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Creía que era el hombre de sus sueños. Pero su vida está en peligro… Cuando Ellie me dice que tiene novio, me emociono y tengo ganas de conocerlo. Por fin parece feliz y enamorada. Pero hay un problema. Ellie no lo ha visto en persona. De hecho, él ni siquiera vive en el mismo país. Nosotras vivimos en Inglaterra, pero Daryl está en Los Ángeles. Cuando invita a mi hija a quedarse con él en su lujosa mansión durante unas semanas, insisto en acompañarla. Necesito saber más sobre el hombre que la tiene tan enamorada. Daryl nos recibe en su casa de paredes encaladas, con una impresionante piscina y un jardín bañado por el sol. Pero una mañana descubro un terrible secreto en su sótano que lo cambia todo. Nos ha estado mintiendo desde el principio. Cuando voy a enfrentarme a él, Ellie y Daryl han desaparecido. La llamo al móvil, pero no responde. Tengo que encontrarla porque Daryl no es quien dice ser. Y haré cualquier cosa para protegerla. --- «¡Dios mío! ¡Lo he devorado en un maratón de lectura! ¡Impresionante! Tiene giros que me dejaron sin palabras. Merece mucho más que 5 estrellas, es un libro que hay que leer sí o sí». Heidi Lynn's Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Se me puso el pelo de punta y el corazón a mil […]. ¡Vaya final! No recuerdo la última vez que estuve tan enganchada […]. Totalmente adictivo, lo leí de una sentada […]. Completamente absorbente». Bookworm86 ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡IMPRESIONANTE! Me encantó todo de este libro… Dios, ¡qué bueno fue!… ¡Un éxito!». Judith D. Collins ⭐⭐⭐⭐⭐ «Me mantuvo en tensión y no pude dormir hasta llegar al fantástico final… 5 enormes estrellas de mi parte». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐
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Veröffentlichungsjahr: 2025
Daniel Hurst
El novio de mi hija
Título original: My Daughter’s Boyfriend
Copyright © Daniel Hurst, 2023. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Daniel Conde Bravo, © Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1404-8
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
First published in the English language in 2023 by Storyfire Ltd, trading as Bookouture.
El cartel de persona desaparecida empezó a moverse y a revolotear debido a la brisa, y finalmente despegó por completo del árido suelo del desierto sobre el que había yacido.
Surcó el aire bajo un cielo azul radiante. Las gruesas letras rojas de la parte superior del cartel eran casi tan llamativas como las montañas del mismo color que rodeaban aquella tierra desértica a varios kilómetros de Los Ángeles.
«¿Alguien ha visto a esta mujer?», podía leerse en el cartel, justo por encima de una fotografía de la persona a la que hacía referencia.
La mujer parecía tener veintipocos años. Era delgada, tenía el pelo largo y oscuro, y parecía feliz, a juzgar por la sonrisa con la que aparecía en la imagen. Pero, por supuesto, la foto había sido tomada antes de que desapareciera y, como nadie conocía su paradero ni lo que podía haberle ocurrido, no estaba claro que la mujer siguiera sonriendo.
Al girar debido a la fuerte brisa, el cartel quedó enredado en un pequeño remolino de polvo, una especie de torbellino que puede formarse en el desierto cuando la temperatura elevada del terreno seco interactúa con el aire más frío que tiene por encima.
El cartel giró y se retorció, sus bordes se curvaron y la imagen que contenía comenzó a aparecer y desaparecer continuamente de la vista, hasta que el remolino terminó escupiendo el cartel, que acabó deteniéndose en el suelo junto a una planta rodadora.
Desplegado en ese lugar, con el sol dándole de lleno, se podían leer las palabras que había debajo de la foto.
«MADRE DESESPERADA BUSCA RESPUESTAS. POR FAVOR, AYÚDENME A ENCONTRAR A MI HIJA».
Debajo de la frase había un número de teléfono al que podía llamar cualquier persona que tuviera información sobre la mujer desaparecida.
Pero, de momento, nadie había llamado.
Unos instantes más tarde, el viento volvió a levantar el cartel y lo impulsó hacia el desierto, quedando a merced de los elementos; nada más salir volando, una tarántula negra avanzó arrastrándose lentamente hasta ocupar el lugar que había dejado libre. El arácnido se sentía como en casa en aquel entorno salvaje, algo que no se podía decir de muchas de las personas que se aventuraban por allí, dejando atrás la ciudad de hormigón para experimentar la vida en el desierto.
Si para los estadounidenses aquel ya era un terreno complicado de transitar, para los europeos lo era todavía más, pues no estaban acostumbrados a paisajes tan inhóspitos ni a temperaturas tan extremas. Apenas había pasado una hora desde el amanecer, pero el mercurio del termómetro estaba subiendo rápidamente y continuaría haciéndolo durante varias horas más.
