El mar de Camus - Mario Jaramillo - E-Book

El mar de Camus E-Book

Mario Jaramillo

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Beschreibung

Camus estuvo clandestinamente en Menorca. Recorrió la isla, conoció al dueño de una tienda de abarrotes que vendía desde ron hasta periódicos, vivió un romance con una mujer que parecía elevada por la Tramontana, investigó un crimen y enhebró su alma republicana. Buceó entre palabras y navegó por las estelas de la felicidad, el absurdo, la lucidez, la muerte, el amor y el mediodía. Se encontró con sus raíces al recorrer las calles sobre las que había caminado su abuela y al despejar de hojas las tumbas de sus ancestros. No quedó rastro de sus pasos. Nada. Salvo en la novela El mar de Camus.

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MARIO JARAMILLO es licenciado en Derecho, máster en Antropología, doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Derecho por la UNED. Ha sido distinguido como scholar en Economía por la Universidad de George Mason y realizó estudios posdoctorales en la Universidad de Harvard.

Ha escrito, entre otras obras de narrativa, el libro de relatos Vagabunderías (Seix Barral); la novela Bolas negras (Planeta); la crónica Escarbar entre muertos (Planeta); y el ensayo El buen conservador (Pensamiento Siglo XXI). En Francia se ha publicado recientemente su novela Albert Camus et son voyage clandestin à Minorque (Éditions Domens).

También es autor y coautor de varias biografías y libros de ciencias sociales y humanidades. Reside en Madrid y, desde hace más de veinte años, pasa largas temporadas en Menorca.

Camus estuvo clandestinamente en Menorca. Recorrió la isla, conoció al dueño de una tienda de abarrotes que vendía desde ron hasta periódicos, vivió un romance con una mujer que parecía elevada por la Tramontana, investigó un crimen y enhebró su alma republicana. Buceó entre palabras y navegó por las estelas de la felicidad, el absurdo, la lucidez, la muerte, el amor y el mediodía. Se encontró con sus raíces al recorrer las calles sobre las que había caminado su abuela y al despejar de hojas las tumbas de sus ancestros. No quedó rastro de sus pasos. Nada. Salvo en la novela El mar de Camus.

El mar de Camus

COLECCIÓN

Las Hespérides

MARIO JARAMILLO

El mar de Camus

ESLES DE CAYÓN2023

 

© De los textos: Mario Jaramillo

Madrid, marzo 2023

Edita: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-18657-34-4

D. L.: M-3965-2023

Diseño de cubierta: La Huerta Grande

Imprime: Gracel Asociados, Av. Valdelaparra 27. 28108 Alcobendas, Madrid

Impreso en España/ Printed in Spain

Para la impresión de este libro se ha utilizado papel con certificación FSC, ECF y PEFC

El puerto de Mahón es un lugar mágico y luminoso,cuyas orillas guardan las historias de amorque navegan en los barcos.

Catalina Jaramillo Uribe

ÍNDICE

PRIMERA PARTE

¿Quién es Camus?

SEGUNDA PARTE

Breve historia de una gran historia

TERCERA PARTE

Día primero

Día segundo

Día tercero

Día cuarto

Día quinto

Día sexto

Día séptimo

EPÍLOGO

PRIMERA PARTE

¿Quién es Camus?

Actor, que fue futbolista, dramaturgo, profesor, periodista, meteorólogo y, sobre todo, escritor. Africano, que fue argelino, francés, español y, sobre todo, transmediterráneo.

«¿Quién es Camus?», se preguntó el maestro de escuela que lo conoció desde que el niño tenía diez años y era su alumno. Le enseñó a escribir, más que a unir vocales y consonantes. Vio a través de su ropa pobre, de sus zapatos gastados. Él mismo, Louis Germain, respondió: «Tengo la impresión de que quienes tratan de penetrar en tu personalidad no lo logran». Había pasado mucho tiempo desde que le ayudó a progresar en sus estudios en Argelia, su lugar de nacimiento y el rincón donde su madre y su abuela rasguñaron para formar lo más cercano a un hogar que podían con sus precarios medios. Camus acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura y nadie sabía en realidad cómo era, a pesar de que publicaban en la prensa cientos de perfiles, especializados todos en la especulación. El escritor era una incógnita pública.

