El patrimonio industrial en España - Carlos J. Pardo Abad - E-Book

El patrimonio industrial en España E-Book

Carlos J. Pardo Abad

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La generalización del proceso de producción industrial en los dos últimos siglos ha creado un amplio conjunto de edificaciones, maquinarias y territorios vinculados a la industrialización. Sin embargo, el posterior abandono y cierre de fábricas –aspecto muy llamativo de la modernización productiva emprendida a partir de la segunda mitad del siglo XX– ha dado origen a numerosos espacios baldíos, un fenómeno de proporciones a veces impresionantes, cuyos impactos urbanístico, arquitectónico, económico y social –por no citar el emotivo– nos llevan cada vez más a reflexionar sobre las posibilidades existentes en torno a la recuperación de estas estructuras con una finalidad distinta a la que las acompañó durante décadas. El patrimonio industrial en España. Paisajes, lugares y elementos singulares aspira no sólo a concienciar acerca de un extraordinario legado; pretende, asimismo, dar a conocer los bienes más significativos de un patrimonio que puede sentar las bases de un turismo cultural de nuevo cuño.

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Akal / Universitaria / 367 / Serie Interdisciplinar

Carlos J. Pardo Abad

El patrimonio industrial en España

Paisajes, lugares y elementos singulares

La generalización del proceso de producción industrial en los dos últimos siglos ha creado un amplio conjunto de edificaciones, maquinarias y territorios vinculados a la industrialización. Sin embargo, el posterior abandono y cierre de fábricas –aspecto muy llamativo de la modernización productiva emprendida a partir de la segunda mitad del siglo XX– ha dado origen a numerosos espacios baldíos, un fenómeno de proporciones a veces impresionantes, cuyos impactos urbanístico, arquitectónico, económico y social –por no citar el emotivo– nos llevan cada vez más a reflexionar sobre las posibilidades existentes en torno a la recuperación de estas estructuras con una finalidad distinta a la que las acompañó durante décadas.

El patrimonio industrial en España. Paisajes, lugares y elementos singulares aspira no sólo a concienciar acerca de un extraordinario legado; pretende, asimismo, dar a conocer los bienes más significativos de un patrimonio que puede sentar las bases de un turismo cultural de nuevo cuño.

Carlos J. Pardo Abad es profesor titular de la Universidad Nacional de Educación a Distancia por el área de conocimiento de Análisis Geográfico Regional. Desde su misma tesis doctoral, defendida en 1990 –«Cambios de uso de suelo en la ciudad vaciado industrial y renovación urbana en Madrid», Universidad Autónoma de Madrid, premio extraordinario de doctorado–, sus investigaciones se han centrado en el estudio de la dinámica industrial en las áreas urbanas, y, en especial, en el análisis del patrimonio industrial como recurso cultural, sus vinculaciones territoriales y sus posibilidades de reutilización turística.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Vapor Aymerich, Amat i Jover en Tarrasa (Barcelona). Archivo de imágenes del Museu Nacional de la Ciència i Tècnica de Catalunya (mNACTEC). Fotografía de T. Llordés

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Carlos J. Pardo Abad, 2016

© Ediciones Akal, S. A., 2016

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4329-4

A mi hija Esther y su abuela Charo, mi madre

I

INTRODUCCIÓN: LAS CLAVES DEL PATRIMONIO INDUSTRIAL

La generalización del proceso de producción industrial en los dos últimos siglos, con diferencias cronológicas importantes según las zonas, ha creado un amplio conjunto de edificaciones, maquinarias y territorios vinculados a la industrialización. El abandono y cierre de fábricas fue un aspecto muy llamativo de la modernización productiva emprendida en la segunda mitad del siglo XX y desde entonces surgieron numerosos espacios baldíos. Fenómeno de proporciones a veces impresionantes, el impacto urbanístico, arquitectónico, económico y social, por no citar el emotivo, hizo reflexionar sobre las posibilidades existentes en torno a la recuperación de estas estructuras con una finalidad distinta a la que las acompañó durante décadas, con la introducción de nuevas funciones que sirvieran para relanzar, a través de un nuevo ritual de visitas, la economía de las áreas de vieja industrialización.

El concepto de patrimonio hace referencia a la asignación, ya sea por parte de la sociedad o de una institución, de un valor concreto a los bienes materiales o inmateriales de épocas pasadas. Su estudio es una forma de aproximación a otros momentos de la historia. No es difícil comprender el interés y el debate que esto despierta en la sociedad actual, entre otras cosas porque el patrimonio ha sido tradicionalmente un concepto muy sesgado, casi lineal e irreversible, hacia los valores que se denominan histórico-artísticos. En realidad abarca mucho más y no se debe excluir de lo patrimonial al legado de la industrialización[1].

La idea de patrimonio ha evolucionado a la par que la sociedad. De ser concebido y valorado por criterios puramente estéticos ha pasado a englobar todo aquello que sirve de testimonio de una época y puede ser objeto de estudio para comprender el pasado y reforzar la memoria colectiva en el presente. El patrimonio se ha convertido en algo parecido a un ejercicio intelectual de selección de los bienes sobre los que proyectar la materialidad de unos valores. Los criterios que rigen en cada etapa el entendimiento de lo que es y no es patrimonio lo convierten en un concepto social y, en definitiva, cultural. Están en continua transformación, de forma que el patrimonio se construye, se reconstruye o se destruye con el tiempo. El patrimonio es el resultado de unos valores sometidos permanentemente a cambios, de tipo identitario o institucional. Es un proceso que lleva a veces a hablar de patrimonialización más que de patrimonio en sentido estricto, es decir, de configuración de lo que se entiende por patrimonio en cada momento.

Tras los viajes ilustrados y el interés manifestado por algunas personas interesadas en las más variadas observaciones, incluidas las referentes a la industria, y la fascinación que producía el progreso técnico en el hombre del siglo XIX, la atracción por la producción decayó con la llegada del siglo XX[2]. Desde ese momento lo cultural empezó a identificarse con lo artístico y el arte se convirtió en el gran protagonista para el turismo. Además, la intensificación industrial que acompañó a las primeras décadas del siglo XX convirtió a sus avances y manifestaciones materiales en algo habitual y, por lo tanto, con menor poder de seducción. El turismo de masas, iniciado tras la Segunda Guerra Mundial, con viajeros poco interesados en aquello que no fuera sol y playa, acabó por liquidar el interés hacia las industrias.

Desde la crisis económica de mediados de la década de 1970 comienza de nuevo el interés por las instalaciones industriales, sobre todo las abandonadas dentro del espacio urbano. Altivas chimeneas entre edificios, máquinas en desuso o parcelas abandonadas en emplazamientos privilegiados crearon un fuerte impacto sobre el ciudadano, los poderes locales y el investigador en los países de vieja industrialización. Muchos de los restos se fueron progresivamente patrimonializando al identificarse como emblema de algunas zonas o ciudades. Se apostó por una conservación que mantuviese vivo el recuerdo de un pasado aún no muy lejano, convirtiéndose además en un instrumento de desarrollo económico con nuevas propuestas de uso cultural que involucrasen a la comunidad local.

El patrimonio industrial es el más joven de todos los patrimonios porque abarca un conjunto de estructuras, piezas y máquinas que han sido utilizadas hasta fechas relativamente recientes. Para la mayor parte de la población carece de los valores referidos a lo antiguo y artístico, es decir, está alejado de lo que se ha venido interpretando como patrimonial en su sentido tradicional. Las aproximaciones y reflexiones han sido diversas y desde campos muy distintos, surgiendo un análisis multidisciplinar bastante enriquecedor que ha rebasado los estrechos límites científicos al implicar a buena parte de la sociedad.

