El origen del capitalismo - Ellen Meiksins Wood - E-Book

El origen del capitalismo E-Book

Ellen Meiksins Wood

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El capitalismo no es ni una consecuencia inevitable de la naturaleza humana, ni una mera ampliación de antiguas prácticas comerciales cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Desencadenado en unas coordenadas espaciales y temporales específicas, el capitalismo necesitaba de una transformación radical previa de las relaciones entre los seres humanos y de estos con la naturaleza..En este clásico de Ellen Meiksins Wood, la autora ofrece al público lector una introducción formidable y accesible a las teorías y debates en torno al nacimiento del capitalismo, el imperialismo y el Estado-nación moderno

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Siglo XXI / Historia

Ellen Meiksins Wood

El origen del capitalismo

Una mirada de largo plazo

Traducción: Olga Abasolo

El capitalismo no es ni una consecuencia inevitable de la naturaleza humana, ni una mera ampliación de antiguas prácticas comerciales cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Desencadenado en unas coordenadas espaciales y temporales específicas, el capitalismo necesitaba de una transformación radical previa de las relaciones entre los seres humanos y de estos con la naturaleza.

En este clásico de Ellen Meiksins Wood, la autora ofrece al público lector una introducción formidable y accesible a las teorías y debates en torno al nacimiento del capitalismo, el imperialismo y el Estado-nación moderno.

«Este valioso libro ofrece un recorrido extremadamente lúcido por los debates históricos planteados en torno la transición del feudalismo al capitalismo. Es una lectura ineludible para todos aquellos que quieran descubrir no solo los orígenes del capitalismo, sino su fundamento actual.»

CHOICE

«Con el hilo de su argumento, Meiksins Wood no solo ha tejido los debates que precedieron a la cuestión sobre el origen del capitalismo, sino que integra una nueva y valiosa interpretación de la historia que conlleva importantes lecciones para el presente. Un libro brillante.»

SPOKESMAN

«Hay un antes y un después de leer El origen del capitalismo.»

JACOBIN

Ellen Meiksins Wood (1942-2016) fue profesora de Ciencia Política en la Universidad de York, Toronto, durante muchos años. Historiadora de referencia y de prestigio internacional, entre sus numerosas obras se han publicado en castellano Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico (2000), El imperio del capital (2004), De ciudadanos a señores feudales. Historia social del pensamiento político desde la Antigüedad a la Edad Media (2011), ¿Una política sin clases? El post marxismo y su legado (2013) y La prístina cultura del capitalismo. Un ensayo histórico sobre el Antiguo Régimen y el Estado moderno (2018).

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Origin of Capitalism. A longer view

© Ellen Meiksins Wood, 2002, 2017

© Monthly Review Press, 1999

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2021

para lengua española

Este libro se publica por acuerdo con Verso

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-2022-4

AGRADECIMIENTOS

Con motivo de la primera edición del libro, ya agradecí a Neal Wood sus comentarios y estímulo, y a Chris Phelps por convencerme para escribir el libro cuando era el director editorial de Monthly Review Press, y por sus críticas y sugerencias que fueron extremadamente útiles y perspicaces no solo desde un punto de vista editorial, sino sustantivo. Ahora, con motivo de esta nueva edición ampliada y actualizada considerablemente, quisiera sumar a los agradecimientos tanto a George Comninel como a Robert Brenner por sus correc­ciones (si bien, por supuesto, cualquier error añadido es exclusivamente responsabilidad mía), y por sus aportaciones por no mencionar los años de debate que hemos compartido sobre aspectos relevantes para este libro. Quisiera también agradecerle a Martin Paddio de Monthly Review Press su colaboración, contra viento y marea; y a Sebastian Budgen de Verso por sus críticas constructivas (y por brindarme la oportunidad –junto con el resto de editores de Historical Materialism– de ensayar en sus páginas algunas de las ideas en las que se basa este libro). Estoy también muy agradecida por la labor de Justin Dyer por su atenta e inteligente lectura de pruebas y a Tim Clark por su eficiente gestión del proceso de producción del libro.

INTRODUCCIÓN

La «caída del comunismo», proclamada a finales de la década de los ochenta y durante la de los noventa del siglo pasado, parecía confirmar una creencia compartida por muchos durante largo tiempo: el capitalismo es el estado natural de la humanidad, se adapta a las leyes de la naturaleza y a las inclinaciones básicas del ser humano, y toda desviación de esas leyes e inclinaciones naturales solo puede acabar en desastre.

Es obvio que, hoy en día, el triunfalismo capitalista que siguió a dicha caída del comunismo puede ponerse en cuestión por numerosas razones. Mientras escribía la «Introducción» a la primera edición de este libro, el mundo se recuperaba de la crisis asiática. En la actua­lidad, las secciones financieras de la prensa diaria contemplan con nerviosismo los indicios de una recesión en Estados Unidos, mientras redescubren los ciclos del capitalismo de toda la vida y que aseguraban eran ya cosa del pasado. El periodo histórico entre ambos episodios se ha visto salpicado en diversas partes del mundo por una serie de manifestaciones efectistas que se describen con orgullo a sí mismas como «anticapitalistas» y, mientras que muchos de los que participan en ellas parecen inclinarse por disociar las maldades de la «globalización» o del «neoliberalismo» de la naturaleza esencial e irreductible del propio capitalismo, son muy claros con respecto al conflicto que el sistema provoca entre la satisfacción de las necesidades de las personas y las exigencias que plantea la obligación de obtener beneficios, tal como demuestran cuestiones como la creciente brecha entre ricos y pobres o la creciente destrucción ecológica.

