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Del autor superventas de La mujer del médico llega ahora una nueva y emocionante trilogía. Puede salvarte la vida. Pero ¿deberías confiar en ella? —Me llamo Darcy, soy tu enfermera y estoy aquí para ayudarte —repito las palabras que he dicho tantas veces. Pero esta vez… estoy mintiendo. Si me vieras paseando por la calle, probablemente pensarías que soy de lo más normal. Con mi impoluto uniforme blanco de enfermera y las manos meticulosamente lavadas, no habría nada en mí que te hiciera pensar que soy más que una buena ciudadana. Una buena enfermera. Pero las apariencias engañan. No deberías confiar en mí. Ni siquiera estoy segura de si yo puedo confiar en mí misma. Ahora, mientras me miro en el espejo, solo veo las ojeras marcadas bajo mis ojos y la sangre en mis manos. El corazón me late con fuerza mientras intento discernir si se oyen sirenas de policía en la noche. He roto todas las reglas que debería seguir una enfermera. Quería deshacerme de alguien, y ahora está muerto… por mi culpa. --- «¡Para leérselo de un tirón! Me tenía literalmente al borde del sofá con el corazón a mil… ¡Madre mía! No podía dejar de leer… Me repetía: "Solo una página más". Y la siguiente vez que miré el reloj eran las 4 de la madrugada. He disfrutado cada minuto». @coffeeandpages2021 ⭐⭐⭐⭐⭐ «Me zampé este libro… ¡Y menudo golpe de efecto! El ritmo es trepidante, la tensión va en aumento… y entonces llega ese giro impactante que te deja sin palabras». KKEC Reads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Justo cuando crees que lo tienes todo resuelto, el autor da un giro de 180 grados y la historia toma otro rumbo… Te dejará boquiabierto, pasando páginas sin parar para descubrir la siguiente sorpresa… Daniel es el rey de los thrillers de venganza… Un inicio estupendo para una nueva serie llena de giros y suspense…». Judith D. Collins ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una montaña rusa inesperada llena de giros sorprendentes». Novels Alive ⭐⭐⭐⭐⭐ «Está repleto de sorpresas, la mayoría ni me las imaginaba. Hurst siempre escribe thrillers inteligentes que te sumergen en una experiencia intensa… Estoy deseando ver a dónde nos lleva esta historia». The Book Review Crew ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 427
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Daniel Hurst
La enfermera
Título original: The Perfect Nurse
Copyright © Daniel Hurst, 2024. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Daniel Conde Bravo, © Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1424-6
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
First published in the English language in 2024 by Storyfire Ltd, trading as Bookouture.
Estoy de pie frente al espejo del baño, observándome con mi uniforme de enfermera, y se me pasa por la cabeza una pregunta.
¿Pertenecerá el próximo uniforme que vea a un agente de policía?
Una angustia asfixiante me hace agarrarme al lavabo, y me duelen las manos, las mismas que he utilizado para tratar a innumerables pacientes, pero que en estos momentos ni siquiera son capaces de proteger a su propia dueña.
Veo que tengo sangre en los nudillos de mi mano derecha, fruto de haberle dado un puñetazo al marco de fotos de cristal del pasillo hace un par de minutos. Ese marco de fotos, que está colgado en una pared junto a las escaleras, alberga mi título oficial de enfermera. Trabajé muy duro para conseguirlo, pero ya no me lo merezco.
No solo tengo sangre en los nudillos: también puedo verla en mi uniforme. Hay una mancha de color rojo oscuro en mi manga derecha, donde el carmesí empapa el blusón azul del uniforme, tiñéndolo con un tono siniestro. Pero esa sangre no es exactamente igual que la de mi mano.
Esa sangre no es mía.
Unos instantes después, me obligo a alejarme del espejo, salgo del cuarto de baño y dejo atrás el marco de fotos roto para bajar a la cocina. Allí, enseguida encuentro lo que he venido a buscar. Una caja de cerillas, en el armarito que hay justo encima del mostrador. La saco y compruebo cuántas cerillas contiene. Cuento cinco, que deberían ser más que suficientes para lograr encender un fuego mínimamente decente.
Cierro la mano con fuerza para que no se me escape ninguno de los fósforos que he encontrado, abro la puerta trasera de la casa con la mano que tengo libre y salgo al patio de atrás. Es verano, pero estamos en mitad de la noche, así que hace un aire fresco. Aún faltan unas horas para que vuelva a aparecer el cielo azul que lleva estando presente en esta ciudad los últimos seis días. La oscuridad es total aquí afuera, pero no por mucho tiempo.
Dejo las cerillas sobre la mesa de madera del patio y me pongo manos a la obra. Me quito a toda velocidad el uniforme y me quedo en ropa interior. Arrojo la ropa que acabo de quitarme a la hierba, cojo la primera cerilla y raspo su cabeza contra la superficie rugosa de la mesa. La cerilla se prende al instante, pero una racha de viento apaga la llama a la misma velocidad a la que se ha encendido; esta cerilla ya no me va a servir. Aún me quedan otras cuatro, así que repito la operación. Echo mano de una segunda cerilla y hago lo mismo que antes. La llama dura algo más de tiempo, pero no lo suficiente. Otra racha de viento provoca dos cosas: por un lado, me hace tiritar de frío y, por otro, apaga la llama de inmediato. Voy a tener que ser más cuidadosa a partir de ahora, porque me estoy quedando sin cerillas.
Con la tercera voy con más cautela, y pongo una mano alrededor de la llama nada más encenderla para tratar de protegerla de los elementos y resguardarla del viento. Intento cuidarla casi con tanto mimo como el que solía ejercer con mis pacientes. Mi esfuerzo extra se ve recompensado, porque esta vez la llama no se muere.
Ojalá pudiera decirse lo mismo de todo lo demás que toco.
Me arrodillo con mucha precaución para acercar la cerilla encendida hasta el montón de ropa que hay en el suelo y la dejo caer sobre mi uniforme de enfermera, con la esperanza de ver que la llama vaya creciendo. No lo hace de inmediato, así que temo que, otra vez, haya estado demasiado lenta. Pero termina haciéndolo. Hay un resplandor naranja tenue que titila, y esta vez no procede de la cerilla, sino de mis pantalones. Una prenda que he vestido durante demasiado tiempo, que me identifica como enfermera, junto con el blusón, que ahora empieza también a verse afectado por las llamas.
