El mundo visto a los ochenta años - Santiago Ramón y Cajal - E-Book

El mundo visto a los ochenta años E-Book

Santiago Ramón y Cajal

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Beschreibung

El mundo visto a los ochenta años es un libro introspectivo y reflexivo en el que Santiago Ramón y Cajal, el eminente científico español y padre de la neurociencia moderna, contempla la vida y sus cambios desde la perspectiva de un octogenario. En esta obra, Cajal entrelaza la biología con la filosofía, ofreciendo una visión de la vejez como un periodo de declive físico, y también como una etapa de sabiduría acumulada y de perspectiva única sobre el paso del tiempo. La introducción nos presenta a un Cajal consciente del inexorable avance hacia la «Vejecia», término que utiliza para referirse a la vejez, y lo hace con una mezcla de aceptación y melancolía. A través de sus palabras, Cajal invita al lector a considerar la vejez no solo como una etapa final, sino como un epílogo lleno de experiencias y conocimientos, marcado por las limitaciones que el envejecimiento impone al cuerpo y a la mente. Cajal se hace eco de las palabras de filósofos como Gracián y Schopenhauer para ilustrar el carácter engañoso del tiempo y la sorpresa con la que uno se encuentra al llegar a la vejez. A pesar de las «traiciones y eclipses de la memoria», el yo persiste, y Cajal reflexiona sobre cómo, incluso en la senectud, el individuo se esfuerza por mantenerse activo y relevante. Esta libro es también un testimonio de los desafíos que enfrenta la sociedad moderna, con su rápido avance y acumulación de conocimientos, lo que a menudo resulta abrumador para la capacidad mental humana. A principios del siglo XX, ya Cajal lamenta la «indigestión mental progresiva» que sufrían los jóvenes de la época, un fenómeno que atribuye a la disparidad entre la evolución cultural y las capacidades cognitivas heredadas del pasado. En el corazón de su libro, Cajal examina las «decadencias inevitables» de la vejez, con sus achaques y enfermedades, ofreciendo un análisis sincero y sin adornos de la realidad del envejecimiento. Sin embargo, también destaca los avances significativos de la humanidad, especialmente en ciencia y tecnología, rechazando la visión pesimista de autores como Spengler sobre la «Decadencia de Occidente». Aquí, la narrativa de Cajal se desvía ocasionalmente hacia temas políticos y sociales, reflejando su preocupación por los cambios radicales y los movimientos centrífugos que, a su juicio, podrían amenazar la integridad de la nación. A pesar de las digresiones, Cajal se mantiene fiel a sus convicciones españolistas, demostrando una pasión que, si bien reconoce como posiblemente excesiva, es inextricable de su identidad y su amor por su patria. El mundo visto a los ochenta años es, en definitiva, un diálogo con la vejez desde la experiencia personal de un científico que ha dedicado su vida a la observación y el estudio. Cajal ofrece una mirada al interior de su mente y su alma en el ocaso de su vida, y proporciona al lector un espejo en el que ver su propia existencia y el inevitable camino hacia la vejez con dignidad, curiosidad y una inquebrantable sed de conocimiento.

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Santiago Ramón y Cajal

El mundo visto a los ochenta años: impresiones de un arteriosclerótico

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El mundo visto a los ochenta años.

© 2024, Red ediciones S. L.

e-mail: info@linkgua. com

Diseño de cubierta: Michel Mallard. S. L.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-425-1.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-090-9.

ISBN ebook: 978-84-9816-777-1.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www. cedro. org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Introducción 11

Parte I. Las tribulaciones del anciano 15

Desfallecimientos fisiológicos y psíquicos 15

Capítulo I. Decadencias sensoriales 17

La visión normal. Decaimiento visual. Presbicia y disminución de la acuidad visiva 17

Los deterioros seniles del aparato visual 22

Hipermetropía 23

Disminución de la acuidad visual 24

Capítulo II. Las maravillas de la audición y su decadencia senil 27

Decaimiento de la función auditiva en la vejez 29

Capítulo III. Otras limitaciones orgánicas 35

Debilidad muscular 35

La congestión arteriosclerótica 37

El insomnio y sus deplorables consecuencias 41

Capítulo IV. Las traiciones de la memoria senil 43

Parte segunda. Los cambios del ambiente físico y moral 57

Capítulo V. Los cambios del mundo exterior 59

Capítulo VI. Las costumbres 73

Las costumbres 74

Las mujeres y sus modas 77

Inconvenientes del aire libre y el abuso de la luz solar 78

Capítulo VII. Reivindicaciones femeninas. Modas y costumbres masculinas 83

Las reivindicaciones femeninas 83

Modas y costumbres masculinas 84

Capítulo VIII. El delirio de la velocidad 89

El automóvil 89

El aeroplano homicida 92

Capítulo IX. El anciano juzgado por los jóvenes 95

El supuesto ambiente hostil contra la senectud 95

Capítulo X. La juventud actual 103

Avances y esperanzas puestas en la juventud estudiosa trasplantada 103

El martirio de los iniciadores solitarios y desvalidos 106

Capítulo XI. El devorador maquinismo de los países civilizados 109

El creciente desnivel de la balanza comercial anuncia la bancarrota, dada la disminución de nuestras exportaciones 111

