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Ingrid Barrøy nació en una pequeña isla que lleva su apellido en la costa del norte de Noruega: un refugio para una sola familia con su ganado y sus cosechas, sus esperanzas y sus sueños. Es la primera mitad del siglo XX. La vida de los pescadores-labriegos del archipiélago no es fácil, una lucha por la supervivencia por medio del mar y la tierra. Pero a la familia Barrøy no le faltan agallas ni habilidades para salir adelante. El padre de Ingrid sueña con más niños, una isla más grande y una vida diferente, con construir un muelle que los conecte al continente, a pesar de que estrechar lazos con el mundo tiene un precio. La madre tiene sus propios sueños: más niños, una isla más pequeña y una vida diferente. Ingrid crece con el mar y las tormentas, los pájaros y el horizonte. Sin embargo, el eterno ciclo de las estaciones se ve interrumpido por la guerra y el contacto con el mundo exterior. Noruega también está despertando a un mundo más grande y moderno. La tragedia golpea a la familia e Ingrid debe luchar para proteger el hogar en el que ha crecido. " Ambicioso y estimulante, Haslett ha alcanzado otro nivel, permitiendo a los lectores acceder a la representación plena y luminosa de una mente asediada " . The New York Times
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Seitenzahl: 326
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Créditos
Un día de julio sin viento, el humo sube en vertical hacia el cielo. Dos remeros traen al reverendo Johannes Malmberget, y el pescador y labriego Hans Barrøy, legítimo propietario de la isla y cabeza de su única familia, ha salido a recibirlo. Lo espera en la rampa del embarcadero que construyeron sus ancestros con piedras de la playa; observa la barca, las fornidas espaldas de los remeros y, detrás de sus gorras negras, la cara sonriente y recién afeitada del reverendo. Cuando están lo bastante cerca, les grita:
—Vaya, llega gente fina.
El reverendo se levanta y recorre con la mirada la costa y los prados que ascienden hacia las casas rodeadas de una piña de árboles, escucha los graznidos de las gaviotas y los cuac-cuac de los gaviones que suenan como vulgares gansos sobre las rocas, y ve a los charranes y a los zancudos deambular bajo el sol de justicia, escarbando en la arena blanca como la nieve de las playas.
Pero cuando consigue salir de la færing y da unos pasos vacilantes por el rompeolas, descubre algo que nunca ha visto: su propio pueblo bajo las montañas de Hovedøya, la isla mayor, tal como se ve desde Barrøy, con su Factoría y sus casetas, sus granjas, sus bosques y su flota.
—Por Dios, qué pequeño es, apenas se ven las casas.
—Pues yo sí que las veo —responde Hans Barrøy.
—Tendrás mejor vista que yo —dice el reverendo con la mirada clavada en el pueblo en el que ejerce desde hace treinta años, pero que nunca había visto desde un ángulo tan descabellado.
—Es que es la primera vez que el reverendo viene por aquí.
—Bueno, a remo son más de dos horas.
—Tendrá usted vela, ¿no? —pregunta Hans Barrøy.
—Hoy el mar está como un espejo —replica el reverendo, todavía con la vista tornada hacia la casa, porque lo cierto es que le tiene pánico al mar y aún se nota alterado y tembloroso tras haber escapado con vida de la apacible travesía.
Los remeros han sacado las pipas y se han sentado de espaldas a fumar. Por fin el reverendo puede estrechar la mano de Hans Barrøy, al tiempo que se fija en el resto de la familia, que se acerca desde las casas: Martin, el viejo padre de Hans que enviudó hace diez años; Barbro, la hermana soltera de Hans, que es mucho más joven que él, y Maria, la mujer que gobierna la isla, que trae de la mano a la pequeña Ingrid, de tres años. El reverendo comprueba con satisfacción que todos se han puesto la ropa de los domingos; seguramente avistaron su barca cuando rodeó el islote de Oterholmen, que ahora no es más que un sombrero negro en el mar en dirección al norte.
Va al encuentro del pequeño grupo, que se ha quedado parado; todos mantienen la mirada clavada en la hierba y les estrecha la mano uno por uno, sin que a ninguno se le ocurra levantar la vista, ni siquiera al viejo Martin, que incluso se ha quitado el gorro rojo. En último lugar coge la mano de la pequeña Ingrid y se fija en que está blanca y limpia; ni siquiera ve suciedad bajo las uñas, que tampoco están mordisqueadas, sino cortadas, y se queda mirando los pequeños hoyuelos por donde con el tiempo asomarán los nudillos. El reverendo retiene un ratito el pequeño milagro blanco y piensa que no tardará en convertirse en la mano de una esforzada trabajadora, en una mano nervuda, castigada y del color de la tierra, en una mano de hombre, como les ocurre antes o después a todas las manos de por aquí.