Como no quiero que el viento apague el fuego cuando aún está en sus primeras fases, me doy un poco de prisa para usar las dos cerillas de las que aún dispongo y añadir así más llamas; en menos de un minuto, mi uniforme está completamente envuelto en ellas.
Doy un paso atrás y observo cómo empieza a elevarse una columna de humo sobre el montón de ropa ardiendo. Me siento lo bastante satisfecha como para quedarme inmóvil contemplando el fuego hasta que llegue a su inevitable conclusión. Pero, en ese momento, recuerdo que me falta una cosa, así que vuelvo corriendo a la casa y trato de encontrarla a la desesperada.
La localizo en la mesita que hay junto a mi sofá. Está junto a una copa de vino vacía y un frasco de somníferos. La cojo y salgo corriendo al patio, rezando para que el fuego no se haya apagado todavía. No pierdo ni un segundo y arrojo mi tarjeta de identificación a las llamas. Aunque le cuesta un poco, veo cómo la tarjeta de plástico se va curvando y ennegreciendo lentamente a medida que el calor se apodera de ella.
Mientras se destruye mi tarjeta de identificación, veo desaparecer el nombre que figuraba en ella y el de la empresa privada de enfermería para la que trabajaba, así como la foto en la que aparecía sonriendo, cuando los tiempos eran más felices. Siempre había querido ser enfermera. Era el trabajo de mis sueños. Tanto de niña, jugando en casa a curar las dolencias imaginarias de mis padres, como también ya siendo una mujer adulta, atendiendo a pacientes reales con enfermedades mortales, había vivido mi sueño.
Pero se terminó convirtiendo en una pesadilla.
Espero pacientemente a que el uniforme y la tarjeta se destruyan del todo, y luego cojo un cuenco de agua de la cocina para rociar las llamas con el líquido frío. El pequeño fuego se apaga con rapidez y la oscuridad vuelve a apoderarse del patio trasero de mi casa. No me importa. La oscuridad que no soporto es la de mi cabeza, pero de esa no va a ser tan fácil escapar.
Vuelvo a entrar en la casa, cierro la puerta de la cocina y subo las escaleras, pasando de nuevo por delante del marco de fotos roto antes de entrar en mi dormitorio. Cuando llego allí, me deslizo bajo las sábanas, con el cuerpo semidesnudo temblando aún de frío y con lágrimas que ya han empezado a resbalar por mis mejillas.
Necesito dormir desesperadamente, pero tengo miedo de las pesadillas que sé que voy a tener. Porque sé que los veré.
A él, el hombre guapísimo que me hizo perder la cabeza.
Y a ella, la mujer guapísima que ya no está viva.
En mi estado de agitación, no puedo recordar todos los detalles de lo que ha sucedido, pero sí que sé una cosa: esa mujer está muerta por mi culpa.
Permití que pasara. No la salvé.
Incumplí mi deber como su enfermera.
El fuego que he prendido en el patio tenía la intención de intentar absolverme de toda culpa. Pero no ha funcionado. Todavía me siento fatal.
O tal vez tan solo sea que conozco la verdad, que es aún más aterradora que la muerte.
Esto aún no ha terminado.
Anoche me olvidé de poner el despertador, así que no es precisamente su sonido lo que me hace despertar. Lo hacen los golpes fuertes e insistentes de alguien que está llamando a la puerta de casa. Es eso lo que interrumpe mi sueño y me obliga a mirar qué hora es. Por más sonoro que es el quejido que emito, ni de lejos alcanza a expresar el cansancio que siento.
Sigo tumbada en la cama, rezando interiormente porque los golpes solo hayan sido producto de mi imaginación, quizá solo un vestigio del sueño que estaba teniendo. Pero, casi sin solución de continuidad, los oigo de nuevo.
Cuando los escucho por tercera vez, me queda claro que no tengo más remedio que levantarme de la cama para ir a ver de quién se trata.
A regañadientes, echo las sábanas hacia atrás. Aún desde la cama, me veo casi de reojo en el espejo. Como lo único que cubre mi delgado cuerpo es mi ropa interior, cojo todo lo rápido que puedo la sudadera que está sobre la alfombra que hay en un lateral de la cama y me la pongo. Es lo bastante grande como para cubrir la mitad superior de mi cuerpo, y por debajo me llega hasta las rodillas. Me levanto por fin de la cama y pongo los pies descalzos en el suelo de mi habitación. Por él hay esparcidas otras prendas, incluyendo un uniforme azul que, al verlo, me produce una extraña sensación de inquietud. Esa sensación se magnifica de forma considerable cuando observo la tarjeta de identificación que está sujeta al blusón del uniforme y las palabras que lleva impresas.
Darcy Miller
clínica Chestbrook
La mujer que aparece en la foto junto a esas palabras tiene un aspecto muy distinto al que puedo ver cuando vuelvo a mirarme en el espejo, estudiando en esta ocasión la imagen que refleja. La persona que aparece en la tarjeta está radiante. Tiene una sonrisa de oreja a oreja, el pelo castaño recogido hacia atrás con pulcritud, unos ojos marrones llenos de luz y un cutis que muestra un resplandor rosado, lleno de vida. Sin embargo, la mujer del espejo se muestra desaliñada. El mismo pelo, antes recogido y ordenado, ahora está suelto a la altura de los hombros y necesita con urgencia un lavado, los ojos están apagados y la piel, roja y llena de manchas. Y, por encima de todo eso, no hay ni rastro de la sonrisa radiante. Pero sé que soy la misma mujer. Es solo el día lo que es diferente. Ha pasado bastante tiempo desde que me hicieron la foto que aparece en la tarjeta. Han pasado cosas desde entonces.
Pero ¿qué tipo de cosas?
Tengo la cabeza tan embotada que me resulta difícil encontrar la energía necesaria para recordarlas todas a esta hora tan temprana de la mañana. Cuando encuentro casi por casualidad un frasco de somníferos que está tirado en el suelo, me imagino que la medicación logró su cometido y me dejó fuera de combate anoche, permitiéndome descansar un poco. Aunque, la verdad, no es que me sienta muy fresca todavía. Dejo las pastillas sobre la mesilla de noche para poder localizarlas con facilidad cuando las necesite.
He dormido.
Pero he seguido teniendo pesadillas.
