El niño filósofo - Jordi Nomen - E-Book

El niño filósofo E-Book

Jordi Nomen

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Beschreibung

La herramienta ideal para que familias y educadores desarrollen la inteligencia filosófica de los niños Los niños tienen una extraordinaria capacidad de asombro y una curiosidad prácticamente ilimitada, dos cualidades que los convierten en pequeños grandes filósofos. El niño filósofo es una herramienta clave, tanto en casa como en la escuela, para potenciar esta inteligencia filosófica que les permitirá desenvolverse como ciudadanos activos y comprometidos. El libro está organizado en dos partes: la primera parte nos invita a considerar los beneficios que la educación filosófica puede conllevar en el desarrollo intelectual, personal y social de los niños. La segunda parte plantea doce grandes preguntas, legado de doce importantes pensadores de la tradición occidental, y propone ejercicios prácticos para que familias y educadores puedan abordarlas con los niños desde la crítica, el diálogo, el juego y la creatividad. Mmm... ¿Debemos actuar con la cabeza o con el corazón? Platón ¿Cómo podemos decidir lo que está bien? Aristóteles ¿El placer debe ser el fin último de nuestros actos? Epicuro ¿Debemos tener miedo a la muerte? Séneca ¿Cómo se puede conseguir la alegría? Spinoza ¿Es importante tener buenos amigos? Montaigne ¿Para qué sirve la educación? Rousseau ¿Qué debemos hacer? Kant ¿Hay que ser creativo para vivir? Nietzsche ¿Hay que opinar sobre todo? Wittgenstein ¿Qué es la maldad? Arendt ¿Es más importante tener o ser? Fromm

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El niño fi­ló­so­fo

© del texto: Jor­di No­men Re­cio, 2018

© de esta edi­ción: Arpa Edito­res, S. L.

Ma­ni­la, 65 — 08034 Bar­ce­lo­na

www.ar­pae­dito­res.com

Pri­me­ra edi­ción: ene­ro de 2018

Se­gun­da edi­ción: abril de 2018

ISBN: 978-84-16601-90-5

Di­se­ño de cu­bier­ta: En­ric Jar­dí

Ma­que­ta­ción: Estu­di Pur­pu­ri­nk

Re­ser­va­dos to­dos los de­re­chos.

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción

pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o tran­s­miti­da

por nin­gún me­dio sin per­miso del editor.

Jor­di No­men

el niño fi­ló­so­fo

Cómo en­se­ñar a los ni­ños a pen­sar por sí mis­mos

A mi mu­jer, que me ilu­mi­na el tiem­po

A mi her­ma­no, que me ilu­mi­na el alma

Pro­té­ge­me de la sa­bi­du­ría que no llo­ra,de la fi­lo­so­fía que no ríe y de la gran­dezaque no se in­cli­na ante los ni­ños.

kha­lil gi­brán

La ver­da­de­ra pa­tria del hom­bre es la in­fan­cia.

ra­i­ner ma­ria ri­llke

Me he en­contra­do una flor en un cua­dro de Ve­láz­quez.

Creo que es la mis­ma flor a la que can­ta­ba un haiku ja­po­nés.

So­s­pe­cho tam­bién que la mi­ra­ba Sa­bi­nao quizás Vival­di en pri­mave­ra.

Quizás esta­ba en Ata­puer­cacre­cien­do jun­to al fue­go.

O tra­ta­ba de es­quivar a los ca­ba­llos en una ba­ta­lla, en la gue­rra de los Trein­ta Años.

¿Se­ría la flor con la que se ta­tuó en el bra­zo el pi­ra­ta John Sil­ver?

O quizás la que uno de los núe­res co­se­chó una no­che de ve­rano.

¿Esta­ba jun­to a Ein­stein en un flo­re­ro? Quizás, es re­la­ti­vo.

¿Era una flor lo que Só­cra­tes re­ga­ló a An­ti­pa?

¿O quizás cre­cía jun­to al ca­mino de Sísi­fo mien­tras em­pu­ja­ba la roca?

¿No se­ría una flor la que in­s­pi­ró a Gol­ba­ch?

¿Quizás una flor hizo que Sa­ra­ma­go des­can­sa­ra en paz?

¡O tal vez eres tú, esa flor que he en­contra­do y que no quisie­ra ol­vi­dar por nada del mun­do!

¡Esa flor que me in­s­pi­ra se lla­ma FI­LO­SO­FÍA!

su­ma­rio

In­tro­duc­ción: ¿Por qué ne­ce­sita­mos una ni­ñez más fi­lo­só­fi­ca?

pri­me­ra par­te

Para vo­so­t­ros, fa­mi­lias y do­cen­tes

1. ¿Quién fue Ma­tthew Li­p­man?

2. ¿Para qué les sir­ve la fi­lo­so­fía a los ni­ños?

3. ¿Con qué re­cur­sos pue­de ha­cer fi­lo­so­fía el niño fi­ló­so­fo?

4. ¿Hay una in­te­li­gen­cia fi­lo­só­fi­ca?

5. ¿El diá­lo­go fi­lo­só­fi­co es un arte?

6. ¿Existe el pen­sa­mien­to cui­da­do­so?

7. ¿Imá­ge­nes que va­lo­ran pen­sa­mien­tos?

8. Cie­rre pro­visio­nal

se­gun­da par­te

Doce pre­gun­tas

1. Pla­tón. ¿De­be­mos ac­tuar con la ca­be­za o con el co­ra­zón?

2. Aristó­te­les. ¿Cómo po­de­mos de­ci­dir lo que está bien?

3. Epi­cu­ro. ¿El pla­cer debe ser el fin úl­ti­mo de nuest­ros ac­tos?

4. Sé­ne­ca. ¿De­be­mos te­ner mie­do a la muer­te?

5. Spi­no­za. ¿Cómo se pue­de con­se­guir la ale­g­ría? 

6. Mon­taig­ne. ¿Es im­por­tan­te te­ner bue­nos ami­gos?

7. Ro­usseau. ¿Para qué sir­ve la edu­ca­ción?

8. Kant. ¿Qué de­be­mos ha­cer?

9. Nie­tzs­che. ¿Hay que ser crea­ti­vo para vivir?

10. Witt­gen­stein. ¿Hay que opi­nar so­bre todo?

11. Aren­dt. ¿Qué es la mal­dad?

12. Fro­mm. ¿Es más im­por­tan­te te­ner o ser?

Epí­lo­go: Abe­ce­da­rio del si­len­cio

Bi­blio­gra­fía

In­tro­duc­ción

¿Por qué ne­ce­sita­mos una ni­ñez más fi­lo­só­fi­ca?

