El olor del tiempo - Martha Cecilia Oramas Bautista - E-Book

El olor del tiempo E-Book

Martha Cecilia Oramas Bautista

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Beschreibung

Casimir, un joven estudiante polaco de origen judío y de familia pudiente, decide viajar a Francia a estudiar en la Sorbona. Repentinamente estalla la Segunda Guerra Mundial y dadas las circunstancias se ve obligado a huir para salvar su vida. Se embarca en Marsella en el buque Alsina con destino a América del Sur, donde se encuentra con una amiga de la infancia, con españoles republicanos y con judíos del resto de Europa con quienes comparte el drama del exilio y la incertidumbre. Después de sortear los malos tiempos de tormentas, hambre, enfermedad y perdidas de pasajeros en el barco. Logran llegar a un puerto Holandés que permite su desembarco. Allí logran obtener visa a diferentes países de América del Sur. Llega a Colombia y comienza a trabajar como corresponsal para AFP. Conoce, entre otros referentes culturales, a Álvaro Mutis (novelista y poeta) con quien entabla una buena amistad y con el paso de los años, presenta programas semanales de exposiciones y museos en las emisoras HJCK y La Radiodifusora Nacional y así se convierte en un famoso crítico de arte. En la Bogotá de los años 50, recibe una visita inesperada.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Martha Cecilia Oramas Bautista

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-461-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

«Hay tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo

tiempo para nacer y tiempo para morir

tiempo para plantar y tiempo para cosechar

tiempo para llorar y tiempo para reír

tiempo para la guerra y tiempo para la paz».

Eclesiastés 3

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a todos los autores que leí, que me permitieron entender el dolor sufrido al ser exiliados. A los que murieron sin ver un nuevo amanecer en su propio país, en busca de un mejor lugar para vivir. De ellos me inspire al escribir.

A mis primeros lectores: a Eliza, mi hermana, siempre atenta a mis escritos. A mi corrector de estilo y maestro, Facundo, por sus recomendaciones, por siempre poner una mirada refrescante en mis apuntes y una crítica constructiva.

A mi hija Cata, por su apoyo incondicional y colaborarme con la obtención de libros del exilio español en Barcelona, que enriquecieron grandemente mi investigación.

A mi hijo Andrés, quien atentamente me escuchó en mis primeros capítulos y me aportó su crítica constructiva.

A Alejandro, mi esposo y compañero de vida, gracias a su apoyo, desde el primer momento que empecé con la idea de escribir esta novela, por su confianza y su escucha cada vez que escribía un capítulo.

A mis compañeros escritores y críticos, que me escuchaban y daban sus consejos.

A mis padres, quienes, a pesar de que nunca les leí, sé que siempre estuvieron ahí.

Notas de la autora

Casimir es un personaje real acompañado de sus vivencias, tanto reales como ficticias. Cuando estuve en un homenaje a Casimir, en una universidad bogotana, se exaltaba su labor como uno de los impulsores del arte moderno en Colombia. A raíz de este homenaje, mas toda la información que tenía de testimonios reales escuchados en Polonia y en Colombia y la investigación realizada, me convencí a escribir una novela sobre su vida. Este libro es una recopilación de historias personales encontradas e información de diferentes autores, entre los que se destacan los escritos del propio Casimir en los que explicaba su trabajo.

Antes de decidirme a escribir este libro, me sumergí en la lectura de lo que se había publicado sobre él, revisé cuidadosamente su archivo en la Biblioteca Luis Ángel Arango. En el archivo de sus más de veinte cajas que reposan allí, descubrí parte de su vida: cartas, postales, recortes de periódicos en más de cinco idiomas sobre la actualidad y sobre el arte, y los escritos a máquina de sus programas radiales.

Al leer y escuchar testimonios de las personas que habían sufrido el horror de la guerra, me conmoví. La novela ha sido un reto, un regalo del que siempre estaré profundamente agradecida. Escribir ficción con personajes reales me ha dado gran prevención, aunque Casimir forma parte central de la novela, se han inventado personajes y hechos que nunca existieron. He intentado ser fiel a lo que el personaje hizo en su vida profesional, su vida personal fue totalmente ficción. Quiero manifestar mis más sinceros agradecimientos a la Biblioteca Luis Ángel Arango, especialmente a la sección de libros raros.

