El marido desconocido - Maya Blake - E-Book

El marido desconocido E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

Bianca 3031 El empresario griego juró recuperar a su esposa. Imogen había localizado finalmente a su marido largo tiempo desaparecido, Zeph Diamandis… ¡ante el altar! Irrumpiendo en la iglesia, llegó en el momento preciso para impedir la boda. Imogen llevaba buscándolo desesperadamente tras su misteriosa desaparición. ¡Pero pronto descubrió que Zeph no recordaba el acuerdo empresarial que los había unido en matrimonio! Zeph se quedó atónito al descubrir que ya estaba casado. Su cuerpo y el de Imogen se reconocieron al instante, pero su esposa era tan reservada como hermosa. Y a medida que Zeph fue recuperando la memoria, una idea emergió con fuerza entre todas las demás: en aquella ocasión no se conformaría con un matrimonio solo sobre el papel.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Maya Blake

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El marido desconocido, n.º 3031 - 6.9.23

Título original: The Greek’s Forgotten Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801478

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN lo alto de la colina había una preciosa iglesia.

Efemia, una isla griega situada en un rincón del mar Egeo, era el típico lugar al que acudían turistas para fotografiarse en parajes tan pintorescos como aquel.

Imogen Callahan jamás hubiera soñado que su desesperada búsqueda fuera a culminar allí. Durante unos segundos, contempló la resplandeciente fachada blanca, la cúpula azul y las ventanas asimétricas, sin poder dar crédito a la información que el detective le había proporcionado.

¿Se habría vuelto loco o se trataba de otro más de los juegos de estrategia que tan bien se le daban? Imogen apretó los labios mientras del interior de la iglesia salían las últimas notas de un himno griego. Apretó los puños para impedir que las manos le temblaran y, tras subir los últimos peldaños, asió el sólido picaporte de hierro.

Cualquiera que fueran la circunstancias, tenía que averiguarlas para recuperar la estabilidad mental que le habían arrebatado tantas noches de insomnio preguntándose qué había sucedido.

Tomando aire, abrió la puerta. El chirrido de los goznes la hizo estremecer.

La luz del sol atravesaba las vidrieras, bañando a los congregados en un mosaico de colores . Y aunque la pareja que se hallaba junto al altar quedaba sumida en la penumbra, Imogen pudo adivinar una figura alta, de anchos hombros y rasgos esculturales, y una mirada aguda y penetrante que se fijó en ella.

Como le pasaba siempre con aquel hombre… si es que se trataba de él y no de una nueva pista falsa, Imogen sintió una fuerza magnética tirar de ella, un estremecimiento interno.

Pero tenía que asegurarse…

Dio varios pasos hacia adelante y carraspeó, al tiempo que alzaba la barbilla y fijaba la mirada en el cura que, dos peldaños por encima de la pareja, la observaba con los dedos entrelazados y gesto benevolente.

–¡Detengan esta farsa! –dijo ella en tono firme.

Se produjo un silencio sepulcral, seguido de un murmullo generalizado y de miradas de asombro que hicieron pensar a Imogen en las telenovelas que veía su abuela, con la diferencia de que aquello no era ficción, sino su propia vida.

Tragó saliva al percibir que los semblantes pasaban de la censura a la hostilidad a medida que avanzaba hacia el altar. Incluso el cura adoptó una expresión contrariada.

Imogen no necesitaba mirarse para recordar el aspecto que presentaba.

El peinado ahuecado que su estilista había insistido en que se hiciera había colapsado con el paso de las horas; el maquillaje, más abundante de lo habitual, enfatizaba cada una de las lentejuelas del corto vestido verde, que centelleaban bajo la cegadora luz del mediodía; los zapatos rojos de tacón alto resultaban abiertamente indecentes en aquel espacio sagrado.

Estaba completamente fuera de lugar, pero tenía que sobreponerse a la vergüenza que pudiera sentir. Después de todo, cuando le llegó el mensaje del investigador privado, estaba en una discoteca en Atenas; algo completamente excepcional, puesto que apenas habla socializado en los últimos diez meses. Y la acuciante necesidad de contrastar la información había sido tan intensa, que ni se había planteado volver a casa a cambiarse.

