El País era una fiesta - Luis Alfonso Iglesias Huelga - E-Book

El País era una fiesta E-Book

Luis Alfonso Iglesias Huelga

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«Producir rápido, para consumir más rápido aún» podría ser una perfecta descripción del concepto de fiesta hoy en día. Pero, ¿es posible la fiesta más allá del modelo consumista? En este ensayo, Luis Alfonso Iglesias defiende la fiesta multiforme, exigiendo desenmascarar y repensar nuestra idea de diversión.  ¿Qué concepto tenemos de la fiesta? Para Luis Alfonso Iglesias, profesor de Filosofía, uno sesgado, cortoplacista, interesado y, sobre todo, falso. Por eso, plantea la necesidad de cambiarlo y ampliarlo. ¿Cómo? Empezando por rebatir la idea de que no puede haber fiesta sin la voracidad del consumo, el detestable narcisismo o el ruido insolidario. Este no es un ensayo contra la fiesta, sino una defensa de la fiesta multiforme, que exige desenmascarar el concepto tan vacuo de la diversión que hay en la sociedad y que debe ser repensado. La brevedad de la fiesta y su malinterpretada intensidad la convierten en un poderoso artefacto (otro más) de individualización desde un aparente aspecto comunitario. Fiesta significa ausencia de trabajo, disfrute de una colectividad, broma, e incluso palabra o gesto cariñoso… Urge recuperar un concepto de fiesta más ajustado al significado de este polisémico término.

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Luis Alfonso Iglesias Huelga

El país era una fiesta

© de la edición, FILOSOFÍA&CO, 2023

© Luis Alfonso Iglesias Huelga, 2023

Diseño de cubierta: Estudio Laia Guarro

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN EPUB: 978-84-17786-86-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Índice

Introducción

1. En el principio fue Hemingway

2. La dictadura de los detalles

3. El festival de la estupidez

4. Ética de la libertad y ética de la responsabilidad

5. El virus de la fiesta

6. Festejar el recuerdo para retomar el olvido

7. La agonía de la conversación y la intimidación de la intimidad

8. Al bar, al bar

9. En busca del ocio perdido

10. El ritual de Narciso

11. La fertilidad del bosque quemado

12. Sin fiestas no hay paraíso

13. Divertirse hasta vivir

14. Verbos en fiesta

–Mirar, la fiesta de la contemplación

–Buscar, la fiesta de la curiosidad

–Sentir, la fiesta de la sensibilidad

–Amar, la fiesta de los otros

–Leer, la fiesta de la palabra

–Tener, la fiesta del silencio

–Ser, la fiesta de la intimidad

–Escuchar: la fiesta sin esta fiesta

–Vivir, la fiesta de la existencia

–Esperar, la fiesta de la paciencia

–Seducir, la fiesta de la belleza

–Conocer, la fiesta de lo sublime

–Crear, la fiesta de la imaginación

15. Ninguna herida es un destino

Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.Blaise PascalSolo los estúpidos dejan que su diversión dependa del mundo exterior.W. Somerset MaughamLas revoluciones se hacen contra los usos, no contra los abusos, porque, si son únicamente contra los abusos, se quedan en meras revueltas, que arreglan muy poco, ya que se mantienen los usos habituales en el país donde ocurren.José Ortega y GassetHay cuatro obstáculos para alcanzar la verdad que acechan a todos los hombres, pese a su erudición, y que raramente permiten a nadie acceder con títulos claros al conocimiento; a saber: la sumisión a una autoridad indigna y culpable, la influencia de la costumbre, el prejuicio popular y el ocultamiento de nuestra propia ignorancia acompañado por el despliegue ostentoso de nuestro conocimiento.Roger Bacon

Introducción

Cuando hubo que elegir entre vivir y divertirse, algunos eligieron lo segundo en el único formato que les resultaba familiar, sin saber cuál era la razón de su escasa y unívoca versión del divertimiento. Parecían ignorar que la encrucijada entre esos dos verbos acostumbra a ser un síntoma de que algo grave ocurre.