Para el TICCIH, organización mundial encargada de promover la conservación del patrimonio industrial, este legado abarca todas las muestras heredadas del periodo histórico que se extiende desde el principio de la Revolución Industrial –en la segunda mitad del siglo XVIII– hasta la actualidad, si bien este organismo no descarta el estudio de las raíces preindustriales y protoindustriales anteriores. Este patrimonio se compone de los restos de la cultura industrial que poseen un valor histórico, tecnológico, social, arquitectónico o científico, y consisten en edificios, máquinas, talleres, molinos, fábricas, minas, almacenes, depósitos, lugares donde se genera, transmite y usa energía, medios de transporte y toda su infraestructura, así como los sitios donde se desarrollan las actividades sociales relacionadas con la industria, tales como la vivienda, el culto religioso o la educación. Además de estas manifestaciones tangibles, las intangibles también tienen una importancia fundamental.

La definición de patrimonio industrial realizada por el TICCIH básicamente coincide con la contenida en el Plan Nacional de Patrimonio Industrial, del Instituto del Patrimonio Histórico Español, en el que se afirma que el patrimonio a que hace referencia es el conjunto de elementos y manifestaciones comprendidas entre mediados del siglo XVIII, con los inicios de la mecanización, y el momento en que comienza a ser sustituida total o parcialmente por otros sistemas en los que interviene la automatización.

Aun cuando el término de patrimonio industrial está convencionalmente admitido en la actualidad, hay notables diferencias a la hora de concretar los límites temáticos y cronológicos.

a) Algunos autores lo consideran de forma bastante amplia y en él introducen las estructuras de extracción, transformación y transporte de todas las épocas de la historia. Un monumento industrial sería, en este sentido, cualquier resto de la fase obsoleta de un sistema productivo, desde las minas prehistóricas hasta los pertenecientes a la actual fase de dominio de la electrónica.

b) Otros hacen especial énfasis en los vestigios de la primera industrialización, por las consecuencias que esta tuvo en la configuración social, económica y territorial de la realidad contemporánea. El patrimonio industrial, así entendido, abarcaría cualquier construcción o resto aislado perteneciente a la Revolución Industrial, o formando un conjunto con otras instalaciones o equipamientos, vinculado al nacimiento o desarrollo de los procesos industriales o técnicos.

c) En otros casos se extiende el concepto de monumento industrial a los testimonios heredados de la segunda y tercera Revolución Industrial, basadas respectivamente en el petróleo y la electrónica. Estos periodos serían tan merecedores de atención patrimonial como el anterior, y sus elementos servirían también para conocer la evolución técnica y el progreso de una producción industrial iniciada a finales del siglo XVIII.

En cualquier caso, el punto de vista e interpretación más generalizado es el que considera que el concepto de patrimonio industrial ha de ir referido a los elementos productivos y técnicos heredados del periodo comprendido entre finales del siglo XVIII, cuando comienza la industrialización en Gran Bretaña, y el desarrollo de la automatización en la segunda mitad del siglo XX. Es en estos dos siglos en los que se va a crear una serie muy variada de manifestaciones correspondientes a la primera y segunda fase de la Revolución Industrial, con un valor cultural indiscutible que se ha convertido en un reclamo para el turismo en los países más desarrollados.

Al ser tan amplio, el patrimonio industrial se divide en dos tipos diferentes: en primer lugar destaca el «tangible», referido a los bienes materiales que se pueden percibir de manera precisa, tanto de carácter inmueble (fábricas, talleres, minas, poblados obreros…) como mueble (archivos documentales y fotográficos, maquinaria, herramientas…); en segundo lugar figura el «intangible», es decir, aquello inmaterial que rodea a la cultura industrial (formas de vida, costumbres y tradiciones, know how…). Es un ámbito bastante amplio cuyos métodos de estudio se asocian a la toma en consideración de los edificios construidos, pero también al medio geográfico y humano, los procesos técnicos de producción, las condiciones del trabajo, las expresiones culturales, las relaciones sociales, etcétera.

En el estudio del legado de la industrialización han confluido dos concepciones diferentes, aunque complementarias. Por un lado, la concepción británica, anterior cronológicamente, se limita a los vestigios visibles, a su reconstitución y a su descripción, valorando el edificio ante todo. Es la «arqueología industrial», término acuñado por Donald Dudley en 1950. Poco después, en 1955, se utilizaba en un artículo de Michel Rix, en el que se afirmaba la necesidad de preservar los restos de la Revolución Industrial en la ciudad de Mánchester. En 1966 la arqueología industrial se convirtió en una sección universitaria de la Universidad de Bath y al poco tiempo se creó el Museo de Ironbridge y se inició la primera publicación periódica sobre el tema: el Journal of Industrial Archaeology, con estudios tanto de edificios concretos como de áreas marcadas por la industrialización, adquiriendo la disciplina un progresivo carácter territorial.

Por otro lado destaca la concepción francesa, representada especialmente por Louis Bergeron, que emplea el término de patrimonio industrial y confronta los restos heredados con los documentos de archivos, escritos o iconográficos y, eventualmente, con la memoria oral. Los trabajos franceses, además, incluyen el estudio de casos en una historia más general.

Pero estos conceptos no dejan de ser, de algún modo, complementarios. El patrimonio industrial enfatiza la importancia de la conservación de los testimonios heredados de la Revolución Industrial en Europa. Junto a este concepto existe el otro, que lo completa a manera de método y cobra especial relevancia en el rescate de dicho patrimonio: la arqueología industrial. En un principio comenzó a utilizarse el término de arqueología industrial a la par que empezaron a desarrollarse en la década de 1960 algunos programas de salvaguarda de los restos industriales. En la actualidad, esta denominación se ha desdibujado tanto como se ha generalizado el empleo de la de patrimonio industrial. Más que sacar a la luz los vestigios más antiguos a través de una práctica meticulosa y rigurosamente arqueológica, hoy interesa más la aproximación patrimonial y la interpretación global de los elementos aún existentes.

La protección de la arquitectura industrial ha sido difícil de defender debido a su estrecha vinculación con aspectos puramente técnicos y productivos. Hay numerosos ejemplos de edificaciones fabriles que, nacidas de proyectos de arquitectos o ingenieros de reconocido prestigio, acabaron siendo derribadas para dar paso a anodinos y estandarizados bloques de viviendas y oficinas. Es el caso de las fábricas Blanch, El Águila, la España Industrial, Pegaso, o de la Fundición Tipográfica Neufville en Barcelona. Los ejemplos se repiten en todas las grandes ciudades. En algunas ocasiones, la movilización ciudadana contra la especulación urbana logró con éxito la preservación del patrimonio industrial, como sucedió a finales de la década de 1970 con el Vapor Vell en la capital catalana.

En la década de 1980 acabó por generalizarse el interés hacia lo industrial y triunfó la apuesta por su conservación como manera de preservar la memoria colectiva, y la identidad social y económica, de amplios territorios. Localidades como Béjar, Tarrasa, Motril, Puerto de Sagunto o Avilés se cimentaron a partir de una particular cultura de la industria (textil, azucarera o siderúrgica), que proporcionó un común modo de vivir y pensar. Las fábricas se acabaron convirtiendo, con el paso del tiempo, en marcas imborrables de un patrimonio que trascendió lo puramente material.