—Hola, pequeña. ¿Crees en Dios? —le pregunta.
Ingrid no contesta.
—Supongo que sí —dice Maria, que es la primera en mirar de frente al invitado.
Pero, en ese momento, el reverendo vuelve a hacer el mismo descubrimiento de hace un instante y pasa agitado por delante de la caseta del embarcadero, que parece un peldaño en el paisaje, y sube a un alto donde las vistas son aún mejores.
—Caramba, ya veo también mi casa.
Hans Barrøy lo adelanta y dice:
—Desde aquí se ve la iglesia.
El reverendo se apresura a seguirlo y se queda admirando la iglesia encalada que ha surgido como un pálido sello bajo las montañas en las que los últimos neveros parecen los dientes de una boca podrida.
Cuando se encaminan hacia las casas, empiezan a hablar de bautizos, de pesca y de plumón, y el reverendo está emocionado con la isla Barrøy, que desde su casa se ve como una piedra negra en el horizonte pero que, hay que reconocerlo, por Dios, ha resultado ser un vergel, como probablemente lo son tantas otras islas de por aquí, en las que solo vive una familia o dos: Stangholmen, Sveinsøya, Lutvær, Skarven, Måsvær, Havstein… En cada una de ellas, un puñado de personas que cultivan una fina capa de tierra, pescan en las profundidades del mar y paren niños que, al crecer, cultivan la misma tierra y pescan en las mismas profundidades; esta no es una costa árida y yerma, sino un collar de oro y perlas, como acostumbra a subrayar el reverendo en sus sermones más inspirados. La cuestión es por qué no vendrá más a menudo por aquí.
Y la respuesta es el mar.
El reverendo es un bicho de tierra y el año ofrece pocos días como este; de hecho, lleva todo el verano esperando su ocasión. Pero aquí, a los pies de la rampa del pajar, mirando su eterna parroquia, en la que Dios ha mantenido el bastión desde la Edad Media, le pilla tan desprevenido el hecho de que, hasta ahora, no tuviese ni idea del aspecto que presenta su pueblo que casi le resulta irritante; es como si durante todos estos años hubiera tenido un velo ante los ojos, o hubiera sido víctima de un engaño, no solo respecto del tamaño de su parroquia, sino también, probablemente, respecto de la envergadura de su labor espiritual, que quizá resulte no ser mayor de lo que está viendo.
Por suerte, la idea es más inquietante que amenazadora, una metafísica procedente del mar donde todas las distancias engañan, y está a punto de descarrilar de nuevo cuando ve llegar a la familia: al viejo ya con el gorro puesto, a la majestuosa Maria siguiéndole los talones y, por último, a la robusta Barbro, a quien el reverendo, por motivos diversos y algo confusos, en su momento no logró confirmar. Los callados hijos de Dios en un islote del mar que, salta a la vista, es una piedra preciosa.
Empiezan a charlar sobre el inminente bautizo de Ingrid, la niña de melena castaña como la brea, ojos resplandecientes y pies que no calzan zapatos hasta mediados de octubre. ¿De dónde habrá sacado esa mirada tan despojada de la embotada estupidez de la pobreza?
El reverendo toma aire y, algo eufórico, menciona que le gustaría mucho oír a Barbro cantar en el bautizo, recuerda que tenía muy buena voz…
Pero entonces un pudor se extiende por la familia.
Hans Barrøy se lleva al reverendo a un lado y le explica que Barbro sin duda tiene buena voz, pero que no se sabe los salmos, que solo emite los sonidos que le parece que encajan y que, aunque por lo general le sale bien, esa fue también la razón por la que en su día no se confirmó, además de alguna otra, como el reverendo seguramente recordará.