Abandono de la cartografía nacional y producción de guías turísticas 113

Capítulo XII. La atonía del patriotismo integral 115

El patriotismo de ayer 115

Efectos deprimentes del hundimiento colonial de 1898 118

El odio infundado a Castilla y a Madrid 121

Inquietudes actuales ante las amenazas, veladas o explícitas, del separatismo 122

La ingratitud incomprensible de los vascos, los niños mimados de Castilla 127

Las ventajas del arancel generosamente otorgado por España 129

Nuestra conducta ante la consumación del desmembramiento 131

Capítulo XIII. La degeneración de las artes 135

Parte tercera. Las teorías de la senectud y de la muerte 149

Las teorías de la senilidad y de la muerte con los hipotéticos remedios o paliativos propuestos por algunos optimistas 151

Capítulo XIV. Concepciones pesimistas de la decadencia senil 153

Capítulo XV. Continúan las teorías de la senilidad y de la muerte. Concepciones optimistas 163

Capítulo XVI. Evocación de Ponce de León. El ansia irremediable de inmortalidad fisiológica 178

Bibliografía 181

Parte cuarta. Los paliativos y consuelos de la senectud 185

Capítulo XVII. La templanza o vida morigerada 187

Capítulo XVIII. Las excursiones pintorescas y artísticas. Colecciones fotográficas de países extraños 199

Capítulo XIX. El retorno a la naturaleza como paliativo de las miserias de la vejez 203

El encanto de la vida campestre y retirada 203

Capítulo XX. La distracción de la lectura 211

Capítulo XXI. Continuación de los solaces de la lectura. Clásicos romanos y españoles. Algunas obras extranjeras 219

Libros a la carta 231

Introducción

Hemos llegado sin sentir a los helados dominios de Vejecia, a ese invierno de la vida sin retorno vernal, con sus “honores y horrores”, según decía Gracián. El tiempo empuja tan solapadamente con el fluir sempiterno de los días, que apenas reparamos en que, distanciados de los contemporáneos, nos encontramos solos, en plena supervivencia. Porque el tiempo «corre lento al comenzar la jornada y vertiginosamente al terminarla» (Schopenhauer, Parerga).

Al leer en nuestra conciencia, quedamos un poco aturdidos. El yo, no obstante las traiciones y eclipses de la memoria, sigue considerándose como eje de nuestra vida interior y exterior, a despecho de un cuerpo decrépito que nos sigue jadeante y como a remolque en nuestras andanzas fisiológicas e intelectuales.

Todas las tribulaciones de la senectud fueran tolerables, si nuestros registros sensoriales y centros nerviosos superiores, sobresaturados de experiencias y lecturas, se mantuvieran íntegros. Acaso ocurrió algo de esto en la antigüedad, cuando los problemas de la educación y de la ciencia eran menos apremiantes y complejos. Sabido es que Demócrito, Platón, Teofrasto, Crisipo, Zenón, etc., pudieron abandonarse a la reflexión casi toda su larga vida y lograron abarcar, en síntesis suprema, el universo moral y material.1 Esta adaptación a la cultura es hoy harto difícil. Cada década acrece desmesuradamente el tesoro de nuestro saber. El desequilibrio entre nuestra capacidad mental y los hechos innumerables acumulados durante los últimos dos siglos nos causan una impresión de tensión y agobio difícilmente soportables. Sufrimos una especie de indigestión mental progresiva, que la división del trabajo no puede aliviar sino imperfectamente.2 La cultura moderna crece vertiginosamente; mientras la pobre máquina cerebral, herencia milenaria de la especie, parece estacionada o se modifica con una lentitud desesperante. Por todo ello, el mal de la vejez, y aun el de la edad madura, antaño llevaderos, se tornan cada vez más angustiosos.

Pero dejando este linaje de consideraciones, vengamos a nuestro asunto. En la presente obra pasaré revista, siquiera sea muy sucintamente, a las decadencias inevitables de los ancianos, singularmente de los octogenarios, agravadas por achaques o enfermedades eventuales.

