El orgullo de ser puta - Senit Cambra - E-Book

El orgullo de ser puta E-Book

Senit Cambra

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Beschreibung

Esta es la historia de una mujer luchadora que supo salir airosa de circunstancias inciertas: abandonó su país para introducirse en el mundo de la prostitución, donde superó obstáculos a pesar de haber perdido hasta su dignidad... Todo con el fin de sacar a su familia adelante. Son las memorias de quien encontró, en ese mundo, una salida a su situación. En estas páginas se comparten las experiencias y sabiduría adquirida en un trabajo tan difícil como la prostitución; se entrelazan denuncia social, consejos maritales, anécdotas y comentarios llenos de humor que cuentan las aventuras de una mujer que, en un camino lleno de espinas, conoció almas y cuerpos solidarios e incomprendidos que deseaban ser amados y escuchados. Esta es una historia de superación personal de quien supo ver, de lo malo, lo mejor.

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El orgullo de ser puta

Senit Cambra

© Senit Cambra

© El orgullo de ser puta

Noviembre 2023

ISBN papel:  978-84-685-5998-8 ISBN ePub: 978-84-685-5995-7

Depósito legal: M-32280-2023

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Dedicado a las mujeres y hombres que tienen que tomar la peor decisión, abandonar su familia y abandonarse a sí mismos o mismas.

A los o las que ven en la prostitución un escape de salida a una difícil situación económica.

A las o los que tienen huevos de dejar ese mundo y trabajo, deciden amar.

A las mujeres asesinadas por clientes con mal corazón.

Agradecimientos

Gracias a esa mujer que siempre me ha llamado sinvergüenza, por ser mi impulso para escribir mi bella historia en el mundo incierto de la prostitución.

Gracias a esos hombres maravillosos que pasaron por mi vida, a esos que dejaron huella.

A los que vieron en mí una modelo de mujer y de persona.

A los que hicieron que, en este camino de espinas, yo fuera la flor más hermosa.

A los que hicieron que mi vida sexual fuera la más placentera y feliz.

A esos que lograron que con cada folladita tuviera un orgasmo y me sintiera plena.

Gracias a las personas que entienden mi postura como madre y mujer.

Gracias a los que no juzgan, tachan o critican.

A los que me hicieron vivir plenamente a la edad de los treinta años, cuando estamos con las feromonas activas (dispuestas a tener sexo cada media hora, si es posible).

A esos que vieron en mí una morena graciosa, atractiva, simpática, diminuta, que les daría mucho cariño (aunque fuera pagando un precio muy elevado), cariño que tal vez no encontraban en sus casas o con sus esposas.

A los que me hicieron sentir pletórica cuando lucía mis botas de charol de plataforma de diez centímetros, falda corta, en la blusa llevaba un nudo en la parte delantera que dejaba ver mis exhuberantes pechos, rectos, duros y ricos, ese culito respingón (era lo que me caracterizaba y me hacía diferente a las demás chicas del club).

Gracias a los clientes que me halagaban con sus lindas palabras; con piropos graciosos, que me hacían reír (pienso que los hombres son muy inteligentes a la hora de ligar). También a los que me invitaban a copas mientras lloraba por no tener mis hijos, más cuando se me venía el mundo encima; era la forma de ganar dinero sin tener que irme a la cama con un cliente.

A esos personajes que hacían que sintiera que no solo eran clientes; se convertían en mis amigos, con los que podía contar en cualquier momento que los necesitara.

A esos compañeros y compañeras de profesión que venden su cuerpo al mejor postor. Son sus propios dueños, no se lo piden prestado a nadie; toman sus propias decisiones; eso el mundo lo tiene que entender, respetar y valorar.

Índice

Prólogo

Desnudo mi alma al viento

Niñez traumatizada

Amor roto

Sangre guerrera

El monstruo

La peor noticia

La trata

Ascenso y descenso

La proposición

Mi ángel de la guarda

Mi futuro incierto

Anecdotario de mi vida como prostituta

El mejor aterrizaje de mi vida

Mi bello Showis

Mi primer polvo español

La nueva

Mis siguientes días como prostituta

Fechas sentidas

Educando a los clientes

Tetas como pistolas

Todo por amor

Conciencia venérea

Sexo y baile

Mi amigo de caminatas

El polvo encurtido

Los jueces

Pene Clip

Sin prejuicios, con miedo

Fidelización de clientes

El vaso medio lleno

Mi declaración

El bombón de chocolate

Mi decisión

El cerdo esquivo

La peluquera más sexi

Un ángel caído del cielo

Lloró mi corazón

Otro ángel caído del cielo

El fetiche (amor por las uñas)

Un polvo fugaz

Reventa y decepción

El dueño de mi punto G

Mejor sin sexo

Sin espacio para el amor

Herida por amor

Mi primer lésbico

Disco y droga

Tentación y sobredosis

La cocaína

El micropene

La cochinilla de turno

La autoridad despendonada

El iluso ilusionado

De hostias por perro

El guarro trajeado

Un pueblo infernal

La sensación de morir

El reto (amor y odio)

El loco Ferraz

El místico miedoso

La suerte del principiante

Comecoño

Lluvia dorada

Calentorra bella

Los mejores cinco centímetros de mi vida

Topless, el fin

Reflexión en el autobús

La casa del sado

Compartiendo sabiduría

El becerro

El militar

El activo pasivo

El abogado sin ley

Mitos del pene

El empresario

Placer y dolor

Bukake

Coprófago intelectual

El indio apasionado

El apaleado

Mis consejos para una vida sexual plena en pareja

Despedida

Prólogo

Desnudo mi alma al viento

No juzgues mis acciones si no conoces mis razones.

Tienes en tus manos un libro erótico, romántico, lleno de anécdotas sobre la prostitución, pero también sobre la amistad, la rivalidad, el amor por el prójimo y el amor propio.

Con estas palabras cuento mi historia, cómo salí airosa de las adversidades. Contra todo pronóstico, conseguí la felicidad después de abandonar mi país y trabajar como prostituta para sacar a mi familia adelante.

