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El niño y las olas es una maravillosa historia para lectores y lectoras a partir de doce años, un cuento de superación, de sueños que se cumplen y de imaginación desbordante que nos enseña a enfrentarnos a todas las olas que nos vienen de frente, no importa lo grandes y negras que sean, porque siempre hay un modo de cabalgarlas.
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Seitenzahl: 105
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Milo J. Krmpotic
Saga
El niño y las olas
Copyright © 1999, 2021 Milo J. Krmpotić and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726758672
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Discutir con una isla es un asunto muy complicado. Esos
pedazos de tierra se pasan la vida intentando que el agua que
los rodea no acabe por engullirlos, así que su carácter es
terco y decidido. De hecho hay ocasiones en que el mar, con
toda su fuerza, se cansa de insistir y termina buscando la
amistad de la isla y de sus habitantes.
Exactamente eso es lo que sucedió en Waialoha. Allí la
tierra vio crecer una raza de hombres y mujeres de gran fuerza
y valor, que aprendió a comunicarse con las olas y con el
viento. Su hogar no estaba limitado por la blanca arena de las
playas, sino que se extendía mar adentro, tan lejos como se
pudiera remar.
Yo fui uno de ellos, aunque ha pasado mucho, mucho tiempo,
y mis recuerdos se han transformado en historia. Por eso
quiero contarlos como si yo no hubiera estado allí; de ese
modo me será más fácil hablar del pueblo que construyó tablas
de madera para deslizarse sobre las olas, para escribir sobre
su blanca espuma.
Cuentan las leyendas que Nakanu, el dios del mar, escoge a
los reyes de Waialoha por ser los más valientes entre los
valientes. Pero yo os contaré de una época en que la isla no
tenía rey, en que sus habitantes desconfiaban de la bondad
de Vaikava -pues ese era el nombre que daban al agua a su
alrededor-, una época de incertidumbre que acabó cuando...
Pero no, no avancemos acontecimientos. ¿Acaso teneis prisa?
Los cuentos, aunque sean reales y verdaderos, deben ser
contados desde el principio. Así que podríamos comenzar por
aquella mañana... Tampoco, en tal caso la historia resultaría
demasiado larga y no es cuestión de teneros horas y horas
aquí, escuchándome. Qué tal si partimos del día en que Keanú,
el hijo del desaparecido Rey Ho, habló por vez primera con
las olas...
Si, creo que eso será lo más adecuado.
El sol se elevó lentamente, quizá por que la corta noche no
le había permitido descansar lo necesario. Desde luego no
podía faltar a su cometido, dejando a Waialoha en la oscuri-
dad, pero tampoco se sentía con fuerzas. Iba a ser un día
luminoso, aunque de poco calor.
Las canoas, hechas con troncos de palmera, ya habían regre-
sado de la pesca. Los hombres iban de un lado al otro del
poblado, arreglando las chozas o simplemente persiguiéndose
entre ellos, mientras las mujeres cantaban. Y como cada día,
los niños habían sido enviados a la playa para que Vaikava,
el mar, fuera su escuela y maestro.
Aquella mañana Munga se sentía especialmente orgulloso.
Se sabía el más fuerte y valiente de los niños, lo que no era
ninguna novedad, pero es que además tenía entre las manos su
nueva Miro, la tabla hecha con madera del Arbol Blanco. Sus
padres se la habían entregado la noche anterior, lo que
significaba que ya le consideraban adulto. Al verla, todos
los demás habían abierto la boca por la sorpresa, y quizá un
poco por la envidia. Todos menos uno.
-¿Qué te parece esto? -gritó Munga desde el agua, levan-
tando la tabla.
Keanú, sentado en la orilla, no le respondió. Ni tan
siquiera levantó la cabeza.
-Déjale tranquilo -pidió Maoni, que no llevaba su diadema
de flores por haber estado nadando.
-Siempre le defiendes, pero es un cobarde -insistió Munga-.
Todos se ríen de él.
-Se ríen por culpa de tus burlas -respondió Maoni, y comen-
zó a nadar hacia la orilla.
-¡Es tan cobarde como la luna, que casi nunca se atreve a
salir de día! -gritó Munga entonces.
Maoni pudo oir como los demás celebraban la ocurrencia,
pero al llegar junto a Keanú no les prestó más atención.