El olor del tiempo pone en primer plano el dolor de la pérdida causada por la devastación de la guerra y la capacidad de renacer en medio de la desolación. Esa guerra, y cualquier otra, ha marcado un antes y un después en la vida de generaciones enteras.

Prólogo

¿Por qué amamos a este personaje? ¿Qué hace que queramos saber de sus pasos?

En mi caso es porque Casimir es un niño, un niño que es apartado por sus amigos, un niño que vuelve a casa con las preguntas que los demás le han hecho y que no ha sabido responder. La escena inicial de la novela es desgarradora y genuina. Y tiene algo en común con la última escena: la soledad y el desconcierto de una persona —sensible— frente a un mundo que cambia y que busca dejar atrás a sus hombres y mujeres sensibles.

Casimir es el sujeto moderno, un ejemplar clásico del siglo XX europeo. Es culto, está enamorado de la belleza y se reconoce explorador de paisajes y emociones. Pero descubre demasiado pronto que los nacionalismos se expanden y los ejércitos se alistan, y que la sangre humana es otro aceite del progreso.

Con una educación sentimental marcada por las persecuciones y las sospechas, el oficio de Casimir se vuelve su refugio, así como su libreta —que nunca abandona— se convierte en un objeto mágico. Gracias a Martha Oramas, tenemos acceso privilegiado a sus notas, a alguna que otra carta y a los desaires que sufre el protagonista en este viaje alucinado.

Es inútil el intento de contar una vida entera: basta ejercer el oficio de mirar. La autora nos entrega fragmentos de una vida excepcional, un perfume de esos espacios íntimos e indescifrables en los que amó y fue abandonado, una luz sobre la trayectoria de un hombre que enlaza continentes, lenguajes y versiones del ser humano.

¿Qué es un museo, sino un compendio de humanidad? ¿A quién se le ocurre dar la vida por el arte, en un mundo tan caótico y fugaz? A Casimir, según esta novela. Y también a otros y otras que ejercen aún el oficio de recordar.

Recordar duele, sobre todo si se atraviesa una guerra. No cabría en una novela todo el desasosiego, todo el miedo del protagonista. Lo absurdo no cabe en su totalidad.

Cabe en la novela, y encaja de forma perfecta, el diálogo con los amigos que lo escondieron del mal, los silencios cómplices con las mujeres que lo amaron, las mareas altas en los barcos, la biblioteca del padre, una ciudad latinoamericana bajo la suela de los zapatos y, junto a la búsqueda de la belleza, la memoria del horror.

Bienvenidos a un tiempo de novela.

Capítulo 1

Aquella mañana, un niño en el salón de clases del Colegio, se acercó a Casimir, quien —como de costumbre— estaba absorto garabateando en su cuaderno de notas. El niño se sorprendió al ver el dibujo de Casimir: un árbol del patio lleno de pájaros en reposo. Le preguntó, al cabo de unos segundos:

—Casimir, ¿puedo preguntarte algo? —Casimir alzó la mirada y asintió con timidez—. ¿Por qué no vienes a la iglesia los domingos? —preguntó el niño.

Antes de cerrar su cuaderno, dibujó una estrella y contestó:

—Yo voy a la Sinagoga, con mis padres.

El niño se quedó mirándolo y, como nadie dijo algo nada más, se volvió corriendo donde estaban sus otros compañeros para contarles.

Casimir vio que los niños, durante el resto del día, cuchicheaban entre ellos y lo miraban de reojo.

Durante el resto del día, Casimir observó que los niños cuchicheaban entre ellos y lo miraban de reojo.

Era otoño y cuando sonó la campana, Casimir se fue a casa corriendo. Pasó por el parque Saski y pisó con deleite las hojas amarillas, que ya estaban secas. Recogió una, la observó con detalle y, después de soplarla para quitarle el polvo, la guardó en el bolsillo de su cuaderno de notas. Llegó a su casa y buscó a su mamá.