Sintiéndose juzgada por los feligreses, habría querido gritar que aquella no era su indumentaria habitual, que en lugar de vestidos que dejaban a la vista más de lo que cubrían, solía llevar pudorosos trajes de chaqueta. Pero no tenía por qué dar explicaciones a nadie, y menos desde que había conseguido librarse de la tutela de su padre.

Así que, alzó la barbilla y, mirando a los congregados hasta hacerles bajar la vista, avanzó hacia la pareja que la observaba desde el altar, mientras el murmullo iba subiendo de volumen.

El cura rodeó a la pareja y salió a su encuentro hablando en griego.

Imogen sacudió la cabeza.

–Me temo que no hablo griego, pero confío en que usted me entienda, porque, como le he dicho, si no detiene esta ceremonia cometerá un grave error.

–¿Qué error?

Imogen se quedó paralizada al oír la pregunta, que no procedía del cura sino del novio… porque aquella voz profunda, grave, hipnótica había atemorizado a altos ejecutivos y hombres poderosos, había arrastrado a su padre a una espiral de destrucción que le había llevado a ofrecerla como sacrificio.

Esa voz la había hecho oscilar entre el llanto y la ira cuando su dueño se había negado a atender a razones; cuando había rechazado con total frialdad sus súplicas para que reconsiderara el abyecto precio que había exigido de su familia.

En sus peores noches, a lo largo de los últimos diez meses, Imogen se había preguntado por qué le atormentaba la idea de no volver a oír aquella voz en lugar de sentirse aliviada por haberse librado de ella. Al oírla en aquel momento, se dio cuenta de que se había estado engañando y que nunca estaría plenamente liberada de su dueño hasta que diera los pasos necesarios.

Por eso nunca había cejado en su empeño. Y, finalmente, lo había encontrado.

–Te he hecho una pregunta. ¿Puedo saber por qué interrumpes mi boda?

«Mi boda».

¿Se había vuelto loco? ¿Tenía tal capacidad de corrupción el poder? Su arrogancia llegaba a límites insospechados, y eso que ella la había padecido abundantemente en el tiempo que habían pasado juntos.

Antes de que él desapareciera de la faz de la tierra.

Dando un último paso adelante, Imogen pudo verlo con nitidez y se quedó sin aire en los pulmones.

Después de haberse encontrado en tantos callejones sin salida, había dudado que aquella pista condujera a nada. No había podido creer que el hombre al que tanto había buscado llevara todo aquel tiempo en Grecia, en un pueblo perdido en una isla en la que apenas había conexión a Internet.

¿Había algo que se escapaba a su comprensión? ¿A qué demonios estaba jugando él?

Una pregunta susurrada en griego atrajo la mirada de Imogen hacia la mujer sobre cuyos hombros él extendía un brazo protector.

La situación era tan incomprensible que a Imogen se le pasó por la cabeza que se tratara de una bruja, o más concretamente, de una sirena, dado que se hallaban en el país de la mitología

Dio un paso adelante para verla mejor, pero él se interpuso entre ellas sin soltar a la novia.

Su actitud protectora hizo que Imogen se sintiera dolida y al tiempo se indignara consigo misma, puesto que su relación nunca había estado basada en el afecto. Había tomado forma en una fría e impersonal sala de juntas y había continuado en un todavía más frío registro civil en Atenas, donde, dados los sucesos posteriores, parecía haber acabado.

«O lo hará muy pronto», se dijo, confiando en que fuera verdad.

Había dejado su vida en suspenso por dos hombres: su padre y el que tenía ante sí. Todo, por haber nacido mujer. Pero eso iba a acabar.

–Sabes perfectamente por qué. No pretenderás aducir un caso de identidad errónea, ¿verdad? ¿O es que tienes un hermano gemelo?

Extrañamente, un destello de duda iluminó los ojos de él antes de que apretara los dientes y exhalara con desdén.

–Que yo sepa, no –dijo.

–Entonces ¿podemos dejarnos de farsas?

–Te aseguro que tu presencia aquí es la única farsa. ¿Tu nombre es…?

Imogen lo miró perpleja y barrió con la mirada a los feligreses, intentando localizar a alguno de los empresarios que solían revolotear en torno a aquel poderoso hombre como polillas atraídas por la luz. Alguien que pudiera explicar qué estaba pasando.