Johannes Malmberget deja estar el asunto, pero aún hay otro tema que desea hablar con Hans Barrøy; se trata de la críptica sentencia de la tumba de su madre, que tiene preocupado al reverendo desde el día en que la enterraron, un verso algo ambiguo en su lápida que prácticamente dice que la vida no merece la pena ser vivida. Pero como Hans tampoco responde gran cosa a eso, el reverendo decide retomar la cuestión del plumón y pregunta si tienen sacos que vender porque necesita dos edredones nuevos para su casa y paga más de lo que les darían en el mercado o en la Factoría. Como dicen por aquí, el plumón vale su peso en oro…
Por fin han encontrado algo terrenal y claro de lo que hablar, así que se meten en la casa donde Maria ha puesto un mantel sobre la mesa del salón de las visitas y, una vez que han tomado café y tortas, y cerrado el trato, el reverendo se relaja tanto que de pronto siente que no habría mayor bendición que la de echarse una cabezadita, y entonces se le cierran los ojos y su respiración se torna más lenta y pesada. Está sentado en la mecedora de Martin con las manos en el regazo, un reverendo dormido en su casa, una imagen que les resulta tan imponente como cómica. Permanecen a su alrededor, de pie y sentados, hasta que por fin vuelve a abrir los ojos, chasquea la lengua y parece no saber dónde está. Pero enseguida los reconoce y parpadea como en señal de gratitud. Ellos no saben por qué les da las gracias y él tampoco lo explica; sin embargo lo acompañan de regreso a la barca y lo ven recostarse sobre un montón de redes, junto a un saco de plumón y un cubo de huevos de gaviota, y volver a cerrar los ojos, de modo que se quedan con la impresión de que también duerme en el momento en que los abandona. El humo sigue siendo una columna recta en el cielo.
Todo lo que hay de valor en una isla viene de fuera, salvo la tierra, pero no es por la tierra por lo que están aquí, de eso son dolorosamente conscientes los isleños. A Hans Barrøy se le ha partido el último mango que tenía para la guadaña y se ve obligado a interrumpir la siega. No puede hacer un mango nuevo con los materiales que hay en la isla porque hay que usar fresno, que puede comprar en la Factoría, o algún otro tipo de madera que él mismo pueda conseguir gratis en otro sitio.
Clava la cuchilla en una de las estacas sobre las que seca el heno y se aleja dando zancadas por el camino de hierba que conduce al embarcadero, empuja la færing por la rampa hacia el mar de color de esmeralda y está a punto de subirse cuando cambia de idea y se dirige de vuelta hacia las casas. Al verlo doblar la esquina, Maria, que está sentada ante la pared sur remendando un pantalón, levanta la vista.
—¿Dónde está la niña? —pregunta Hans alzando mucho la voz, a sabiendas de que Ingrid lo ha visto y que se ha escondido para que la busque y le dé vueltas en el aire en grandes círculos.
Maria señala con los ojos la bodega de las patatas, pero el padre, en el mismo volumen exagerado, dice que es una pena que la niña no pueda acompañarlo a Skogsholmen, el islote del bosque, y a continuación vuelve sobre sus pasos. Sin embargo, apenas ha avanzado unos metros cuando oye llegar a Ingrid y, en el momento justo, se agacha para que pueda saltar a sus brazos y abrazarse a su cuello. Ingrid empieza a dar gritos mientras él galopa como un caballo emitiendo sonidos que solo se permite cuando están los dos a solas.
Esta risa de la niña…
Le pregunta si quiere que cojan la piel de oveja.
—Sí —dice Ingrid dando palmadas.
Hans se mete en la caseta del embarcadero, coge una de las pieles y forma con ella una camita en la popa, luego vuelve a tierra, levanta a la niña y la sube a bordo. Ingrid se acomoda recostando la espalda contra el codaste, de modo que puede ver a su padre remar y a la vez mirar por encima de la borda girando la cabeza de lado a lado, sus deditos son como lombrices blancas sobre las tapas marrón brea de las regalas.
Esta risa…
Hans agarra los remos, bordea el cabo atravesando el enjambre de islotes y escollos y escoge el pasaje más directo hacia Skogsholmen mientras va charlando sobre el bautizo que celebraron hace tres semanas y sobre el esmero con el que habían decorado la iglesia para los ocho niños de las islas. Comenta que Ingrid fue la única que pudo ir por su propio pie hasta la pila bautismal y decir su nombre cuando el reverendo preguntó cómo se iba a llamar, y de paso menciona que ya va siendo demasiado grande para quedarse ahí tirada como una muerta sobre una piel de oveja en vez de hacer algo útil, como por ejemplo remar o sujetar un sedal para que puedan volver a casa con un carbonero o dos, y no solo con los palos para un nuevo mango para la guadaña.
La niña responde que no necesita crecer más y tan pronto se asoma por un lado de la borda como por el otro, a pesar de que el padre le dice que en la barca hay que ir bien sentada. Hans cambia la dirección del islote de Oterholmen al serbal de la punta sur de Moltholmen; al cabo de ochenta remadas, cambia de nuevo el rumbo y atraviesa los escollos de Lundeskjærene justo por donde las aguas tienen profundidad suficiente y al final vira y entra ciando en un corte de montaña de la parte interior del islote, donde tiene un perno enroscado a la roca.
Manda a la niña saltar a tierra con la amarra y ella obedece, pero luego se queda parada, sujetando la barca como quien sujeta a una vaca por una correa, mientras él se levanta y echa un vistazo a su alrededor como si hubiera algo que ver: los pájaros en el cielo, las montañas a la espalda de su propia isla y los intensos graznidos de los charranes, parpadeos blancos y negros que cortan el espacio aéreo sobre ellos.
