El niño que se enfadó con la muerte - Enric Benito - E-Book

El niño que se enfadó con la muerte E-Book

Enric Benito

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Beschreibung

«La muerte no existe, es un hecho normal y no duele». Morir bien es de vital importancia y la forma en que nos vamos deja un gran legado a los que se quedan. Acompañar a un ser querido en este «viaje» es una lección absolutamente transformadora. El niño que se enfadó con la muerte es fruto del conocimiento clínico de Enric Benito, un médico que tras una crisis existencial abandonó la oncología para dedicarse a acompañar a enfermos y familiares en sus últimos días. Unas páginas llenas de experiencia y sabiduría sobre la parte más desconocida de la muerte, con historias auténticas y profundamente conmovedoras que nos enseñan a liberarnos del miedo que suscita lo desconocido para poder vivir con plenitud. Un libro que te ayuda a derribar tabúes, humanizar y normalizar el proceso de morir. «La experiencia de vivir me ha impulsado desde mi infancia a buscar la comprensión del sufrimiento y la manera de paliarlo, tanto en mí como en los demás. Mi aproximación ha sido empírica, sumergiéndome en lo explorado. En la práctica clínica, al acercarme para cuidar y acompañar a las personas en los momentos de máxima vulnerabilidad, he ido descubriendo mucha de la sabiduría que, encontrándose en nuestro interior, ya había sido descrita por las tradiciones sapienciales. Hoy me dedico a mostrar este camino a otros y seguir aprendiendo». Enric Benito

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El niño que se enfadó con la muerte. Claves para entender y acompañar en el viaje definitivo

© 2024, Enric Benito Oliver

© 2024, prólogo de Javier García Campayo

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO

Ilustración de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 9788410021235

 

Los beneficios de los derechos de autor de esta obra serán donados a la Fundación SECPAL (Sociedad Española de Cuidados Paliativos)

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Introducción

1. Preparando el viaje

Hierba para los conejos

Una familia especial

2. Quiero ser médico y cuidar

Primeras pruebas

Voy a ser médico

Primera lección: no se puede servir a dos señores

3. Esto va en serio

Conozco a mi nueva novia, se llama oncología

Un congreso abre la puerta

«¡Me voy a Barcelona!, ¿Te vienes conmigo?»

Otra prueba: «pero ¿qué haces aquí?»

No será fácil

Aunque no podamos curar, podemos paliar

4. De vuelta a casa

Modelos enfrentados de entender la medicina

Volvemos a los orígenes, más pobres, pero más felices

Historias de vida

«¡Aún no me puedo morir!»

Felipe, un sabio enseñando a despedirse

«¡No tengas miedo!»

5. El sentido de la vida

La noche oscura del alma y la sabiduría del corazón

6 La confianza y el coraje son frutos de la coherencia

Despido a mi padre y empiezo paliativos

Historias y lecciones aprendidas

Juan: el apego, la aceptación y la trascendencia

Francisca: «creo que me estoy muriendo y no me lo quieren decir»

Sobre el servicio, el éxito y la gratitud

Donovan, mi abuelo inglés

7. ¿Cómo se lidera un equipo?

Vale más pedir perdón que pedir permiso

Un modelo centrado en las personas

Aprendiendo a morir: una experiencia catártica

8. Aprendiendo de la vida cuando parece que se acaba

Compartiendo un viaje incierto

Pablo: morir antes de lo esperado

René: «¿Cómo va esto de morir?»

Roy: no somos solo un cuerpo

Andrés: «Vengo a que me ayuden a morir»

Miguel: una mala persona es alguienque no se conoce

Damián: los niños saben

Mateo: la sabiduría no tiene edad

Isabel: partir en paz

Guillermo, una sanación inesperada

9. La Sociedad Española de Cuidados Paliativos

El Grupo de Trabajo de Espiritualidad de la SECPAL (GES)

El cuestionarioGES

El acompañamiento espiritual

La compasión

El autocuidado del profesional que trabaja con el sufrimiento

10. Divulgando el mensaje

En el teatro y el cine

Autoconfesión

Epílogo Siete lecciones del morir

Lección 1: morir es normal y, además, es seguro

Lección 2: morir nos abre a la verdad

Lección 3: morir no duele

Lección 4: ¿qué necesitamos saber para morir bien?