En el mes de agosto de 2020, el rostro enjuto del portavoz de Sanidad del Gobierno de España, Fernando Simón, con las cejas a punto de confluir en el preámbulo de su nariz, pareció transmitir algo similar: «Las cosas no van bien, que nadie se confunda. Entiendo que la gente quiera ir de fiesta, pero hay maneras y maneras», dijo lacónicamente. Y añadió: «Si seguimos dejando que siga hacia arriba, aunque sea con casos leves, acabaremos teniendo muchos hospitalizados, muchos ingresados en UCI y muchos fallecidos». Como una inevitable profecía, el pronóstico se hizo real durante los meses siguientes.

Un fantasma recorre España, y al parecer se extiende por Europa: el fantasma de la fiesta. Quizás haya que precisar que se trata de un concepto de fiesta sesgado, cortoplacista, interesado, disminuido y, sobre todo, falso. La idea de que no puede haber fiesta sin la voracidad del consumo, la exacerbación de las aptitudes, el exhibicionismo indeleble, el detestable narcisismo o el ruido vanidoso e insolidario, responde a un modelo consumista que contiene todos los adjetivos anteriores y espera más desde su recipiente inagotable.

Si Nietzsche afirmaba que los conceptos son la necrópolis de la verdad, esta vez esos conceptos están muy relacionados con la necrópolis. Hubo y habrá vidas en juego y vidas que, desgraciadamente, sin ni siquiera pretender jugar han perdido y seguirán perdiendo. Era un momento crítico para cambiar la vida y no quisimos cambiar de vida. De nuevo, la mirada hipermétrope y la actitud miope, unidas a la inercia de la ansiedad social, contribuyeron al deterioro de muchos días de resistencia ejemplar.

No se trata tan solo de buscar responsables, aunque tengamos la certeza de quienes han sido los irresponsables. Se trata de ampliar y replantear la idea de fiesta. La responsabilidad es transversal y por ello difícilmente perimetrable y, además, no está ceñida a los jóvenes puesto que abarca todas las franjas de edad. Así que, como ocurre con otros tipos de virus, tal vez sea más conveniente hablar de prácticas de riesgo que de grupos de riesgo. Y es en las prácticas de riesgo donde nuestra propuesta se siente cómoda, porque salva con suficiente solvencia el contorno por ellas delimitado. Al contrario que los caminos del Señor, estos hábitos son muy escrutables, tanto por obra como por omisión, ya que cuando tienen lugar son capaces de reencarnarse hasta en su propia negatividad.

En efecto, uno de los encuentros más dañinos, por ser una de las causas principales de los rebrotes, fue el denominado no-fiesta. En muchos lugares, sobre todo en los pueblos, ese concepto hacía referencia a la fiesta encubierta y al descubierto que junto con el ocio nocturno y las reuniones familiares se convirtieron en un catalizador del virus y de sus terribles consecuencias sanitarias, sociales y laborales. No hubo no-teatro, no-biblioteca, no-museo. No. Solo la fiesta mereció la ironía clandestina de un hecho en el que lo cómico y lo trágico actuaban juntos.

Sin embargo, apremia recuperar un concepto de fiesta más ajustado a la polisemia del término. Fiesta significa ausencia de trabajo, regocijo, disfrute de una colectividad, descanso laboral, jornada que se dedica a alguien o a algo, broma e incluso palabra o gesto cariñoso. No hay ni una acepción en la que fiesta se identifique necesariamente con la insolidaridad, la grosería o el daño a los demás. Y, por tanto, tenemos que dar a las palabras la importancia que tienen en nuestra vida, aunque solo sea por dignidad y justicia lingüística, es decir, por nuestra propia dignidad y justicia.