El li­bro que te­néis en vuest­ras ma­nos pre­ten­de cum­plir una do­ble fun­ción. Por un lado, la pri­me­ra par­te mo­st­ra­rá mi con­cep­ción so­bre la fi­lo­so­fía y cómo esta dis­ci­pli­na pue­de ser apren­di­da por los ni­ños des­de muy pe­que­ños. La se­gun­da par­te lleva­rá a un nivel más prác­ti­co lo que se dice en la pri­me­ra. Los ni­ños pue­den prac­ti­car fi­lo­so­fía y, si aña­den esta com­pe­ten­cia en su vida, po­drán par­ti­ci­par de su con­di­ción de ciu­da­da­nos, des­de su pro­pia mi­ra­da, para con­st­ruir un mun­do me­jor, más críti­co, más crea­ti­vo, más hu­ma­no. Tie­nen que apren­der a pen­sar por sí mis­mos a fin de con­st­ruir un mun­do me­jor, don­de to­dos po­da­mos y que­ra­mos vivir.

En la ur­gen­cia de nuest­ro tiem­po, cuan­do la vio­len­cia nos per­si­gue y ho­rro­riza, es ne­ce­sa­rio que los ni­ños y ni­ñas apren­dan qué es el plu­ra­lis­mo. El plu­ra­lis­mo es la po­si­ción fi­lo­só­fi­ca a me­dio ca­mino en­tre el univer­sa­lis­mo y el re­la­ti­vis­mo. Está cla­ro que hay algo de univer­sal en el ser hu­ma­no, pero cuan­do nos pro­po­ne­mos fi­jar­lo, más allá de la ra­cio­na­li­dad y la con­cien­cia mo­ral, po­de­mos aca­bar de­jan­do fue­ra de la hu­ma­ni­dad al­gu­nas mi­no­rías y sus de­re­chos. Por el contra­rio, si re­la­ti­viza­mos y afir­ma­mos que todo «de­pen­de», po­de­mos dar via­bi­li­dad a pro­puestas que le­giti­men la dest­ruc­ción del otro como com­po­nen­te de iden­ti­dad.

Por ello, pro­pon­go la plu­ra­li­dad que per­mite con­ju­gar el res­pe­to a la par­ti­cu­la­ri­dad con la existen­cia de un bien co­mún univer­sal, de­fi­ni­do como mí­ni­mo co­mún de­no­mi­na­dor, for­ma­do pre­ci­sa­men­te por el res­pe­to y la ra­zo­na­bi­li­dad, el cui­da­do de lo que es di­fe­ren­te, mien­tras esta di­fe­ren­cia no tra­te de im­po­ner­se a los ot­ros de for­ma auto­rita­ria ni irres­pe­tuo­sa. Es así como me gusta con­ce­bir la hu­ma­ni­dad, como par­ti­cu­lar en lo univer­sal y univer­sal en lo par­ti­cu­lar. Y para avan­zar en esta ta­rea te­ne­mos que em­pezar por los ni­ños y las ni­ñas.

Los pri­me­ros pa­sos de los ni­ños sue­len ser inesta­bles e in­grávi­dos. Po­ner­se de­re­chos, em­pezar a ca­mi­nar, pro­bar la pro­pia auto­no­mía. Sus mús­cu­los son aún tier­nos; los hue­sos, ape­nas resisten­tes. Solo la cu­rio­si­dad por am­pliar el mun­do pro­pio o la bús­que­da de la apro­ba­ción de estos bra­zos dis­puestos, que los in­vitan a de­sa­fiar el pre­ca­rio equi­li­brio, pue­den ex­pli­car que aban­do­nen el co­bi­jo y la se­gu­ri­dad del sue­lo para de­sa­fiar al mun­do, tra­tan­do de con­se­guir una ter­ca ver­ti­ca­li­dad. Po­ner un pie pri­me­ro, el otro de­trás, man­te­ner la ca­be­za bien alta. Así li­be­ran la vista para mi­rar ha­cia de­lan­te y para ver cómo el mun­do se hace al­can­za­ble. Des­li­gar­se de la mano que les hace de re­fu­gio y afron­tar los pro­pios mie­dos, de­sa­fian­do el en­torno para li­be­rar las ma­nos y con­ver­tir­las en in­st­ru­men­tos para cam­biar el mun­do, para mo­de­lar la rea­li­dad. Así he­mos apren­di­do to­dos a ca­mi­nar. Con­vie­ne que apli­que­mos la lec­ción en cada nuevo co­mien­zo. Y apren­der a fi­lo­so­far hace que co­mien­ce un ca­mino muy lar­go que no ter­mi­na nun­ca.

Cuan­do ha­bla­mos del niño fi­ló­so­fo, no nos re­fe­ri­mos aquí a una con­di­ción pro­fe­sio­nal, sino a la po­si­bi­li­dad de que, uti­lizan­do cua­li­da­des que son in­dis­pen­sa­bles para cre­cer, se esti­mu­le en los ni­ños una nueva visión, se les abra una ven­ta­na di­fe­ren­te para con­tem­plar el mun­do: la mi­ra­da fi­lo­só­fi­ca. A quien es­cri­be estas lí­neas le pa­re­ce que hay que ilu­mi­nar este edi­fi­cio lla­ma­do co­no­ci­mien­to con tan­tas ven­ta­nas como sea po­si­ble. El niño lle­ga al mun­do con una cu­rio­si­dad in­sa­cia­ble y con una enor­me y fa­s­ci­nan­te ad­mi­ra­ción por lo que en­cuen­tra. Dos cua­li­da­des fi­lo­só­fi­cas. No en vano so­mos una de las es­pe­cies que man­tie­ne la juve­ni­liza­ción más lar­ga. Fi­jé­mo­nos en ot­ras es­pe­cies y ob­ser­va­re­mos que in­cor­po­ran bas­tan­te más rá­pi­do que la nuest­ra las ba­ses para la su­per­viven­cia. Man­da el in­stin­to. No­so­t­ros, los hu­ma­nos, te­ne­mos que apren­der la cul­tu­ra y nos en­contra­mos, al na­cer, un mun­do ya he­cho. Nuest­ra juven­tud debe ser lar­ga y lle­na de crea­cio­nes nuevas, de res­puestas nuevas. Por ello in­cor­po­ra­mos el len­gua­je pri­me­ro y des­pués la es­critu­ra. Son nuest­ras opor­tu­ni­da­des para re­crear el mun­do en la juven­tud más tier­na. En pa­la­bras de Mohsin Ha­mid (2013):