—¡Mamo, mamo! —gritó Casimir, entrando a la casa, pero se detuvo al escuchar el piano. Vio que la puerta del salón estaba entreabierta, se sentó en el suelo sobre el piso de madera y observó a su madre inclinada sobre el piano, con su cabello castaño recogido en su cabeza. Mientras escuchaba, admiraba el salón con sus paredes altas y su techo con molduras de otra época. Sobre las paredes, el papel de colgadura rosado tenue y sobre él unos grandes cuadros que siempre le resultaron fascinantes. Al fondo del salón su madre interpretaba a Chopin.

Cuando terminó la pieza, bajó la tapa del piano y lo miró con ternura. Casimir se le acercó y le dio un beso en las manos. Amaba esas manos de dedos largos y finos, tan capaces de acariciar con suavidad su piel como de golpear con fuerza las teclas de marfil.

—¿Por qué nosotros no vamos a la iglesia del barrio como los demás?

Su mamá se levantó y le dijo:

—Ven, vamos a conversar al comedor.

Casimir corrió al comedor y se sentó a esperar a su mamá. Casimir observó su cara, estaba un poco roja, como cuando él corre demasiado.

—Mira, hijo, no tienes de qué preocuparte —le contestó ella, acomodándose en la silla frente a él—. Es cierto, tú no vas a la iglesia católica como tus compañeros de clase. Nosotros vamos a rezarle a Dios a la sinagoga y hacemos nuestras plegarias en casa, porque nosotros somos judíos. Ya te habíamos explicado qué es ser judío, ¿te acuerdas?

Casimir sollozó y asintió con su cabeza. Sabía que era bueno ser judío, hace unos meses había celebrado su Bat Mitzvá, pero no entendía por qué sus compañeros lo consideraban tan raro y no querían jugar con él.

La mamá se acercó a él, lo abrazó y le dijo:

—Si te vuelven a decir algo tus compañeros, me avisas y voy a hablar con el director. Estaba un tanto sorprendida por la reacción de Casimir.

—No te preocupes, hay muchos niños más como tú que tampoco van a la iglesia y van a rezar a la sinagoga. Tus amigos como Samuel y Ania, por ejemplo.

Casimir seguía sufriendo, se le notaba en la mirada.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Sí, pero… —contestó Casimir sin alzar los ojos y después de un minuto, preguntó—: ¿no podríamos ir algunas veces a la iglesia de mis amigos, mamo? —Casimir miraba a su mamá con gesto suplicante.

La mamá movió la cabeza, parecía confundida, sorprendida.

—No sé ni qué decirte. —Y después se levantó del sofá y le dijo––: Ve a asearte, pronto cenaremos.

Luego se paró de la silla. Casimir se alejó cabizbajo hacia el patio de la casa y se puso a jugar a patear el balón, mientras pensaba: «Si no voy a la iglesia, mis amigos no van a querer jugar más conmigo».

Desde ese día, tal como lo temía, Casimir fue excluido de los juegos en el colegio. Comenzó a buscar más a los niños que iban a la Sinagoga, como Samuel y Ana. Ellos eran un poco retraídos, no les gustaba jugar con el balón y para Casimir no eran tan divertidos como Stasek y Lukasz, pero por lo menos no estaba solo.

Así comenzó Casimir a notar que algo no estaba bien.

***

Casimir cumplía 17 años, pero había mucho silencio en la cena. Estaban sentados sus padres y sus dos hermanos sobre la larga mesa, adornada con dos candelabros de velas blancas encendidas, un pan de trenza y varias fuentes de porcelana con ensalada de remolacha, papas y pavo. El padre tomó aire y miró fijamente a Casimir. Habló con voz enfático:

—Ya es hora de que hablemos sobre tu futuro, Casimir. —Casimir pensó que esa palabra era demasiado grande.

—Tú solo te la pasas pintando y jugando con tus amigos. Tus hermanos ya están estudiando en la Universidad.

Sus hermanos permanecieron callados y no comentaban nada. Solo su mamá se preocupaba porque todos se sirvieran los alimentos puestos en la mesa. Mientras el padre hablaba, Casimir estaba doblando y haciendo figuras con una servilleta.