La puesta en valor de la herencia industrial ha de ser flexible, ya que no se trata de conservar todo a cualquier precio. En casi toda Europa se ha perseguido un criterio riguroso de selección en el que estén representadas las distintas fases de la industrialización, las tipologías arquitectónicas, los diversos subsectores industriales y los territorios más afectados y significativos de la producción fabril. La protección final se ha centrado tanto en las instalaciones industriales como en el paisaje, las huellas de la explotación minera o el urbanismo asociado a la industria. Muchos museos se han abierto en lo que antes eran espacios inundados por el ruido envolvente de las máquinas, con un objetivo primordial que va más allá de la pura conservación arquitectónica y alcanza la atracción turística y la divulgación didáctica de los restos industriales.

La toma de conciencia de la verdadera dimensión patrimonial de los vestigios de la industrialización es un proceso imparable que ha logrado convertirse en un referente básico de las nuevas propuestas culturales. Se ha tardado más, en cualquier caso, que con el patrimonio preindustrial (molinos, ferrerías, alfares, ingenios hidráulicos) por un problema añadido con el que ha tenido que enfrentarse el patrimonio industrial: la rápida obsolescencia física y el desfase técnico crecientemente acelerado, reduciéndose cada vez más deprisa los periodos de uso de sus instalaciones y maquinarias.

En España, el patrimonio industrial no queda recogido expresamente en la ley estatal 16/1985, de 25 de junio, de patrimonio histórico. Es una ley generalista que abarca en su articulado todos los tipos de legado. Según la definición contenida en el artículo 1.2, el patrimonio histórico español queda integrado por los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico. No se hace, por lo tanto, ninguna referencia a lo industrial, aunque el tenor legal es amplio y se han podido iniciar sin problema bastantes declaraciones de bienes industriales como de interés cultural (BIC). En cuanto a las legislaciones autonómicas, se puede afirmar que se ha asistido en España a una gran producción normativa, sobre todo a finales de la década de 1990. Algunas de estas legislaciones hacen referencias concretas al patrimonio industrial, mientras que otras mantienen el espíritu generalista de la ley estatal.

Cualquier conjunto fabril abarca una serie de componentes característicos, como edificios, máquinas, herramientas, energía utilizada, materias primas, mano de obra, capitales invertidos y productos[3]. Estos componentes marcan la esencia de cualquier establecimiento industrial, más allá de su propio valor patrimonial, y lo individualizan frente a otros establecimientos, a pesar de la tendencia repetitiva que, a nivel arquitectónico, prevalece en estas construcciones.

Los edificios son el primer elemento a tener en cuenta en el estudio del patrimonio industrial, ya que constituyen el continente que permite albergar el contenido y forman lo más visible e identificativo de una localización. Desde el punto de vista geográfico, el edificio adquiere un protagonismo especial por formar parte de un territorio y completar un paisaje. Y desde la perspectiva histórica, los edificios tienen un valor reconocible por cuanto son el vestigio de una época y fuente de información necesaria para comprender las claves arquitectónicas del periodo. El valor cultural se relaciona con los parámetros estéticos de la construcción adaptada a una finalidad productiva y a un plan concreto de utilización técnica.

Las máquinas y las herramientas son objetos imprescindibles para la fabricación, manejo o transporte de los productos elaborados en el interior de la industria. Su interés es fundamentalmente tecnológico y económico debido a que muestran la evolución técnica y la capacidad económica de producción. La industrialización ha convertido en todo un símbolo a algunas máquinas. Es el caso de la máquina de vapor, elemento imprescindible para comprender la magnitud de la primera fase de la Revolución Industrial, tanto en relación con los avances productivos como de transporte mediante su aplicación en el ferrocarril y el barco. Muchos museos abiertos en antiguas fábricas han encontrado en estas piezas el componente expositivo imprescindible de identificación cultural y estética, como sucede en el Museo de Boinas La Encartada, en la localidad vizcaína de Balmaseda.

La energía empleada es un buen indicador del momento en que se desarrolla la industria. Durante el largo periodo preindustrial la rueda hidráulica, movida por el agua de ríos o canales, era de uso común en los talleres artesanales y molinos, aunque presentaba el inconveniente de no ser constante al variar en función del nivel de agua disponible.

Con el inicio de la Revolución Industrial se suprimió esa incertidumbre con la introducción de la máquina de vapor, que usaba carbón para calentar agua y generar vapor. El carbón se convirtió en la fuente energética principal de las industrias y la nueva maquinaria aseguraba una organización más racional del trabajo. Se pasó entonces de la producción artesanal y manufacturera a la propiamente industrial. A finales del siglo XIX la electricidad ofreció la posibilidad de disponer de una nueva fuente energética, ahora más limpia. Se suprimieron poco a poco las calderas de carbón y las humeantes chimeneas de la etapa anterior por las turbinas, generadores eléctricos y alternadores, convertidos después en elementos patrimoniales de los avances de la segunda fase de la Revolución Industrial. La electricidad inició una etapa marcada por un nuevo aprovisionamiento energético en la que todavía se encuentra inmersa la sociedad actual. La automatización de los procesos productivos y el amplio campo de la electrónica hubieran sido imposibles sin la electricidad.

Las materias primas son el componente menos perdurable. Su naturaleza, su origen, su provisión, su almacenamiento o su utilización condicionan el espacio productivo y la localización de la propia empresa: metalúrgicas cerca de los yacimientos de hierro o cerámicas en áreas de suelo arcilloso, por citar solo dos ejemplos significativos. La riqueza del subsuelo, la calidad de las tierras o la existencia de combustibles próximos marcaron al principio una relación directa entre el entorno y la implantación fabril. En otras ocasiones lo que se buscaba era la proximidad al ferrocarril o a las carreteras para permitir una mejor provisión de materias primas. En la actualidad esta estrecha relación ya no existe con tanta intensidad y las materias utilizadas en la fabricación han perdido en gran parte su papel determinante.

El paso de la producción artesanal y manufacturera a la protoindustrial e industrial modificó profundamente las condiciones de la mano de obra y la organización del trabajo. Se introdujo la fabricación en grupo y en cadena y, con ello, se descubrieron los inconvenientes asociados a este modo de trabajo.

El nuevo sistema industrial estableció unas formas de organización laboral muy eficaces y el establecimiento industrial se convirtió en el ámbito más contrastado de las diferencias sociales: frente a los grandes beneficios obtenidos por el propietario industrial figuraba la mano de obra barata que vendía su trabajo a destajo por un salario.

En la economía industrial, el capital se convierte en un bien imprescindible. Muchos capitales procedieron, en los albores de la industrialización, del comercio y de los propietarios agrícolas, y en el origen mismo de la Revolución Industrial inglesa se encuentra, por ejemplo, la acumulación capitalista procedente del trabajo textil a domicilio o putting out system. La industrialización del interior de Cataluña se ha explicado tradicionalmente por el desplazamiento de fabricantes desde el litoral, atraídos por las ventajas derivadas de la existencia de agua, exenciones fiscales, salarios bajos, ausencia de conflictividad laboral, etc. Sin embargo no hay que olvidar la presencia de una red de manufacturas rurales preexistentes y su papel desempeñado en la industrialización posterior de algunas comarcas. El capital local fue clave para convertir las ancestrales producciones artesanales de pequeños talleres en fábricas con procesos productivos mecanizados.

Las fábricas azucareras de la costa de Málaga y Granada surgieron inicialmente de capitales foráneos, pero buena parte del esfuerzo inversor posterior fue local, tanto de la burguesía comercial como de los banqueros y empresarios de la zona. Los industriales impulsaron el cultivo de la caña de azúcar, adelantaban dinero a los labradores para garantizarse el abastecimiento de la materia prima y asumían el control directo de la corta y conducción del fruto. Los fabricantes se convertían, así, en los máximos responsables del ciclo productivo y en los verdaderos receptores de sus rentas. Muchos alcanzaron la condición de grandes propietarios agrícolas para asegurarse todavía más la caña, lo cual significó la unión de los capitales agrícolas e industriales.