-¿Me devuelves la diadema? -le pidió mientras retorcía
sus largos cabellos para escurrir el agua.
Keanú se la alcanzó, preguntándose una vez más cómo se
sostendría aquella diadema hecha tan solo a base de flores
trenzadas. La mayoría de chicas se sujetaban el pelo con finas
piezas de madera, el resto lo llevaban suelto, y sólo Maoni lo
adornaba con esa mezcla de flores rojas, amarillas y naranjas.
-¿A dónde vas? -preguntó al ver que Maoni se giraba, dis-
puesta a alejarse.
-Tengo que ayudar a mi madre -respondió ella, y se puso a
correr en dirección al poblado.
Keanú no era un chico triste, pero al tener una única amiga
reía y jugaba mucho menos que los demás. Le gustaba estar
solo, o casi solo, subir a los árboles con Maoni, y sobre todo
imaginar. A menudo soñaba despierto con ser rey de Waialoha
como su padre, aunque sabía que eso no sería posible...
-¿En qué piensas?
La voz le sorprendió. Keanú miró a su alrededor, mas no
había nadie cerca.
-¿Quién eres? -preguntó.
-¿Es que no me ves?
-Te oigo pero no te veo -dijo el niño girando la cabeza de
aquí para allá-. ¿Eres un espíritu?
La voz soltó una carcajada que fue ganando intensidad hasta
desaparecer de golpe. Entonces volvió a sonar lejana.
-Un espíritu... No, en realidad soy una ola -Keanú miró al
mar, donde le pareció descubrir dos ojos amables entre la
espuma de la ola que acariciaba la orilla-. ¿Me ves ahora?
La ola rompió.
-Ya no. ¿Dónde te has metido? -preguntó Keanú buscándola.
-Sigo aquí -dijo ella acercándose-. Voy y vengo, voy y
vengo, voy y...
La ola rompió de nuevo con un chasquido.
-...vengo -Keanú acabó la frase por ella.
-¡Exactamente! Dime, ¿qué haces en la... -la voz desapare-
ció ahogada por la espuma.
-¿Qué hago dónde?
-...en la orilla? Todos los demás juegan con nosotras y...
Keanú se cansó de tanta interrupción.
-¿No podrías acabar las frases antes de romper?
-¡La culpa es tuya! -protestó la ola.
-¿Mía? -preguntó el niño sorprendido.
-Claro. Si estuvieras en el agua con nosotras... -la voz se
cortó, volvió a aparecer -...seguirías nuestro ritmo y no te
molestaría -se apresuró la ola a concluir.
Keanú se quedó pensativo.
Y es que el niño tenía motivos para pensar, por que el agua
le daba miedo, pero la conversación con la ola le impulsaba a
acompañarla en su suave y lento vaivén. Por su cabeza pasaron,
en un instante, muchos recuerdos. Algunos los había vivido,
mientras que los restantes formaban parte de la leyenda de
Waialoha, y por ello los había oido a lo largo de noches y más
noches en las canciones de las mujeres.
Respecto a su padre Keanú recordaba poco, pero como todos
en la isla conocía su historia y sentía escalofríos al reme-
morarla. El valiente Rey Ho había sido un hombre fuerte, de
pelo rubio largo y rizado. Su mirada era profunda y tranquila
como el mar. Pero el mar en ocasiones también se enfurece,
llegando a ser temible. Es entonces cuando descarga su rabia
a través de la Ola Negra.
Nakanu, como la mayoría de dioses, es caprichoso, le gusta
jugar. Por eso, una vez en la vida de cada rey, el mar se alía
con la tormenta para crear la Ola Negra, que se levanta a una
altura de dos palmeras y cae sobre Waialoha. Es entonces
cuando el rey debe probar su valentía, recibiendo la ola con
su tabla, y deslizándose sobre ella hasta domarla. Si no lo
consigue, la ola choca contra la isla y le arranca un pedazo
como si de un gigantesco mordisco se tratara.
Los ancianos, que guardan la memoria de nuestro pueblo en
canciones, recuerdan la Ola Negra del Rey Ho como la más
terrible de todas. Aún hoy las mujeres recitan estas palabras:
El día se hizo noche
la tormenta calló al sol
gracias a los vientos
el agua se elevó
rápida como el conejo
negra como el dolor
con mil reflejos plateados
cada uno un tiburón
el agua furiosa
un solo hombre encontró
para defender la isla
y su nombre era Ho.