—Es hora de que pienses qué vas a estudiar. Si no, cuando cumplas dieciocho años, te voy a mandar a Ginebra a la Facultad de Leyes. Tu tío ya tiene el cupo asegurado, para cuando vuelvas trabajes conmigo en la empresa.

Miró a sus padres sorprendido, por el futuro que ya le estaban organizando, sin él mismo saber qué quería. Por ahora -era cierto- disfrutaba plenamente de su juventud con sus amigos. Se levantaron de la mesa y Casimir se fue detrás de su padre.

—Papá —le dijo—, quiero hablar contigo, ¿puedo?

—Ahora debo hacer unas cosas, mañana en la noche hablamos.

Al otro día, Casimir fue al despacho de su padre. El padre lo mandó a seguir y le dijo que lo esperara un momento, mientras acababa algo que estaba haciendo. Casimir se puso a observar un cuadro que colgaba en una de las paredes: era de carácter religioso y el autor, Samuel Hirszenberg, presentaba a unos jóvenes estudiando el Talmud a la luz de las velas. El detalle absoluto es un haz del sol, entrando como un polizón e iluminando el rostro reflexivo de uno de los jóvenes. Los demás jóvenes podían estudiar todo lo que quisieran, pero el iluminado era él, pensaba Casimir, con su mirada viendo más allá de lo evidente. Casimir siempre admiró ese cuadro.

Se puso a pensar que ya había sido bautizado por la Iglesia Católica, como sus hermanos, a decisión del padre, que quería protegerlos de cierta animadversión que estaba percibiendo en contra de los judíos. Pero pensaba que, en el fondo, su padre era judío al cien por ciento.

El padre de Casimir estaba sentado frente aún escritorio de madera de caoba oscura, escribiendo.

—Quiero estudiar artes en París —dijo Casimir. Su padre levantó la cabeza y luego, con cierta fatiga, se levantó de la silla. Puso ambas manos sobre el escritorio, mirando el texto que estaba escribiendo como si allí mismo estuvieran las palabras que buscaba. Luego, levantó la palma de la mano y la dirigió hacia Casimir.

—Puedes estudiar lo que quieras, pero después de que te gradúes de Leyes en la Universidad de Ginebra. Viajarás el próximo mes. Vivirás en la casa de tus tíos Henryk y Sofia. No hay más que hablar. Por favor, cierra la puerta cuando salgas.

Casimir estaba helado. Sus hermanos estudiaron lo que el padre les ordenó y ahora a él le tocaba lo mismo.

—Sí, padre quiero estudiar arte —le repitió.

—Lo harás, si primero estudias Ciencias Políticas.

Al cerrar la puerta, le dio una última mirada al joven del cuadro. Seré como él, se dijo, aunque me demore un tiempo y aunque me concentre en una escritura, la luz del arte siempre guiará mi frente y mi pecho.

***

Casimir empacaba sus maletas cuando se encontró con su viejo cuaderno de pastas duras. Estaba repleto de bocetos y dibujos, que pintaba desde cuando era niño. En ese momento entró su papá y le dijo que había llegado Hana, su novia. Casimir se sorprendió, porque no la esperaba.

—Hazla pasar —pidió Casimir.

Hana entró a la habitación. Estaba muy bonita, con su blusa blanca y una falda azul, de corte clásico. Tenía los labios ligeramente pintados. Casimir se le acercó y la saludó, estaba sorprendido de su visita. Ella no sonreía, se veía distraída y un tanto ausente. Tampoco le dejó cogerle la mano.

—No me dijiste que vendrías. —Toma asiento.

—No, está bien —dice Hana—. Vine para decirte que no puedo ir contigo mañana al teatro, simplemente no puedo. —Bajó la cabeza y sonrió—. Pero sí quisiera que nos viéramos mañana a las tres, en mi casa, para que conversemos.

—No entiendo el cambio de planes. ¿Te pasa algo, estás enojada? —preguntó Casimir.

—No —contestó Hana. Le esquivó la mirada y la dirigió hacia la ventana––. Mañana hablamos. Es que tengo que irme, me espera mi hermana afuera de tu casa.