Los productos de una empresa son, muchas veces, lo único que queda después del cierre. Si no se trata de productos perecederos, como los alimentarios, se pueden encontrar en diferentes lugares testimoniando un pasado productivo y técnico. Los productos identifican a cada época industrial y a cada industria, despertando gran interés como fuente de conocimiento en torno a las condiciones en que tuvo lugar su producción.

Los productos presentan la cualidad de ser el enlace entre la fábrica y el consumidor, responden a los gustos de un momento concreto y son el resultado del saber-hacer de una sociedad. Su estudio como elemento patrimonial conduce inevitablemente a la reflexión sobre cuestiones tales como a quiénes iban dirigidos, cuál era su uso, cómo son en la actualidad, qué otra cosa se podría fabricar con ellos en el caso de ser bienes intermedios, cuáles eran las redes de distribución, su publicidad o promoción, etc. Los carteles publicitarios de productos industriales han adquirido desde hace tiempo la condición de piezas de colección con un alto valor estético y evocador de otras épocas, formando parte de un recuerdo colectivo difícil de olvidar.

Con el paso del tiempo, el patrimonio industrial ha logrado el debido reconocimiento como una parte muy importante de la historia de los dos últimos siglos y como cultura de los territorios, tal y como se deduce de la política llevada a cabo por el Comité de Patrimonio de la UNESCO. Este Comité, que elabora la Lista del Patrimonio Mundial, incluyó en 1978 en esa categoría a la mina de sal de Wieliczka, Polonia. Esta mina se convertía así en el primer sitio industrial considerado como patrimonio de la humanidad. Desde dicha fecha se han incluido otros más: salina de Arc-et-Senans, 1983; Ironbridge, 1986; Völklingen, 1994; Crespi dʼAdda, 1995; Blaenavon, 2000; Saltaire, 2000; fábricas textiles del valle del Der­went, 2001, etcétera.

La UNESCO se constituye, de esta forma, en el apoyo más firme en la conservación de los testimonios de la industrialización. Esta institución considera que este legado abarca las manifestaciones industriales de todas las épocas y no solo las derivadas de la Revolución Industrial. Teniendo en cuenta los rápidos avances técnicos que han provocado la obsolescencia de la mayoría de los sitios industriales, para salvaguardarlos del abandono o la destrucción la organización lleva varias décadas incluyendo algunas minas, fábricas, ferrerías e instalaciones industriales de todo tipo en la Lista del Patrimonio Mundial. Los lugares y elementos inscritos los reconoce como parte importante de la historia de la humanidad y otorga el mismo valor patrimonial a los bienes industriales que al patrimonio ya consolidado. La UNESCO, además, reconoce que el patrimonio industrial incluye también los logros sociales y técnicos creados por las nuevas tecnologías, como colonias industriales, canales, ferrocarriles, puentes o algunas manifestaciones ingenieriles.

En España, las minas romanas de Las Médulas, en la provincia de León, y el acueducto de Segovia tienen desde hace algunos años la consideración de patrimonio de la humanidad, pero no corresponden al periodo exacto de la industrialización que arranca en el siglo XVIII. En 2006 recibió tal distinción el Puente Vizcaya, entre las localidades de Getxo y Portugalete, convertido en la primera muestra de la industrialización española en ingresar en las listas de la UNESCO. Más recientemente se han incorporado a esta selecta lista mundial las minas de Almadén, en la provincia de Ciudad Real.

Siguiendo al Plan Nacional de Patrimonio Industrial, aprobado en España en 2001 y revisado en 2011, se pueden establecer cuatro categorías distintas de bienes industriales: elementos industriales, conjuntos industriales, paisajes industriales, y sistemas y redes industriales.

Los elementos industriales son testimonios puntuales o parciales de una determinada actividad industrial con el suficiente valor histórico, arquitectónico o tecnológico. Los elementos son los más numerosos y muchas veces han sido objeto de actuaciones enmarcadas en programas más amplios de regeneración urbana, en los que se contempla la recuperación de viejas fábricas con valores arquitectónicos y estéticos destacables o con características concretas de especial relevancia técnica.

La industrialización de Barcelona del siglo XIX y principios del XX dejó un número elevado de edificios industriales por todos los municipios del llano que hoy integran la ciudad. La creciente terciarización y el traslado de las fábricas hacia la periferia crearon un amplio abanico de edificios y espacios abandonados ya desde la década de los setenta y, desde los ochenta, se iniciaron diversas estrategias de intervención sobre el patrimonio industrial barcelonés. Dichas estrategias se han dirigido mayoritariamente hacia la máxima integración social de los edificios recuperados, en un proceso en el que también se han registrado pérdidas considerables muy vinculadas a la estima y el recuerdo de la colectividad.

Las recuperaciones han sido muy variadas: fundaciones culturales, parques (como el existente sobre la antigua parcela de Catalana de Gas en la Barceloneta, de la que se conserva la vieja torre de aguas modernista), viviendas, áreas comerciales o museos. Un ejemplo es la fábrica Casaramona, inaugurada en 1913. Cerrada en 1920, desde el año 2002 es un centro cultural de La Caixa que alberga una de las colecciones privadas de arte contemporáneo internacional más importantes de Europa.

Los conjuntos industriales son muestras coherentes y completas de una determinada actividad productiva en las que se conservan todos los componentes materiales y funcionales básicos, tanto de carácter mueble como inmuebles. En el caso de tratarse de una fábrica, al edificio principal le deben acompañar otras construcciones secundarias y la conservación, por ejemplo, de diferentes tipos de maquinarias. Estos bienes, debido a su alto valor patrimonial, han sido objeto de numerosas intervenciones amplias con el objetivo de impulsar económicamente determinadas zonas, aprovechando los atractivos del patrimonio industrial como recurso cultural y turístico.

El antiguo complejo siderúrgico y cerámico de Sargadelos, en el municipio lucense de Cervo, está inscrito desde 1972 en el Registro de Bienes de Interés Cultural con la categoría de Conjunto Histórico. Surge entre finales del siglo XVIII y principios del XIX por iniciativa de Antonio Raimundo Ibáñez, figura señera de la primera industrialización española. Con el tiempo, el complejo amplió el número de sus instalaciones, cada vez más centradas en la producción de loza y menos en las propiamente siderúrgicas, para abarcar varios hornos, estufas, molinos, talleres, prensas, etc. Con los que llevar a cabo los complejos procesos industriales.

La antigua fábrica de fundición se dedicó originalmente a la producción de material bélico y de ella forman parte los primeros altos hornos de carbón vegetal que existieron en España. Para el abastecimiento de agua se creó un canal hidráulico. La antigua fábrica de loza se inauguró algunos años después, en 1804, debido al descubrimiento de excelente caolín en la zona. Atravesando diferentes fases técnicas, la producción de loza acabó entrando en decadencia en el último tercio del siglo XIX y cerró definitivamente en 1875.

En la segunda mitad del siglo XX se puso en marcha un proyecto recuperador y se inauguró una nueva etapa con modernas instalaciones fuera del primitivo complejo industrial. En la actualidad pueden ser visitadas tanto las antiguas como las modernas construcciones, destacando por su valor patrimonial las originales fábricas de fundición y loza.

Los paisajes industriales son territorios o conjuntos más amplios en los que se conservan visibles todos los elementos fundamentales de los procesos de producción de una o varias actividades industriales. Las intervenciones exigen actuaciones de mayor envergadura y persiguen incorporar el territorio como marco incuestionable de relaciones económicas y sociales. Suelen ser áreas de vieja industrialización en las que se persigue su completa regeneración ambiental y paisajística. Cuando el turismo centra la transformación, las propuestas emprendidas suelen consistir en la apertura de ecomuseos, en los que el territorio pasa a convertirse en un elemento más de preservación, o museos integrados en una red más compleja y extensa de interpretación del patrimonio industrial.

