El pensamiento de Cristo - Agostino Molteni - E-Book

El pensamiento de Cristo E-Book

Agostino Molteni

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«El pensamiento de Péguy sobre Jesús representa un unicum; no sólo es original, sino actual. Por eso escribe que 'es en nuestro reloj donde se deberá leer la hora'. Puede decir todavía muchísimo e interesar tanto a los cristianos como al que no tiene fe. Hasta ahora los apreciables estudios sobre la 'teología' del escritor se han centrado solamente en algunos aspectos específicos de la reflexión cristiana, pero no han indagado sobre cómo Péguy supo reconocer el pensamiento de Jesús, o sea, la lógica con la que Cristo vivió la encarnación y realizó la redención. En este ensayo deseamos manifestar este pensamiento, esta especie de Evangelio según Péguy». —Agostino Molteni

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Agostino Molteni

El pensamiento de Cristo

La lógica de la encarnación redentora según Charles Péguy

Traducción de José Miguel Oriol

Título en idioma original: Il pensiero di Cristo.Lalogica dell’incarnazione redentrice secondo Charles Péguy

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Traducción de José Miguel Oriol

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 118

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-149-6

ISBN EPUB: 978-84-1339-482-4

Depósito Legal: M-10551-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

ABREVIATURAS BIBLIOGRÁFICAS

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

INTRODUCCIÓN

Primera parte

I. EL PENSAMIENTO LAICO DE PÉGUY

II. PÉGUY HEREDERO

Un pensamiento francés

La antigüedad clásica

El pensamiento hebreo

III. Escribir cristiano

Los cristianos modernos en el tiempo de Péguy

Escribir cristiano para Péguy

Segunda parte

IV. Los Ministerios de la Vida de Jesús

Dos ministerios propiciatorios

Nacimiento e infancia

La vida en Nazaret

El ministerio público

El ministerio pascual

V. EL MINISTERIO DE LA REDENCIÓN: LA OECONOMIA SALUTIS DE JESÚS

Los triunviros eternos

El pensamiento económico de Jesús

El método de la redención

Una creación y un hombre nuevos

El éxito de Jesús y la libertad del hombre

VI. El Ministerio del Encarnamiento

VII. Los títulos de jesús

Tercera parte

PÉGUY Y JESÚS

A mis amigos,

a Pamela y Marcella

Qui certat in agone, non coronatur nisi legitime certaverit

(2 Carta a Timoteo 2,5)

Qui mourait en homme, à ce point en homme,

était donc bien homme, avait donc bien été incarné homme

(C. Péguy, Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle)

ABREVIATURAS BIBLIOGRÁFICAS

Para las obras de Péguy

OPo Œuvres poétiques et dramatiques, París 2014

OPr I Œuvres en prose complètes, I, París 1987

OPr II Œuvres en prose complètes, II, París 1988

OPr III Œuvres en prose complètes, III, París 1992

LE Lettres et entretiens, París 1954

Para los artículos sobre Péguy

FACP Feuillets de l’Amitié Charles Péguy

BACP Bulletin l’Amitié Charles Péguy

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Péguy sabía muy bien cuán difícil es publicar un libro. Por ello, tuvo que crear su propia editorial para poder legar a todos lo que pensaba. Es más, en el desierto de la cristiandad en el que dominaban los clericales de su tiempo, nadie habría publicado lo que escribía sobre Jesús.

Sin un editor que sea un lector sanamente curioso y capaz de intuir lo imprevisto que puede representar para el público la publicación y la difusión de un libro, cualquier autor sería —por usar una expresión de Péguy— «des-coronado».

Es por ello que agradezco a José Miguel Oriol que, habiendo leído mi libro, editado en Italia en 2021, le haya otorgado su estima. Él mismo se ha embarcado en la traducción, por lo que le agradezco su fidelidad al texto y su conmovida participación en los contenidos expresados.

Mi agradecimiento a Ediciones Encuentro que ha promovido esta publicación, de modo que el pensamiento de Péguy sea cada vez más conocido por todos los hispanohablantes.

Pienso que lo que escribe Péguy sobre Jesús podría aportar una gran novedad en el modo en que los cristianos de nuestros tiempos deberían vivir su fides cogitata (san Agustín), es decir, la fe que debería ser pensada según la lógica-pensamiento con que Jesús cumplió su encarnación redentora. Además, también los hombres que aún no han encontrado la gracia cristiana pueden encontrar en este «Evangelio según Péguy» un aporte valioso para ensanchar la razón, que es lo que pedía el inolvidable papa Benedicto XVI.

A.M.

7 de enero de 2023 (en los 150 años del natalicio de Péguy)

INTRODUCCIÓN

«Ellos no saben quién es Jesús»1. Así escribía Péguy de los cristianos de su tiempo, a los que llamaba «modernos».

La situación no ha cambiado. Hoy seguimos siendo, así comentaba, «los primeros hombres después de Jesús, sin Jesús»2. No sirve para nada que el desierto de la descristianización se haya embellecido de manera cristianamente barroca con «parodias infames y herejías ridículas»3.

En este desierto, ante todo, habría necesidad del «misterio y de la operación de la gracia» de Jesús4. Y, por parte del hombre, habría necesidad de «algo nuevo, algo que jamás se haya hecho antes»5: el éxito y el logro imprevisto de la gracia de Jesús en un pensador, en un poeta, en un cronista que piense como Cristo pensaba y que lo reconozca y manifieste a los hombres en nuestro tiempo de manera conveniente.

Esto ha sido Péguy.