Nada que ver con Europa ni, en particular, con el Reino Unido.
Quizá por eso Dawn Andrews, una madre del sur de Inglaterra, habría preferido no haber ido nunca a aquel lugar. Más aún, habría deseado que su hija tampoco lo hubiera hecho.
Todo comenzó con un novio.
La hija de Dawn se enamoró de un americano.
Esa fue la razón por la que fueron a Estados Unidos.
Esa fue también la razón por la que sus vidas jamás volverían a ser las mismas.
DAWN
Puede que sea verano, pero eso no significa que el tiempo no esté frío y lluvioso cuando cruzo la ciudad, rumbo al café semanal con mis amigas, que nos sirve para ponernos al día. Maldiciéndome a mí misma por la estupidez de no haber consultado la previsión del tiempo, tengo que apañármelas sin paraguas, y voy quejándome interiormente de lo gris que es el clima en Inglaterra, incluso durante un mes que debería prometer sol.
Vaya mes de junio. Me siento igual que en lo más oscuro del frío enero mientras voy esquivando charcos, y me subo la cremallera de mi abrigo un poco más para retener algo de calor. Por suerte, no estoy muy lejos y, al cruzar la calle y abrir la puerta que tengo delante, me siento aliviada por disfrutar de un respiro de la lluvia.
Al entrar en la concurrida cafetería, percibo un intenso aroma a café y veo una pequeña cola de clientes ávidos de cafeína esperando a ser atendida por la experta barista que se encuentra al otro lado del mostrador. Pero, en lugar de situarme al final de la cola, me dirijo hacia una mesa grande que hay junto a la ventana del fondo, en la que ya hay otras tres mujeres sentadas.
A medida que me acerco a la mesa, las tres mujeres se percatan de mi presencia y me saludan, ofreciéndome una sonrisa. Pero lo que me produce mayor satisfacción es el café que me ofrecen cuando me siento, porque después de una noche muy larga y una mañana ajetreada, me muero por disfrutar de ese chispazo de magia que hay dentro de la taza de café que ahora sostengo en las manos.
—Gracias —les digo a mis tres mejores y más antiguas amigas, antes de tomar un sorbo del café, porque no estoy segura de cuál de ellas me lo ha pedido. Pero agradezco mucho no haber tenido que hacer la cola yo, aunque tendré que hacerla la semana que viene para devolver el favor.
—Parece que lo necesitas —me dice Maggie, la amiga a la que conocí en el colegio, pero que, ahora que ambas rondamos los cuarenta y cinco, sigue siendo una parte importante de mi vida.
—Sí —confirmo, dejando mi taza caliente sobre su plato a juego—. Estoy otra vez con turnos de noche.
Me refiero a mi empleo en un supermercado que abre las veinticuatro horas del día, donde he trabajado durante los últimos años. Un trabajo que nunca he disfrutado, no solo porque el salario sea una basura, sino porque llega un momento en el que la tarea de llenar y ordenar estantes se convierte en una rutina tediosa, interminable y agotadora.
—¡Anda, no, si creía que ya no tenías que trabajar de noche, ¿no era así?! —me pregunta Tanya, otra amiga del colegio, aunque hoy en día pasamos más tiempo hablando de nuestros hijos, nuestros trabajos y nuestros presupuestos mensuales para los gastos del hogar que de los flechazos con los chicos de la clase o de las bromas que gastábamos en el recreo.
—Sí, esa era la idea. Pero luego, con la subida de la factura de la luz, no me ha quedado más remedio que pedir más horas. Me hace falta el dinero.
—¡Dímelo a mí! —se queja Kirsty, la tercera y última amiga de la mesa, que lleva en mi vida desde que nuestros caminos se cruzaron en un trabajo cuando teníamos veintipocos años. Han pasado más de dos décadas y las dos seguimos trabajando tan duro como siempre para llegar a fin de mes, aunque mis circunstancias personales son un poco más complicadas que las suyas, puesto que ya no tengo una pareja que contribuya a hacer frente a las facturas.
—Es una locura cómo están los precios, ¿eh? —exclama Maggie—. ¡La factura de la luz está por las nubes! Además, a mí no me ayuda que mis tres niños se pasen tanto tiempo viendo la tele y jugando a videojuegos.
Me estremezco al pensar en el gasto anual que deben suponerle a Maggie sus trillizos, y, reflexionando sobre ello, me siento en parte aliviada por tener solo una boca hambrienta que alimentar.
—No te preocupes, pronto se habrán ido de casa —dice Tanya con optimismo, pero también con una dosis de realismo—. ¿Aún piensan ir a la universidad?
—Sí, y ya les he dicho que no puedo pagarlo todo, así que van a necesitar que les den un préstamo para estudiantes.