Bajó apresuradamente por las escaleras, Casimir trató de alcanzarla, pero ya había salido de la casa. Casimir quedó sorprendido con la visita tan breve. Se dio cuenta de que Hana no lo había saludado. Siguió empacando, con más lentitud, sus cosas. Notó que Hana había olvidado un pañuelo sobre la cama y, sin pensarlo demasiado, también lo empacó.

Al día siguiente, Casimir fue al encuentro con Hana. Decidió ir caminando desde su casa, en la calle Foksal, y le vinieron a su mente los recuerdos del primer encuentro con ella.

Aquella vez, en la estación, se habían abierto las puertas de los vagones, dando paso a la multitud de viajeros. Los hombres llevaban sombreros de copa, abrigos de tonos oscuros y paraguas. Casimir estaba parado, fumando un cigarrillo al pie de la puerta del vagón, cuando vio a Hana: delgada, vestida de gris, con unos guantes azules y un sombrero azul. Llevaba muchos paquetes y corría buscando su vagón. Sonó el silbido del tren y ya casi estaban cerrando las puertas de los vagones, pero ella aún no subía.

Entonces apareció Casimir y le ayudó a subir. Se enamoró desde el momento que vio sus grandes ojos azules. Se sentaron juntos en el mismo compartimiento y así comenzaron a conocerse.

Recordando esa primera cita con Hana —el azul del sombrero, el azul de sus ojos, la calidez de la conversación—, Casimir llegó al parque Lazienki. Su paso se hizo más lento mirando las sombras de los árboles sobre el césped, cómo se fijaban sobre el verde cambiando tenuemente el color y dejando filtrar, de tanto en tanto, un rayo de luz.

Prosiguió hasta llegar al centro del parque, donde en una gran plazoleta estaba erguido el monumento a Chopin. Los domingos, como de costumbre, había concierto en la plaza. Se detuvo unos minutos a escuchar el piano. Pensó que quizás en Ginebra, y en otras partes del mundo, habría otros conciertos, otros compositores y otras manos con las que regocijarse. Pero tuvo un indicio de nostalgia anticipada: nadie tocaría Chopin como su madre. Continuó por el camino hasta llegar a la calle Ujazdowska. Dobló a la derecha y siguió hasta la calle Rakowiecka donde vivía Hana.

Hana estaba en el balcón, esperando a Casimir. Se besaron y se sentó con ella en el mismo sofá. Casimir miró a Hana y le dijo:

—No sabía cómo ni cuándo decírtelo: viajo en dos días. Aunque estoy alegre de irme a estudiar, me da pena dejarte. Dejar todo, la ciudad, la familia, los amigos. Pero sobre todo a ti. Volveré para las fiestas de Navidad.

Hana estaba llorando desde que Casimir empezó a hablar.

—No llores, Hana, que me vas a entristecer más.

A Casimir le turbó la palidez de su rostro, el brillo de sus ojos acuosos y su actitud sincera. Hana secó sus ojos y su mirada se suavizó, como si lo entendiera.

—Mira, Cadzi, sé que debes viajar a Ginebra y te lo mereces. No me malinterpretes, pero ¿qué va a ser de nosotros? —Hizo una pausa y lo miró nuevamente, lamentándose—. Conocerás a otras mujeres y me dejarás, estoy segura. Si te vas, ya no me volverás a ver —le señaló, en tono desafiante, sabiendo que lo ponía entre la espada y la pared.

Casimir buscó calmarse un poco y pensó mejor qué decirle.

—No digas eso, por favor —fue lo único que pudo decir Casimir.

—Te quiero, Casimir, pero no quiero esperarte, ni tener falsas expectativas —concluyó ella, quitando su mano de las de él.

Él la miró y sufrió un repentino estremecimiento cuando vio lágrimas cayendo de sus ojos. Ella tomó aire y fuerzas, para continuar.

—Por eso, he decidido que… Lo mejor es que terminemos con esta relación.

—No, Hana —dijo Casimir—, yo te quiero mucho, no hagas esto, me partes el corazón. Llevamos un año de novios, ha sido un tiempo muy especial para mí. Yo te quiero, podemos seguir a través de la distancia.

Hana movía su cabeza de un lado a otro.

—No puedo seguir así —le dijo.