El capitalismo ha conseguido siempre en el pasado superar sus crisis recurrentes, pero dejando siempre la tierra abonada para que emerjan otras aún peores. Sea cuales hayan sido los medios empleados para limitar o corregir el daño provocado, millones de personas han sufrido las consecuencias nocivas tanto de la enfermedad como de su tratamiento.

Quizá las debilidades y contradicciones cada vez más evidentes del sistema capitalista lleguen a convencer incluso a alguno de sus defensores más acríticos de que es necesario encontrar una alternativa. Sin embargo, la convicción de que no hay ni puede haber alternativa alguna está profundamente arraigada, sobre todo en la cultura occidental. Dicha convicción no solo cuenta con el respaldo de las versiones más descaradas de la ideología capitalista, sino también de algunas de nuestras creencias más preciadas e incontestables relativas a la historia, y no me refiero a la historia del capitalismo, sino a la historia en general. Como si el capitalismo hubiera sido siempre el destino del devenir histórico, o incluso como si el devenir de la propia historia se hubiera regido siempre por las «leyes del movimiento» capitalista.

PETITIO PRINCIPII[1]

El capitalismo es un sistema en el que todos los bienes y servicios, incluidos los más básicos para la vida, se producen para ser intercambiados de un modo rentable; incluso la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía a la venta en el mercado; bajo el sistema capitalista, todos los actores económicos dependen del mercado. Esta dinámica no solo afecta a los trabajadores, que deben vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, sino también a los capitalistas que dependen del mercado para comprar sus inputs, incluida la fuerza de trabajo, y para vender su outputs para obtener beneficios. El capitalismo difiere de otras formas de organización social en que los productores dependen del mercado para acceder a los medios de producción (al contrario que, por ejemplo, el campesinado que mantiene la propiedad directa de la tierra, al margen del mercado). Bajo este sistema, los propietarios no pueden confiar en que los poderes «extraeconómicos» de apropiación recurran a la coerción directa –como en el caso de los poderes militar, político y judicial que permitieron a los señores feudales extraer la plusvalía del trabajo de los campesinos–, sino que dependen de los mecanismos puramente «económicos» del mercado. Este mecanismo de dependencia del mercado implica que la vida se rige por las reglas fundamentales de la competitividad y la maximización del beneficio. De esas reglas se deriva que el único motor del sistema capitalista es aumentar la productividad del trabajo con recursos técnicos. Por encima de todas las cosas, es un sistema en el que los trabajadores desposeídos realizan el grueso del trabajo necesario para la sociedad y están obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, para así acceder a los medios para subsistir y para trabajar. Los trabajadores, a la vez que proveen lo necesario para que la sociedad satisfaga sus necesidades y deseos, indisociablemente están generando ganancias para quienes compran su fuerza de trabajo. De hecho, la produc­ción de bienes y servicios está subordinada a la producción del capital y del beneficio capitalista. Es decir, el objetivo básico del sistema capitalista es la producción y la reproducción del capital.

Esta forma específica de proveer las necesidades materiales de los seres humanos, tan distinta de las anteriores formas de organización de la vida material y de la reproducción social, tiene muy poco tiempo de vida, apenas una fracción del conjunto de la existencia humana en la Tierra. Incluso quienes insisten con vehemencia en afirmar que el sistema radica de la naturaleza humana misma y de una continuidad natural de determinadas prácticas humanas desde tiempos inmemoriales no se atreverían a afirmar que el capitalismo realmente existiera antes de principios de la Edad Moderna, y, dicho sea de paso, solo en Europa occidental. Es posible que estos enfoques vean algún indicio en etapas anteriores, o que identifiquen sus inicios en la Edad Media, en forma de amenaza sobre un orden feudal en declive, aunque aún sujeto a las restricciones feudales; incluso puede que detecten algún indicio en la expansión del comercio o en los viajes del Descubrimiento, por ejemplo, en las expediciones de Colón a finales del siglo XV. Algunos se referirían a estas etapas tempranas como «protocapitalistas», pero muy pocos serían capaces de afirmar en serio que el sistema capitalista existiera antes de los siglos XVI y XVII, y algunos lo situarían más bien a finales del XVIII, en el XIX incluso, cuando se desarrolla hasta adquirir su forma industrial.

No obstante, paradójicamente, las fuentes históricas sobre la emergencia de este sistema han tendido mayoritariamente a definirlo como la materialización natural de tendencias omnipresentes. Desde que los historiadores empezaran a abordar por primera vez la cuestión de la emergencia del capitalismo, rara es la interpretación de la cuestión que no haya empezado precisamente por dar por sentado aquello que requería ser explicado. Prácticamente sin excepción, dichas interpretaciones sobre el origen del capitalismo han seguido una lógica fundamentalmente circular: han dado por supuesta la existencia previa del capitalismo para así dar cuenta de su emergencia. Para explicar la tendencia típica del capitalismo hacia la maximización del beneficio, han dado por supuesta la existencia de una racionalidad universal basada en esa maximización del beneficio. Del mismo modo, para explicar la tendencia del capitalismo a incrementar la productividad del trabajo con medios técnicos, han dado también por supuesta una progresión continua, casi natural, del avance tecnológico en la productividad del trabajo.

Estas explicaciones de petitio principii emanan del concepto de progreso de la economía política clásica y de la Ilustración. Ambas basan el desarrollo histórico en la idea de que tanto la emergencia como el desarrollo del capitalismo están prefigurados ya en las primeras manifestaciones de la racionalidad humana, en los avances tecnológicos que arrancaron desde el momento en que el Homo sapiens blandiera la primera herramienta, y en las prácticas de intercambio entre seres humanos desde tiempos inmemoriales. Sin lugar a duda, el viaje de la historia hasta ese destino final, el destino de la «sociedad mercantil» o capitalismo, ha sido largo y arduo y se ha topado con innumerables obstáculos por el camino. Pero, en cualquier caso, ha sido un proceso natural e inevitable. De modo que, según estos enfoques, la explicación del «origen del capitalismo» no requiere mayor explicación que la que aporta la superación a veces gradual y otras de manera repentina, fruto de la violencia revolucionaria, de los muchos obstáculos en su camino.