To­dos so­mos re­fu­gia­dos de nuest­ra in­fan­cia. Y por eso nos de­can­ta­mos, en­tre ot­ras co­sas, por las histo­rias. Es­cri­bir una histo­ria o leer­la es ser un re­fu­gia­do del esta­do de los re­fu­gia­dos. Los es­crito­res y los lec­to­res bus­can una so­lu­ción al mis­mo pro­ble­ma: que el tiem­po pasa, que aque­llos que han muer­to han muer­to y aque­llos que se mo­ri­rán, que quie­re de­cir to­dos no­so­t­ros, se mo­ri­rán. Por­que hubo un mo­men­to en que todo era po­si­ble. Y ha­brá un mo­men­to en que nada será po­si­ble. Pero, en me­dio, po­de­mos crear.

El tiem­po pasa im­pla­ca­ble y siem­pre ade­lan­te y, con él, las opor­tu­ni­da­des; por ello, los ni­ños tie­nen que apren­der lo an­tes po­si­ble a pen­sar por ellos mis­mos para sa­ber co­no­cer, sa­ber ha­cer, sa­ber ser. He aquí las ba­ses de la fi­lo­so­fía y el arte oc­ci­den­ta­les.

De­cía Gian­ni Ro­da­ri que, de pe­que­ños, te­ne­mos que ha­cer re­ser­va de op­ti­mis­mo y con­fian­za para en­fren­tar­nos a la vida. La fra­se es bo­nita, pero yo dis­cre­po de que ten­ga­mos que en­fren­tar­nos a la vida como si fue­ra nuest­ra ene­mi­ga. Es cier­to que la vida nos pone a prue­ba, pero no po­de­mos en­fren­tar­nos a la vida mar­can­do dón­de están los lí­mites y dón­de será la lu­cha. Es con la muer­te con quien te­ne­mos la con­tien­da y es ella la que esta­ble­ce­rá el ta­ble­ro de jue­go y las fi­chas. Por eso hay que apren­der a pen­sar por uno mis­mo lo an­tes que se pue­da. Mien­tras tan­to, la vida sim­ple­men­te nos mar­ca cir­cun­stan­cias que te­ne­mos que mi­rar de fren­te. Fra­ca­sar no es de­ter­mi­nan­te; lo de­ter­mi­nan­te es cómo gestio­na­mos el fra­ca­so para con­ver­tir­lo en una ex­pe­rien­cia que, le­jos de des­gas­tar, nos po­ten­cie. La fi­lo­so­fía pue­de ser una bue­na he­rra­mien­ta para con­se­guir­lo. El op­ti­mis­mo y la con­fian­za nos per­miten en­ten­der que el fra­ca­so solo es un episo­dio, un ca­pítu­lo de la histo­ria que po­de­mos lle­gar a es­cri­bir, el si­len­cio ne­ce­sa­rio para pre­pa­rar las opor­tu­ni­da­des que ven­drán des­pués, cuan­do el esta­lli­do nos hará deve­nir sa­bios en el com­ba­te y nos ayu­da­rá a sin­to­nizar con la emiso­ra clan­de­sti­na que lleva­mos den­tro y emitir un so­lem­ne co­mu­ni­ca­do: «Por du­ros que sean los mo­men­tos, dé­ja­me mi­rar de fren­te la vida, dé­ja­me que le de­cla­re mi amor in­cluso cuan­do las pa­la­bras se me aho­guen y solo pue­da ya mi­rar­la en si­len­cio, en el si­len­cio lu­mi­no­so que desta­ca­rá siem­pre triun­fal, an­tes de que la os­cu­ri­dad me abra­ce de­fi­nitiva­men­te». Al niño y a la niña fi­ló­so­fos no les quie­ro dar ar­mas para un com­ba­te, sino en­se­ñar los pa­sos de una dan­za, para ala­bar la vida, para des­cu­brir la ale­g­ría.

Afor­tu­na­da­men­te, en la ac­tua­li­dad, la visión so­bre la in­fan­cia ha cam­bia­do. Ha de­ja­do de ser solo la eta­pa de la des­pro­tec­ción y la de­pen­den­cia para pa­sar a ser la eta­pa en la que se con­st­ruye el futu­ro. Y el futu­ro se va con­st­ruyen­do en el pre­sen­te. Se aca­bó el pa­ter­na­lis­mo ran­cio que equi­pa­ra­ba mi­no­ría de edad con su­misión. Los ni­ños tie­nen sus pro­pios deseos y hay que edu­car­los para que ha­gan el paso de la ra­cio­na­li­dad a la ra­zo­na­bi­li­dad, de la emo­ción a la emo­tivi­dad, del des­cu­bri­mien­to de la iden­ti­dad a la viven­cia de la al­te­ri­dad. Cuan­do so­mos pe­que­ños —y quizás tam­bién cuan­do nos ha­ce­mos muy ma­yo­res—, los ot­ros to­man de­cisio­nes por no­so­t­ros. Si te­ne­mos la suer­te de que nos quie­ran, se­gu­ra­men­te las de­cisio­nes que to­men nos con­ven­drán. Nos dis­pon­drán un es­ce­na­rio, nos da­rán un guion y nos aplau­di­rán o nos sil­va­rán la in­ter­pre­ta­ción. Así co­mien­za la li­ber­tad para de­sa­rro­llar­se en la pro­gresiva toma de de­cisio­nes contro­la­das. Lle­ga el día, sin em­bar­go, en que el tea­tro que­da pe­que­ño y los per­so­na­jes im­pro­vi­sa­mos los par­la­men­tos. Con el rie­s­go de equivo­car­nos, aña­di­mos nuevas es­ce­nas y nuevos es­ce­na­rios, y em­peza­mos a ha­cer ca­mi­nos nuevos. Apa­re­cen nuevas me­tas y em­peza­mos a de­ci­dir, sin sa­ber ha­cia dón­de va­mos. La crisá­li­da co­mien­za a ser ma­ri­po­sa.

