El mono y el filósofo - Farshid Jalalvand - E-Book

El mono y el filósofo E-Book

Farshid Jalalvand

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Beschreibung

Como si de un paseo por su laboratorio se tratase, Jalalvand recrea con ingenio la relación entre los grandes temas filosóficos y los descubrimientos científicos. En la conocida Metamorfosis de Kafka, ¿queda algo de Gregorio Samsa en la cucaracha en que este se ha convertido? Si, como señala el autor de este libro, él mismo sería capaz de crear células humanas luminiscentes con tan solo insertar un gen de medusa en su genoma... ¿dónde pondríamos los límites? Si bien las clásicas cuestiones filosóficas sobre la vida, el ser humano y la sociedad adquieren hoy un sentido diferente, todavía existe una profunda brecha entre las ciencias naturales y la filosofía a la hora de explicarlas. Farshid Jalalvand busca equilibrar esta carencia a partir de un ameno relato en donde ideas, experimentos, así como el pensamiento de filósofos clave se combinan con ejemplos de cultura popular para mostrar cómo los avances científicos cambiaron radicalmente las respuestas que los pensadores daban a preguntas que siempre nos acompañarán como especie: ¿qué somos?, ¿cómo hemos llegado aquí?, ¿cómo evolucionamos? «En el origen todo fue filosofía y, como reivindica este maravilloso libro, nunca ha dejado de serlo. Hacer uso de la moderna biología para responder a las eternas preguntas de la filosofía responde al sueño de Descartes: una ciencia universal en la que todos los conocimientos estén integrados.» Eduardo Infante, filósofo

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2023, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

Apan & Filosofen

Primera edición: septiembre de 2023

© 2022, Farshid Jalalvand

© 2023, Alejandra Ramírez Olvera, por la traducción

Corrección de estilo y adaptación de la traducción: Francesc Esparza

El coste de esta traducción ha sido sufragado con una subvención del Consejo Sueco de las Artes, que agradecemos sinceramente.

Imagen de cubierta: Collage a partir de un dibujo de la historia natural de Malasia y Singapur de William Farquhar, entre 1819–1823, y Stockernumber2/iStock

Imagen de interior: Viajes Topográficos de los navíos Adventure y Beagle de Su Majestad. C. Martens y T. Landseer, Londres, 1839

ISBN (papel): 978-84-126616-4-4

ISBN (ebook): 978-84-126616-5-1

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

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www.rosameron.com

Índice

El mono y el filósofo

Prólogo

1. ¿Cuál es el sentido de la vida?

2. ¿De dónde proviene el sentido de la moral?

3. ¿Qué es un yo?

4. ¿Hasta dónde es maleable el ser humano?

5. ¿Por qué prosperan y colapsan las sociedades?

Lecturas complementarias

Agradecimientos

Prólogo

EN EL PRINCIPIO, REINABA LA OSCURIDAD. Probablemente, a los primeros seres a los que podemos llamar Homo sapiens aquel mundo que comenzaban a explorar se les presentaba como en un sueño. Podemos especular sobre la curiosidad que impulsaba a aquellos seres, a los que la revolución cognitivahabía obsequiado con la poderosa facultad del pensamiento abstracto, más allá de sus necesidades biológicas inmediatas. ¿Eran conscientes de hasta qué punto desconocían cuanto los rodeaba? ¿Y acaso tal ignorancia les preocupaba? Los seres humanos, cierto es, poseían una habilidad notable para crear y utilizar herramientas rudimentarias, dominaban la caza y la recolección de alimentos, y habían aprendido a distinguir qué peligros era necesario evitar. Pero no tenían idea de qué conformaba el mundo, ni qué eran aquellas estrellas que contemplaban al alzar la mirada. No comprendían qué se ocultaba detrás de los fenómenos meteorológicos, ni sabían por qué las mareas ascendían y descendían, dejando al descubierto moluscos con los que podían alimentarse. Desconocían cómo funcionaba su organismo, qué causaba las enfermedades, qué determinaba la fertilidad. Y, por supuesto, no entendían el porqué de su propia existencia. En lo que a conocimiento se refiere, se hallaban en el fondo de un pozo.

