El mágico prodigioso - Calderón de la Barca - E-Book

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Calderón De La Barca

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Beschreibung

Basada en la vida de los santos Cipriano y Justina, mártires de Antioquía hacia el siglo III. En Roma comienzan a surgir las primeras comunidades cristianas y Cipriano, estudioso, descubre en la Historia natural de Plinio (II, V) una definición del Dios único. Por otro lado, ama a Justina, una cristiana que rechaza a todos sus pretendientes, incluyendo a Cipriano. Este, enamorado, vende su alma al Demonio para conseguir su amor. Cipriano, ya convertido en «mágico» (mago) tras un año de estudio con el diablo, conjura a Justina, mientras el Demonio intenta que vaya al encuentro de Cipriano sin conseguirlo, puesto que a esta la ampara una fuerza superior a la del ángel caído, la de Dios. En lugar de enviar a Justina en persona, el diablo se tiene que contentar con un fantasma con la apariencia de Justina, que acude al encuentro amoroso. Cuando Cipriano la tiene en sus brazos, la figura de Justina es solo un esqueleto que desaparece. Cipriano comprende la verdad de lo que leyó en Plinio y, gracias a la firmeza cristiana de Justina, acaba convirtiéndose a la nueva fe. Finalmente ambos mueren mártires.

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Seitenzahl: 126

Veröffentlichungsjahr: 2025

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El mágico prodigioso
Calderón de la Barca
Manuel Carrión
Century Carroggio
Derechos de autor © 2025 Century publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Estudio preliminar de Manuel Carrión.Portada; La tentaciónIsbn: 978-84-7254-582-3
Contenido
Página del título
Derechos de autor
ESTUDIO  PRELIMINAR
EL MÁGICO PRODIGIOSO
JORNADA PRIMERA
JORNADA SEGUNDA
JORNADA TERCERA
ESTUDIO  PRELIMINAR
CALDERON  O  LA  MELANCOLIA
por
Manuel Carrión Gutiez
Director de la Biblioteca Nacional
La vida de Don Pedro Calderón de la Barca discurre casi por entero en Madrid y en ese rincón tibio y claroscuro de la melancolía en que el hombre se pregunta por su propio destino.
Es manifiesta la escasez de biógrafos de Calderón. Vera Tassis, generoso para el incienso, fantasioso y aficionado a alardear de una soñada amistad con el genio, echa por el camino de la invención e irrita con ello al único gran biógrafo de Calderón, Emilio Cotarelo y Mori (1). Y, sin embargo, Calderón vivió 81 largos años, en un Madrid de mucho romper y rasgar y en una España de mucho andar y ver. Vivió una sociedad de privanzas, de aristócratas vagos o buscavidas, de inflación económica, de pobreza y de «fachada» sociales, de una Iglesia mezclada con el poder a través de los capellanes regios o de la Inquisición, cuando no del poder temporal de las órdenes religiosas. Si no fuera por la ceniza que todo ello ha debido de dejar en su vida, Calderón parecería haberse refugiado para construir su obra en un barroco de nubes, como si lo suyo más que hacer ver hubiera sido hacer pensar, o acaso mejor, hacer pensar viendo.
Infancia, juventud, madurez.
Pedro Calderón de la Barca nació en Madrid el 17 de enero de 1600, al romper el siglo y el día de San Antón («Perantón» le llamarían esos «tiernos» compañeros de escuela que siempre tenemos). Descendía de una familia montañesa, con solar en el lugar de Viveda, junto a Santillana del Mar, que desde la Castilla marinera había ido subiendo hacia la meseta, hasta llegar a Toledo, después de haber dejado siembra por Aguilar de Campóo y Boadilla del Camino en tierras de Palencia. De su familia recibió una «mediana sangre en que Dios fue servido que naciese» y de su abuelo, casado en Toledo con Isabel Ruiz, le vino a la familia el puesto de secretario del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda de Madrid, fuente de la aurea mediocritas que disfrutó y alivió de malos pasos para los hermanos Calderón.