Rompí barreras, superé el miedo en el mundo de la prostitución, perdí y recuperé mi dignidad, incluso por las ilusiones de vivir. Lo mejor de todo, es que no seguí permitiendo que los hombres me tomaran por tonta, que siguieran abusando de mí: «Hice que pagaran todo lo que les proporcionaba, que se enteraran de cuánto cuesta estar con una chica de pago», fue la decisión que tomé, aquella que me ayudó a ver siempre el vaso medio lleno.

Quiero compartir mis experiencias en un trabajo tan señalado como es la prostitución. Quiero abrir mi corazón y demostrar que no todo es malo, que debemos sacar partido de todo lo que nos sucede, bueno o malo; tal como dice el dicho: «Si la vida te da limones, aprende a hacer limonada».

Si me preguntas si estoy arrepentida de pertenecer a ese grupo de personas que ejercemos la prostitución, te respondo: fue el tiempo más feliz en cuanto a hombres se refiere.

Hay momentos en que tenemos que pensar y ver más allá de nuestras narices. Cuando me hicieron aquella proposición, pensé: «¡Qué más da! Un hombre más en mi vida después de todo lo que he tenido que pasar».

Para nadie es un secreto que desde que el mundo existe, existe la prostitución. Nuestros antepasados contrataban concubinas, mujeres y hombres para sus fechorías, orgías y todo lo relacionado con el sexo.

La prostitución es un trabajo que nos da dinero de forma inmediata, nos saca de apuros económicos, y con ello podemos dormir tranquilos. Debe dejar de ser tabú.

Muchas personas que trabajan en esto lo callan por el qué dirán, por vergüenza, por no ser señaladas o discriminadas inclusive por sus propios familiares.

No quiero incitar a nadie a entrar a la prostitución, pero sí a que se respete que cada cual haga con su cuerpo lo que le venga en gana. Tampoco quiero hacer creer que todo ha sido maravilloso durante mi paso por esta profesión; pero sí que tuve la suerte de conocer personas maravillosas en ese mundillo de juerga y vivencia.

Desde niña, soñé con encontrar una persona que me llevara al altar, que me viera con los ojos del corazón. Luché con todas mis fuerzas buscando cariño, y el verdadero amor, hasta que lo encontré. ¡Hoy día, soy muy feliz! De los dos mil hombres que han pasado por mi vida, mil novecientos noventa y nueve no han salido como esperaba, pero me han enseñado a tratar bonito al número dos mil. Solo uno ha salido bueno. Estos me aportaron experiencia, me enseñaron lo que es la vida y cómo vivirla. Hoy día, cuando he encontrado el amor después de tantas piedras y espinas en el camino, solo digo: «Hay que besar muchos sapos para encontrar el príncipe azul»”

***

Con este libro, quiero reivindicar el trabajo de aquellas mujeres y hombres que por una u otra razón ofrecen este tipo de servicios. La prostitución es una labor como otra cualquiera, con una pequeña diferencia: está infravalorada, está mal vista por personas que no la entienden; es por eso que critican, señalan y hablan mal de quienes la ejercemos; merecemos el mismo respeto que todos.

Un día, me encontré con una mujer de esas de caché, esas que te miran por encima del hombro, esas que te señalan y juzgan. Esta bella mujer me hizo una pregunta un tanto incómoda:

—Senit, ¿cuántos hombres has tenido en tu vida? —Lo malo fue que preguntó delante de su amiga, estoy segura de que lo hizo solo para hacerme sentir mal.

Con el respeto que se merecía, le respondí:

—Por mi vida han pasado dos mil hombres, pero mil novecientos noventa y nueve no han salido como esperaba, solo el último ha tenido la suerte de tener mi corazón y mi cuerpo por el resto de su vida o la mía; nuestro destino se lo dejo a Dios. —La mujer se quedó más seca que un bombón recién chupado.

***

Las memorias que aquí presento también son un llamado a las autoridades pertinentes para que quienes trabajan en la prostitución tengan las mismas condiciones laborales que los trabajadores «convencionales», como el derecho a cotizar a la Seguridad Social para, en un futuro, cobrar una pensión digna.

Esta es mi historia. La historia de una mujer, madre soltera, que tuvo que tomar la difícil decisión de emigrar a otro país y prostituirse, vender su alma, su cuerpo, y lo más preciado de un ser humano, ¡su dignidad!, con el fin de obtener dinero para sacar su familia adelante. Ese que muchos llaman «dinero fácil», si supieran cómo de fácil es (la prostitución es un trabajo arduo y peligroso. Solo que yo lo hice fácil gracias a mi manera de ser, por mi voluntad de ver el vaso, siempre, medio lleno).

Este es mi pasado. Lo miro con admiración y respeto, no lo olvidaré jamás. He estado aquí sin que nadie me coaccionara ni me obligara, fue una decisión propia que tomé al salir de mi país.

Pido perdón, especialmente mi familia, si se ofenden por mi sinceridad, si hago o digo cosas que pueden no gustar; perdón a mi esposo por leer palabras tan duras y sinceras.

Gracias a ese trabajo tuve estabilidad económica y emocional; he tenido placer, amigos y el amor que siempre busqué. Lo he pasado de maravilla, me he sentido respetada, querida, amada por personas que antes no sabían nada de mí.

Recuerdo, como si fuera hoy, que entré a la prostitución con el miedo en mi cuerpo; me preguntaba qué hacía ahí, pero estaba dispuesta a todo para no permitir que las pirañas del banco se quedaran con lo que más amaba materialmente: el techo de mis hijos. Siempre tuve la esperanza de que este viaje me ayudaría a salir adelante, a dejar atrás todo lo malo que había aguantado, hambre, escuchar las respuestas negativas de personas que pensaba que un día me apoyarían.

Hoy, me siento orgullosa de mí y puedo decir que valió la pena mi esfuerzo. Mi viaje y mi sacrificio no fueron en vano ya que tengo todo lo que un ser humano desea, ser feliz.

Estoy segura, si me encontrara en la misma situación que me llevó a la prostitución, volvería a tomar la misma decisión sin ningún reparo.

Confieso que en cuanto tuve un trabajo «normal», como muchos dicen, Dejé todo atrás, con la consecuencia que ya no ganaba lo mismo que como prostituta, estaba dispuesta a correr el riesgo.

Aunque trabajaba mucho, me mataba el lomo de casa en casa hasta las tantas de la noche, con ese trabajo «digno» ganaba el ochenta por ciento menos, me daba igual, ya que me bastaba para la manutención de mis hijos.