Si he­mos apren­di­do a pen­sar por no­so­t­ros mis­mos, en­contra­re­mos los crite­rios so­bre los que edi­fi­car los nuevos pa­sos, in­ten­cio­nes, causas, con­se­cuen­cias, cir­cun­stan­cias, me­dios, va­lo­res. Con estas he­rra­mien­tas con­st­rui­re­mos las de­cisio­nes y ana­li­za­re­mos los acier­tos y los erro­res, des­pués de gestio­nar las emo­cio­nes que nos fil­tran la mi­ra­da. Y, fi­nal­men­te, en­ten­de­re­mos que la li­ber­tad se en­cuen­tra más den­tro de no­so­t­ros que fue­ra. Y en­ton­ces ten­dre­mos que asu­mir que so­mos res­pon­sa­bles, que nuest­ras de­cisio­nes nos per­fi­lan. Otro mo­tivo para ha­cer fi­lo­so­fía con ni­ños... y con todo el mun­do.

Si con­ve­ni­mos en que el niño y la niña son ciu­da­da­nos de ini­cio, de­ben ir par­ti­ci­pan­do de for­ma ac­tiva, por­que este es un apren­diza­je que se lo­gra en el ejer­ci­cio de los de­re­chos y los de­be­res des­de el mi­nuto cero. Aprehen­der el mun­do con las pre­gun­tas que dan ac­ce­so a la fa­cul­tad críti­ca, man­te­ner la ino­cen­cia que per­mite dic­tar so­lu­cio­nes crea­ti­vas a los pro­ble­mas que la vida va pro­po­nien­do y ha­cer­lo de for­ma so­cial, de cara a los ot­ros, cui­dan­do de los de­más y de uno mis­mo son prác­ti­cas que hay que in­te­rio­rizar.

Los ni­ños de­ben apren­der a cap­tar el mun­do en su com­ple­ji­dad. El arte, la cien­cia, la fi­lo­so­fía, el jue­go son las he­rra­mien­tas que te­ne­mos a nuest­ro al­can­ce para plan­tear­nos los re­tos y las al­ter­na­ti­vas de so­lu­ción. De­be­mos usa­r­las cuan­to an­tes, ex­pe­ri­men­tan­do y pro­fun­dizan­do, apro­ve­chan­do el error para avan­zar o aden­trar­nos en el co­no­ci­mien­to. Todo en el mar­co de la gestión de las emo­cio­nes que nos ha­cen ha­bitar el mun­do. Son una mi­litan­cia, una for­ma de ser en el mun­do.

Por ello, la fa­mi­lia ha de esti­mu­lar las com­pe­ten­cias que están dis­po­ni­bles en la con­fi­gu­ra­ción neu­ro­ló­gi­ca de los ni­ños, de esos ce­re­bros en pleno de­sa­rro­llo. La fi­lo­so­fía pue­de ser una he­rra­mien­ta ext­ra­or­di­na­ria de po­ten­cia­ción de ca­pa­ci­da­des. Mu­chas de las pre­gun­tas están es­critas en nuest­ra pro­pia tra­di­ción cul­tu­ral. Y el ce­re­bro, por iner­cia, se hace pre­gun­tas si en­cuen­tra el am­bien­te pro­pi­cio.

La pro­puesta de este li­bro, su tesis fun­da­men­tal, con­siste en po­ner a dis­po­si­ción de pa­dres y edu­ca­do­res al­gu­nas de las gran­des pre­gun­tas que la histo­ria de la fi­lo­so­fía oc­ci­den­tal nos ha le­ga­do, para que sean el sa­ca­cor­chos de la bo­te­lla don­de se en­cuen­tra la ad­mi­ra­ción in­fan­til. Así los ni­ños po­drían des­cu­brir su con­di­ción fi­lo­só­fi­ca —ya co­men­ta­re­mos si po­dría­mos lla­mar a la in­te­li­gen­cia fi­lo­só­fi­ca— y po­ner­la al ser­vi­cio de un de­sa­rro­llo per­so­nal y so­cial que los con­vier­ta en ciu­da­da­nos ac­tivos y com­pro­me­ti­dos, en per­so­nas ca­pa­ces de vivir en so­cie­dad con el mo­de­lo de vida que li­bre­men­te eli­jan.

Y la elec­ción es bas­tan­te li­mita­da. Se nos hace sa­ber que el hom­bre es mol­dea­ble. Como si se tra­ta­ra de ba­rro, las más va­ria­das fuer­zas ac­túan so­bre él y con­di­cio­nan la for­ma y la esta­bi­li­dad. El país en el que ha na­ci­do, la fa­mi­lia que ha re­ci­bi­do, la pro­pia se­mi­lla ge­néti­ca, que que­da fue­ra de su al­can­ce. No contro­la­mos el tiem­po, las cir­cun­stan­cias, las causas, las con­se­cuen­cias, las in­ten­cio­nes de los ot­ros, los fuer­tes im­pul­sos que nos per­si­guen. Tam­po­co contro­la­mos la edu­ca­ción re­ci­bi­da ni la elec­ción de la es­cue­la que de­be­rá for­mar­nos. Se nos hace di­fí­cil de­cir que he­mos se­lec­cio­na­do los ami­gos sin te­ner en cuen­ta las afi­ni­da­des que nos unen o las po­si­bi­li­da­des de con­vivir que han te­ji­do la tra­ma de nuest­ra vida afec­tiva. Nos ha ve­ni­do dada una ur­dim­bre tem­pe­ra­men­tal y el me­dio nos ha for­ja­do un ca­rác­ter. Nuest­ras de­cisio­nes nos han con­fi­gu­ra­do una vo­lun­tad y nos han dado di­rec­ción y sen­ti­do, pero sin sa­ber, a me­nu­do, orien­tar­nos. Y fi­nal­men­te no he­mos ele­gi­do la ca­du­ci­dad a la que nos ve­mos so­me­ti­dos ni la en­fer­me­dad o la de­bi­li­dad que nos ace­chan. Y a pe­sar de todo esto, abru­ma­dos de in­fluen­cias, en­contra­mos un ín­ti­mo es­pa­cio de li­ber­tad en la po­si­bi­li­dad que te­ne­mos de reu­nir los con­di­cio­nan­tes de for­ma crea­ti­va, casi ar­tísti­ca, úni­ca y ma­ravi­llo­sa, y con­st­ruir un equi­li­brio pro­pio, una sín­tesis ori­gi­nal que siem­pre tie­ne la má­gi­ca opor­tu­ni­dad de apro­ve­char que la vida es di­ná­mi­ca para de­jar de ser, vol­ver a ser, resistir­se, opo­ner­se o de­jar­se llevar. Y me pa­re­ce que fi­lo­so­far es una bue­na vía para asen­tar las de­cisio­nes.