Vivimos en la época de la ultraespecialización. Es tal el nivel de conocimiento que nuestra especie ha acumulado, que hoy en día no hablamos ya de investigadores: en su lugar contamos con microbiólogos moleculares, químicos biofísicos, físicos teóricos de partículas, inmunólogos sistémicos y otras profesiones con títulos igualmente extraños. Las conquistas de la ciencia hacen imposible imaginar que alguien ose dedicarse a investigar en toda su vastedad la biología marina o la astrofísica, como hizo por ejemplo Aristóteles. La era del genio universal hace mucho que llegó a su fin.

Pero esa misma especialización nos lleva en ocasiones a olvidarnos de que, a fin de cuentas, todo pensamiento surge del mismo anhelo: explicar la realidad, el conocimiento, la vida, la naturaleza. En el fondo, todo es filosofía. Yo mismo me di cuenta de ello cuando, paralelamente a mi trabajo como investigador, comencé a escribir para la sección de cultura de varios periódicos. A menudo, al intentar poner los hallazgos científicos en perspectiva, me daba cuenta de que algo faltaba: cierto contexto, cierta visión de la totalidad en su conjunto. ¿Cuál era, a fin de cuentas, el significado de todo? Cuando tiramos del hilo de las ideas, acabamos casi siempre topándonos con la filosofía: la neurobiología nos conduce a la filosofía del conocimiento; el estudio de la evolución, a la filosofía moral y política; el concepto de multicelularidad, a la ontología; la genética, a la ética; la física cuántica, al libre albedrío.

El objeto de este libro es ensanchar el panorama, orillar la especialización omnipresente y explorar lo que las ciencias naturales en general y la teoría evolutiva en particular pueden revelarnos sobre algunas cuestiones centrales de la historia de las ideas; cuestiones que, tradicionalmente, no se han considerado pertinentes en la esfera de las ciencias naturales. ¿Cuál es el significado de la vida? ¿A qué debe el ser humano su sentido de la moral? ¿Qué es el yo? ¿Hasta qué punto es maleable el individuo? ¿Por qué las sociedades aparecen y se desmoronan? Interrogantes que han asaltado a la humanidad desde sus orígenes, preguntas aún hoy relevantes y que lo seguirán siendo en un futuro, tanto para los científicos y los filósofos como para todos y cada uno de nosotros.

Sin embargo, para apreciar de qué modo autores, pensadores y científicos han contribuido a nuestra mejor comprensión de tan distintas cuestiones, primero debemos dilucidar cuál ha sido el vínculo que han mantenido las ciencias naturales y la filosofía a lo largo de la historia de las ideas. Y para ello, debemos viajar muy atrás en el tiempo, hasta los albores de la civilización.

Hace aproximadamente 11.000 años, el ser humano inventó la agricultura y comenzó a dejar atrás su vida como cazador-recolector, lo que supuso una transformación enorme en el modo en que los grupos humanos se organizaban. De pronto, el trabajo de la tierra permitía obtener un excedente de alimentos, lo que liberaba numerosas manos antes destinadas a la recolección. Aparecieron las ocupaciones especializadas: la herrería, la construcción, la confección de ropa. Las pequeñas comunidades sedentarias de agricultores fueron dando paso a unidades más grandes y políticamente complejas, las cuales, a su vez, suponían nuevas exigencias organizativas. Burócratas y administradores, personajes tan grises como imprescindibles para el desarrollo de la civilización, hicieron posible que reyes y príncipes gozaran de un control cada vez mayor en la recaudación de impuestos, el control de sus tierras y el crecimiento de sus arcas. Aquella incipiente administración precisaba de herramientas que ayudaran a manejar la abundante información que sus Estados cada vez más complejos generaban. Uno de los mayores hitos de la historia humana, la escritura, apareció con el tedioso propósito de llevar las cuentas, hace 5.000 años. Así que jamás escuches a quien afirme que los burócratas nunca han contribuido positivamente a la historia de la humanidad.