Las notas básicas sobre su vida, sin embargo, daban apuntes acerca de su personalidad. Se sabía que era hijo de un bodeguero, muerto en combate cuando sus hijos eran pequeños, y de una sirvienta, una mujer que limpiaba las casas de los demás para aportar unas monedas al pequeño bolsillo familiar. Esos hechos ya servían de base para una novela sobre él o para una biografía, aunque fuera necesario rasgar un poco más para descarapelar la piel de la que estaba hecho este personaje, este actor. Personaje porque en una ocasión dijo que su vida era una novela. Actor porque no se quitaba de encima la gabardina al estilo de Humphrey Bogart, su gemelo de rostro ambiguo. «Un actor triunfa o no triunfa», escribió Camus alguna vez y ambos triunfaron en el arte.

Camus era un pied-noir: un colono francés nacido en Argelia, cuando esta tierra pertenecía a Francia. Era un pie negro que lucía calcetines blancos, como si fuese un bailarín de tap. Se sabe que fue un buen bailarín desde niño, casi desde cuando nació en una finca de Saint-Paul, cerca de Mondovi, una ciudad ubicada a más de cuatrocientos kilómetros de Argel, un 7 de noviembre de 1913, signado por la constelación Escorpión. Cuando ejerció de fugaz meteorólogo, se ratificaba en el infinito de las noches trasiegas para creer que él era un hombre de acción, como decían que eran los escorpiones. Sentía, sin embargo, que también era un hombre de creación. Para el escritor, acción y creación eran un conglomerado de fuerzas indivisibles, como la madre y el hijo, atados desde el vientre. Se sabe que una vez le leyeron el horóscopo y le dijeron que moriría trágicamente. No lo creyó del todo, pero así sucedió.

Cuando Camus nació, Argelia tenía siete veces más árabes que gente de origen europeo, un hecho que sería la semilla de la independencia. Sus progenitores también habían nacido en Argelia: Lucien-Auguste Camus Cormery, su padre, era de origen francés, y su madre, Catherine Hélène Sintes Cardona, tenía ancestros españoles. Por eso el escritor siempre se sintió medio francés y medio español: combinaba galantería con frenesí. En un mapa, los tres países de su vida no ocupan demasiado espacio; sin embargo, la mezcla de ellos creó un hombre rico en culturas y sensaciones, en tormentas y fascinaciones, en pensamientos e intuiciones.

Camus era una figura teatral que tocaba todo el espectro de las emociones hasta ser arrogante y humilde a un mismo tiempo. Prepotente y sencillo a la vez. Largamente vehemente y largamente silencioso. Pudoroso hasta el hermetismo y extrovertido hasta la extenuación. Malhumorado del todo y con buen humor cuando lo reclamaban las circunstancias. Era, sin duda, un actor que sabía cuándo echar mano de cada una de sus caretas porque poseía ese genio singular para descifrar el ambiente y ponerse inmaculadamente el disfraz de turno. Camus actuaba para los demás, pero también para sí mismo.

Lo absurdo fue un tema de los filósofos de la época y Camus, sin ser filósofo de profesión, montó su propia teoría. Lo tuvo muy claro cuando, en enero de 1936, le escribió a su amigo Claude de Fréminville: «En el fondo, muy en el fondo de esa vida que nos seduce a todos, no hay más que absurdo; solo absurdo». De ahí derivó una norma vital: convivir con ese absurdo significa vivir la vida. «Porque no hay más que una cosa que oponer al absurdo, y es la lucidez». El escritor no habría podido ser más lúcido, y su vida, como una paradoja maldita, fue una vida de absurdos.

El primer absurdo: los comunistas contra el comunista

El sigilo del escritor sobre muchas de sus actividades a veces impide tener certezas comprobables, como la de saber exactamente cuándo se afilió al Partido Comunista Francés. Lo cierto es que por entonces viajó por primera vez fuera de Argelia: llegó a España; para ser más exactos, a las Islas Baleares, tierra de sus antepasados por línea materna. Mientras a un amigo le dijo que se afiliaría al partido cuando regresara de su viaje, a otro le informó que se había inscrito en él antes de marcharse. En cualquier caso, fue un viaje penoso, junto a su primera esposa, Simone Hié, drogadicta empedernida, que terminó su vida de manera abrupta. Camus enfermó de repente y debieron regresar a Argelia. El escritor contó luego que había sido un viaje de mucho miedo. Se puede decir que la relación directa con la tierra de su abuela no empezó con buen pie.