Para la mayor parte de las explicaciones sobre el capitalismo y sus orígenes realmente no hay tales orígenes. Aparentemente, el ca­pitalismo existió desde siempre, en algún lugar; bastaba con que se liberara de sus cadenas, por ejemplo, de los grilletes del feudalismo, para poder crecer y desarrollarse. Por lo general, dichas cadenas son de carácter político: los poderes parasitarios de los señores, o las restricciones del Estado autocrático. En otras ocasiones, son de origen cultural o ideológico: una religión errónea, quizá. Dichas restricciones limitan el libre movimiento de los actores «económicos», la libertad de expresión de la racionalidad económica. Estas interpretaciones identifican lo «económico» con el intercambio o los mercados; y precisamente es ahí donde podemos detectar el supuesto del que parten: la semilla del capitalismo se alberga en los actos más primitivos del intercambio, en cualquier forma de mercado o actividad mercantil. Algo que conecta habitualmente con la otra presuposición: la historia consiste en un proceso prácticamente natural de desarrollo tecnológico. De un modo u otro, el capitalismo emerge de forma más o menos natural donde y cuando los mercados en expansión y el desarrollo tecnológico alcanzan el nivel adecuado, y permiten que se acumule la cantidad suficiente de riqueza como para permitir una reinversión rentable. Muchas interpretaciones marxistas coinciden con esta en lo fundamental, con el añadido de las revoluciones burguesas y su contribución a romper los grilletes que obstaculizan el desarrollo capitalista.

Estas explicaciones acaban haciendo hincapié en la continuidad entre las sociedades no capitalistas y las capitalistas, y niegan o disfrazar la especificidad del capitalismo. El intercambio ha existido más o menos desde siempre, y pudiera parecer que el mercado capitalista no sea más que una forma más que este adopta. Desde el punto de vista de esta argumentación, dado que la necesidad específica y única de revolucionar constantemente las fuerzas de producción no es más que una extensión y aceleración de las tendencias universales y transhistóricas, casi naturales, la industrialización es el resultado inevitable de las inclinaciones más básicas de la humanidad. De modo que el linaje capitalista pasa de forma natural del primer mercader babilonio, al burgher medieval, hasta el incipiente burgués moderno, para desembocar en el capitalista industrial[2].

Determinadas interpretaciones marxistas de esta historia reproducen una lógica similar, incluso a pesar de que en sus versiones más recientes el relato tiende a centrarse en el campo y no en la ciudad, y sustituye a los comerciantes por productores rurales de mercancías, pequeños o «medianos» granjeros que esperan a que se les presente la oportunidad de convertirse en esplendorosos capitalistas. Según este relato, la pequeña producción mercantil, una vez liberada de las bridas del feudalismo, se convierte de un modo más o menos natural en capitalista, y los pequeños productores de mercancías tomarán la senda del capitalismo a la menor oportunidad.

Estas interpretaciones convencionales parten de ciertos supuestos, ya sean más o menos explícitos, sobre la naturaleza y la conducta de los seres humanos, bajo determinadas circunstancias y si se les brinda la oportunidad. Es decir, que siempre aprovecharán cualquier oportunidad que se les brinde para maximizar el beneficio mediante el intercambio y, para poder materializar su inclinación natural, siempre hallarán formas de mejorar la organización y las herramientas en uso para incrementar la productividad del trabajo.

¿OPORTUNIDAD O IMPERATIVO?

Según el modelo clásico, por tanto, el capitalismo constituye una oportunidad que debemos aprovechar donde y cuando sea posible. Esta noción de oportunidad es absolutamente fundamental en la interpretación convencional del sistema capitalista, y está presente en el discurso cotidiano. Pensemos, por ejemplo, en el uso común de la palabra que reside en el núcleo mismo del capitalismo: el «mercado». Prácticamente todas las acepciones del término mercado que aparecen en el diccionario tienen la connotación de oportunidad: ya se aluda a un lugar en concreto o a una institución, el mercado nos ofrece la oportunidad de comprar y vender; como abstracción, el mercado es la posibilidad de venta. Los bienes «encuentran un mercado» y decimos que hay mercado para un servicio o mercancía cuando existe una demanda, es decir, que podrá venderse y que se acabará vendiendo. Los mercados están «abiertos» a quienes quieran vender. El mercado representa «las condiciones relativas a, y la oportunidad para, comprar y vender» (The Concise Oxford Dictionary). El mercado implica ofrecer y elegir.

Entonces, ¿qué son las fuerzas del mercado? ¿Acaso fuerza no implica coerción? Según la ideología capitalista, el mercado no implica coerción sino libertad. A su vez, existen determinados mecanismos orientados a garantizar el funcionamiento de la «economía racional» y salvaguardar dicha libertad; así, la oferta satisface la demanda, y pone en circulación mercancías y servicios que las personas elegirán libremente. Estos mecanismos constituyen las «fuerzas» impersonales del mercado, y si llegan a ser coercitivas solo lo serán en el sentido de que obligan a los actores económicos a actuar con «racionalidad» y maximizar su capacidad de elección y sus oportunidades. Ello implica que el capitalismo, el no va más de la «sociedad de mercado», es la situación óptima para la elección de oportunidades. Cuantos más bienes y servicios se ofrezcan, mayor es el número de personas con mayor libertad para vender y obtener beneficio, y mayor es el número de personas con mayor libertad para elegir entre esos bienes y servicios para comprarlos.

