El médico de su honra - Calderón De La Barca - E-Book

El médico de su honra E-Book

Calderón De La Barca

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Beschreibung

El médico de su honra es una obra dramática de Calderón de la Barca, escrita hacia 1637. por lo tanto encuadrada en la literatura barroca.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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EL MÉDICO DE SU HONRA

Pedro Calderón de la Barca

Personas que hablan en ella:

• Don GUTIERRE

• El REY don Pedro

• El infante don ENRIQUE

• Don ARIAS

• Don DIEGO

• COQUÍN, lacayo

• Doña MENCÍA de Acuña

• Doña LEONOR

• JACINTA, una esclava

• INÉS, criada

• TEODORA, criada

• LUDOVICO, sangrador

• Un VIEJO

• SOLDADOS

• MÚSICA

ACTO PRIMERO

 

Suena ruido de caja, y sale cayendo el infante don

ENRIQUE, don ARIAS y don DIEGO, y algo detrás el REY don

Pedro, todos de camino

 

 

ENRIQUE: ¡Jesús mil veces!

ARIAS: ¡El cielo

te valga!

REY: ¿Qué fue?

ARIAS: Cayó

el caballo, y arrojó

desde él al infante al suelo.

REY: Si las torres de Sevilla

saluda de esa manera,

¡nunca a Sevilla viniera,

nunca dejara a Castilla!

¿Enrique! ¡Hermano!

DIEGO: ¡Señor!

REY: ¿No vuelve?

ARIAS: A un tiempo ha perdido

pulso, color y sentido.

¡Qué desdicha!

DIEGO: ¡Qué dolor!

REY: Llegad a esa quinta bella,

que está del camino al paso,

don Arias, a ver si acaso

recogido un poco en ella,

cobra salud el infante.

Todos os quedad aquí,

y dadme un caballo a mí,

que he de pasar adelante;

que aunque este horror y mancilla

mi rémora pudo ser,

no me quiero detener

hasta llegar a Sevilla.

Allá llegará la nueva

del suceso.

 

Vase el REY

 

 

ARIAS: Esta ocasión

de su fiera condición

ha sido bastante prueba.

¿Quién a un hermano dejara,

tropezando de esta suerte

en los brazos de la muerte?

¡Vive Dios!

DIEGO: Calla, y repara

en que, si oyen las paredes,

los troncos, don Arias, ven,

y nada nos está bien.

ARIAS: Tú, don Diego, llegar puedes

a esa quinta; y di que aquí

el infante mi señor

cayó. Pero no; mejor

será que los dos así

le llevemos donde pueda

descansar.

DIEGO: Has dicho bien.

ARIAS: Viva Enrique, y otro bien

la suerte no me conceda.

 

Llevan al infante, y sale doña MENCÍA

y JACINTA, esclava herrada

 

 

MENCÍA: Desde la torre los vi,

y aunque quien son no podré

distinguir, Jacinta, sé

que una gran desdicha allí

ha sucedido. Venía

un bizarro caballero

en un bruto tan ligero,

que en el viento parecía

un pájaro que volaba;

y es razón que lo presumas,

porque un penacho de plumas

matices al aire daba.

El campo y el sol en ellas

compitieron resplandores;

que el campo le dio sus flores,

y el sol le dio sus estrellas;

porque cambiaban de modo,

y de modo relucían,

que en todo al sol parecían,

y a la primavera en todo.

Corrió, pues, y tropezó

el caballo, de manera

que lo que ave entonces era,

cuando en la tierra cayó

fue rosa; y así en rigor

imitó su lucimiento

en sol, cielo, tierra y viento,

ave, bruto, estrella y flor.

JACINTA: ¡Ay señora! En casa ha entrado...

MENCÍA: ¿Quién?

JACINTA: ...un confuso tropel

de gente.

MENCÍA: ¿Mas que con él

a nuestra quinta han llegado?

 

Salen don ARIAS y don DIEGO, y sacan al infante don

ENRIQUE, y siéntanle en una silla

 

 

DIEGO: En las casas de los nobles

tiene tan divino imperio

la sangre del rey, que ha dado

en la vuestra atrevimiento

para entrar de esta manera.

MENCÍA: (¿Qué es esto que miro? ¡Ay cielos!)

Aparte

DIEGO: El infante don Enrique,

hermano del rey don Pedro,

a vuestras puertas cayó.

y llega aquí medio muerto.

MENCÍA: ¡Válgame Dios, qué desdicha!

ARIAS: Decidnos a qué aposento

podrá retirarse, en tanto

que vuelva al primero aliento

su vida. ¿Pero qué miro?

¡Señora!

MENCÍA: ¡Don Arias!

ARIAS: Creo

que es sueño fingido cuanto

estoy escuchando y viendo.

Que el infante don Enrique,

más amante que primero,

vuelva a Sevilla, y te halle

con tan infeliz encuentro,

¿puede ser verdad?

MENCÍA: Sí es;

¡y ojalá que fuera sueño!

ARIAS: Pues, ¿qué haces aquí?

MENCÍA: De espacio

lo sabrás; que ahora no es tiempo

sino sólo de acudir

a la vida de tu dueño.

ARIAS: ¿Quién le dijera que así

llegara a verte?

MENCÍA: Silencio,

que importa mucho, don Arias.

ARIAS: ¿Por qué?

MENCÍA: Va mi honor en ello.

Entrad en ese retiro,

donde está un catre cubierto

de un cuero turco y de flores;

y en él, aunque humilde lecho,

podrá descansar. Jacinta,

saca tú ropa al momento,

aguas y olores que sean

dignos de tan alto empleo.