Desembarca y enseña a la niña a hacer un nudo ballestrinque. Ingrid se enfada cuando no le sale, pero el padre le enseña, lo hacen juntos y la niña se ríe; un ballestrinque alrededor de un perno. Hans le dice que, mientras él va al bosque, se bañe en la marmita de gigante, que entre los árboles hay demasiados mosquitos.
—Acuérdate de quitarte la ropa.
En el bosquecillo de la cuenca que recorre la isla de norte a sur encuentra cuatro troncos rectos. No son de fresno, pero sí de algo que no debería crecer tan al norte; uno de ellos incluso se curva junto a la raíz, de modo que se adaptará bien al hombro, es más de lo que podía esperar.
Se echa los palos a la espalda, remonta con brío el cerro y regresa a la marmita de gigante, donde la niña está con el agua hasta las axilas. Ingrid se contempla las manos, las entrelaza y las estampa contra la superficie del agua, que le salpica la cara y la hace chillar y poner muecas, esta risa… Y esta inquietud del padre, un desasosiego que ha estado ahí desde el momento en que Ingrid nació.
Hans se recuesta, acomoda los hombros contra la rugosa roca hasta que la nuca toca la piedra y así se queda, mirando las bandadas de charranes y oyendo a su hija hacer las preguntas que haría cualquier niño, pretende que se bañe él también, los chapoteos y el templado viento del este, la sal contra los labios, el sudor y el mar. Hans se zambulle en un remolino de luz y oscuridad y, al salir, ve a la niña desnuda bajo el sol, preguntando si puede usar su ropa para secarse.
—Toma esto —le dice arrancándose la camisa.
Y oye a Ingrid reírse de lo blanco que tiene el torso y de lo negros que tiene los brazos y el cuello, dice que le recuerda a la muñeca que le ha fabricado con piezas que no encajan, también esto son ocurrencias normales en una niña, la muñeca se llama Oscar, aunque a veces se llama Anni.
De regreso capturan tres carboneros, los pescados quedan tirados a los pies de la niña que sigue envuelta en la camisa de Hans. El padre le pide que se la devuelva, que con el anochecer está refrescando, pero la niña se recuesta sobre la piel, se abraza las piernas y lo mira burlona por encima de las rodillas.
—Tú te ríes de todo —dice Hans.
Y piensa que Ingrid ya sabe distinguir entre el juego y las cosas serias, que rara vez llora, que nunca tiene berrinches ni se empecina en nada, que jamás está enferma y que aprende lo que tiene que aprender; debe deshacerse de esta inquietud.
—¿No los vas a tocar? —pregunta señalando los pescados con la cabeza.
—Están asquerosos.
—¿Dónde has aprendido eso?
—De mamá.
—Es que mamá es un poco fina. Pero nosotros no, ¿verdad?
La niña se lo piensa con dos dedos metidos en la boca.
—Las gaviotas tienen hambre —insiste el padre.
Ingrid introduce la mano derecha en el vientre del carbonero más grande, le arranca las vísceras y, asqueada, las sostiene en el aire. El padre va remando de un objetivo a otro, mientras la niña arroja las tripas al mar y ve cómo las gaviotas se precipitan sobre ellas, chapoteando, engullendo y peleándose en una especie de remolino de vida y muerte. La niña introduce la mano en el siguiente carbonero y arroja las vísceras a los pájaros, a continuación limpia el último y luego se asoma por la borda y va enjuagando los pescados uno por uno. Luego los coloca sobre el fondo, el mayor señalando estribor, el mediano en el medio y el pequeño señalando babor, y al final se lava las manos a conciencia. En esta niña no hay grietas, concluye el padre con los ojos entornados, nota por la barca que la niña sigue asomada por la borda para dibujar culebras en el agua, así que dirige una barca escorada hasta la rampa del embarcadero, la saca solo a medias del agua y le coloca las borriquetas porque está cayendo la marea.
Por el sendero hacia casa, la niña camina delante de él con los pescados en la mano, las últimas gotas de sangre le corren por las piernas flacas. El padre lleva los cuatro palos al hombro, el hacha bajo el brazo y, en la mano, la ropa seca de la niña. Se detiene y mira hacia el noroeste, el sol está pálido y brumoso, no tardará en convertirse en una luna, se avecina la noche y Hans se pregunta si debería reparar la guadaña enseguida o si sería mejor dormir al menos unas horas, hasta que el rocío caiga sobre el Jardín de Rosas, porque el rocío siempre cae primero sobre el Jardín de Rosas, donde crece una extraña hierba roja.