La escritura marca la transición entre la prehistoria y la historia; los humanos de la Edad Antigua son los primeros cuyos pensamientos podemos comprender sin desvirtuarlos. Y es con ellos que comienza también la historia de las ideas, es decir, la exploración sobre el modo en que las ideas han surgido y se han transformado a través de los tiempos. Con suma rapidez, la escritura se extendió más allá de la administración pública. Narradores, poetas, dramaturgos y sacerdotes abrazaron la nueva y útil invención que les permitía preservar, en algunos casos para siempre, sus pensamientos. Hoy en día, trascurridos más de dos milenios, la lectura de la dramática descripción de las guerras médicas de Heródoto, de los sensuales versos de Safo, de las mordaces comedias de Aristófanes o de los sagrados textos de la Torá nos permite comprender de primera mano de qué modo nuestros ancestros vivían los entresijos de la política, la pasión amorosa, los problemas sociales más candentes o la fe. Pero más allá de aquellos círculos, la escritura acabó siendo igualmente adoptada por quienes quizá en mayor medida han contribuido a la historia de las ideas: los filósofos.

La filosofía, la disciplina que explora el conocimiento y la comprensión de la realidad y la existencia mediante el razonamiento y la reflexión, fue fruto de algo que nos caracteriza como seres humanos: la búsqueda de explicaciones. Hoy en día, la filosofía se divide en distintas subcategorías: la metafísica, que se ocupa de los principios primeros de la realidad; la epistemología, que estudia el modo en que adquirimos y sostenemos nuestros conocimientos y creencias;la lógica, que se centra en las formas y principios que rigen nuestro razonamiento; y la ética, dedicada a las cuestiones morales. Existen más subcategorías, como la filosofía de la conciencia, la filosofía del lenguaje o la filosofía política, entre otras. En un inicio, sin embargo, no existía división alguna. Los primeros filósofos pensaban, razonaban y desarrollaban teorías racionales sobre todas las cuestiones dignas de consideración, sin especializarse necesariamente en un campo determinado. La filosofía abarcaba prácticamente la totalidad del pensamiento.

Desde muy temprano, una parte de la filosofía se enfocó en el estudio de la naturaleza. Los filósofos buscaban la respuesta a preguntas como: ¿de qué se compone el universo?, ¿cómo funciona el tiempo?, ¿cómo se mueven los cuerpos celestes?, ¿cómo operan los procesos biológicos? Lo que hoy denominamos ciencias naturales —desde la física hasta la biología— surgió de este subgénero que vino en llamarse filosofía natural.

Al principio, los filósofos aplicaban al estudio de la naturaleza el mismo método de investigación que en los restantes campos: el pensamiento racional. Sencillamente, cuando intentaban explicar un fenómeno o un aspecto de la realidad, hallaban la respuesta haciendo uso de la reflexión. Así obró por ejemplo el primer filósofo conocido, Tales de Mileto (624-546 a. C.), quien, partiendo de que el agua se presenta en cualquiera de los tres estados de la materia, es esencial para todo ser vivo y conforma la naturaleza de granos y semillas, postuló que esta tenía que ser el componente principal del universo. Es posible suponer que el ambiente en el que vivió, a orillas del Mediterráneo, algo tuvo que ver en las teorías de Tales, quien de haber crecido en la península arábiga probablemente hubiera optado por una explicación muy distinta.

La confianza en el pensamiento racional y la ausencia de métodos de investigación más sólidos condujo a los filósofos a establecer otros muchos modelos explicativos de la naturaleza que, al igual que sucede con la teoría del agua de Tales, hoy en día se nos antojan absurdos. Entre ellos se halla la suposición de que el cosmos lo conformaban cuatro elementos —agua, tierra, fuego y aire—, la teoría de que el cuerpo humano dependía del equilibrio entre cuatro líquidos o humores —a saber, bilis amarilla, bilis negra, flema y sangre—, o la idea de la generación espontánea, que sostenía que los organismos surgían de la nada, como por arte de magia.