En una mañana cálida de Argel, en agosto de 1935, Camus se afilió al Partido Comunista con veintiún años. Exultante, lo hacía como un soldado de la escuela marxista, sin haber llegado a leer El capital, la obra insigne de Carlos Marx. Anunció que trabajaría por la organización con absoluta lealtad y el secretario general del partido comunista en Argel, Émile Padula, lo nombró de inmediato responsable en Belcourt. Emprendió la tarea de buscar nuevos adeptos, especialmente entre la comunidad árabe, hacia la que sentía solidaridades infinitas. A los nativos, árabes y bereberes se les llamaba indígenas y Camus quería extraer de ellos el mayor número de reclutas afines a las ideas comunistas. Deseaba, también, que se sumaran a la lucha antifascista, al tiempo que se empeñaba en atacar la discriminación contra esa comunidad y en buscar el reconocimiento a sus derechos, prácticamente inexistentes.

El mismo partido lo hizo responsable de las labores culturales en la Maison de la Culture y le concedió la dirección del Théâtre du Travail. Mientras ejercía tales funciones, recorría su barrio, puerta a puerta, día tras día, para tratar de convencer a los musulmanes de vincularse a la organización política. Fueron dos años de proselitismo de calle y años de cultura comprometida. Conquistó Belcourt, el barrio donde creció, cuyas esquinas, rincones, huecos y parques conocía con el detalle que permiten las exploraciones infantiles. El teatro también estaba abonado. El gozo de Camus en las tablas no tenía comparación con el de otros argelinos dedicados al arte escénico.

Al Partido Comunista, que seguía a pies juntillas los dictados de Moscú, sin embargo, le pareció que era una oveja descarriada, que se le escapaba a los pastores. Camus no obedecía porque no estaba de acuerdo con que los comunistas hubieran cambiado de táctica y dejado de interesarse por los árabes y por luchar contra el férreo colonialismo francés. Su prioridad era la guerra que se avecinaba y no quedarse aislados por los fascismos emergentes. Cualquiera que se apartara del objetivo central sería purgado por los seguidores de Stalin.

Los comunistas, que no le perdían la pista a Camus por sus actividades a favor de los árabes desarrapados y por desobediencia a la nueva posición del partido, lo citaron en junio de 1937 ante el consejo disciplinario de la organización política. Resultaba evidente que a ella poco le importaba un país donde casi un millón de habitantes no recibía ninguna ayuda del Estado. Los comunistas y el escritor tenían, pues, blancos diferentes.

Camus escapó al juicio porque no se presentó ante la instancia comunista. El terror dramático a un proceso del que huyó mortificó en adelante su existencia. Tribunales, condenas, ejecuciones e inocencias indefensibles cargaron su literatura del lado patógeno de la justicia injusta y, desde ese día, tuvo una pesadilla recurrente: la de su propia ejecución. Camus pasaba por el patíbulo, entre el griterío de la gente, asustado por su propio miedo hasta que, angustiado, despertaba con una nueva idea dispuesta a alimentar su literatura.

En su ausencia, los camaradas decretaron la expulsión inmediata del hombre y lo pusieron al margen de las faenas culturales, pero siguió siendo un agitador cultural en Argel. Aunque se quedaba en la calle, al igual que dos compañeros suyos, acusados de lo mismo, pronto montó otra tropa de teatro, L’Équipe. Trabajó con el editor Edmond Charlot y entró en Alger républicain, donde al principio solo se ocupaba de reseñas bibliográficas. Pero lo más reseñable era que lo habían echado de su partido por defender la justicia. Para la organización, Camus no era más que un agitador trotskista, un camarada que se apartaba de las líneas trazadas desde Moscú, un heterodoxo imperdonable, como lo era León Trotski. Así lo señaló un informe del Comintern. Camus figuró como un traidor insolente. Todo un absurdo.

El segundo absurdo: las penurias de El extranjero

Albert Camus redactó El extranjero, su obra cumbre, en tres meses, pero la masculló durante tres años. Narró genialmente la vida de un hombre al que todo le da igual, al que todo le da lo mismo, un ser casi inerte, cuya existencia se mueve por fuerzas ajenas a él. Como les ha sucedido a muchos manuscritos, pasó de mano en mano durante un tiempo. Tras una travesía por varios lugares de Francia, donde se hallaban las figuras determinantes para su evaluación, el libro de 159 páginas finalmente fue publicado el 21 de abril de 1942 por la editorial Gallimard. En medio de la escasez de papel, por causa de la Segunda Guerra Mundial, se imprimieron 4400 ejemplares y el precio al público fue de 25 francos. No habían sido en vano las insistentes recomendaciones de Roger Martin du Gard, que había ganado el Nobel en 1937, ni de su influyente amigo Pascal Pia.