Sus padres, Don Diego Calderón y Doña Ana María de Henao. De los cuatro hermanos que llegaron a la edad adulta, Dorotea escogió el camino del convento y José, el de las armas. Calderón, recorriéndolos todos, siguió más decidido el de las letras.
No tuvo infancia feliz ni recordada. Nacido cerca de San Martín, en un Madrid corte de las maravillas muy necesitada de «avisos de forasteros», siguió a la Corte a Valladolid de 1601 a 1606, para volver a la calle de las Fuentes. En la niñez de este muchacho retraído deben de haber pesado mucho la muerte de su madre en 1610 y la presencia de un padre autoritario y severo -como se retrata en su testamento- que se volvió a casar en 1614 con Doña Juana Freyle. Con ella no tuvieron los hermanos otra relación más duradera que los pleitos surgidos a raíz de la temprana muerte de Don Diego. En la obra de Calderón -por lo demás también sucede en la de Lope- estará ausente por entero la madre y la presencia del padre equivaldrá de ordinario (La vida es sueño, La devoción de la cruz ...) a una cárcel para la libertad. Calderón, sin darse cuenta, al afirmar su libertad tenía que hacerlo ya en rebeldía.
En 1608 comienzan sus estudios: cinco años en el Colegio Imperial de la Compañía -con Lógica y Retórica y teatro escolar- y otros cinco en Salamanca. Un bachiller en Cánones, buen conocedor de la Escolástica, familiarizado con las representaciones colegiales y que, después de 1612, con vistas acaso al oficio burocrático familiar, estudió también con el calígrafo Pedro Díaz Morante.
Su madre le quería para el altar. Calderón, tan poco amigo de contar su vida y mucho menos de hacerlo sin ironía, nos lo cuenta en ese curioso romance autobiográfico dirigido a «una dama que deseaba saber su estado, persona y vida»:
«Crecí, y mi señora madre, 
religiosamente astuta,
como había en otra cosa,
dio en que había de ser cura.» (2)
Amor de madre y amor a una pingüe capellanía familiar, fundada por su abuela. Más realista, el padre «ordenaba» en su testamento lo que había sido anhelo de la madre: «que por ningún caso deje sus estudios, sino que los prosiga y acabe y sea muy buen capellán de quien con tanta liberalidad le dejó con qué poderlo hacer». Era el mismo testamento en que aludía a un hijo natural, Francisco, habido -eso sí-  de «una mujer muy bien nacida».
* * *
Pero Calderón escogió su propio camino. En 1620 aparece en las justas poéticas con motivo de la beatificación de San Isidro y Lope le alaba. En 1622, obtiene un primer premio con su romance Penitencia de San Ignacio. Por esos años, había dejado ya sus estudios y se hallaba inmerso en la vida azarosa de Madrid.
Por los años 1623-1625 debió de andar por Italia y Flandes. Lo que sí es cierto es que en 1623 -el mismo año en que Velázquez era nombrado pintor de cámara- aparecía su primera obra (Amor, honor y poder) y en 1625, en su comedia, El sitio de Breda demuestra conocer muy de cerca el ambiente de los soldados de los tercios. A su vuelta de estos probables viajes debió de entrar al servicio del duque de Frías.
También parece firme que la juventud de Calderón no fue reposada ni se vio libre de los vientos y ventoleras de la Corte. Su hermano Diego, pobre de salud y rico de extravíos, con el que hubo de vivir hasta que, al cumplir Diego los 25 años sin haberse ordenado sacerdote perdió el derecho a seguir percibiendo las rentas de la capellanía familiar y Pedro se aposentó en la casa del capellán en la calle de Platerías, nos dice en su testamento en 1647: «Y demás de las partidas referidas, ha recibido [Pedro] otras muchas cantidades en alimentos y vestido, hasta que puso casa que fue cuando entró a servir al Condestable de Castilla».