No se definía a sí mismo como teólogo. «Soy escritor, prosador, poeta, cronista (puede ser que sea filósofo), moralista, periodista, ensayista, autor de opúsculos, retratista»6. No obstante, en toda su obra, se confrontó continuamente con la figura de Jesús y pensó y mostró la lógica-pensamiento descubierta en la encarnación redentora. En este sentido, lo que había escrito era el desarrollo y la verificación de la afirmación de san Pablo: «Tenemos el pensamiento de Cristo (nousChristou)»7.

El pensamiento de Péguy sobre Jesús representa un unicum; no sólo es original, sino actual. Por eso escribe que «es en nuestro reloj donde se deberá leer la hora»8. Puede decir todavía muchísimo e interesar tanto a los cristianos como al que no tiene fe.

Hasta ahora los apreciables estudios sobre la «teología» del escritor se han centrado solamente en algunos aspectos específicos de su reflexión cristiana, pero no han indagado sobre cómo Péguy supo reconocer el pensamiento de Jesús, o sea, la lógica con la que Cristo vivió la encarnación y realizó la redención. En este ensayo deseamos manifestar este pensamiento, esta especie de Evangelio según Péguy.

Hemos tratado de entrar en su obra, sobre todo de nutrirnos de ella. Él mismo escribía: «Leemos una obra para nutrirnos de ella y para crecer. (…) Aquello de lo que hay necesidad es entrar en la fuente de la obra y, literalmente, colaborar con el autor. La lectura es el acto común, la operación común de quién lee y de quién es leído, de la obra y del lector, del libro y del lector. La lectura es el coronamiento (o descoronamiento) de un texto»9. Si Althusser ha afirmado que había leído a Péguy con gozo y que le daba fastidio que «se haya hablado demasiado de él en lugar de dejarle hablar»10, hemos querido, como él decía, «respetar los textos»11, «encontrar en los textos los miembros reales del movimiento»12de su pensamiento. Es el mismo método de lectura que sugería Péguy: «Hace falta comprender el sentido en las palabras, porque éste es el gran método clásico francés»13. En efecto, el lenguaje no es otra cosa que «utilizar las palabras puestas en movimiento en la frase»14.

Persuadidos de que «ninguna glosa puede acrecentar (accroître) un texto»15, hemos tratado de reencontrar el acontecimientodelpensamiento que Jesús representó para el autor, el modo en que lo pensó. Y aún más, hemos tratado de coronar sus textos, puesto que la lectura consiste en «un real coronamiento (achèvement) del texto»16.

Nuestro lenguaje retoma el de Péguy, preciso pero no rebuscado, para no complicar inútilmente la lectura: no queremos que su pensamiento sea sólo accesible a un estrecho círculo de especialistas.

Lejos de nosotros la pretensión de haber agotado todos los significados que su pensamiento sobre Jesús puede contener. No ha sido posible incluir en nuestra lectura las relaciones que Péguy establece entre Cristo y la Iglesia, con María, los sacramentos, la gracia y la vida cristiana: sobre estos temas sólo aparecen algunas referencias.

Consideramos que una comprensión de Péguy sólo es posible haciéndose herederos de su misma raza17de pensamiento. Si «conocer significa conocer en comunión»18 las amistades laicas y cristianas que vivimos han propiciado las condiciones de método, fundamentales para entrar en comunión con su pensamiento.

Si Péguy escribía que «no hay realidad sin confesiones y que, una vez que se ha gustado la realidad de las confesiones, cualquier otra realidad, cualquier otro ensayo parecen sólo literarios»19, confesamos que escribir sobre Péguy ha sido asumir una deuda de gratitud contraída con él. Conocimos su obra hace cuarenta años, al comienzo de nuestro nuevo encuentro con la fe en Jesús, renacida a través de algunos amigos cristianos. En su pensamiento hemos encontrado una confirmación única de la historia de las amistades laicas y cristianas que todavía hoy vivimos. Por eso, al escribir de él, podemos decir que no hemos buscado nunca «una enseñanza, sino un pagano, un cristiano, un espiritual y carnal alimento»20.

Puesto que no existe una traducción completa de todas las obras de Péguy, hemos preferido mantener las citas de la Opera Omnia en francés para garantizar homogeneidad a las referencias. Las traducciones del francés son nuestras. Las palabras en cursiva en el texto son de Péguy, a menos de que, en nota, no se señale de otro modo. Esta publicación es una reformulación sintética de nuestra tesis de doctorado en Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. De este trabajo original hemos conservado solamente un cierto número de notas para no hacer más pesada la lectura. Nuestro propósito, en efecto, es el de llevar a todos el pensamiento de Péguy.

Finalmente, los agradecimientos.

Ante todo doy gracias a los amigos cristianos de Petrópolis (Brasil) y de Concepción (Chile) sin los cuales jamás habría podido comprender el pensamiento de Cristo, y a los amigos laicos que lo han confirmado. Doy gracias también a mis antiguos y siempre nuevos amigos italianos Sergio, Marcella y Roberto que siempre me han incitado y apoyado en el deseo de publicar este estudio.

Primera parte

LA ELABORACIÓN DE UN PENSAMIENTO

I. EL PENSAMIENTO LAICO DE PÉGUY

Péguy, nacido en 1873, había abandonado el cristianismo a los dieciocho años de edad, habiendo tomado sus distancias de aquellos cristianos a los que llamaba «modernos». Le habían hecho perder el gusto de la fe. La fe no se pierde, se pierden las ganas, el gusto, como se pierde el gusto del pan, de ese pan nuestro cotidiano del que había hablado Jesús21. En el mundo moderno, así como se había perdido el gusto por «el inmortal affaire Dreyfus»22 y por los asuntos cívicos de la res-pública a causa de los politicantes, se había perdido el gusto por la fe a causa de los cristianos modernos23.