La com­pren­sión es un teso­ro en­te­rra­do bajo la isla del apren­diza­je. Com­pren­der sus me­ca­nis­mos es casi al­qui­mia. Ten­go cla­ro que no es una sim­ple tran­s­misión como la de la co­rrien­te eléc­tri­ca. La ex­pli­ca­ción es im­por­tan­te, pero no es la rue­da que hace gi­rar la com­pren­sión. Creo que en el fon­do todo sur­ge de la ne­ce­si­dad de sa­ber, la ad­mi­ra­ción y la cu­rio­si­dad que nos roe por den­tro bus­can­do res­puestas a las pre­gun­tas ines­pe­ra­das, que son re­lám­pa­gos en la os­cu­ri­dad. Es una es­pe­cie de dese­qui­li­brio ho­meo­stá­ti­co que nos mueve ha­cia el co­no­ci­mien­to, de for­ma si­mi­lar a como el ham­bre nos hace que­rer el ali­men­to. Y, so­bre todo, so­bre todo, es un pro­ce­so amo­ro­so: sí, la se­duc­ción del vín­cu­lo que se esta­ble­ce con el co­no­ci­mien­to, que nos en­sa­n­cha el mun­do, que nos per­mite re­con­st­ruir la aven­tu­ra de la Tie­rra, de la hu­ma­ni­dad, de la vida, de la pro­pia y cam­bian­te iden­ti­dad. La fi­lo­so­fía apa­re­ce como el sa­ber que bus­ca la pro­fun­di­dad y la com­pren­sión.

En­contra­réis, pues, dos par­tes bien de­fi­ni­das en el texto. La pri­me­ra es un pe­que­ño en­sa­yo para fa­mi­lias y do­cen­tes, para to­mar con­cien­cia de las po­si­bi­li­da­des que tie­ne ex­plo­rar la ver­tien­te fi­lo­só­fi­ca pre­sen­te en la pro­pia in­fan­cia; la se­gun­da, una ex­plo­ra­ción breve de doce pre­gun­tas, le­ga­do de doce fi­ló­so­fos de la tra­di­ción oc­ci­den­tal, para ac­tivar un diá­lo­go que per­mita in­tro­du­cir la críti­ca, la crea­ti­vi­dad y el cui­da­do en la edu­ca­ción de ni­ños y ni­ñas. Esta úl­ti­ma par­te con­tie­ne tres ele­men­tos re­levan­tes: la gran pre­gun­ta, la res­puesta del fi­ló­so­fo en cuestión y un cuen­to que per­mita a pa­dres y edu­ca­do­res, si­guien­do la ex­po­si­ción del en­sa­yo ini­cial, ex­plo­rar de for­ma críti­ca, crea­ti­va y éti­ca la pre­gun­ta for­mu­la­da. El cuen­to se con­vier­te en una idea de la que par­tir para esta­ble­cer tres pautas —la del diá­lo­go, la del jue­go, la del arte— para cada una de las pre­gun­tas pro­puestas. Hay que de­cir que la elec­ción de las pre­gun­tas y los fi­ló­so­fos ha sido, ob­via­men­te, una de las mu­chas po­si­bles. Aquí la te­néis:

1. Pla­tón: ¿de­be­mos ac­tuar con la ca­be­za o con el co­ra­zón?

2. Aristó­te­les: ¿cómo po­de­mos de­ci­dir lo que está bien?

3. Epi­cu­ro: ¿el pla­cer debe ser el fin úl­ti­mo de nuest­ros ac­tos?

4. Sé­ne­ca: ¿de­be­mos te­ner mie­do a la muer­te?

5. Spi­no­za: ¿cómo se pue­de con­se­guir la ale­g­ría?

6. Mon­taig­ne: ¿es im­por­tan­te te­ner bue­nos ami­gos?

7. Ro­usseau: ¿para qué sir­ve la edu­ca­ción?

8. Kant: ¿qué de­be­mos ha­cer?

9. Nie­tzs­che: ¿hay que ser crea­ti­vo para vivir?

10. Witt­gen­stein: ¿hay que opi­nar so­bre todo?

11. Aren­dt: ¿qué es la mal­dad?

12. Fro­mm: ¿es más im­por­tan­te te­ner o ser?

Quizás, en el fon­do, todo se re­du­ce a in­ten­tar bus­car la ver­dad. No la ver­dad de los he­chos que se im­po­ne, sino la ver­dad con­st­rui­da en la que de­be­mos vivir los ni­ños y no­so­t­ros mis­mos. De­jad­me que os diga al­gu­nas pa­la­bras so­bre la ver­dad an­tes de co­men­zar.

La ver­dad sue­le ser ás­pe­ra y aris­ca. Casi geo­mét­ri­ca. Es de las que no se aci­ca­lan cuan­do sa­len por­que no ne­ce­sita caer bien. No lo bus­ca lo más mí­ni­mo. Ade­más, la ver­dad sue­le ser es­cu­rri­diza, como el agua que aca­ba sa­lien­do por la ren­di­ja que ella mis­ma ha abier­to en la só­li­da roca. La ver­dad no ne­ce­sita guar­da­es­pal­das por­que, por mu­cho que tra­ten de aten­tar contra ella, aca­ba sa­lien­do in­dem­ne de esos errá­ti­cos y tor­pes ata­ques. Pro­cu­ra­mos es­con­der­la ¡in­cluso a no­so­t­ros mis­mos! No hay nada que ha­cer; como en al­gu­nos es­pec­tá­cu­los de ca­ba­ret, ella aca­ba des­nu­da, se­du­cien­do al pú­bli­co con mi­ra­da pro­fun­da. A me­nu­do pen­sa­mos que he­mos con­se­gui­do es­quivar­la y en­ton­ces nos da­mos cuen­ta de que la lleva­mos col­gan­do como un mu­ñe­co en la es­pal­da el Día de los Ino­cen­tes. Lo sé. Me di­réis que es in­có­mo­da y co­ti­lla, poco ra­zo­na­ble y lla­ma­ti­va. ¡Todo es cier­to! Pero cuan­do la co­no­ce­mos bien, nos da vida, ¡mu­cha vida! ¡Y la fi­lo­so­fía sue­le mi­rar a los ojos de la ver­dad, por in­có­mo­da que sea! ¡Y esto es algo que tam­bién sue­len ha­cer los ni­ños!