Vuelvo a oír a alguien llamando a la puerta; podría decir que es algo positivo porque eso me impide mortificarme por lo que he visto en mis pesadillas. En vez de eso, el sonido me obliga a salir de mi dormitorio, que está desordenado, y a dirigirme ya hacia las escaleras. Cuando me dispongo a bajarlas, veo un par de marcos de fotos en la pared, colgados sobre el empapelado blanco, cuyos colores interiores sobresalen de forma llamativa en un pasillo que, por lo demás, está decorado de forma anodina. Uno de los marcos contiene una foto de un grupo de seis enfermeras, todas con bata y abrazadas entre sí, sonriendo a la cámara en el quirófano de un hospital. Yo estoy en medio de esas mujeres, sonriente, pero esa imagen de mí me resulta muy distante porque, ahora mismo, no puedo imaginarme así de feliz.
Contemplo a continuación el segundo cuadro, que contiene una titulación médica. Veo mi nombre impreso en el título; las palabras «Darcy Miller» aparecen justo por encima de la institución que emite el certificado, la Universidad de Michigan. El logotipo de la misma luce orgulloso junto al texto; se trata de una Mamarilla grande que añade algo de color en una zona de la casa que, por lo demás, tiene un tono más bien apagado.
A medida que voy poniendo un pie detrás de otro, siento que la cabeza me va a estallar. He llegado a la mitad de las escaleras y vuelvo a escuchar que alguien está llamando a la puerta.
—¡Ya voy! —digo, aunque con un tono de voz prácticamente imperceptible, muy lejos de poder ser oído por la persona que haya detrás de la puerta. Tengo la garganta seca y una necesidad imperiosa de beber agua, pero primero tendré que abrir a ver quién es, porque el ruido que está haciendo al llamar está provocando que la cabeza me duela aún más de lo que lo hacía cuando me desperté.
Llego a la puerta y busco a tientas la llave que está puesta en la cerradura. Cuando la giro y finalmente abro, siento una ráfaga de aire fresco colándose en mi ya de por sí fría casa.
—¡Hombre, por fin! ¡Vamos, que ya es hora! ¡Parece que va a hacer otro día estupendo!
Hago una mueca cuando oigo la voz de la mujer que tengo delante. Me fijo en su pelo oscuro, que lleva recogido, en su sonrisa agradable y en el uniforme que lleva puesto. Es del mismo color que el que está en la planta de arriba de mi casa, en mi habitación, y lleva enganchada una tarjeta de identificación que también se parece mucho a la mía.
Pippa Simpson
clínica Chestbrook
—Venga, dormilona, más vale que te vistas ya. ¡Tenemos que ir a trabajar!
A Pippa parece divertirle que aún no esté lista. Entra en mi casa, aunque no recuerdo haberla invitado a hacerlo. Pero se siente cómoda en este lugar, cosa que demuestra con lo que dice a continuación.
—Voy a hacer café para las dos mientras te preparas —me dice, dirigiéndose ya hacia mi cocina—. Me parece que hoy necesitas uno bien cargado.
Veo cómo Pippa desaparece hacia el interior de la cocina. Cierro la puerta de entrada para evitar que siga entrando el frío. Pippa tiene razón en lo que ha dicho: parece que hoy va a hacer un buen día. Pero aún es temprano y al sol le queda mucho para encontrarse en el punto más alto de su recorrido, así que todavía no se notan los efectos reconfortantes del calor que llegará en un rato.
Oigo a Pippa moviéndose por mi cocina y escucho el sonido de mi cafetera cuando se pone en marcha con un zumbido. Ese cacharro tan útil se está despertando de forma mucho más eficiente que yo.
—No me encuentro bien —le confieso, esperando que eso interrumpa el ímpetu de mi compañera de trabajo y le haga darse cuenta de que hoy no estoy en condiciones de ir a trabajar. Pero, para mi sorpresa, Pippa parece haber previsto mis palabras, y se limita a contestarme que me sentiré mejor en cuanto salga de casa.
—Sé que no te gusta mucho madrugar, pero también sé que eres una enfermera genial, así que ponte el uniforme y vámonos —me insta Pippa, mientras la máquina comienza a escupir nuestras bebidas—. ¡Marchando una dosis de cafeína!
La energía de Pippa contrasta con la mía, pero hay algo contagioso en ella; tengo que admitir que me siento mejor desde que está aquí. Si no, seguiría en la cama con esas pesadillas. O, peor aún, estaría despierta y sola, y siempre es mejor tener compañía, incluso para una persona a la que no le gusta nada levantarse temprano.
—Vuelvo enseguida —le aseguro. Salgo de la cocina y subo a vestirme, más motivada que hace unos momentos ahora que sé que, cuando vuelva a bajar, me estará esperando un café. Lo necesito, estoy completamente grogui. Cuando regreso a mi habitación, vuelvo a ver los somníferos y me pregunto si el estado en el que estoy será un efecto secundario de haberlos tomado. Sí, me ayudaron mucho a poder dormir, pero, si eso implica que me despierte como un zombi, ¿merece la pena tomarlos?
No tengo tiempo para darle demasiadas vueltas a eso porque tengo que irme a trabajar, así que con rapidez cojo del suelo mi uniforme, arrugado, y empiezo a ponérmelo. Está claro que debería haberlo colgado en el armario, porque tiene dobleces por todas partes. Intento alisar por todos los medios algunas de las arrugas, pero termino dándome por vencida. Espero que no se noten lo suficiente como para que cualquiera pueda verlas y juzgarme. El tiempo apremia, así que, una vez vestida, me dirijo al tocador, me aplico a toda prisa un poco de corrector, cojo una goma para el pelo y me lo adecento un poco. Solo me queda ajustarme la tarjeta de identificación en el pecho para que no esté demasiado torcida, y ya estoy lista para salir.
Cojo el móvil para ver si tengo algún mensaje, pero no hay ninguno. Bajo las escaleras a la carrera y busco mis zapatos en la planta baja. Pippa ya está en la puerta esperándome, con una taza de café en cada mano y una expresión en la cara que indica que está acostumbrada a tener que esperarme cada mañana.
—Bueno, supongo que puede decirse que parece que estás ligeramente más viva —me dice riendo, para acto seguido darme una de las tazas de café—. Tengo un par de termos en el coche; nos podemos echar el café en ellos, porque más vale que nos los bebamos de camino. Ya vamos tarde.
