El Mester de Juglaría en la Cultura Poética Chilena - Manuel Dannemann - E-Book

El Mester de Juglaría en la Cultura Poética Chilena E-Book

Manuel Dannemann

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Beschreibung

Este libro es hasta ahora el único que intenta demostrar con una multidisciplinariedad etnográfica-literaria-filológica, la vigencia de la práctica del mester de juglaría en sentido estricto, en América Latina, en particular en la provincia chilena de Melipilla. En él se discute el concepto de este género, en relación con la poesía literaria, la popular y la folclórica, añadiéndose la descripción del oficio de juglar, con énfasis en su léxico técnico y la ejemplificación de un manuscrito de su arte.

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Ch861.09

D188m

Dannemann, Manuel.

El Mester de juglaría en la cultura poética chilena.

Su práctica en la provincia de

Melipilla / Manuel Dannemann. 1a ed.

Santiago de Chile: Universitaria, 2011.

274 p.: 92 retrs.; 15,5 x 23 cm. –- (Imagen de Chile)

Bibliografía: p.259-262.

ISBN: 978-956-11-2257-4

ISBN Digital: 978-956-11-2868-2

1. Poesía popular chilena – Historia y crítica.

2. Poesía chilena – Chile – Melipilla.

3. Cultura popular – Chile. I. t.

© 2010, MANUEL DANNEMANN.

Inscripción Nº 198.609, Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por

© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050, Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o

electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

Texto compuesto en tipografía Palatino 11/13

DISEÑO DE PORTADA Y DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez

w w w . u n i v e r s i t a r i a . c l

Diagramación digital: ebooks [email protected]

A MI PADRE,FRITZ DANNEMANN

Mi gratitud a los juglares melipillanos por entregarme generosamente los versos que habían hecho suyos y las maneras de darles vida, así como por sus enseñanzas para hacerme comprender el sentido de su arte.

También mi afectuoso agradecimiento a la familia Barros Aldunate, en especial a los hermanos Raquel, María Magdalena, José Luis y Patricio, por su hospitalidad en sus tierras de Melipilla, en mi búsqueda del canto juglaresco.

ÍNDICE

Introducción

CAPÍTULO IProblematización del Concepto de Mester de Juglaría

CAPÍTULO IILa Conducta Poética, el Canto a lo Pueta, el Mester de Juglaría

CAPÍTULO IIITemática, Forma y Función del Arte Juglaresco Melipillano

CAPÍTULO IVEl Oficio de Juglar. El Poder del Cantor

CAPÍTULO VUna Libreta de Versos del Arte Juglaresco Melipillano

Consideraciones Finales

Ilustraciones Fotográficas

Referencias Bibliográficas

INTRODUCCIÓN

Consideraciones preliminares

Durante cincuenta años me he dedicado a estudiar la clase de poesía que, en sentido estricto, debe calificarse como folclórica en inevitable relación con la popular, y para cuya comprensión aún más certera es necesario compararla también con la poesía llamada literaria, ésta en ningún caso, desde una noción antropológica de cultura, ni la más ni la únicamente “culta”.

Una de las especies del género poético folclórico es la juglaresca, la cual constituye la materia de la investigación cuyo desarrollo y resultados presento ahora.

Esta especie la he buscado afanosamente en localidades rurales y urbanas de Chile y de otros países latinoamericanos; he observado su práctica en incontables jornadas, y hasta algunas veces he tomado parte en ella a instancias de sus cultores habituales, con quienes he hablado muchísimas horas; he obtenido millares de sus textos completos, de cuatro o cinco espinelas, con o sin cuarteta de cabeza, de modo manuscrito o por medio de grabaciones con equipos de audio o audiovisuales; he consultado la inmensa mayoría de las publicaciones que le son atinentes en bibliotecas de distintos países del mundo; he contado con el estímulo de la docencia universitaria y de distintas formas de difusión para describirla y analizarla; he dejado mi saber acerca de esta expresión poética en libros y revistas, y he logrado para estas tareas el apoyo de instituciones nacionales, como FONDECYT, y de otras de carácter internacional, como la J. Simon Guggenheim Foundation.

Al finalizar la enseñanza media di sorpresivamente con el libro de Desiderio Lizana, Cómo se canta la poesía popular (Lizana, 1912), que también contiene composiciones de función folclórica, y gracias a él descubrí, en ese entonces, que junto a la producción poética literaria de destacados autores, que yo había leído profusamente, había otra, con características muy peculiares, y, más aún, que para alcanzar a comprender la existencia global de la poesía como creación humana, no podían ignorarse las semejanzas y las diferencias de ambas, las que después en mis estudios fueron más que dos.