Bien, entonces, ¿dónde está el fallo de esta interpretación? Un socialista diría que se ha omitido el elemento fundamental, a saber, la mercantilización de la fuerza de trabajo y la explotación de clase. Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, hay otro componente quizá menos evidente, y ausente incluso en las interpretaciones socialistas del mercado: la característica distintiva y dominante del mercado capitalista no es la oportunidad ni la capacidad de elección sino, por el contrario, la coacción. Bajo el capitalismo, la vida material y la reproducción de la vida están universalmente mediadas por el mercado, de forma que, para acceder a los medios que garanticen la vida, todos los individuos deberán establecer relaciones mercantiles en un sentido u otro. Este sistema único de dependencia del mercado supone que los dictados del mercado capitalista, sus imperativos de la competitividad, la acumulación, la maximización del beneficio y el incremento de la productividad del trabajo, no solo regulan todas las transacciones económicas, sino también las relaciones sociales en general. Puesto que las relaciones entre los seres humanos están mediadas por el proceso de intercambio de mercancías, las relaciones sociales entre las personas son como las relaciones entre las cosas: «el fetichismo de la mercancía», el famoso concepto de Marx.

Quizá más de un lector plantearía aquí la objeción de que este análisis no es ajeno a ningún socialista, o por lo menos a ningún mar­xista. Pero, como veremos más adelante, con frecuencia los aspectos específicos del capitalismo tienden a diluirse hasta en las interpretaciones marxistas del capitalismo, como por ejemplo el funcionamiento del mercado capitalista basado en imperativos más que en oportunidades. El mercado capitalista desaparece como forma social específica toda vez que se presenta la transición de las sociedades precapitalistas a las sociedades capitalistas como una extensión o versión más madura, más o menos natural, aunque a veces frustrada, de unas formas sociales ya existentes, o en el mejor de los casos, de una transformación de índole cuantitativa más que cualitativa.

Este libro versa sobre el origen del capitalismo y de las controversias que plantea, tanto de índole histórico como teórico. En la primera parte, se recorren las principales interpretaciones históricas y los debates que las rodean. Aborda en concreto el modelo más común de desarrollo capitalista, el llamado «modelo mercantil», en alguna de sus variantes, así como algunos de sus principales desafíos. La segunda y la tercera parte esbozan una historia alternativa, que espero que salve algunos de los principales obstáculos que plantean las explicaciones de petitio principii convencionales, y que se basa en los debates que se abordan en la primera parte, especialmente desde los enfoques que se han enfrentado a las convenciones imperantes. Esta nueva edición revisada y ampliada incluye, entre otras cosas, secciones y capítulos nuevos en los que se esgrimen argumentos que tan solo se insinuaban en la primera edición, sobre todo relativas a las formas de comercio no capitalista, el origen del imperialismo capitalista y la relación entre el capitalismo y el Estado-nación.

Además, he añadido un subtítulo que espero que transmita no solo el mero hecho de que se trata de una edición bastante más extensa que la anterior, sino que adopta una «mirada de largo plazo» del capitalismo y sus consecuencias. Mi intención inicial ha sido desafiar la naturalización del capitalismo y destacar las formas en que representa una forma social históricamente específica y una ruptura histórica con formas sociales anteriores. Pero, el propósito de este ejercicio es tanto académico como político. La naturalización del capitalismo, que niega su especificidad y los largos y dolorosos procesos que lo generaron, limita nuestra capacidad para entender el pasado. A su vez, restringe nuestras esperanzas y expectativas de futuro ya que si el capitalismo es la culminación natural de la historia, su superación será entonces inimaginable. La cuestión del origen del capitalismo puede parecer arcana, pero se adentra en el corazón mismo de algunos supuestos que están profundamente arraigados en nuestra cultura, y que suponen la peligrosa ilusión comúnmente aceptada de que el supuesto «libre» mercado beneficia a la humanidad y que es compatible con la democracia, con la justicia social y con la sostenibilidad ecológica. Para pensar en posibles alternativas futuras al capitalismo debemos pensar en interpretaciones alternativas del pasado.

[1]Petición de principio, en inglés begging the question, es la falacia que define Aristóteles: «petere id quod demonstrandum in principio propositum est» [afirmar aquello que se debe demostrar]. Se ha optado por poner la expresión en latín [N. de la T.].

[2] En E. Meiksins Wood, The Pristine Culture of Capitalism: A Historical Essay on Old Regimes and Modern States, Londres, Verso, 1991 [ed. cast.: La prístina cultura del capitalismo. Un ensayo histórico sobre el Antiguo Régimen y el Estado moderno, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018]. He denominado a este modelo como «el paradigma burgués».

PRIMERA PARTE

HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

I. EL MODELO MERCANTILISTA Y SU LEGADO

La explicación más extendida sobre los orígenes del capitalismo da por sentado que su desarrollo es el resultado natural de unas prácticas humanas tan viejas como la propia especie, y que basta con eliminar determinados obstáculos externos para que emerja. En esta explicación, o más bien en esta no explicación, y sus muchas variantes, se basa el denominado «modelo mercantilista» del desarrollo económico, y puede decirse que sigue siendo el modelo dominante, incluso entre sus críticos más furibundos. Está presente incluso en los enfoques demográficos que afirman haberlo superado, o incluso en la mayor parte de las interpretaciones marxistas.