Si bien los historiadores positivistas de la Sorbona, los socialistas y todos los politicantes, habían catalogado y archivado el affaire Dreyfus como si se tratase de un hecho ya prescrito, para Péguy había un affaire que era imposible fichar, catalogar y tratar arqueológicamente para alcanzar finalmente una amnistía sobre él: era el affaire Jesús24. Una vez abandonados los ambientes clericales, no había archivado el affaire Jesús. Lo que había aprendido en el catecismo y en las simples oraciones cristianas cuando era niño y frecuentaba la parroquia de Saint Aignan, en su querida Orléans, estaba ya todo en su socialismo. Más aún, propiamente para mantener el gusto por Jesús, se había vuelto socialista y anárquico: «Yo tenía veinte años, y era claramente socialista. Me gustaría presentarme delante de Dios como un ser lleno de pureza, como lo era en aquel tiempo»25. Reconocía que en su socialismo anárquico había más fe cristiana que en las ricas parroquias de París26. Por esta razón, cuando en 1908 había confiado a su amigo Lotte: «He encontrado de nuevo mi fe, soy católico»27, estaba claro que se trataba de su fe, la del catecismo y las oraciones cristianas. Por esto rechazaba que le consideraran un «converso», como uno de los muchos (Paul Claudel, León Bloy, Joris-Karl Huysmans) que en aquel tiempo habían entrado de nuevo, arrepentidos y con sentido de culpa, en el infalible redil eclesiástico.

En efecto, el nuevo encuentro con su fe no había sido una vuelta atrás, sino un continuar en el mismo camino, el de su pensamiento: había seguido constantemente siempre «el mismo camino derecho», el que le había conducido adonde estaba ahora, a la fe, no a través de una evolución o un regreso al mito nostálgico de una infancia cristiana. Había llegado a encontrar su fe en la meta, como cumplimiento de su pensamiento laico. Por esto no debía arrepentirse de nada: «No renegaremos ni siquiera un átomo de nuestro pasado»28, el socialista, dreyfusardo, anárquico, republicano. Todos, anticlericales y devotos cristianos debían saberlo: «Ni los asiduos a las sacristías clericales ni los asiduos a las sacristías anticlericales piensen que hemos renegado un solo átomo de nuestra juventud»29.

Péguy había reconocido quién era Jesús desarrollando un pensamiento laico, ciertamente no en los libros de teología. Su Jesús era cívico y republicano, tal como había aprendido en la escuela elemental de los hussard noir30. Pero, al mismo tiempo, su Jesús era el del catecismo y las oraciones cristianas aprendidas en la parroquia. Eran las únicas dos enseñanzas que reconocía como fundantes31. A través de ellas había aprendido sobre todo que el hombre era un «alma carnal», que tenía una autoridad de competencia legislativa universal y que el pensamiento era un acontecimiento del que ser testigo y cronista32.

El hombre, un alma carnal

A diferencia de los cristianos de su tiempo, que querían disminuir al individuo para exaltar a Dios, Péguy no consideraba al hombre como definido por una carencia y un vacío que requerían ser colmados por una respuesta proveniente de lo alto. Para él, disminuir al hombre significaba disminuir a Dios, blasfemar33. De hecho, Jesús y su gracia solo tenían la finalidad de perfeccionar y coronar la naturaleza humana, no de envilecerla con una misericordia concedida a «mentecatos». Era uno de sus «dogmas» preferidos: «Jesús no había venido para envilecer el orden de la naturaleza humana»34.

El hombre no era ni una bestia (un animal racional) ni, tanto menos, un ángel, como le juzgaban los espiritualistas platónico-cristianos de su tiempo. El hombre era un «ALMA CARNAL»35, ni sólo alma, ni sólo cuerpo. Más aún, era un cuerpo movido por un pensamiento, una norma, un alma cívica de la que el escritor había hecho experiencia desde niño. Ante todo viendo a su madre que trabajaba, tejía sillas de enea:

He visto en mi infancia entretejer sillas exactamente con el mismo espíritu, el mismo corazón y la misma mano con los que aquel pueblo había construido sus catedrales. (…) Había un honor increíble en el trabajo, el más bello de todos los honores y el más cristiano36.

De niño había reconocido esta alma carnal también en su vecino, el herrero republicano Louis Boitier, que le había enseñado todo Víctor Hugo.

El alma carnal construía la res pública y se alegraba de la obra bien hecha. Era el alma carnal de los conciudadanos37 que trabajaban no contra los otros, sino con los demás38, sin envidias, sin rivalidad, sin ningún parasitismo39. Era el alma personal de cada uno y al mismo tiempo era el alma familiar, de una amistad (âme amical), un alma nacional40 (sin necesidad de ser nacionalistas ni chovinistas). Era el alma que trabajaba carnalmente todos los días, que «cansaba el trabajo»41, que experimentaba el gusto por el pan y por el vino, que conocía el perfume de la madera apenas cortada, un alma que tenía callos en las manos.