Lección 5: el sentido nos abre el camino

Lección 6: podemos morir sanos

Lección 7: acompañar y estar ahí tiene premio

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A la SECPAL y, especialmente, a mi entrañable amigo Juan Pablo Leiva, su presidente, quien, 24 horas antes de dejarnos, me escribió este texto:

 

Enric, he disfrutado del libro que cuenta ese niño al que yo, Juan Pablo Leiva, tengo el enorme privilegio de conocer. Porque hemos ido a remar, a comer, a aventurarnos a cambiar el hacer clínico; ese niño viene a casa, en Bilbao, y me hace sentir niño a mí también, porque, cósmicamente, siempre lo seremos. Te escribo con mucho cariño para decir que, al converger la experiencia del pequeño Enric con la del profesor Enric, recibimos un regalo maravilloso.

Prólogo

 

 

 

 

 

El filósofo alemán Martin Heidegger decía que el ser humano no es alguien que vaya a morir, sino que es «un ser para la muerte». Es decir, su finitud no es algo circunstancial, sino nuclear. Otros muchos autores han reflexionado sobre el tema, recurrente en algunas corrientes del pensamiento, como el existencialismo. Pero, en mi opinión, uno de los más radicales es el psiquiatra vienés Sigmund Freud. Ateo reconocido, consideraba que las religiones habían surgido, en exclusiva, para ofrecer una explicación al sufrimiento humano, del que la muerte constituye la quintaesencia.

Todos vamos a ser golpeados, al menos alguna vez, por preguntas como estas: «¿Qué hago aquí? ¿Qué sentido tiene esto? ¿A qué voy a dedicar mi vida?». La intensidad y la urgencia que tales cuestionamientos generan en cada persona son diferentes. Y también lo son las respuestas. Desde la pura negación, que nos permite seguir adelante sin contactar con el sufrimiento, hasta el replanteamiento completo de nuestra existencia, que estructura una vida coherente con la respuesta.

Si uno se toma en serio la pregunta y se plantea ser consistente con la respuesta, pueden surgir muchas opciones. Casi todas incluyen una visión menos egocéntrica y más prosocial, y el rango puede variar desde los intereses espirituales hasta los compromisos con la sociedad o el planeta. La medicina, una de las profesiones más respetadas en la historia de la humanidad, siempre ha estado vinculada, desde Hipócrates, a unos valores y a un compromiso de ayuda. Por eso, muchas personas que han escuchado esa llamada y han intentado responder a esas preguntas devinieron galenos.

El autor de este libro es uno de ellos, uno más de la amplia estirpe de médicos humanistas que igualan medicina y servicio y que conciben su trabajo como un compromiso para intentar disminuir el sufrimiento del ser humano. Y lo que nos relata es esto: su trayectoria, su búsqueda, su verdad.

El libro nos desgrana su vida y su lucha. Nacido en un pequeño pueblo mallorquín en las estrecheces de la postguerra, sus padres realizan un esfuerzo titánico para que el hijo estudie medicina. El gran tema de la muerte lo golpeó en la infancia con el fallecimiento de su abuelo, y, como muchos de nosotros, se enfadó conlaanciana y poderosa dama. Y buscó, si no combatirla —porque es imposible—, suavizarla y entenderla.

Por ello, tras estudiar Medicina en Zaragoza, conoce la que será su pasión: la oncología. Emigra de nuevo, esta vez a Barcelona, para formarse. Siguen años complejos en los que existe una lucha entre la investigación y la propia práctica de ayuda a los demás. De nuevo, vuelve a reconectar con el sentido de la vida en un período especialmente propicio para ello como es la crisis de los 40 años. Y el sentido y el camino los encuentra, como muchos de nuestra generación, en la India. Renovado y transmutado, cambia la oncología por los cuidados paliativos, donde permanece hasta la actualidad. Su visión se hace aún más humana y comprometida. En este momento, el autor es uno de los referentes en el tema de cuidados paliativos en los países de habla hispana, siempre con el tono humanista que lo caracteriza.