Pero fue André Malraux, admirado por Camus, el escritor más importante que impulsó la publicación del libro. Se lo hizo llegar a Gaston Gallimard, cabeza de la editorial, que se decidió por incluirlo entre sus obras, tras la lectura del manuscrito en el sur de Francia. No bastaba, sin embargo, la aprobación del insigne editor: se requería también la de Jean Paulhan, el hombre que oficialmente tenía la última palabra en la prestigiosa editorial parisina. Después de muchas idas y vueltas, Paulhan redactó el informe del caso y, al final, escribió tres palabras definitivas: «Aceptado sin duda».

La obra salió al mercado y un día después salieron las primeras críticas, todas negativas. André Rousseaux, el católico que reseñó el libro para Le Figaro, decidió ignorar el fragmento en el que el personaje de la obra rechaza a Dios ante el capellán. Para el crítico seguramente se trataba de un inadmisible pecado mortal, sin perdón de Dios.

Las reseñas desfavorables fueron en aumento y Camus las resentía. Lo resumió a su manera en sus notas: «Tres años para crear un libro. Cinco líneas para ridiculizarlo, con falsas citas». El escritor estaba estupefacto porque no esperaba que El extranjero llegara a convertirse en víctima de feroces ataques y se lo dijo a Malraux en una carta: «Descubrí esto: a los críticos no les gusta la literatura. Se muestra en sus formas de elogiar y en sus formas de culpar».

En febrero de 1943, el escritor y filósofo Jean-Paul Sartre se ocupó de El extranjero porque nadie que supiera de letras quería sustraerse de dar su opinión sobre la obra de Camus. En una reseña crítica, apuntó que «es un trabajo clásico, un trabajo de orden, escrito sobre el absurdo y contra el absurdo». Las interpretaciones no se hicieron esperar: casi por unanimidad los lectores franceses entendieron que la expresión “clásico”, utilizada por el filósofo, era despectiva: quería decir, pensaron, que se trataba de una obra más, un residuo entre la fenomenal historia de la literatura francesa.

Meses después de la publicación del libro, las críticas parecían situarse en una balanza más equilibrada: hubo opiniones muy malas y otras muy buenas. El 8 de agosto de 1942, el editor Gaston Gallimard pareció dar en el punto clave en un mensaje enviado a Camus: «La crítica de la novela es por tanto absurda».

En 1955 se publicó en Estados Unidos una edición de El extranjero para estudiantes americanos donde se suprimieron las alusiones sexuales porque representaban un pecado mortal. El profesor Franklin C. Olson, del pueblo de Thompson, en Michigan, compró varias copias de la edición corriente y se dedicó a enseñarla a sus alumnos. Pero el camino de El extranjero en ese país tampoco iba a ser fácil, aun con ayuda de maestros que valoraban las buenas letras. Lo descubrieron y lo arrestaron por enseñar el texto con las alusiones al sexo. El pecador mortal fue sentenciado a tres meses cárcel y, cuando le devolvieron luego la libertad, fue despedido de las aulas. Se había escrito una historia académica de lo absurdo.

El tercer absurdo: la Argelia del amor y el odio

Camus, el argelino, comprendió pronto que la Argelia francesa no llegaría muy lejos, pero se empecinó en marchar contra la historia, pues aún tenía esperanzas; eran tal vez las propias de un ingenuo vital. Esperanzas, claro, que se volvieron vanas con el transcurso del tiempo y el peso de los acontecimientos.

El nacionalismo argelino concentró todas sus expectativas en el Frente de Liberación Nacional, conocido por las siglas FLN. Según Camus, la temible organización era el puño apretado de Moscú, que golpeaba fuerte y asesinaba niños y mujeres, mientras los gobiernos franceses, presionados por la ultraderecha argelina, reaccionaban con otro puño igual de violento. El escritor llegó a afirmar: «Argelia no es Francia, no es siquiera Argelia, es esa tierra ignorada, perdida en la distancia, con sus indígenas incomprensibles, sus soldados molestos y sus franceses exóticos en medio de una bruma de sangre». En octubre de 1954 se vivieron graves atentados en Argel contra la población civil. El FLN declaró oficialmente la guerra de independencia.