Era el alma del événement même de l’homme42, del acontecimiento mismo del hombre. Hombre no se nace, y ocurre que hay que llegar a serlo en una amistad de pensamiento y de trabajo bien hecho. Ciertamente no era el alma sin cuerpo de los curés, de los curas y de los filósofos neoescolásticos para los cuales el hombre está tout fait con atributos ontológicos pre-definidos, pre-establecidos, ya impresos en él por un dios escritor43. Para Péguy, al contrario, «un alma ya hecha es un alma muerta, momificada, no es libre, está llena de costumbre, ya que no posee un átomo de materia espiritual para hacerse (pour du se faisant)»44, esto es, para acaecer. No había ninguna sociedad «líquida»; había simplemente una «licuefacción» (liquéfaction) de masa, un «endurecimiento» (raidissement)45, una licuefacción semejante a la del rigor mortis de los cadáveres, a la que sigue la descomposición.

Péguy había recapitulado todo esto cuando había escrito que el hombre había sido generado a imagen y semejanza46 de la primera ciudad, la de Dios, una sociedad fundada sobre el trabajo bien hecho entre los Tres, todos para uno y uno para todos, en una colaboración que no conocía rivalidades, envidias ni parasitismos. En resumen, el hombre era el alma carnal de un hijo, de un heredero de la raza de pensamiento de sus antecesores analfabetos y, a través de ellos, se remontaba hasta «el silencio eterno de la primera creación»47.

El pensamiento a-teológico que juzga como un papa

Afirmar que el hombre es un alma carnal significa decir que es un sujeto cívico, capax civitatis, capaz de ser ciudadano y conciudadano, de ser juzgado por su trabajo de producción cívica. A Péguy solo le gustaba una «filosofía de productores»48, de empresarios de una obra bien hecha. Todos y cada uno de los hombres debía ser producido como «próximo», sin ningún exiliado o excluido de la «ciudad armoniosa»49, de la ciudad sana50.

Nadie debía ser inhibido en su autorité de compétence, en la «autoridad de competencia» de su pensamiento, porque para Péguy, el individuo era primum ius, la primera fuente de un derecho que se contraponía a cualquier autorité de commandement, a cualquier mando, imposición o inhibición que proviniera de fuera de él51. En su «ciudad armoniosa», el «alma personal», el individuo singular era «capaz de» una autoridad de competencia universal, superiorem non recognoscens, que no reconocía ninguna autoridad de mando superior52. Por tanto, no existía ningún ámbito «sagrado» laico o cristiano del que pudiera ser excluida la autoridad de competencia del individuo. En esto consistía el original anarquismo de Péguy53, que no se doblaba frente a ninguna autoritéde commandement, a ninguna autoridad de mando impuesta desde fuera, en nombre de una unidad pensada por algunos contra otros54. Su anarquismo consistía en afirmar que «lo que conviene o no conviene a la razón será la razón la que pueda decidirlo»55. En este sentido, el principio jurídico de la con-veniencia cívico-económica era la norma libre de comparación con la cual el hombre podía y debía actuar56.

Esta autoridad de competencia Péguy la había aprendido de la raza del pensamiento francés. Para él, el individuo, el hombre con el pensamiento de la raza francesa, «juzga como un papa»57, porque «ejerce en la realidad una jurisdicciónque es la suprema jurisdicción»58. La razón, el pensamiento del alma carnal era, por lo tanto, capaz de jurisdicción universal, lejos de cualquier individualismo solipsista. En efecto, esta autoridad de competencia se nutría de la raza de un pensamiento legislativo que el hombre asumía como suyo volviéndose de este modo la san(t)a sede59 del derecho capaz de una jurisdicción universal, pues hablaba y juzgaba urbi et orbi, como un papa.

Estaba claro que esta autoridad de competencia del individuo «no admitía rivalidad, sino solo cooperacióny colaboración»60. Este era el dogma laico de Péguy, que no aceptará jamás intervenciones sobrenaturales para construir la ciudad armoniosa: «Las prácticas sobrehumanas, religiosas, infernales o divinas, inhumanas, son totalmente extrañas a la humanidad de la razón que es un hombre honesto. Por esto no existe un clérigo de la razón»61.

Hasta Dios, si quería mostrarse en la historia y justificar su existencia, tenía que usar medios leales, humanos, y si quería construir su ciudad, la civitas Dei, debía ser juzgado-imputado por sus frutos cívicos. Es más, debía ser un Dios que finalmente había dejado de ser religioso, el Dios del sentido religioso y de las religiones, con atributos ontológicos determinados de antemano, debía cesar de ser el Infinito, el Misterio desconocido, el Destino fatal, el Totalmente Otro, el Sacro. Debía en cambio ser un Dios que colaboraba y cooperaba lealmente con el hombre, si quería llegar a resultar interesante para él. Al mismo tiempo tenía que ser un Dios que no inhibía la autoridad de competencia del hombre, porque «no existen verdades sagradas que estén negadas a la plena investigación del hombre»62. Así, «si Dios mismo se levantara, visible, entre la multitud, el primer deber del hombre sería rechazar su obediencia y tratarle como un igual, como alguien con quien se discute, no como el patrón al que se soporta»63. Si Dios existía y quería revelarse a los hombres tenía que hacerlo confrontándose lealmente con ellos, no se le debía conceder ninguna otra ventaja divina y tenía que mostrarse capax hominis, capaz de ser lealmente hombre entre los hombres, sin ventajas divinas, desleales y fraudulentas.