Preguntará acaso el lector: ¿qué me propongo demostrar en el presente libro? Ya el título prejuzga la respuesta. Cotejar dos estados sociales separados por un intervalo de sesenta años. Este parangón es peligroso: porque el anciano propende a enjuiciar el hoy con el criterio del ayer. He procurado, empero, huir en lo posible de este escollo. Se podrá advertir que si flagelo vicios evidentes del pensar y del obrar contemporáneos, reconozco también las excelencias incontestables de las costumbres y aspiraciones de la juventud. En estos últimos cuarenta años, pese a guerras monstruosas y a nacionalismos exasperados, la Humanidad civilizada ha progresado más, sobre todo en el terreno de la ciencia y de sus aplicaciones a la vida, que durante todos los siglos precedentes. No comparto, pues, el juicio pesimista de Spengler sobre la Decadencia de Occidente.

Se advertirán en el texto escapadas y digresiones hacia campos ajenos al tema principal. Por muy imparcial que sea el escritor, es siempre influido por el espíritu del ambiente. No es que me asusten los cambios de régimen, por radicales que sean, pero me es imposible transigir con sentimientos que desembocarán andando el tiempo, si Dios no hace un milagro, en la desintegración de la patria y en la repartición del territorio nacional. Semejante movimiento centrífugo, en momentos en que todas las naciones se recogen en sí mismas unificando vigorosamente sus regiones y creando poderes personales omnipotentes, me parece simplemente suicida. En este respecto, acaso me he mostrado excesivamente apasionado. Sírvame de excusa la viveza de mis convicciones españolistas, que no veo suficientemente compartidas ni por las sectas políticas más avanzadas, ni por los afiliados más vehementes a los partidos históricos.

La índole de este libro me ha obligado a hablar hartas veces de mí mismo, poniéndome como ejemplo de las desventuras y tribulaciones de un anciano trabajador. El YO —lo sé de sobra— se juzga orgulloso y antipático. He procurado, empero, despersonalizar en lo posible la mayoría de los relatos, ventilando el tufillo de hospital y evitando el pedantismo técnico de las historias clínicas. El lector, benévolo y comprensivo, perdonará ciertas confidencias y expansiones inoportunas, en gracia de la intención docente y utilitaria en que se inspiran. Y será indulgente también con ciertas consideraciones fastidiosamente científicas inexcusables en los dos primeros capítulos.

Madrid, 25 de mayo de 1934.

El libro actual constará de las partes siguientes:

Las tribulaciones del anciano.

Los cambios del ambiente físico y moral.

Las teorías de la senectud y de la muerte.

Los paliativos y consuelos de la vejez.

1 Hay que exceptuar a Aristóteles, que murió a los sesenta y dos años y a Epicuro, fallecido a los setenta y dos. Ignoramos si en sus últimos días dieron señales de depresión intelectual, a semejanza del genial Kant (siglo XVIII), en cuyos postreros cuatro años adoleció de alguna debilidad del intelecto. En cambio, Teofrasto nos sorprende al confesar, en su precioso libro Los caracteres, que ha cumplido ¡los noventa y nueve años!...

2 Discrepo de quienes sostienen que un buen especialista puede ignorar cuanto rebasa el círculo de su atención habitual. No; el sabio, además de la disciplina especialmente cultivada, queda obligado, si no quiere adocenarse, a saber algo de todo.

Parte I. Las tribulaciones del anciano

Desfallecimientos fisiológicos y psíquicos

Clasificaremos estas decadencias en sensoriales, cerebrales, psicológicas y somáticas o corporales, entendiendo por estas últimas algunas de las recaídas en los aparatos ajenos al sistema nervioso. Inútil es advertir que tal examen psicopatológico será muy somero, a fin de reservar espacio a otras materias más propias de nuestro plan. Todas ellas serán examinadas sucintamente, y sin el menor aparato científico.

Una cuestión previa se nos impone. ¿Cuándo comienza la vejez? Hoy que la vida media ha crecido notablemente, llegando a los cuarenta y cinco o cincuenta años, las fronteras de la senectud se han alejado. Aun cuando sobre esta materia discrepan las opiniones, no parece temerario fijar en los setenta o setenta y cinco años la iniciación de la senectud. Ni deben preocuparnos las arrugas del rostro —que significan pérdida de grasas y aligeramiento de lastre—, sino las del cerebro. Estas no las refleja el espejo; pero las perciben nuestros amigos, discípulos y lectores, que nos abandonan y condenan al silencio. Tales arrugas metafóricas, precoces en el ignorante, tardan en presentarse en el viejo activo, acuciado por la curiosidad y el ansia de renovación. En suma; se es verdaderamente anciano, psicológica y físicamente, cuando se pierde la curiosidad intelectual, y cuando, con la torpeza de las piernas, coincide la torpeza y premiosidad de la palabra y del pensamiento.

Capítulo I. Decadencias sensoriales

La visión normal. Decaimiento visual. Presbicia y disminución de la acuidad visiva

Decaimiento visual. No hay órgano más ingeniosamente concebido y logrado que el ojo y sus aparatos anejos, pese al juicio harto severo del gran Helmholzt.