Cuando solo alcanzó a ver a gente del pueblo, sencillamente vestida y con aspecto inocente, se volvió hacia el hombre de nuevo y dijo:

–Si se trata de una broma, te aseguro que no tiene ninguna gracia.

–Y yo te aseguro que la única persona que está dando un espectáculo eres tú, como-te-llames.

Un murmullo sofocado recorrió de nuevo la iglesia, como si su tono imperioso, el que para ella era familiar, resultara sorprendente.

Barajando posibilidades, Imogen se quedó sin aliento. ¿Era posible que…? No podía ser. Aquel hombre capaz de reinar sobre un imperio que él mismo había creado no podía haber perdido la cordura…

Por otro lado, solo algo así explicaría su desaparición, que hubiera abandonado de un día para otro lo único que para él importaba en la vida.

Imogen había despertado cada mañana preguntándose a qué estaba jugando. O dónde. Y temía volverse loca si no lograba averiguarlo.

La posibilidad de que hubiera actuado deliberadamente era inconcebible.

Dando un paso adelante y mirándolo a los ojos, dijo:

–Me llamo Imogen Callahan Diamandis. Tú, Zephyr Diamandis –y antes de que él la contradijera, alzó la mano izquierda para mostrar el llamativo diamante que él mismo le había deslizado en el dedo con su nombre grabado en el interior–. Y por si sigues sin acordarte: soy tu esposa.

 

 

Zephyr Diamandis.

El nombre era rotundamente griego. De hecho, algo pomposo. Muy distinto al sencillo Yiannis con el que se había conformado al despertar en una cama desconocida diez meses atrás.

El asombro lo paralizó al tiempo que su cerebro buscaba frenéticamente tras la bomba que aquella mujer acababa de detonar. Pero, como siempre que lo intentaba, sintió la instantánea palpitación en las sienes que lo instaba a resignarse, a olvidar.

Zephyr Diamandis.

Le resultaba tan ajeno como Yiannis.

Yiannis Sin-apellido.

Así lo había llamado entre risas la que iba a ser su esposa durante meses, después de que fuera acogido en la pequeña familia de Petros.

No había llegado a sentirse cómodo con aquel nombre, pero después de todo, no había nada que pudiera considerar suyo, excepto la ropa hecha jirones con la que lo habían encontrado. Y el hecho de que, puesto que hablaba la lengua, debía de ser griego.

Pero su vida había mejorado algo desde entonces.

Tenía un grupo de amigos, unos vecinos amables y hasta un trabajo ayudando a Petros con sus diez barcos de pesca. Y estaba satisfecho, al menos en la medida que era posible estarlo, de haber accedido a las insistentes, aunque amables, indirectas de Petros para que convirtiera a su hija en una «mujer honesta».

Por todo ello, había decidido dejar a un lado, por el momento, todo intento de descubrir su pasado. Tal y como Petros decía, si alguien lo estaba buscando en algún lugar del mundo, la policía local, que en realidad consistía en un único agente, ya habría hecho alguna averiguación…

–¿Yiannis?

Se volvió hacia la mujer que tenía a su lado, sorprendiéndose al darse cuenta de que la había olvidado tras la llegada de aquella desconocida… aquella temeraria y desafiante…mujer, escasamente vestida y de una espectacular belleza, que proclamaba ser su esposa.

Una mujer de ojos verdes que lo miraban desafiantes, con unos labios voluptuosos, y un sedoso cabello castaño que él habría querido recorrer con sus dedos…

Theos… ¿qué hacía pensando en aquellos labios mientras estaba ante el altar, a unos minutos de casarse con otra mujer?

Una mano pequeña se posó en su pecho y él miró de nuevo a Thea, la mujer que iba a convertirse en su esposa y que lo miraba con la misma confusión e incertidumbre que él sentía

–No se llama Yiannis –dijo la que se decía su esposa.

Al mirarla, él adivinó en sus dilatadas aletas nasales unos celos que le produjeron una extraña y desconcertante satisfacción. ¿Qué demonios…? ¿Le alegraba que aquella mujer sintiera celos de Thea?

Siempre don Reflexivo, como Petros, bromeando, acostumbraba a llamarlo, se puso en el lugar de la mujer y sintió una inmediata incomodidad. También él se habría enfurecido de haber descubierto que su esposa iba a casarse con otro hombre.