Este singular «a-teísmo» acompañó a Péguy durante toda su vida desde que, muy joven, había declarado que era «ateo de todos los dioses»64 y había renunciado a «una religión que nos manda creer en un Dios sumamente bueno y amable, omnipotente, creador del cielo y de la tierra, soberano y señor de todas las cosas»65. El Dios de Péguy no era ciertamente el Dios indistinto de las religiones, del fideísmo, «grande» a priori. También Dios, si quería encarnarse y hacerse visible entre la multitud de los hombres, tenía que ser juzgado por sus frutos económico-cívicos. Si Jesús había dicho que el árbol se reconoce por los frutos, esto valía también para Dios y para el mismo Jesús, que debía pensar bien en cómo colaborar y cooperar con la razón del hombre.

El acontecimiento del ser y del pensamiento

Esta autoridad de competencia del sujeto-hombre que juzgaba como un papa e imputaba incluso a Dios, no debía confundirse con un banal racionalismo ateo o fideísta66. Si Dios existía, no se debía excluir a priori la posibilidad de que se hiciera partenaire-socio en la construcción de la citéharmonieuse, cuya ley fundamental era herencia «de las antiguas humanidades»67 y «del alma de Francia y de la cristiandad»68.

No obstante, estaba claro que esa herencia debía ser aceptada y repensada a beneficio de inventario: «Yo rechazo la herencia acogida en bloque. Es necesario el beneficio de inventario»69. No se trataba de defender ningún tradicionalismo, que sometía al hombre a un pensamiento y a una instancia superior y anterior, sino de volver a pensar, a remontar, a subir de nuevo a los orígenes de la raza del pensamiento de las humanidades precedentes, la antigüedad clásica, la francesa y la cristiana, con un trabajo de juicio crítico, es decir, a beneficio de inventario. En efecto, la autoridad de competencia del hombre era una «razón que trabaja» (raison travaillant)70, una razón crítica, y coincidía con la akribeia, con la «perfección del discernimiento»71 y con la intuición (la de su maestro Bergson) por la que se piensa y se conoce «desde dentro», desde el interior del acontecer de una raza de pensamiento. Pensamiento que valía «más que mil aproximaciones»72, que mil perspectivas y puntos de vista exteriores.

Por esta razón, sólo el hombre alimentado por semejante raza de pensamiento podía ser «cronista y testigo del ser y del acontecer»73. El ser, o era un acontecimiento (événement) y acontecía, o no era nada. El ser no estaba hecho de antemano (como decía Parménides), ni llegaba a ser lo que ya era. Esto es lo que siempre se había dicho hasta entonces, desde los griegos en adelante. Para Péguy el acontecimiento no podía consistir en el hecho bruto, el «hecho puro»74 que se podía fichar tranquilamente en un archivo o predicar en las cátedras universitarias. Menos aún era algo que acontecía de modo extraño y no con-veniente al pensamiento del hombre. En este sentido, Péguy no leía la etimología de acontecimiento (événement) como algo que sucedía, no lo situaba en un espacio descompuesto en interioridad y exterioridad. Ni tampoco leía el événement (del latínēvenīre) como lo que ex-venit, como algo que provenía de fuera (ex) de la historia de los hombres y entraba en ella.

Al contrario, el «acontecimiento» (événement) era propiamente el acontecer del pensamiento y consistía en la subida-remontada-ascensión que la autoridad de competencia del hombre hacía desde dentro de una raza de pensamiento que perduraba (él leía así la durée bergsoniana). No se trataba, por tanto, de una simple deducción lógica de hechos anteriores, porque el événement era siempre imprevisto e imprevisible: «Lo más imprevisto que hay es siempre el acontecimiento»75. Por eso no se podía conocer ni antes ni después de su acaecer, más aún, acaecía como re-conocimiento y, propiamente, como acontecer del pensamiento. En este sentido el «inmortal affaire Dreyfus»76 podía continuar siendo un «acontecimiento elegido (élue)»77 sólo si no se transformaba en historia pasada, en un hecho acontecido en el pasado, algo que fichar y clasificar. A fin de que continuara siendo un acontecimiento y un affaire decisivo para la vida, era necesario permanecer en la misma raza de pensamiento que lo había generado. Lo mismo valía para el affaire Jésus.

En esta dirección, la historia (era la lección que había aprendido Péguy de Jules Michelet) era una resurrección del acontecer78, opuesta a la de los historiadores positivistas que registraban los hechos colocándose respecto a ellos en paralelo, es decir, fuera de la autoridad de competencia del individuo. No se debía pasar al lado de la historia, junto a hechos ya pasados, muertos, sepultados, como se transita por delante de un cementerio. El acontecimiento no era paralelo sino perpendicular a la historia79.

Por tanto, el único método para re-conocerlo no era el de quienes registraban y sepultaban lo que había sucedido en un pasado ya cerrado, sino el método del cronista. Los historiadores positivistas habían archivado y soterrado en el pasado todos los affaires de la vida de Péguy: el acontecer del pensamiento de la raza de sus antepasados, de Dreyfus, de Juana de Arco, de Bergson, de Jesús. Él, por el contrario, se consideraba un cronista:

Yo soy un cronista (chroniqueur) y no quiero ser nada más que un cronista, que es lo más grande que existe en el orden de aquellos que no valen por sí mismos, sino que relacionan, que refieren, que testimonian de aquellos que son y lo que sucede en una raza de pensamiento. El cronista es el testigo histórico del ser y del acontecer80.

Sólo el cronista podía ascender-remontar la historia-acontecimiento de un pensamiento, porque solo hay historia donde hay hombre (no existe la historia de las estrellas, de los árboles, de los animales). Sólo el cronista podía, desde dentro de la raza de pensamiento que le había generado, re-conocer en el presente el acontecimiento que continuaba haciéndose (se faisant, como le había enseñado el maestro Bergson), precisamente porque la autoridad de competencia del individuo remontaba esta raza de pensamiento.