Pero no nos engañemos: lo importante no son solo las acciones, sino cómo se realizan y cómo es el ser humano que las lleva a cabo. Hay personas que hablan de virtudes y compromisos, pero están muy lejos de ellos. Sin embargo, existen otras que apenas necesitan hablar de bondad, porque, simplemente, la encarnan. Enric es uno de ellos.

Tuve la suerte de conocerlo hace algunos años, pues compartimos intereses comunes, como el mindfulness y la ayuda a los demás. Y puedo asegurar que, cuando habla de estos temas, no es impostado. Jamás lo he visto enfadado, criticar a alguien o con malos sentimientos hacia otra persona, pese a las circunstancias adversas que ha tenido que experimentar, como todo ser humano. Irradia alegría y contagia su bondad natural, de forma que te sientes como si hubieses encontrado a un amigo de toda la vida. Con personas como Enric el mundo es un lugar más humano y bondadoso, más noble. Una buena muestra de ello es que los beneficios por la venta de este libro no son para él: los dedica a la Fundación SECPAL, que promueve los cuidados paliativos, una aproximación profesional y humanizada centrada en hacer más llevadero este último tránsito.

En suma, tenemos ante nosotros un libro que surge del corazón y que describe la travesía de una persona buena y comprometida, que se enfrenta a la muerte desde la infancia y que busca su forma personal de ayudar al mundo y dar sentido al enigma de la existencia humana.

 

JAVIER GARCÍA CAMPAYO

 

Catedrático de Psiquiatría

Universidad de Zaragoza

Introducción

 

 

 

 

 

Vivir setenta y cinco años te da una cierta experiencia de cómo funciona esto, y, para resumir lo aprendido, diría que el cosmos es armónico, que el fondo que sostiene la vida es benevolente y confiable y que todos estamos conectados: formamos parte de una realidad bondadosa, que nos acoge, nos sostiene y nos impulsa. Esta sabiduría permanece oculta a ojos de la mayoría por el velo de la ignorancia, la cual se sustenta en el miedo. Y el miedo primordial es nuestro miedo a la muerte.

En este libro se cuenta la historia real de un niño que recibe una llamada a través de la confrontación con la brutalidad y el desgarro de una pérdida imprevista; ante este reto, decide enfrentarse a la muerte y mirarla a los ojos para preguntarle por su sentido y tratar de quitarle su aparente dureza. En su viaje, afrontará —siempre con ayuda— retos y maravillas y descubrirá que lo que considera su enemigo va disolviéndose hasta dejar de existir, igual que cuando te aproximas al horizonte. Así, perderá el miedo y ganará una gran confianza que le permitirá atreverse a explorar lo desconocido y adquirir el don de acercarse a los que sufren, de acompañarlos con compasión y ayudarlos a hacer ligero su viaje, el más apasionante de nuestra vida, el que todos emprenderemos algún día para traspasar el horizonte. Un viaje bien organizado y que no duele si sabes fluir en él, que solo se complica desde la negación, la resistencia, el miedo, la desconfianza y la ignorancia de lo que supone vivir.

Ante la realidad que todos vamos a transitar, este niño comprende que lo más sabio es desvelar la mentira que nos hemos contado y descubrir que lo que somos nunca está amenazado. Por eso nos propone estar preparados, tener listo el equipaje y no resistirnos cuando seamos llamados a la etapa de la vida que empieza cuando parece que se acaba esta. Desvelada la mentira compartida del miedo a la muerte, se siente agradecido a la vida por la inspiración para hacer el viaje, por haber aprendido a acompañar con amor a personas en los momentos de máxima vulnerabilidad y por haber podido enseñar a otros el camino de la compasión ante el sufrimiento.

Ahora, el niño, disfrazado de viejo profesor, tras años de actividad docente en el entorno sanitario, se siente invitado a compartir las historias de aprendizaje que lo han acompañado en su viaje, para poner luz sobre la ignorancia del morir y alumbrar el itinerario a otros peregrinos.