Para volver a esta situación estructural, esta vez, del sistema cultural y social de Chile, y, específicamente, para contribuir a la investigación de la poesía juglaresca de Melipilla, he realizado el trabajo cuya introducción se iniciara con estas palabras preliminares.

La denominación de Melipilla

Es evidente la etimología mapuche de la voz Melipilla, compuesta por los vocablos meli y pilla-pillán, como se infiere de lo expresado por Rodolfo Lenz en su Diccionario Etimológico (Lenz, 1910: 488 y 596-597).

En cuanto al componente meli hay consenso sobre su acepción de adjetivo determinativo numeral cardinal, correspondiente a cuatro. La significación botánica que le da el mencionado Lenz en dicho Diccionario, como “una mirtácea del sur, de hojas olorosas, parecida a la ‘luma’…”, llevó a Pedro Armengol Valenzuela a corroborar el sentido cuantitativo de cuatro, al indicar que la denominación meli se debe a que se trata de una planta, parecida a la luma –Myrtus luma– pero aproximadamente cuatro veces más grande que ésta, o también por tener sus hojas en grupos de a cuatro (Valenzuela, 1918: 42). Esta conversión adjetiva en nominativa fortalece la correcta etimología del componente en referencia, “meli : cuatro, melichi: cuatro veces, meligen, melín: ser cuatro, haber o tener cuatro”. (Febrés, 1882: 102-103).

El segundo componente proviene de pillán o pilláñ, de pellü-am (pëllü-an) (Moesbach, 1991: 208-211) y ha recibido diversos significados de cronistas, etnólogos, historiadores, filólogos y lingüistas, los que podrían ordenarse de la siguiente manera.

a. “Espíritu de difunto, por ampliación y superstición, además: fuego, trueno, temblor, volcán, diablo” (Moesbach, 1991: 208).

Pero el propio Moesbach propone que los pillanes, en sentido estricto serían, “en especial los fundadores de los distintos linajes” (Moesbach, 1991: 209). Ellos mostrarían sus designios “por medio de las fuerzas de la naturaleza”. Y más adelante agrega que: “Exigía, pues, el propio interés de los mortales que dieran culto a espíritus tan poderosos y tan estrechamente relacionados a ellos; no los adoraron ni como dioses ni como demonios, pero buscaron tenerlos propicios…” (Moesbach, 1991: 210).

b. Ocasionador de calamidades en un sentido genérico (Augusta, 1916: 191).

c. Causante de accidente de la naturaleza y/o fenómeno atmosférico: “erupciones volcánicas y temblores, los truenos, los rayos y granizos, las tempestades e inundaciones …” (Moesbach, 1991: 210).

d. Ser supremo, divinidad, causa superior (Keller, 1952: LXIX).

e. Guerrero muerto, antepasado ilustre (Encina, 1940, tomo I: 91-94). Resultaría artificioso el significado de demonio, diablo, difundido por sacerdotes evangelizadores de la época de la conquista hispana, en un esfuerzo interesado en lograr la oposición entre el mal y el bien, representado el segundo por el Dios de esos misioneros, como ya lo manifestara Keller (1952: LXIX).

Las posibilidades significativas restantes pueden fundirse y sintetizarse en un concepto de un ser sobrenatural, ilustre y antiguo, como opinara el padre Rosales (Rosales, 1877: 162).

Entonces, sin que hubiese sido en su origen el pillán un ser divino, habría alcanzado grandes atributos de poder, ya que de él hicieron depender sus creyentes la productividad de los hombres y de la tierra (Encina, 1940: 91).

Esta caracterización del segundo componente de la voz Melipilla denota coherencia semántica con la acepción del primero, ya que meli es el número sagrado de los mapuches (Augusta, 1916: 144) por lo que su vinculación con el pillán, personaje central de creencias y ceremoniales, hace patente una unidad religiosa.

A su vez, el historiador Roberto Hernández sostiene que es arbitraria y errónea la expresión “cuatro diablos”, la más popularizada para traducir al castellano la palabra Melipilla, y asevera que su etimología correcta corresponde al nombre de un cacique, sin dar razones para ello (Hernández, 1940: 37).