Ser prostituta es atender, valorar, querer, mimar, dar el cariño que no se tiene, ser como una psicóloga y escuchar estupideces de clientes pesados, aguantar. ¿Acaso eso no es un trabajo digno?, ¿cuál es el precio?

A las personas que miran la paja en el ojo ajeno sin mirar el tronco que cubre sus caras, las que hablan de ese trabajo, las que señalan con el dedo más sucio de su mano; esas que envidian, ríen, critican, tachan, hablan y no tienen espejo en su casa ni en su memoria; que llaman sinvergüenza porque cobramos por sexo, que crucifican y hacen que el mundo lapide por ser persona de pago sexual, las que quieren que corten la cabeza de quien un día toma tan difícil decisión, les recuerdo que deberían de mirar atrás ya que todos tienen un lado oscuro que no se atreven a confesar y reconocer.

Antes de juzgar a un ser humano en el duro camino de la vida, hay que saber por qué ha tomado ciertas decisiones, como prostituirse.

¿Qué más da uno más en tu vida?

Niñez traumatizada

Yo era una diminuta niña delgada, pequeña y frágil, con deseos de ser querida, amada, protegida y respetada por las personas que me rodeaban. Mis tías eran las que presumían de tener la mejor de las sobrinas (no tenían otra).

Con mi padrastro trabajaba, un chico de veintidós años. Moreno, alto, delgado, pelo rizado, ojos saltones. Daba miedo mirarle, intimidaba mucho. Yo contaba con tan solo cuatro años de edad (aún lo recuerdo).

Cada vez que el padre de mis hermanos marchaba a la capital a por material para el taller de reparación de las radios, este chico me llevaba debajo de una vitrina horizontal donde se exponían todo tipo de tornillos y repuestos. La parte de abajo de la mesa era hueca, había un espacio considerable para que este chico me tumbara sobre una manta.

Al recordar esa situación, tiemblo de miedo, siento que tenía todo planeado para cuando mi madre estaba ocupada preparando la comida de la que él también se beneficiaba, aprovechaba la oportunidad para hacerme todo tipo de tocamientos, pasaba sus asquerosas manos por mi vagina (sin introducir nada), tocaba mi cuerpo, me besaba en la boca. Yo no hacía nada; no me resistía, no entiendo por qué… Pensaba que eso formaba parte del amor de los seres humanos, creía que era una forma de amar.

Este chico se las arreglaba muy bien para que no le contara nada a mi madre o a mi abuela, hacía todo lo posible para que nadie se enterara de lo sucedido, menos que se diera cuenta mi padrastro y lo echara del trabajo.

Recuerdo que no sentía deseo sexual (a esa edad era normal no sentir nada), pero me dejaba llevar; solo era una niña y no entendía nada.

¿Por qué estos hijos de la gran puta no respetan las mujeres, más a las niñas? Este chico dejó en mí el peor de los recuerdos un olor muy peculiar, el olor la de pubertad, olor a feromonas desatadas.

Cuando llega ese olor a mi nariz, no lo puedo soportar; regreso a mi niñez, vuelvo a recordar lo que pasé con ese individuo. Le agradezco que no llevara sus intenciones al límite de violarme y que se convirtiera en la peor de mis pesadillas (perdí mi virginidad cuando lo consideré conveniente, por mi propia decisión, aunque fue lo más traumático de mi vida en cuestión del sexo).

Amor roto

Vivíamos en el pueblo mi madre, mis tres hermanos, mi padrastro y mi abuela.

Mi padrastro era muy atrevido conmigo, me pegaba con un cinturón (al igual que a mi madre). Nunca me tocó como mujer ni se atrevió a abusar sexualmente de mí, pero dejó el peor de los recuerdos en mi mente.

Aunque yo vivía con mi abuela, cada vez que pasaba por casa de mi madre, la veía deprimida y consumida en su dolor de mujer traicionada, maltratada, sufrida y abandonada, aunque había sido la mejor esposa, dedicada por su familia).

Mi madre se separó de su marido porque él le puso los cuernos con su mejor amiga, marchamos a vivir a otro pueblo. Me tocó verla llorar día y noche, con tanto sentimiento, por la separación de ese señor. Yo no entendía por qué tenía que sufrir por un hombre, no entendía el amor; sentía que no deseaba enamorarme jamás.

Me dolió ver cómo su marido y padre de sus hijos la pegaba, le daba mala vida; me dolía verla sufrir, el dolor de la traición, de perder su esposo, su compañero de vida y de proyectos (al final, una familia es un proyecto, una empresa que hay que sacar a flote, superando circunstancias).

Para entonces yo tenía ocho añitos, lloraba junto a ella. A esa edad, ya era consciente de lo bueno y lo malo.

Después de aquella traición, mi abuela vendió la casita rosa, la más hermosa del pueblo, para mudarnos a otro lugar con el fin de rescatar su hija del sufrimiento que le causaba su marido, el hombre que ella amaba, el que la puso a escoger entre la primera hija o él, al que ella nunca olvidó, a quien siempre estuvo esperanto para recibir migajas de amor, dando todo por nada.

Mi madre lo amó hasta la médula; tanto que murió de cáncer de médula ósea a los setenta y cuatro años.

Fui una niña simpática, agradable con mis compañeros de escuela, pero cuando veía que estos iban por otro lado, me hacía la dura y exigía respeto. Si tenía que dar un golpe, lo hacía con tal de que no tocaran mi cuerpo (me duraba el mal recuerdo de las experiencias que tuve con el ayudante del padre de mis hermanos).

Siempre tenía miedo de que algún niño de mi escuela me mirara con deseo, que rozara sus manos por mi brazo o se pasara conmigo. Durante mucho tiempo no acepté tener novio.

Lo bonito deja huella, pero lo malo que haya pasado en tu niñez te marca para el resto de tu vida. Gracias a mi manera de ser, veo lo bonito de la vida; río y canto a pesar de los problemas y las circunstancias que he sufrido desde muy pequeña, aquí sigo en la lucha.

Sangre guerrera

Cuando tenía once años, mi madre, mis hermanos y mi abuela fuimos a vivir a la capital, en la ciudad de Cali, en el departamento del Valle, en Colombia. Llegamos a la casa de la señora Emma, la mujer que había sido la jefa de mi tía, hasta que un incendio dejó a mi tía, con quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo.