 

Vase JACINTA

 

 

ARIAS: Los dos, mientras se adereza,

aquí al infante dejemos,

y a su remedio acudamos,

si hay en desdichas remedio.

 

Vanse don ARIAS y don DIEGO

 

 

MENCÍA: Ya se fueron, ya he quedado

sola. ¡Oh quién pudiera, ah cielos,

con licencia de su honor

hacer aquí sentimientos!

¡Oh quién pudiera dar voces,

y romper con el silencio

cárceles de nieve, donde

está aprisionado el fuego,

que ya, resuelto en cenizas,

es ruina que está diciendo:

"Aquí fue amor"! Mas ¿qué digo?

¿Qué es esto, cielos, qué es esto?

Yo soy quien soy. Vuelva el aire

los repetidos acentos

que llevó; porque aun perdidos,

no es bien que publiquen ellos

lo que yo debo callar,

porque ya, con más acuerdo,

ni para sentir soy mía;

y solamente me huelgo

de tener hoy que sentir,

por tener en mis deseos

que vencer; pues no hay virtud

sin experiencia. Perfeto

está el oro en el crisol,

el imán en el acero,

el diamante en el diamante,

los metales en el fuego;

y así mi honor en sí mismo

se acrisola, cuando llego

a vencerme, pues no fuera

sin experiencias perfecto.

¡Piedad, divinos cielos!

¡Viva callando, pues callando muero!

¡Enrique! ¡Señor!

ENRIQUE: ¿Quién llama?

MENCÍA: ¡Albricias...

ENRIQUE: ¡Válgame el cielo!

MENCÍA: ...que vive tu alteza!

ENRIQUE: ¿Dónde

estoy?

MENCÍA: En parte, a lo menos

donde de vuestra salud

hay quien se huelgue.

ENRIQUE: Lo creo,

si esta dicha, por ser mía,

no se deshace en el viento,

pues consultando conmigo

estoy, si despierto sueño,

o si dormido discurro,

pues a un tiempo duermo y velo.

Pero ¿para qué averiguo,

poniendo a mayores riesgos

la verdad? Nunca despierte

si es verdad que agora duermo;

y nunca duerma en mi vida

si es verdad que estoy despierto.

MENCÍA: Vuestra alteza, gran señor,

trate prevenido y cuerdo

de su salud, cuya vida

dilate siglos eternos,

fénix de su misma fama,

imitando al que en el fuego

ave, llama, ascua y gusano,

urna, pira, voz y incendio,

nace, vive, dura y muere,

hijo y padre de sí mesmo;

que después sabrá de mí

dónde está.

ENRIQUE: No lo deseo;

que si estoy vivo y te miro,

ya mayor dicha no espero;

ni mayor dicha tampoco,

si te miro estando muerto;

pues es fuerza que sea gloria

donde vive ángel tan bello.

Y así no quiero saber

qué acasos ni qué sucesos

aquí mi vida guiaron,

ni aquí la tuya trajeron;

pues con saber que estoy donde

estás tú, vivo contento;

y así, ni tú que decirme,

ni yo que escucharte tengo.

MENCÍA: (Presto de tantos favores Aparte

será desengaño el tiempo).

Dígame ahora, ¿cómo está

vuestra alteza?

ENRIQUE: Estoy tan bueno,

que nunca estuvo mejor;

sólo en esta pierna siento

un dolor.

MENCÍA: Fue gran caída;

pero en descansando, pienso

que cobraréis la salud;

y ya os están previniendo

cama donde descanséis.

Que me perdonéis, os ruego,

la humildad de la posada;

aunque disculpada quedo...

ENRIQUE: Muy como señora habláis,

Mencía. ¿Sois vos el dueño

de esta casa?

MENCÍA: No, señor;

pero de quien lo es, sospecho

que lo soy.

ENRIQUE: Y ¿quién lo es?

MENCÍA: Un ilustre caballero,

Gutierre Alfonso Solís,

mi esposo y esclavo vuestro.

ENRIQUE: ¡Vuestro esposo!

 

Levántase don ENRIQUE

 

 

MENCÍA: Sí, señor.

No os levantéis, deteneos;

ved que no podéis estar

en pie.

ENRIQUE: Sí puedo, sí puedo.

 

Sale don ARIAS

 

 

ARIAS: Dame, gran señor, las plantas,

que mil veces todo y beso,

agradecido a la dicha

que en tu salud nos ha vuelto

la vida a todos.

 

Sale don DIEGO

 

 

DIEGO: Ya puede

vuestra alteza a ese aposento

retirarse, donde está

prevenido todo aquello

que pudo en la fantasía

bosquejar el pensamiento.

ENRIQUE: Don Arias, dame un caballo;

dame un caballo, don Diego.

Salgamos presto de aquí.

ARIAS: ¿Qué decís?

ENRIQUE: Que me deis presto

un caballo.

DIEGO: Pues, señor...

ARIAS: Mira...

ENRIQUE: Estáse Troya ardiendo,

y Eneas de mis sentidos,

he de librarlos del fuego.

 

Vase don DIEGO

 

 

¡Ay, don Arias, la caída

no fue acaso, sino agüero

de mi muerte! Y con razón,

pues fue divino decreto

que viniese a morir yo,

con tan justo sentimiento,

donde tú estabas casada,

porque nos diesen a un tiempo

pésames y parabienes

de tu boda y de mi entierro.

De verse el bruto a tu sombra,

pensé que, altivo y soberbio,

engendró con osadía

bizarros atrevimientos,

cuando presumiendo de ave,

con relinchos cuerpo a cuerpo