritó en voz alta. La invadió una sensación de náuseas y el corazón empezó a palpitarle con fuerza; tuvo que agacharse y notó que tenía dificultades para respirar, pues acababa de entender lo que había visto.

Se aplicó nieve húmeda sobre la cara y fue corriendo hacia la casa; se topó con más ropa, dos vestidos completos y un pantalón sin parte de arriba, una harapienta capa gris…, la fue recogiendo conforme iba atravesando los jardines, la colgó en el secadero y consiguió entrar en la casa, donde encendió todas las lámparas, también en el salón.

Prendió las dos estufas y permaneció con la ropa exterior empapada, contemplando el ejército sin cabezas del secadero que ondeaba al viento silencioso, uno con una sola pierna, otro con un solo brazo, un torso, dos risueñas capas agitándose al viento, una de ellas sin un brazo… Entonces se dio cuenta de que, en realidad, había conservado las prendas porque se trataba de objetos personales, por muy andrajosas que estuviesen y que carecieran de valor, y ¿la lana de madera?

Ingrid bajó al alpendre de los suecos y encontró el catalejo, un pesado cilindro extensible hecho de algo que parecía cuero negro rígido, con anillas de cobre y dos diminutos tornillos; recordó vagamente que su padre nunca lo había usado porque distorsionaba la visión, y ahora ella cayó en la cuenta de que tampoco lo necesitaba, pues sabía lo que había visto.

Apartó el catalejo como si le quemase los dedos, preparó dos redes secas hasta que se le enfriaron las manos y las arrastró a través de la nieve, sujetó el orinque en la primera y contempló cómo las boyas de corcho se deslizaban entre las olas, sujetó las piezas redondas de pizarra cuidadosamente para que no se rompieran contra las rocas peladas, aseguró la siguiente red y a continuación la lanzó, dos redes, las quince brazas habituales desde la orilla; cuando alzó la mirada de la soga y el mar y se desplazó hacia Moltholmen, vio el primer cadáver.

La soga se le escapó de las manos y tuvo que arrojarse al agua para agarrarla, vadeó hasta la orilla y la ató, se colocó las palmas de las manos sobre las rodillas y enderezó la espalda, miró fijamente al otro lado del estrecho y continuó viendo lo que había visto, lo que ya había visto el día anterior y, a pesar de todo, había dormido como Nelly.

Golpeó las manoplas la una contra la otra y vio a un hombre que yacía con medio cuerpo sobre la roca pelada y con las piernas sumergidas en el mar, como si alguien lo hubiera amarrado al perno.

La marea estaba bajando y pronto quedaría todo el cuerpo en tierra, hasta que la próxima subida de marea se apoderase de él de nuevo y se lo llevase a la deriva, con aquellas hordas de estruendosas arpías descendiendo en picado para arrancar y despedazar aquella parda figura.

Ingrid se dirigió hacia el norte, a la caseta del embarcadero, y recordó que había entrado dos veces en el henal, una vez para buscar plumón y otra para recoger lana; también había visto algo en el interior del henal, cuyo significado no había llegado a comprender, y había salido de la casa infinidad de veces, pero no se había pasado por los frutales de la parte de atrás, jamás iban allí en invierno; ¿a quién se le ocurre rodear su propia casa…?