No debemos, sin embargo, menospreciar los esfuerzos de los filósofos de la naturaleza, teniendo sobre todo en cuenta cuán poco tenían a su disposición. Imaginemos por un momento que nos hallamos en un mundo sin conocimientos previos y que debemos llegar a comprender que todos los seres vivos surgen de un código químico escrito en microscópicas secuencias de ADN presentes en las células de todos los organismos. El camino para llegar hasta tal revelación sería sin duda muy largo. La gran aportación de los filósofos de la naturaleza no consistió en presentar las teorías científicas correctas, sino en formular las preguntas acertadas y establecer teorías plausibles que las generaciones futuras podrían desarrollar o refutar. Fue de ese modo como el conocimiento pudo avanzar y el ser humano comenzó a salir del pozo de la ignorancia.

Con todo, aún hacía falta un buen método para los estudios de las ciencias naturales. Este se desarrolló lentamente y apenas sí avanzó, por ejemplo, entre la Antigüedad y el Renacimiento, periodo en el que, con la triste excepción de la tecnología de la guerra, los avances científicos se detuvieron prácticamente por completo. De hecho, en Europa ciertos campos del conocimiento, como la ingeniería, incluso recularon. Por ello, a inicios del siglo XVII, el nivel del conocimiento científico era más o menos el mismo que el que existía en los siglos previos al nacimiento de Cristo.

Como hemos visto, los físicos creían en un cosmos compuesto por cuatro elementos. A los astrónomos no les cabía duda alguna de que el Sol giraba alrededor de la Tierra, la cual constituía el centro inamovible del universo. Los médicos seguían fielmente la teoría de los humores, y en el tratamiento de prácticamente todas las enfermedades se servían de las sangrías como medio para restaurar el equilibrio entre esos cuatro fluidos. La prescripción de metales tóxicos como el mercurio o el plomo, o la amputación sin anestesia, eran otros procedimientos médicos comunes. Ni los más sabios de entre los estudiosos conocían la naturaleza eléctrica de los rayos o cómo transformar el calor en energía mecánica, ni sabían de la existencia de la vida microscópica o contaban con una comprensión adecuada del funcionamiento del sistema circulatorio.

Pero, con el paso del tiempo, la filosofía de la naturaleza comenzó a añadir al pensamiento racional otros métodos de investigación. El momento definitivo llegó en el siglo XVII con el surgimiento del método científico, uno de los hitos de la civilización junto con la invención de la escritura. En pocas palabras, podríamos decir que el método científico se basa, junto al razonamiento lógico, en la experimentación, el empirismo, la sistematización, las matemáticas, los controles, la reproducibilidad, la transparencia y la verificación independiente.

En muchos aspectos, el método científico contrasta de forma evidente con la psicología humana. Con frecuencia, los seres humanos tendemos a sacar conclusiones a partir de un número insuficiente de observaciones. Como animales sociales, nos mostramos deseosos de coincidir con los demás en lugar de refutarlos, incluso cuando una afirmación nos parece dudosa. De modo similar, una vez nos hemos decidido por una verdad en particular, preferimos aferrarnos a nuestra visión del mundo y buscar aquello que la confirma, lo que nos lleva a pasar por alto hechos que nos incomodan o nos parecen contradictorios. Por naturaleza, nos preocupa nuestro prestigio hasta el punto de obstinarnos en defender una afirmación en lugar de reconocer que nos hemos equivocado. En parte, el método científico se basa en orillar estos rasgos tan profundamente arraigados en nosotros, pues solo entonces podemos estudiar la naturaleza de manera objetiva, sin mancillarla con nuestras propias expectativas.

Una vez establecido el método científico, personajes como Galileo Galilei o Isaac Newton hicieron posible el inicio de la revolución científica. A partir de esta, ya no bastaba con sugerir hipótesis plausibles, sino que estas debían investigarse de manera experimental o matemática para ser aceptadas. Los científicos contaban ahora con un patrón de trabajo, y únicamente debían añadir las necesarias dosis de creatividad y diligencia a la ecuación.