Un estudio más reciente que los hasta aquí utilizados con respecto del vocablo pillán, el de mayor profundidad etnográfica acerca del tema en cuestión y el último del que me valdré, es el del etnólogo Ewald Böning, a cuya parte final, que resume todo su trabajo, recurriré en esta ocasión, y la cual muy explícitamente se llama “Desconocimiento, inseguridad y desconcierto de los mapuches sobre la noción de pillán” (Böning, 1974: 171-176)*.

* Sus fragmentos que se seleccionaron, fueron traducidos por Manuel Dannemann.

Este investigador enfatiza la demonización del pillán por los conquistadores y dominadores españoles, refiriéndose a su comprensión actual como trueno y relámpago para los mapuches del oeste y de la cordillera de la Costa y de volcán o de volcanes para los del este, las más de las veces. Así, añade, ambos grupos nombran pillán a una poderosa y extraordinaria aparición de la naturaleza.

Más adelante dice que de este modo natural también se dan a conocer otras declaraciones de los mapuches pertenecientes al pillán: en los tiempos de guerra era el guerrero más importante y valiente, y ahora, en el acto de sanación de enfermedades y en el de éxtasis, los machis** adquieren y demuestran la fuerza del pillán, y para toda la nación mapuche los siniestros temblores son pillán. Luego agrega que todas estas interpretaciones, trátese de espíritus, personas, cosas o sucesos naturales, tienen siempre en común que hay plenitud de fuerza, algo inhabitual, intensidad y acontecimientos de la naturaleza.

** Chamanes.

Ewald Böning presenta esta duda: “¿no habrán usado probablemente los mapuches esta palabra más como adjetivo que como sustantivo?” (1974: 175).

“En algunos casos, evidentemente, el adjetivo pillán en la lengua mapuche también podría usarse sustantivado, como el poderoso, el extremadamente fuerte, el siniestro, o, asimismo, como nombre propio, lo que sucede hoy con el volcán Villarrica, al cual los mapuches de Calafquén y del lago Panguipulli denominan ‘pillán’, el ‘poderoso’, el ‘temible’”. (Böning, 1974: 176).

Por mi parte, y a la inversa de lo planteado por Hernández –que ya se citara– de que el topónimo Melipilla vendría del nombre de un cacique, creo que resulta más aceptable un proceso mediante el cual un gran jefe de los habitantes de esa zona habría recibido de ella, por extensión, el rango de cacique de Melipilla, traspasando este título a alguno de sus sucesores, lo cual infiero de tres clases de hechos.

1. Religiosos

Como a mi entender, acertadamente lo señalara Francisco Antonio Encina, apoyándose sobre fuentes etnológicas que serían fidedignas, dado el carácter primordial de progenitor del pillán (Encina, 1940: 91-94) cada tribu poseía el suyo propio; por eso, es muy improbable que un cacique se hubiese atribuido cuatro progenitores para adoptar el nombre de Melipilla. Además, la relevancia que tendría este grupo de pillanes lleva a creer que, originalmente, una determinada comarca, en estrecha relación de dependencia con estos cuatro progenitores, habría sido denominada Melipilla y no una sola persona de autoridad superior, por altos que hubiesen sido sus merecimientos.

2. Toponímicos

Es muy dudoso que los conquistadores hayan sido “los que designaron ciertas localidades por el nombre del jefe que encabezaba la tribu a la cual acababan de llegar” (Medina, 1952: 14). En mi opinión, y en particular frente a situaciones bélicas tan encarnizadas como las que mantuvieron prolongadamente la guerra de Arauco, creo que es más verídico un conocimiento hispánico previo de los nombres autóctonos de los lugares que ellos necesitaban poner bajo su mando, principalmente gracias a las informaciones de guías indígenas que en su propia lengua se las proporcionarían. Después identificarían a los más destacados guerreros enemigos según las denominaciones de las localidades sujetas a su jurisdicción aborigen.

3. Analógicos

A través de la analogía lingüística recordaré que las voces con la misma construcción léxica que Melipillla, provistas también del componente inicial meli, poseen una etimología que se desprende de objetos, animales, lugares, y que varias de ellas se han proyectado en nombres de personas, los que se transformaron en apellidos, a mi entender con influjo del proceso patronímico hispánico.

A manera de ejemplificación mencionaré algunos casos tomados del Glosario Etimológico de P. A. Valenzuela (Valenzuela, 1918: 195-196).