Una encuesta coordinada por el Instituto de Salud Carlos III reveló que el seguimiento de las medidas preventivas recomendadas por las autoridades sanitarias fue elevado. Según dicho estudio, cerca del 90% de los españoles llevaba siempre mascarilla en los lugares y situaciones que así lo exigían y quienes se lavaban las manos o usaban gel hidroalcohólico fueron alrededor de un 85% de la población. Asimismo, un 80% procuró guardar siempre la distancia física recomendada.

Por ello, debe quedar claro que la cuestión trasciende la circunstancia trágica del pasado estado de pandemia global. Como ya anunciara el escritor Rafael Sánchez Ferlosio, pueden venir más años malos que nos hagan más ciegos. Si no realizamos una revisión profunda de la desazón paroxística en la que vivimos, ya sea porque el sistema lo exhala o porque sus miembros lo inhalamos, la tragedia se quedará en mera representación.

Esta circunstancia sanitaria no ha hecho otra cosa que poner de relieve algunos aspectos de nuestro ser social que estaban siendo aceptados como un inexorable devenir. Entre ellos, la muy importante faceta humana del indispensable solaz inmovilizado en su consideración unívoca, unidireccional y exclusiva.

Amós García Rojas, presidente de la Asociación Española de Vacunología, señaló las actitudes irresponsables propias del ocio nocturno, el botellón y las reuniones familiares como los desencadenantes principales de los rebrotes de COVID-19. Ello significa que la acción pedagógica no tuvo los efectos deseados porque se enfrentaba a un problema espaciotemporal de difícil solución. La pedagogía requiere un tiempo del que no se dispone y, además, de un espacio de diálogo y reflexión que no se propone porque la ansiedad y el ruido lo imposibilitan.

Tanto la paideia griega como la humanitas romana hacían referencia a la implicación de los ciudadanos en los denominados asuntos cívicos. Como resaltó el filólogo alemán Werner Jaeger en su clásica y monumental obra Paideia: los ideales de la cultura griega, la educación, lejos de ser una propiedad individual, es un activo de la comunidad que participa en la vida y en el crecimiento de la sociedad y que se halla condicionada por los cambios de valores sociales. Y, como una trágica discordancia de la historia, Jaeger firma el prólogo de su obra en Berlín el mismo año en el que Hitler llegaba al poder, hecho que le llevaría a emigrar de Alemania en 1936.

Creemos imprescindible recuperar ese activo comunitario para que pueda funcionar como un ingrediente de fermento social. Y urge hacerlo porque ajustar la forma del ocio frente al devenir de su misma negación salva vidas humanas y amplía el campo de visión social.

Satírico y mordaz, El Mundo Today publicó una noticia al límite de la ficción ultraísta en la que se afirmaba que «El cierre de las discotecas provoca aglomeraciones y tumultos en las librerías. Los jóvenes se juntan en los parques a hacer novelón». Recordaba a aquella memorable viñeta de Forges con el siguiente titular: «Local de moda desalojado por aviso de libro». Siempre la ironía al rescate, ya desde los tiempos de Sócrates, un paso imprescindible para acceder al verdadero conocimiento.

Este no es un ensayo contra la fiesta, es un ensayo en defensa de la fiesta multiforme y de la necesidad de preservarla incluso en tiempos de circunstancias adversas. Esa misma defensa exige desenmascarar el concepto tan vacuo de la diversión, que tiene secuestrado su decisivo papel en el actual marco social y cultural que, indudablemente, también necesita ser repensado.

La conocida serie Treme, creada por el escritor y productor David Simon y que cuenta la reconstrucción de Nueva Orleáns tras los efectos del huracán Katrina, muestra la importancia de la cultura y de la fiesta después de la adversidad, así como su papel en la cohesión social cuando de recomponer se trata. En la serie se ve cómo el sentido de la fiesta alcanza el alma de la ciudad y de quienes viven la tragedia, incluso en la forma tradicional de enterrar a sus muertos, esos sepelios llenos de tristeza y alegría musical entremezclada en los que se vive la fiesta de la muerte con la banda sonora de la vida. En ella el dolor danza a la luz de la música.