Lo que el mar arrastra hasta una isla pertenece a quien lo encuentra, y los isleños encuentran muchas cosas. A veces son corchos, barriles, estopa, madera de deriva o boyas de cristal verdes y rojas que sostienen las artes de pesca en el mar y que, al amainar la tormenta, el viejo Martin Barrøy saca de entre las algas y luego trenza a sus redes sentado en la caseta del embarcadero, quedan como nuevas. A veces encuentran un juguete de madera para Ingrid, a veces cajas de pescado, remos, bicheros, carretes, achicadores, varas para los secaderos de bacalao, tablas y restos de embarcaciones. Una noche de invierno, el mar les trajo un puente de mando entero. Lo arrastraron a tierra con el caballo y lo instalaron en el jardín al sur de la isla, para que Ingrid pueda sentarse en la silla giratoria del capitán y darle vueltas a la rueda del timón de cobre y caoba mientras contempla los campos y las cercas que recorren la isla en oleajes.
Tienen nada menos que ocho cercas.
Están construidas con las piedras que emergen de la tierra como las boyas de cristal emergen del mar, solo que las piedras suben mucho más despacio, tardan varios inviernos en surgir, pero al final, en primavera, pueden cogerlas y colocarlas sobre las cercas para hacerlas aún más altas. Las cercas dividen la isla en nueve prados, o jardines, como los llaman ellos. El Jardín del Sur es el que está más expuesto, allí el mar rompe sobre la tierra con toda su feroz esencia. Luego viene el Jardín de Pecho, que nadie sabe de dónde sacó su nombre, aunque quizá se deba a que tiene muchas lomas y montículos que parecen pechos verdes de mujer de todos los tamaños y que las ovejas recortan y acicalan después de la siega. Luego están el Jardín de Piedras, que tiene más piedras que los demás, y el Jardín de Rosas, llamado así porque su hierba es tan roja como las serbas antes de madurar. El Jardín del Establo rodea las casas, el Jardín del Edén da al norte, y aun así es el más fértil y siempre se usa de patatal; luego están el Jardín de Roña, el Jardín del Norte y el Jardín de Penuria, todos ellos con el nombre que se merecen, a pesar de que el Jardín de Penuria es el más verde de todos y rodea la caseta y la rampa del embarcadero como una enorme manopla verde.
Pero sobre todo encuentran basura.
Encuentran marsopas y alcas muertas, y cormoranes hinchados de gases pestilentes. Vadeando entre las algas podridas encuentran medios zapatos, un sombrero, un brazalete y una muleta, retales de vidas ajenas que atestiguan abundancia, negligencia, pérdida, despilfarro y desgracias sufridas por personas de las que nunca han oído hablar y a las que jamás conocerán. De tanto en tanto encuentran también mensajes indescifrables: un abrigo con los bolsillos llenos de periódicos y tabaco de Inglaterra, una corona de flores sobre una tumba flotante, la tricolor francesa sobre un asta astillada y un baboso cofre que contiene las pertenencias más íntimas de una mujer exótica.
En raras ocasiones encuentran una botella con una carta, que contiene una mezcla de deseos y confidencias dirigidas a personas distintas a las que la encuentran, pero que, si llegara a su legítimo destinatario, le haría llorar sangre y remover cielo y tierra. Los isleños abren la botella con austeridad, sacan la carta y, si entienden el idioma, la leen y se forman una opinión sobre el contenido, con todas sus reflexiones grandes y pequeñas —las cartas en botella son misteriosos transmisores de anhelos, esperanzas y vidas no vividas—, y después la guardan en el arcón de los objetos que ni se pueden tirar ni se pueden poseer. La botella la cuecen y la llenan de zumo de grosella, o simplemente la colocan en la ventana del establo, como una prueba de su propia vacuidad, para que la luz, al atravesarla, se tiña de verde antes de desviarse hacia el suelo y aposentarse sobre la paja.
Pero una mañana de otoño, Hans Barrøy encuentra un árbol entero que el mar ha arrastrado y depositado sobre la punta sur de la isla. Es un árbol enorme. No puede creer lo que ven sus ojos.