Melihual: nombre de varón, de meli, cuatro, y de hual (a) una especie de pato silvestre: cuatro patos huala. Melihuechún, Simón: indígena de Chacao, de meli, cuatro y de huechún, punta: cuatro puntas. Melillán, cacique: de meli, cuatro, y de llán (ca), piedras verdes: cuatro piedras.

Mi hipótesis, sobre la base de que Melipilla habría sido originalmente la denominación de una zona vinculada a cuatro antepasados ilustres, que en su existencia extraterrenal llegaron a adquirir poderosos atributos, denominación que derivó a un gran cacique o lonko –jefe– se sintetiza en los siguientes puntos. (Dannemann, 1977: 163-164).

1. De orden etimológico

En la época prehispánica o tal vez a comienzos de la aborigen-hispánica, habría surgido la creencia en una acción de un conjunto de pillanes: cuatro, como una pluralidad física o simbolizada por medio de este número mágico –meli–para lograr una mayor eficacia espiritual.

2. De orden toponímico

Esta creencia cobraría arraigo y se prolongaría en un territorio al cual se le habría dado el mismo nombre: el de los cuatro antepasados insignes, esto es, el de Melipilla, el cual prevaleció al ser fundada la respectiva villa como Logroño de San José, por José Antonio Manso de Velasco el año 1742, en un terreno del cacique de los aborígenes picones llamado Melipilla. (Risopatrón, 1924: 543-544).

3. De orden nominativo de persona

Con el paso de los años, un gran señor del lugar, para su mayor autoridad, decidiría tomar ese nombre como propio, el que fuera conservado por algunos de sus sucesores.

Antecedentes históricos y geográficos

Roberto Hernández, autor de la única monografía histórica propiamente dicha sobre Melipilla, informa acerca de la expedición de don Diego de Almagro, la cual conociera, en su marcha hacia el sur, las tierras colindantes con ella, vale decir la región de los picones, denominación dada por los coetáneos indígenas de este conquistador español a los pobladores de Pico (Hernández, 1940: 63). El historiador José Armando de Ramón, en su obra Descubrimiento de Chile y compañeros de Almagro, corrobora y precisa este hecho, sosteniendo que el Adelantado “recorrió personalmente el valle de Aconcagua y el de Maipo o provincia de los Picones”, y que llegó a Melipilla por el portezuelo de Ibacache. Agrega una nota referente al pueblo de Pico, estimándolo como un importante centro agrícola, cuyos habitantes fueron dados en encomienda al obispo don Rodrigo González de Marmolejo (De Ramón, 1953: 72).

También Hernández señala la presencia de don Pedro de Valdivia en la zona de Melipilla, el año 1541, hasta donde entrara, según él, por el mismo paso empleado por su antecesor, Almagro, en la ardua empresa de la Conquista, para continuar por Talagante, y llegar al sitio donde habría de fundar la ciudad de Santiago (Hernández, 1940: 65).

La fertilidad de los campos melipillanos y su cercanía a la capital del Reino de Chile, movieron a Valdivia, una vez nombrado gobernador, a considerarlos muy especialmente en su distribución de mercedes, concediendo parte de ellos a título de encomiendas, a doña Inés de Suárez, “más el cacique llamado

Melipilla, con todos sus principales indios y sujetos, que tiene en tierra de los promaucaes y de esa parte del Maipo” (Hernández, 1940: 65).

A comienzos del siglo XVII, la población de Melipilla alcanzó un notable progreso, gracias a la llamada fábrica de obraje, productora de paños y mantas, tesoneramente impulsada por el gobernador don Alonso de Ribera, la cual habría empezado sus actividades el año 1607 (Bravo, 1987: 124) sumándose así a la antigua tradición artesanal autóctona de confección de tejidos, que, junto con la industria de greda de Pomaire y Talagante, diera renombre a los naturales de la zona. Pero, en 1631, según Domingo Amunátegui Solar, el obraje habría paralizado su producción a causa de la escasez de trabajadores indígenas y de las calamitosas circunstancias de la época, entre las que se destacaran el terremoto de 1647, las sublevaciones de los aborígenes del sur y las temibles invasiones de los piratas holandeses, problemas que concentraron los esfuerzos del Reino de Chile en torno a sus soluciones inmediatas (Amunátegui, 1910: 38-42). Aunque pareciera más aceptable que su término habría ocurrido hacia el año 1660 (Bravo, 1987: 125), ya que resulta difícil creer que en ese entonces una fábrica como ésta hubiese adquirido gran fama solo en treinta años en todo el Reino de Chile.