En enero de 1956 el escritor viajó a Argel para pedir que se respetase la vida de los inocentes, mediante un discurso preparado de treinta y cinco minutos. Al hotel, mientras tanto, le llegaban amenazas de muerte y por el teléfono le disparaban frases letales. El ambiente estaba cargado. Los cercanos a Camus temían por su vida y, francamente, admiraban su arrojo.

Se presentó en el recinto del Cercle du Progrès, donde fue abucheado y donde recibió la respuesta contundente de muchos franceses de Argelia: «Camus al paredón». Pese a ello, pronunció frases de reconciliación y a favor de la tregua civil. Nadie lo escuchó. Su idea se fue al traste, como si las olas argelinas, tan apreciadas por Camus, la arrojasen al fondo del mar. El hombre que le daba renombre a Argelia en el exterior, su personaje más famoso, era silenciado a gritos por pedir la convivencia entre árabes y franceses en tierra argelina.

A Camus lo odiaron los franceses argelinos por no pronunciarse claramente a favor de una lucha despiadada contra los árabes. Era un traidor. Y lo odiaron los árabes por no pronunciarse a favor de la independencia. Era un mal argelino. Lo absurdo se había ensañado contra el escritor.

El FLN se tornó cada vez más violento y hacía estallar bombas sobre el territorio argelino, víctima de un terrorismo urbano despiadado. La madre de Camus cerró las puertas y las ventanas de su casa y dejó de pisar la calle, mientras la población francesa se amilanaba. Ante la política drástica del Estado francés, el frente aglutinaba cada vez más seguidores y lograba reconocimientos internacionales, especialmente entre los pueblos árabes, cuya opinión estaba de su lado. El nacionalismo pasó a ser ultranacionalismo y la independencia era ya una simple cuestión de tiempo.

Camus apostó por una tregua civil que no alimentara cementerios e insistió en la necesidad de un diálogo entre las familias religiosas y políticas. No quería la independencia de Argelia porque, si llegaba ese día, los argelinos franceses huirían en masa. Camus quería una mancomunidad con Francia, un Estado federal para el país. En su último artículo para la revista L´Express se despidió con terquedad: «Creo firmemente en la posibilidad de una asociación libre entre franceses y árabes en Argelia».

John Kennedy pidió a Washington que interviniera a favor de la independencia. Sartre se montó rápidamente en la idea y cabalgó furioso contra quienes se negaban a ella, mientras Camus guardaba silencio. No efectuó más pronunciamientos públicos, pero trabajó desde la oscuridad del dolor a favor de miles de argelinos condenados por el gobierno francés. Después de cinco años, pidió luchar fuertemente contra el FLN para salvar a los colonos franceses. Se entrevistó con Charles de Gaulle, que lo llamó maestro, un calificativo nada despreciable si nacía del hombre que había liberado a Francia de los nazis. Durante el encuentro, de Gaulle sedujo al escritor seductor. Meses más tarde, cuando el primero fue elegido presidente de Francia, Camus estaba convencido de que el general resolvería la cuestión argelina.

En diciembre de 1957, después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, Camus atendió a un grupo de estudiantes de la Universidad de Estocolmo. Insistió en que había trabajado por una «Argelia justa, donde los dos pueblos pudieran vivir en paz y en igualdad». Uno de los jóvenes presentes, argelino, lo interrumpía constantemente y lo increpaba por su silencio frente a la situación argelina. El escritor continuó: «Siempre he condenado el terror. También debo condenar un terrorismo que se lleva a cabo de manera ciega, en las calles de Argel por ejemplo, y que puede que algún día alcance a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre por encima de la justicia», dijo, molesto. La frase se acortó y cambió con el tiempo. Algunos afirman que dijo: «Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre». Otros le atribuyen la frase con la que tituló Le Monde: «Prefiero a mi madre a la justicia».

En junio de 1962, ya fallecido el escritor, la independencia de Argelia se convirtió en un hecho tras un acuerdo con los líderes del FLN. Como efecto, un millón de argelinos franceses huyeron hacia Francia y España. Se había cumplido el pronóstico de Camus: el éxodo francés.