Los valles del Nalón y del Caudal, en Asturias, son un amplio conjunto industrial en torno a las localidades de Mieres, Langreo, San Martín del Rey Aurelio, Pola de Laviana y El Entrego. Los testimonios de la antigua actividad industrial y minera son amplios y van desde la Ciudad Tecnológica de Valnalón, creada en el año 1987 sobre lo que fue una importante zona siderúrgica en Langreo, a los pozos Fondón (donde se encuentra el archivo histórico de la minería que gestiona HUNOSA), San Luis, María Luisa, San Vicente, Sotón o Venturo, la bocamina de La Nalona, el poblado La Nueva, la explotación a cielo abierto de El Abeduriu, etc. Entre las muestras destacan los castilletes de las minas, las casas de máquinas, las viviendas obreras, las viejas escombreras junto a las líneas férreas y alguna que otra central hidroeléctrica. Uno de los hitos más importantes de esta zona es el Museo de la Minería de El Entrego, que es también centro de interpretación y punto de referencia obligada de lo que se podría denominar, aquí y en otros casos, como «turismo de paisaje».

Los sistemas y redes industriales para el transporte del agua, energía, mercancías, viajeros, comunicaciones, etc. Constituyen, por sus valores patrimoniales, un testimonio material de la ordenación territorial, de la movilidad de las personas o mercancías o del arte de construir la obra pública del periodo considerado.

En el libro se aborda una serie muy significativa de territorios y elementos de patrimonio industrial en España, distribuidos en siete sectores diferenciados: patrimonio preindustrial, minería y poblados mineros, suministro de agua, gas y electricidad, industria agroalimentaria, industria textil y colonias industriales, industria siderúrgica y, finalmente, estaciones y elementos ferroviarios. Desde el punto de vista industrial y geográfico, se trata de analizar las muestras heredadas de la industrialización española, destacando su valor patrimonial y su significado territorial y paisajístico, así como las posibilidades ofrecidas para la recuperación turística.

Uno de los retos más importantes ha sido seleccionar los elementos de interés patrimonial. No se trataba de elaborar una relación exhaustiva, pero sí de plantearla con una cierta amplitud para lograr la mayor significación territorial, sectorial y cronológica. Se ha perseguido crear una distribución equilibrada de elementos, de forma que existieran muestras de interés para la mayor parte de las regiones españolas, las distintas etapas de la industrialización y los diferentes sectores productivos. En cualquier caso ha sido inevitable que la relación resulte más amplia en las Comunidades Autónomas con una más temprana e intensa industrialización por la presencia de un mayor número de bienes de carácter patrimonial.

Al final del libro se plantea un capítulo sobre gestión y valor de uso del patrimonio industrial español, en donde se realizará una aproximación a la reutilización turística existente al respecto y los modelos museísticos de mayor alcance y proyección. Además se presentan algunas conclusiones principales en torno a los vínculos entre patrimonio industrial y territorio, como aspecto geográfico más destacable, y las consecuencias que todo ello tiene desde el punto de vista paisajístico.

[1] E. Casanelles Rahola (1998), «Recuperación y uso del patrimonio industrial», Ábaco. Revista de Ciencias Sociales 19, pp. 11-18.

[2] H. Capel (1996), «El turismo industrial y el patrimonio histórico de la electricidad», Actas de las I Jornadas sobre Catalogación del Patrimonio Histórico, Sevilla, Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, pp. 170-195.

[3] P. Dambron (2004), Patrimoine industriel et développement local, París, Éditions Jean Delaville.

II

PATRIMONIO PREINDUSTRIAL

CARACTERÍSTICAS GENERALES DE UN PATRIMONIO TRADICIONAL

El patrimonio preindustrial inmueble es el creado en los años anteriores a la Revolución Industrial, por lo que incluye establecimientos productivos y técnicas tradicionales experimentadas a lo largo de siglos. El sistema económico y de comercialización propio de este periodo se conoce en inglés como putting out system y constituyó la clave para la posterior industrialización. Este sistema se basaba en la existencia de una próspera clase de comerciantes que coordinaban la manufactura artesanal de lana por parte de tejedores manuales distribuidos por el medio rural. De esta forma, las familias campesinas obtenían un ingreso adicional y los comerciantes evitaban el estricto control de los gremios urbanos. Este método de trabajo a domicilio protagonizó una primera acumulación de capital procedente de la manufactura y permitió que los comerciantes de este sistema estuvieran en condiciones de acometer las inversiones necesarias para el verdadero despegue industrial.

La producción preindustrial estaba íntimamente asociada a las casas particulares, ya que en este periodo todavía no surgió la idea de disponer de un edificio específico y concreto destinado exclusivamente a la actividad productiva. Salvo casos puntuales ligados a la promoción directa del Estado, las construcciones preindustriales suelen ser de modestas dimensiones y muy sencillas tipológicamente. Dominan los modelos tradicionales del lugar o región en donde se ubican, con materiales basados en la piedra, la teja o la madera.

El emplazamiento era mayoritariamente rural y en él se aprovechaban los recursos ofrecidos por el medio (madera, carbón, agua…), obteniéndose una producción limitada que iba destinada fundamentalmente al consumo en el ámbito de unos mercados geográficamente reducidos. A pesar del aislamiento de las ciudades, en donde la presión provocada por el crecimiento urbano ha acabado con la mayor parte de las estructuras productivas, no se ha conseguido mantener todos los elementos preindustriales dignos de preservación y, tras la irrupción de la Revolución Industrial, al cierre le siguió el abandono, el deterioro y la desaparición de un número importante de valiosas muestras.

Las técnicas manuales proporcionaban una baja productividad y las actividades transformadoras eran el reflejo de una sociedad muy estática y compartimentada, más próxima a la experiencia y la tradición que a la innovación productiva. El cambio empezó en la segunda mitad del siglo XVIII en algunos puntos concretos, especialmente en Cataluña, pero a un ritmo muy lento que permitió la larga pervivencia de las estructuras preindustriales en todo el país. Los cambios surgieron en algunos sectores puntuales, más favorables al crecimiento y la adaptación frente a las nuevas tendencias modernizadoras procedentes del Norte de Europa, que lograron evolucionar hacia estructuras típicamente fabriles; otros se estancaron en los viejos modelos conocidos, perviviendo durante algún tiempo, y otros, por el contrario, entraron en una rápida y profunda crisis hasta su total desaparición. La combinación de un nuevo concepto de espacio de producción, como lugar de concentración de máquinas y obreros, junto a la mecanización de las tareas, completaron de forma irreversible la evolución hacia una industrialización general de los procesos productivos.

Las actividades preindustriales abarcan una lista bastante amplia y dispersa cuyo conocimiento completo plantea serias dificultades. En este capítulo se han seleccionado algunos elementos que por su trascendencia y significado sirven de referencia obligada para conocer unas formas de producción previas a la expansión industrial. Son los siguientes: Reales Fábricas, canales navegables, casas de la moneda, ingenios azucareros, molinos papeleros, ferrerías y salinas.

REALES FÁBRICAS

Las Reales Fábricas representan el primer episodio de industrialización a escala de todo el país. En este proceso, y aprovechando un clima favorable al desarrollo económico, intervino directamente el Estado y surgió un nuevo orden arquitectónico creado para satisfacer las necesidades derivadas de una producción sin interrupciones. Representan las Reales Fábricas el reformismo de los Borbones (frente al legado de la dinastía de los Habsburgo) y los nuevos planteamientos económicos y sociales apegados a la razón y alejados de la tradición.