Una feliz iniciativa de los jesuitas, puesta en práctica al promediar el siglo XVIII, logró reiniciar los trabajos de este obraje mediante el concurso de operarios alemanes llegados con este propósito. Por desgracia, la expulsión de la Orden de San Ignacio, en 1767, echó por tierra y de un modo definitivo la marcha de esta industria local, la más importante del territorio, en su período de apogeo.

A raíz de la ya citada catástrofe de 1647, Melipilla estuvo a punto de alcanzar la categoría de Capital del Reino de Chile, al incluírsela entre los lugares que podrían servir de asiento a la destruida Santiago, cuyo temeroso Ayuntamiento, al decir del cronista Vicente Carvallo Goyeneche, dividió sus pareceres, optando otros de sus miembros por el valle de Tango, algunos, por el de Quillota, y los restantes por el mismo terreno de origen, resolución esta última que prevaleció a la postre (Carvallo, 1875: 66-67).

En los inicios del siglo XVIII, el obispo de Santiago, don Francisco de la Puebla, visitó las tierras de su diócesis y las encontró faltas de poblaciones, y a los indios, diseminados y maltratados por los encomenderos.

Su informe sobre el particular fue elevado al Consejo de Indias, que dio cuenta, a su vez, al monarca español. No se hizo esperar una real orden, encargando al entonces presidente del Reino, don Gabriel Cano y Aponte, la fundación de villas adecuadas para la existencia de los naturales, quien dispuso su cumplimiento en 1718. Pero, sólo años más tarde el maestro de campo y corregidor del partido de Melipilla, don Francisco de Rosas y Ovalle, pidió poner en práctica dicha real orden en el distrito de su Corregimiento, siendo apoyado por el licenciado don Juan de Rosales, protector general de indios. Esta postergada solicitud se hizo llegar al gobernador y capitán general de Chile, don José Antonio Manso de Velasco, cuya habitual energía y espíritu de fundación lo llevaron a acogerla. Fue así como se trasladó al Valle de Melipilla con aparato y comitiva; subió al cerro de Huechún, el 11 de octubre del año 1742, y declaró que el mismo valle se erigía en villa, “para mayor honra y gloria de Dios, servicio del Rey y bien común de sus vasallos”, con el nombre de Logroño de San José, para cuya constancia de rigor se extendió el acta de fundación. (Hernández, 1940: 42), (fotografías 1 y 2).

En lo económico, a fines del siglo XVIII, la agricultura se había constituido en la actividad preponderante, impulsada por personas de gran empuje como don Mateo de Toro y Zambrano, propietario de las haciendas Huechún y San Diego, y de don Ignacio de la Carrera, padre de los próceres de la Independencia de Chile, dueño de la hacienda San Miguel, de San Francisco de El Monte.

Este nuevo y estimulante estado coincide con un período de activación de esfuerzos intelectuales, sociales y materiales. En efecto, el 20 de marzo del mismo año de 1870 nace a la vida periodística nacional El Progreso, primer periódico melipillano, fundado por don Enrique Cood, y cuyo sucesor, El Labrador, ha servido a los intereses de comunicación de la provincia incluyendo la difusión de la poesía popular, como sucediera con frecuencia por medio de las jocosas composiciones de Abel Fuenzalida, algunas de las cuales corren en libros muy celebrados.

Ochenta años después de la fundación de la villa aparece documentada la primera información directa relacionada con la materia del estudio del mester de juglaría en esta zona, a través de un fragmento del Diario de la viajera inglesa María Graham, en el cual dice: “No fui menos afortunada con la persona de quien solicité estos datos. Es un hombre contrahecho, pero despierto y jovial, que desempeña el doble oficio de maestro de escuela y de gracioso del pueblo. Hoy, mientras comíamos, entró a saludarnos y dirigió a cada uno de nosotros un improvisado elogio en verso, con no menos facilidad y soltura que los improvisatoris populares de Italia. Le ofrecí en pago de su galantería un vaso de vino, y comenzó a recitar versos unos tras otros, hasta que, entusiasmado probablemente por las copas que le prodigaban nuestros jóvenes amigos, sus relatos empezaron a ponerse tan escabrosos que nos vimos obligados a hacerlo callar y enviarlo a comer con los criados” (Graham, 1956: 165).