PRI­ME­RA PAR­TE

Para vo­so­t­ros, fa­mi­lias y do­cen­tes

«Para los ni­ños, el mun­do —y todo lo que hay den­tro suyo— es nuevo: es sor­pren­den­te. La ma­yor par­te de los adul­tos ve el mun­do como algo ab­so­luta­men­te nor­mal. Los fi­ló­so­fos son, en este sen­ti­do, una no­ta­ble ex­cep­ción. Un fi­ló­so­fo no aca­ba nun­ca de aco­stum­brar­se al mun­do. Para él, o ella, el mun­do si­gue sien­do un poco absur­do, in­cluso un poco des­con­cer­tan­te y enig­má­ti­co. De esta ma­ne­ra, los ni­ños y los fi­ló­so­fos com­par­ten una fa­cul­tad bá­si­ca. El fi­ló­so­fo tie­ne una sen­si­bi­li­dad igual que la de un niño, que le dura toda la vida».

jo­stein gaar­der, El mun­do de So­fía

Em­peza­ré por el prin­ci­pio y lo haré con una histo­ria por­que creo que la fi­lo­so­fía, y la lite­ra­tu­ra tam­bién, pro­fun­diza en los gran­des in­te­rro­gan­tes con el uso de la me­tá­fo­ra y el mito.

¿Co­no­céis la histo­ria de Pro­me­teo y Epi­me­teo? Os la cuen­to breve­men­te y lue­go os pre­sen­ta­ré las ra­zo­nes que justi­fi­can su in­clusión en este texto. Pro­me­teo y Epi­me­teo eran hi­jos de Je­pe­to, un dios titán an­te­rior a los olím­pi­cos grie­gos. El pa­dre de los dio­ses, Zeus, les en­car­gó otor­gar cua­li­da­des a los se­res que aca­ba­ba de crear del ba­rro, las es­pe­cies ani­ma­les, para ase­gu­rar su su­per­viven­cia. Em­peza­ron la ta­rea, y Epi­me­teo otor­gó a las aves la fa­cul­tad de vo­lar y a los leo­nes las ga­rras con las que de­fen­der­se. Y así pro­si­guió, dan­do for­ta­leza a los gran­des de­pre­da­do­res y ve­lo­ci­dad a las pre­sas para po­der es­ca­par.

Cuan­do Pro­me­teo acu­dió jun­to a su her­ma­no, al que ha­bía de­ja­do solo un tiem­po, se dio cuen­ta de una trá­gi­ca ca­ren­cia: los hom­bres, dé­bi­les cria­tu­ras sin cua­li­dad físi­ca re­mar­ca­ble, no te­nían asig­na­do nin­gún don que les per­mitie­ra so­brevivir. Por ello, pro­fun­da­men­te arre­pen­ti­do, de­ci­dió dar­les el fue­go, que robó al dios Vul­cano. Era un don sim­bó­li­co, dado que el fue­go de­bía per­mitir­les crear las he­rra­mien­tas de la cul­tu­ra y, por exten­sión, del pen­sa­mien­to. Con ello, los tran­s­for­ma­ba en reyes de la crea­ción y los apro­xi­ma­ba a los dio­ses. Como ima­gi­na­réis, fue cas­ti­ga­do de for­ma cruel por Zeus. Ha­bía ido de­ma­sia­do le­jos en su afán de favo­re­cer, por pie­dad, a esta frá­gil es­pe­cie. Fue en­ca­de­na­do en las mon­ta­ñas del Tár­ta­ro, el Cáu­ca­so, du­ran­te trein­ta mil años, don­de un águi­la le co­mía el hí­ga­do du­ran­te el día para que por la no­che le vol­vie­ra a cre­cer, en un mar­ti­rio in­ter­mi­na­ble.

De­jan­do apar­te el he­cho de que no pre­ten­do de­fen­der nin­gu­na po­si­ción crea­cio­nista, sí me pa­re­ce que el mito de Pro­me­teo sim­bo­liza bas­tan­te bien cómo la cul­tu­ra y el pen­sa­mien­to, la fi­lo­so­fía en par­ti­cu­lar, per­miten al ser hu­ma­no aban­do­nar, en cier­ta for­ma, la na­tu­ra­leza para al­can­zar a ver los pai­sa­jes de la cul­tu­ra. Igual­men­te, me pa­re­ce her­mo­so pen­sar que lo hace des­de su ext­re­ma fra­gi­li­dad, que su ca­pa­ci­dad de pen­sar se con­vier­te en for­ta­leza para afron­tar los re­tos que irá pre­sen­tan­do la vida. Esta es la cua­li­dad que nos aña­de el pen­sa­mien­to; nos per­mite abor­dar con más se­gu­ri­dad el su­fri­mien­to y el des­con­cier­to, cir­cun­stan­cias que nos her­ma­nan a la ma­yo­ría de los se­res vivos. Y por eso te­ne­mos que cul­tivar este pen­sa­mien­to en nuest­ros ni­ños tan pron­to como sea po­si­ble. Y con él, la com­pa­sión y la em­pa­tía, que tan sig­ni­fi­ca­ti­vas ha­cen la histo­ria de Pro­me­teo para no­so­t­ros, los hu­ma­nos. Dé­mo­s­les este «fue­go» a los ni­ños y los ha­re­mos más fuer­tes.

A vo­so­t­ros, fa­mi­lias y do­cen­tes, me di­ri­jo para com­par­tir al­gu­nas re­fle­xio­nes que son una rei­vin­di­ca­ción de la po­ten­cia­li­dad que tie­nen los ni­ños para ex­plo­rar fi­lo­só­fi­ca­men­te el mun­do. No ten­go cla­ro que las in­te­li­gen­cias sean múl­ti­ples (Gard­ner, 2011), pero sí creo que existe una par­te de nuest­ra in­te­li­gen­cia que, en nuest­ra do­ta­ción como es­pe­cie, po­de­mos ca­li­fi­car como fi­lo­só­fi­ca. Bien li­ga­da al len­gua­je. Más ade­lan­te os ha­bla­ré de esto más a fon­do, por­que quie­ro em­pezar por los sen­ti­dos.