Lo que vas a leer es una serie de experiencias e historias reales, vividas cuidando a cientos de personas a los que el niño se acercó para acompañar. Podrás percibir cómo en los momentos de máxima vulnerabilidad, conforme todo lo conocido se desvanece, se vislumbra otro nivel de realidad y se intuye un camino insospechado que nos lleva a un destino de confianza, paz y gozo, sin miedo al horizonte y con coraje para vivir plenamente la vida hasta que se acabe esta etapa.

1 Preparando el viaje

 

 

 

 

 

En el verano de 1959, los niños en el Pont d’Inca ayudábamos en las faenas de la casa. En la nuestra, además del corral con su huerto, teníamos un gallinero y una conejera de la que, de vez en cuando, la abuela sacaba un conejo, lo anestesiaba de un golpe certero detrás de las orejas y lo ataba a la rama del limonero plantado en el centro del huerto: lo colgaba hábilmente con una cuerda de las patas de atrás y, con mucha habilidad y un cuchillo, lo arreglaba para después cocinarlo, mientras los niños contemplábamos asombrados su pericia para separar el pellejo de aquel cuerpecito, que acababa sangrando en un plato con los ojos abiertos. Mi abuela sabía hacer con gran tranquilidad y destreza cosas difíciles y útiles.

 

 

Hierba para los conejos

 

Una noche la abuela me encargó ir a primera hora del día siguiente a recoger hierba para los conejos; me dio permiso para utilizar la bicicleta del abuelo, la grande, y me avisó de que el saco y la azada estaban preparados en la cochera. Este encargo de la persona más importante de nuestra tribu, a mis diez años, suponía un gesto de confianza y una responsabilidad que me ilusionaban.

El mejor sitio para recoger hierba era la finca de C’an Sbert, a algo más de un kilómetro de casa. Debía pedalear un rato por la carretera de Inca, y, a esa temprana hora de la mañana, apenas había tráfico. Me fui después de desayunar en la bici grande, con ganas y el fresco de cara, solo y contento. Al llegar al desvío, giré para cruzar la carretera y entrar en la finca. Entonces, algo me cambió la vida.

No sé de dónde salió, no la oí ni la vi venir, pero una Vespa que iba de Palma a Alcudia me embistió, atrapó mi pie izquierdo entre el parafango y la rueda de delante, me rompió la tibia y el peroné, me cortó los tendones de los flexores del pie y me lanzó al aire: al caer me golpeé la cabeza y quedé inconsciente; además rompió la bici de mi abuelo, quien, como yo, ya nunca sería el mismo de antes.

Lo siguiente que recuerdo es una extraña sensación de flotar en brazos de alguien que me había recogido de la carretera y que me sostenía en el asiento trasero de la moto que otro hombre conducía con apremio hacia la casa del médico del pueblo. Podía escuchar el ruido de la moto, la conversación de los dos hombres, y notaba el fluir caliente de la sangre que caía del pie izquierdo, abierto por el empeine, sobre el derecho, que, intuitivamente, se había ofrecido a sostenerlo. Me sorprendió no sentir dolor y que todo estuviese en negro: podía oír, pero no veía; luego supe que eso se llama conmoción.

Pronto —entonces todo era cercano—, llegamos a casa de don Sebastián, el médico, que me tumbó sobre la camilla y empezó con las primeras curas. Por suerte, al abrir los ojos ya podía ver. Estaba asustado, no recordaba nada ni entendía lo que pasaba, necesitaba agarrarme a alguien que me diera confianza; lo primero que busqué fue la cara de mi padre: lo encontré junto a mi tío, los dos pálidos y más aterrados que yo. No me gustó. Seguí buscando y me di cuenta de que alguien en la habitación estaba tranquilo, controlaba lo que había que hacer, se comportaba con aplomo y seguridad y no tenía miedo. Era el médico, que me ayudaba, me tranquilizaba, y eso sí me gustó. Sé que en ese momento me enamoré de aquella figura. Años después descubrí que, el día del accidente, la vocación entró por la herida del empeine de mi pie izquierdo, de la que aún guardo una amplia cicatriz.