Pippa abre la puerta de la calle y se encamina hacia su coche, que está aparcado en la entrada de mi casa. Es un vehículo elegante, no especialmente grande, pero moderno. No es suficiente para que me entren ganas de conducir. En la entrada de mi casa no hay ningún otro coche, porque, la verdad, nunca he sentido el impulso de ponerme detrás de un volante. Supongo que eso implica que tengo menos probabilidades de sufrir un accidente de tráfico, y, además, me ahorro una cantidad considerable de dinero en el seguro y en gasolina, así que son varias las ventajas. Es cierto que no tener un coche me dificulta desplazarme, pero, al fin y al cabo, cuento con Pippa para llevarme y traerme.
Considero la posibilidad de ponerme una chaqueta, pero me imagino que hará calor dentro de no demasiado tiempo, así que salgo de casa sin ella y echo la llave de la puerta. Luego me dirijo también hacia el coche azul de Pippa, el color perfecto para una enfermera, ya que casi coincide con nuestros uniformes. Me acomodo en el asiento del copiloto, y me entrega un termo vacío.
—Echa aquí tu café. Y ten cuidado de no derramarlo en los asientos. He limpiado el coche este finde.
Le hago caso y vierto con cuidado en el termo el café que tengo en la taza. Después, coloco la taza vacía en el soporte que hay entre las dos. El primer sorbo que le doy me sienta de maravilla. La cafeína se pone instantáneamente a trabajar para terminar de despertarme. Pippa arranca el motor.
—¿Has dormido bien esta noche? —me pregunta mientras avanzamos por mi calle, pasando por delante de otras muchas viviendas que son iguales que la mía. Todas son dúplex modestos, viviendas dobles de un tamaño razonable, todas con coches aparcados en sus respectivas entradas. También observo a algunos de mis vecinos saliendo de casa para empezar sus jornadas, incluyendo una madre que grita tras sus dos hijos, que corren hacia el coche con una mochila en la espalda y miradas traviesas en sus rostros.
—Como sé que no te gusta hablar mucho por las mañanas, mientras el café hace su magia, voy a contarte a dónde vamos hoy —me dice Pippa, dejando ya mi calle y adentrándose en otra más grande—. Tenemos un paciente nuevo. La información está en el asiento de atrás, por si quieres echarle un vistazo. Pero vamos, lo que me ha llamado la atención es la dirección. Vive en Sherwood Crescent. Exacto, una de las calles más exclusivas de Chicago.
Pippa parece muy emocionada por llegar a ese destino. Me doy la vuelta y trato de coger la información del asiento de atrás. Quizá no esté tan emocionada como ella, pero sí que estoy intrigada.
¿Un paciente nuevo en una zona exclusiva de la ciudad?
Más me vale despertarme ya, porque parece que va a ser un día ajetreado.
A medida que avanzamos hacia nuestro destino, las casas van siendo cada vez más grandes; el césped que tienen delante, más verde y mejor mantenido; y los vehículos de las entradas, más caros y elegantes, aunque aún no hemos llegado del todo.
Dejo de mirar por la ventanilla para echar otro vistazo a las notas que tengo sobre mi regazo, observando el nombre y la dirección de la paciente.
Scarlett Hoffman
1 Sherwood Crescent
Winnetka
Chicago, IL 60093
—A lo mejor pasamos por delante de la casa de Solo en casa —asegura Pippa despreocupadamente cuando nos detenemos en un semáforo en rojo—. Está en alguna parte de Winnetka, ¿no?
Yo no estoy segura de ello, aunque en estos momentos me interesa más el historial médico de la paciente. Doy con él fácilmente.
Scarlett acudió por primera vez a urgencias del Hospital General de Chicago el verano pasado con un traumatismo craneoencefálico causado, según ella, por un accidente doméstico, una caída en la cocina. El escáner reveló una hemorragia intracraneal, y fue operada para liberar presión en el cráneo. Scarlett se recuperó bien de la operación y, en un par de semanas, le dieron el alta y se fue a casa. Comunicó posteriormente que tenía problemas de pérdida de memoria a corto plazo: extravío de objetos y olvido de caras conocidas y de fechas importantes. Se sometió a pruebas en el Centro Médico Clearbridge. Una resonancia magnética reveló un deterioro cognitivo leve; habría que hacer un seguimiento de la paciente.
Repaso varias de las cifras que forman parte de los resultados de diversas pruebas de memoria a las que fue sometida la paciente. Pippa vuelve a avanzar con el coche.
Los síntomas empeoraron y otro escáner posterior reveló un deterioro cognitivo mayor y síntomas de una infección. Se programó una craneotomía inmediata para tratar la infección. Sin embargo, las funciones cognitivas de la paciente continuaron empeorando y se hizo patente una pérdida de memoria a largo plazo.
Pippa dice algo sobre que llevamos delante un conductor irritante y profiere insultos en un momento dado, pero yo la ignoro y sigo leyendo, captando otros detalles importantes que me serán de ayuda cuando me encuentre con la paciente.
Terapia
Rehabilitación
Confusión
Más escáneres.
Las anotaciones están dibujando un panorama sombrío, pero lo peor es la parte final.
Las pruebas posteriores mostraron un deterioro continuo del córtex prefrontal y que la paciente necesitaba más asistencia. Necesita ayuda diaria. Se recomiendan posibles cuidados las veinticuatro horas del día. El marido de la paciente ha solicitado que esta permanezca en casa y que se busque ayuda por parte de un servicio privado de enfermería a medida que los cuidados vayan siendo más indispensables.
Es un historial médico horrible, pero me siento aún peor cuando observo la casilla correspondiente a la edad de la paciente: cincuenta y ocho años. Muevo la cabeza de lado a lado en un gesto que es fruto de la tristeza tan desgarradora que siento, porque esta mujer no es ninguna anciana. Aún no ha cumplido los sesenta, solo tiene veinte años más que yo, y sin embargo ahora necesita que vayan a su casa unas enfermeras para ayudarla con las tareas cotidianas más básicas.
—¿Estás bien? —me pregunta Pippa cuando se da cuenta de que llevo un rato sin hablar.
—Es jovencísima —respondo con tristeza, mirando a mi compañera.
Pippa asiente con solemnidad.
—Sí, es una verdadera lástima. Nuestros pacientes suelen ser mucho mayores.
—¿Y fue todo culpa de una caída en su cocina? —le pregunto, volviendo la vista al principio del informe, perturbada por lo arbitrario que parece el origen de su estado.