Se vio envuelto en la muerte de Nicolás de Velasco, hijo de Don Diego de Velasco y la cosa tuvo remedio refugiándose primero en casa del embajador de Alemania y echando luego mano a la bolsa para obtener la escritura de perdón. No fue, pues, juventud ni tranquila ni holgada. Su servicio a Don Bernardino de Velasco, Condestable de Castilla -cuando este no tenía más que 12 años- no fue más que de escudero y acaso sólo un medio para abandonar la casa paterna.
Pero el episodio más clamoroso de la vida de Calderón tuvo lugar en 1629, cerca del convento de las Trinitarias, cuando Calderón y los suyos decidieron arreglar por su mano una cuenta con Pedro de Villegas, hijo del comediante Antonio de Villegas y no dudaron en violar la clausura para tomarse el desquite. Lope -por su hija Marcela, religiosa en el claustro violado- se quejó veladamente y fray Hortensio F. Paravicino, predicador cortesano de tronío un tanto campanudo, lo hizo sin velos. No se arredró el genio, todavía vivo, de Calderón y en febrero de 1629 puso en boca de Brito, el gracioso de El príncipe constante, unos versos, que después de los sucesos hubo de resignarse a ver -y para qué hacían falta ya-  suprimidos de su obra:
«Una nación se fragua 
fúnebre que es sermón de berbería; 
panegírico es que digo al agua 
y en emponomio horténsico me quejo...»
La pulla, tan en lo alto y tan incruenta, debió de llegarle al alma a la vanidad del predicador y la cosa pasó a mayores cuando este acusó al poeta de «genio atrevido» -lo que no era tanta mentira- y de que «las iglesias le duelen poco», lo que acaso ya fuera regar sin dar con el tiesto. Menos mal que el juez nombrado para dirimir la contienda -y para demostrar que de todo hay en la viña del Señor-, el Cardenal Gabriel de Trejo y Paniagua, dio muestras de buena voluntad y de mejor sentido y hasta dejó asomar ribetes de humorista al sentenciar: «la queja del padre Hortensio, como es tan grande predicador, la sube de punto». Pero acaso en este momento se estaba ya apagando la juventud caliente de Calderón.
* * *
Cuando en 1635 muere Lope, Calderón escribe La vida es sueño y se halla en un punto de madurez suficiente para suceder al Fénix como autor oficial de la Corte. Calderón se gana pronto el favor de Felipe IV y comienza a escribir «fiestas reales». Ya no lo dejaría el rey de su mano. En 1635 se le concedería el hábito de Santiago y en 1663 lo volverá a traer a la Corte como capellán real honorario. En sus últimos días llegaría hasta a recibir una «ración» en especie de la real casa.
Los años de madurez de Calderón son años de gran fecundidad en que ha de servir incansable a un público selecto que acude no sólo a la sala privada del Real Alcázar, sino al coliseo y al teatro al aire libre del nuevo palacio del Buen Retiro, con posibilidades de utilizar gran aparato escénico. En 1635 -con escenografía de Cosme Lotti-  estrenó Calderón su primera obra de este género, La Circe (El mayor encanto amor), rehecha para la imprenta en 1637. Y el 25 de agosto representaba Calderón en palacio El médico de su honra, refundiendo la obra de alguien que estaba muriendo aquella misma noche: Lope de Vega.
Con todo, Calderón no obtiene su plena madurez humana hasta vivir su aventura militar. Al final de ella, sin adornos literarios, nuestro hombre saldrá con un mayor conocimiento de los hombres y de sí mismo. Después de un viaje a Valencia en 1638, Calderón un tanto precipitadamente otorga testamento y poderes, en 1639, a favor de sus hermanos Diego y José. Parece que la causa fue su alistamiento en el ejército al que le llamaban tanto el fervor patriótico del momento ante la invasión francesa de Luis XIII y Richelieu como su condición de caballero.