Principalmente, a partir de la década de los años 60 del siglo XX se hace notar la presencia de la poesía popular en diversos actos públicos realizados en la actual provincia de Melipilla, algunas de cuyas composiciones alcanzaron después un carácter folclórico, lo que no solo demuestra una continuidad del género, sino también el reconocimiento social de él. A este respecto, conviene recordar la participación de Atalicio Aguilar, importante colaborador de este estudio, en ese tiempo presidente de la Cooperativa de Pequeños Agricultores del área formada por las localidades de Loica, El Prado y San Pedro, quien durante un acto en honor del ministro de Agricultura, don Orlando Sandoval, el año 1963, luego de agradecer el apoyo de la correspondiente Secretaría de Estado, improvisó versificaciones en relación con la reforma agraria, como lo informara el diario El Mercurio de Santiago, el 28 de junio del año 1963.

Pero esta clase de expresiones poéticas, las que ya según se dijera, brotan como populares, de una manera esporádica y restringida, son prolongaciones del comportamiento juglaresco global y generalizado, el que será, en sentido estricto, el objeto-materia de este estudio.

Básicamente y en términos amplios, podría corroborarse en la actualidad la descripción del territorio melipillano, hecha por Juan Gómez Millas, después Rector de la Universidad de Chile, en su Memoria para optar al título de profesor de Estado en Historia y Geografía; configurado por serranías medianamente bajas, lomajes áridos, llanuras desiguales y valles que se cruzan en distintas direcciones, los últimos regados por ríos y esteros provenientes de la cordillera de la Costa, o por los que bajan de las alturas andinas, como el Maipo (Gómez Millas, 1922), (fotografías 3 y 4).

Este paisaje, con predominio del secano y en ese tiempo demarcado por grandes predios agrícolas, con abundante crianza de ganado vacuno y ovejuno y siembras extensivas de trigo, muestra hoy facetas muy distintas con la gran expansión frutícola y la incorporación paulatina de viñedos.

No obstante, la tradición juglaresca, mantenedora de peculiares y distintivos elementos arcaicos de procedencia renacentista europeo-hispana, ha continuado vigorosamente su existencia en no pocos centros de su práctica, en las que concentrara mis investigaciones sobre sus conductas poético-musicales.

El año 1955 empecé mi investigación del mester de juglaría melipillano, con trabajos de campo y de gabinete, los cuales he proseguido hasta hoy. En ese entonces, según el ordenamiento político-administrativo vigente, Melipilla era un departamento de la provincia de Santiago, con sus límites establecidos por mandato de la Ley N° 5.287, de fecha 6 de octubre de 1933 (Servicio Nacional de Estadística y Censos, 1933: 1-2), formado por las comunas de Melipilla, María Pinto, El Monte, Alhué y San Pedro (Instituto Nacional de Estadísticas, 1973, s.n.p.). Posteriormente, como se lee en el artículo N° 5 del Decreto Ley N° 3.260, de 1980, publicado en el Diario Oficial N° 30.630, del 1 de abril de ese mismo año: 74-75, “las provincias que integran la Región Metropolitana de

Santiago, las comunas que la conforman y sus respectivas ciudades capitales serán las siguientes:

Provincia de Chacabuco, capital Colina, que comprende las actuales comunas de Colina, Lampa y Til-Til;

Provincia Cordillera, capital Puente Alto, que comprende las actuales comunas de Puente Alto, Pirque y San José de Maipo;

Provincia de Maipú, capital San Bernardo, que comprende las actuales comunas de San Bernardo, Calera de Tango, Buin y Paine;

Provincia de Talagante, capital Talagante, que comprende las actuales comunas de Talagante, Isla de Maipo, El Monte y Peñaflor, y

Provincia de Melipilla, capital Melipilla, que comprende las actuales comunas de Melipilla, María Pinto, Curacaví, San Pedro y Alhué. Se incluye además, la parte del distrito 2 Leyda y 3 Cuncumén, de la actual comuna de San Antonio, correspondiente a la hoya del estero Puangue situada al oriente del siguiente límite: la línea de cumbres que limita por el poniente la hoya del estero Puangue, desde la cota 752, situada al norponiente del cerro Minillas, hasta del trigonométrico cerro Las Juntas, pasando por el Paso Sepultura, loma Los Maquis y los cerros Las Rosas, Bandurrias, Quillay y de la cuesta San Diego, y el paralelo astronómico del trigonométrico cerro Las Juntas desde dicho trigonométrico hasta tocar el curso del río Maipo”.