—No te preocupes, estaré viajando en vacaciones. Tu podrás venir a visitarme, si te dan permiso. —Guardaron silencio un rato y se abrazaron.

Hana se levantó del sofá.

—No —dijo Hana—, lo mejor es que te vayas.

Casimir se tomó la cara con las manos, rojo de humillación y dolor. No entendía la reacción de Hana. La miraba a los ojos, buscaba sus manos, veía con dolor la hermosa piel de su largo cuello y cómo le caía el pelo por su cara.

Pensó que debía haberle roto el corazón y que por eso actuaba así. Ya no tenía tiempo para hacerla cambiar de parecer. Sintió un retorcijón terrible en el estómago, como si hubiera comido algo en mal estado. Supo que debía salir del apartamento, se sentía realmente muy mal. Quizás ya no volvería a esa casa.

Hana lo abrazó y le dio un beso en la mejilla al despedirlo. Casimir la abrazó fuerte y le besó la boca.

—Te escribiré. Por favor, no llores —le dijo y se despidió.

***

Salió de la casa y siguió caminando por la calle Rakowiecka. Volvió a la derecha hasta llegar al casco antiguo de la ciudad. La ciudad estaba envuelta en un aire cálido de verano. El cielo parecía una gran bóveda azul, no se divisaba ninguna nube. Por la calle Nowy Swiat vio a unos pintores callejeros, que hacían retratos y vendían sus cuadros del casco antiguo a los turistas. «Arte para vender», pensó. «¿Dónde está el arte que necesito para sanar mi alma?».

Casimir comprendió que recordaría a su novia con amor. Había sido feliz junto a ella y si se quedara, quizás podría seguir disfrutando de tomarla de la mano, de sus besos y sus caricias.

Se asustó al pensar que Hana conocía muy bien las relaciones entre hombres y mujeres, los pequeños detalles de estar juntos. Pero no entendía que los novios se pueden separar, que podían sostenerse a pesar del tiempo que estuvieran separados. De hecho, lo que más miedo y confusión le provocaba era que había sido ella la que realmente lo estaba dejando.

Debo viajar, ese es mi destino, se decía. Me duele su decisión, me deja sin piso y sin regreso.

Capítulo 2

Era un día luminoso y frío de septiembre. Los relojes de la estación marcaban las ocho. Sonó el silbido y Casimir abrazó a sus padres. Subió al tren y se despidió agitando la mano, su destino era Ginebra.

El vagón no tenía compartimientos. Se sentó frente a una joven pareja. Hablaban muy animados y se tomaban de las manos, ella señalaba algo del paisaje y él acudía a la ventana. Se sintió más solo que nunca. Con un renovado brío se dijo: «Estoy solo», y respiró hondo como juntando valor. Se sorprendió diciendo a media voz pero con cierta intensidad: «Al fin estoy solo en mi camino».

Después de diez horas llegó a la estación central de Ginebra. Buscó con la mirada a sus tíos, con quienes viviría durante sus estudios.

Allí estaba el tío Henryk, que parecía más feliz de verlo que su esposa. Era un hombre alto y delgado. Sostenía su sombrero con una mano. Su esposa, Sofía, le sonreía con agrado y se notaba que era refinada y amable. Después del saludo, el tío Henryk puso sus maletas en el auto.

Los tíos vivían en un chalet de tres pisos. Cuando llegaron a la casa, Casimir tomó aire y sonrió. Dejó sus maletas junto a la puerta y con los primeros pasos quedó impresionado: todo en la casa reflejaba meticulosidad, nada se hallaba fuera de lugar. Repasó con su vista cada rincón y encontró que había muchos —quizá demasiados— cuadros en las paredes. La tía sirvió la cena y disfrutaron de una copa de vino tinto. Casimir llevó sus maletas a su habitación en el tercer piso, se acercó a la ventana que tenía vista a la calle, la cual —a esas horas— estaba bastante oscura. Solo se veían algunas luces, tenues y amarillas, a lo lejos. Se sentó en la cama y le pareció fría y extraña.

A pesar de la hospitalidad de sus tíos, Casimir se sentía como un forastero. Añoraba su casa, su habitación. Extrañaba como nunca a Hana y a sus amigos, especialmente a Staszek.