Y ya que ser y acontecimiento coincidían, nada era más urgente que el «problema del ser»81 y nada más importante que «el pensamiento»82. El cronista no era solo un «espectador» externo, como Dante en su Divina Comedia83. Al contrario, el cronista tenía que ser engendrado, debía nutrirse en el presente del mismo acontecimiento del ser y del pensamiento que le permitía no situarse como mero espectador. Para Péguy estaba claro que todo dependía de cómo se trataba el presente: «Dime cómo tratas el presente y te diré de qué filosofía eres»84, esto es, de qué raza de pensamiento eres. Ser cronista significaba permanecer situado en el presente, «en la misma raza carnal y espiritual, temporal y eterna»85, significaba remontar, en el presente, el acontecimiento del pensamiento que había generado los affaires de Juana de Arco, de Dreyfus y de Jesús. Un episodio en particular le había hecho comprender de manera definitiva la naturaleza del acontecimiento del ser y del pensamiento: un muchacho le había pedido que le contara su experiencia del caso Dreyfus, y Péguy comentaba: «Yo le daba lo que era real; él recibía solo historia»86. Mientras Péguy permanecía en la duración-durée del acontecer del affaire Dreyfus, es decir, en el ser real, el muchacho, como espectador e historiador, se limitaba a clasificar y registrar dicho affaire como un hecho del pasado.

Por lo que se refiere al affaire Jesús, Péguy había pensado siempre que su historia terrena era «parte indispensable de la eternidad»87, «la parte más conmovedora, la sal del cielo, la levadura del pan celestial»88 que no sólo podía ser interesante para un cristiano sino también para cualquier laico.

II. PÉGUY HEREDERO

Todo hombre, si bien tiene «el derecho de descender (descendre) de otra filosofía y de otro filósofo», del pensamiento de otros, debe proceder «por los caminos naturales de la filiación y no por los caminos escolares, como hace un alumno»89. Péguy, como buen heredero, no había sido un alumno simplemente diligente, sino que era hijo de la raza del pensamiento de los que le habían precedido y de los que continuamente se alimentaba. Su Jesús era fruto de caminos heredados a beneficio de inventario.

Un pensamiento francés

Así como Jesús había nacido en «un país local y temporal»90, también Péguy tenía su país, su Francia, con su raza de pensamiento francesa.

Una raza cívica y cristiana

Péguy no era un «intelectual de la felicidad», ni laica ni cristiana91. Todo su orgullo reposaba en descender de antepasados analfabetos, campesinos y viñadores, y de obreros republicanos que había conocido cuando era niño92. Había heredado la raza francesa y hacía decir al Padre: «Es el pueblo que más se conforma de modo literal a las palabras de mi Hijo, que realiza y cumple las palabras de mi Hijo»93. Como francés, comprendía que también Jesús había tenido un país: sin un país, sin el cuerpo de una raza, es imposible el acontecer del pensamiento94.

De su madre había aprendido el trabajo bien hecho y de sus maestros laicos de cuando era niño el civismo apasionado por la res publica. Sobre todo había aprendido un proverbio: «Ayúdate que Dios te ayuda»95: los hombres deben trabajar y combatir con medios terrenales, no sobrenaturales.

El mismo socialismo de Péguy era francés96, era el del trabajo bien hecho, sin lucha de clase que consideraba fruto de una «lógica burguesa»97 y sin sindicalistas holgazanes98. Era un socialismo que implicaba una «filosofía de productores»99, es decir, de empresarios que toman iniciativas para producir beneficios universales. Al mismo tiempo era un socialismo dreyfusard: ningún hombre estaba excluido de la «ciudad armoniosa» y menos aún si era injustamente condenado, como el capitán judío Dreyfus. Sólo el inocente, el que no trabajaba para dañar a los demás, podía construir una sociedad justa, con-veniente.

De su Francia había aprendido no solamente a ser «el ciudadano de la república», sino también a ser «el cristiano de la parroquia»100, un cristiano, bien entendido, de «una parroquia del siglo decimoquinto, cuando había todavía parroquias francesas»101. Había empezado a reconocer el pensamiento de Jesús desde niño en su parroquia de Orléans.

Lo había conocido, sobre todo, por medio de las sencillas oraciones cristianas de la Tradición: el padrenuestro, el avemaría, la Salve Regina, el Stabat Mater: jamás las habría cambiado por los miles de páginas de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino102.

Había aprendido la liturgia, definida como «teología flexible» (détendue)103, esto es, sin las síntesis de los dogmas, necesariamente un poco rígidas. Rezaba también con el breviario que le había regalado un amigo de la infancia, que luego se hizo monje, y sobre todo le gustaba rezar las Letanías del Santo Nombre de Jesús (que contenían la historia de toda la vida de Jesús) y los himnos de la liturgia sobre los que construirá más tarde sus Mystéres104.

De los libros de teología sólo le interesaba la Imitación de Cristo, que sin embargo corregía, resaltando la imitación perfecta que Jesús había hecho de los hombres, más bien que la de los hombres que imitan a Jesús.

En su parroquia, cuando era niño, se había nutrido sobre todo del catecismo, que había aprendido de memoria105 y que reconocía como la «primera fuente» de su fe106: «Nosotros hemos sido integralmente alimentados por lo que había en el catecismo y ha permanecido en nuestra carne»107. Se enorgullecía de esto diciendo que en lo que había aprendido en la parroquia cuando era niño estaba toda su «teología», que para él era más que suficiente para amar a Jesús: «Todo lo que no supe en la mañana de mi primera comunión no lo sabré nunca»108.