Las otras dos mujeres asienten ante la decisión de Maggie, y luego comparten sus experiencias en relación con sus propios hijos y cómo cambiaron sus vidas cuando se fueron de casa. Las dos hijas de Tanya también fueron a la universidad y ahora viven de alquiler con sus novios mientras empiezan a construirse una carrera en el mundo laboral. En cuanto a Kirsty, su hijo dejó el instituto cuando tenía dieciséis años y empezó a trabajar como electricista, lo que hizo que rápidamente fuera autosuficiente, mientras que su hija ya está en proceso de comprarse su primera casa a los veintitrés.
Esa es la razón por la que ahora me he quedado un poco callada en la mesa mientras mis tres amigas siguen charlando sobre lo caro que es criar hijos y cómo cambian las cosas cuando crecen y se independizan.
Soy la única que aún no ha experimentado lo que se siente cuando un hijo se va de casa.
Como madre de una hija que es preciosa y brillante, Ellie, soy consciente de que no me puedo quejar de absolutamente nada. Pero, aunque sea así, hay algo que me molesta un poco, y es el hecho de que Ellie tenga veinticuatro años, siga viviendo bajo mi techo y no parezca estar haciendo nada para que esa situación cambie.
No es que odie que viva conmigo, porque no es así. Si no siguiera en casa, yo estaría viviendo sola, y esa preocupación es casi tan grande como el precio de las facturas de la casa. Pero soy una persona realista, y no es ya que sea consciente de que seguramente no podrá vivir con su madre para siempre, es que tampoco me gustaría que lo hiciera. Estoy segura de que la independencia le vendrá muy bien, que será sano que intente forjarse su propio camino en la vida. Comprar su propia casa. Decorarla a su gusto. Tener un poco de paz. Privacidad. Y algún día, tal vez, llenar esa casa con su propia familia.
Pero, por el momento, Ellie no se mueve de casa, algo que no se les escapa a mis amigas.
—¿Cómo está Ellie? —me pregunta Maggie, antes de dar un sorbo a su café americano.
Sé que Maggie me lo ha preguntado porque se preocupa de verdad por mi hija y por mí y quiere ponerse al día, pero no puedo evitar sentirme presionada mientras mi cerebro busca algo que responder. Pero al final, como siempre, soy sincera con mis amigas.
—Sin novedades —respondo, intentando que mi voz suene relajada y despreocupada, pero sin conseguirlo—. Sigue trabajando en el restaurante, y sigue odiándolo.
—Ya encontrará su rumbo —dice Tanya muy amablemente, consciente de que mi hija aún no tiene ni idea de a qué se quiere dedicar y por ello lleva dieciocho meses trabajando por turnos sirviendo comida italiana a comensales hambrientos—. Al menos está acumulando experiencia, y las propinas deben ser buenas en ese sitio, ¿no?
—No lo sé. Nunca me lo cuenta —admito—. Suele quedarse en su habitación casi todo el tiempo que está en casa. No sé si saldría de ella alguna vez si no tuviera que ir a trabajar. Apenas queda con sus amigos.
Voy a coger mi taza de nuevo, pero miro a Maggie mientras lo hago y veo que hace un gesto a Tanya y Kirsty, una mueca que claramente significa que no estoy pasando por mi mejor momento en lo que se refiere a mi hija.
—¿Has vuelto a pedirle que contribuya a pagar las facturas? —pregunta Kirsty a continuación—. ¿O a preguntarle si estaría dispuesta a pagar algo de alquiler o una cosa similar?
—No, aunque sé que debería hacerlo —le respondo—. Pero la última vez fue tal desastre que me da miedo volver a sacarle el tema.
Llamarlo desastre se queda cortísimo. Hace seis meses le pregunté a Ellie si podía ayudarme con los gastos de la casa, no tanto porque necesitara ese apoyo económico, sino porque quería que entendiera que ser adulto conlleva ciertas responsabilidades. Pero se enfadó conmigo y, tras decirme que gana poquísimo por hora en el restaurante, me acusó de intentar echarla de casa. No era esa la idea; solo quería que comprendiera que no podía pretender vivir conmigo gratis para siempre, y aunque sabía que no ganaba mucho dinero, quizá tener esa conversación con ella podría provocar que intentara encontrar un trabajo mejor pagado para poder ingresar algo más. Pero, como nuestra discusión fue tan acalorada, me ha dado mucho miedo que la situación se repitiera, y por eso Ellie sigue viviendo en casa sin pagar alquiler y aún ajena a la realidad de tener que pagar facturas cada mes.
—Bueno, al final la cosa se arreglará —me dice Tanya, poniéndome una mano reconfortante sobre el brazo—. Los chicos son difíciles, y especialmente las niñas. Pueden ser muy cabezotas, pero ella aún es joven. Seguro que el año que viene a estas alturas habrá encontrado un trabajo que le guste y estará viviendo por su cuenta con su pareja o con algún amigo, y tú no recordarás por qué estuviste tan preocupada.