Es evi­den­te que los sen­ti­dos son la vía por la que co­nec­ta­mos con el mun­do. Hay quien dice que son tam­bién los in­st­ru­men­tos del pen­sa­mien­to al pro­veer­nos de la ma­te­ria pri­ma de nuest­ras re­fle­xio­nes. Por otra par­te, como en tan­tos ot­ros ám­bitos, son la me­di­da de nuest­ras li­mita­cio­nes en unos um­bra­les que no nos sitúan pre­ci­sa­men­te como ani­ma­les muy do­ta­dos. Bas­ta con pen­sar en la vista del hal­cón, en el ol­fa­to del pe­rro o en el oído del ti­bu­rón para en­ten­der nuest­ra de­bi­li­dad sen­so­rial. Con todo, te­ne­mos una pro­fun­da ven­ta­ja que a me­nu­do me­no­s­pre­cia­mos; po­de­mos edu­car los sen­ti­dos. El hom­bre pue­de ver más allá de lo que le per­miten los ojos si les suma el ce­re­bro. Pue­de ver in­ten­cio­nes, an­ti­ci­par po­si­bi­li­da­des o la pro­pia be­lleza, a me­nu­do tan in­con­stan­te. Pue­de es­cu­char los so­ni­dos de la na­tu­ra­leza, pero tam­bién la ma­gia de la poesía, para sin­te­tizar sen­ti­mien­tos como si fue­ran alam­bi­ques de los an­ti­guos al­qui­mistas. Tam­bién pue­de distin­guir el cuer­po de los vi­nos, la aci­dez y la gra­da­ción, o in­cluso de­cir, con el ade­cua­do en­tre­na­mien­to, de qué país pro­vie­ne el café de so­bre­me­sa. Pro­pon­go edu­car los sen­ti­dos, in­cluso el de­no­sta­do tac­to, que per­mite distin­guir el abuso ina­pro­pia­do de la de­li­ca­da ca­ri­cia. Edu­ca­mos los sen­ti­dos para edu­car la ca­be­za, para evitar la triste de­pen­den­cia y dar a la vida un um­bral su­pe­rior, estéti­co, has­ta que Ca­ron­te nos quie­ra re­co­ger con su bar­ca.

En todo caso, es ne­ce­sa­rio que se pre­sen­te una de las per­so­nas que han situa­do el bi­no­mio in­fan­cia y fi­lo­so­fía como po­si­bi­li­dad muy real. Se tra­ta de Ma­tthew Li­p­man.

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¿Quién fue Ma­tthew Li­p­man?

Ma­tthew Li­p­man na­ció en Vi­ne­land, Nueva Jer­sey, el 24 de ago­sto de 1923 y mu­rió en West Oran­ge, Nueva Jer­sey, el 26 de di­ciem­bre de 2010. Fue el fi­ló­so­fo y edu­ca­dor esta­do­u­ni­den­se crea­dor del pro­gra­ma Phi­lo­so­phy for Chil­dren. Este pro­yec­to pre­ten­de acer­car la fi­lo­so­fía a los ni­ños me­dian­te una se­rie de no­ve­las fi­lo­só­fi­cas que per­miten a ni­ños y ni­ñas de di­fe­ren­tes eda­des rea­li­zar diá­lo­gos fi­lo­só­fi­cos en torno a los te­mas que les sor­pren­den en su vida co­ti­dia­na des­de su pro­pia ad­mi­ra­ción y cu­rio­si­dad.

Po­si­ble­men­te este sea uno de los acier­tos más re­levan­tes del pro­yec­to de Li­p­man: situar los pro­ble­mas y re­tos fi­lo­só­fi­cos en el te­rreno de la co­ti­dia­ni­dad de los ni­ños y re­con­st­ruir el abor­da­je que ha­cen estos ni­ños para afron­tar­los.

Li­p­man, re­fle­xio­nan­do so­bre sus ex­pe­rien­cias como pro­fe­sor de Fi­lo­so­fía con estu­dian­tes univer­sita­rios, y en el mar­co de los mo­vi­mien­tos po­líti­cos que se pro­du­je­ron en los cam­pus univer­sita­rios esta­do­u­ni­den­ses en los años ses­en­ta del si­glo pa­sa­do, lle­gó a la con­clusión de que ha­bía que apren­der a pen­sar críti­ca­men­te, pre­gun­tar­se so­bre cuestio­nes fi­lo­só­fi­cas y for­mar jui­cios ra­zo­na­bles, y que todo esto se de­bía al­can­zar en la es­cue­la por­que, si no, ya se­ría de­ma­sia­do tar­de. Sus re­fle­xio­nes so­bre la ne­ce­si­dad de ha­cer fi­lo­so­fía con los ni­ños lo lleva­ron, en 1969, a po­ner­se en con­tac­to con la Fun­da­ción Na­cio­nal para las Hu­ma­ni­da­des, para crear una lec­tu­ra fi­lo­só­fi­ca, en for­ma de re­la­to, para ni­ños de 11 o 12 años. Se tra­ta­ba de El des­cu­bri­mien­to de Ha­rry, que Li­p­man pu­bli­có en 1988 (Ma­drid, Ed. de la To­rre). En 1971, para eva­luar la for­ta­leza del texto y los be­ne­fi­cios que po­dían de­rivar­se de ha­cer lle­gar la fi­lo­so­fía a los ni­ños, pi­dió una beca para rea­li­zar un estu­dio de un año con alum­na­do de quin­to de pri­ma­ria (11 o 12 años) de es­cue­las pú­bli­cas de Mon­tclair, Nueva Jer­sey. La eva­lua­ción de los resul­ta­dos mo­st­ró que los be­ne­fi­cios de ha­cer fi­lo­so­fía se veían re­fle­ja­dos en to­das las de­más áreas de co­no­ci­mien­to.

En 1974 creó, jun­to con Ann Mar­ga­ret Sharp, el In­stitute for the Ad­van­ce­ment of Phi­lo­so­phy for Chil­dren (IAPC). El Mon­tclair Sta­te Co­lle­ge le ofre­ció esta­ble­cer en su cam­pus la sede del IAPC. De 1974 a 1980, am­bos se de­di­ca­ron a es­cri­bir más na­rra­cio­nes para di­fe­ren­tes nive­les y áreas y los ma­nua­les para el pro­fe­so­ra­do a fin de ex­pli­car cómo ha­bía que im­ple­men­tar el pro­yec­to. Cada nivel re­co­gía un ám­bito di­fe­ren­te de la fi­lo­so­fía: na­tu­ra­leza, len­gua­je, ló­gi­ca, éti­ca... Para eva­luar­lo re­ci­bie­ron una beca de la Fun­da­ción Ro­cke­fe­ller, el ser­vi­cio Testing Edu­ca­tio­nal, que, con Li­p­man como in­vesti­ga­dor prin­ci­pal, llevó a cabo diver­sas in­vesti­ga­cio­nes (una de las cua­les im­pli­ca­ba a casi cin­co mil estu­dian­tes du­ran­te un pe­rio­do de un año).