Un día mi abuela, cansada de ver cómo en el hospital quitaban la piel muerta por las quemaduras (raspaban y la dejaban en carne viva) esta la sacó del hospital, después que los médicos la habían desahuciado, mi abuela, se la llevó a casa, del pueblo, curó las heridas de mi tía.

Yo me encargaba de conseguir hierbas y leche de chivo para ducharla, la gente decía que eso era bueno para las quemaduras. Lo pasé muy mal viendo su cuerpo quemado, lo peor eran sus labios en carne viva.

Su recuperación duró muchos años, pero mi tía siguió con su vida. Se sometió a muchas operaciones (varias en la cara para no quedar desfigurada).

Mi tía tenía una niña, después de aquel fatídico accidente, tuvo otro hijo. Gracias al amor que tenía de su marido, este daba todo por su familia, estuvo acompañada y bien cuidada por él y por mi abuela (que daba todo por sus hijos).

Mi abuela era una guerrera, la mujer que más he amado en este mundo. Me dejó muy sola a corta edad, con tan solo once años, le agradezco que me inyectara su valor y tenacidad. Gracias a ella soy luchadora y trabajadora.

Me enseñó lo que es no tener miedo ni pereza de trabajar en lo que haga falta, siempre y cuando sea legal. Considero que soy una sobreviviente del mundo.

El monstruo

La señora Emma nos llevó a la ciudad para tener un mejor futuro.

Después de un viaje de cinco horas, llegamos a la ciudad; mi familia trabajaba en la riega y cuidado de la casa. Les tocaba llevar la finca; a cambio, nos dejarían vivir ahí.

Vivíamos mi abuela, mamá y cuatro niños. Mi madre consiguió muy pronto trabajo, la abuela se quedaba en casa con los nietos.

El día que llegamos a la finca, yo contaba con tan solo diez años ese mismo día, la señora Emma me llevó a trabajar en su restaurante. El lugar tenía una vivienda, donde dormía con su marido.

Yo dormía en el suelo, tirada en una manta pequeña, al lado del baño, en medio de ruedas de coche. Había un fétido olor a cañería, a podredumbre. Estaba muy sucio, por más que lo limpiaba, seguía oliendo mal.

Ahí tuve que vivir la peor experiencia con mi jefe.

Me levantaba a las cinco de la mañana para adelantar lo que se hacía de menú del día en el restaurante. Dejaba peladas patatas, yuca y lo que fuera necesario para preparar la comida. Quería que mi jefa viera en mí una buena trabajadora, necesitaba el dinero para ayudar a mi madre con los gastos de mis hermanos y mi abuela.

***

Mi jefa me permitía estudiar en una escuela que quedaba a media hora de camino; para asistir, tenía que caminar durante veinte minutos, hasta llegar a la escuela; no tenía dinero para acortar distancias con el transporte. A las ocho de la mañana, marchaba, a las doce y treinta, hora de mi regreso.

En la escuela me trataban mal, me hacían daño. Mis compañeras me pegaban, decían que estaba loca, la profesora corroboraba lo que ellas decían:

La profe decía:

—¡No se dirijan a ella ni la traten!, ¡está loca!

Yo, para hacerles creer mi locura, subía los pies al pupitre, me portaba mal, les pegaba a mis compañeras al salir de clase. Sentía que mi vida era una mierda. No tenía cariño ni respeto, todas mis compis se alejaban de mí o me empujaban al salir del colegio. Yo jugaba sola a la hora del recreo.

En su momento, esperé a la salida a dos de mis compañeras, las más malas de la clase, las que más se burlaban en mi cara y me empujaban. Cada vez que pasaban por mi lado, me pegaban en el hombro o me pellizcaban. Estas eran Marta Sofía e Isabel, las pijas de la clase.

Una mañana, al salir de clase, las esperé dos calles más adelante de la escuela; estaba nerviosa por la actitud de aquellas niñas malcriadas. Estaba enfadada por el trato vejatorio que recibía, las cogí del pelo, les di unos cuantos puñetazos, me ensañé dándoles una paliza a ambas. No me importaban las consecuencias; no me importaba si me echaban de la escuela, me daba igual todo.

A Marta Sofía le rompí las gafas. Al ser delgada, me fue más fácil derribarla; su cabello largo me daba facilidad para tirar de él. Me volví loca dándoles patadas y puñetazos, sentía que así me respetarían y no volverían a meterse conmigo ni tratarme mal nunca más.

Al día siguiente me presenté en la escuela como si nada hubiese pasado. Estaba seria, con cara de pocos amigos, con el fin que la directora del colegio no me riñera o me dijera nada. Me encontré con la noticia de que me expulsaban por tres días. No me importó. Sabía que perdería el curso por mi mala conducta, esa fue la única forma que encontré para que me respetaran.

Como era de esperarse, con la libreta llena de rojos por mi mala conducta, además de las malas notas que tenía, era imposible que me aceptaran en otra escuela. Mi madre se las ingenió diciendo una mentira piadosa para que yo continuara con mis estudios y que terminara por lo menos la primaria, hacer que no me quedara siendo una analfabeta de la vida. Así fue como seguí estudiando en la escuela La Gran Colombia, de Cali. Anteriormente, en la escuela del pueblo (un año antes), estudiaba en el día, el curso de tercer grado, de noche de cuarto a quinto. Me fue muy bien, era la mejor de la clase, así fue como me recibieron para terminar mis estudios..

***

Cada vez que mi jefa salía a realizar la comprar, me ponía en un mar de nervios.

Veía a su esposo, llamado Francisco (en Colombia se les dice Pacho), fumar una asquerosa pipa. Ese olor repugnante, dejó una huella desagradable en mi olfato. No puedo describir ese hedor con palabras; cada vez que pasa por mi nariz, no puedo evitar sentir asco y regresar a aquellos feos momentos. Si hay alguien a mi lado fumando pipa, lo paso muy mal, me hace recordar aquel tiempo, cuando sufrí tanto, ya que ese hijo de la gran puta no desaprovechaba la oportunidad de tocarme por la espalda, cogerme desprevenida para intentar violarme. Me dejaba impregnado su olor a perro viejo con las feromonas alborotadas.