Así fue, el rey partió al encuentro del mar mientras Keanú,
que había perdido a su madre al nacer, fue llevado con Maoni y
los demás niños al centro de la isla en busca de refugio.
Tenía solo cuatro años, pero no le costó demasiado comprender
lo sucedido cuando vio regresar a los hombres con la tabla de
su padre partida por la mitad.
Después vinieron las historias de los que vieron la lucha
desde la orilla. Ho se había hecho al agua pese a que la Ola
Negra cubría el horizonte hasta una altura tal que amenazaba
con morder al mismísimo cielo. El rey nadó a su encuentro,
rodeado de tiburones y de rayas, se dejó elevar por la ola,
y cuando se encontró en la cumbre se puso en pie sobre su
tabla para comenzar a deslizarse.
Más de una vez la ola cambió de dirección y de velocidad
para sorprenderle, pero Ho no perdió jamás el equilibrio.
Durante horas sorteó a las bestias marinas que intentaban
hacerle caer poniéndose en su camino. Durante horas subió y
bajó a lo largo y ancho de la ola, que por cansancio se fue
haciendo cada vez más pequeña. Hasta que su tamaño dejó de
representar un peligro para la isla.
Ho había vencido; en la orilla los hombres bailaban de
felicidad. Pero nunca te debes fiar de la Ola Negra. Cuando
más débil parecía, cuando más cerca estaba de morir, la ola
abrió su terrible boca y tragó al rey, rompiendo su tabla
en dos.
La tierra no había temblado. El sol brillaba de nuevo y
el mar volvía a estar azul y calmo. Pero Ho no salió del
agua.
Desde entonces la isla se sintió un poco huérfana. Según
los ancianos, puesto que la Ola Negra se había llevado al
antiguo rey, lo correcto era esperar que la aparición de la
siguiente Ola Negra trajera consigo un nuevo monarca. Aquel
que la detuviera demostraría la fuerza y valor necesarios
para reinar. De entre los jóvenes, todos confiaban en Munga.
Keanú, en cambio, jamás podría ser rey, pues le tenía miedo al
agua.
Pero a veces las cosas cambian con la misma velocidad con
la que el día cede su puesto a la noche.
-Vamos, vamos, vamos... -protestó la ola.
Keanú la miró sorprendido.
-¿Qué quieres?
-¿Me acompañas o no?
-No lo sé -respondió el niño moviendo la cabeza, como si
eso le pudiera ayudar a tomar una decisión -. ¿A dónde?
-A ningún lado y a todos... -dijo la ola- ...yo no me
muevo de aquí, pero voy y vengo, voy y vengo... -se cortó de
nuevo, para acabar diciendo-. Hay tanto que ver...
Keanú se puso de pie. En su interior luchaban dos fuerzas
poderosas; el miedo que había sentido desde la desaparición de
su padre, contra la curiosidad que la ola despertaba en él.
Podía oir los latidos de su corazón, y notaba un desagradable
cosquilleo en las piernas. En el momento de tomar una deci-
sión, Keanú fue sabio.
El miedo no era un buen compañero; a veces le había tenido
noches enteras sin dormir, apretando su alma. Además era muy
egoista, cuando estaba con él no le dejaba hacer otras cosas.
En cambio, la ola se movía con tranquilidad, era amable y le
invitaba a conocer. ¡Por fin se daba cuenta de que no debía
hacer tanto caso a sus miedos!
-¿Vienes? -insistió la ola.
-Si -respondió Keanú-. Vengo.
Así, la ola observó como el niño entraba lentamente en el
agua hasta que ésta le llegó por la cintura. Entonces se elevó
ligeramente, como dándole una cariñosa palmada en la espalda.
-Así me gusta -dijo.
Keanú sonrió, aunque en realidad se sentía tan bien que
hubiera podido reir a carcajadas. De repente se echó hacia
atrás, recostándose.
-Llévame -pidió.
Y la ola lo meció suavemente, cumpliendo su promesa. El
niño abrió los brazos y miró el cielo azul, por el que cruzaba
una espumosa nube con forma de hormiga. Sus oidos, que estaban
bajo el agua, captaban el chapoteo lejano de los demás niños,