Sonrío porque aprecio esa predicción optimista. Pero interiormente no puedo evitar pensar que está muy lejos de la realidad. De momento, Ellie no ha hecho nada que sugiera que esté buscando un trabajo que le guste ni me habla de ningún novio ni nada por el estilo. Sin alguien con quien compartir el alquiler y las facturas de la casa a la que se mude, no sé cómo podría permitírselo. Todo eso me hace pensar que va a seguir en casa durante mucho tiempo, mientras que mis amigas ven cómo sus hijos han comenzado a volar y a prosperar a medida que se han ido convirtiendo en adultos independientes y responsables.
—Bueno, ¿alguien ha reservado ya sus vacaciones? —pregunta Kirsty, llevando la conversación hacia un tema más placentero—. No sé vosotras, chicas, pero yo estoy como loca por alejarme un poco de tanta lluvia.
Tanya nos cuenta que ella y su pareja están pensando en reservar un viaje de última hora a Italia, un lugar que me suena maravilloso y que me encantaría visitar algún día, mientras que Maggie menciona que se va a Tenerife a finales de mes, aunque, como siempre, no sabe si unas vacaciones con trillizos a cuestas serán realmente vacaciones.
—¿Y tú, Dawn? —me pregunta Kirsty mientras le añade otro sobrecito de azúcar a su café—. ¿Te vas al extranjero este año?
Me encantaría tener algo emocionante que contarles a mis amigas. Algo relacionado con una isla soleada a la que me voy a ir para descansar y recargar pilas durante una o dos semanas, donde me voy a hartar de cócteles y de vitamina D. Pero no puedo hacerlo porque no tengo planes de viajar al extranjero este año. Ni ningún otro, para ser sincera.
—No, aún no he reservado nada —contesto, intentando que parezca que hay alguna posibilidad de que eso pueda cambiar—. Quizá haga algo hacia el final del verano. Suele haber buenas ofertas en esa época.
Todas mis amigas dicen que es verdad, aunque no puedo evitar detectar cierta incomodidad, o incluso tristeza, entre ellas. Sé la razón que lo justifica, pero no me molesto en reconocerlo. No tiene nada que ver con que tenga poco dinero, eso está claro. Más bien, está relacionado con el hecho de que no tengo a nadie con quien irme de vacaciones, salvo mi hija, que parece odiarme, por supuesto.
Mientras la conversación vuelve a girar hacia otro tema y mis tres amigas charlan animadamente sobre esa serie nueva que nos tiene a todas esperando ansiosas a que salga el siguiente capítulo, hago todo lo posible para estar contenta y disfrutar de su compañía. Pero es difícil, no solo porque siento envidia de todas ellas por sus hijos con ambiciones y sus planes de viaje tan emocionantes, sino porque también tengo celos del hecho de que tengan una pareja con la que poder compartirlo todo.
Yo ya no la tengo.
Lo único que me espera cuando vuelva a mi casa en un rato es una joven temperamental y cabezota que no tendrá ningún interés en hablar conmigo si puede evitarlo.
DAWN
Mi casa está en completo silencio cuando entro en ella, pero sé que no estoy sola. Miro la hora y veo que son solo las cuatro de la tarde, así que aún me quedan unas horas hasta volver al supermercado para mi turno de noche. También sé que a Ellie le quedan un par de horas para volver al restaurante, aunque no es que espere pasar con ella algo de ese tiempo.
Como siempre, está en su habitación, con la puerta cerrada, señal inequívoca de que no quiere compañía. Pero me niego rotundamente a pasarme el día entero sin ver a la persona con la que comparto esta casa, así que, sin dudarlo, llamo a la puerta antes de abrirla e irrumpir en su habitación.
Espero encontrarme a Ellie tumbada en la cama viendo la televisión, que es como suele pasar el tiempo libre que tiene antes de volver al trabajo. Pero esta vez me sorprende, y en vez de parecer absorta frente a la tele, está sentada frente a su portátil.
Un portátil que cierra de inmediato en cuanto me ve entrar.
—¡Mamá! ¡¿Por qué entras así de golpe?! —me grita Ellie; me doy cuenta de que tiene las cortinas cerradas, un plato sucio junto a la cama y un montón de ropa desperdigada por el suelo.
—No he entrado de golpe —aclaro—. He llamado a la puerta. ¿No me has oído?
—¡No, claro que no!
—¿Por qué? ¿Qué estabas haciendo?
—¡A ti qué te importa!
Y así empezamos de nuevo. Un nuevo día, una nueva discusión.
—Son las cuatro de la tarde —le digo mientras me dirijo a las cortinas y las abro, permitiendo que entre en la habitación la tan necesaria luz del sol.
