El ojo en la mira - Diamela Eltit - E-Book

El ojo en la mira E-Book

Diamela Eltit

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Beschreibung

Sin cosmética. Una mujer se mira en las bibliotecas de su vida a lo largo del tiempo. Una mujer de izquierda que desnaturaliza todos los mandatos, las ausencias de las escritoras en los programas de estudio o las instituciones literarias. Una mujer que se pronuncia a favor de las minorías culturales y se reconoce en ellas, que indaga los mecanismos de dominación y de control, los efectos culturales de las dictaduras, a un lado y al otro de la cordillera. Es una escritora chilena que lleva el nombre de una perra o de una flor: Diamela Eltit, la misma que en este libro remueve las capas profundas de tantas lecturas que la constituyen. Sin poses, sin establecer jerarquías, hasta calar lo más real de sí misma y de la época.

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El ojo en la mira

Lectors

Colección dirigida por Graciela Batticuore

El ojo en la mira

Diamela Eltit

Eltit, Diamela

El ojo en la mira / Diamela Eltit. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2021.

Libro digital, EPUB - (Lector&s / 13) aISBN 978-987-4161-60-4

1. Memoria Autobiográfica. 2. Literatura. 3. Política. I. Título.

CDD 808.8035

Colección Lector&s Primera edición, Ampersand, 2021 Derechos exclusivos reservados para todo el mundo

Cavia 2985, 1 piso (C1425CFF) Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.edicionesampersand.com

© 2021 Diamela Eltit © 2021 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand

Edición al cuidado de Diego Erlan Corrección: María Nochteff Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst Maquetación: Silvana Ferraro

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4161-60-4

Agradecimientos en el tiempo de este libro a

Álvaro Matus

Índice de contenido
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Legales
El ojo en la mira
Lista de obras mencionadas

Miro a Diego de diez meses, sentado en su cuna. Tiene entre sus manos un iPad apagado. De pronto, ve el reflejo de una (su) imagen en la pantalla. Levanta la cabeza, asombrado, después se inclina para mirar la imagen reflejada en el vidrio. Levanta la cabeza una vez más y de inmediato la baja hasta que su cara cae enteramente sobre la pantalla. Mientras lo miro, sigue absorto sin saber que se observa a sí mismo. Pienso en Narciso en la fuente, en la ninfa Eco, en la imagen, en las certezas del yo, en su traición recurrente.

Pienso en el narcisismo y recuerdo mi lectura de Freud. Leí su obra cuando tenía unos dieciséis o diecisiete años. Un vecino me prestó los libros que, me parece, tenían dos columnas por página. Así leí y leí a Freud. Lo leí tal como se recorre una novela. Me produjo asombro, recuerdo, La interpretación de los sueños; me impactaron sus análisis, marcados por la audacia. Me pareció que ejercía una analítica extremadamente ficcional, necesaria. Pero lo que más me impresionó fue entender cómo articuló una teoría: su punto de partida, la hipnosis, y su punto de llegada, el lenguaje y la formulación del inconsciente. Desde luego, leí sin la pretensión de entender, en el sentido más conceptual o disciplinar del término, la precisión y el alcance específico de cada uno de sus supuestos. Pero la lectura de los libros me permitió percibir el complejo engranaje de su trama teórica. Recuerdo que estaba empecinada en continuar el relato, recorrer los casos, detenerme ante su agudo foco en torno a tejidos familiares, pensar nombres. Con la lectura de Freud se instaló en mí la certeza de la lectura como una zona de riesgo. Ese riesgo que porta el despliegue de la creatividad. Los sólidos tramos conceptuales necesarios para elaborar una interpretación.

Más tarde, en un seminario, cuando estudiaba en la Universidad de Chile, ingresé de manera penosa (tengo que reconocerlo) a Lacan y su estadio del espejo. Recuerdo todavía leer los Escritos, que portaban una densidad conceptual que me sobrepasaba. Ya no leía de manera descontrolada como lo había hecho con Freud, lo hacía como parte de mi programa de estudios y esa condición marcó toda la diferencia. En cambio, su libro primero, acerca de la psicosis paranoica, pude leerlo sin quiebre alguno, alerta al movimiento de su relato. Fue interesante comprobar los cruces de imaginarios con las hermanas Papin, las sirvientas que conmocionaron a Francia en las primeras décadas del siglo XX. Lacan y Genet las pensaron y las escribieron de maneras diversas, desde sus distintas prácticas. Pero hubo una coincidencia entre ellos.

Mientras observo la imagen de Diego, me detengo en la tecnología, en la mirada, en la extrañeza del rostro, en el salto al vacío ante la superficie ambigua del espejo. Pero también pienso en el narcisismo como el fantasma o la realidad o la evidencia que nos acecha a los escritores y que nos vuelve acaso reconocidamente vulnerables. El tiempo del espejo está siempre ahí, al acecho. Y la madre-literatura se aleja, como lo señaló Gabriela Mistral en su poema “La fuga”. Una madre que se escabullía detrás de otro monte y otro: “O te busco, y no sabes que te busco, / o vas conmigo, y no te veo el rostro”.