A partir del 1700, la ciencia avanzaría a gran velocidad. Linneo sistematizó la clasificación de las especies animales y vegetales; Lavoisier descubrió la existencia del oxígeno y el hidrógeno; James Watt optimizó la máquina de vapor, impulsando así la Revolución Industrial; Faraday descubrió la inducción electromagnética; Pasteur demostró que las células solamente pueden surgir de otras células y que los microorganismos son responsables de las enfermedades infecciosas; Dmitri Mendeléyev organizó los elementos en su célebre tabla periódica; Marie Curie descubrió la radioactividad; Albert Einstein postuló la teoría de la relatividad general y Niels Bohr desarrolló el modelo atómico y fue clave en el nacimiento de la física cuántica; James Watson y Francis Crick, aprovechando el importante trabajo de Rosalyn Franklin, descifraron la estructura del ADN. Estos e innumerables avances científicos más permitieron a la humanidad combatir las enfermedades, crear la industria moderna, llegar a la Luna o desarrollar la actual tecnología de la información.

Pero más allá del desarrollo material y de los avances tecnológicos que nos han proporcionado, las ciencias naturales han seguido procurando dar respuesta, aunque sea en parte, a las preguntas fundamentales que nunca hemos dejado de plantearnos: ¿Cómo surgió el universo? ¿De qué se compone el mundo? ¿Cómo apareció la vida? ¿De dónde venimos los humanos? En lo que respecta a esta última pregunta, probablemente la aportación más importante corrió a cargo de un naturalista británico que, por azares del destino, terminó embarcándose en un buque de nombre HMS Beagle.

Soy un biólogo molecular cuyo trabajo se ha limitado a la disertación en torno a la bacteriología y el desarrollo de vacunas. En otras palabras, este libro no pretende en absoluto ser una tesis filosófica exhaustiva: en él se hacen simplificaciones y no se menciona a muchos pensadores importantes. Escribo partiendo de la creencia de que el lector —como fue mi caso hasta no hace mucho— desea introducirse en el desarrollo de la historia de las ideas. Mi intención es acompañarlo en una breve incursión en ese ámbito y resaltar aquellas teorías y aquellos pensadores más relevantes a la hora de responder a mis preguntas en relación con la ciencia evolutiva. ¿Qué dicen los filósofos? ¿Qué muestran los nuevos estudios experimentales? ¿Qué pueden aprender los unos de los otros?

Antes de avanzar, debo sin embargo admitir que tengo mis preferencias. Dos importantes líneas divisorias atraviesan la filosofía: una separa el escepticismo del no escepticismo, y la otra el idealismo del materialismo. Empezando por la primera de estas divisiones, resumiremos el escepticismo como una teoría del conocimiento que, en su forma más radical, declara que no podemos conocer nada y, por lo tanto, no hemos de emitir juicios, dado que estos pueden ser verdaderos lo mismo que falsos. Existe una variante del escepticismo más mitigada que afirma que, si bien no es posible demostrar la verdad absoluta de ningún conocimiento empírico, en la práctica nos es posible partir de la noción de que ciertas cosas son más posibles que otras —por ejemplo, que la gravedad actúa en nosotros en este mismo instante—. Las ciencias naturales rechazan el escepticismo más radical, pero aceptan la premisa de que solo podemos conocer con cierto grado de probabilidad. Mi libro se adscribe a este principio.

Por su lado, el idealismo y el materialismo filosóficos no son tendencias epistemológicas, sino teorías metafísicas incompatibles sobre la naturaleza de la realidad. El idealismo afirma que la realidad es inmaterial. Ciertas ramas de esta corriente, como el idealismo subjetivo, llevan tal pensamiento al extremo, llegando a afirmar que la realidad solo existe en la medida en que es percibida por la conciencia. Otras variantes del idealismo, como la formulada por Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), sostienen que la realidad se compone únicamente de ideas. El materialismo, por otra parte, defiende que la realidad está formada de sustancias materiales que existen con independencia del ser humano. Existimos en el mundo antes de que el mundo exista en nosotros.