Las reformas emprendidas en el siglo XVIII miraban a los países del Norte con el objetivo de incorporar a España a las nuevas tendencias de la explotación productiva y de fomento de la riqueza nacional. La industria se convirtió en una pieza clave de la nueva mentalidad, así como el comercio de la producción. Se suprimen las aduanas interiores, el monopolio estatal del comercio con las Indias, se rompe el régimen feudal en el campo y el gremial en las ciudades, se crean las Sociedades Económicas de Amigos del País y se fomenta la cualificación de la clase trabajadora. Todos estos elementos fueron esenciales para llevar a cabo la industrialización en España.

Cataluña fue la región donde más destacó la iniciativa privada amparada en el enriquecimiento de hábiles comerciantes. En el resto del país el desarrollo se llevó a cabo bajo la iniciativa estatal, que utilizó como nuevo modelo de producción las manufacturas reales. Estas fábricas constituían edificios hasta entonces desconocidos porque concentraban en un mismo espacio arquitectónico una producción y un trabajo colectivo que representaban un sistema mucho más eficaz y rentable. Era la alternativa a los viejos gremios y el reflejo de una ambición económica que pretendía solventar las insuficiencias de la fabricación artesanal tradicional. En la fábrica, el espacio estaba perfectamente organizado en función de las distintas fases del trabajo y se aseguraba una producción concentrada y eficaz a un ritmo constante. Además se añadía un signo evidente de modernidad al escogerse localizaciones preferentemente urbanas o en enclaves próximos a las ciudades.

Madrid se industrializó entonces por primera vez, introduciéndose en el espacio urbano el modelo estatal de gran industria. El primer ejemplo del que se tienen noticias es la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, fundada en 1721 extramuros y posteriormente trasladada a la calle Santa Isabel. Contó en su momento con más de treinta obreros y quince telares, pero el edificio acabó siendo demolido a finales del siglo XIX.

La Real Fábrica de la China, de porcelanas, se ubicó en los jardines del Buen Retiro. Otra de platería, conocida como Platería Martínez por el nombre de su director, estuvo localizada en la calle Huertas frente al Paseo del Prado. Esta zona era una de las más prestigiosas de Madrid desde el punto de vista científico y artístico, con el Museo de Historia Natural, el Jardín Botánico, el Observatorio Astronómico y el Real Gabinete de Máquinas. La Real Fábrica de Platería se ubicó en este enclave urbano, adecuando su fachada a los demás edificios del paseo mediante un pórtico de columnas dóricas y remate escultórico de evidente valor estético.

A estas fábricas suntuarias se añadían otras dos destinadas a productos monopolizados por el Estado en edificios de carácter menos monumental: en primer lugar destacaba la Real Fábrica del Salitre, en las proximidades del Hospital General, con más de 4.000 empleados; y, en segundo lugar, la de Aguardientes y Naipes, en la calle Embajadores, convertida en el siglo XIX en fábrica de tabaco.

En las proximidades de Madrid destacan algunas fábricas construidas en los Sitios Reales de San Fernando, Aranjuez y La Granja de San Ildefonso. San Fernando es un caso excepcional porque representa el primer intento de creación de una ciudad industrial. El lugar se incorporó a la Corona en el año 1746 para fundar una fábrica de paños de características similares a la que por entonces funcionaba en la ciudad de Guadalajara, pero con la diferencia de que alrededor de la fábrica se ideó la creación de un amplio conjunto urbano. El objetivo fue novedoso porque la fábrica se acabó convirtiendo en el elemento fundamental para el origen de la ciudad.

El nuevo emplazamiento urbano se proyectó con planteamientos modernos: sin muros y abierta a la naturaleza, ampliable según las necesidades, y trazado articulado en torno a dos plazas unidas entre sí por una calle Real que conducía, mediante perspectiva tan propia del Barroco, a la fábrica. Se dotó a la localidad de los servicios más imprescindibles para la población, como iglesia, cárcel, ayuntamiento, mercería, botica, taberna, lonja o viviendas para los obreros.

La fábrica era un gran bloque rectangular con algunos detalles ornamentales clasicistas de aire palaciego, un patio interior para proporcionar más luz a las salas de producción y una distribución del edificio por zonas, según las distintas funciones: oficinas, administración y vivienda del gobernador en la fachada; dependencias para la producción en las alas laterales del piso bajo; y almacenes en el sótano y en la planta superior.

En el complejo fabril se previó disponer de unos 80 telares en funcionamiento, contratándose una plantilla integrada básicamente por extranjeros. Pero al poco tiempo de abrirse el lugar elegido se demostró francamente insalubre, con numerosas epidemias de fiebres que afectaron a la población. Esto obligó al traslado provisional de la fábrica a Vicálvaro y desde 1768, de forma definitiva, a Brihuega, en la provincia de Guadalajara. En la actualidad, el conjunto urbano del Real Sitio constituye el casco viejo de San Fernando de Henares y de la fábrica solo se conservan algunos fragmentos de la fachada.

En Aranjuez se creó una fábrica destinada a la elaboración de «lencería y pintados». Los planos datan de 1784 y describen un edificio rectangular de dos plantas, tres patios interiores y diversas estancias para la producción, la administración y el almacenaje. Disponía también de cocinas y comedor común y en su exterior se apreciaba una evidente ausencia de ornamentación. Por lo demás era un modelo que reflejaba las aspiraciones racionalistas de la época.

El conjunto de edificios de la Real Fábrica de Paños de Brihuega, en Guadalajara, fue construido a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII. La primera fase de construcción se inicia en el verano de 1751, durante el reinado de Fernando VI, creándose la llamada Redonda o Rotonda. Su planta circular fue diseñada por el arquitecto madrileño Manuel de Villegas, que también trabajó en la fábrica de San Fernando. Este primer diseño fue rechazado y sustituido por otro de Ventura Padierne, quien respetó la idea original de Villegas de crear un edificio circular. Este edificio tiene dos y tres alturas: en la planta baja se situaban los almacenes, oficinas y despachos; en la planta principal estaban los telares y las hilanderas; en la parte trasera del edificio iba una tercera planta con las estancias del superintendente. La construcción contaba con numerosas ventanas, tanto al exterior como al patio central, además de un jardín versallesco bastante interesante.

En la Rotonda estaban instalados 84 telares de paños. En conjunto, la fábrica es uno de los ejemplos más relevantes de la arquitectura industrial del siglo XVIII en España y prolonga una importante tradición textil que se inicia en Brihuega en los siglos XIII y XIV. A pesar de que durante la segunda mitad del siglo XVIII la fábrica fue una de las instalaciones industriales más prestigiosas del país, en el año 1835 cerró sus puertas, aunque su uso continuó en manos privadas hasta la Guerra Civil.

La Real Fábrica de Vidrios de La Granja es una de las construcciones manufactureras más importantes y emblemáticas del siglo XVIII. La fabricación de vidrio comenzó en 1728, año en el que se monta en la localidad un horno para la fabricación de vidrios para ventanas y balcones. La elección de La Granja como emplazamiento para la fábrica estaba motivada por la abundancia de leña que podía ofrecer el pinar de Valsaín y los robledales limítrofes, así como las arenas y arcillas existentes en las proximidades. Al mismo tiempo, la instalación se trasladó a unas nuevas dependencias dentro del Real Sitio y se empezó el estudio y el ensayo de la fabricación de espejos, que se acabaría convirtiendo en una de sus grandes especialidades. La fábrica se incendió en 1770 y Carlos III mandó construir un nuevo edificio, pero ahora emplazado extramuros para evitar nuevos riesgos.