Al parecer, don Sebastián le dijo a mi padre que debían trasladarme a Palma para operarme urgentemente, pues había riesgo de tener que amputarme el pie. Gabriel, del Bar Nacional, taxista ocasional, nos llevó a casa del cirujano que iba a ser mi salvación: don Ramón, un apasionado republicano que, en aquellos días, era el cirujano estrella de la ciudad. Como comercial de maquinaria agrícola (de hecho, le había vendido a don Ramón una instalación de riego para su finca rústica), mi padre era un hombre pobre que estaba dispuesto a apostar por el mejor, costase lo que costase, para tratar de no amputar la extremidad de su hijo mayor.

En la camilla, don Ramón me examinó y me advirtió: «Ahora puede que te duela un poco». Yo ya me había entregado a las manos de quienes —ante mis ojos de niño— no tienen miedo, y en ese momento me aflojé y me dormía: algo me decía que ya podía soltarme, que estaba en un lugar seguro. A las pocas horas entré en el quirófano, del que salí con un yeso en la pierna, abierto en el empeine para vigilar la cicatriz.

La habitación de la clínica era luminosa; venían a verme los tíos y los primos, me traían golosinas, me sentía importante. Y, por un corto periodo de tiempo, conseguí quitarle el protagonismo a mi hermano, ¡siempre centro de atención de todos! Bueno de todos excepto de mi abuelo.

Pasaron los días y regresé a casa con un par de muletas y una escayola en la en la pierna izquierda, que, de momento, no podía apoyar. Había entrado por primera vez en un hospital, y lo había hecho por la puerta de urgencias.

 

 

Una familia especial

 

Sebastián, mi abuelo materno, era albañil; nacido a finales del siglo XIX, aprendió a leer y a escribir y llegó a ser maestro de obras y a dirigir su propia empresa, con media docena de picapedreros, como llamábamos a los albañiles. Era el patriarca de nuestra tribu, y, con mi abuela, la de los conejos y otras habilidades, tuvo cuatro hijos: tres mujeres —mi madre era la mayor— y un varón, Melchor (el tercero), que heredaría la empresa.

Sebastián era un hombre hecho a sí mismo que compró unos terrenos a las afueras de Pont d’Inca y construyó una casa para cada hijo alrededor de la suya. Las casas se comunicaban por el corral. En verano, las cenas familiares en el patio de mis abuelos suponían una escena muy mediterránea, como las que a menudo muestran las películas italianas. Sebastián contaba anécdotas de su vida y solía acabar con alguna palabrota. Decía: «¡Siempre he trabajado como un hijo de puta!». ¡Esos días me encantaba mi familia!

Nací el primero de los nietos del líder del clan, fui el mayor de la hija mayor y más mimada. A mis dieciséis meses llegó al mundo mi hermano Sebastián —y, seis años después, mi hermana Luisa—, al que, como nunca ha crecido, lo seguimos llamando Tito. Entonces los partos se hacían en casa, y, al parecer, el de mi hermano fue complicado: conforme crecía, descubrieron que en el suyo había pasado algo que lo marcaría para siempre.

Tito apenas sostenía la cabeza; le costó mucho aprender a caminar y nunca consiguió hablar ni avisar de si tenía pipí o caca; se quedó como un bebé de dos años, y así sigue hoy a sus setenta y tres. Mi madre se negaba a reconocerlo; ella y mi padre empezaron un peregrinaje por consultas de neurólogos, pediatras y curanderos, incluso llegaron a la península, empujados por la angustia y la necesidad de curar a su hijo pequeño. Se gastaron lo que no teníamos, y el abuelo Sebastián, conmovido por el drama de su primogénita, ayudaba lo que podía.

En aquella época, mi vida era bastante especial. Por una parte, percibía la tristeza de mis padres; por otra, sentía la vergüenza de salir a la calle con mi hermano, que se comportaba de manera extraña, gritaba, se ponía la mano en la boca y salivaba. Yo me avergonzaba y me entristecía al ver a mi madre llorar cuando la gente preguntaba:

—¿Qué le pasa a este niño?

Porque un hijo diferente se interpretaba (al menos en casa) como el castigo divino por los pecados de alguien de la familia. El mantra de mi madre era: «Dios mío, ¿qué hemos hecho para merecer esto?».