EL MODELO MERCANTILISTA

El relato tradicional –cuyo origen radica en la economía política clásica, y en los conceptos de progreso y otras narrativas modernas propias de la Ilustración– dice así. Desde los albores de la historia, los individuos, tengan o no la propensión natural al «trueque, la permuta y el intercambio» (según la famosa formulación de Adam Smith), han actuado guiados por la racionalidad y buscado su propio beneficio, lo cual los ha llevado a mantener relaciones de intercambio. Estas prácticas se tornaron más complejas y especializadas a través del desarrollo de la división del trabajo y del avance tecnológico de los medios de producción. Probablemente, para muchas de las interpretaciones derivadas de este enfoque, el incremento de la productividad es el objetivo fundamental de la creciente especialización de la división del trabajo, por lo que existiría una fuerte conexión entre estas interpretaciones del desarrollo mercantil y una suerte de determinismo tecnológico. Por lo tanto, el capitalismo, o la «sociedad mercantil», la fase superior del progreso, representa la madurez de unas prácticas mercantiles antiguas (unidas al desarrollo tecnológico), liberadas de determinadas restricciones políticas y culturales.

Estas explicaciones, lejos de aceptar que mercado adoptó su forma capitalista desde el momento en que se torna obligatorio, sugieren que el capitalismo emerge toda vez que el mercado se libera de las restricciones ancestrales y se amplían, por una razón o por otra, las oportunidades mercantiles. De modo que, el capitalismo no representaría tanto una ruptura cualitativa frente a formas anteriores, como un inmenso incremento en términos cuantitativos: la expansión de los mercados y la creciente mercantilización de la vida económica.

No obstante, siguiendo con el hilo de la explicación, este proceso solo se materializa en Occidente, donde se eliminan las restricciones existentes de forma decisiva y generalizada. Las antiguas culturas mediterráneas ya contaban con una sociedad mercantil bastante estable, cuyo desarrollo posterior se vio interrumpido por un acontecimiento antinatural, el feudalismo, y los siglos de oscuridad durante los cuales la vida económica volvió a estar sometida por el yugo de la irracionalidad y el parasitismo político del poder de los terratenientes.

La explicación clásica de dicha interrupción se remonta a las invasiones bárbaras del Imperio romano, sin embargo, el historiador belga Henri Pirenne desarrolló posteriormente una versión muy influyente. Para el autor, la interrupción del desarrollo de la civilización mercantil mediterránea se produjo algo más tarde, durante la invasión musulmana que, a su juicio, acabó con el anterior sistema mercantil con el cierre de las rutas comerciales al este y al oeste del Mediterráneo. La creciente «economía del intercambio», liderada por una clase de comerciantes profesionales, fue sustituida por una «economía de consumo», la economía rentista de la aristocracia feudal[1].

Pero, finalmente, según tanto Pirenne como sus predecesores, el comercio resucitó con el crecimiento de las ciudades y la liberación de la actividad mercantil. Y aquí nos topamos con uno de los supuestos más extendidos asociados al modelo mercantilista: la vinculación del capitalismo con las ciudades, es más, las ciudades son desde el principio una forma de capitalismo embrionario. A principios de la Edad Moderna, según Pirenne, las ciudades emergen con una autonomía característica y sin precedentes. Estaban entregadas al comercio y dominadas por una clase, los burgher (o burgueses) autónomos, que se liberaría de una vez por todas de las ataduras culturales y del parasitismo político. Esta liberación de la economía urbana y, de la actividad y racionalidad mercantiles, junto con el inevitable desarrollo tecnológico en el ámbito de la producción –que obviamente siguieron a la emancipación del comercio–, fueron aparentemente suficiente para explicar la emergencia del capitalismo moderno.

Todas estas explicaciones tienen en común que parten de determinados supuestos que explican la continuidad de las prácticas mercantiles y de los mercados, desde las primeras formas de intercambio hasta su madurez en el moderno capitalismo industrial. Según estas interpretaciones, no hay diferencias sustanciales entre las ancestrales prácticas mercantiles con fines lucrativos basadas en «comprar barato para venderlo caro» y el intercambio y la acumulación capitalista mediante la apropiación de la plusvalía.

Por lo tanto, según el modelo, los orígenes del capitalismo o «sociedad mercantil» no representan tanto una transformación social de primer orden como un incremento cuantitativo. La actividad mercantil se generaliza y afecta a un número creciente de mercancías. A su vez, genera mucha más riqueza –y aquí nos topamos con la noción de la economía política clásica de que el comercio y la racionalidad propia de la actividad mercantil (la prudencia y la frugalidad de los actores económicos racionales que se implican en transacciones mercantiles)– y fomenta la acumulación de suficiente riqueza como para permitir inversiones. Esta acumulación «previa» u «originaria» una vez que alcanza a una masa crítica, fructifica en la actividad mercantil propia de una «sociedad mercantil» madura. Este concepto, «la llamada acumulación originaria», como veremos, se convertirá en el elemento central para explicar los orígenes del capitalismo en el análisis crítico de Marx en el libro primero de El capital.

Estas interpretaciones sobre el origen del capitalismo tienden a compartir otro aspecto: la burguesía como agente del progreso. Nos hemos acostumbrado tanto a identificar burgués y capitalista que ha quedado oculta una serie de presupuestos que emanan de esta combinación. El burgher o burgués es, por definición, un habitante de la ciudad. Aún más, y sobre todo en su acepción francesa, la palabra se utilizaba convencionalmente para aludir a quienes no poseían un estatus noble y que, si bien trabajaban para ganarse la vida, por lo general no se manchaban las manos y ponían la cabeza más que el cuerpo en su trabajo. Esa acepción antigua no nos dice nada acerca del capitalismo, y alude tanto a un profesional, un burócrata o un intelectual como a un comerciante. La convergencia entre «capitalista» y «burgués» se implantó en la cultura occidental a través de las concepciones de progreso que vinculaban el desarrollo económico británico con la Revolución francesa, para componer el cuadro complejo del cambio histórico. La lógica del modelo mercantilista se traza en ese tránsito del habitante de las ciudades a capitalista por medio de la figura del comerciante que surge en los posteriores usos del término «burgués». El antiguo habitante de ciudad da paso al burgher medieval, que a su vez se convierte sin fisuras en el moderno capitalista. Es decir, que la historia es el auge continuo de las clases medias en palabras, no exentas de sarcasmo, de un famoso historiador relativas a este proceso.