Consta, como toda cámara fotográfica, de una lente u objetivo (el cristalino) proyector de las imágenes del mundo exterior; un recinto oscuro para absorber la luz interiormente reflejada; diafragma regulador del pincel luminoso (iris) y, en fin, el órgano fundamental (la retina), membrana exquisitamente sensible a todas las ondulaciones luminosas. De ella parte el nervio óptico, vía conductriz del impulso retiniano a los centros visuales.

a) El cristalino representa una joya de la óptica fisiológica, fruto del maravilloso ingenio creador y plástico de la vida. Siglos necesitaron los físicos (hasta Leonardo y Porta) para descubrir y utilizar la admirable propiedad poseída por las lentes convergentes de reproducir, por proyección, una imagen real e invertida del mundo exterior. Pero hasta bien entrado el siglo XIX no se logró corregir algunos defectos inherentes a los cristales biconvexos, a saber: la aberración de esfericidad y el cromatismo. Cosa sorprendente: En contraste con nuestra ciencia, harto retardataria y apática, la Naturaleza acertó de un golpe a imaginar y construir, hace millones de años, un objetivo libre de defectos. Iniciose con algún titubeo, en vermes e insectos, y logró plenamente su eficacia en los cefalópodos y vertebrados, en los cuales consiguió eliminar, con sencilla elegancia, las citadas aberraciones. Para ello dispuso, desde luego, un diafragma contráctil automáticamente moderador de la luz y eliminador de la acción perturbadora de las regiones periféricas del cristalino. Y al efecto compuso este, no de una materia diáfana homogénea, sino de capas refringentes concéntricas, de creciente índice de refracción. Dígase lo que se quiera, la óptica moderna no ha encontrado solución más satisfactoria del problema. Sin embargo, operando en condiciones artificiosas y anormales, cabe advertir alguna leve irisación marginal de la imagen, conjuntamente con algún indicio de astigmatismo. Apresurémonos a declarar que, si actúa la visión binocular en condiciones normales, el acromatismo y la aberración de esfericidad resultan irreprochables.

Otro primor asombroso del aparato visual es la producción del relieve, lograda merced a la convergencia, variable según las distancias, de los ejes oculares (y la fusión sucesiva de las diversas perspectivas obtenidas por cada ojo del objeto enfocado), amén de disposiciones adecuadas en las vías nerviosas centrales.

Pero donde la Naturaleza se ha superado a sí misma es en la construcción de la retina o membrana sensible. Esta posee doble sensibilidad luminosa; los bastoncitos captan la impresión bruta de luz, o sea, el blanco y negro fotográfico; mientras que otros elementos receptores, más altamente diferenciados, los conos, recogen los colores, es decir, los impulsos específicos de las diversas longitudes de las ondas electromagnéticas de la luz visible. Y en virtud de una alquimia maravillosa, iniciada en la retina y acabada en los centros nerviosos, lo que en el éter ambiente es simple movimiento ondulatorio, conviértese en el cerebro en algo completamente nuevo y puramente subjetivo: sensaciones, percepciones, recuerdos visuales, asociaciones de imágenes, ideas y voliciones.

Cosa curiosa: En el curso del siglo XIX se descubrió por los sabios consagrados a la fotografía científica el ortocromatismo (Vögel), o sea, el arte de prestar a la placa fotográfica, obstinada en impresionarse solamente por el blanco, el azul y el violeta, sensibilidad exquisita hacia los colores de ondas gruesas (rojo, verde y naranja). Consiguiose también descartar el halo o reflexión parásita de la luz. Pues bien; la Naturaleza, incansable inventora, había organizado ya, desde las más remotas épocas geológicas, una superficie sensible a todos los colores y hasta moderadora de los excesivamente activos (violeta y azul), gracias a la mancha amarilla del fondo retiniano y al forro de pigmento aislador de conos y bastoncitos (supresión del halo).3 Y todo esto, con ser admirable, representa solamente mínima parte de los prodigios del aparato visual, muchos de los cuales jamás serán igualados por la fisicoquímica, obligada a trabajar con cuerpos inertes rebeldes a la adaptación automática. Diríase que las células vivas son conscientes de su finalidad coordinadora.

Apuntado dejamos que, con estar perfectamente adaptado a sus fines, el aparato visual adolece de algunos pequeños defectos y limitaciones. Acaso la Naturaleza ha chocado con obstáculos insuperables. Inspirada en móviles estrictamente económicos, pudiera ser que, en lugar de brindarnos el ojo ideal, nos haya ofrecido el ojo posible y estrictamente indispensable. Nada de lujos y superfluidades.