El mar se va retirando al compás del viento y el árbol yace como el esqueleto de un monstruo geológico, del tamaño del casco de medio barco, con las ramas y las raíces intactas, pero sin agujas ni corteza puesto que el mar las ha devorado, una tonelada blanca de resina que es valiosísima en el mundo exterior porque puede usarse para engrasar las cuerdas de los violinistas famosos haciendo que sus notas suenen más limpias. Es un alerce ruso que creció durante siglos a orillas de Yeniséi, en los páramos al sur de Krasnoyarsk, y que los vientos de la taiga fueron marcando como marca el peine un pelo graso, hasta que lo derribó un torrente de primavera con dientes de hielo y lo echó al río, que lo arrastró tres mil o cuatro mil kilómetros hacia al norte, hasta el mar de Kara, donde lo atraparon las saladas corrientes que se lo llevaron aún más al norte, hasta el borde del hielo, después hacia el oeste, bordeando Nueva Zembla y Spitsbergen, y finalmente hasta las costas de Islandia y Groenlandia, donde unas corrientes más cálidas lo liberaron de las garras de las frías y lo arrastraron de vuelta hacia el nordeste, con lo que ha trazado un impresionante semicírculo terrestre que habrá tardado una década o dos en recorrer, hasta que una última tempestad lo ha traído a la costa de Noruega, y aquí se lo encuentra Hans Barrøy una madrugada de octubre y lo contempla atónito y fascinado.
Por estas tierras nunca se ha admirado un árbol tan enorme.
Hans Barrøy regresa corriendo a la casa para traerse a la familia.
Y enseguida se ponen a descuartizar el botín. Sierran y parten las ramas y las raíces que usarán de encendederas y las apilan en la pared norte del establo, luego arremeten contra el propio tronco, pedazo a pedazo. Y de pronto tienen ante sí una columna romana de más de trece metros de largo, que no logran arrastrar hasta la granja, a pesar de que lo intentan con la ayuda del caballo, los polispastos y la fuerza de cinco personas. Así que aseguran el tronco con cuerdas, vuelven a casa y se acuestan exhaustos y contentos. Con la siguiente marea viva consiguen arrastrarlo aún unos metros, pero de ahí ya no se mueve, es como una columna de mármol caída.
Hans y Martin le sierran otros dos trozos, les lleva un día entero hacerlo, y, a medida que se acercan al corazón, ven cómo el duramen colmado de resina se va poniendo incandescente, es duro como el cristal y aun así resulta poroso bajo la sierra. Rascan la superficie de la madera, la desmenuzan entre los dedos y notan un olor que les hace comprender que es imposible trocear semejante prodigio solo para quemarlo en una estufa. El árbol es un todo que ha de ser conservado; algún día, en otra época, podría serles útil, o quizá consigan venderlo, debe de valer una fortuna.
Con un último derroche de fuerzas lo ruedan sobre tres palos para separarlo de la hierba, luego clavan cuatro estacas en la tierra de ambos costados y las atraviesan con pernos que enroscan al tronco. Y ahí yace la columna hoy en día, un siglo más tarde: un cilindro blanco contra el mar, quizá parezca olvidado o tal vez dé la impresión de haber tenido en su momento una función que lo hacía imprescindible.
Nadie puede abandonar una isla: una isla es un cosmos en una cáscara de nuez, y las estrellas duermen en la hierba bajo la nieve. Pero hay ocasiones en las que alguien lo intenta y uno de esos días sopla un suave viento del este. Hans Barrøy ha izado la vela, una curtida vela de cuchillo, y la travesía hasta la Factoría es buena. Lo acompaña toda la familia salvo el viejo Martin, que no tiene ninguna fe en este viaje.
Van a deshacerse de Barbro que, a sus veintitrés años, tiene que empezar a servir y ya le han conseguido un puesto.
Después de amarrar en el muelle de la Factoría, Ingrid se lleva a la tía de la mano hacia la tienda y el pueblo, donde los árboles crecen hasta el cielo y las casas están pintadas y tan juntas que se puede ir de una a otra sin abrigo.
Barbro solo consiente en ir de la mano de Ingrid, sabe lo que va a ocurrir y, al llegar a la tienda, se detiene. Todas las miradas se dirigen hacia ellos, los isleños, que tan rara vez se dejan ver por el pueblo. Ingrid se ha arreglado, lleva su vestido azul y una chaqueta de punto gris con cristales de nieve verdes en el cuello y en las mangas. Barbro lleva un vestido amarillo y una chaqueta de paño que le queda corta, y ahora dice que quiere azúcar cande.
Hans las alcanza enseguida y dice que sí, que pueden comprar azúcar cande. Pero al salir de la tienda, Barbro no quiere continuar hacia la casa en la que la señora Gretha Sabina Tommesen ha prometido cogerla de muchacha a cambio de que no le cueste más que la comida y la cama. Hans y Maria tienen que arrastrarla, Ingrid cierra la comitiva, mirando de reojo a la pandilla de niños que los siguen a distancia. A varios los ha visto antes, en la iglesia o en la Factoría, sabe cómo se llaman dos y reconoce la cara de cuatro, pero ninguno de ellos le sonríe, así que Ingrid no se entretiene demasiado antes de salir corriendo detrás de los demás y pasar al jardín que rodea la casa blanca. Entonces se abre una pesada puerta de oscuros cuarterones que los conduce a otro continente.