Pero… solo tenía la palabra de la mujer.

–¿Soy tu esposo?

¿Por qué aquella pregunta hizo que sintiera la sangre fluir, caliente y densa, por sus venas?

–Sí –dijo la mujer, Imogen, con un temblor en la voz que él no supo interpretar.

La palpitación en sus sienes se intensificó.

–Pruébalo –dijo.

Ella abrió los ojos desmesuradamente y él sintió el impulso de acercarse y perderse en aquellos ojos azul verdosos en los que se reflejaban las vidrieras multicolores.

–¿Qué? –preguntó ella.

Él la miró fijamente y repitió:

–Demuéstrame que no pretendes engañarme. A esta isla llegan constantemente turistas con la intención de … divertirse.

Ella lo miró boquiabierta.

–¿Bromeas?

Por su acento, y aunque él no supiera por qué lo sabía, dedujo que era americana o canadiense. Y una vez más le desconcertó lo atractiva y sensual que la encontraba. Apretó la mano de Thea en un intento de recobrar la serenidad por la que Petros y Yiayia lo alababan y, una vez más, vio que su gesto provocaba un destello en los ojos de la mujer, que ella ocultó al instante.

–No pretenderás que te crea sin más –dijo, justo cuando Petros se levantaba y llegaba hasta ellos.

–Te aseguro que no es ninguna broma –contestó ella, sacudió la cabeza.

Él la observó fascinado mientras veía que sacaba un teléfono del bolso y, con el movimiento, el vestido se pegaba a sus firmes y turgentes senos.

Petros intervino.

–Mi hijo es demasiado educado como para explicar que hay quien viene a la isla a reírse de nosotros. ¿Qué es lo que quieres?

–¿Tu hijo? –preguntó Imogen, ignorando el resto de lo que Petros había dicho. Miró a Zeph con una expresión que borró con un parpadeo antes de que pudiera descifrarla–. Este no es tu padre.

Él sintió que el corazón le daba un vuelco y la ansiedad por saber más hizo que estuviera a punto de interrogarla, pero se mordió la lengua a tiempo, consciente de que todavía cabía la posibilidad de que se tratara de una broma de mal gusto.

Petros quitó importancia a la afirmación con un movimiento de la mano, provocando una inesperada frustración en Yiannis.

–En lo que a mí respecta, es mi hijo. Ahora, si no te importa y a no ser que tengas alguna manera de probar lo que dices, tenemos que seguir con la ceremonia o…

La mujer los miró alternativamente antes de dedicarles una mirada desafiante y deslizar el dedo por la pantalla del móvil.

Yiannis contuvo el aliento, pero entonces vio fruncirse aquellos preciosos labios.

–No tengo conexión –afirmó ella.

Él sonrió para disimular su desilusión y el vacío que sintió en el estómago.

–No necesitas Internet para acceder a tus fotos. ¿No tienes ninguna en la galería del teléfono, señorita… Diamandis? –preguntó en tono burlón.

Al ver que se sonrojaba y bajaba la mirada, habría querido tomarla por la barbilla y obligarla a mirarlo, pero se dijo que ya le había dedicado demasiado tiempo.

–Soy la señora Diamandis –dijo ella con firmeza–. A no ser que prefieras referirte a mí por mi apellido de soltera: Callahan.

Pasando por alto el comentario, él continuó:

–Como dice Petros, tenemos que continuar con la ceremonia. Admite que has venido para divertirte a nuestra costa como remate de una noche loca –dijo él, sin poder contener el impulso de deslizar la mirada por sus espectaculares piernas desnudas– y te dejaré marchar con una simple disculpa.

Ella lo miró con ojos encendidos.

–¿Y si me niego?

A su espalda se oyeron algunas exclamaciones sofocadas.

–Yiannis, por favor, resuelve esto –siseó Thea en voz baja.

Él la miró. La única hija de Petros era de una belleza discreta y en su rostro se atisbaba el rastro de la melancolía que le había dejado la pérdida de su prometido tres años antes. Yiannis no sabía si había sido su fragilidad o aquella melancolía lo que le había hecho mantenerse distante incluso durante el breve compromiso que habían mantenido.