Permítasenos señalar dos ejemplos típicos de las mentadas limitaciones: Apreciamos bien, según es notorio, el relieve de los objetos situados en un círculo de 25 a 30 m de radio (poco más o menos); mas para los más distantes el relieve disminuye hasta cesar por completo. Para nosotros, el Sol, la Luna, las estrellas, las nubes, las montañas, etc., residen aparentemente en igual plano. Si los artistas y atletas, vistos de lejos, no se movieran (teatro, circo, balompié, carreras) describiendo paralajes laterales, semejarían estampas iluminadas. Semejante dificultad de apreciar con evidencia en la lejanía la tercera dimensión, da cuenta de los groseros errores astronómicos cometidos por los antiguos (exceptuando los pitagóricos Aristarco de Sanos y otros geómetras geniales que superaron la ilusión de los sentidos) y el vulgo de nuestros días. Ni reconoce otra causa la ingenua ilusión de una tierra plana coronada por bóveda tachonada de estrellas.

Aunque en grado menor, es asimismo lamentable el que la sensación estereoscópica se contraiga exclusivamente al paralaje transversal, es decir, el correspondiente a objetos emergentes según la dimensión horizontal. Muy provechoso fuera, en alguna ocasión, corregir este paralaje con el vertical o de arriba abajo. A este efecto se precisaría disponer de un equipo cuadriocular, lo que supondría un ojo frontal y otro mentoniano. Por carecer de ellos, titubeamos al bajar una cuesta lisa, y sufrimos batacazos cuando, distraída la atención, descendemos por una escalera marmórea, de peldaños blancos uniformemente iguales, sin el menor relieve o accidente acusador de diferencias de profundidad.

El supuesto del aparato cuadriocular no pasa de fantasía arbitraria, como lo sería también el otorgar a los mamíferos el trío de ojos frontales (ocelos)4 de algunos himenópteros (uno de los ojos yace en plano superior). Discurriendo en el terreno de la mera posibilidad creadora, se adivina la dificultad con que la vida tropezaría para coordinar en un todo continuo y congruente la cuádruple o la triple imagen visual. Cuando el genio de la vida escogió una sola pareja ocular dispuesta en plano transversal, debió ceder a razones poderosas que escapan a nuestro precario intelecto.5

El cerebro compensa las limitaciones de la vista. ¿Podría preguntarse cómo es que la omnipotente Naturaleza nos ha rehusado los mejores sentidos posibles, como diría Leibnitz? ¿Por qué no nos ha otorgado un sentido eléctrico, ni un órgano destinado a captar las ondulaciones invisibles y el flujo de los electrones y protones? (rayos X, β, emanaciones de la materia radioactiva, etc.). ¿Cómo, dada su altísima sabiduría, no ha previsto tampoco la extraña curiosidad humana por desentrañar los misterios de la vida y del mundo sideral, abasteciéndonos de aparatos semejantes al telescopio y microscopio? Si el genio creador de la vida se dignase respondernos, acaso diría: «Yo os otorgué los órganos sensoriales indispensables a la defensa y conservación de la existencia, atendiendo a los conflictos más comunes; pero si deseáis penetrar profundamente en el arcano del Universo no estáis totalmente desarmados, A este fin os he concedido algo más precioso que todas las excelencias sensoriales; un cerebro privilegiado, órgano soberano de conocimiento y de acción, que sabiamente utilizado, aumentará hasta lo infinito la potencia analítica de vuestros sentidos. Gracias a él podréis bucear en lo ignoto y operar sobre lo invisible, esclareciendo, en lo posible, los arcanos —vedados al hombre vulgar— de la materia y de la energía. Y vuestras potencialidades inquisitivas distan mucho de haberse agotado, antes bien crecerán incesantemente, tanto, que cada fase evolutiva del homo sapiens revestirá los caracteres de nueva humanidad».

Los deterioros seniles del aparato visual

Presbicia o vista exclusiva de lejos. Reintegrándonos a nuestro tema (de que nos hemos apartado algo), el lector ajeno a la fisiología podrá preguntarnos: Ese asombroso aparato de que usted nos habla ¿se mantiene incólume o poco alterado en la senectud? Por desgracia, según ocurre con casi todos los inventos industriales complicados, sufre averías y desgastes inevitables. Omitiendo trastornos y dolencias graves, de que no se libran ni aun la infancia y la juventud, debemos citar dos alteraciones a que ningún anciano escapa: la presbicia o vista cansada y la hipermetropía (ojo aplastado en sentido anteroposterior).

Desde los cuarenta y cinco a los cincuenta años en adelante (excluyo a los miopes) advertimos —según es harto sabido— la imposibilidad de leer o escribir con la facilidad de los años mozos. La novela o el periódico enfocados a la distancia de 25 o 30 cm parecen esquivar nuestra curiosidad; automáticamente los alejamos a 40 o 50 cm más. Si la acuidad visual creciera en igual proporción, semejante deficiencia carecería de valor; lo malo es que la letra vista a distancia se empequeñece mucho, excediendo nuestra acuidad visual o discriminadora localizada en la fovea o foseta central de la retina. Diríase que el mundo exterior cercano nos abandona, ofreciéndonos, por mezquina compensación, la visión de lejos.