Reivindicamos la fiesta con su sentido emocional, vertebradora del grupo, solidaria y osmótica, sencilla y sofisticada, la del silencio y la del clamor, la del tango y la del tanga; la fiesta, en fin, que hace que un país sea lo que quiere ser y no lo que, necesariamente, viene siendo. Quizá, limando algunas aristas a la compulsividad, la banalidad, la frivolidad, la garrulidad, la exageración y toda la batería de adjetivos que seamos capaces de recordar, podríamos conseguirlo.

La ruptura, tanto mental como física, que el huracán de la pandemia nos dejó nos da cierta oportunidad para ello. Son tiempos de revisar todo, incluso las fiestas de nuestros pueblos. Lo que puede parecer un anatema es, en realidad, la tabla de salvación de uno de los mecanismos culturales más ancestrales y connaturales del que los seres humanos hemos dispuesto.

Si las fiestas, además de su significado económico, pretenden ser un elemento básico de consistencia social que se proyecta en el tiempo, parece que no están consiguiendo su objetivo. La obsolescencia programada también afecta al ámbito social y la fiesta se ha constituido en un fin en sí misma y no precisamente con el sentido de instrumento aglutinador. A la fiesta se va para consumirla compulsivamente, como hacemos con cualquier otro elemento de consumo en la economía de mercado. Un lenitivo identitario más que el sistema económico maneja garantizando una vivencia que no exige razón ni discurso.

La brevedad de la fiesta y su malinterpretada intensidad la convierten en un poderoso artefacto (otro más) de individualización desde un aparente aspecto comunitario. «Producir rápido para consumir más rápido aún» podría ser la inscripción que figurase en el frontispicio de la entrada del castillo en el que habita ese fantasma de la fiesta, al que pretendemos revestir de otros hábitos.

El conocido poema de Joan Margarit afirma que la libertad es una librería. Y una librería también es una fiesta. Por eso conviene rescatar el significado del término en un momento en el que la información es a la verdad lo que la estridencia al sosiego. Y al igual que la información puede ensordecer a la verdad, hay una inercia ruidosa que intenta apropiarse del modo plural de la distracción. «La libertad es la fiesta» podría ser el nuevo lema que remite a otro de los que Orwell adjudicaba al poder en su distópica obra 1984: «La libertad es la esclavitud».

1. En el principio fue Hemingway

Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará,vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue.CARTA DE ERNEST HEMINGWAY A UN AMIGO, 1950

Muy probablemente no sea cierto que el escritor norteamericano Ernest Hemingway dirigiese el grupo de hombres que se enfrentó en París al ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de liberar el bar del Hotel Ritz. Pero si ello hubiese sucedido, Hemingway habría llevado a cabo esa peligrosa misión tanto por amistad con su dueño, Charles Ritz,como en beneficio propio y, por supuesto, a título de inventario de las suculentas botellas que aún permanecían en su mítica bodega, a pesar del expolio de los dirigentes nazis.

En el prólogo al libro de Hemingway París era una fiesta, el añorado periodista Manu Leguineche cuenta que fue precisamente Charles Ritz quien descubrió en un sótano del hotel, casualmente situado bajo la cocina, unas maletas que contenían papeles, notas y recortes de periódico que resultaron pertenecer al escritor norteamericano. Ritz se las envío a Hemingway, quien, a partir de aquellos viejos borradores, escribiría París era una fiesta, un libro que vio la luz en diciembre de 1964, tres años después del suicidio del autor.

El título resultó ser un éxito aforístico que ha ido cambiando de nombre propio («Madrid es una fiesta») o de reiterativo nombre común («la fiesta es una fiesta»). Es un tópico, tal vez cierto, que si vives tu juventud en París, y más en aquellos tiempos, la fiesta de París irá contigo a lo largo de tu vida. En el caso que nos ocupa fue incluso más lejos, ya que Hemingway llamaba a París «su querida».