—Sí, se resbaló y se dio un golpe en la cabeza. Es una cocina de esas de lujo con encimeras de mármol y suelo de baldosas de cerámica. Es precioso, y muy caro, pero tiene mucho peligro cuando está mojado. Creo que acababa de fregarlo cuando ocurrió todo.
—¡Qué horror! —exclamo, aunque, por supuesto, una lesión cerebral es siempre horrible, independientemente del factor que la cause—. Imagina que toda tu vida cambia en un segundo haciendo algo que haces todos los días.
—Ya ves. Da miedo, ¿eh? —me responde Pippa, moviendo también su cabeza de lado a lado. Me siento un poco mal por haber fastidiado los ánimos en el coche, así que decido hablar de algo menos traumático. Recuerdo los detalles que Pippa acaba de ofrecerme sobre la cocina donde tuvo lugar el accidente.
—¿Tú ya has estado en la casa? —le pregunto.
—Sí, el jefe me envió la semana pasada para inspeccionar un poco el lugar. La casa es enorme. En serio, es la más grande en la que he estado en mi vida, y eso es mucho decir, porque hemos estado en algunas enormes a lo largo de los últimos años, ¿a que sí? Pero ahora se respira un ambiente triste en ella, lo cual es totalmente comprensible.
—¿Cómo es el marido? —pregunto, pues me preocupa menos la propiedad en sí que las personas que viven allí. Al final, eso es lo único que importa.
—¿Adrian? Es buena gente, supongo. Muy educado. Considerando la situación que sufre, no parece llevarlo demasiado mal.
Pippa adentra el coche en una calle ancha. Aquí los jardines delanteros de las viviendas son enormes; las casas están tan lejos de sus entradas que los jardines casi podrían hacer las veces de parques.
—Imagínate trabajar de repartidor en esta zona —dice Pippa con una risita—. Debes tardar cinco minutos en llegar desde la puerta exterior hasta la de la entrada de la casa.
No me parece que esté exagerando demasiado. Me da por pensar qué tipo de trabajos tendrán los propietarios de estas casas, y es como si Pippa me leyera la mente, porque a continuación dice algo relacionado con eso.
—Supongo que ninguna de estas propiedades pertenece a una enfermera —dice con una sonrisa irónica—. Está claro que esta gente es demasiado lista como para dedicarse a lo nuestro, porque de lo contrario no vivirían en estas mansiones, eso seguro.
Pippa me mira haciendo un gesto de exasperación, y yo sonrío, aunque, por extraño que parezca, siento que me da un poco igual la realidad que esconde la broma que acaba de hacer mi compañera. No le doy demasiada importancia a tener un sueldo alto o una casa grande, lo cual puede que me convierta en una persona un poco rara, aunque supongo que, en realidad, eso significa que elegí mi profesión por las razones correctas, en lugar de perseguir dólares en una profesión más lucrativa, pero mucho menos gratificante.
Vuelvo a mirar los informes para ver si hay algo más que pueda ayudarme antes de llegar a casa de la paciente, pero no hay gran cosa, tan solo algunos resultados de analíticas sanguíneas y registros base de parámetros como la tensión arterial y la frecuencia cardíaca. Por supuesto, esas anotaciones solo pueden servirle a una enfermera hasta cierto punto, pues no hay nada que ayude tanto como pasar tiempo con un paciente, observándolo muy de cerca, así que sé que sabré mucho más cuando estemos con la propia Scarlett. Sin embargo, cuanto más nos acercamos a la casa, más intenso siento el nudo que se me ha ido formando en el estómago. No sé por qué estoy tan nerviosa, pero lo estoy, y no puedo evitar preguntarme si será otro efecto secundario de mis somníferos. Puede que me provoquen ansiedad, o quizá sea que me estoy despertando todavía, así que me tomo rápidamente lo que me queda de café en el termo con la esperanza de que me despeje y me ponga al nivel de Pippa cuanto antes.
—Hemos llegado —afirma mi compañera justo cuando ante nosotras aparece la señal de Sherwood Crescent.
Pippa reduce la velocidad a no más de diez kilómetros por hora cuando giramos hacia la calle, muy exclusiva. Hay dos casas grandes a cada lado de la media luna que conforma esta calle, pero es la vivienda enorme que hay entre ellas, justo enfrente de nosotras, la que de verdad me llama la atención. Pippa sigue avanzando, y enseguida comprendo que es esa la propiedad hacia la que nos dirigimos.
—¡Dios mío, es enorme! —exclamo, maravillada ante la casa de estilo georgiano de tres plantas. También me impresiona el sauce llorón que se yergue orgulloso en el jardín delantero, un espacio que, en total, contando con los laterales de la casa y la parte trasera de la misma, mide aproximadamente lo mismo que medio campo de fútbol; debe requerir que un jardinero trabaje en él varios días cada mes.
—Ya te he dicho que la casa es increíble —me dice Pippa. Las ruedas del coche dejan el asfalto para adentrarse en un camino de entrada curvado que conduce hasta un garaje de dos plazas. Fuera del mismo hay un vehículo antiguo que bien podría ser la muestra de una afición de su dueño.
—¿A qué se dedican los Hoffman? —pregunto, todavía asombrada por este lugar.
—Creo que él era el director de un hospital grande —explica Pippa.
—¿En serio?
—Sí, y eso no es todo. Scarlett era enfermera. Qué irónico, ¿verdad? Se han pasado la vida cuidando de otras personas y ahora son ellos los que necesitan que alguien los cuide.
Pues sí, sí que es irónico. Y también es una pena que, incluso con todos los conocimientos médicos que deben tener, no hayan sido capaces de mejorar la situación en la que se encuentran. Eso es una prueba fehaciente de que no habrá nada que pueda hacerse para mejorarla, y lo único a lo que podrán aspirar es a hacerla más tolerable.
Por muy impresionante que sea todo esto, sigo sintiéndome nerviosa; cuanto más nos acercamos, más incómoda estoy. Vuelvo a llevarme el termo de café a la boca, pero ya está vacío. Temo que la cafeína no haya surtido demasiado efecto y bajo un poco la ventanilla para que entre un poco de aire en el coche.
—¿Estás bien? —me pregunta Pippa, que por un momento parece de verdad preocupada por mí.
—Sí —murmuro en forma de respuesta. Siento una leve brisa en mi rostro, pero sigue sin ser suficiente para calmar la sensación de malestar que me invade. Pippa por fin aparca, y mientras lo hace pienso en que ojalá pudiera volver a casa. Y no es que quiera hacerlo porque todavía tenga sueño y me sienta perezosa, o porque el informe de esta paciente me haga pensar que este no va a ser un trabajo agradable.