Por fortuna, en semejante desavío nos socorre el óptico —la Providencia del viejo— ajustando a nuestros ojos fatigados unas lentes biconvexas, que debemos cambiar con frecuencia, porque el daño se acentúa con la edad. ¿Qué ha ocurrido, pues? Que en el présbita (visión exclusiva de lejos) la lente cristalina se ha endurecido, no obedeciendo ya a la presión del músculo acomodador, o también que este sufre los efectos de la degeneración grasienta, o ambas cosas conjuntas.

Hipermetropía

Avanzando en edad (desde los sesenta o más años) el ojo nos gasta nueva trastada. La avería consiste en que el globo ocular se aplasta de delante a atrás; por tanto, la imagen visual se proyecta enfocada, no en la retina, sino detrás de ella. Y al modo de la presbicia, semejante alteración aumenta con los años.6

Imploramos nuevamente el consejo del oftalmólogo, el cual remedia el desperfecto armando el caballete nasal con unas gafas biconvexas o plano-convexas de dos o tres dioptrias. Hétenos ahora en posesión de un equipo óptico complicado: antiparras para leer, antiparras para ver de lejos y antiparras para enfocar los escaparates de las librerías (de menos dioptrías que los quevedos de leer) y reconocer a los transeúntes cercanos. ¡Y es de ver el semblante alelado y compungido del pobre viejo cuando, por distracción, ha olvidado ese arsenal de lentes convergentes! No le queda al cuitado más recurso que adormilarse en un sillón del casino o del café. Visto a través de niebla densa, el mundo exterior ha perdido sus encantos. Y menos mal si una catarata senil o un desprendimiento retiniano no bajan definitivamente el telón sobre el mágico escenario del mundo.

Disminución de la acuidad visual

Sin ser tan acentuada y frecuente como los citados trastornos visuales, acarrea serios inconvenientes, sobre todo cuando se ha llegado a los ochenta o más años. El principal consiste en la molestia de la lectura de libros y periódicos impresos con tipos diminutos. Atendiendo a móviles económicos, editores e impresores parecen confabulados para atormentar a la senectud estudiosa. A las letras casi microscópicas se añade la palidez de la tinta o el empleo de colores desvaídos de escasa saturación. En tan lamentable abandono de la tinta negra tradicional incurren, sobre todo, los periódicos ilustrados, cuyos fotograbados se imprimen a menudo en pardo claro, en vez de serlo en negro azulado intenso, o violeta fuerte. Invaden hoy el mercado libros de tan minúsculos tipos, que precisan la lupa. Poseo colecciones completas de las obras de Cervantes y Quevedo completamente inaccesibles a los ancianos. Inadvertencias, por no decir crueldades, de la moda o de sórdida tacañería. Se editan libros y periódicos para la juventud cuya curiosidad puede discurrir por muchos y placenteros cauces; mientras que a los pobres avejentados se nos priva o escatima el único solaz noblemente humano de que somos capaces.

Permítasenos una digresión. Al consultar las obras maestras de la antigüedad griega o latina nos sorprenden las raras alusiones a la debilidad visual de los ancianos escritores. ¿Por ventura Demócrito, que murió a los ciento nueve años, y Platón, a los ochenta y uno, gozaron siempre de una vista cabal? ¿Leían por sí o se hacían leer por esclavos? Parécenos probable esta última hipótesis. Suponer que los escritores antiguos gozaron de indemnidad a la presbicia y a la hipermetropía, a pesar de haber gastado su vida en el estudio, acusaría un privilegio sensorial difícilmente admisible.

Abstracción hecha de los citados insignificantes defectos, convengamos en que el aparato visual constituye el instrumento mejor logrado de cuantos ha ensayado la vida para relacionarnos con el mundo exterior y captar a distancia los fenómenos variadísimos en él aparecidos.

Dada tal excelencia, se explica bien cómo el psicólogo, el fisiólogo y el naturalista quedan extasiados al contemplar el milagro de la visión. Ni debe extrañarnos que los filósofos la estimen cual prueba decisiva de la omnipotencia de un principio psicológico (como diría Bergson), rector y ordenador de la evolución de las especies. Pero de este tema, esencialmente filosófico, trataremos sucintamente en otra ocasión7 si la muerte o el reblandecimiento cerebral no se nos adelanta.

3 La minuciosa discriminación de los colores mediante el artificio de trocar en sensaciones específicas bien definidas las palpitaciones del éter, escogiendo al efecto, en el caótico oleaje electromagnético, las ondas más útiles, constituye maravilloso acierto. Porque las ondas captadas y transformadas en impulso nervioso son precisamente, como nota el físico Wood (1910), las más adecuadas a los fines informadores de la visión. En efecto; este sabio demostró fotográficamente que, frente a los objetos exteriores, los rayos ultraviolados producen imágenes borrosas sin contraste suficiente; al paso que, por el contrario, los ultrarrojos dan copias duras, sin medias tintas ni modelado. El ojo de los animales superiores se ha acomodado, pues, durante las edades pretéritas, a las radiaciones más ventajosas a la conservación de la vida de las especies, rechazando las ondulaciones ultrafinas y ultragruesas (rayos X y ondas eléctricas, etcétera). (Véase nuestro libro, poco conocido, sobre: La fotografía de los colores, Madrid, 1912.)