Al mismo tiempo levantaba acta de que lo que había aprendido en el catecismo era de la misma naturaleza que tenían las enseñanzas que había recibido en la escuela elemental de los maestros republicanos109; eran los mismos contenidos, para nada religiosos, sino cívicos, laicos, los de la ciudad temporal y eterna.

Estilos laicales del pensamiento francés

Péguy se había nutrido de algunos estilos laicales, no eclesiásticos, de su Francia, no de la moderna.

Juana de Arco, la imitación más fiel de Jesús

Se había nutrido del affaire de Juana de Arco, «la imitación más fiel y cercana de Jesús»110. Para estudiarla, para leer las Actas de su injusto y clerical proceso, Péguy, de joven socialista, había abandonado la universidad y había escrito su Jeanne d’Arc (1897) que, más adelante, una vez encontrada de nuevo su fe, retomará publicando Le mystère de la charité de Jeanne d’Arc (1912).

Más que ningún otro, su conciudadana de Orléans le había hecho descubrir quién era Jesús y el pensamiento con el que había realizado su encarnación y redención.

En primer lugar, Juana de Arco había imitado a Jesús en los treinta años que había vivido en Nazaret, le había imitado en su vida, personal y cotidiana, trabajando (como pastorcilla)111. Y luego, en su misión pública, se había nutrido, como Jesús, de las virtudes aprendidas cuando vivía en la apartada Domrémy112.

En segundo lugar, había imitado a Jesús en su vida y batalla pública, cuando ella también tuvo que elegir, combatir y alinearse contra los ingleses para liberar a Francia. En efecto, no había pedido a Dios ayuda extraordinaria para cumplir su misión terrenal, para esquivar sus infortunios temporales, sus heridas, el riesgo de la derrota, la misma muerte. Ella había obedecido, había cumplido «una misión divina de modo humano» sin valerse de ninguna protección divina, pues «hizo una guerra como todos hacen la guerra»113 (bien entendido, una guerra justa, la de comparación con el otro, a la francesa, no de dominio, a la prusiana)114. Había recibido, como Jesús, una misión terrenal por parte del Padre y la había cumplido como Jesús, sin ayudas sobrenaturales, había combatido lealmente no sólo bajo la mirada del Padre, sino también de los hombres, a los que no debía escandalizar aprovechándose de ventajas divinas. De ese modo había mostrado la única teología ortodoxa, la única que reconocía Péguy, porque era la pensada por Jesús:

No hay nada más estúpido y nada desobedece más a la ley del trabajo que querer que el buen Dios trabaje en lugar nuestro y tener la cara dura de exigir esto de él. Pedir la victoria y no querer combatir, quiere decir ser maleducado. (…) Ayúdate que el cielo te ayudará no es sólo un proverbio (…) es una teología y el orden de marcha y la forma misma del mando. La única teología ortodoxa, las demás son heréticas.

En tercer lugar, como Jesús, Juana de Arco había sido rechazada y hostigada por sus propios compatriotas: «Llevando un mensaje de Dios, fue abandonada y negada como Cristo»115. La batalla de Juana de Arco y de Jesús se había combatido en la misma «casa» de ellos. Y puesto que solamente se pueden dar dos tipos de batallas, contra el enemigo o contra los propios amigos, sólo en el primero, aunque se salga derrotado, hay satisfacción, mientras que en el segundo, en la guerra civil, en la que se sufre el rechazo de los mismos amigos, aunque haya victoria, hay desdicha. Esta segunda batalla había sido la de Jesús y la de Juana de Arco116.

En cuarto lugar, ella había pensado usar el mismo método de redención de Jesús: no tenía que hacer «ejercicios de convento»117, es decir, encarnar devotamente las virtudes, encerrada en un monasterio. Ella y Jesús no habían querido probar la existencia de Dios aislándose del mundo y sometiéndose a prácticas de penitencia y humillación. Al contrario, habían sido probados porDios y no se habían inventado ejercicios ascéticos: «Muchos santos, quizá la mayor parte, se han empeñado mucho en ejercitarse en prácticas ascéticas. Los demás no se acordaron de hacerlo, ejercitados como eran por Dios mismo118. Entre estos pocos últimos santos estaban Jesús y Juana de Arco. De hecho, la única manera para ser hijo en una misión no consiste en elegir una virtud en la que ejercitarse y sobresalir, sino en ser puestos a prueba por otro: «El que practica la virtud es el padre y autor de ella; sin embargo, quien la sufre es el hijo y la obra (œuvre)»119.

En quinto lugar, Juana de Arco y Jesús no habían sido teólogos satisfechos de saber y enseñar ex cathedra algunos contenidos teo-lógicos. A la pequeña Jeannette que había preguntado: «Pero entonces, ¿a quién salvar, cómo salvar?»120. Madame Gervaise, que se había marchado a un convento para salvar su alma, le había respondido con una estéril teología escolástica que no podía de ningún modo ser con-veniente para los hombres modernos, los primeros después de Jesús sin Jesús. Por esto Madame Gervaise y su teología hecha de contenidos eternos que no sucedían jamás, no solo había salido de escena, sino que, desde el principio, no podía decir nada interesante a los hombres modernos: «Ya no se la verá más»121.