Quiero irme a casa porque en este lugar hay algo que no me gusta nada.
—Vamos a entrar —me dice Pippa. Abre la puerta del conductor y sale del coche, moviéndose con una energía estoica que demuestra que está acostumbrada a trabajar duro y que sabe que es mejor ponerse manos a la obra y acabar pronto que andar con dudas y prolongar el asunto. Pero yo permanezco en mi asiento unos segundos más mirando hacia la fachada de la casa y vuelvo a echar un vistazo al informe de la paciente, que aún tengo sobre el regazo.
¿Por qué me siento así? Es una paciente más, un trabajo más, un día más en mi vida como enfermera. Sí, tengo delante una casa enorme y la paciente que se encuentra en ella necesita de nuestros cuidados, pero todo eso no tiene nada de especial como para que yo me sienta así.
¿Habrá algo en el informe que me esté desconcertando?
Lo releo todo con rapidez, deseosa por saber si algo de lo que he encontrado en el informe ha podido despertar el recuerdo de algún paciente antiguo al que traté y esté teniendo una especie de déjà vu, y por comprobar si es algún detalle nuevo lo que me preocupa. Pero parece un caso absolutamente normal, por muy triste que sea, en el que una persona tiene una afección causada por algo fuera de su control y ahora requiere nuestra atención.
Pippa da unos golpecitos en mi ventanilla para llamarme, provocando que dé un respingo y que tire todas las notas al espacio en el que se encuentran mis piernas.
—¡Vamos! —me dice.
Recojo los papeles que han caído junto a mis pies y salgo del coche para unirme a mi compañera.
—Creo que debería haberte preparado un café más fuerte —dice Pippa, que parece desesperada por mi ritmo de trabajo. Abre el maletero y saca el maletín médico. Mientras cierra el coche, echo un vistazo de nuevo a la casa, pero no veo a nadie en las ventanas. Seguro que Adrian, el marido, estará aguardando nuestra llegada, pero supongo que está esperando a que llamemos a la puerta. Recuerdo en ese instante el estado en que se encuentra su pobre mujer y me siento mal por haber pensado que debería haber salido a recibirnos. Es evidente que debe tener mucho trabajo dentro de la casa, cuidando de su cónyuge.
—Bueno, hora de ponerse manos a la otra —dice Pippa, dirigiéndose ya hacia la puerta de entrada. Yo la sigo, aunque muy despacio y solo porque es mi obligación hacerlo, no porque lo desee.
Veo a Pippa subir ya los tres escalones de piedra que conducen a la puerta negra de entrada. Tal vez debería tomar menos somníferos. No es sano que me sienta tan cansada y nerviosa a cualquier hora del día, especialmente antes de un día de mucho trabajo, y más teniendo en cuenta a lo que me dedico.
Me obligo a reaccionar de inmediato y llego a la altura de Pippa. Mientras ella llama a la puerta, yo me digo a mí misma que tengo que estar centrada, porque algún motivo habrá para que con una sola enfermera no baste y hayan enviado a dos a esta casa. Está claro que harán falta dos personas para desarrollar este trabajo, y Pippa me va a necesitar a mí tanto como yo a ella durante las próximas horas para cuidar de Scarlett, así que voy a hacer todo lo posible por dar lo mejor de mí.
Mientras esperamos a que se abra la puerta de entrada, respiro hondo y me preparo para los retos a los que estamos a puntos de enfrentarnos. Como siempre en la enfermería, una actitud positiva es casi tan importante como la experiencia y la formación médica.
Puedo hacerlo.
Soy buena en esto.
Entonces, ¿por qué estoy tan nerviosa?
—Hola, gracias por venir. Por favor, pasad.
Mi primera impresión de Adrian, el hombre que nos está recibiendo en su casa, es que tiene un aspecto impecable y es muy educado. Parece tener cincuenta y muchos años, algo que ya había supuesto, teniendo en cuenta que su mujer anda también por ahí, aunque lleva muy bien su edad. Se mueve con soltura y confianza, y más que deteriorado por el transcurso de más de cinco décadas de vida, parece estar cómodo con las transformaciones físicas que su cuerpo ha ido experimentando a lo largo de los años. Creo que tenía razones de sobra para pensar que este hombre pudiera parecer exhausto o incluso deprimido dada la situación actual de la mujer a la que más quiere. Pero, si está devastado por ello, no hay dudas de que lo disimula muy bien.
Es un hombre alto, por encima del metro ochenta, y es corpulento, muy ancho de hombros. Su complexión me hace preguntarme si hará mucho ejercicio en la actualidad o si ha sabido conservar parte de la masa muscular que adquirió en una vida más activa durante su juventud. Viste un jersey verde muy elegante y unos vaqueros oscuros, y me llama la atención el destello del reloj de oro que lleva en la muñeca, que me hace reflexionar sobre cuánto le habrá costado.
No tanto como esta casa, eso seguro.
—Gracias —responde Pippa cuando Adrian sujeta la puerta para facilitarnos la entrada. Al pasar junto a él, mis fosas nasales detectan el olor de su aftershave. No es que sea un olor desagradable, ni mucho menos, pero vuelve a producirme una extraña sensación de inquietud. No sé qué es lo que tendrán este lugar y el dueño de esta casa para que me sienta tan nerviosa.
—¿Qué tal el tráfico para llegar hasta aquí? A estas horas, a veces es una pesadilla —comenta Adrian. Observo que cierra con llave la puerta cuando entramos. No es que parezca un barrio peligroso precisamente, aunque bueno, es verdad que tal vez sea un objetivo prioritario para los delincuentes, porque cualquier persona que pueda permitirse vivir aquí es sin duda multimillonaria, así que supongo que tiene sentido que sea precavido.
—Hemos llegado sin problemas —responde Pippa, alegre. Veo que no tiene intención de contarle que se ha dedicado a insultar a un conductor un tanto imprudente cuando veníamos hacia acá, lo cual probablemente sea una buena decisión. No sé si a este hombre le gustaría saber que una de las mujeres que se van a encargar de cuidar a su convaleciente esposa es propensa a perder los nervios cuando conduce.