Sin embargo, esto no significa que todos los historiadores que suscriben estas interpretaciones no hayan reconocido que el capitalismo representa una ruptura o transformación histórica de un tipo u otro. Bien es cierto que algunos ven trazas mercantilistas e incluso un poco de capitalismo en prácticamente cualquier situación, especialmente en la Antigüedad griega y romana, siempre a la espera de poder librarse de sus ataduras externas. Sin embargo, por lo general, incluso ellos han insistido en el cambio fundamental que se produjo en los principios económicos del feudalismo para dar paso a la nueva racionalidad de la «sociedad mercantil» o capitalismo. Por ejemplo, a menudo se habla de la transición de una economía «natural» a una monetarizada, o incluso de la producción orientada al uso a la producción orientada al intercambio. No obstante, para estos enfoques históricos lo verdaderamente relevante no es la transformación de la naturaleza del comercio o de los mercados en sí sino, más bien, el cambio de las fuerzas e instituciones –políticas, le­ga­les, culturales e ideológicas, y tecnológicas–, que han impedido la evolución natural del comercio y la madurez de los mercados.

El feudalismo representa la ruptura histórica por antonomasia; la interrupción del desarrollo natural de la sociedad mercantil. La recuperación del desarrollo mercantil que se inicia en los intersticios del feudalismo y que logra superar sus restricciones, se considera un cambio de gran calado en la historia de Europa; el proceso histórico se desvía temporalmente –aunque de un modo drástico y durante bastante tiempo–, para después recuperar la senda adecuada. Estos supuestos tienen otro corolario importante, en particular que las ciudades y el comercio y el feudalismo son antitéticos por naturaleza, y que el auge de los dos primeros se produjera como se produjera, debilitó los fundamentos del sistema feudal.

No obstante, si bien el feudalismo hizo descarrilar el tren del progreso de la sociedad mercantil, según estas explicaciones la lógica intrínseca del mercado nunca llegó a alterarse significativamente. Los individuos se comportan, a la menor oportunidad, de un modo racional, es decir, se guían por su propio interés y por la maximización de sus utilidades, algo que logran mediante la venta de mercancías a cambio de obtener beneficio. Para lograr reducir los costes e incrementar los beneficios en las actividades mercantiles, era precisa una mayor división y especialización del trabajo, unos entramados cada vez más complejos de rutas comerciales y, sobre todo, la mejora constante de las técnicas productivas. Sin embargo, esta lógica se enfrenta a diversos obstáculos. En algunas ocasiones, queda soterrada, reprimida incluso, como cuando los señores feudales utilizaban su poder supremo para apropiarse de la riqueza no mediante el intercambio rentable ni fomentando una mejora de las técnicas productivas, sino mediante la explotación del trabajo, exprimiendo al campesinado para obtener su plusvalía. Sin embargo, incluso en esas ocasiones, en principio, la lógica del mercado permanecía inalterable: había que aprovechar las oportunidades, que siempre conducirían al crecimiento económico y a una mejora de las fuerzas productivas, y que finalmente desembocaría en el capitalismo industrial, siempre que se dieran las condiciones propicias para que operara su lógica natural.

En otras palabras, el modelo mercantilista no reconocía la existencia de imperativos específicos del capitalismo, ni los mecanismos específicos del funcionamiento del mercado en el capitalismo, sus leyes del movimiento específicas que empujan a las personas a implicarse en relaciones mercantiles, a reinvertir su excedente y a ser «eficientemente» productivos, mediante el incremento de la productividad del trabajo, es decir, obedeciendo a las leyes de la competitividad, la maximización del beneficio y la acumulación del capital. Los seguidores de este modelo no veían necesario explicar las relaciones sociales de propiedad y la forma de explotación específicas que determinan estas leyes concretas del movimiento.

De hecho, para este modelo no era en absoluto necesario explicar la emergencia del capitalismo. El capitalismo había existido, por lo menos de forma embrionaria, desde los albores de la historia, por no decir que anidaba en el corazón mismo de la naturaleza y la racionalidad humanas. Las personas siempre se han comportado según las leyes de la racionalidad capitalista, persiguiendo el lucro mediante el incremento de la productividad del trabajo. De modo que, en efecto, el curso de la historia, a pesar de algunas interrupciones importantes, había seguido conforme a las leyes del desarrollo capitalista; un proceso de crecimiento económico sustentado por unas fuerzas productivas en desarrollo. Si la emergencia de una economía capitalista madura requería algún tipo de explicación, esta consistiría en identificar las barreras que han impedido su desarrollo natural y los procesos de derribo de dichas barreras.

Obviamente, esta explicación encierra una paradoja fundamental. Se supone que el mercado es el espacio propicio para poder elegir y la «sociedad mercantil» supone la máxima expresión de la libertad. Sin embargo, a su vez, excluye la libertad del ser humano. Esta concepción del mercado ha tendido a vincularse a una teoría de la historia según la cual el capitalismo moderno es el resultado de un proceso casi natural e inevitable que ha seguido determinadas leyes universales, transhistóricas e inmutables. El funcionamiento de estas leyes puede verse frustrado temporalmente, pero a un coste muy alto. Su producto final, el mercado «libre», es un mecanismo impersonal que solo se puede controlar y regular hasta cierto punto; obstaculizar su desarrollo conlleva peligros, además de ser inútil, como lo es cualquier intento de violar las leyes de la naturaleza.