Un sábado, mi jefa salió al mercado, quedaba en el centro de la ciudad, lejos del trabajo; él sabía que ella tardaría, le tenía controlado el horario. Le daba tiempo suficiente para sus fechorías y aprovechaba para acosarme sexualmente.

Una mañana, estaba sentada leyendo un libro que me había regalado mi hermana, Mi tercer libro de lectura. Recuerdo me senté en uno de los tres escalones que había a la salida del restaurante, por donde salíamos a la vulcanizadora donde reparaba y cambiaba las ruedas a los coches. Pensaba que ahí estaba más protegida por estar fuera del local.

Ese individuo aprovechó la ocasión para poner sobre mi libro una revista de sexo. Me quedé estupefacta al ver en la portada una monja con un pene en la boca. Estaba perpleja, no entendía por qué me pasaba algo así. ¿Por qué este hombre feo y malnacido hacía esas cosas tan desagradables conmigo? Me incorporé como un trueno y me puse de pie. Estaba asustada, dolida; no lo pensé, tiré la revista lejos, me fui hacia ella, pisándola con rabia.

Salí corriendo de aquella casa de los horrores, no entendía por qué ese viejo verde hacía eso conmigo, si era una niña sin maldad en mi corazón. Solo deseaba no estar cerca de ese cerdo.

Cuando mi jefa llegó, estaba fuera de la casa limpiando el patio, no deseaba entrar, tenía pánico, no pude decirle la verdad. Tenía ganas de gritar lo que me pasaba, ganas de hacerle ver lo que su marido estaba haciendo conmigo, ganas de llorar hasta deshidratarme, ganas de morir, porque nadie entendía mi postura de niña débil y frágil.

No podía aguantar más; saqué valor, me enfrenté al miedo de la reacción de mis progenitoras. Les dije a mi abuela y a mi madre lo sucedido. Con llanto en los ojos, conté paso a paso mi problema con este señor, relaté con detalles cada situación, cada pesadilla vivida con este personaje.

Yo deseaba que escucharan lo que me sucedía, que evitaran la tragedia que estaba a punto de suceder, que ese hombre me quitara lo más preciado, mi virginidad.

Ellas no escucharon mi llamado de atención. Sentí que no tenía ayuda de nadie, estaba sola en esta batalla.

Mi madre y mi abuela se miraban. Me daban a entender, sin hablar, que no me creían. Después de un buen rato, me dijeron:

—Niña malcriada, dinos la verdad; di que no quieres trabajar. Es por eso que te inventas cosas y mentiras, para irte de ese trabajo. No creemos que ese señor, que se ve una buena persona, esté haciendo eso con usted. —Me miraban como si lo que les contaba fueran palabras de una niña rebelde que solo quería llamar la atención, hacer que todos se pusiera a sus pies, e hicieron caso omiso a mis súplicas.

Me sentí desprotegida, humillada por mi propia familia; no sabía qué hacer, no sabía a quién acudir. Deseaba gritar a los cuatro vientos el miedo que corría por mi pequeño cuerpo.

Continuar trabajando en aquella casa fue un suplicio. Tenía mucho miedo de ese hombre, bajaba mi mirada para que no se encontrara con la suya.

***

Pasaban por ahí más de treinta clientes a desayunar y comer, muchos se reían de ver al Pequeño Renacuajo, como me llamaban. Con solo un metro cuarenta de estatura, pesaba treinta kilos, tenía que subirme en un taburete para llegar hasta el fregadero para poder lavar los platos.

Cada vez que me pedían algún refresco, tenía que meter mi diminuto cuerpo al congelador porque estos estaban tan al fondo que no era capaz de sacarlos a la primera; mis bracitos no llegaban al fondo del refrigerador. Pero la verdad es que los clientes me respetaban, sentían admiración por una niña tan pequeña que trabajaba como una hormiguita. No paraba ni para sentarme a comer, estaba esclavizada, eso me hacía especial. Lo que no podían imaginar era lo dura que era mi estancia en ese sitio y lo que sufría.

***

Limpiaba a fondo casi a diario, solo me daba tiempo para ir a la escuela en la mañana. Al llegar, tenía que ponerme a preparar comida y a atender los clientes sin ni siquiera sentarme a comer hasta las cuatro más o menos, cuando terminábamos de servir.

Un sábado, llevaba tan solo ocho meses trabajando ahí, mi jefa marchó al mercado a realizar la compra, me quedé otra vez sola con el Monstruo (así lo apodaba; también le decía Bicho Sucio).

Me levanté despacio para no despertar al Monstruo. Caminaba descalza para no hacer el más mínimo ruido, deseaba que muriera, que no despertara jamás.

La noche anterior, los clientes se habían quedado jugando bingo, naipe y billar, habíamos terminado muy tarde en el restaurante. Estaba exhausta; mis pequeños pies no podían más, no me había dado tiempo de lavar los platos.

A la mañana siguiente, me puse con la tarea de limpiar la cocina, estaba lejos de su habitación y cerca de la puerta de salida, por si había que escapar.

Sentía mucho miedo, mi corazón se aceleraba más y más, sentía una extraña presencia detrás de mí. Levanté la mirada hacia el azulejo de la pared de la cocina, vi que ese hombre se acercaba sigilosamente, traía los brazos abiertos. El Bicho Sucio se había puesto calcetines para que no lo escuchara (ya no sabía qué hacer para que cayera en sus brazos). Sentí que mi corazoncito, a punto de salir de mi pecho, se aceleraba más y más. Se acercaba ese puto bicho con esa cara quemada, calvo, bajito; parecía el duende ese del que nos hablaban los mayores para asustarnos y que fuéramos pronto a la camita a dormir.

Siempre lo relacioné con ese fantasma.

Justo antes de que llegara a mí e intentara tapar mi boca y llevar a cabo su hazaña, resbalé como un pez por debajo de sus brazos (no entiendo cómo bajé de aquel altillo), salí corriendo hacia donde una vecina llamada Esneda.

Esta señora vivía a trescientos metros del restaurante, se convirtió en mi ángel de la guarda, mi salvación.