Sesenta años después, al escritor no lo quieren en Argelia. «Nos dice árabes en sus libros», comentan en ese país, sin recordar que Camus fue la figura conmovedora de una política que pretendía la convivencia pacífica entre todos los argelinos. Pero los desmemoriados le achacan en cambio que nunca estuvo a favor de la independencia. El absurdo aún está vivo.

El cuarto absurdo: la patada de la enfermedad

En el patio del colegio fue el rey del fútbol, a pesar de su abuela, que le tenía prohibido patear un balón porque gastaba las suelas de unos zapatos que eran parecidos a los que llevan los hombres de escafandra al fondo marino. Eran sólidos, pesados como un ancla, aparentemente indestructibles y, para asegurarse aún más de su robustez, la abuela les mandaba poner unos clavos cónicos para luchar contra el asfalto desgastador. Era también un método para medir el desgaste de los zapatos y una forma de ahorrar dinero en medio de esa pobreza que llevaba a la familia por los suelos.

Poco le importaba a Camus, que era el mejor jugador del recreo, donde pateaba como delantero centro. Prefería un gol a un regaño de la abuela, a una paliza al final del día, que sucedía cada vez que ella determinaba que los zapatos de su nieto habían sido limados por el áspero cemento. A fuerza de reprimendas, el niño decidió trampearle a la abuela: se convirtió en portero y así ella no se daba cuenta de que seguía en el fútbol.

En las playas de Argel jugaba con sus amigos, con bolas fabricadas con trapos viejos, mientras entretenía los días y crecía su fama de buen futbolista. Jugaba de medio centro porque le gustaba distribuir el juego. Pronto se interesó por el fútbol de Argelia donde su equipo favorito era el Racing Universitario de Alger, cuyos partidos seguía con ánimo envolvente.

Camus debutó en 1928 en el club deportivo Montpensier, donde alternaba el papel de portero con la posición de delantero centro. Después se fue a jugar al RUA, cuyos partidos le enseñaban filosofía de la vida y filosofía del fútbol: «La pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga». Aleccionaba constantemente a los compañeros de equipo, que lo escuchaban y lo admiraban: Camus parecía tener un destino seguro en el fútbol.

Nadie dudaba de que pasaría los próximos años al lado de un balón. Sin embargo, una tarde sintió que no podía respirar. Como se ahogaba, lo llevaron al hospital en un día de diciembre de 1930. Tras varios exámenes, los médicos determinaron que padecía tuberculosis. Tenía un pulmón afectado, debía decirle adiós al deporte y el mundo del absurdo le daba a bienvenida: la enfermedad le acababa de propinar una patada redonda y debía buscar otros quehaceres menos fatigantes.

Dejó el fútbol y se metió de lleno en el cigarrillo, con todo y fatiga. Una contradicción, sin duda. Entró en lo que él llamo la “ masonería del cigarrillo”, donde tosía como un tren de vapor y el pulmón se le llenaba de humo gris. En 1935 la tuberculosis le empezó a aplastar el otro pulmón y, sin embargo, no cesó la fumata. Camus tenía necesidad del cigarrillo porque bajo el manto del humo podía ocultar su nerviosismo. Por eso liaba cigarrillos, les ponía boquilla o no y consumía docenas de Bastos que siempre le colgaban de las comisuras marchitas de los labios y le daban fuerzas para entenderse con el mundo.

La tuberculosis lo paseó por hospitales y clínicas, como si fueran hoteles de recreo, donde cubría las horas con lecturas infinitas. Fumaba a escondidas de los médicos y las enfermeras le acolitaban el vicio porque hallaban en él un encanto irresistible. Sabía tratar a las mujeres; era un conquistador. Se pasó a los Gauloises y también le dio por la pipa, como a muchos intelectuales franceses. Aún convaleciente, en 1949 se ocupó de estudiar lengua española, tan parecida a la menorquina que había oído varias veces en su casa.

Los médicos le practicaban neumotórax en un intento por sanarlo de la enfermedad: con una aguja le introducían aire entre las dos hojas de la pleura, le inmovilizaban el pulmón y esperaban que las cavernas cicatrizaran. «No hay nada más feo ni más degradante que la enfermedad», apuntó Camus. Cuando el mal arreciaba, tenían que hacérselo cada dos semanas y, para engañar a los médicos, solo se fumaba cuatro cigarrillos diarios. Mientras se ocupaba del periódico Combat en Francia, se inclinó por el cigarrillo americano: Chesterfields se convirtió en su marca preferida. Su distintivo personal era un cigarrillo entre los dedos o entre los labios y las fotografías de la época lo atestiguan. Era el emblema de un vicio que dejaba estelas de humo por las calles que recorría a medianoche, al amanecer, cuando salía de las salas de baile, de las boîtes de nuit parisinas. «El placer, sutil, que consiste en dar o pedir lumbre, una complicidad, una masonería del cigarrillo», afirmaba entre volutas de humo.