A pesar de persistentes intentos, no se ha presentado argumento lógico alguno que pueda derribar la visión escéptica o la idealista. No profundizaré más en esos debates, pero sí me permitiré tomar prestada una metáfora de uno de los más importantes pensadores del siglo XX, Ludwig Wittgenstein: para que el agua del pensamiento pueda fluir, el lecho debe estar hecho de roca sólida, lo que viene a querer decir que debemos partir de ciertas premisas si queremos siquiera sostener una discusión. A lo largo de los años, hemos acumulado tal respaldo empírico para los supuestos de los que parte este libro, que estos se han endurecido hasta formar el lecho sólido del sistema de pensamiento. Así, los investigadores podemos, con la conciencia razonablemente tranquila, echar nuestra balsa al río del conocimiento, subirnos a ella y seguir la corriente hacia nuevos y emocionantes destinos.

Para bien del lector —y para ahorrarme los correos electrónicos de idealistas furiosos— no está de más confirmar que este libro parte de una visión materialista del mundo. I am a material girl, living in a material world, como decía sucintamente Madonna en su canción.

Corre el año 1826. En un quirófano de la ciudad de Edimburgo, un niño yace atado a una mesa. Varios asistentes sujetan al pequeño paciente que se encuentra plenamente consciente, nos hallamos lejos aún del uso de la anestesia. Un cirujano vestido con camisa, corbata, chaleco y delantal blanco comienza a practicar cortes en el cuerpo del niño. Puede que use un bisturí, aunque es probable que emplee también un cuchillo y una sierra. Es posible que vaya explicando su proceder, paso a paso, a los estudiantes de medicina que le observan, todo con fines didácticos. Aunque carecemos de más detalles, podemos suponer que el niño grita, patalea y llora aterrorizado. Reclama a su madre, pide ayuda, reza y suplica que paren. La operación no sale bien.

Desde las gradas de madera que rodean a la mesa de operaciones —así estaban dispuestas las salas de anatomía en aquellos tiempos— un estudiante de medicina de diecisiete años observa aterrorizado la escena. Es la segunda vez que presencia una operación. La primera vez salió mal; esta va mucho peor. No soporta mirar. Sale del quirófano corriendo y prometiéndose que jamás regresará. Poco después, abandona los estudios de medicina.

Fue una suerte para la ciencia que Charles Darwin (1809-1882) no tuviera estómago para sobrellevar la sangre y el sufrimiento. Desde muy niño, había sido una especie de bicho raro. Mientras otros chicos retozaban y armaban jaleo, al pequeño Charles le gustaba dar largos paseos en soledad —quizá un indicio temprano de su personalidad profundamente reflexiva—. Su padre le recriminaba su manía de coleccionar escarabajos y otros objetos que llevaba a casa a diario. Por el amor de Dios, ¿acaso Charles era incapaz de hacer algo útil?

A pesar de ser el típico caballero inglés criado en una familia burguesa acomodada que no precisaba trabajo alguno para subsistir, Charles había intentado convertirse en doctor siguiendo los pasos de su padre. Como no había sido capaz de completar sus estudios de medicina, su padre lo matriculó en la Universidad de Cambridge. Si conseguía graduarse, tal vez podría convertirse en una persona respetable, puede que en clérigo de la Iglesia anglicana. Darwin se graduó en 1831, con veintidós años, pero no tenía planes de convertirse en párroco. En su lugar, aprovechó una oportunidad única para participar en una de las circunnavegaciones del globo encargadas por el gobierno británico, en concreto en una impulsada con el objetivo de cartografiar la costa de Sudamérica. El papel de Darwin en aquella expedición era en parte hacer compañía, en calidad de auténtico gentleman, al capitán del buque, Robert FitzRoy. Durante los cinco años que duraría el viaje a bordo del Beagle, que navegaría de Inglaterra hasta Sudamérica y posteriormente por el Pacífico, el Índico y la costa meridional de África antes de regresar a casa de nuevo, Darwin pudo dedicarse de lleno a la investigación de la naturaleza.