Figura 2.1. Real Fábrica de Vidrios de La Granja (Segovia).

La traza del edificio fue realizada por José Díaz Gamones y posteriormente fue ampliado por Juan de Villanueva y Bartolomé Reale. El complejo ocupa una manzana completa y en su momento contaba con hornos, talleres, almacenes, salas de tratamiento, oficinas, patios, viviendas e, incluso, escuela. El edificio pasaba por ser uno de los mejores de toda Europa para la fabricación del vidrio y sigue un modelo constructivo de planta basilical de tres naves, rematada en cada extremo con un crucero en cúpula y ábside. La nave central o de hornos se cubre con bóveda de cañón y se destinaba a la elaboración de vaciados. Las dos naves laterales, muy estrechas si se comparan con la central, servían para atizar los templadores, que en número de 15 en cada lado, se situaban entre las naves. El esquema, como se puede apreciar, se tomó de las edificaciones religiosas porque todavía no existía un patrón característicamente industrial. Desde el punto de vista técnico, la fábrica destacó en todo momento por la incorporación de los procedimientos más avanzados para el pulimento de lunas o el tallado de piezas.

Otra fábrica fue la de armas de Toledo. Hasta el siglo XVIII la producción de armas blancas en Toledo se realizaba en pequeños talleres artesanales, agrupados en el gremio de espaderos. La Real Fábrica de Armas la fundó Carlos III en 1761 como resultado de la agrupación de todos los espaderos de la ciudad, aunque no sería hasta 1777 cuando se construyera el edificio definitivo bajo la dirección del arquitecto Sabatini, arquitecto italiano favorito del rey y autor de sus más conocidos monumentos. El objetivo de esta fábrica fue el de poder pertrechar a los ejércitos españoles, siempre ante el peligro latente de Francia e Inglaterra, de armas propias. Aunque se ensayaron otras localizaciones, se eligió Toledo para aprovechar, al borde del Tajo, la fuerza motriz del agua, en sustitución de la animal hasta entonces dominante.

En el medio rural también se construyeron fábricas de estas características, siguiendo la mentalidad de la época. En Navarra, la tradición siderúrgica de las localidades de Eugui y Orbaiceta facilitó que Carlos III, en 1766, las incorporara a la Corona para la instalación de una fábrica con varios pabellones, aprovechando la proximidad de bosques y abundante agua. En Eugui se construyó lo principal para el servicio y la vivienda de los obreros y, en Orbaiceta, el complejo fabril y residencial se articuló en varios niveles para adaptarse al complicado terreno y aprovecharlo para las tareas productivas: en el nivel más elevado se situaba la plaza del pueblo, las viviendas, los servicios y la iglesia; en el intermedio estaban los depósitos de menas y más viviendas obreras; y en el inferior, junto al río Legarza, los edificios específicamente fabriles[1].

La creación de las Reales Fábricas de municiones de hierro colado de Eugui y Orbaiceta simboliza el cambio desde una industria rural de carácter tradicional al nuevo concepto de Real Fábrica, debido al desarrollo de una mentalidad racional que agrupaba y ordenaba el espacio de producción según las diferentes fases del proceso, la formación de una tipología arquitectónica específica y la aparición de la vivienda obrera. Por su riqueza productiva y la cercanía a la frontera francesa, estas fábricas fueron objeto de numerosos ataques, saqueos e incendios hasta que, finalmente, cesaron su actividad en el último cuarto del siglo XIX. Trabajos recientes de restauración han sacado a la luz parte de estos enclaves.

En la localidad riojana de Ezcaray se localiza la Real Fábrica de Paños, que tiene su origen en 1752 al aprovechar la riqueza ganadera trashumante de la zona. Se construyeron dos edificios de grandes dimensiones y se trajeron trabajadores de algunos países europeos, como Francia e Inglaterra. El edificio de tinte se levantó en 1785. La Real Fábrica cerró en el siglo XIX como consecuencia de la crisis experimentada por las viejas manufacturas. En el siglo XX fue parcialmente restaurada y en sus amplios espacios se ha colocado un hotel y varias dependencias municipales.

Figura 2.2. Real Fábrica de Paños de Ezcaray (La Rioja). Imagen cedida por Antonio Madrigal.

Un proyecto privado que merece la pena destacar es el de Nuevo Baztán, en la provincia de Madrid. Juan de Goyeneche obtuvo en 1713 la Facultad Real para acotar los territorios adquiridos para fundar la nueva localidad, instalándose a partir de 1715 las primeras fábricas. El resultado fue una próspera ciudad y un conjunto industrial ajustado a un proyecto sencillo de cuadrícula diseñado para la producción de sombreros, paños, telas, cueros, papel y vidrio. Los esquemas constructivos añadían a la racionalidad propia de la época el brillo y prestigio del arte barroco. El encargado de realizar dicha combinación fue José de Churriguera.

CANALES DE NAVEGACIÓN

Los canales de navegación representan uno de los principales exponentes de la obra hidráulica del siglo XVIII, el resultado de un objetivo de modernizar las regiones del interior del país mediante la mejora de las comunicaciones. Se pretendía impulsar el comercio y conformar un mercado nacional más amplio que paliase las frecuentes crisis de subsistencia. Los canales de navegación se convirtieron, en la segunda mitad del siglo, en una alternativa a las comunicaciones terrestres. Se consideraron el medio más económico y eficaz de comunicación en esta primera fase de la revolución de los transportes.

Las propuestas fueron muy ambiciosas, pero el balance de lo realmente construido resultó ser mucho más modesto. El Canal de Castilla y el Canal Imperial de Aragón fueron los únicos logros de unos proyectos que pretendían imitar las realizaciones de otros países de Europa. Ambos canales son dos muestras magníficas del patrimonio hidráulico español y la visión utópica de una España interior navegable que superase las limitaciones naturales para la navegación de los ríos españoles.

El Canal Imperial de Aragón, es, si cabe, la empresa de mayor envergadura del siglo XVIII en el país. Era la culminación de un ansiado deseo por abastecer de agua al valle del Ebro y hacer frente a las escasas precipitaciones, principalmente en el curso medio del río. Con algunos precedentes en el siglo XVI, durante el reinado de Carlos III se propuso un plan de convertir la antigua acequia Imperial, construida por Carlos V, en canal que permitiera no solo el riego sino también la navegación, proporcionando a Aragón una salida al mar por la que exportar sus excedentes agrícolas.

Figura 2.3. Trazado del Canal Imperial de Aragón.

En 1768 el gobierno otorgó la concesión de las obras y en 1784, ante el impulso decidido del noble y político zaragozano Ramón de Pignatelli, el canal alcanzaba la ciudad de Zaragoza. El objetivo inicial de hacerlo llegar hasta Sástago, para enlazarlo con el Ebro hasta el mar Mediterráneo, no se pudo cumplir debido a la naturaleza yesífera de los terrenos por los que discurría el proyecto, que absorbían totalmente el agua. Por esta razón, la obra no pasó de la localidad de El Burgo de Ebro, alcanzando desde la cabecera un total de 110 kilómetros de longitud.

El canal amplió notablemente las tierras de cultivo y muchos terrenos antes incultos se convirtieron en productivos. Muchas tierras se revalorizaron y, con ello, los nobles propietarios vieron incrementadas sus rentas. Como vía de navegación, el canal estimuló el tráfico comercial entre las ciudades de Tudela y Zaragoza. El periodo más importante para la navegación se produjo entre 1793 y 1807. Después comenzaría un lento declive, agudizado a partir de 1861 con la llegada de los ferrocarriles a Zaragoza. En la actualidad se sigue utilizando para el riego y el abastecimiento de agua a las poblaciones próximas.