Estas modificaciones, que convirtieron a Melipilla, de departamento en provincia, restándole la comuna de El Monte y añadiéndole una parte de la comuna de San Antonio, como queda dicho, no influyeron ni en el ámbito ni en el desarrollo de mi investigación, porque el territorio concerniente a ella, desde que lo delimitara, cincuenta años atrás, ha estado compuesto por las mismas localidades, que luego indicaré, sin que tales disposiciones me movieran a suprimir los lugares que había seleccionado de la comuna de El Monte, ahora incorporada a la provincia de Talagante, como lo resolviera el aludido Decreto Ley N° 3.260; ni a incluir ninguno de la comuna de Curacaví, traspasada a la provincia de Melipilla en virtud del mismo decreto; en otras palabras, el área de estudio que fuera determinada con un criterio de geografía cultural, reúne localidades afines en la práctica del canto a lo pueta, afinidad que específicamente no comparten las localidades de Curacaví.

Sin duda de que este tema, en apariencia de condición anacrónica y residual, requiere de antecedentes y consideraciones que den cuenta preliminar de su situación en la actualidad, así como también de la fundamentación, de los objetivos y del método, de su investigación.

Puede afirmarse que en este país existen áreas bien delimitadas de la práctica del canto a lo pueta, el medio de comunicación, expresión y acción del mester de juglaría chileno, en circunstancias de que las acepciones de su nomenclatura técnica melipillana, como es la de su propio nombre, mencionado líneas más atrás, se proporcionarán en páginas posteriores, específica y orgánicamente en un capítulo lexicográfico.

Así, de norte a sur, sobresalen por el alto índice de vigencia de dicha clase de canto, el área de Alicahue, de Cuncumén y de Tilama, en la IV Región; la de Casablanca, en la V; la de Las Cabras, Orilla de Pencahue y Pupuya, en la VI; la de Melipilla y de Pirque, en la Metropolitana; de distintos tamaños y categorías político-administrativas, todas fielmente mantenedoras de la tradición juglaresca hispano-chilena, y en las cuales he efectuado trabajos de campo. Pero es la de Melipilla la que, paradigmáticamente y en diversos centros, a los que más adelante me referiré, la que muestra la mayor intensidad de ese índice, la más ostensible riqueza y variedad de temas, y el más poderoso espíritu juglaresco en la complementariedad de enseñar y entretener; por algo en el canto a lo pueta melipillano se hallan, como en ningún otro de Chile, tantas versiones del viejo contrapunto del agua con el fuego, y solo en él, hasta el presente, una del debate, aún más antiguo, del alma con el cuerpo, ambos de naturaleza didáctico-moralizadora, sobre los que volveré en capítulos siguientes.

De una manera empírica puede atribuirse la persistencia de esta situación a las siguientes causas: a la penetración y divulgación por sacerdotes católicos, pareciera que en su mayoría jesuitas, de textos casi siempre cantados, de preferencia religiosos e históricos, del aludido género, principalmente desde inicios del siglo XVIII, con función evangelizadora; a la vigorosa y constante receptividad de muchos cultores melipillanos por este comportamiento tanto en actividades de composición como de propagación; al establecimiento de centros de ejercicio del canto a lo pueta con maestros de notables atributos incentivadores, y a la consolidación expresa de una severa preceptiva del uso de esta clase de poesía.

Fundamentación, objetivos, método y su hipótesis

Si en un sentido estricto se entiende como fundamentación la propuesta de las razones que justifican la ejecución de un proyecto, en este caso, habría que reiterar y profundizar lo dicho en las consideraciones preliminares de la introducción, con respecto de lo que descubriera gracias al libro de Desiderio Lizana, Cómo se canta la poesía popular (Lizana, 1912).

En primer término, valerse de la poesía folclórica, hasta ahora ambiguamente conceptualizada por sus estudiosos, como punto de apoyo para diferenciar, analíticamente, clases de poesía, llámense éstas, además de esa denominación, “culta”, o “formal”, o “literaria”, o “popular”, o “tradicional”, o “vulgar”. En segundo lugar, obtener, sintéticamente, una comprensión integradora genérica de la conducta poética, tanto del autor como del receptor, a través de la interrelación de esas diferentes clases, desde la poesía impresa de autores individuales de versiones únicas, hasta llegar, mediante sucesivas modificaciones, a la de re-creación poética, que no se queda en la lectura, sino que trasciende a ceremoniales y actos festivos, a través de textos cantados que se conservan manuscritos o simplemente en la memoria, como ocurriera desde siempre en la legítima poesía juglaresca (Dannemann, 1995: 66-72).