Cualquiera que fuera el motivo, jamás había sentido el impulso ni de besarla ni de ir más allá. Y aunque no se había planteado qué tipo de mujer le gustaba, era evidente que Thea carecía de la osadía y la audacia de la mujer que aseguraba ser su esposa.

Se indignó consigo mismo por hacer aquella comparación, pero al mismo tiempo, por más que Thea Nagels le gustara, lo suyo no había sido nunca un gran amor. Se habían hecho amigos animados por Petros, que veía en él la oportunidad de perpetuar su linaje. Y Yiannis se había dejado llevar porque se sentía en deuda con el hombre que le había salvado la vida.

–Ne –dijo. La interrupción ya se había alargado en exceso–. Si no te marchas, yo mismo te echaré de aquí.

Se volvió e hizo un gesto con la cabeza al cura, que, aliviado, recuperó su posición ante el altar. Antes de que abriera la boca, la mujer volvió a hablar.

–Tu yate, que bautizaste Ophelia I en honor a tu madre, está anclado a una milla de la costa –dijo–. Si no me crees, asómate a verlo. Tienes una tripulación de treinta y cinco hombres y conoces al patrón desde que tenías los veinte años. Estabas a bordo cuando caíste al agua y se te dio por ahogado hace diez meses. Todos los que están en ese barco pueden corroborar lo que digo. O puedes seguir adelante y cometer bigamia. Tú decides.

Él se tensó. No porque le impresionara que fuera rico, sino porque las fechas coincidían y porque, efectivamente, podía haberse ahogado de no haber sido recogido por Petros en medio del océano.

Pero había algo más.

Todas las características de sí mismo que él había intuido. Todas las facetas que no había explorado por no ser desagradecido con el generoso y adorable Petros y su familia. Facetas que había sentido tirar de él cuando estaba desprevenido; las numerosas ocasiones en las que en lugar de disfrutar del afecto y el calor que lo rodeaban, se había sentido… perdido. Agradecido, sí, pero… «infravalorado».

Al ver que vacilaba, un nuevo murmullo se elevó entre la gente al tiempo que algunos se acercaban a la ventana para ver por sí mismos.

En cuanto oyó la primera exclamación, sintió un nudo retorcerse dentro de sí para luego empezar a soltarse, aflojando la primera de muchas lazadas.

–Yiannis –Petros pronunció su nombre con cautela.

Pero en su fuero interno, él tuvo la certeza de que aquel era el momento que había estado esperando los últimos interminables diez meses.

Como si intuyera lo que le pasaba, Petros miró a la intrusa con suspicacia y preguntó:

–¿Qué ropa llevaba el día que desapareció?

–Una camisa verde azulada de manga larga y unos pantalones claros. También llevaba una pulsera de cuero, pero puede que se perdiera.

Petros suspiró con resignación porque la descripción era exacta, incluida la pulsera que Yiannis había acabado tirando porque estaba deteriorada y no servía para identificarlo.

Yiannis se volvió a Petros con pesadumbre y dijo:

–Lo siento, viejo amigo.

Porque tenía que averiguar quién era.

El rostro de Petros se contrajo de dolor, probablemente porque lo llamara amigo en lugar de pateras, tal y como llevaba tiempo pidiéndole que hiciera. O quizá porque también sabía lo que iba a suceder.

Aprovechando que los invitados estaban entretenidos buscando el yate, Yiannis miró a Thea y no pudo reprimir una sonrisa al ver el alivio que reflejaban sus ojos. Que aceptara con tanta facilidad la situación, dando un paso atrás y refugiándose en brazos de su padre, demostraba que todavía no había superado la pérdida de su prometido.

Yiannis… Zephyr, de acuerdo con lo que acababa de descubrir, se volvió hacia la mujer, que se había quedado callada, y le desconcertó aún más la intensa atracción que despertaba en él, que reavivara un deseo que llevaba meses adormecido. Aquella mujer, su esposa, era suya. Podía besarla, acariciarla… Pero primero…

–Si esto resulta ser una broma de mal gusto, te arrepentirás.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

IMOGEN miraba en la distancia en lugar de al hombre que permanecía de pie, en un lateral de la lancha que los conducía al yate.

Por su parte, ella estaba todavía asimilando los acontecimientos que acababan de tener lugar.

Una vez Zephyr había decidido que quería contrastar la información por sí mismo, había actuado sin la menor vacilación.