Sé que las lecturas se agolpan, se cruzan, se precipitan, se superponen, se olvidan. Los libros transitan por la memoria de una manera atemporal porque muchos llegaron para quedarse, siempre a pedazos o en pedazos o por pedazos. De la misma manera en que Marcel Proust pensó la memoria detonada por los sentidos, la lectura en mí funcionó como una explosión analógica de un libro rebotando en otro y en otro, hasta que pude decidir cuál vía, qué escritura, cuál era la decisión con la letra que realmente me parecía indiscutible.

Diego, de diez meses, me ha permitido iniciar este libro con su imagen (todavía para él desconocida) buscándose en la pantalla. Los espejos-fuentes ahora están incrustados en un iPad.

Fui afortunada. No tuve dudas acerca de dónde radicaba el centro de mi deseo o la manera de “ser y estar en el mundo”. O quizás debería decir “en mi mundo”. Supe desde una edad iniciática el poder que había alcanzado en mí el encuentro con la escritura literaria. Emprendí la lectura como una abierta necesidad y urgencia. La lectura me permitió el transcurso de los tiempos de otros tiempos en mi tiempo. Mi abuela pensaba que de tanto leer me iba a quedar ciega. Me lo decía: te vas a quedar ciega.

Quizás la lectura operó como una forma de fuga de mi real. Es posible. O, como lo señala el psicoanálisis, en cuanto sublimación; no sé por qué me parece improbable, pero en esa fuga pude pensar, ampliar espacios, imaginar, en cierto modo viajar (simbólicamente) y distinguir. Fui hija única. El otro, las otras, la compañía, el juego, los escondites, la vida, la traición, la muerte y el mundo estaban, a su manera, en los libros que leía. La lectura nunca se detuvo ni fue opacada como necesidad primordial. Los libros salían de todas partes. Iban y venían.

Recuerdo cómo leí o leímos con mis compañeros de curso en la secundaria Trópico de Cáncer. Nuestro profesor de literatura operaba de la misma manera en que lo hacía Don Quijote con los libros prohibidos por la Inquisición: los nombraba, los describía y los quemaba por ser inconvenientes. Con esa misma táctica, él nos comentó que había leído un libro muy importante, pero que nosotros no podíamos leer porque tenía un “alto contenido sexual”. Citó el título y a su autor, Henry Miller. Al día siguiente la novela circulaba de mano en mano. Por una parte, se conjugaban las prohibiciones de los tiempos, y por otra, las estrategias para esquivarlas.

Admirábamos totalmente a nuestro profesor de literatura. La novela Trópico de Cáncer casi se desarmó de tanta lectura.

En mi barrio, en el que convivíamos clases medias de diversos ingresos, nunca abultados, había una pequeña tienda en la que vendían y arrendaban libros usados. Hoy la modalidad del arriendo me resulta curiosa, interesante, pero también extremadamente rara. Quizás habitaba en el barrio algún grupo de lectores que sostenía el negocio. Nunca lo supe. Pero recuerdo que existía ese local y que, para mí, resultaba genial y económico. De arriendo en arriendo leí, sin pausa alguna, desde Corín Tellado hasta la totalidad de las novelas de Agatha Christie. Más tarde leí a Raymond Chandler. Compré allí el Manifiesto Comunista.

La forma del arriendo también operaba en el colegio. Un compañero de curso arrendaba revistas, las suyas; era simpático, avaro, implacable en sus cobros. Se ajustaba a lo que hoy se denominaría un emprendedor hiperprecoz, pero yo prefería las ofertas de la tienda del barrio. Muy pronto se acabaron Corín Tellado y sus protagonistas vestidos con “pantalones de pana” y me concentré de manera sistemática en la esfera propiamente literaria.

Fue en mi adolescencia temprana cuando se configuró en mí, de una vez y para siempre, la total centralidad de lo literario. De manera frenética, pasé de lectura en lectura, de libro en libro, encontrando en la letra los caminos de todas las búsquedas. De esa manera circulaban por mi cerebro escenarios y escenas de lenguaje. La soledad estaba controlada. Me reconocí distinta. Un poco o en algo distinta.

Pienso ahora que alrededor de los catorce o los quince años ya se había iniciado lo que iba a ser una formación literaria bastante caótica. Leí, recuerdo, con mucho interés, los textos que mi colegio subvencionado obligaba y cuya lectura yo cumplía fielmente, en especial las obras españolas como el Cantar de Mío Cid o El Lazarillo de Tormes o el teatro del Siglo de Oro. Todavía recuerdo: “Hipogrifo violento que corriste parejas con el viento”, un verso que se incrustó en la parte memoriosa de mi cerebro y que pertenece a La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Así pude asociar un conjunto de obras que desde la escritura medieval me resultaron interesantes y más tarde muy importantes para entender los viajes por la lengua, los movimientos históricos y la reconfiguración del sujeto. Un sujeto que se rehacía de acuerdo a los cambios de paradigma que iban imprimiendo los desplazamientos de los poderes por diversos reinos, las guerras, las economías y las sucesivas dominaciones. Los estilos.