Recuerdo que corrí y corrí sintiendo que ese monstruo me perseguía; temía que me alcanzara. Sentía su gran mano agarrando mi brazo tan delgado que parecía trasparente. Mis piececitos no daban más de sí; deseaba que fuera una pesadilla, quería despertar de ella, no entendía por qué me pasaba tanta injusticia, no entendía qué era lo que quería ese bicho guarro que me perseguía. Mi corazón se me salía del pecho…, corría y corría sin parar.

Él se había quedado en la casa, todo era fruto de mi imaginación, miedo a sentir el dolor de una violación, que desgarraran mis partes más íntimas, el dolor de perder lo que llamamos dignidad.

Al llegar donde la vecina, toqué la puerta con mucho desespero.

—¡Doña Esneda! ¡Por favor, ábrame la puerta, por favor! —Ella abrió con prisa, presagiando algo malo.

—Hija, ¿qué te pasa?, ¿por qué vienes así? —me preguntó y me abrazó fuerte.

No podía contarle lo que me sucedía; no era capaz de articular palabra alguna, no entendía qué pasaba. Cuando pude hablar, le dije:

—¡Ayúdeme, don Pacho me quiere violar, por favor, ayúdeme! Es usted la única que puede hacerlo.

—¿Qué dices, hija? —me dijo, mirándome asombrada.

—Sí, sí, señora; don Pacho me quiere violar. Nunca le he dicho nada a doña Emma, porque no me va a creer, pero esto viene pasando desde hace mucho tiempo. Se lo he dicho a mi mamá y a mi abuela; ellas dicen que digo esa barbaridad para no trabajar, me preguntan que por qué salgo con ese cuento, dicen que es mentira, que ese señor no tiene pinta de ser así, que me invento toda esa patraña. Doña Esneda, por favor, créame; no me lo estoy inventando; escúcheme, le estoy diciendo la verdad.

Doña Esneda me ofreció un vaso de agua, me abrazó fuertemente, notó que estaba temblando de miedo.

—No te preocupes, hija; quédate aquí hasta que llegue Emma.

Yo no paraba de llorar. Ella era mi salvación, sabía que si ella me cuidaba, ese loco no me haría ningún daño. Al cabo de un rato, me pidió que le contara lo que me pasaba.

—Doña Esneda, siempre tengo que marchar a dormir al barrio Panamericano, donde la señora Emma tiene su casa, pero es que tengo mucho miedo. Don Pacho me toca y me acosa. Ese hombre es malo, por favor, ayúdeme.

En la casa de mi jefa vivían ella y su madre, la señora Clema. Imagino que la abuelita Clema sospechaba de ese maldito viejo, porque ella siempre me advertía:

—Mucho cuidado, hijita. No quiero que te pase nada malo.

Esta buena señora me quería mucho. Cada vez que llegaba en la noche a las nueve y media, estaba esperándome con un vaso de zumo de frutas y comida caliente, me abrazaba y me daba mucho cariño, el que no tenía en mi familia. Igual ya conocía a ese burro horrible, pero no se atrevía a decir nada para que no abandonara a su hija en ese duro trabajo de la hostelería.

A las cinco de la mañana, como siempre, me levantaba, me duchaba y marchaba a coger el autobús de las cinco y treinta para poder estar a las seis y treinta en mi trabajo, poder adelantar cosas para el restaurante, para que a mi jefa no le faltara mucho para atender a aquellos que dejaban su dinero, de los que yo me beneficiaba con una pequeña paga que recibían mi madre o mi abuela. De ese dinero, yo no veía ni para comparar un chicle.

Después de mi trabajo en el restaurante, intentaba que no se me hiciera tarde para coger el autobús que pasaba a las ocho de la noche. Hacía lo posible para marchar por miedo a esa bestia de la naturaleza; no quería quedarme en esa monstruosa casa, ya que me invadía el miedo absoluto a sentir sus asquerosas manos tocando mis pechos, que eran huevitos de codorniz. Así no tenía que ver la cara quemada de esa bestia intentando callar mi boca para que no gritara para que su mujer no se despertara.

Cuando no tenía la oportunidad de marchar a la casa de la señora Clema, me tocaba quedarme a dormir en el restaurante, el bicho hijo de puta me quitaba la manta para tocarme los pechos (que no tenía). Un día, me incorporé enfadada y le dije:

—Si me toca, voy a gritar; voy a contarle todo a doña Emma. Le digo que usted me viene a acosar cada vez que ella sale a hacer la compra. —Tenía cara de asustada, pero estaba segura de lo que hacía. Creo que la determinación que puse en mi pequeña y delgada carita hizo que se marchara sin consumar su monstruoso acto.

Nadie puede imaginar lo que sentí: miedo, rabia, impotencia y ganas de morir; le deseaba todo lo malo que se le puede desear a un ser humano (si se le puede llamar así).

Recuerdo que en muchas ocasiones estuve al borde del precipicio. Era astuta, cuando quería abusar de mí, me escapaba resbalando, como un pez, para no caer en la red de aquel que deseaba mi niñez. Yo cuidaba mi virginidad, deseaba ser una niña pura hasta que yo lo decidiera y estuviera preparada…, pero llegó el día en que tuve que perderla con un hombre que ni siquiera deseaba (ese es otro tema muy difícil también).

***

Al monstruo no le volví a ver en muchos años. Un día, mi tía me informó que estaba muy enfermo, que si le quería ir a visitar. Tuve muchas dudas de ir a verle, no quería ver su cara de mierda y recordar lo que había pasado con él, pero también quería mirarle a la cara y decirle que era un cerdo asqueroso por dañar la mente de una niña indefensa e inocente, mirarle y desearle que ojalá se pudriera en el patio de los infiernos. Ese día fuimos con mi madre, mi tía y mis dos hijos. Al llegar, no fui capaz de ver esa cara quemada, cara vomitiva y asquerosa. Estoy segura que pasarán muchos años y no olvidaré aquella mala experiencia.

Las mujeres somos seres vulnerables a violaciones, maltrato físico y psicológico; estamos desamparadas por la sociedad.

He sido muy fuerte mentalmente, intento que no me afecte, pero desafortunadamente tengo horribles recuerdos de mi vida anterior, de mi niñez, recuerdos que no se los deseo a nadie.

Hoy en día olvido con facilidad el presente, pero veo el pasado con mucha nitidez. Lo peor es que todo lo recuerdo con fechas y colores.