Así se manifiesta el doble plano del textualismo, que privilegia la función, el contenido, la forma, de los bienes culturales, y del eventualismo, en el que prevalece la práctica social, condicionada por múltiples circunstancias, como es la propia de la poesía juglaresca.

Los juglares chilenos no encuentran un sentido estético en sus poesías cantadas, sino que las entienden como un modo de transmitir su poder, su sabiduría y sus recursos para amenizar y entretener.

Pero la fundamentación específica de este trabajo recae en la necesidad de demostrar la existencia de un arte juglaresco en Chile, en particular en la provincia de Melipilla, el que como tal no ha sido considerado por investigaciones anteriores, no obstante su peculiarísimo significado social y cultural, sus efectos anímicos para sus cultores, la amplitud y diversidad de su gran repertorio, la complejidad de la interacción de sus elementos poéticos y musicales, y su uso de un léxico técnico marcadamente representativo.

El objetivo central, por consiguiente el principal de esta investigación, ha sido el de comprobar la actual existencia del mester de juglaría en Chile, en este caso, en la provincia de Melipilla.

En apoyo y como complementación de esta finalidad, he intentado demostrar, que, efectivamente, este mester puede considerarse como un oficio en dicha provincia.

Para el desarrollo del trabajo que se destinó a conseguir estos propósitos, he utilizado un método multidisciplinario, etnográfico-literario-filológico.

En cuanto al primer denominador de este método, él comprendió el trabajo de campo, de búsqueda, observación, selección y descripción, de eventos de ejercicio juglaresco, con reuniones posteriores a ellos, salvo dificultades muy esporádicas e insalvables, y en las que participaron todos o algunos de sus juglares y auditores de éstos, para considerar, en otras instancias, el sentido y la práctica de la juglaría. En estas reuniones también se obtuvieron, como en los eventos mismos, abundantes textos poético-musicales, proporcionados en un ámbito de vivencias de sus temas, formas, funciones, en relación con su aprendizaje, apropiación, re-creación y comunicación.

En lo que hace al procedimiento literario, llamado convencionalmente así, sin que su objeto-materia, en este caso, fuese un corpus de expresiones literarias artísticas con autorías individualizadas, según la noción académica de literatura, él ha consistido en determinar la existencia del género del mester de juglaría, sobre la base de sus peculiares temáticas y formas, dadas a conocer por sus cultores en jornadas etnográficas; en otras palabras, ha contribuido notablemente a hallar y a describir el repertorio del arte juglaresco.

El camino filológico, con el aporte de los otros dos componentes del método, condujo a apreciar las funciones culturales y sociales del oficio de este arte, mediante la hermenéutica del uso de sus textos, en sus momentos y ambientes habituales. Fue, por lo tanto, una filología aplicada en gran parte en el trabajo de campo, de la mano con las tareas etnográficas, y luego, en la etapa de la sistematización de datos, en una interauxiliaridad con el llamado procedimiento literario.

En el empleo de cualquier método puede tener cabida la formulación de una hipótesis, como referencia a un supuesto que, sobre la base de una fundamentación, de objetivos, y como integrante de esta aplicación metódica sea una incentivadora herramienta de reflexión crítica para poner a prueba el supuesto, vale decir, a la hipótesis misma, la cual es posible confirmar, rechazar o modificar, según los resultados de la investigación.

Esta vez la hipótesis elegida se vinculó directamente al objetivo central y al complementario, ya indicados, los que al ser cumplidos permitieron ponerla a prueba y llegar a su corroboración, planteada de la siguiente manera: habría en la provincia de Melipilla una conducta poético-musical que respondería a la condición paradigmática de la poesía juglaresca española, pero con una particular integración del mester de clerecía y del mester de juglaría, y cuya práctica, sujeta a una severa preceptiva, se efectuaría a través de un oficio.

Si he hecho en esta introducción referencias puntuales a cuestiones de la fundamentación, de los objetivos y de método con su formulación de hipótesis, es porque de ese modo he deseado entregar una síntesis de cómo se decidió el proceso de investigación.

CAPÍTULO IPROBLEMATIZACIÓN DEL CONCEPTO DE MESTER DE JUGLARÍA

Antes de referirme al arte juglaresco melipillano, resultará necesario examinar la problematización general del concepto de mester de juglaría, lo que haré con el apoyo de una discusión bibliográfica.