Más adelante llegué a entender la picaresca de El Lazarillo de Tormes, publicado a mediados del siglo XVI, como el texto que muestra la realidad española “desde abajo”. Un abajo sostenido en medio de penurias, estrategias, ilegalidades, estafas, explotación. Es el texto que da cuenta no solo de los universos sociales frágiles o abiertamente pobres, sino también de una sociedad ultraquebradiza que ya experimentaba los signos de un derrumbe que profundizaría en los siglos posteriores.

El Lazarillo de Tormes explora el nomadismo como espacio de conocimiento que, en sus desplazamientos, muestra aquello que la oficialidad reprime y que solo el mundo popular es capaz de desanudar, mediante la ironía o la abierta burla. En un punto lejano, muy subjetivo, siempre he relacionado a Lázaro, el protagonista, con la obra infravalorada de Armando Méndez Carrasco, fundamentalmente sus libros Cachetón Pelota y Chicago Chico, centrados en la noche, en la que confluyen diversos personajes. Sujetos unidos por vidas al borde del naufragio, existencias a medio camino entre la evasión y una curiosa lucidez política, que se entregan a los avatares de una picaresca que los sostiene. En ellos puede entenderse la farra como una forma de subversión ante el imperativo de vidas ordenadas sobre un vacío.

Méndez Carrasco pone en jaque los designios austeros impuestos por las hegemonías a los pobres, y la extrema responsabilidad que convierte lo rutinario en mera producción social para transformarse a su vez en productores, cumpliendo así un ciclo monótono y alienante. Los personajes, desde otra perspectiva, se emparentan con la literatura “desde abajo” protagonizada por Lázaro. Esa fue la literatura que propuso Méndez Carrasco desde su libro de cuentos Juan Firula.

Como lectora, me detuve muy tempranamente en textos medievales, renacentistas o barrocos que me obligaron a internarme en el lenguaje castellano, el español de hoy, hasta comprender la extensión de la movilidad de la lengua. Las Soledades de Luis de Góngora representan un momento en que la escritura literaria muestra y demuestra su elasticidad, las vueltas y revueltas del significado ante el desplazamiento de los núcleos gramaticales. Nos enfrenta a la letra que opera como significado del significante. Un barroco que se recuperó en Latinoamérica y que el cubano José Lezama Lima llevó al paroxismo en la novela Paradiso o en su obra ensayística siempre entreverada. Y desde otro lugar, gozoso, irreverente, el autor de Puerto Rico Luis Rafael Sánchez, con La guaracha del macho Camacho.

La literatura se funda en la escritura, es su despliegue, su repliegue, sus reformulaciones, en la férrea permanencia. La escritura a lo largo de los siglos es una especie de animal mutante que porta, en sus constantes modificaciones, la huella histórica de una plenitud, a la vez que obsoleta, vigente y demasiado futurista.

Transité dobles lecturas. Por una parte, las impuestas por el colegio y, por otra, las que yo misma emprendía de arriendo en arriendo y en las que me acompañaba Sergio, un compañero de curso, con el que compartía la misma pasión por leer. Mediante diversas estrategias conseguíamos e intercambiábamos libros y los comentábamos. Llegamos a un lugar lector muy especial al encontrarnos con la novela Ulises de James Joyce, cuando teníamos unos diecisiete años. La leímos con asombro, enervados, aburridos en algunos tramos, pero seguros de que teníamos que seguir porque éramos lectores y eso nos hacía distintos. Miramos con una arrogancia evidente (y ridícula) a una amiga también lectora a la que le contamos que leíamos Ulises. Cuando ella nos preguntó nuestra opinión y se refirió a La Ilíada, la miramos con un horror censurador y le hablamos de Joyce. La lectura nos permitía la sensación secreta de ser únicos, de portar un saber que nos incrementaba, aunque la realidad nos enfrentaba a la evidencia de que nuestra (posible) superioridad no era perceptible para nadie.

Mi tiempo lector estuvo regido por escritores. Una parte importante de la totalidad de las obras que leía eran de autores varones. La ausencia de escritoras en los programas escolares (y más adelante en los estudios universitarios) estaba naturalizada. Desde otra perspectiva, el grupo, compuesto mayoritariamente por jóvenes que frecuentaba desde mi adolescencia, estaba interesado en política y en cultura y, desde luego, existía entre nosotros una relación paritaria. Todavía no me enfrentaba de manera traumática a la discriminación, porque mi tiempo de ese tiempo apuntaba a cambiar los paradigmas políticos para romper con las desigualdades sociales. Teníamos una esperanza política indestructible. Esa percepción (la seguridad de que podíamos cambiar el mundo) formaba parte y, más aún, era un requisito para nuestra amistad.

La revolución cultural sesentera nos había convencido plenamente y éramos partidarios de libertades iné­ditas, y el único deber que parecía atendible era la obligación urgente de remover estereotipos. En nuestras largas conversaciones, entusiastas, inflamadas, nos oponíamos a los soporíferos modelos oficiales. Nuestra política se sostenía en cuestionar y mantener una rebeldía permanente frente a los anestesiados mandatos sociales.