Yo notaba que apenas me prestaban atención, todos pendientes de Tito, y, solo cuando llegaba a casa con una buena nota del colegio, parecían salir de su obsesión y reconocer que tenían otro hijo. Percibía que las calificaciones positivas aliviaban de manera temporal la desgracia que había en casa, lo que explica mi posterior dedicación a sacar buenas notas y a buscar el reconocimiento externo (al descubrirlo, me dije «es gracias a Tito», pues, casi seguro, sin la necesidad de ganar el interés de mis padres, no habría desarrollado mi currículum académico).

Con el tiempo, tuve que trabajar mi ambivalencia emocional con mi hermano, que era un canalla que me robaba la atención de mi madre y, a la vez, alguien profundamente vulnerable, que me producía una enorme ternura y al que intenté durante meses, a mis seis años, enseñarle a hablar: durante tardes enteras, intentaba que repitiese las palabras papá y mamá, sin ningún éxito.

Mi madre estaba pendiente de Tito y mi padre estaba pendiente de mi madre; en aquel ambiente, una persona se daba cuenta de mi soledad, me cuidaba y me mimaba como a un huérfano emocional: mi abuelo Sebastián. Yo sentía que era su favorito, y para mí él era Dios, un referente. Recuerdo, en invierno, ir agarrado de su mano grande, callosa y caliente, de camino al cine en las afueras del pueblo, él con su abrigo largo marrón. Compraba para mí unos cacahuetes y, después del nodo, veíamos una película de Antonio Molina o de Joselito. ¡Mi abuelo era lo que más quería en el mundo!

Cuando aprobé el ingreso en bachillerato, orgulloso de mi éxito, le fui a mostrar la nota al abuelo, entonces ya enfermo; desde la cama llamó a todos los de la casa para que vinieran a escuchar su pronóstico. Con tono solemne, proclamó:

—Quiero que sepáis que este niño, de mayor, será… —se quedó un rato en silencio, como buscando algo grande, un personaje de prestigio o de poder; yo me mordía el labio con nerviosismo, expectante. Por fin, retomó la palabra—. Será… ¡sargento de la Guardia Civil!

Era su manera de decir que confiaba en mí. Me emocionó que, desde la cama, me lanzara esa profecía y apostara por mi futuro delante de los demás. Y me prometí no defraudarlo.

Poco antes de mi accidente, el abuelo Sebastián había empezado a quejarse de dolor de espalda y había sido tratado por ciática; al no mejorar su situación, ingresó en una clínica. Regresó peor, con una sonda urinaria, incapaz de levantarse. Cuando, algún tiempo después de mi operación, me dejaron apoyar el yeso, fui a visitarlo: me impactó verlo tan delgado, ojeroso, pálido y triste, encamado en su cuarto y con la voz apagada. En el dormitorio había un olor fuerte que más adelante volvería a reconocer en algunas habitaciones de los enfermos que se están preparando para dejar de su cuerpo. Lo del abuelo era un cáncer de próstata avanzado, con metástasis óseas e incurable.

En aquellos días la morfina estaba muy estigmatizada y no se usaba; en el patio de mi casa, pasaba horas oyendo gritar de dolor a mi abuelo. Me sentía impotente y conmovido viendo cómo sufría, cómo se apagaba la fuente de mi ternura, la persona que tanto me acompañaba, y yo no podía hacer nada para evitarlo. Sin embargo, no quería llorar, ya había suficiente drama; yo, que era el mayor, tenía que ser un hombre, y me habían enseñado que los hombres no lloran.

Una mañana los gritos cesaron. Entendí que algo había empeorado cuando comprobé que la casa de mi abuelo estaba llena de gente, de familiares y vecinos, pero no terminaba de entender qué ocurría. Hasta que, al fondo del corral, vi al tío Melchor, escondido de los demás para llorar. Entonces me quedó claro.

Noté un desgarro que me partió por dentro; recuerdo que sentí tristeza, pero, sobre todo, viví una oleada de indignación e injusticia. Decidí que no debía hundirme ni dejar que eso quedara así: «No puedo permitirme llorar y pensar: “El abuelo se ha ido al cielo y ya está”. No puede ser, es injusto que la gente muera así, no está bien, hay que cambiarlo, ¡esto NO ACABARÁ ASÍ! ¡Hay que hacer algo!».