Pero, una vez dentro, Gretha Sabina Tommesen logra llamar «idiota» a Barbro tres veces mientras les enseña la habitación que compartirá con la otra muchacha, también de las islas, aunque mucho más joven. Gretha Sabina les explica que la idiota tiene que contar con que también la llamen para trabajar en la Factoría cuando llegue el arenque, aunque sea en plena noche, como al resto de las mujeres de la casa.
—¿Sabe limpiar arenque? —pregunta.
—Claro —dice Maria—. Y también sabe cocinar, cardar, hilar y hacer calcetines de punto…
—¿Es limpia?
—Ya lo ve.
—¿Entiendes lo que te digo, Barbro? —le grita a Barbro.
Barbro asiente y mira la lámpara de araña que cuelga sobre su cabeza, un cielo estrellado que atrae tanto su mirada que se la atrapa y al final hace que se le ponga la nuca rígida. Cuando Gretha Sabina Tommesen dice a Maria que su nuera no puede contar con más ropa que la que traiga de casa, Hans mira a su hermana —que sigue con la vista clavada en el nuevo sistema solar— y toma una decisión: con una mano coge a Barbro, con la otra su pequeña maleta y luego sale por la puerta. También esta vez da el rodeo para pasar por la tienda y allí espera a que Maria e Ingrid los alcancen. Los esposos se miran. Hans señala la puerta con la cabeza. La mujer asiente y entran a comprar azúcar, café, dos cajas de clavos de cuatro pulgadas, una lata de brea, sémola de sagú, canela y un barril de sal gruesa, luego encargan tres sacos grandes de harina de centeno que tendrán que recoger dentro de cuatro días y al final salen con su compra, bajan al muelle, se suben a la barca e izan la vela.
De regreso los impulsa una buena brisa.
Pero Hans es incapaz de mirar a su hermana. Se sienta al otro lado de la caña del timón para que los separe la vela, aunque eso no lo protege de la mirada de Maria. Su esposa tiene veintisiete años, es una mujer fuerte que procede de otra isla, ha ido a la escuela de amas de casas y habría podido conseguir un puesto donde hubiera querido, pero está en Barrøy con él, Hans Barrøy, que a sus treinta y cinco años se está escondiendo de su propia hermana y de una irritante vergüenza, son dos caras de la misma moneda, la vergüenza y el esconderse, pero sigue expuesto a la mirada de Maria, que no cede hasta que Hans reconoce que es un imbécil, le basta con asentir con la cabeza. Entonces Maria traslada la mirada hacia las olas y sus labios esbozan esa sonrisa que la torna aún más invencible.
El viejo Martin los recibe en el embarcadero entre carcajadas.
—¡Ya os lo decía yo!
Vadea hasta la barca, agarra la maleta y se lleva a su hija hacia las casas. Ingrid corretea junto a ellos y va contando cosas del pueblo hasta que al final su voz queda ahogada por los graznidos de las gaviotas. Maria y Hans se quedan en la rampa discutiendo si deben subir por el carro o cargar ellos con la compra.
—Con esto podemos, ¿no?
Maria enfila hacia las casas. Hans la sigue, pero luego suelta la compra, la agarra por las caderas y la vuelca sobre la hierba crecida, donde ni siquiera Dios puede verlos, como tampoco puede escuchar los chillidos semiahogados de ella, ni oír que lo llama de todo hasta que recupera la sonrisa que hace poco dirigía hacia las olas, Hans ha logrado pescarla de vuelta, como quien dice. Y al acabar no continúan hacia las casas, sino que se quedan tirados contemplando el cielo mientras ella cuenta una historia de cuando era una niña en la isla de Buøy y el peso de la nieve hundió el tejado de un establo. Hans la escucha y se pregunta adónde querrá llegar, como siempre, ¿qué quiere decir Maria y qué es lo que desea? Hasta que de pronto Ingrid está a su lado y les pregunta dónde se meten, Barbro quiere saber qué van a comer: ¿arenque, carbonero o el fletán que el padre cogió ayer con palangre?
—Voy a cortar el fletán —dice el padre levantándose.
Al final sí va por el carro, lo carga con la compra y con Ingrid y lo empuja por las cuestas arriba. Maria se queda tumbada. Ella es la filósofa de la isla, la que tiene la mirada crítica porque procede de otra isla y tiene algo con lo que comparar, lo que posee puede denominarse experiencia, incluso sabiduría, pero también puede otorgarle un alma dividida, dependiendo de lo diferentes que sean las islas.