—¿Puedo ofreceros algo de beber? —nos pregunta Adrian a continuación. Yo me dedico a contemplar lo que veo a mi alrededor, a lo largo y ancho del espacioso vestíbulo al que acabamos de acceder. Una escalera majestuosa se alza frente a nosotros, flanqueada a ambos lados por una barandilla curvada de madera. Junto a la escalera, colgados de la pared, hay cuadros con marcos dorados, obras de arte que no reconozco, pero que parecen impresionantes. A mi izquierda hay una puerta, a través de la cual puedo ver un lujoso sofá blanco y una chimenea enorme, mientras que a mi derecha hay otra puerta, en este caso abierta, que deja vislumbrar una estantería que llega hasta el techo llena de libros de tapa dura, que parecen tener todos un aire elitista.
—Yo no le rechazaría un café —responde Pippa—. Y estoy segura de que Darcy también se tomaría uno. ¿A que sí, Darcy?
Me doy cuenta de que me he quedado absorta mirando la casa e intento a la desesperada que no parezca que estaba embobada contemplando el interior tan impresionante que nos rodea.
—¿Un café? Sí, claro. Estaría genial, muchas gracias.
—No se merecen. Vuelvo enseguida. Podéis sentaros en el salón mientras esperáis. Está justo ahí.
Yo ya sé dónde está el salón porque he visto el sofá hace un momento, pero simulo necesitar las indicaciones y sonrío a Adrian cuando él se dirige ya hacia la cocina.
La misma cocina en la que su pobre mujer tuvo el accidente.
—¡Despiértate de una vez, chica! —me dice Pippa, que se lo está pasando en grande viendo que llevo toda la mañana atontada. Entra en el salón y yo la sigo rápidamente.
—¡Vaya, mira este sitio! —susurra Pippa, sin querer que Adrian sea consciente de cuánto le impresiona el lugar—. Este salón es casi tan grande como toda mi casa.
—Es increíble —coincido, fijándome en la mesa de centro tan elegante que hay junto a los sofás y en el gran ventanal que da al patio trasero.
Me acerco a la ventana, miro hacia fuera y veo un banco y varios parterres en perfecto estado. Me surge la duda de si Scarlett y Adrian pasarán mucho tiempo en el exterior, disfrutando de su jardín. Quizá se sienten juntos en ese banco y se relajen en él, rodeados de la naturaleza. O tal vez esos días ya hayan pasado a mejor vida, al menos para Scarlett.
¿Dónde estará la paciente? Asumo que debe estar en una cama de la planta de arriba; supongo que pronto nos la presentarán.
—¿Qué te parece? ¿Podrías vivir en un sitio así? —me pregunta Pippa mientras va recorriendo con una mano la parte superior de la chimenea de piedra.
—Ojalá —respondo, sentándome en uno de los sofás y entrelazando las manos con nerviosismo. Sigo sintiéndome muy incómoda.
Pippa se sienta a mi lado mientras esperamos a que Adrian regrese con nuestros cafés. Mientras lo hacemos, me doy cuenta de repente de que nos hemos olvidado algo.
—Los informes están en el coche. Creo que debería ir a por ellos —digo, sintiéndome tonta por no haberlos cogido.
Sin embargo, Pippa me detiene.
—No te preocupes por eso. Los informes son útiles hasta cierto punto. Lo que cuenta de verdad es el tiempo de calidad que pasemos con la paciente, y pronto disfrutaremos de eso. Aprenderemos mucho más con ello que con cualquier informe.
Pippa parece hablar desde la experiencia, y eso me hace preguntarme por qué no estoy sabiendo aprovechar la mía para que la situación en esta casa me resulte más llevadera. Por alguna razón que no logro descifrar, estoy tan tensa como si fuera mi primer día de trabajo, aunque obviamente no lo es. Cuanto más pienso en esa circunstancia, más convencida estoy de que tengo que empezar a prestarles la misma atención a mis problemas de salud que a los de los demás. Quizá me haga falta tomar algún tipo de medicación para la ansiedad o tal vez debiera dejar los somníferos si me hacen sentir así de atontada, aunque sea lo único que me ayuda a dormir bien en los últimos tiempos. En fin, ahora mismo es Scarlett la prioridad, no yo, de modo que, cuando Adrian regresa al salón, vuelvo a centrar mi atención en el trabajo que estoy a punto de comenzar.
—Muchas gracias —digo al coger mi taza de café.
Cuando Pippa tiene también el suyo y Adrian ha tomado asiento en un sillón que hay junto a la chimenea, decido demostrarle a mi compañera que no voy a serle totalmente inútil en el día de hoy y me dispongo a dirigir la primera parte de la conversación con el hombre que está pagando para que estemos aquí.
—En primer lugar, quería decirle que siento muchísimo lo que le ha ocurrido a su mujer. Parece que fue un accidente trágico y es una pena enorme, pero quiero que sepa que hemos venido a su casa para ayudarlos y ponerles las cosas más fáciles, tanto a usted como a ella.
Adrian parece valorar mis palabras y, cuando miro a Pippa, compruebo que a ella también la he impresionado. Vaya, después de todo, no soy una completa inútil por la mañana.
—Gracias —me responde Adrian. Se sienta y cruza las piernas, dando la impresión de estar aún más relajado de lo que ha estado desde que llegamos—. Nos han recomendado mucho vuestros servicios, estoy seguro de haber tomado una decisión estupenda al contrataros. Es evidente que necesito ayuda extra. Las cosas no han sido nada fáciles.
—¿Dónde está Scarlett? —pregunto, observando una foto que hay colgada en la pared junto a la puerta, una imagen que no he visto al entrar en el salón. En la fotografía aparecen Adrian y quien me imagino que es su mujer sonriendo en un restaurante, con un par de copas de tinto delante de ellos y dando la impresión de estar muy a gusto. Me detengo en la imagen de la mujer, observando su pelo de color negro azabache y su elegante camisa roja. Me pregunto cuándo les harían esa foto; probablemente hará ya algunos años, porque Adrian parece un poco más joven que en la actualidad. Eso implicaría que fue tomada antes del accidente de Scarlett, en una época en la que lo más seguro es que creyeran que les quedaban muchos años felices por disfrutar juntos. Durante mucho tiempo, la vida debió parecerles un horizonte sin fin, pero el destino intervino cruelmente, y ahora necesitan que dos enfermeras formen parte de su vida cotidiana.