Asistió a la dura y victoriosa campaña de Fuenterrabía, y es fácil adivinarlo leyendo No hay cosa como callar. Pero en 1640 estalla, al alivio de la invasión francesa, la guerra de Cataluña -doce años de odiosa guerra civil que costaría, entre otras pérdidas, la de la unidad peninsular- y Calderón hubo de pasar por la vida de campaña, yendo y viniendo, soportando sitios y hambres, presenciando o padeciendo matanzas inútiles. Peleó como bueno y «salió herido en una mano». En esta misma guerra «sobre el puente de Camarasa murió peleando con todo esfuerzo y quedando hecho pedazos en el campo» su heroico hermano José (3). El 5 de noviembre de 1641 pidió licencia para retirarse y el 15 del mismo mes del siguiente año obtuvo el retiro definitivo, cuando era cabo de escuadra en la compañía de guardias de su majestad.
Su experiencia militar queda en obras como El alcalde de Zalamea o La hija del aire.  No es la postura teórica de un ideólogo, sino el reflejo de una experiencia decantada en el alma reflexiva del poeta. Entre los amantes del camino ciego de la violencia, Calderón sabía que había también almas como la de su hermano José.
A su vuelta de la guerra, entró al servicio del duque de Alba que moriría en 1647. Este mismo año muere su hermano Diego. No son buenos años para el teatro con los sucesivos lutos de palacio (por la reina en 1644 y por el príncipe de Asturias en 1646). Pero desde su retiro de Alba, Calderón acude siempre que hay que celebrar una fiesta o montar los carros y tablados de los autos sacramentales.
Aunque trabaja incansablemente, sobre todo desde que en 1648 se reanudan las representaciones, se ha visto podado de afectos y de ilusiones. Siente el peso de la soledad. Por estos años le ha nacido un hijo, Pedro José, que ya habrá muerto el 19 de mayo de 1657. Fuera o no fuera hondo el amor del que nació, la muerte debió de encargarse pronto de que fuera perdido.
Y en 1651, reanudando el hilo de sus estudios y de la voluntad de sus padres y al socaire de la capellanía familiar, halla un remanso para su desengaño ordenándose sacerdote. Toledo, donde se le concede una capellanía en los Reyes Nuevos, le verá partir a Madrid todas las primaveras cuando se acerca el Corpus y cuando los reyes le necesitan.
Como capellán real honorario, vuelve a Madrid en 1663. El mismo año entra en la Congregación de Presbíteros naturales de Madrid de la que será capellán mayor en 1666, año en el que ingresa también en la Hermandad del Refugio. Lleva una vida modesta y retirada, ha fundado en 1661 su propia capellanía y en 1671 tiene todavía arrestos para acudir al certamen convocado con motivo de la canonización de San Francisco de Borja. Desde su vuelta a Madrid vive en la casa de Mayor, 75 (salvada más tarde de la piqueta por Mesonero Romanos). En 1680, haciendo casi su testamento literario, escribe una carta al duque de Veragua con una «memoria de comedias de Don Pedro Calderón». Anota 110 en total y olvida algunas. Termina el primero, pero no el segundo (La divina Pilotea) de los autos sacramentales para 1681. Y muere el 25 de mayo de este año, cerrando con su muerte la época de mayor gloria literaria de España.
Fue enterrado en la desaparecida iglesia de San Salvador. Ni fue muy llorado ni sus restos hallaron paz hasta desaparecer en 1936 en el incendio de la iglesia de los Dolores de la calle San Bernardo, como reza una lápida -escoltada por las pobres efigies en escayola del genio y de Lope- en el pórtico de la misma iglesia, después de haber pasado por San Nicolás, San Francisco el Grande, cementerio de la Puerta de Atocha e iglesia de los Presbíteros naturales de Madrid en la calle de la Torrecilla del Real.
En 1880, al acercarse el bicentenario, se le erigirá una estatua, obra de Juan Figueras, en la plaza de Santa Ana. Adelardo López de Ayala hubo de contentarse con saludarla muerto.
Calderón había pedido en su testamento, ordenando y anotando la severa escenografía de su entierro:
«Y suplico... dispongan mi entierro llevándome descubierto por si mereciese satisfacer en parte las públicas vanidades de mi mal gastada vida con públicos desengaños de mi muerte...» (4)
Calderón o la melancolía.