4 Cajal, «Estructura de los ocelos de los insectos», Trabajos del Laboratorio de Investigaciones biológicas. Tomo XVI, año 1918. Véase también: «Teoría de los entrecruzamientos nerviosos» (traducción alemana del doctor Bressler).

5 Cabe invocar, en parte, motivos económicos, pero no se explica bien, por qué los ojos son siempre pequeños y están separados por tan exigua distancia, con que se limita notablemente la sensación del relieve.

6 Podremos cerciorarnos de las graves defectuosidades de las imágenes en los hipermétropes ancianos, presenciando de Jejos (20 m) una partida de billar con los ojos desnudos. En primer lugar, notaremos que las bolas son trilobadas, como si constaran de tres esferas blancas fundidas por uno de sus arcos. El mingo semeja un tomate; los palillos se duplican: en vez de cinco son diez. Los tacos mismos se ensanchan y, a veces, remedan escopetas de dos cañones. Cuanto más nos alejamos de la mesa, más se exageran estas imágenes atípicas. Así, la bola blanca trilobada prolifera en tres esferas totalmente separadas, aunque solidarias. Excusado es decir que tales fantasmagorías y distorsiones se extienden a las luces, cuando son lámparas pequeñas, y a los rótulos luminosos, a las estrellas, etc. Claro está que toda esta kaleidoscopia cesa al ponernos las antiparras; por donde yo colijo que si hay algún nombre genial digno de culto y veneración, es el inventor del vaciado y pulimento de las lentes.

7 En nuestro libro en preparación: Solos ante el misterio.

Capítulo II. Las maravillas de la audición y su decadencia senil

Las maravillas de la audición y su decadencia senil. Sordera y ceguera. Beethoven y Goya

Excelencias del aparato acústico. Otra de las grandes ventanas abiertas al mundo que nos rodea es el oído. Constituye, al modo del globo ocular, invención admirable y representa fuente informativa de inestimable valor social. Iniciado este sentido en la más baja animalidad (metazoarios), ha adquirido en los vertebrados, sobre todo en el hombre, perfeccionamientos extraordinarios. Ciertamente, el oído no capta las sutiles y velocísimas ondas del éter, sino otras más groseras y menos rápidas: las del aire, recogidas por la oreja, transmitidas después al tímpano, vibrante al unísono de las mismas, y penetrantes al fin, en el laberinto (órgano de Corti), donde el movimiento oscilatorio se transforma en impulso nervioso. Canalizado este por las vías acústicas, conviértese, arribado al cerebro, en las sensaciones y percepciones de sonidos y ruidos, es decir, en una cosa absolutamente diferente de la vibración atmosférica. He aquí un ejemplo más de cómo en el tumulto de oleajes que nos rodean son seleccionadas unas pocas ondas útiles a la defensa y transformación del individuo. Merced a tan asombrosa propiedad selección adora, catalogamos y analizamos una escala de símbolos específicos, mediante los cuales clasificamos, reconocemos y comparamos los infinitos vaivenes regulares o compasados (sonidos) e irregulares (ruidos) producidos por los objetos exteriores.

Reconozcamos, desde luego, que en orden a estas captaciones sonoras la Naturaleza se ha mostrado más generosa que en la colecta de las ondas etéreas de la luz. Las vibraciones recogidas por el ojo llegan escasamente a una octava, al paso que el oído recoge hasta siete octavas, sin contar muchos miles de tonalidades intermedias. Los sonidos registrados van desde los más graves (unas 16 vibraciones por segundo) hasta los más agudos (más de 40.000). Pero las diferencias individuales son harto variables; personas hay que no perciben el canto del grillo; mientras que otras, en la escala de los graves, no oyen, u oyen mal, los sonidos de la primera octava del piano. En todo caso el aparato que nos ocupa es más analizador que el visual, no tanto por el cuantioso número de tonos y ruidos capaz de diferenciar cuanto por la singular propiedad de percibir en un acorde los sonidos simples contenidos en él.8

Huelga recordar que el oído, como el ojo y otros sentidos, actuando de acuerdo con el cerebro, posee la extraordinaria y hasta ahora inexplicada facultad de exteriorizar la sensación (proyección centrífuga), es decir, de referir fuera de nosotros el origen del sonido y la situación (algo imprecisa) de los cuerpos vibrantes. Desde este aspecto, empero, el ojo supera con mucho la propiedad localizadora del oído.