Ob­via­men­te, tam­bién ha­bía que pre­pa­rar a los ma­est­ros, dado que llevar a cabo el pro­yec­to no im­pli­ca­ba ne­ce­sa­ria­men­te te­ner co­no­ci­mien­tos pro­fun­dos de fi­lo­so­fía, sino más bien una de­ter­mi­na­da ma­ne­ra de pro­ce­der y un per­fil de pen­sa­dor fi­lo­só­fi­ca­men­te ac­tivo. Por ello Li­p­man co­men­zó a ofre­cer se­mi­na­rios de una se­ma­na en univer­si­da­des como Rut­gers, Har­vard, Yale, Illi­nois, Fordham y Mi­chi­gan Sta­te. A fi­na­les de 1980 se ter­mi­na­ron y pu­bli­ca­ron cua­tro pro­gra­mas para la en­se­ñan­za me­dia y se­cun­da­ria. A El des­cu­bri­mien­to de Ha­rry se aña­die­ron los si­guien­tes li­bros, to­dos de auto­ría de Li­p­man y pu­bli­ca­dos en 1988: el ma­nual para el pro­fe­so­ra­do In­vesti­ga­ción fi­lo­só­fi­ca, Lisa e In­vesti­ga­ción éti­ca (Ma­drid, Ed. de la To­rre), di­ri­gi­dos a estu­dian­tes de no­veno gra­do. Tam­bién Suki y Es­cri­bir, cómo y por qué (Bue­nos Ai­res, Ma­nan­tial, 2000) para dé­ci­mo gra­do, y Mark (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 1989) e In­vesti­ga­ción so­cial (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 1990) para estu­dian­tes de un­dé­ci­mo gra­do. Ade­más, Li­p­man y Sharp es­cri­bie­ron so­bre las ba­ses teó­ri­cas de la fi­lo­so­fía a nivel es­co­lar en sus obras de 1978 Gro­wing up with Phi­lo­so­phy y Fi­lo­so­fía en la es­cue­la. En 1980 se ce­rró el cu­rrí­cu­lum con tres pro­gra­mas para la es­cue­la ele­men­tal: Nous (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 2000) y Po­ner nuest­ros pen­sa­mien­tos en or­den (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 1992) para los gra­dos 3 y 4, y tam­bién Kio y Guss (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 1993). Ade­más, Asom­brán­do­se ante el mun­do (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 1989) para los mis­mos nive­les, y Pi­xie (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 2014) para el gra­do K2 (en Esta­dos Uni­dos). En 1986 el pro­yec­to Li­p­man de fi­lo­so­fía para la es­cue­la ele­men­tal fue re­co­no­ci­do como un pro­yec­to edu­ca­cio­nal de mé­rito por el De­par­ta­men­to de Edu­ca­ción de Esta­dos Uni­dos, que des­de en­ton­ces sub­ven­cio­na su di­fusión. En 1988 apa­re­ció una nueva pro­puesta teó­ri­ca de Li­p­man: La fi­lo­so­fía en el aula (Ma­drid, Ed. de la To­rre, 2000).

Phi­lo­so­phy for Chil­dren se con­vir­tió en un mo­vi­mien­to en todo el país y se or­ga­niza­ron ta­lle­res ento­dos los esta­dos a través de la Red Na­cio­nal de Di­fusión del De­par­ta­men­to de Edu­ca­ción. El mo­vi­mien­to tam­bién se exten­dió por todo el mun­do, con or­ga­niza­cio­nes lo­ca­les y na­cio­na­les en más de cua­ren­ta paí­ses y aso­cia­cio­nes re­gio­na­les en Eu­ro­pa, Amé­ri­ca La­ti­na y Ocea­nía. Li­p­man fun­dó la revista Thi­nking. TheJo­ur­nal of Phi­lo­so­phy for Chil­dren en 1979, de la que fue di­rec­tor en las pri­me­ras eta­pas y po­ste­rior­men­tefor­mó par­te de su con­se­jo editor. En Ca­ta­lu­ña, su ta­rea si­gue con el es­fuer­zo del Gru­po Iref (In­stituto de In­vesti­ga­ción para la En­se­ñan­za de la Fi­lo­so­fía). Ma­ttew Li­p­man es, pues, el crea­dor del pro­yec­to Fi­lo­so­fía 3/18:

El pro­yec­to Fi­lo­so­fía 3/18 es un cu­rrí­cu­lum am­plio y siste­má­ti­co que tie­ne como ob­je­tivo re­for­zar las ha­bi­li­da­des del pen­sa­mien­to de los estu­dian­tes, par­tien­do de la fi­lo­so­fía como dis­ci­pli­na fun­da­men­tal.

Con­siste en un con­jun­to de pro­gra­mas que, apli­ca­dos des­de los 3 a los 18 años, for­ta­le­cen la ca­pa­ci­dad re­fle­xiva. Se tra­ta de un pro­yec­to que con­cre­ta el deseo ge­ne­ral de en­se­ñar a pen­sar y pre­ten­de de­sa­rro­llar las ha­bi­li­da­des cog­nitivas de los estu­dian­tes, ayu­dán­do­los a com­pren­der las ma­te­rias de estu­dio, a ha­cer­los más con­s­cien­tes de la ri­queza del ba­ga­je in­te­lec­tual he­re­da­do y a pre­pa­rar­los en la ra­zo­na­bi­li­dad para la par­ti­ci­pa­ción en un mun­do de­mo­crá­ti­co.

La fi­lo­so­fía, como dis­ci­pli­na hu­ma­nísti­ca más ade­cua­da, es el me­dio y el fin para que a través de su con­te­ni­do y de su méto­do per­mita al estu­dian­te re­fle­xio­nar so­bre aque­llos te­mas que, la­ten­tes en to­das las ma­te­rias, no son tra­ta­dos en la es­cue­la.

La tra­di­ción fi­lo­só­fi­ca ha tra­ba­ja­do siem­pre un cuer­po es­pe­cí­fi­co de con­cep­tos que han sido con­si­de­ra­dos im­por­tan­tes para la vida hu­ma­na o re­levan­tes para el co­no­ci­mien­to hu­ma­no. Ejem­plos de estos con­cep­tos pue­den ser: justi­cia, ver­dad, bon­dad, be­lleza, mun­do, iden­ti­dad per­so­nal, tiem­po, amistad, li­ber­tad y co­mu­ni­dad.

m. li­p­man,Fi­lo­so­fía en la es­cue­la

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