A PARTIR DEL MODELO MERCANTILISTA CLÁSICO

Han sido diversos los autores, desde Max Weber hasta Fernand Braudel[2], que han intentado mejorar el modelo mercantilista básico. Sin duda, Weber percibió que el pleno desarrollo del capitalismo solo se producía bajo condiciones históricas muy específicas. Estaba más que dispuesto a encontrar vestigios de capitalismo en etapas históricas tempranas, en la Antigüedad clásica, incluso. Pero acertó, no obstante, a diferenciar los procesos que acaecieron en Europa de los de otras partes del mundo y, por supuesto, resaltó la singularidad de la ciudad occidental y de la religión europea, sobre todo para intentar explicar el desarrollo característico del capitalismo occidental. Sin embargo, a la hora de analizar los factores que habían impedido el desarrollo del capitalismo en otros lugares –determinadas formas de parentesco, de dominación, las tradiciones religiosas, etc.–, daba por hecho que el crecimiento natural y libre de trabas de las ciudades y del comercio y la liberación de las ciudades y de las clases burgher eran, por definición, capitalistas. Es más, Weber comparte con muchos otros autores el supuesto de que el desarrollo del capitalismo fue un proceso transeuropeo (o de Europa occidental); no solo que en Europa se dieron una serie de condiciones generales que a su vez fueran condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo, sino que el conjunto de Europa, a pesar de toda su diversidad interna, seguía fundamentalmente una misma senda histórica.

Más recientemente, el modelo mercantilista ha recibido ataques muy directos, y en concreto la tesis de Pirenne, que en la actualidad carece de adeptos. Entre las críticas más recientes e influyentes hay que destacar las de los defensores del modelo demográfico, que atribuyen el desarrollo económico europeo a determinados ciclos de crecimiento y descenso de la población. Pero, por muy vehementes que hayan sido los ataques al viejo modelo, no está del todo claro que los presupuestos de los que parte la explicación demográfica estén tan alejados de las del modelo mercantilista como sus defensores afirman.

La premisa que subyace al modelo demográfico es que las leyes de la oferta y la demanda determinaron la transición al capitalismo[3]. Unas leyes cuyo funcionamiento es más complejo del que aportara el modelo mercantilista, puesto que podrían estar más vinculadas a los patrones cíclicos de crecimiento y descenso de la población, o a estan­camientos de corte malthusiano, que a los procesos sociales detrás de la urbanización y de la creciente actividad mercantil. No obstante, el capitalismo sigue siendo desde esta perspectiva una respuesta a las leyes universales y transhistóricas del mercado, a las leyes de la oferta y la demanda. En realidad, nunca llega a cuestionarse del todo la naturaleza del mercado y de sus leyes.

El modelo demográfico, sin lugar a duda, supone un desafío a la explicación que consideraba la expansión del comercio como el elemento determinante para el desarrollo económico en Europa. Quizá no llegue a negar, por lo menos de una manera explícita, que el mercado capitalista sea cualitativamente distinto de los mercados de las sociedades no capitalistas, y no sencillamente más amplio en términos cuantitativos y más inclusivo. Pero tampoco desafía abiertamente dicha convención; de hecho, la da por sentada.

Otra explicación bastante influyente se ha relacionado en ocasiones con la teoría de los «sistemas-mundo», en particular, en su intersección con la teoría de la «dependencia», según la cual el desarrollo económico en una economía «mundo» está condicionado en gran medida por el intercambio desigual entre regiones, entre el «centro» y la «periferia» y, en particular, por la explotación colonial (y poscolonial) por parte de las potencias imperiales[4]. Según algunos enfoques de esta teoría, el origen del capitalismo se produjo en el contexto de una economía «mundo», a principios de la Edad Moderna, por no decir antes, cuando una extensa variedad de redes de comercio recorría el mundo. En este caso, el tema central es que estos desequilibrios afectaban incluso a las civilizaciones más avanzadas del mundo no europeo, cuyo desarrollo mercantil y tecnológico superaba con creces al de Europa a las puertas de alcanzar la madurez capitalista. Mientras que las desigualdades en las formas de intercambio y explotación imperial impedían su acumulación de riqueza, los europeos que se beneficiaban de estas relaciones de desigualdad se enriquecían desproporcionadamente, lo que les permitió dar el gran salto hacia el capitalismo, en concreto en su vertiente industrial, mediante la inversión de esa riqueza acumulada.

Los principales defensores de la teoría del sistema-mundo han planteado la posibilidad de que Occidente contara con alguna que otra ventaja más. En concreto, una forma de Estado muy fragmentada, característica del feudalismo y los Estados-nación que lo siguieron, que permitió el desarrollo de una división del trabajo basada en el comercio y que, en definitiva, no supuso un lastre para la actividad mercantil y el proceso de acumulación. Por el contrario, los Estados imperiales de las grandes civilizaciones no europeas desperdiciaron la riqueza derivada del comercio e impidieron con ello la capacidad de reinversión.

Esta interpretación comparte muchos elementos con el antiguo modelo mercantilista. El nivel de desarrollo capitalista se mide por el grado de intercambio mercantil, que está determinado por el incremento de la actividad mercantil y de «acumulación originaria» que deriva de ella. Las economías evolucionan hacia el capitalismo en la medida en que la expansión del comercio y la acumulación mercantil estén libres de trabas. Igual que el anterior modelo consideraba que la emergencia de la «sociedad mercantil» formaba parte de un proceso más o menos natural, siempre y cuando no hubiera trabas, esta teoría del sistema-mundo comparte en buena medida el mismo enfoque, o sencillamente invierte los términos: si algunas economías bien desarrolladas no lograban generar un capitalismo maduro, se debía al cúmulo de obstáculos con los que se topaban en su camino.