Creada la función auditiva en los animales inferiores para la percepción de sonidos y ruidos alarmantes (previsión, orientación, fuga, etc.), excepto quizá en los pájaros gorjeantes y algunos insectos donde el aparato acústico representa además órgano de relación y de comunicación; perfeccionada en los animales terrestres, ha llegado a ser en el hombre, según dejamos apuntado, instrumento incomparable de sociabilidad y de cultura. Gracias a él fue posible el lenguaje fonético, y acaso contemporáneamente surgieron, como expresión emocional, el canto y la música, las más puras y desinteresadas fruiciones de la vida.

Decaimiento de la función auditiva en la vejez

Dureza de oído y sordera senil. Hecho notorio es que la audición se debilita a menudo en los ancianos y hasta abundan casos de sordera absoluta. Con todo, hay viejos —preciso es reconocerlo— que, por gracia especial de los dioses, conservan hasta la extrema decrepitud la finura auditiva. Son seres privilegiados, susceptibles de mantener asiduo comercio intelectual y sentimental con sus semejantes. Lejos de perder antiguas y provechosas amistades, las aumentan todavía. Porque la conversación, huelga decirlo, es el lazo sentimental por excelencia, y el gran consuelo de los avejentados, algo retraídos siempre por los achaques de la edad y la suspensión total o parcial de sus actividades profesionales.

Harto más frecuente que la terrible sordera absoluta es la dureza de oído del anciano. A esta cofradía de tenientes pertenece, bien a su pesar, desde hace más de doce años, el autor de estas líneas. Para oír necesito que se hable recio y cerca. Impongo, por tanto, a mi familia y amigos el enojoso vejamen de conversar a gritos. Y sufro la contrariedad de advertir cómo, en torno mío, los interlocutores, hartos de desgañitarse, adoptan el comodín compensador del cuchicheo, tan sospechoso para los viejos gruñones y suspicaces. Y lo mismo ocurre en las tertulias, donde los amigos musitan más que conversan (así nos parece). Por donde el pobre sordo, víctima del tedio, acaba por aislarse. Con razón decían los griegos que el silencio destruye la amistad.

Injusto fuera quejarse del general abandono. ¿Tenemos derecho, acaso, a infligir a la reunión el tormento de enronquecer? Dejemos, pues, a los amigos platicar a su talante y diapasón normal. No seamos egoístas. Cuando la facundia del corro se agote, alguien, tocado acaso de piedad comprensiva, nos revelará, si vale la pena, el tema de la discusión y el misterio de las vehemencias y acaloramientos verbales, vagamente apreciadas por nuestro oído rebelde.

Huelga advertir que mi sordera relativa me ha convertido, insensiblemente, en contertulio poco deseable. Fastidioso fuera referir aquí las adivinables desazones motivadas por tamaño defecto. ¡Cuántas escenas absurdas e irresistiblemente cómicas! Lo más lamentable de tales coloquios frustrados es que, a la larga, imposibilitan —como dejo apuntado— la convivencia social. Progresivamente se siente uno bloqueado por una muralla de hielo; piérdense amistades preciosas; el tedio y la frialdad sentimental invaden hasta a nuestros familiares. Procuran disimularlo piadosamente, pero su apartamiento los denuncia. Se huye del sordo como de un apestado o de un criminal.

La ciencia, tan misericordiosa para el corto de vista, ¿ha sido igualmente generosa con el sordo? Ciertamente, ha imaginado numerosos aparatos amplificadores: trompetillas, micrófonos, etc., pero con poca fortuna. Las invenciones creadas al efecto son poco eficaces. Refuerzan los ruidos y estridores, pero poco o nada los sonidos musicales, y la voz humana. Imposible asistir a conciertos y conferencias. Y en cuanto al teatro, las voces agradables de los mejores recitadores y cómicos conviértense en murmullos y musitaciones indescifrables. ¡Cuántas veces al contemplar el escenario rumoroso he comparado los ademanes absurdos de los actores con la agitación desesperada de las antenas de un grupo de cangrejos y langostas, encerrados en un acuario!

Se impone, al llegar aquí, un tópico vulgar: el inevitable paralelo, desde el punto de vista de la resignación apacible, entre ciegos y sordos.

Desde Cicerón —cuyas opiniones son contradictorias— hasta Schopenhauer, se afirma que el sordo es más desdichado que el ciego, cuya quietud y serenidad parecen traducir estados de alma dulces y casi beatíficos. Desapruebo esta opinión. Concedo que el ciego goza de las distracciones y enseñanzas del teatro, de la oratoria y de la conversación. Tiene además la satisfacción de cooperar personalmente en muchas actividades sociales y políticas (Academias, Ateneos, tertulias, etc.). A este propósito suele recordarse que Homero, Demócrito y Milton fueron ciegos activos y al parecer dichosos. Lo pongo en duda.9