En el siglo XIX, la idea establecida seguía el relato bíblico de la Creación, según el cual todas las especies existentes, la humana incluida, eran inmutables y existían como las conocemos desde que surgió la vida. Sin embargo, la pasión científica que se extendía entre los jóvenes occidentales iba a poner en cuestión esa premisa. Tras volver a casa, Darwin dedicó largas horas de reflexión a las evidentes relaciones que existían entre las especies que había observado durante su viaje alrededor del mundo. ¿Tenía la naturaleza forma alguna de desarrollar las especies de forma espontánea, sin intervención divina? Y si era así, ¿qué podía impulsar tal proceso? ¿Qué factores eran necesarios para que se diera? Dichos factores, ¿tenían lugar de manera natural? Incapaz de sacarse aquellas preguntas de la mente, Darwin aceptó el reto de averiguar qué mecanismo subyacía a las ramificaciones de la vida.

Su genial perspicacia consistió en advertir que bastan dos principios relativamente sencillos para que la evolución ocurra: dentro de una especie debe existir una variación y, a partir de esta, darse una selección natural. Aquellas variantes dentro de una especie que se benefician del ambiente tienen mayores probabilidades de sobrevivir y, por tanto, de transmitir sus características a la generación siguiente.

La teoría de la evolución de Darwin permitía dar respuesta a algunos de los mayores misterios científicos de la época, como por ejemplo a qué se debían las evidentes similitudes entre distintas especies o qué explicaba el número cada vez mayor de hallazgos fósiles pertenecientes a especies extintas. Si Darwin estaba en lo cierto, entonces las especies no tenían que ser constantes; por el contrario, era imposible que lo fueran.

Darwin advirtió, sin embargo, que su teoría de la evolución planteaba inevitablemente nuevos interrogantes sobre el origen de la humanidad. ¿Acaso no suponía que el ser humano no había sido hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que había evolucionado a partir de otro animal? ¿Implicaba aquello que el proceso seguía aún teniendo lugar? Una vez hubo puesto sus teorías por escrito, y asustado ante las impredecibles consecuencias que podían arrojar, decidió guardarlas prudentemente bajo llave en su escritorio. Pasarían casi veinte años antes de que, por fin, vieran la luz.

A lo largo de ese tiempo, Darwin se fue haciendo un nombre en los círculos científicos. Durante su travesía alrededor del mundo había escrito reportes de viaje, recolectado especímenes naturales, enviado a su país huesos pertenecientes a animales extintos y desarrollado una teoría correcta sobre la formación de los atolones. Para cuando regresó a casa ya había alcanzado la fama, y tras varias publicaciones sobre sus peripecias a bordo del HMS Beagle se convirtió en un apreciado miembro de varias sociedades científicas. Fue así como, en 1857, Darwin recibió una carta de un admirador, un científico llamado Alfred Russel Wallace (1823-1913).

Wallace fue uno de varios naturalistas que, inspirados por Alexander von Humboldt y Charles Darwin, decidió recorrer mundo. Había participado en expediciones en Sudamérica y en el archipiélago malayo y, al igual que Darwin, había comenzado a interesarse por la mutabilidad de las especies. Escribió sus ideas al respecto en un breve borrador que decidió mandar a su admirado colega. En la carta que adjuntaba, le pedía que, de hallar mérito alguno en la teoría, tuviera la amabilidad de reenviar el manuscrito a una de las sociedades científicas de las que era miembro para su publicación.