En el libro, el autor utiliza la palabra fiesta 526 veces, pero tal vez lo más reseñable resida en la creación de su propio personaje y en la descripción de otros como Gertrude Stein (de quien dijo que tenía «cara de india pero hablaba como los ángeles»), Ezra Pound, de quien destaca su bel esprit («se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo»), F. Scott Fitzgerald (hacia el que confiesa sentir cierto complejo de superioridad)o Ford Madox Ford (con el que es excesiva e injustamente cruel y al que consideraba «una pesada, resollante y abyecta vecindad»).

Finaliza Hemingway su obra confesando que hablaba de París porque allí había sido muy pobre y muy feliz, afirmación que, además de no ajustarse a la realidad, solo se entiende a partir de la necesidad que muchos escritores precisan del «narcisismo de la miseria» para construir el ficticio relato de su vida.

No había otro modo de comenzar que entretenerse con el autor de la Generación Perdida, quien reconoce en su libro el peligro de no poseer un concepto adecuado del sentido de la fiesta:

Y yo meneaba el rabo de puro contento, y me zambullía en la charca de la vida convertida en fiesta, a ver si hacía la gracia de volver con algún hermoso pedazo de palo entre los dientes, en vez de pensar1.

Es evidente que la charca de la vida convertida en fiesta en París no se parece en nada al lodazal de la fiesta en nuestro país, con sus añagazas de principio y de fin de juerga, para retenernos. Como un ciclo inexorable en el que todo fluye y nada permanece para que el proceso continúe, nuestra existencia vive entre la división semanal de la prisión del rendimiento y la libertad (tan solo condicional) del paroxismo festivo del fin de semana.

Sin embargo, se trata de un permanente estado de enajenación aparentemente voluntario en el que de lunes a viernes nos sentimos explotados y de viernes a domingo nos explotamos a nosotros mismos, a pesar de que tenemos una acendrada sensación de libertad difícilmente cuestionable debido a la ausencia de dominio exterior2. Es el eterno conflicto entre poder y deber, unidos definitivamente mediante las costuras que la perversión del lenguaje encierra.

La expresión «ocio nocturno», por ejemplo, no hace referencia a leer un libro a las dos de la madrugada o a escuchar un buen programa de radio a esa misma hora, ni tan siquiera a tener una conversación cuasi silenciosa tras la cena. Al contrario, fija un perímetro de seguridad que en la sociedad actual, tan dada al estereotipo latente, cercena el resto de las posibilidades festivas como el «ocio diurno», una supuesta fiesta matutina consistente en pasear o contemplar la llegada de un nuevo día. No están dentro de nuestro código social expresiones del tipo «Estuve de fiesta esta mañana paseando el perro» o «Vaya desmadre viví solo contemplando esta madrugada la salida del sol».

La fiesta es un tiempo y un lugar fijado e incuestionable, reflejo de un modelo social y cultural tan inalterado como antiguo, en el que se han mezclado los indestructibles rescoldos de lo sagrado y lo profano. Y eso parece olvidarse cuando, por decirlo al modo Hemingway, meneamos el rabo de puro contento.

Ya Mircea Eliade3 abordó la relación entre lo sagrado y lo profano y en qué medida podemos llegar a sacralizar lo profano transformándolo en algo banal y empobrecido. Para el ensayista rumano la clave reside en el tiempo festivo y la estructura de las fiestas, que no son otra cosa que la reactualización mediante rituales apropiados de los actos de creación que seres divinos efectuaron en otra época. Vivir y vivirse en otro instante es el sentido de una fiesta que se desarrolla siempre en el tiempo original, y el proceder de los participantes está condicionado por ello.

La antropología acredita esta constante del comportamiento humano. Eliade se refiere a ceremonias totémicas anuales como la de los arunta, un pueblo australiano que se reencuentra con los lugares por los que anduvieron sus antepasados, repitiendo sus gestos para trasladarse a lo que denominan «Tiempo del sueño» mediante el ayuno y la ausencia de contacto con otros seres humanos.