Y finalmente, el misterio de la caridad de Juana de Arco había sido el mismo de Jesús. Era la caridad que, con un método terrenal (¿cómo salvar?) daba guerra a la guerra luchando con medios humanos para poner remedio al mal universal (¿a quién salvar?). Jesús y Juana de Arco eran de la misma raza, la de quienes «han vivido su vida humana y han muerto de su muerte humana, tratando de poner remedio al mal universal (…) y han conocido el remedio»122. Jesús y la Doncella de Orléans tenían el mismo método de pensamiento (¿cómo salvar?) Y el mismo alcance universal (¿a quién salvar?), porque habían tratado de vencer, con una iniciativa histórica y cívica, el mal universal. Lo bueno es que lo habían logrado.

Corneille y la teo-lógica de la comparación

Del dramaturgo Pierre Corneille (1606-1684) Péguy había releído, con sucesivas intuiciones, su Polyeucte (1643)123 «una obra de naturaleza y gracia, de vida interior y vida cívica. (…) Obra tan impecable en teología como en poética, una obra sin pecado»124. Era una obra impecable en teología ya que Corneille había sido el poeta del noble parangón, «el genio poético del pensamiento»125, del pensamiento de la encarnación de Jesús. En Polyeucte había representado la nobleza del combate cristiano, porque lo que vale, en cualquier ámbito, es «el sistema de la comparación leal, terrenal»126. En este sentido, Polyeucte representaba «un cristianismo de parroquia, un pensamiento sano, sin fanatismo ascético, nada monstruoso, nada que no sea francés y caballeresco»127.

Corneille le había enseñado a Péguy el método con el que Jesús había pensado llevar a la práctica su encarnación y redención de los hombres. Según la «poética de la noble comparación», si Dios quería entrar en la historia tenía que obrar «un magnífico despojamiento, un magnífico desarme» de sí mismo, sin ampararse detrás de «una armadura maravillosa, es decir, fraudulenta»128. De hecho, en la encarnación y en la redención Jesús había obrado el admirable desarme de sus atributos ontológicos, para poder así compararse leal y honestamente con los hombres. Si Dios se quería revelar en la historia tenía que hacerlo lealmente, como hombre entre los hombres. Ésta era la impecable teología que Péguy había aprendido de Corneille, la teología del pensamiento de Jesús, que «tal vez no encaja en la tradición de los teólogos, pero que está en la línea, en la raza y en la tradición de los santos y de los mártires, en la línea y en la raza de Jesucristo»129.

En este sentido había aprendido de Corneille que no le correspondía al hombre acumular pruebas de la existencia de Dios, sino que más bien y sin ninguna ventaja, debía Él mismo exhibir las pruebas de su capacidad de ser hombre entre los hombres, y hacerse juzgar por ellos mediante los frutos-beneficios de su oeconomia salutis. Este era el crédito que el hombre debía conceder al mismo Dios, pues Corneille no había temido que «Dios no fuera lo bastante fuerte en los combates, confrontaciones y comparaciones» con el hombre. No se trataba, por tanto, de añadir pruebas sobre pruebas de la existencia de Dios «ni de darlas inútilmente, como los teólogos»130 porque Dios no debía ser considerado como un impotente e incapaz de justificarse por sí solo en la historia131.

Finalmente, Corneille le había enseñado a Péguy que si Dios quería entrar en la historia y ser imputable, debía hacerlo según la lógica del partenariat, esto es, de la libre colaboración y cooperación con el hombre. Del mismo modo que Polieucto, Cristo no debía cumplir su misión de obediencia sólo ante el Padre, sino que debía triunfar y lograr ser hombre en la noble comparación con el hombre pagano, tenía que demostrar que su existencia en la carne humana, idéntica a la de todos los hombres, era para él un logro, un éxito, una réussite132. Cristo debía persuadir al hombre pagano por el testimonio de su humanidad, no por sus presupuestos atributos divinos, omnipotencia y omnisciencia, infinitud y felicidad perfecta, que a ese último no le interesaban ni mínimamente.

Esto es lo que había hecho Jesús, que se había expuesto y se había propuesto; como en el sistema de la noble confrontación corneillano, en el que cada hombre «se expone y se propone»133, también él se había expuesto y propuesto entre los hombres sin adelantar ninguna pretensión de divinidad, es decir, sin ampararse tras sus atributos ontológicos y divinos. Solo así se había demostrado capax hominis, capaz de ser hombre. Al mismo tiempo se había mostrado capax Dei, capaz de ser Dios, en cuanto que su ser divino no había sido pre-supuesto, sino que había sido puesto en sus actos continuados de encarnación y redención.

Víctor Hugo: «Un rey cantaba abajo, arriba moría un dios»

Desde niño Péguy se había nutrido de la obra de Víctor Hugo, que le había enseñado su vecino de casa, el herrero republicano Louis Boitier. Le llamaba «mi viejo cómplice, un viejo amigo para mí»134 pues era el representante eminente del pensamiento sanamente laico, republicano, cívico135.

Péguy había recibido así una gran herencia: el poema Booz endormi, de Hugo, contenía la única visión bíblico-pagana de la encarnación, bien distinta de la clásica y acostumbrada de los cristianos que veían a Dios bajar del cielo y asumir desde lo eterno la carne humana. Esto era solo un avènement, un advenimiento, la venida de Dios a la tierra. Por el contrario, Hugo le había revelado el significado laico y bíblico del événement, del acontecimiento-acaecer de Jesús, del resultado y del éxito (réussite) de Jesús como hombre entre los hombres. Le había enseñado que la encarnación, más que una asunción