—Está en nuestro dormitorio. Creo que está más cómoda allí —me responde Adrian. Aparto la vista de la imagen y vuelvo a mirarlo—. Me cuesta mucho trabajo bajarla a la planta baja, y además me parece que así se confunde más, así que normalmente se queda arriba. Allí tiene una televisión y todos sus libros favoritos, aunque ya no es capaz de mantener durante mucho tiempo la concentración para leer. He intentado que esté lo más cómoda posible, pero... —La voz de Adrian se entrecorta; el hombre luce contrariado. Me mira fijamente, y yo siento el impulso de decir algo, cualquier cosa, que pueda hacerle sentir mejor en este momento, así que termino diciendo lo primero que se me viene a la cabeza.
—Lo está haciendo lo mejor que puede, pero usted no es Superman, por eso estamos aquí, para ayudarlo. Así que permítanos que los apoyemos, a los dos, ¿de acuerdo?
Adrian continúa mirándome; puedo ver cómo se limpia una lágrima de los ojos antes de asentir en mi dirección y sonreír.
—Gracias —dice—. Lo siento, estoy muy cansado. Ha sido un proceso largo. Primero, el shock derivado del accidente y, después, las secuelas. Ha sido durísimo. La pérdida de memoria es algo horrible. Lo único que deseo es que mejore un poco.
—No hace falta que se disculpe —le contesto. Veo que hay una caja de pañuelos en la mesa que separa a Adrian de nosotras y se los paso al dueño de la casa—. Por supuesto que esto va a ser muy duro, y es importante que lo acepte y que no reprima sus sentimientos.
Adrian coge un pañuelo y se limpia los ojos. Yo miro a Pippa, como para incitarla a que añada a algo.
—¿Por qué no nos cuenta un poco sobre Scarlett antes de que vayamos a verla? —sugiere. La verdad, parece buena idea—. Cualquier cosa que nos diga nos podría ser de gran ayuda para su cuidado. ¿Cómo era antes del accidente? ¿Cuáles son sus aficiones, sus pasiones?
La cara de Adrián se ilumina al escuchar esas preguntas.
—¡Oh, era maravillosa! Muy habladora. También muy divertida, aunque parecía no ser consciente de ello. Pero a mí siempre me hacía reír. Y todavía lo consigue de vez en cuando. Siempre fue una persona muy activa. Le gustaba mucho nadar, lo hacía a menudo. Y participaba en obras de teatro aficionado. Siempre estaba muy ocupada.
—Tengo entendido que ambos trabajaban en empleos relacionados con la medicina, ¿es así? —pregunto, con la esperanza de que esos datos que Pippa me ha contado en el coche sirvan para desarrollar más la conversación.
—Sí, es correcto. Nos conocimos trabajando en un hospital. Con el tiempo, me convertí en director del mismo, pero en la época en la que conocí a Pippa yo era un médico novato con la cara llena de granos. Lo sé, suena a cliché que un hombre diga que perdió la cabeza por una enfermera atractiva, pero eso es lo que era Scarlett. También era una enorme profesional. Ambos compartíamos la misma pasión por la medicina y por el cuidado de los demás, y fue maravilloso enamorarnos en el momento en el que nuestras carreras profesionales comenzaban a despegar. Los dos nos prejubilamos a los cincuenta. Nuestros trabajos eran gratificantes pero agotadores. Habíamos ganado suficiente dinero a esas alturas y teníamos muchos planes por delante que queríamos hacer juntos. Deseábamos conocer más mundo y pasar más tiempo con el nieto que ya teníamos y con otros que posiblemente estuvieran por venir.
—¿Tienen ustedes hijos? —le pregunto, un tanto sorprendida porque aún no he visto ninguna foto de familia por toda la casa. Enseguida comprendo que hay una buena explicación para ello.
—Sí. Dos hijas. Ya adultas. Y un nieto. Un niño precioso.
—¿Vienen a verlos con frecuencia? —continúo preguntando, con curiosidad por saber cómo ha gestionado la familia la enfermedad de Scarlett.
—Antes sí, pero ahora es más difícil —responde Adrian, moviendo la cabeza de lado a lado con tristeza—. Scarlett se desorienta mucho y se desespera. Por eso no hay fotos de familia por la casa. Se enfadaba cuando trataba de explicarle quién era la gente que aparecía en ellas. En la actualidad, se hace un lío con todo. Por eso tampoco la sacamos mucho a la calle. Veía a cualquier mujer por ahí y creía que podía ser su hija. Todo se hace muy difícil. Además, cuando era enfermera, en ocasiones tuvo que atender a personas que sufrían pérdida de memoria y vio lo que les sucedía; a veces se le vienen aquellos casos a la memoria, así que eso lo complica todo aún más.
—Entiendo —digo. No pretendo provocar que este pobre hombre necesite otro pañuelo después de los escasos diez minutos que llevamos en su casa. Mejor que Pippa tampoco le pregunte nada más, no quiero que Adrian se vuelva a poner triste. En consecuencia, tomo la decisión de que este es el momento adecuado para empezar a trabajar.
—Creo que ya va siendo hora de que conozcamos a Scarlett —digo con una sonrisa, forzando que esta situación se vuelva más positiva.
Adrian está de acuerdo, así que los tres nos terminamos el café de un tirón y nos ponemos de pie. Cuando salimos del salón y nos estamos dirigiendo ya hacia las escaleras, siento que el positivismo que estoy tratando de contagiar es bastante impostado. A pesar de que Adrian parece un tipo encantador, sigo teniendo la sensación de que hay algo extraño en todo esto.
Supongo que no lo sabré con seguridad hasta que conozca a la paciente.
Ha llegado el momento de saludar a Scarlett.
—¿Scarlett, cariño? Han venido a verte las enfermeras. Vamos a entrar.
Adrian ha llamado a la puerta de la habitación, que estaba cerrada, y ahora la está abriendo muy tímidamente, permitiendo que los tres podamos ver el interior del dormitorio.
La estancia se encuentra a oscuras cuando estamos a punto de adentrarnos, pero, según va entrando la luz en ella, empiezo a vislumbrar la silueta de una persona en la cama que hay situada en el otro extremo. Por fin veo por primera vez a mi nueva paciente.
Scarlett está sentada en la cama viendo una película en la televisión que se encuentra sobre la cómoda, junto a un armario grande. Su pelo oscuro cae lacio sobre los hombros, y está pálida. Cuando entramos, gesticula porque parece desagradarle ligeramente la luz que acaba de filtrarse. Sin maquillaje y con un pijama raído, esta mujer no parece desprender mucho glamour