Darwin se llevó una sorpresa mayúscula al leer el borrador del artículo de Wallace. Su joven colega había desarrollado una teoría sobre cómo la variación y la selección natural impulsaban el desarrollo de las especies que resultaba idéntica a la suya. Habían pasado casi dos décadas desde la primera vez que Darwin escribiera sus ideas, y si bien durante los últimos años había deliberado con sus amigos hacerlas públicas, no había llegado a atreverse. Pero ante aquella carta, se encontraba en una encrucijada. El código inglés de la caballerosidad dictaba que, dadas las circunstancias, debía permitir que Wallace fuese el primero en publicar, pero tras discutirlo con varios colegas y gente de su confianza, se le sugirió un punto medio, el cual Wallace aceptaría gustoso. En 1858, Darwin y Wallace publicaron juntos su revolucionaria teoría de la evolución en dos artículos científicos. La temida reacción del público no llegó a materializarse, o al menos no hasta que Darwin desarrolló sus ideas con mayor detalle en su ya clásico Elorigen de las especies (1859).

Si bien Darwin había mostrado sumo cuidado en no tocar el tema del origen del hombre, la obra cayó como una bomba, primero sobre la Inglaterra victoriana y luego sobre el resto del mundo. Provocó debates interminables sobre el origen de la vida y del ser humano, el papel de la religión, la existencia de Dios y el lugar que la ciencia debía ocupar en la sociedad. El naturalista, de salud enfermiza, procuró mantenerse alejado de las discusiones públicas, pero defensores y detractores de sus ideas se enfrascaron en una violenta batalla intelectual, tanto por medios escritos como en los escenarios públicos, en los cuales el debate podía terminar en ocasiones entre puñetazos. El profundamente religioso capitán FitzRoy, por su parte, declaró públicamente su profunda tristeza por haber recibido a bordo al canalla de Darwin, brindándole así la oportunidad de desarrollar su «impactante teoría». Se ha especulado, de hecho, con que la vergüenza por haber participado de forma indirecta en el surgimiento de la teoría de la evolución contribuyó al posterior suicidio del capitán.

Con el paso del tiempo, fueron apareciendo más y más pruebas que respaldaban la teoría de la evolución de Darwin y Wallace. Finalmente, la genética moderna, surgida a mediados del siglo XX, demostraría de qué modo se comportan los mecanismos evolutivos a nivel molecular —difícilmente podía encontrarse evidencia científica más sólida para respaldar la veracidad del modelo—. Al mismo tiempo, la teoría de la evolución tuvo un efecto transformador en la sociedad, contribuyendo a la secularización al demostrar que las teorías desarrolladas científicamente ponían los mitos religiosos en entredicho.

Pero la grandeza de la teoría de la evolución no radica únicamente en sus efectos en la sociedad, sino en su condición de modelo científico ineludible. Como recordaba en 1973 el genetista estadounidense de origen ucraniano Theodosius Dobzhansky, «nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución». Cada vez que, como investigador, me encuentro ante una observación inesperada o inexplicable, lo primero que me pregunto es cuál sería la explicación evolutiva para el fenómeno: ¿qué curso de eventos biológicos pudo provocarlo? Todo, desde la pluricelularidad hasta las epidemias, pasando por la fisiología animal, las estrategias reproductivas de las plantas y el comportamiento humano en general, resulta de procesos evolutivos. La teoría evolutiva es a la biología más o menos lo que la piedra de Rosetta a los jeroglíficos egipcios: la clave que vuelve comprensible lo previamente inexplicable.

Hoy en día, los avances realizados en el campo de las ciencias naturales han dado respuesta a muchas de las preguntas iniciales de la filosofía de la naturaleza, si bien no a todas. Los físicos siguen trazando el mapa del universo; los químicos aún indagan sobre cómo interactúan los elementos para formar el mundo que percibimos; los biólogos prosiguen con el estudio del funcionamiento de los distintos procesos vitales. Pero, quizá lo que más fascinante resulta es cómo la investigación moderna ha arrojado luz, de formas inesperadas, a aquellas preguntas que no consideramos parte de las ciencias naturales. Al reflejarse la una en la otra, y pese a partir de planteamientos muy distintos, la ciencia evolutiva y la filosofía dan testimonio del elegante modo en que pensadores e investigadores pertenecientes a campos de conocimiento tan distantes se complementan entre sí. Es merced a la combinación de dichos campos como nuestra comprensión del mundo y nuestro incesante ascenso desde el fondo del pozo de la ignorancia resultan todavía más fascinantes.