Imagino que mi grito interior, desde la desesperación de alguien que queda doblemente huérfano a los diez años —por no percibir el cariño de los padres y por perder entonces el único sostén emocional de la infancia—, llegó a algún sitio desde donde siento que ha manado la energía que me ha permitido hacer este viaje, impulsado por un destino que aquel día se escribió y que luego os contaré. Pasaron muchas cosas que solo entendí años más tarde, al rebobinar mi historia y comprender por qué soy como soy y hago lo que hago.

Ahora sé que, aquel día, este niño se indignó con la muerte —o, mejor dicho, con una forma tan dolorosa de morir— y se sintió impotente, y todas las lágrimas se convirtieron en furia y en ganas de transformar el relato. Se prometió cambiar las cosas, que aquello no podía seguir ocurriendo, y en su corazón comenzó a fraguarse un nuevo guion.

También sé que la herida que se abrió nunca más se cerró del todo, quedó en silencio, abierta, y por ella, desde el fondo, emerge la luz de la ternura hacia mi abuelo, al que no pude abrazar, y la que he seguido buscando en cada persona que agoniza para acercarme, conectar, consolar y aliviar.

Sé que, aunque no tuve la oportunidad de cuidar y acompañar a mi abuelo mientras sufría, mi corazón roto me permite ahora acercarme con calidez, respeto y ternura a los que se encuentran como él; cuando me acerco a ellos, se sienten acogidos y acompañados, y el amor que se manifiesta entre nosotros nos alivia al enfermo y a mí, y los dos salimos mejor del momento.

Quizá suene muy raro, pero los sanadores heridos somos así, gente extraña. Personas a las que, en nuestra historia, algo nos ha roto el corazón y, en lugar de buscar consuelo en sucedáneos o anestésicos, hemos acordado con el destino dejar la herida abierta porque por ahí es por donde nos podemos acercar a otros heridos, entenderlos y atenderlos, con una mirada que trasciende lo superficial y es fuente de sanación y alivio para ambos.

Dar sentido a la herida es usarla para que la luz de la conciencia —que es amor— emerja para alivio de sufrientes, y, en el flujo en el que el sanador herido cuida al otro, también alivia su dolor y profundiza en su propio ser.

Este es el fundamento desde donde se cuenta mi historia y todas las que ahora os mostraré para que conozcáis un poco mejor el intenso y complicado viaje que hizo aquel niño enfadado con el mal morir.

2 Quiero ser médico y cuidar

 

 

 

 

 

Cuando tenía nueve años, mi padre me sacó de la escuela del pueblo y me mandó a estudiar el bachillerato a la capital, cosa poco común por aquellos días entre los niños de mi edad. Ocho años después, mientras cursaba COU, empecé a sentir que me gustaba la idea de ser médico, una osadía vista la situación económica en casa. Al no tener universidad propia, los de las islas debíamos costearnos —además de los estudios— los viajes y el hospedaje, lo que quedaba claramente fuera de las posibilidades de mi familia.

Mis únicos contactos con la medicina eran don Sebastián y don Ramón. Un día me presenté ante el segundo y le dije:

—Don Ramón, me parece que quiero ser médico, pero no estoy seguro de si serviré.

—Mira, yo toda la vida he querido ser cirujano, y, para que te hagas una idea, ¡con nueve años ya capaba gatos! —contestó desde su baja estatura con su característica energía.

Pensé: «No sé si soy la persona indicada, ¡nunca he capado un gato!». Entonces, me hizo una propuesta que me relajó:

—Mira, salgamos de dudas: mañana te vienes conmigo, entras en el quirófano y vemos cómo te sientes.

Al día siguiente, entre excitado y temeroso, llegué con aquel hombre menudo al Hospital General de Mallorca en el que años más tarde trabajaría como médico durante cerca de dos décadas y donde acompañaría a mi padre y mi madre en su último viaje.

A mis diecisiete, el quirófano me pareció un lugar solemne y reverenciable. Don Ramón me indicó: «Yo me voy a lavar y tú te pones la bata y entras. Y no toques nada ni te acerques demasiado a la mesa. Miras y ¡ya está!».

Pasé al quirófano y me situé