***

A la mañana siguiente, Casimir se presentó en la Universidad para comenzar la inducción. Se entusiasmó al ver el busto del sabio Calvino, fundador de la Universidad. De allí en más cumpliría, con el viejo teólogo, una ceremonia cotidiana: lo saludaría de forma chabacana, como un amigo de siempre, con una confianza extrema.

Después de avanzar por largos pasillos entró a una oficina. En el interior estaba una mujer sentada frente a su escritorio, quien le tendió la mano y le dio la bienvenida a la universidad. Estudiaría alemán y francés durante un mes. Recién en octubre comenzaría el año lectivo.

Esa noche, durante la cena, hablaron de la infancia de sus tíos en Polonia y de las oportunidades que tendría Casimir en Ginebra. Los tíos llevaban veinte años allí, su tía estaba a la expectativa de su llegada y el tío estaba muy emocionado, porque siempre quiso tener hijos. Ellos atendían un próspero negocio de compra y venta de antigüedades, que les permitía vivir cómodamente. De tanta comodidad se empezaba a espesar la relación y se hacía evidente que necesitaban renovarla.

Fue fácil para Casimir adaptarse a su nueva vida de estudiante de Ciencias Políticas (resultó que algunas asignaturas lograron apasionarlo) y vivir con sus tíos, aunque solo los había visto una o dos veces, siendo apenas un niño. Les debía respeto, pero también le resultaba más sencillo llevar una vida autónoma, sin el control parental.

Era un día de diciembre y Casimir salió por la ciudad bajo los enormes copos de nieve que caían de forma irregular y en todas las direcciones. Caminó por las calles adoquinadas hasta llegar a la plaza Bourg-de-Four. Entró a un pub y se tomó un vino caliente, luego cruzó hasta llegar a Pont des Bergues y siguió hasta un mercado local. Le dio la impresión de que Ginebra no era tan diferente a Varsovia. El clima era muy parecido, solo las abruptas montañas que se divisaban a lo lejos —y el famoso lago claro— la diferenciaban de su ciudad natal. De improviso, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió solo cuando pasó por un parque donde —a pesar de la nieve— unos muchachos jugaban al fútbol. Se quedó mirándolos.

¿Realmente quería estar allí? Aunque Casimir no era deportista, el fútbol con amigos era uno de los momentos más especiales de la semana. Ahora entendía mejor que un país o una ciudad no estaban hechos de edificios y calles. La verdadera patria eran los amigos, los amores, las palabrotas que se decían jugando en la cancha, embarrados hasta los ojos.

***

Volvió a la casa de sus tíos y ojeó los libros que trajo de Polonia sobre la historia de Suiza. Decidió ver el libro que le regaló su madre sobre Ginebra. Acarició la tinta de la dedicatoria como si fueran sus cálidas manos.

Comparaba la historia de su madre con la de su tío, que había decidido quedarse a vivir con su mujer en Ginebra: después de estudiar dos años en la Universidad, se casaría para iniciar una vida de familia que, para su desdicha, no contaba con descendientes. Recordó a su madre, que organizaba recepciones para los amigos importantes, como decía su padre, y fomentaba a nuevos artistas.

En Ginebra, en cambio, tenía pocos amigos. Además, había algo más en el ambiente político, algo que Casimir no podía determinar del todo. Se estaban consolidando los movimientos fascistas de derecha y eso hacía que se radicalizaran los grupos de izquierda.

Él no quería saber de política. Solo estudiaba con placer a los grandes pensadores, pero la coyuntura lo tenía sin cuidado. La estancia en Ginebra lo llevó a aprovechar los museos. Aunque estudiaba Ciencias Políticas, esos pocos amigos que tenía estudiaban arte en la universidad.

Cuando estaba en su habitación, se acordaba de Hana. En particular de esa noche, cuando ella se las ingenió para salir de su casa y se encontraron en un parque. Los faroles iluminaban el césped, que brillaba por el rocío. Bajo unos sauces, encontraron amparo. Ella tembló y se estremeció cuando él le besó el lóbulo de la oreja. Luego le besó los labios y se recostaron sobre el césped.

—Solo besos —le recordó Hana.

Al cabo de media hora todaví