En Barrøy tienen tres sauces, cuatro abedules y cinco serbales, y a uno de los serbales, que está lleno de cicatrices y tiene la cintura tan gorda como un barril, lo llaman el Serbal Viejo. Los doce árboles se inclinan en la dirección hacia la que los ha doblado la naturaleza.
Sobre un peñasco hacia al oeste crecen también unos abedules esmirriados, que parecen abrazarse los unos a los otros y forman la Arboleda del Amor, pero estos, cuando hace viento, apuntan en todas las direcciones.
Además tienen un gran sauce que prácticamente se arrastra por el suelo y ha vivido así desde que tienen memoria, de rodillas en la linde del Jardín de Rosas con el Jardín de Pecho. En vez de talarlo, los ancestros trazaron la cerca en un arco a su alrededor. Probablemente sea el único árbol de toda isla que no se puede talar. Tampoco es que talen los demás, a pesar de que la leña es tanto valiosa como necesaria y la idea a veces se les pasa por la cabeza. Pero a nadie se le ocurre nunca talar el sauce de la linde entre los dos jardines: al estar tumbado, de alguna manera ya está talado y, por lo tanto, protegido, como una tumba.
Las urracas construyen grandes nidos en los serbales más grandes, los que rodean las casas. Los isleños las maldicen a menudo por cagar y robar, y hablan de derribar los nidos. Pero tampoco eso lo llevan a cabo. Así que cuando las enormes construcciones de ramillas se columpian en su batalla contra otra tormenta y, una vez más, sobreviven, los isleños constatan con estoico alivio que tampoco esta vez la naturaleza ha arrasado nada, cosa que de todos modos hace ya con suficiente frecuencia.
Las pocas veces que llueve o nieva en vertical se forman círculos secos en la hierba bajo los nidos del Serbal Viejo y allí se apiñan las ovejas. Los que más rehúyen la lluvia son los corderos, que defecan todo lo que pueden y hacen surgir, bajo cada nido, un ciclo de la vida negro y fangoso; todo está vinculado con todo, igual que una persona no se parte en dos aunque se incline hacia delante.
Así son también las cosas en las otras mil islas del archipiélago.
Las diez mil islas.
Dado lo abierto y expuesto que está el paisaje, a alguien podría ocurrírsele vestir la costa de árboles perennes, de abetos o de pinos, por ejemplo, fundar por todo el reino idealistas escuelas de reforestación, empezar a distribuir por barco enormes cantidades de abetos diminutos y entregárselos gratis a los habitantes de las islas de todos los tamaños, diciéndoles que si plantáis estos abetos en vuestras tierras y los dejáis crecer, las generaciones venideras tendrán combustible y materiales de construcción. El viento dejará de llevarse la tierra al mar y tanto las personas como los animales tendrán abrigo y paz allí donde hasta ahora solo tenían viento en el pelo las veinticuatro horas del día, las islas dejarán de parecer templos flotantes en el horizonte y recordarán más bien a una descuidada espesura de carrizo y carbazas. Pero no, a nadie se le ocurre hacer eso, sería destruir el horizonte y el horizonte es, probablemente, lo más importante que tienen por aquí, el vibrante nervio ocular de un sueño, a pesar de que apenas se fijan en él ni hacen el menor intento de ponerle palabras. A nadie se le ocurrirá hacerlo hasta que el país se haga tan rico que esté a punto de desaparecer.
Una vez más llega la primavera y el cielo está alto sobre las islas, los vientos son fríos y caóticos y a veces traen también breves soplos de calor. Los ostreros han regresado y se pasean por la playa como gallinas blanquinegras, asintiendo con la cabeza y clavando sus largos picos en la arena, taladrando, taladrando y cacareando, no pueden evitarlo, los ostreros son unos pájaros imbéciles, pero llegan con la primavera.
En medio del fiordo, de pronto amaina.
Hans Barrøy tiene que arriar la vela y empezar a remar. Al poco Maria también agarra los remos y, como va sentada detrás de él, le va golpeando la columna con los nudillos hasta que el marido exclama que le está haciendo daño y que esta mujer no sabe remar, coño. Ingrid y Barbro se ríen, van pegadas la una a la otra, con su vestido amarillo y su vestido azul, acomodadas sobre una piel de oveja en el codaste, junto a la pequeña maleta y separadas por la inútil caña del timón.
—No remas como es debido.
—Claro que sí —dice Maria.
Y entonces deja descansar un remo y la barca hace un brusco giro. Barbro vuelve a reírse, aunque sabe lo que se le viene encima; lo mismo que la otra vez, van a deshacerse de ella.