El inicio del canal lo representa una presa de derivación de aguas desde el Ebro. A lo largo del recorrido del canal existen unas edificaciones características en forma de compuertas, acueductos, diques y puentes. La más significativa es el acueducto del Jalón, que constituyó en su época un enorme desafío técnico para salvar el obstáculo ocasionado por el cruce con el citado río. El acueducto tiene 1.400 metros de longitud, consta de cuatro vanos y fue construido en sillería.

El escaso desnivel existente a lo largo del recorrido del canal provocó que las esclusas, una de las piezas más características de estas obras, tuvieran una escasa representación en el Imperial de Aragón. Solo hay dos grupos de esclusas, las dos de Casablanca, que salvan un desnivel de seis metros, y las tres de Valdegurriana y un desnivel de trece metros. La planta oval de estas esclusas y la excelente sillería de su construcción permiten ofrecer una mejor resistencia a los empujes del terreno.

Los precedentes del Canal de Castilla se remontan al siglo XVI con un proyecto de Juan de Herrera, pero hasta el siglo XVIII no se retomó la idea con la fuerza necesaria como para convertirla en realidad. La construcción fue promovida por el marqués de la Ensenada con el objetivo de unir la costa cantábrica (Santander) con el centro de la península. La ejecución fue un proceso bastante largo que se prolongó desde 1753 a 1849, con momentos de paralización o de construcción lenta por problemas financieros, políticos y bélicos.

Figura 2.4. Trazado del Canal de Castilla.

El canal tiene en plano una característica forma de «Y», un recorrido de 207,5 kilómetros de longitud y salva un desnivel de 170 metros. El curso está dividido en tres ramales:

a) Ramal Norte, desde Alar del Rey hasta Ribas de Campos. Tiene una longitud de 75 kilómetros y 24 esclusas que sirven para superar la zona de mayor desnivel del canal.

b) Ramal de Campos, desde Ribas de Campos a la localidad de Medina de Rioseco. Es el tramo más llano y en él solo existen siete esclusas.

c) Ramal Sur, desde el Serrón, cerca de Grijota, hasta la ciudad de Valladolid. En su recorrido se construyeron 17 esclusas.

El motivo que impulsó la construcción del canal fue dar salida a los productos agrícolas de Castilla, especialmente trigo, a través de una vía de transporte competitiva. El canal nunca llegó a terminarse en su totalidad y el objetivo de franquear la Cordillera Cantábrica no se cumplió, ya que no se pasó en ningún momento de Alar del Rey en la provincia de Palencia. Fue en la década de 1850 a 1860 cuando la industrialización y el tráfico comercial en torno al canal experimentaron su máximo desarrollo. En 1860 existían más de 360 barcazas para el transporte de mercancías y cuatro para el de viajeros. Con la construcción del ferrocarril en 1860, la navegación entró en un proceso de regresión continua, culminándose en 1955 cuando quedó oficialmente suspendida toda navegación.

El uso del canal como vía de navegación prácticamente había desaparecido a comienzos del siglo XX. Fue entonces, y desde la década de 1920, cuando se impulsó el uso del canal para regadío. El regadío inicial se limitaba a las tierras más próximas, pero desde 1920 se creyó conveniente impulsar el regadío con nuevas acequias y canales secundarios para transportar más lejos el agua con la que poder regar, obras que se acometieron con mayor intensidad en la década de 1940. Hoy en día las aguas del canal irrigan aproximadamente unas 25.000 hectáreas de terreno.

La política de colonización emprendida por la monarquía española a fines del siglo XVIII también tuvo reflejo en el canal, fundándose nuevas poblaciones en su entorno. Es el caso de Alar del Rey, Sahagún el Real y San Carlos de Abánedes, pequeños asentamientos constituidos fundamentalmente por los empleados de los molinos y batanes.

El canal ejerció, desde un principio, una gran influencia socioeconómica en la región. Pronto se establecieron a lo largo de sus ramales numerosas fábricas que utilizaban la energía hidráulica a partir de los desniveles de las esclusas y el propio canal como medio de transporte de mercancías. Ya en 1800 había más de 25 establecimientos industriales, en forma de molinos harineros y fábricas de curtidos principalmente, por lo que se puede afirmar que el canal pronto se convirtió en una auténtica vía de industrialización.

Figura 2.5. Canal de Castilla.

Durante el siglo XIX hubo un aprovechamiento industrial muy intenso y a finales de la centuria se transformaron muchos molinos maquileros en fábricas de harinas, que prácticamente se construyeron en cada una de las esclusas. El canal se convirtió en un verdadero espacio industrial, con una gran prosperidad entre 1860 y 1880. Posteriormente, la competencia planteada por las industrias de otras regiones españolas provocó la crisis de las castellanas y el cierre de un gran número de fábricas de harinas a lo largo del siglo XX.

El patrimonio fabril es abundante y se une al patrimonio civil del propio canal. Destacan principalmente las esclusas, que presentan dos tipologías diferenciadas: las de forma ovalada, construidas en el siglo XVIII, y las de planta rectangular, correspondientes al XIX. Algunas de estas esclusas se encuentran agrupadas, creando cascadas muy espectaculares. El ejemplo más significativo es el grupo de Frómista, con cuatro esclusas, aunque también son interesantes las de Calahorra de Ribas y El Serrón.

Además de las esclusas hay numerosos puentes y acueductos que salvan el cruce de caminos y corrientes. Las obras son sencillas, desde el punto de vista arquitectónico, pero de excelente labor de sillería. El número de acueductos es ostensiblemente más reducido que el de puentes, destacando el de Abánedes sobre el río Valdavia.

Las presas son otro elemento clásico y destaca la de San Andrés, cerca de Herrera de Pisuerga. Para facilitar el atraque de las embarcaciones, así como para la carga y descarga de mercancías, se construyeron varias dársenas, una en cada extremo de los tres ramales: Alar del Rey, Valladolid y Medina de Rioseco. Esta última es la más grande, con 320 metros de longitud y 54 de ancho, contando con almacenes para grano, talleres, grúas, etcétera.

El canal de Castilla es una obra de ingeniería hidráulica emblemática de toda una época histórica, concebido desde su origen como vía de comunicación y como instrumento de desarrollo económico. Integrado por el cauce del canal y por un amplio conjunto de obras de ingeniería y de construcciones necesarias para la navegación o vinculadas al aprovechamiento de su curso de agua, la importancia de este patrimonio fue reconocida en el año 1991 como Bien de Interés Cultural con la categoría de Conjunto Histórico.

CASAS DE LA MONEDA

Desde su invención, la moneda ha sido uno de los productos más rígidamente controlados en su proceso de fabricación. Numerosas ordenanzas sobre el peso, ley y estampa de cada tipo de moneda se han decretado a lo largo de la historia por parte de los diferentes gobiernos, así como instrucciones precisas sobre la acuñación.

La tecnología de la acuñación siempre estuvo encaminada hacia la fabricación de un producto cada vez más seguro y perfecto que impidiese su falsificación. Las primeras monedas se acuñaron a martillo y una a una, perdurando esta técnica hasta que los alemanes inventaron, a mediados del siglo XVI, los ingenios y, con ellos, la impresión de la moneda en largas tiras de metal. Esto hizo de la moneda, y en fecha relativamente temprana, el primer producto de fabricación en serie y el antecedente de la moderna producción en cadena.

La acuñación en los ingenios mediante el sistema de laminación creaba monedas con bordes casi perfectos, lo que dificultaba en gran medida la falsificación. Esto extendió el nuevo sistema por todas las cecas del país a partir de mediados del siglo XVII