Cuando se sentía bien, pateaba de nuevo la pelota. En Orán, después de su segundo matrimonio con Francine Faure en diciembre de 1940, jugaba en uno que otro partido amistoso, pero se cansaba pronto. No tenía suficientes alientos para el fútbol, pero sí para la reflexión: «La poca moral que sé, la aprendí en los campos de fútbol y en los escenarios de teatro, que han sido mis auténticas universidades».

El fútbol, está dicho, le apasionaba tanto como fumar y tanto como las mujeres, que más le apasionaban si ellas también fumaban. Su harem echaba humo por debajo de las sábanas e incluso alguna vez se puso de acuerdo con una de sus preferidas para abandonar el vicio. Fue con la actriz Catherine Sellers que prometió no fumar y, sin embargo, a las dos semanas estaban ambos de vuelta en el vicio. Camus regresaba a los Disque Bleu, un género de los Gauloises, que volvió a compartir vorazmente con su amante.

El escritor llevaba a sus amores los domingos al estadio en París, como si tal cosa, aunque se enterase su mujer. Mientras las exhibía públicamente, él tosía por su propio humo y el que ellas, con pose glamurosa, echaban por la nariz. Mientras lo acompañaban, él hacía fuerza para que ganara su equipo predilecto: el Racing Club. Luego escribió: «Todavía hoy, los partidos del domingo en un estadio lleno a reventar, y el teatro, que me gustaba con una afición inigualada, son los únicos lugares del mundo donde me siento inocente». El fútbol y el teatro: sus escenarios, los campos donde se sentía pleno.

En una ocasión, ya famoso por su obra literaria y por el Premio Nobel, viajó a Argel. El taxista que lo llevaba desde el aeropuerto a la casa de su madre le preguntó su nombre y él le dijo que se llamaba Albert Camus. «Claro, claro», dijo el taxista, asombrado: «¡Qué bien jugaba usted en el Racing Universitario!».

El quinto absurdo: la rebelión contra el rebelde

Antes de cumplir treinta y ocho años, Camus publicó El hombre rebelde. Fue una obra confesional que después, como un absurdo, se volvió torturante. «Desde la salida de ese libro me he encontrado en un estado horrible que ha ido agravándose hasta los últimos días», escribió a su esposa Francine.

Era octubre de 1951 y el libro, como un zapato, tenía una piedra adentro. Producto de nueve años de reflexión y redactado a manera de ensayo contra todo, en la obra el escritor se lanzó contra los comunistas, contra el marxismo, contra la revolución, contra los regímenes totalitarios, contra el capitalismo, contra la historia. Machacó la revolución francesa, la revolución rusa, a los existencialistas y condenó el universo jacobino. «Me rebelo, luego existo».

La intelectualidad parisina encontró un libro para montar su propia rebelión contra el autor, que había sido comunista en su juventud, que había trabajado con los comunistas hombro a hombro durante la resistencia contra los nazis. Ahora pasaba a ser un traidor. En el fondo no lo era porque hacía tiempo se había desmarcado del comunismo.

Había abjurado de sus ideas y lamentaba que algunos intelectuales depositaran toda su fe en la historia, en un destino que el ser humano no podía cambiar. Por eso se rebeló contra ella, a favor de la libertad humana, donde el hombre podía forjarse a sí mismo. Para Camus los regímenes totalitarios pretendían hacer del hombre un Dios y eso resultaba inadmisible.

El 22 de febrero de 1952 Camus y Sartre se reunieron para apoyar a los sindicalistas españoles condenados por el régimen franquista, pero nada se dijo sobre El hombre rebelde. Hubo al tiempo un silencio sartriano y un silencio camusiano que se rompió días después cuando ambos escritores se encontraron en la calle. Se saludaron bien y Sartre invitó a Camus a tomar una copa de vino. El filósofo le contó que saldría un artículo sobre El hombre rebelde en la revista Les Temps Modernes