Hay una variante del antiguo modelo mercantilista que atribuye la emergencia del capitalismo a un proceso gradual propiciado por un desplazamiento del eje del comercio por diferentes lugares del contexto europeo –desde las ciudades Estado italianas a las de los Países Bajos o las ciudades hanseáticas, y desde la expansión colonial española a otras formas de imperialismo, que culminan con el Imperio británico–, en un proceso en el cual cada uno se beneficiaba de los logros del anterior, y en el que se expandía el alcance del comercio europeo a la par que se refinaban sus herramientas, tales como las técnicas italianas de contabilidad de doble entrada y otras innovaciones financieras y mejoras de las técnicas productivas, en particular en los Países Bajos, y que culminan con la Revolución industrial en Inglaterra. Este «proceso de valor añadido» (con la ayuda quizá de las revoluciones burguesas) tuvo como resultado el capitalismo moderno[5].

De un modo u otro, por lo tanto, ya fuera mediante el proceso de urbanización y de incremento de la actividad mercantil, o a causa de los ciclos de crecimiento demográfico, todas estas explicaciones comparten que la transición al capitalismo se debe a la expansión cuantitativa de la actividad mercantil y a las leyes universales y transhistóricas del mercado. Huelga decir que la economía neoclásica no ha hecho nada por superar estos supuestos, en buena medida porque, por lo general, su interés por la historia es bastante limitado. En lo que respecta a los historiadores en la actualidad, los que se interesan por el longue durée tienden a pertenecer a la escuela demográfica, a no ser que se sientan más atraídos por la mentalité o los discursos que por los procesos económicos. Otros, sobre todo en el mundo anglófono, tienden a desconfiar de los procesos de largo plazo y se interesan más por la historia local o episódica y por causas que les resultan más cercanas. Más que enfrentarse a las teorías del desarrollo de largo plazo, se limitan a ignorarlas o evitarlas[6].

La nueva ola de la sociología histórica es diferente. Obviamente, se interesa fundamentalmente por los procesos de cambio social de largo plazo. Pero incluso en este caso tienden a la petitio principii de diversas maneras. Por ejemplo, Michael Mann, en una de sus obras recientes más importantes, adopta explícitamente lo que él mismo denomina como un «enfoque teleológico», según el cual el capitalismo industrial se prefiguró en la organización social de la Europa medieval[7]. No resulta sorprendente que, a pesar de toda su complejidad, sitúe el motor del desarrollo europeo en «la aceleración de los poderes intensivos de la praxis económica» y en el «crecimiento extensivo de la circulación de mercancías», es decir, en el progreso tecnológico y la expansión del comercio[8]. Una vez más, esta explicación depende de la ausencia de obstáculos: el capitalismo se desarrolló libremente en Europa fundamentalmente porque una organización social «acéfala» (el orden político descentralizado y fragmentado del feudalismo) dejaba a diversos actores (especialmente a los comerciantes), un grado importante de autonomía (con la ayuda del «racionalismo» y el orden normativo que aportaba el cristianismo). Es más, la propiedad privada pudo adquirir la forma de propiedad capitalista porque ninguna comunidad ni organización de clase monopolizaba los poderes. En breves palabras, que la explicación de la emergencia del capitalismo y su madurez final y aparentemente inevitable hasta adquirir su forma industrial, reside sobre todo en una serie de ausencias. Por lo tanto, aunque solo sea por defecto, prevalece el «modelo mercantilista» tradicional, ya sea tácita o explícitamente.

UNA EXCEPCIÓN DESTACABLE: KARL POLANYI

En su ya clásico La gran transformación (1944) y otras obras, el historiador económico y antropólogo Karl Polanyi defiende que la motivación del beneficio individual unida al intercambio mercantil no fueron principios dominantes en la vida económica de las personas hasta la Edad Moderna[9]. Incluso en aquellos lugares que contaban con mercados bien desarrollados, es preciso establecer una clara distinción entre sociedades con mercados, como las que aparecen en la historia documentada, y una «sociedad de mercado». En todas las sociedades tempranas, las relaciones y prácticas «económicas» estaban «insertas» o inmersas en relaciones de índole no económicas –de parentesco, comunales, religiosas y políticas–. Por lo tanto, la obtención de estatus y prestigio o la conservación de la solidaridad comunal son motivaciones más allá de lo puramen­te «económico» –como el beneficio y la ganancia materiales–, que han dirigido la actividad económica. La vida económica no solo ha dependido de los mecanismos del intercambio mercantil, sino también de la «reciprocidad» y la «redistribución», en algunos casos mediante obligaciones recíprocas complejas determinadas por el parentesco o la apropiación autoritaria de plusvalía por parte de algún poder político o económico y sus mecanismos centrales de redistribución.

Polanyi discutía abiertamente los supuestos de Adam Smith sobre el «hombre económico» y su natural tendencia «al trueque, la permuta y el intercambio», afirmando que dicha «propensión» no había desempeñado el papel dominante atribuido por Smith antes de su propio tiempo, y que de hecho esta no habría regulado la economía hasta un siglo después. En las sociedades premercantiles había mercados, en algunas incluso extensos y relevantes, pero eran un elemento subordinado de la vida económica, dominado por otros elementos del comportamiento económico. Y, no solo eso, estos mer­cados, incluso en los sistemas mercantiles más complejos y de mayor alcance, funcionaban en función de una lógica bastante distinta de la del mercado capitalista moderno.

En concreto, ni los mercados locales ni el comercio de larga distancia característico de las economías precapitalistas eran esencialmente competitivos (por no decir, podría haber añadido, que no estaban dominados