Cada vez que hago un comentario de mi vida anterior, mis amigas se quedan perplejas cuando hablo de alguna historia y digo la fecha, como si lo viviera en ese momento.

La peor noticia

El día 27 de marzo de 1978 murió la mujer que más amaba, aquella que lo había dado todo por mí, la que madrugaba a recoger sangre de toro negro para ponerme en el biberón para que yo tuviera sangre en mis venas, ella hacía masajes en mi pequeño cuerpecito para que mis músculos y arterias reaccionaran, me daba jugo de remolacha para que se convirtiera en sangre para mis diminutas venas, me envolvía en paños de terlenka para que no pasara frío, no muriera. Ella lo era todo para mí.

Esta mujer que hizo todo lo que pudo para que nadie me hiciera daño. Con su fuerte carácter, hacía que todo el mundo me respetara. Yo era lo más bonito que ella tenía, su primera nieta, decía que yo estaría siempre a su lado.

Esa era mi bella abuela, quien me preparó para lo dura que sería la vida.

***

A las nueve de la mañana, mi madre llegó a mi trabajo. Me quedé helada al verla, no entendía qué hacía ahí. Aunque era amiga de mi jefa, no debía de estar ahí y menos tan temprano.

Cuando noté sus ojos llorosos, intuí que algo malo pasaba. Me entró el pánico. Quería saber qué sucedía, le pregunté… un poco deseando no saberlo.

—¡Buenos días, mami! ¡Nombre de Dios!

—¡Dios la bendiga, hija! —respondió, con cara triste; ese es el saludo de mi país.

—Mami, ¿qué pasa? Por favor, dígame; ¿qué pasa, mamá?

Hay momentos que no deseamos saber la verdad. Si no fuera así, nunca tendríamos sentimientos encontrados. La miré sin que me sostuviera la mirada, noté que no deseaba ser quien me diera la triste noticia. Ella no deseaba ver mi reacción, prefería morir, quería que fuera otra persona quien me dijera el fatal desenlace. Después de unos segundos, levantó la cabeza y dijo:

—Senit —así fue como me llamó durante toda la vida, aunque yo deseaba que me dijera «hija»—, ¡ha muerto su abuela! —dijo balbuceando. En ese momento me puse a llorar, me tiraba de los pelos, me tiré al suelo, me golpeaba la cabeza con la pared… ¡No podía creerlo! ¡Era la mujer que más amaba! No podía soportar lo que me decía mi madre, pensaba que era mentira, deseaba despertar de esa pesadilla… No quería escucharla.

Lloraba y lloraba, deseaba deshidratarme, morir con ella. Siempre había pensado que mi bella abuela era inmortal, que nunca iba morir y menos dejando una nieta tan pequeña e indefensa.

«¡Ella no, por favor, llévate otra persona Dios, pero no a mi abuela!». Creí que ella debía cuidarme hasta que yo estuviera grande, pudiera defenderme de todo depredador que se acercara a mí; ella tenía carácter de matar a quien me hiciera daño (aunque no lo hubiese hecho con el Bicho). «¡Dios me abandonó, en ese momento, ella se llevó todo mi ser!».

Ese día me dieron la peor noticia de mi vida.

Me sentía vacía, mi abuela me había criado, había dado todo por mí para que estuviera en este mundo. Mi madre me había parido, pero ella me había criado, me llevaba al mercado desde muy pequeña a vender productos que ella elaboraba, como morcilla, arepas y mazamorra de maíz.

Mi madre se marchó al funeral de mi viejita y me dejó.

Más tarde, después de atender los comensales del restaurante, mi jefa me llevó al entierro de mi abuelita. Yo sentía rabia con Dios por haberme quitado el ser que más amaba en esta vida y la siguiente.

Mi jefa no me dejó ir a quedarme en casa, con mi familia, a pasar el duelo (para los jefes, somos números y nada más, no tienen la capacidad de ponerse en la piel de los que somos seres humanos y sentimos). Sentía que con mi familia encontraría un poco de paz para mi alma y al dolor que me agobiaba y apretaba tanto mi cuello que sentía ahogarme.

Perder al ser humano que más amas es lo más difícil de la vida. Me faltaba el aire.

La señora Clema (madre de mi jefa), una viejecita muy linda, se preocupaba por mí y porque no me faltara nada. Después de quince días, me dijo:

—Hija, siéntate que te voy a contar algo.

Abrí los ojos como si me fueran a echar gotas, le pregunté con todo el respeto que ella se merecía:

—Dígame, doña Clema

—Hija, desde que falleció tu abuela, veo que todas las noches te levantas, pasas al patio, lloras durante mucho tiempo; luego vienes a mi cama, te acuestas a mi lado, me abrazas, te abrazo. Después de unas horas, te pasas a tu cama. Hija, ¿tú recuerdas eso?

—No, señora —le contesto asombrada—. No recuerdo nada de eso.

Ella me dijo que a las personas, después de que muere un ser que aman mucho, les da pena moral.

—Seguro que es lo que te sucede, haces como si nada hubiese pasado. Me quedo observándote, sin hablarte, porque veo que usted no es consciente de lo que hace ni de lo que sucede en su interior.

La verdad es que no recuerdo nada de esta situación; Hoy día, pienso que esa era la forma de pasar el duelo de la muerte de mi abuela.

En esa casa estuve tres meses más después de la muerte de mi abuela. Lo pasé muy mal, me sentía sola, triste abandonada, no entendía por qué Dios me había quitado lo que más amaba.

Al salir de aquella casa de los horrores, me dediqué a buscar trabajo donde hubiera, ya que mi madre no permitía que estuviera sin trabajar; decía que había muchos gastos, que tenía que ayudar en casa para el sustento de mis hermanos menores. Mi madre era la que llevaba la responsabilidad, ya que el padre de sus hijos no colaboraba con nada.

La trata

—Seny, ¿le gustaría irse a trabajar a España?

—Don José, que gracioso es. ¿Se está burlando de mí? —Sonrío—: No tengo dinero para ir a mi trabajo, como para marcharme a España. No me haga reír, que se me parte el labio superior

Me dice con cara de hablar en serio:

—Señorita, si quiere la pongo en contacto con mi hija, se llama Paola. Estoy seguro que la ayudará. Ella la recibe en Madrid —añadió comentando que su hija vivía con su tía y su prima, que habían alquilado un piso en una zona muy céntrica de la ciudad de Madrid, que rentaban habitaciones a las que trabajaban en el mismo lugar, así no pagaban transporte.