—¡Mamá! ¡Déjalas cerradas! —grita Ellie, y, de repente, me veo transportada diez años atrás, cuando mi hija era una adolescente de catorce años a la que había que despertar para que llegara puntual al instituto. Juro que había algunas mañanas en las que habría sido más fácil despertar a un muerto que a Ellie. Lo triste es que, varios años después, muy pocas cosas han cambiado.
—¿Qué te he dicho de estar tirada todo el día en la cama? Tienes que levantarte y hacer algo. No es sano que no salgas de tu habitación.
—Sí que salgo. ¡Me tengo que ir a trabajar dentro de nada!
—Pero estoy hablando de tu tiempo libre, Ellie, ¿no quieres hacer algo un poco más productivo mientras no trabajas?
—¡Lo que hago en mi tiempo libre es asunto mío!
—No, también es asunto mío porque vives conmigo, por si no te habías dado cuenta.
—¡Grrr, mamá, vete de aquí!
—¡No, no me voy!
Una vez más, he terminado envuelta en otro enfrentamiento con mi hija. Pero, aunque algunos días intento evitarlos —o, al menos, apaciguar cualquier discusión si llega a producirse—, hoy no estoy de humor para hacerlo. Después de pasar unas horas con mis amigas y escuchar que sus hijos están haciendo cosas maravillosas con sus vidas, no aguanto más viendo cómo mi hija desperdicia la suya.
—¿Cuál es tu plan, Ellie? —le pregunto mientras recojo varias prendas del suelo y las apilo sobre una silla que hay en un rincón.
—¿Mi plan? ¿Qué dices? Esta noche trabajo en el restaurante, como siempre.
—No, no te pregunto por tus planes de hoy, sino a largo plazo. ¿Cuándo vas a poner tu vida en orden y convertirte en una persona adulta? ¡Estoy harta de ir recogiendo tus cosas detrás de ti! El año que viene cumples veinticinco, Ellie. ¿No crees que ya es hora de que madures?
—Quieres decir que ya es hora de que me vaya de casa, ¿verdad? Eso es lo que quieres, ¿no? Quieres que me vaya a vivir a otra parte. Créeme, yo también quiero, ¡pero no tengo dinero! ¿Cómo voy a ser independiente si gano diez libras por hora como camarera?
—¡Pues búscate otro trabajo! Quizá también podrías pedir trabajar más turnos, ¿no?
—¡No quiero hacer eso!
—¡Bienvenida al mundo real! No se trata de lo que quieres hacer, sino de lo que tienes que hacer.
La verdad es que hasta me duele la garganta de lo mucho que he forzado la voz al gritarle a Ellie, y cuando veo lo impactada que está por mi bronca, me doy cuenta de que puede que me haya pasado un poco.
Dejo en el suelo las últimas prendas que acabo de recoger, me dirijo a la cama y me siento en el borde.
—Lo siento —le digo—. Es que estoy cansada porque me he pasado toda la noche trabajando, y al volver a casa me encuentro más trabajo por hacer.
—Yo también estoy cansada.
Pienso en mi hija, que, algo más de veinte años más joven que yo, no puede conocer el significado de la palabra «cansada», pero me muerdo la lengua e ignoro ese pensamiento antes de continuar la conversación.
—Solo quiero que seas feliz —le digo, esperando que mi hija contestona me crea.
—Pues tienes una forma un poco rara de demostrármelo.
—Ellie.
—Da igual, mamá. Déjalo. Tengo que prepararme para ir a trabajar.
Está claro que Ellie quiere que me vaya, y aunque no hemos resuelto nada, no tengo energías para quedarme más tiempo en esta habitación.
Me dirijo hacia la puerta pasando por encima de todo lo que hay desperdigado por el suelo, pero no me molesto en recoger nada más. ¿Para qué? Mañana estará todo por ahí tirado otra vez.
Pienso en ofrecerle a Ellie una taza de té o un sándwich antes de que se vaya a trabajar, pero al final decido no hacerlo porque quizá eso sea parte del problema. Hago demasiadas cosas por ella, le pongo las cosas demasiado fáciles. ¿Por qué se le iba a ocurrir irse de casa si aquí me tiene a mí corriendo de un lado a otro haciéndolo todo por ella? Cocinando, limpiando, pagando las facturas… Por eso, cierro la puerta de su habitación y vuelvo abajo, aunque, de camino, estoy casi segura de que la oigo hablando con alguien.
Me detengo antes de terminar de bajar, trato de escuchar con atención y, en efecto, oigo la voz de Ellie. Me pregunto con quién estará hablando y también cómo ha sido capaz de entablar tan rápidamente una conversación con alguien después de haber discutido conmigo. Me imagino que la bronca no la ha afectado lo más mínimo. Actúa con normalidad, como si no hubiera pasado nada, hablando con una amiga o con quien sea, probablemente por teléfono. O tal vez estaba hablando con alguien con el portátil justo antes de que yo entrara. Está claro que ha cerrado la pantalla a toda prisa, lo que sugiere que no quería que viera lo que estaba haciendo.
¿Estaría hablando con un chico? ¿Tendrá una relación?
Siendo su madre, estaría bien saberlo, debería tener derecho a saberlo, pero la verdad es que no lo sé.
Ellie me lo contará si quiere, pero tengo la sensación de que no lo va a hacer.
Me siento muy desanimada cuando entro en la cocina y me preparo algo caliente para beber, y todo porque estoy desbordada, incapaz de lidiar yo sola con los conflictos con mi hija. Es en momentos como este cuando un progenitor necesita a otra persona en la que apoyarse e, idealmente, esa persona sería el otro progenitor, quien debería asumir la corresponsabilidad del hijo que ambos trajeron al mundo. Pero esa no es una opción para mí, y cuando mi mirada se detiene en la foto de la nevera, mi corazón se rompe una vez más. Como cada mañana cuando, al despertar, recuerdo al hombre que perdí por el camino.
La foto de la nevera, la que está dentro del imán de Disneyland, me muestra como una treintañera de aspecto juvenil, muy bronceada y sexi con ese top corto y unos pantalones también cortos. A mi izquierda está Ellie, una niña de nueve años adorable, con una gran sonrisa en la cara y unas orejas de Minnie Mouse en la cabeza. Y al otro lado está Sean, un hombre atractivo y robusto, con el brazo sobre mi hombro y también con una gran sonrisa, que indica que es consciente de lo afortunado que es por estar en Florida con su preciosa familia.
Tenía razón. Tenía mucha suerte. Todos la teníamos.
Pero, luego, se nos acabó.
Siete años después de aquella foto feliz, Sean empezó a quejarse de unos dolores de cabeza muy fuertes, pero, teniendo en cuenta que trabajaba como peón en una obra muy ruidosa, a ninguno de los dos nos preocupó demasiado. Sin embargo, a medida que los dolores de cabeza empeoraban, afectando a cualquier ámbito de su vida, desde su capacidad para dormir hasta el simple hecho de poder estar concentrado mientras tenía una conversación conmigo, empezamos a preocuparnos de que fuera algo realmente malo.
Unos dieciocho meses después, recibimos la confirmación de que, en efecto, era algo muy malo.
Sean tenía un tumor cerebral, un diagnóstico impactante que nos descolocó por completo. Yo pensaba que serían migrañas, y esperaba que el médico acabara encontrando algo que lo ayudara a gestionarlas. Pero era algo mucho peor que eso, y cuando Sean ingresó en el hospital para operarse, me temí lo peor para mi familia.
No podía perderlo. Ellie tampoco. Pero ¿y si pasaba?
¿Cómo nos las arreglaríamos?
Por suerte, la operación fue todo lo satisfactoria que podía ser, y los médicos estaban convencidos de haber extirpado la mayor parte del tumor. El problema fue que no pudieron eliminarlo por completo, y eso significaba que, aunque la operación sirvió para darle algo más de tiempo de vida a Sean, eso era todo lo que tenía, algo más de tiempo. El reloj seguía corriendo y, aunque que yo me negaba a creerlo, nos dijeron que, en el mejor de los casos, en dos o tres años la operación dejaría de tener efecto y su salud se deterioraría hasta el punto de no poder hacer nada para salvarlo.
Mi marido, valiente y brillante, aguantó un poco más de lo que pronosticaron los médicos, casi cuatro años, un hecho del que sé que estaba orgulloso porque era tan testarudo como yo y, desde luego, como nuestra hija, y quiso desafiar las probabilidades todo el tiempo que pudiera. Pero no podía luchar eternamente contra su destino, y, cuando perdió la batalla, siendo arrancado de este mundo de manera cruel poco después de cumplir cuarenta años, me enfrenté de repente a una realidad nueva y aterradora.
No solo era una viuda con el corazón roto.
Era una madre soltera con pocos ingresos y una hija adolescente que seguía dependiendo de mí.
Si para mí ha sido duro sobrellevar la pérdida de Sean, igual de cruel ha sido para la pobre Ellie, que perdió a su padre a una edad en la que todos sus amigos aún disfrutaban del suyo. Sé que el hecho de que mi hija sea consciente de lo cruel y absurda que a veces puede ser la vida podría explicar en parte su falta de motivación y la apatía que parece mostrar ante todo lo que la rodea.
¿De verdad puedo culparla por no querer salir de casa para trabajar, ganar dinero, enamorarse y comprarse una casa cuando ha visto a su madre hacer todas esas cosas solo para terminar triste, estresada y sola?
La muerte de Sean hace cuatro años me cambió la vida para siempre, aunque acepté que lo haría, y por eso no me ha interesado rehacer mi vida con otra persona. Pero lo que me resulta más difícil de aceptar es que también ha cambiado la vida de Ellie, aparentemente posponiendo el momento en el que madure y se convierta en una mujer hecha y derecha.
Cuando oigo la música en el dormitorio de mi hija, señal de que se está preparando para ir a trabajar, dejo escapar un profundo suspiro, que confirma lo que ya sabía.
Aunque mi familia no era consciente entonces, el momento en el que se tomó la foto que tenemos en la nevera fue el mejor de nuestras vidas.
Aquel viaje a Estados Unidos fue lo mejor que nos iba a pasar.
Desde entonces, todo ha caído en picado.
ELLIE
Subo un poco el volumen de la música, me vuelvo a tumbar en la cama y cojo mi diario. Espero que el ruido que sale de mi habitación disuada a mi madre y que no vuelva a irrumpir aquí de nuevo, aunque no estoy segura de ello porque, como le encanta recordarme todos los días, esta es su casa y yo simplemente habito en ella. ¡Como si fuera algo que pudiera olvidar, y como si fuera a seguir viviendo aquí si no me quedara más remedio! Pero quién sabe, quizá pronto tenga esa oportunidad que ansío tan desesperadamente.
Abro el diario y encuentro la primera página vacía desde la última vez que escribí; cojo el bolígrafo y me pongo a redactar.
Hoy he vuelto a hablar con Daryl… ¡Esta vez ha sido una videollamada!
Se me dibuja una sonrisa en los labios al recordar la conversación que acabo de tener a través del ordenador con el chico del que me estoy enamorando en un abrir y cerrar de ojos.
Ha sido genial verlo en directo y hablar con él como Dios manda, no solo a través de mensajes. Está aún más bueno que en las fotos. Espero que él también piense que yo estoy buena. Me he maquillado un poco para la llamada, aunque tampoco demasiado, porque recuerdo que me dijo que le gustaba que las chicas tuvieran suficiente confianza en sí mismas y se mostraran naturales. Está claro que yo no tengo tanta confianza como para no maquillarme ante un chico que me gusta, pero no creo que se haya dado cuenta de que me había puesto un poco de colorete.
También reflexiono sobre lo contenta que estoy porque mi madre no se haya percatado de que me he maquillado un poco cuando ha entrado de golpe en mi habitación, porque si se hubiera dado cuenta, me habría preguntado para qué lo había hecho, llevando todo el día tirada en la cama. Pero no lo ha visto. Solo percibe las cosas malas, como el desorden de mi habitación o el hecho de que siga viviendo con ella, cuando está claro que quiere que me vaya de casa.
Volviendo a pensamientos mucho más agradables, me acuerdo de nuevo de Daryl y, mientras recupero la sonrisa, mi bolígrafo se mueve veloz por la página.
Me ha encantado verlo en pantalla. Su habitación parece muy guay, mucho más grande que la mía, y hay una piscina en su casa, así que por supuesto es mejor que la mía. Bueno, es la casa de su padre. Pero, al menos, su padre no está intentando echarlo de su casa…
A pesar de que intento con todas mis ganas olvidarme de mi madre y centrarme en lo que me hace feliz, no puedo evitar sentirme frustrada por cómo me acaba de tratar. Más aún, me frustra que haya entrado así de sopetón mientras hablaba con Daryl, porque no he tenido más remedio que cerrar el portátil de golpe para que no viera lo que estaba haciendo.
Ella no sabe lo de Daryl y no quiero que lo sepa. Empezaría a criticarme, me juzgaría y me diría lo que tengo que hacer; me apuesto lo que sea a que me sugeriría que deje de hablar con él. Sé que lo haría. Diría que es estúpido que esté hablando con un chico de Estados Unidos y que estoy perdiendo el tiempo porque estamos muy lejos el uno del otro. Pero no tiene ni idea. No es una pérdida de tiempo, aunque sea verdad que la distancia entre nosotros es enorme.
Me gusta Daryl, yo le gusto a él, y, sobre todo, me hace feliz. ¿No es eso lo que quiere mi madre? Eso es lo que dice ella, pero tiene una forma muy rara de demostrármelo, y por eso prefiero no contarle nada de esto.
Daryl estaba muy guapo con su gorra de béisbol de los Dodgers. ¡Ojalá estuviera tan morena como él! Dice que allí hace calor todos los días. Yo le he contado cómo es el tiempo aquí. Que llueve todo el rato, hasta en verano. Se ha reído, y luego me ha dicho algo increíble. Me ha dicho que, cuando por fin estemos juntos, tendré que irme a vivir a California, porque es mucho mejor que el soporífero Suffolk.
Vuelvo a dejar de escribir al notar cómo un escalofrío de emoción recorre mi cuerpo. Es la emoción ante la posibilidad real de estar junto a Daryl y poder tocarnos por primera vez.
Darnos la mano. Abrazarnos. Besarnos.
De momento, solo hemos interactuado a través de Internet, la única forma en la que podemos hacerlo teniendo en cuenta que vivimos a más de ocho mil kilómetros y a ocho husos horarios de distancia. Sí, lo he buscado en Google.
Empezamos a hablar cuando coincidimos por casualidad en una red social en la que usuarios de cualquier parte del mundo pueden conversar de forma privada entre sí. Es una aplicación genial y, desde que me la descargué hace seis meses, he mantenido conversaciones con todo tipo de personas, desde una chica de Argentina hasta la típica señora loca que vive sola con sus gatos en Australia. También he hablado con algunas personas de aquí del Reino Unido, pero todas eran bastante aburridas, y algunos de los chicos que al principio parecían interesantes resultaron ser unos cretinos que querían fotos mías, pero no me enviaban ninguna suya a cambio. Apuesto a que el motivo es que eran bastante mayores de lo que decían en sus biografías, probablemente tendrían cuarenta años o algo así.
Qué asco, vaya reliquias.
Pero entonces empecé a mensajearme con Daryl. Me di cuenta enseguida de que él era diferente, no solo porque su biografía estaba llena de emoticonos de palmeras y soles, sino por el lenguaje que utilizaba cuando empezamos a hablar. Tenía un estilo de escritura desenfadado y genial, como si lo hiciera sin esfuerzo y dijera lo primero que se le venía a la cabeza. No como yo, que me paso horas atormentándome, dándole vueltas a cada cosa que escribo. Algún día me gustaría ser escritora, aunque lo único que he conseguido escribir hasta ahora es mi diario, y no es que sea ninguna obra de arte.
Volviendo al diario, me obligo a escribir de nuevo porque no solo es la mejor manera de perfeccionar mi oficio, sino que también he descubierto que es la mejor forma de ordenar el caos mental que tengo en la cabeza.
Ha sido así desde que murió papá.
Me alegro de haber tenido la videollamada con Daryl, y creo que estaba yendo bien antes de que entrara mamá en la habitación. Hemos estado charlando todo el rato, no ha habido silencios incómodos. Me ha hecho reír, y yo también le he hecho reír a él un par de veces, aunque a lo mejor solo se ha reído de lo malas que eran mis bromas. Pero hemos congeniado muy bien, incluso mejor que a través de los mensajes que nos hemos estado enviando en estas últimas semanas. Ojalá estuviera charlando con él aún, pero no puedo arriesgarme mientras mamá esté en casa, así que le he dicho a Daryl que tendremos que hacerlo en otro momento. También me he disculpado por terminar la llamada de forma tan abrupta, pero él ha parecido comprenderlo. Sabe muy bien lo que es no tener mucha intimidad.
Vuelvo a dejar de escribir mientras pienso en lo parecidos que somos Daryl y yo. No solo tenemos la misma edad, sino que ambos seguimos viviendo en casa. Pero quizá la mayor similitud, y sin duda la que me hace sentir más unida a él, es que ambos sabemos lo que es haber perdido a uno de nuestros progenitores.
La madre de Daryl falleció hace tres años, poco después de que él se graduara en la universidad. Me contó que, después de vivir en un campus de Texas entre los dieciocho y los veintiún años, jamás pensó en volver a casa para vivir con su familia de forma permanente. Pero su madre murió repentinamente de un infarto en casa, a los cuarenta y tres años, lo cual es muy trágico. Preocupado porque su padre estuviera solo, regresó a casa, y allí ha permanecido desde entonces.
Una lágrima cae de mis ojos y termina sobre la página abierta de mi diario, pero no la intento borrar, sino que observo cómo se funde con la tinta y vuelve borroso lo que he escrito. Es una imperfección de este diario, pero no importa, porque todo es imperfecto. Desde luego, yo lo soy, y supongo que siempre lo seré porque jamás superaré lo que le pasó a mi padre, igual que Daryl nunca será capaz de superar lo que le pasó a su madre.
O quizá sí que consigamos superarlo.
Tal vez, cuando por fin estemos juntos, las cosas sean más fáciles para los dos y podamos ayudarnos el uno al otro a sanar.
El único problema es que tienen que ocurrir muchas cosas para que podamos estar juntos.
Tenemos que salvar la enorme distancia que nos separa, algo para lo que va a hacer falta tiempo, dinero y que uno de los dos se aventure a lo desconocido para ver al otro.
Pero esa es la parte fácil.
Lo más difícil es el primer paso.
Decirle a mi madre que tengo un novio en América.