A este hombre le había conocido en el año 1986, cuando trabajaba en un apartamento como cuidadora de niños. Con tan solo diecinueve años, ya tenía dos hijos, uno de dos años y la niña de ocho meses; me ofrecieron trabajar en un edificio ubicado frente a la Universidad Santiago de Cali.

Un día, mi jefa marchó de vacaciones, llamé a mi prima Albita:

—Prima, ¿quiere venir a mi trabajo, me ayuda a limpiar y así terminamos pronto, charlamos y nos vamos a dar un paseo?

—Salgo pronto —me dice—, en una hora y media estoy por ahí.

En ese momento, llamo a la portería:

—Don José, por favor, ¿puede dejar entrar a mi prima que viene y me trae un encargo?

Este señor me dio un no contundente. No entendí su actitud de desconfianza hacia mí. Él sabía que yo era una mujer muy honrada, pues mi jefa solo hablaba cosas buenas sobre mí. Mucha gente deseaba que le trabajara porque decían que veían en mí una mujer muy juiciosa y honrada. Le odié con todas mis fuerzas por no dejar entrar a mi prima.

Al terminar ese trabajo en mayo de 1987, dejé de ver este señor (era el portero del conjunto residencial). Jamás volví a pasar por esos lados.

Nunca sabes que te depara el destino. No sabes cuándo la suerte estará de tu lado… Luego sabréis por qué digo esto (quédense con este detalle).

Por cosas de la vida, buscando el amor, conocí un chico llamado Jaime. Un día, caminando por la calle de mi barrio, él me mira a los ojos, yo lo miro.

—¿Vives por aquí? —me pregunta.

—Sí, vivo justo a la vuelta de esa esquina. —Le pregunto—: ¿Cómo te llamas?

—Jaime, ¿y tú?

—Senit.

Entablamos una bonita conversación, nos contamos cosas, fuimos sinceros. Este chico me empezó a gustar desde el momento en que le conocí. Él tenía un color de piel canela que me gustaba mucho, su metro setenta de estatura, era amable y cariñoso. Cada vez que nos veíamos, me trataba como si lleváramos mucho tiempo.

Muchas veces, por falta de cariño, nos agarramos a un clavo ardiendo aun sabiendo que nos vamos a quemar.

Como siempre he sido muy abierta y sincera (detesto los tapujos y las mentiras), hablo con todo el mundo. Le comenté de mi vida, le conté que tenía tres hermosos hijos, que vivía sola con ellos en una casa, con hipoteca, una gran responsabilidad sobre mis espaldas, que no había tenido suerte en el amor, que todos los hombres que había tenido me habían dejado. Surgió una bonita amistad que con el tiempo se fue afianzando hasta llegar a una linda relación.

Este chico me visitaba en casa (las visitas se hacían en el salón, no pasaba nada delante de los niños) fui notando que él no era bien recibido por mis hijos, ellos se incomodaban cada vez que llegaba (igual ellos sabían, o intuían, lo que se avecinaba con él).

Cuando dije que no sabes lo que te depara el destino, me refería a que nunca imaginé que Jaime, con quien llevaba un tiempo de relación, era sobrino de aquella persona que un día odié tanto, de aquel que no permitió que mi prima entrara a mi trabajo. ¿Por qué el karma me perseguía?

En octubre de 1997, un jueves, Jaime me dice:

—Preciosa, ¿quieres ir mañana a mi trabajo, vamos a dar un paseo, luego al cine?

Al darme la dirección donde trabajaba, me sorprendo al darme cuenta de que coincide con el lugar donde trabajé como asistenta de hogar, cuidando niños; donde conocí al señor José (tío de Jaime) cuando contaba con tan solo diecinueve años de edad. Ahora tenía veintiocho.

Al día siguiente, viernes, voy a la dirección que me había indicado Jaime. Al llegar, quien me recibe y saluda es ese hombre. Yo le conocía, él no se acordaba de mí. El conjunto residencial había cambiado mucho, la portería era diferente, pero ahí estaba el mismo señor, don José.

Le saludo amablemente, él me mira, yo pienso: «Por favor, que no me reconozca». Me saluda y pregunta:

—Señorita, buenas tardes, ¿en qué la puedo ayudar?

No salía de mi asombro, no parpadeaba al ver la cara de ese hombre al que le tenía manía desde hacía diez años. «Dios mío, ¿por qué tengo que verle, con la rabia que le tengo?». El que no me reconociera jugaba a mi favor.

Yo llevaba un vestido muy bonito, del que me sentía muy orgullosa; dejaba entrever la delgadez de mi cuerpecito. Falda pantalón de color negro corto con lunares blancos. Con mi color de piel (mulata), aunque fuera sin maquillaje, me veía estupenda. Me sentía la mujer más atractiva del mundo. Me ponía tacones altos, la melena rizada… Era el cóctel perfecto para ligar sin abrir la boca.

Ese vestido era de la hija de mi jefe. Cuando ella llegaba a la empresa, observaba que lucía aquel vestido, que le quedaba hermoso, yo pensaba: «Me quedaría más bonito a mí». La miraba con un poco de envidia (sana), deseaba ponerlo en mi cuerpo, deseaba tenerlo, lo llevaba en mis pensamientos. «Algún día tendré uno igual», me decía a mí misma. No sé si ella sospechaba que me gustaba el vestido, pero un día, fui a plancharle una ropa a su casa y me sorprendió:

—Senit, ya no me gusta este vestido, ¿lo quieres? —En ese momento, la miré, abrí los ojos y pensé: «Todo lo que deseas con el corazón, se te hace realidad».

Antes de llegar a la cita con Jaime, a aquella dirección indicada, pasó un hombre en coche por mi lado diciéndome piropos; yo contoneaba mis caderas con coqueteo, luciendo mi cuerpo delgado y con buenas curvas por debajo de aquella melena rizada. Sonreía como diciendo: «No soy tan fea, aun puedo romper corazones». Me daba golpes de espalda.

Saludo a don José:

—Hola, buenas tardes. Por favor, ¿está Jaime?

Con mucha amabilidad sonríe y dice: