El pergamino de oriente - Eduardo Gismera Tierno - E-Book

El pergamino de oriente E-Book

Eduardo Gismera Tierno

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Beschreibung

La princesa Keiko y el aspirante a jesuita Rodrigo coinciden en el lejano y misterioso Japón del siglo XVI e inician una peligrosa relación clandestina. El destino les tiene deparados mil retos y una arriesgada misión de importancia vital para el mundo que pondrá a prueba su amor muchas veces. Los dos protagonistas de esta magnífica novela histórica se embarcan en un increíble periplo desde Japón a España atravesando mares y continentes, guiados por la implacable mano de un sino avieso que los zarandea sin tregua en una inesperada aventura en la que personajes de ficción y otros que existieron realmente se dan la mano.

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El pergaminode Oriente

EDUARDO GISMERA TIERNO

Título original: El pergamino de Oriente

Primera edición: Abril 2022© 2022 Editorial Kolima, Madridwww.editorialkolima.com

Autor: Eduardo Gismera TiernoDirección editorial: Marta Prieto AsirónMaquetación de cubierta: Beatriz Fernández PecciMaquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18811-70-8Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

So close, no matter how far.

Índice

Primera parte. La tierra

  1.  Ciudad de Arima, en la isla de Kyunshu, al sur de Japón. Mayo de 1582

  2.  Península de Shimabara, camino del estrecho de Shimonoseki. Últimos días del mes de mayo de 1582

  3.  Yamaguchi, al sur de la isla de Honshu, en el Japón central. Primeros días de junio de 1582

Segunda parte. El mar

  4.  Inesperado regreso a Nagasaki, en la isla de Kyunshu. Últimos días de junio de 1582

  5.  Mar de China a bordo del galeón «San Martín». De junio de 1582 a septiembre de 1583

  6.  Entre las ciudades de Malaca y Goa. De enero a septiembre de 1583

Tercera parte. El cielo

  7.  Ciudad de Goa, al sur de la India. Septiembre de 1583

  8.  De Goa a Roma por tierra. Septiembre de 1583 a diciembre de 1584

  9.  Península de Italia. De Venecia a Roma. Navidad de 1584

10.  De Roma a Madrid.Navidad de 1584 al 24 de julio de 1585

En paz con la Historia

Glosario de extranjerismos

A finales del siglo XVI, Japón estaba dividido en multitud de pequeños feudos llamados daimyos. El emperador Michihito llevaba más de veinte años sin hacer una aparición pública y su papel era meramente representativo. Su primer ministro, se denominado shogun, era Oda Nobunaga. Intentaba unificar el imperio bajo su mando, pero las luchas intestinas se lo impedían. Así había sido en los dos siglos anteriores.

En la otra parte del mundo, España presumía de ser un imperio en expansión. Acababa de anexionarse Portugal y sus colonias. En el reinado de Felipe II no se ponía el sol. Tenía un poder real y dos bandos se disputaban una mayor o menor influencia en la toma de decisiones.

Dicha expansión no fue solo militar o de orden dinástico. Los misioneros divulgaban la fe cristiana en lejanos pueblos. También llegaron a Japón y obtuvieron gran predicamento por parte de algunos de los daimyos a cambio de mercancías y dádivas.

Ahí y en ese entorno sucede la historia del pergamino de Oriente. Dice así…

Primera parte

La tierra

«Nunca vine a la playa ante la inmensidad del océano.Nunca me había sentado en la orilla bajo el sol con los pies enla arena.Pero me trajiste aquí y soy feliz;soy tan libre como las aves que atrapan el viento».

MILEY C. I.

1

Ciudad de Arima, en la isla de Kyunshu, al sur de Japón. Mayo de 1582

Siendo joven y bella a decir del mundo, y disponiendo de una posición tan ventajosa, resulta poco sencillo entender la razón por la que ha decidido quitarse la vida. Antes del crepúsculo se detiene a mirar a través de la ventana abierta. La tarde decadente acerca una ligera brisa del oeste que mesa sus cabellos negros, largos y lisos. Dos ojos como el carbón, abisales y tristes, horadan la blanca tez de porcelana y, juntos, enfrentan la húmeda intemperie. De aspecto frío y altivo, la invade sin embargo el cansancio de quien considera haber vivido bastante transcurridos tan solo veinte años.

Desde que decidió que esa noche sería la última, ha preparado con mimo su jigai. Se desnuda. La brisa se hace algo más intensa y la humedad le cala los huesos. El día anterior el cielo se cubrió de densas nubes que desgranan su llanto de sonido seco y amargo sobre algunas hojas de azalea. La hierba crece desbocada antes de la época de las lluvias en la isla de Kyunshu que la vio nacer y que jamás ha abandonado. Elije el paño perlado de su kosode favorito con motivos florales azul marino y ramas de cerezo bordadas con hilo de oro. Se introduce en una falda larga tableada del mismo color y se rodea, a un par de palmos sobre la cintura, con el obi de los días festivos. Se ha hecho el silencio en palacio. Baja a la sala principal destinada a recibir visitas. Siente valor; ni el más leve sudor recorre sus sienes. Está serena. Son muchas las noches en las que descendió a oscuras cada peldaño en busca de un ansiado rato en la clandestinidad. Ya abajo, mira al frente antes de comenzar a velar su corta vida y evocarla durante la noche. Ha planeado morir al alba.

De sus entrañas brotan aquellas palabras del libro sagrado y prohibido de los cristianos que le recitara él cada noche:

¡Oigo la voz de mi amado!

Helo aquí, que viene saltando por los montes,

Traspasando oteros. Mi amado

Es semejante al venado y a la cabra montés.

Helo ahí, de pie, detrás de nuestra pared,

Mirando por las ventanas,

Vigilando por las celosías.

Antes de que amanezca el día

Y las sombras desaparezcan,

Queda conmigo, mi amado, y huye después,

Ligero como la gacela o como la cabra montés

Por los montes perfumados.

Son la ausencia de futuro y un insoportable dolor en el alma lo que la impulsa a cometer seppuku. Hace meses que levantarse del lecho conforma una sucesión de actos tan heroicos como inútiles. Atrás quedó también la dejadez crónica de quien dejó de esperar. Parte sumida en el dolor que alberga inútilmente la esperanza ante lo que no ha de ocurrir y, sin embargo, es la ausencia de ese anhelo lo que la postra en brazos de la muerte. Hace demasiado tiempo que se debate entre la añoranza y el olvido. Pero cuando ese anhelo también causa dolor, reconoce que es el futuro lo que marchó, y cuando desaparece el futuro ya nada queda. Usará las pequeñas sogas que ahora rodean sus gráciles muñecas para ceñir tobillos y muslos entre sí. Desea, después de todo, la muerte honrosa de unir las piernas en la última caída.

Acaricia quieta el kaiken que perteneció a sus antepasados y se desvanece pausadamente en el centro de la estancia. La pequeña daga de níquel es algo más grande que un puñal. Fue usada por las mujeres samurái cuya sangre aún corre por sus venas. Extrae despacio la vaina, que deja a la vista el dragón labrado en la sutil hoja de doble filo. Siente un impulso y la coge por la empuñadura, la eleva con calma y roza levemente la zona en la que intuye una arteria suficientemente gruesa. Un fino hilo de sangre templada se desliza bajo la ropa y le acaricia el brazo, ahora sí, algo tembloroso.

El suelo del moderno shoin de la residencia fue rebajado recientemente dándole cierto aire de profundidad. Se trata de una sala majestuosa. Se fija en los detalles. Está cubierta de pared a pared de corteza de cedro. La rodean varios paneles correderos de papel enmarcados que dan paso a otros aposentos. Varios pilares biselados de forma cuadrangular sostienen el amenazante techo cóncavo de paja. Discretas persianas, de madera también, la protegen de la lluvia y se abren al jardín. Huele a tierra mojada y heno. El aire es pesado y la bruma le impide respirar con fluidez.

De la pared principal cuelga un grabado de Arima Haruzumi, abuelo de su esposo. Está sentado en el suelo, acodado sobre un taburete y cubierto por un amplio sayal. Le cuelga de la mano un abanico de plumas. Al borde del cuadro se ven dos katanas de funda oscura. Keiko recuerda la conversación que mantuvo con ese antiguo daimyo de Shimabara y que la situó en rebeldía entre los suyos.

«Naciste para ser bisagra entre clanes, mi querida niña –le dijo aquel día–. Te vi nacer y fui testigo de tus primeros pasos. Hoy comunico tu desposorio. Tu padre es un buen hombre y cree en ti. Al verte por vez primera decidió llamarte Keiko por considerarte la más afortunada de sus hijas, la que debía ser bendecida por el destino. Serás feliz a la vera de Arima Harunobu».

«Hasta hoy he perseguido el derecho a poseer la identidad que me es robada –respondió ella–. Ojalá pudiera encontrar el brío necesario en mi interior para luchar por un futuro que se me presenta inexistente. Nací en un mundo que usa a la mujer como moneda de cambio de los intereses del hombre, un lugar que habitan madres obligadas a quitar la vida a sus hijos recién nacidos para ahorrarles la pena de la pobreza. Dos siglos van que hermanos luchan contra hermanos trayendo desgracia a las familias y sus descendientes. Convivo en un mundo que me impide amar. Quiero a mi tierra, a la vez que aborrezco el hogar que se me ofrece a cambio de renunciar al clamor de mi corazón triste».

«Algunos años antes de que vieras la luz por vez primera, de las nueve provincias en que se divide la gran isla Kyunshu, cinco pertenecen al dominio de Otomo Sorin, tu padre. Los Omura y Arima anhelamos la paz tanto como él. Omura Sumitada, mi hijo mayor, ha acordado con mi consentimiento tu enlace con su sobrino, Arima Harunobu. Será tu esposo y el ‘daimyo’ de la península de Shimabara, a pesar de que tu madre Jezabel ha querido impedir cualquier proyecto de paz. Por eso ha dificultado que los clanes Otomo, Omura y Arima abrazásemos el cristianismo en busca de la llegada del progreso a nuestras tierras.

»Los marinos y comerciantes portugueses y españoles solo obedecen a los miembros de la Compañía de Jesús que llegaron a Japón hace cuarenta años. Pero la desmedida ambición de poder de tu madre ha obligado a tu padre, Otomo, a repudiarla a cambio de una joven y bella segunda esposa. Así, llegada la hora y celebrado tu enlace, trasladarás tu residencia de Bungo a la ciudad de Arima.

»Comprendo tu desánimo. Así lo siento yo, que abdico en mi hijo y marcho a un monasterio hasta mi último día, pero tus descendientes están llamados a traer paz y bienestar a vasallos y señores, y esa ha de ser tu misión».

«Me pregunto si puede existir paz en un lugar que desprecia la dignidad de sus mujeres. A unas las convierte en concubinas y a otras las aparta del amor y el futuro –respondió altiva.

«Los padres jesuitas tratan de mejorar la situación de la mujer mientras consienten que la gente más pobre de nuestro pueblo sea vendida como esclavos a los comerciantes portugueses, que los portan como mercancía a lejanas tierras. Vivimos días injustos, pero eludir tu responsabilidad no te hará mejor. Te debes a tu linaje, mi querida Keiko. De la mano de Harunobu eres la clave de la unión futura de los centenarios linajes de Otomo, Omura y Arima. Esa es tu misión. Debes traer la paz a Kyunshu».

La penumbra atenúa los discretos tonos del shoin, y su refinada austeridad atrae a la mente de la princesa Keiko el halo lejano y difuso de su niñez en Bungo. Algunos sucesos asoman en desorden a la epidermis de la memoria. El eco de algunas palabras pronunciadas por su padre aún flotan en el aire brumoso de la noche con olor a muerte. Vienen a su mente de seguido los dos lazos que aún la unen a sus orígenes y con los que mantiene correspondencia.

Su prima Chiasa nació pocas semanas antes que ella. Es hija del hermano de su madre, el jefe del Consejo de Otomo. Chiasa y Keiko son como hermanas. Se consideran mutuamente laotong, almas gemelas, que esa noche lúgubre y triste desearían poder despedirse. Estuvo tentada de comunicárselo en nu-shu, el lenguaje de las mujeres originario de la China antigua y que habían aprendido a hurtadillas. Sin embargo temió que su madre espiase la misiva, así que desistió de poner en riesgo su determinación férrea de quitarse la vida.

El otro contacto con la infancia de la princesa Keiko es el prior Eisei. Él fue su tutor y el de sus hermanas, y tan preferido suyo como ella predilecta de él. El bonzo Eisei es un hombre menudo, achaparrado y calvo. Habitaba en Yamaguchi hasta la llegada allí de su tío Hachiro como daimyo. Hachiro fue quien descubrió la valía del monje y lo envió a Bungo como maestro de las niñas de la familia. La profundidad de sus pupilas azules en el marco de una tez dorada y tan tersa como su cráneo rasurado contrastaba con la lana basta de su hábito de bonzo negro y mangas infinitas. Al partir las hermanas del hogar, el monje regresó a Yamaguchi como prior del santuario Akama Jingu. Allí le escribe Keiko y desde ese lugar recibe su correspondencia. Keiko pensó que la última carta llegaría días después de su suicidio. Supuso que sabría recibir comprensivo su adiós y transmitirlo a quien correspondiera.

En Bungo los días transcurrían interminables en una de las plantas superiores del castillo –la destinada a las mujeres–, junto a su madre, sus hermanas y algunas sirvientas. Las labores de costura y lectura en voz alta eran perturbadas tan solo por el espeluznante proceso de vendado de pies. Ser desposada con pies flor de loto convertía a las mujeres en damas de mucho mayor interés, tanto más cuanto menor lograra ser su movilidad. Tres hermanas precedieron a Keiko en el proceso. La anterior a ella era la más débil de todas. Vivía asustada y triste, temerosa de cualquier acontecimiento. Semanas antes de serle anunciado el proceso de vendado lloraba sin cesar. Por la noche se abrazaba a ella y clamaba un consuelo que, como benjamina, Keiko nunca supo darle. Comenzaron las friegas y la primera fase de presión. Luego fue más y más intensa. Se le quebraron algunos huesos entre estertores de dolor. Los sucesivos mareos indicaban que algo no iba bien. Sudores y escalofríos precedieron a una infección terrible que trataron de paliar con ungüentos de agua hervida con orina, raíz de morera, almendras y diversas hierbas y raíces de nombre impronunciable con las que las mujeres impregnan los vendajes. Poco a poco se fue apagando. Agarró su brazo y le suplicó que le prometiese que estaría a salvo. Murió aterrada.

La supuesta razón de una práctica tan siniestra es proveer a la hija de un matrimonio ventajoso y, como consecuencia, a los padres de una posición más elevada. A las hijas menores no se les vendan los pies porque al crecer son destinadas al servicio doméstico o vendidas como concubinas. El destino tenía prevista una excepción en el caso de Keiko. Sus hermanas ya habían sido desposadas y aún quedaba la importante maniobra de enlace entre clanes a la que iban a encomendarla. La muerte prematura de su hermana y la presión del bonzo Eisei evitaron la última mutilación en la familia, para disgusto de la madre.

El esposo de la princesa Keiko, Harunobu, estaba llamado a reinar, pero la muerte repentina de su padre, Yoshizumi, lo elevó a la máxima condición a los dieciséis años. Harunobu es un hombre de anchos hombros y mirada anodina. Alto y gordezuelo, su piel rosada emana cierto cariño y un atisbo de bondad. Ella no lo ama. Nació entre los anchos muros del castillo de Hinoe que hoy habita el matrimonio convenido. Recién nombrado daimyo se empleó en perseguir cristianos sin clemencia. Luego, amenazado su feudo, pidió ayuda a los jesuitas y convirtió a ambos a una fe desconocida a cambio de armas y riqueza. Harunobu ansía que el vientre de Keiko le entregue un hijo varón.

La hace llamar a sus aposentos con cierta frecuencia. Cada uno de los mediocres encuentros duran pocos instantes, pero su poso regresa una y otra vez hasta ella como una arcada y se prolonga igual que el fétido aroma del puerco en el camino. Él suele esperar su llegada desprovisto de ropa sobre el lecho. Ella se sitúa a su lado boca arriba y libera a un lado el atuendo con una maniobra aprendida y monótona. Recibe con resignación el peso de su mole. Sus pechos, más grandes y lacios que los de ella, se derraman en desorden sobre su delicado torso, y su barba rala y a medio hacer la molesta cuando pincha. Keiko finge al yacer el placer que él jamás le produjo. Sin luz y en silencio recibe hierática una ínfima porción de su cuerpo en el vientre yerto. No logra olvidar el dolor sordo y agudo que le dejó durante días el primer encuentro.

Evoca entonces cada vez la presencia de ese otro hombre de igual altura pero mucho más delgado y capaz de llenarla de un gozo infinito. Imagina que desliza la mano sobre el sudor de aquel otro cuerpo, del poseedor de una sonrisa tan distinta, del propietario de una forma única de besar.

Un inesperado claro de luna a su espalda invade el espacio. La bruma desciende en silencio. Keiko se gira a contemplarla por última vez y piensa que debe morir alejada de la imagen de alguien que le resulta tan extraño. Observar la luna emociona a todo espíritu capaz de elevarse sobre la mediocre vulgaridad. Alarga la distancia que la aparta de lo vano, como la separa del tiempo efímero. Imagina la forma que adoptará su cuerpo muerto, frío y gris. Se levanta, recoge el kaiken y se desplaza envuelta en sombras a través del breve espacio hasta el ventanal. Lo abre y se sienta de nuevo. La luna contempla el desfile en tropel de delicadas nubes de tul a punto de deshacerse. El cielo asoma agitado al fondo, aunque lejos de la violencia de la tarde. Una hilera de cerezos con escasos pétalos y corolas mortecinas se ofrecen como biombo y la ocultan del resto del jardín. Conoce bien su estructura en el seno del sólido recinto de piedra, tierra y madera que enmarca a Hinoe.

El castillo pertenece al clan Arima desde hace más de doscientos años, aunque Harunobu ha sido el gran impulsor de su transformación. Lo conforman tres palacios. El edificio principal descansa sobre una pequeña colina y en él habita su daimyo. El segundo de ellos, al este, es el destinado a su familia directa, y el tercero corresponde a la princesa hasta que le dé un descendiente. Nadie verá su traslado, ni esa muda, ni al vástago que no va a parirle. El recinto se alcanza al final de una larga y empinada escalera de piedra robada de las lápidas de los sepulcros budistas demolidas tras la reciente conversión del clan al cristianismo. En el centro del conjunto un estanque de forma irregular se adorna con rocas erosionadas por las olas. Cuando es llamada a los aposentos de su esposo lo atraviesa por el puente arqueado de madera. Suele detenerse en su parte más elevada, acaricia el musgo sobre los troncos de la baranda y trata de adivinar bajo el brillo de la luna algún pececillo de colores jugueteando con las algas. Ellos son libres y en esa noche espesa ella va a serlo también al fin, se repite.

La brisa fría que acerca la tiniebla provoca el rumor de la amalgama de pequeños pinos retorcidos, cedros, cerezos, arces y un ginkgo solitario de copa estrecha y algo piramidal. Un roble se inclina en reverencia sobre el agua, del mismo modo que la princesa Keiko se ha postrado a los deseos de los hombres. La discreta sinfonía se adorna de cuando en cuando por el sonido seco de las ramas de bambú, que retoñan en esa época y le recuerdan que aún está viva. Adivina un mar de sagradas flores de loto y las intuye meciéndose a merced del viento. Sus raíces se hunden en el fango para entregar al mundo como resultado de su sacrificio la flor del blanco más puro. El pelo le molesta en su vaivén. Toma una coleta alta y la divide en dos, la anuda y deja caer el mechón más grande. Recuerda que cuando era niña los moños realzaban el delgado cuello que trata de ocultar desde el mismo día de su matrimonio forzoso.

Despunta el alba con delicados rayos y cree llegada la hora. Abrocha primero un tobillo a otro y luego los dos muslos. Alarga el brazo hacia la daga decidida a cumplir su destino. Se inclina para alcanzar bien. Exhala un último suspiro hondo y lento. Inhala de seguido la humedad de la tiniebla. Desprende la vaina y la deja caer con cuidado. Toma la empuñadura firmemente y la acerca al cuello en un movimiento aprendido. Brota de nuevo la sangre detenida por la noche, ahora con más intensidad.

–¡Amaaaaa! –Un grito desesperado se abalanza sobre ella y la arroja a la hierba. El eco del chillido reverbera una y otra vez entre los muros de los palacios.

–¡Déjame, déjameeeee! –grita Keiko mientras aprieta los dientes y lucha con denuedo por asir el kaiken que logra sin embargo desprenderse y caer a la hierba con un golpe sordo.

Matsuco la abraza con fuerza desde atrás y le impide moverse. Ambas ruedan por el suelo. Firmemente atada de cintura hacia abajo, apenas puede deshacerse de su dama de compañía. Los dos ovillos se transforman en uno. Keiko ve mal, cegada por el rocío que iluminan los primeros rayos de sol y por las lágrimas que le brotan a borbotones, pero aún así no se rinde. Trata de alcanzar el puñal, mas su fiel criada se lo impide una y otra vez. Lo aleja con uno de sus pies y la princesa se siente perdida. Simula haber sido derrotada y, con la guardia de la otra algo más baja, propina un firme manotazo que le hace retroceder. Agarra su escote e insiste en retirarla de su camino de muerte. Recuperada del mandoble, la criada la toma del obi y la atrae de nuevo hacia sí. Jadean y lloran juntas. Matsuco hace un último esfuerzo y se sienta a horcajadas sobre el vientre de Keiko, impidiéndole respirar el aire frío. Cede por fin la princesa y solloza desconsolada. La criada la agarra por las muñecas y las sitúa detrás de su nuca. Apoyada en ellas, acerca el rostro al suyo. Su melena, tan negra como la de Keiko, hace de cortina sobre su frente. Los ojos de ambas son testigos de sus palabras.

–El bonzo Eisei ha enviado un mensajero. Te espera con urgencia en el monasterio de Yamaguchi –dice entre el llanto y las babas, que caen en el rostro de Keiko manteniendo su humedad. Sorbe y calla.

–Mi decisión es la muerte, y ultrajar mi voluntad te costará la tuya –responde Keiko con la mirada clavada en sus ojos.

–La vida que me dieron carece de valor sin la de mi ama.

»Un mensajero ha llegado al castillo de noche con orden de despertarnos y entregar su misiva antes del amanecer – continúa sin prestar atención.

–No queda razón en este mundo para mantener por más tiempo el sufrimiento que me produce seguir viva.

–Dice que se trata de un asunto de la máxima importancia. Afirma también que acudirá Rodrigo. El joven español estará con él y juntos esperarán impacientes tu llegada.

La princesa Keiko no es capaz de mantener la mirada demoledora de Matsuco. A su izquierda, sobre la colina, despuntan los primeros rayos de sol en un cielo renovado y limpio. Junto a las dos jóvenes se mece muy despacio una carpa infinita de tréboles. Cada hoja brilla con su correspondiente gota de rocío y le recuerda la ausencia de resplandor de su vida. Rodrigo la ha abandonado. De nuevo la visitan terribles punzadas en el estómago al saberse sola en el mundo, sin el amor que tanto quiso y que hoy echa terriblemente de menos.

Tirita y le castañetean los dientes de forma irregular. El trino de las alondras que se desperezan en las ramas de los árboles le resulta estridente y molesto. Desea apartar de su mente la figura esbelta y delgada de aquel hombre que decidió marcharse para siempre. Siente tan cerca y a la vez tan lejos su pelo castaño y sus ojos como madera, igual que maldice la causa desconocida que debió provocar su repentino cambio de voluntad cuando eran los dueños del mundo.

–Nada reconozco en ese nombre –susurra, repuesta y con ánimo de golpear con fuerza el rostro de la criada mientras se muerde el labio inferior.

–Ese joven aprendiz de jesuita es el dueño de la vida de mi ama, como mi ama lo es de la suya. Ni siquiera has podido elegir quitarte la vida –asevera Matsuco, ciñendo con más fuerza sus manos al suelo empapado–. Cada minúscula coincidencia en el tiempo, cada pensamiento, cada signo cómplice se dirige a vosotros inmisericorde. La fuerza insondable del amor un día señaló vuestro destino y esta mañana te reclama a su lado.

–Una noche tomó mi mano –refuta la princesa–, y con lágrimas en los ojos, pero decidido, me comunicó su partida definitiva.

–Rodrigo aún te ama. Solo está asustado. Ambos quisisteis ingerir el mundo de un bocado y confundisteis vuestro amor con lo que era posible aquellos días –sentencia la sirvienta, segura a la vez de que acerca la duda al alma dolorida y triste de Keiko.

–En la entrada del castillo aguarda el mensajero para darte más detalles. Según parece, un acontecimiento de la máxima importancia te aguarda. Debes escuchar, Keiko. Ocultémonos ahora de miradas curiosas –dice, soltando los nudos de la tentativa frustrada de jigai y arrastrando a su ama al interior del palacio.

Desconoce cuánto tiempo ha pasado. El abrazo de Matsuco la ha rendido sobre el tibio lecho. Ya debía estar muerta y detesta volver a respirar, pero las fuerzas la han abandonado. La ventana de la tarde sigue abierta y huele a la flor de ume, a azalea y salitre. A lo lejos, la niebla de la tarde se estira perezosa sobre el mar. Supone que ha debido transcurrir todo su primer día sin vida. Las dos permanecen inmóviles.

En algún momento debe ser consciente de que ha llegado la hora de dejar de sufrir.

–La mía se ha cumplido –afirma compungida.

–Sin embargo, otras veces, tal vez no muchas, cuando creemos que algo ha terminado, el destino nos muestra que vivimos solo el comienzo de la más bella de las historias de nuestros días.

La joven criada se alza con paso lento y avanza hacia el sonido decadente de la tarde en la ventana. Continúa hablando apoyada en el alfeizar de madera con los ojos clavados en el horizonte. La tierra se acerca a lamer la marea alta y su rumor mece la melancolía de la princesa.

–Keiko, mi ama. Déjame compartir un bello relato que acude a mi mente –dice mientras comienza.

»En los últimos retazos de un invierno inmemorial, entregó Dios a la vida dos semillas de bambú y le pidió que las sembrara en el bosque, a resguardo de la intemperie. La vida observó las semillas y respondió a Dios que eran granos de distinto linaje, igual que lo sois tú y Rodrigo. ‘Así lo he decidido’, respondió el Hacedor de todo. Transcurrido un breve tiempo bajo tierra, las impacientes semillas quisieron ver la luz que les había sido vetada.

»Para evitar la sospecha de Dios, y ahogadas por el miedo y la angustia, fingieron ante la vida haber sustituido su amor por una falsa e imposible amistad. Pero la vida, que todo lo sabe y todo lo ve, acudió a su encuentro y les explicó que las semillas de bambú necesitan seis años para germinar. Pasado ese tiempo en la oscuridad brotan de pronto y en tan solo unas semanas alcanzan varios metros de altura. ‘Debéis dedicar esos años a crear fuertes raíces que luego sustenten el ligero y robusto tronco’ les dijo.

»Habiendo comprendido, una de las semillas se dirigió a la otra: ‘Amada mía; en este día pongo a Dios por testigo de que nunca voy a influir para perjudicar tu crecimiento y tu futuro. Tuyo es y no me pertenece. Así me despido, y en prueba de ello te entrego el silencio como muestra de mi amor para el resto de los años que me hayan sido concedidos y prometo llevarte en mis sueños, pensamientos e ilusiones’.

»A lo que respondió la otra semilla: ‘Amado mío; en este día pongo a Dios por testigo de que tampoco yo voy a influir para perjudicar tu crecimiento y tu futuro. Tuyo es y no me pertenece. Así me despido, y en prueba de ello te entrego el silencio como muestra de mi amor para el resto de los años que me hayan sido concedidos y prometo llevarte en mis sueños, pensamientos e ilusiones’.

»Supo Dios de aquella última conversación y supo que las dos semillas habían comprendido que su amor debía mantenerse en silencio hasta llegada la hora. La llovizna apretó la tierra sobre las semillas. Sorbieron cada gota y cada una bebió de una lluvia distinta y se dispusieron a crecer a cubierto de la intemperie.

–¿Por qué impediste mi muerte? –pregunta Keiko resignada–. ¿Acaso ignoras mi derecho a dejar esta vida con honor? –se estremece en los brazos de Matsuco–. La lluvia que refiere tu historia está más cerca de él de lo que estarán nunca las yemas de mis dedos. Nada queda de su aroma, solo el deseo de que encuentre la felicidad en cada uno del resto de sus pasos. Vivo celosa de la lluvia que roza su piel.

–Es el mayor honor para mí devolver a la vida a quien la mía debo –responde Matsuco mientras regresa y acaricia las manos de la joven princesa–. Está aún presente ante mí el día en que cayó tu abanico del palanquín que te transportaba. Me dispuse a cogerlo para devolvértelo y me miraste. ¿Recuerdas, ama? Me tomaste a tu servicio y me sacaste del teku de Shimabara en el que habitan una buena parte de las hijas de los campesinos pobres. Ahí entregaba mi cuerpo a razón de doscientos ryos el servicio. Aquella tarde de otoño confié mi vida a la tuya y hoy te la devuelvo orgullosa y satisfecha.

–Se agolpan en mi cabeza recuerdos de unos días felices que luchan con el olvido que tanto necesito si he de seguir viviendo. Me siento confundida. Aposté todo, y es todo lo perdido.

–Acostumbramos a juzgar al otro desde nuestro lado del jardín. Piensa cómo se debía sentir Rodrigo al saberte en brazos de otro hombre aunque supiese que pensabas en él. Es difícil compartir el cuerpo de la mujer amada. Cuando la tarea se hace imposible, solo el olvido forzado ayuda a poder vivir. Imagina cada día en que se jugó su destino al esconderse de noche por las callejuelas de Arima en tu busca. Piensa en cada momento en que huyó a oscuras del seminario por verte y puso en juego su expulsión de la Compañía de Jesús. Y piensa en todas esas ocasiones en las que tuvo que explicarle al padre Valignano que pasear de noche era su máximo placer, pero que prefería hacerlo solo. La tensión y el miedo se acumulan e impiden respirar. Es hora de que comprendas.

–Ese hombre me elevó al cielo y yo aposté por cada una de sus palabras. Creí en su mirada ladeada y traviesa, creí en su sonrisa y en los impetuosos movimientos de sus largas y bellas manos. Le creí cuando me llamaba la mujer de su vida. Aún hoy creo en él haga lo que haga, pase lo que pase. Le conozco mejor que nadie en el mundo y sé que algo ha debido ocurrir.

–Debes acudir a la cita del bonzo Eisei y reunirte con ambos. Sea como fuere el encuentro, te doy mi palabra de dejarte morir en el monasterio y evitar que regreses nunca más a ver el rostro de tu esposo, ni el sol de Arima, ni que vuelvas a oler el profundo aroma del mar que mira al oeste. Catorce días de viaje. Ni uno más. Te lo ruego, ama.

»Más allá de la conjetura tuya y suya –prosigue absorta–, lo cierto es que ese hombre aún vive y que por alguna razón te espera todavía. La vida escancia pétalos de hortensia en el camino y nos muestra la senda que debemos recorrer si estamos atentos. Rodrigo existe en tu vida y tú en la suya, y ni tú ni él podréis evitarlo, vivos o muertos. Solo el hombre despierto puede soñar en la esperanza del amor. De un modo parecido, aunque con formas distintas, yo sueño con tu paz. Muy dentro de ti sabes que Rodrigo solo anhela que seas feliz. El resto son veleidades del alma, idas y venidas en torno a la fe, que a ratos creemos poseer y a ratos se diluye.

»Antes de acudir en tu auxilio, ignorante de lo que me encontraría al verte, he ordenado preparar nuestra partida – sentencia en un tono de voz algo más prosaico–. El mensajero le ha traído también la petición de permiso a Harunobu para que otorgue su venia y poder así visitar a Eisei. He transmitido que te encuentras indispuesta para evitar que te reclame esta noche. No sabe que ya nunca más acudirás a su encuentro.

2

Península de Shimabara, camino del estrecho de Shimonoseki. Últimos días del mes de mayo de 1582

Un grupo de doce samuráis forman al borde de la escalinata que desciende del castillo de Hinoe. La princesa Keiko y Matsuco abandonan el tercer palacio y se acercan lentamente. Tres de ellos se sitúan detrás de la parte posterior del norimono. Otros tres, en el frontal delantero, componen el primer turno de porteadores que tomarán a hombros el largo travesaño del que cuelga el habitáculo. Se trata nada menos que de la cabina que desplazará a la princesa de Arima. Los seis restantes los sustituirán en la primera parada. Detrás de ellos, un grupo de pesados kagos traslada alimento y ropas para la comitiva de sirvientes y samuráis que las acompaña.

Keiko se introduce en la que será su morada durante los siguientes días acompañada por la fiel criada que mantiene en ella una más que razonable desconfianza. Se conserva alerta a sol y sombra. Toma asiento en el interior de la madera lacada, finamente decorada con grabados de follaje arabesco, hojas de jengibre silvestre y peonías en flor. Se sientan una frente a otra. Matsuco ajusta la cuerda que ata el kaiken a su antebrazo. Han acordado que puede servirles como protección contra malhechores y para terminar con su vida si así lo decide Keiko al final del viaje.

Arima luce preciosa cada mes de mayo. La ciudad rodea el castillo de Hinoe y en ella conviven labradores y samuráis. Fuera del jardín, la salvaje voluptuosidad de las colinas desordena a capricho arces pinos y tilos. A través de los árboles que acompañan el descenso de la comitiva, la joven princesa se despide de los dos estrechos valles surcados por agua clara que escoltan el castillo. Más abajo, el inmenso mar abraza la península de Shimabara y la protege. Con las puertas del palanquín intencionadamente abiertas, contempla por última vez la ciudad que se extiende a sus pies. Suspira hondo y la abate de nuevo la tristeza. A media mañana solía pasear por entre las callejuelas de tierra en el barrio de casas samurái hasta detenerse frente al edificio de la iglesia antes de regresar a palacio, recuerda con nostalgia.

Salen a la llanura, hacia el norte, y una hilera interminable de flores blancas de cerezos se remueven con gracia al son de la suave brisa de la mañana. Su sombra juguetea a lo largo con la orilla del mar de Ariake que las escolta por la derecha. Al pie de la bahía de Shimabara llega un agua estancada y sucia. En días despejados como hoy, la bruma permite ver los islotes de Amakusa que asoman en cada bajamar y se conectan entre sí en algunos puntos. Un grupito de carpas de colores se bañan en los riachuelos de desagüe cristalinos y, a lo largo de toda la playa de grava mojada, la larga melena de las algas se peina con lo que queda de la corriente. Al otro lado del camino el sol se refleja en infinitos arrozales. El agua en calma anega cada brote que horada los parterres y las deslumbra. Keiko dirige un último saludo al volcán Unzen que se yergue tras la ciudad y agujerea Shimabara con multitud de onsen. La imagen de una de esas bañeras de aguas termales la transporta involuntariamente a otra mañana y al insoportable recuerdo de Rodrigo. Comienza a relatarla con la mirada fija en el infinito.

–Un día de invierno, hace año y medio, Rodrigo me esperaba bajo el grueso tronco del viejo sauce en el que solíamos encontrarnos a veces. Algo más temprano me había emplazado a dar un paseo por el bosque antes del almuerzo. Yo nunca me negaba –explica contrariada. Matsuco escucha atenta–. Nos adentramos en la espesura hasta no ser vistos. Conservo aún la imagen de cómo algunos pájaros huidizos picoteaban las bayas de acebo en el camino. Escalamos la colina, cada vez más cubierta de azaleas salvajes, bambúes enanos y pinos rojos de ramajes atormentados. Rodrigo parecía saber adonde nos dirigíamos. A un lado, entre el follaje, una cálida vaharada se escapaba entre las ramas y cubría el sendero. Me tomó de la mano con ímpetu y atravesamos un pequeño hueco entre dos plantas de té silvestre. De pronto me sentí embriagada por el denso halo de vapor que cubría el pequeño espacio en el que manaba un onsen desconocido hasta ese día para mí. Se escuchaba un ligero gorgoteo de agua y el revolotear travieso de algunos pájaros. Nos acercamos hasta rozar la punta de cada nariz. Entregamos los abrazos con prisa, como si se acabara el tiempo para amarnos, como si nuestros cuerpos intuyeran la finitud de sus posibilidades. Retrocedí ante el recuerdo de mi posición de princesa desposada y supe que mi vida estaba en juego si nos descubrían, pero la pasión del momento fue mucho más fuerte.

»Deslizó mi ropa al suelo con vigor y yo tiré con tanta fuerza del pantalón bajo su capa negra que se rompió la botonadura. Sentí cómo los sensibles brazos de mi amado cubrían el frío de mi cuerpo desnudo. Me tomó ambas manos y nos sumergimos en el pequeño ofuro de piedra que tenía apenas la altura de nuestras cinturas. El agua caliente fue testigo de un océano de húmedos besos. Nuestras piernas se entrelazaron furtivas bajo la superficie y los pies jugueteaban por su cuenta mientras las cuatro manos bailaban, cómplices del intenso placer que nos recorría. Rodrigo tomó mis pies y los elevó hasta su boca a la vez que su mirada traviesa buscaba la mía. Alcé la vista al cielo oculto tras el vapor de agua. Se acercó de nuevo y, sentado a mi lado, acaricié su vientre. Cada poro de la piel de uno buscó la del otro. Nos encontramos en incontables envites que me elevaron con brío. Las nubes nos sobrevolaron. Olía a vapor y sal, y nuestros cuerpos anudados respiraron del humo blanco que nos envolvía. Me giró sobre la bañera de piedra y se adentró entre las dos majestuosas montañas que escoltan mi más íntimo lugar y las hizo suyas, y yo se las di, y todo en aquel momento fue de los dos y de cada uno. Noté su cuerpo mojado y cálido adherido a mi espalda y cómo acercaba su aliento acelerado a mi nuca. La besó despacio. Sentí un escalofrío que me recorrió la columna de abajo arriba. Abrió su mano suave y rodeó mi cuerpo con mimo. Giré mi mejilla y la uní a la suya. Nuestros labios se persiguieron hasta encontrarse. Palpé su ingle y el vértigo de acercarme a un abismo de gozo interminable. ‘¡Rodrigo!’, susurré. Fui yo entonces quien dominó sus movimientos mientras entornaba los ojos mezclados con mi pelo. Le pedí que los abriese y nos contemplase, pero no lo hizo. Semanas después me confesó que trataba de conservar aquel momento más allá del tiempo y las circunstancias, más allá incluso de toda esperanza. Un estertor mostró el camino al siguiente sin término ni medida y nos abandonamos a un destino incierto, seguros de haber sido mecidos en brazos de una felicidad tan perecedera como real y para siempre.

Matsuco ha tomado la mano temblorosa de Keiko y calla. El resto de la mañana se despliega en silencio. Tan solo se escuchan las pisadas de los porteadores y el quejido de la madera de los palanquines. El viaje está previsto en catorce jornadas. Han debido transcurrir tres o cuatro, no lo saben muy bien. Tampoco importa. Suponen que han dejado atrás la provincia de Hizen. Avanzan entre miríadas de plantas de todo tipo y tamaño, contemplando por primera vez las hojas brillantes y cerosas de algunas de ellas.

La joven desdichada se entretiene en el intento de ver animales y supone que ellos también la observan con cautela. Algunos serows, un ciervo sika. A las pocas horas ha asomado en el camino un enorme oso negro que, más atrevido de la cuenta, ha sido espantado por uno de los samuráis. Cree que las sigue a distancia una manada de okamis pero no está segura; los lobos son siempre huidizos e inteligentes y prefieren devorar a los numerosos niños y mendigos que deambulan sin rumbo débiles y descarriados por la guerra y el hambre. Se ha dispuesto que viajen a través de caminos estrechos y ocultos, lejos de miradas extrañas. Le produce cierto consuelo evitar la vergüenza de mostrar su opulencia ante tamaña miseria.

Matsuco ha preguntado al guía por su situación y este informa que les restan dos días para abandonar Chinuzen y adentrarse en la provincia de Buzen. Pasarán la última noche en las inmediaciones del castillo de Kokura antes de cruzar el estrecho de Shimonoseki y alcanzar su destino en la provincia de Yamaguchi.

–¿Cómo comenzó todo, Keiko? ¿Cómo te enamoraste? –interrumpe Matsuco de forma abrupta tras el almuerzo. Keiko no responde durante unos minutos y ella respeta su tiempo.

–Lo hice —obvia la explicación, pero comienza el relato de lo ocurrido— hace ahora casi tres años –balbucea despacio–. El veinticinco de julio llegó al puerto de Kuchinotsu el gran barco de Macao. Recién desposada, acudía sola a menudo a esa playa en la pequeña bahía de aguas siempre tranquilas y claras en perfecta armonía con la frondosa colina que la cobija.

»Días antes, mi esposo Harunobu había sido avisado del deseo de Alejandro Valignano, visitador general de la Compañía de Jesús, de entrar al Japón por algún lugar de la isla de Kyunshu. Así fue como el capitán mayor de Macao bajaba el ancla en la humilde Kuchinotsu. Sentí que se profanaba mi soledad de antaño, pero al mismo tiempo crecía mi curiosidad. La riqueza de Arima depende de la llegada de comerciantes españoles y portugueses, que van acompañados de misioneros jesuitas. Formé parte de la extensa comitiva que acudió a puerto a recibir con honores a la tripulación. Casi toda la población curioseaba algo más lejos.

A Keiko le resulta apenas soportable rememorar la historia de sus días de felicidad junto a su amado y, sin embargo, Matsuco la anima a avanzar.

–Te hará bien hablar, Keiko. Continua, te lo ruego –dice.

–Tomó tierra un nutrido grupo de misioneros, todos vestidos de un extraño traje negro parecido al de nuestros monjes bonzos. Luego supe que algunos eran sacerdotes y otros estudiantes y aspirantes a jesuita. Todos traían la intención de misionar el cristianismo en Japón. Uno a uno, se inclinaron con amabilidad ante nuestro séquito. Yo estaba situada junto a mi esposo pero detrás de él. Llegó el turno en primer lugar de Valignano, que se saltó el protocolo, de modo que yo, una mujer, también fui saludada. A continuación todos hicieron lo propio.

–Y entre ellos se encontraba Rodrigo –insiste Matsuco, algo impaciente.

–No lo supe entonces. Nos conocimos unos meses después. Mi esposo Harunobu recibió tantos parabienes de los comerciantes portugueses y españoles, y fueron tantas las ganancias que obtuvo, que abrazó la fe cristiana de bruces. Nuestra vida se acercó a la de los padres jesuitas que predicaban al pueblo. La paz y la prosperidad parecían haber acudido para quedarse. Tal fue así que, a propuesta del padre Valignano, Harunobu accedió a ser bautizado junto a toda su familia, decisión que me incluyó a mí, claro.

»Una mañana de abril de 1580, hace algo más de dos años, tuvo lugar la ceremonia. A los pocos días toda la ciudad se hizo cristiana, se quemaron los ídolos, los kami y los hotoke. Harunobu, no contento con eso, ordenó asolar cuarenta templos budistas y reservó los materiales para construir iglesias y adecentar la escalera principal del palacio de Hinoe.

–Vas muy rápido, Keiko. A una criada le gusta conocer los detalles de los lugares a los que no tiene derecho a acceder. ¿Cómo fue aquel bautismo?

–Llegamos vestidos con nuestras mejores prendas a la iglesia, antaño el templo budista más importante de Arima. Pasamos a los asientos delanteros y el resto se llenó con los invitados principales. Al poco aparecieron frente a nosotros tres sacerdotes. Valignano, en el centro, presidía la ceremonia y dirigió una breve plática de bienvenida, mitad en latín y mitad en nuestra lengua. Nombró uno a uno a los asistentes y anunció como testigos del acontecimiento a algunos padres jesuitas. Al lado del sacerdote principal, vestido de forma mucho más sencilla, Rodrigo hacía las veces de ayudante. Aún no lo conocía pero me impresionó. Comenzó la celebración de la misa y un rito siguió a otro sin que yo prestase el más mínimo interés. Agua bendita, un exorcismo, la unción con óleo y crisma, sal y saliva.

»Nos pusieron una túnica blanca y nos entregaron un cirio y un nuevo nombre que no he usado jamás. Recibí por turno agua en la sien ladeada y me sentí ridícula. No sé el tiempo que había pasado, pero para mí fue tan solo un instante. El joven estaba situado a un lado y podía contemplarlo a placer sin levantar sospecha. Nada más importaba. Ya cristianos, el padre Valignano nos dirigió a una pequeña mesa sobre la cual había preparado un documento destinado a dejar registro de lo ocurrido. Aquel hombre de mirada profunda y nombre desconocido puso en mi mano una pluma de ave untada en tinta y rozó levemente su dedo con el mío. Escribí mi nombre y elevé una mirada furtiva y discreta que tuvo tiempo de adentrarse por un instante en sus ojos de color miel.

»Al terminar abandonamos el recinto y sellamos nuestro compromiso con el intercambio de regalos y viandas. Aproveché el acto protocolar de abrazo entre Valignano y Harunobu y comencé a buscar al jesuita con la mirada. Lo vi. Departía con otros. Procuré acercarme acompañada de algunas mujeres. Se cruzaron nuestras miradas y nos saludamos brevemente. Su voz era distinta y su sonrisa diferente. Aquella noche dormité pensando en él. Ansiaba poder volver a verlo.

–¿Reparaste entonces en tu doble condición de princesa y esposa?

–Me sentaba mañana, tarde y noche embelesada con aquella imagen. Lo intuía en las hileras de hormigas entre la hierba, en el vuelo de una abeja, entre el alimento que apenas probaba. Buscaba el modo de volver a verlo y quise encontrarlo sin el riesgo de levantar sospecha.

»Mi matrimonio pasó a serme aún más indiferente. Un soplo de aire fresco invadía mi vida y daba sentido a mis días por primera vez. Reconocí que otra forma de respirar era posible. La mera ilusión de haber, tal vez, sido admirada por él me hacía sentir importante. Dudaba de si sería digna de su tiempo y espacio. Imaginaba historias en un mundo irreal y en absoluto posible, pero había comenzado a conocer, aunque fuera de lejos, la felicidad a la que otros aludían.

Desde que partieron, a veces le ocurre a Keiko que no sabe si habla sola y Matsuco escucha, o si mantiene un diálogo silente para sus adentros. El tiempo cambiante de primavera no impide que su mente se haya transportado a los fríos días de pleno invierno de hace dos años.

Los cristianos de la isla se preparaban para celebrar su Navidad y ellos, bautizados algo más de medio año antes, aún intentaban asimilar sus costumbres, todas nuevas y extrañas. Ella buscaba con denuedo y sin éxito un motivo para poder ver a Rodrigo cada día.

Una mañana escuchó una conversación entre Valignano y Harunobu. De pronto supo que la solución estaba cerca. El visitador general de la Compañía de Jesús solía frecuentar el palacio de Hinoe en busca de prebendas o de consejos para sus proyectos en la isla. El intrépido italiano hablaba de la importancia de la fusión de sus dos culturas para llegar a Dios, y hacerlo uno y verdadero entre los habitantes de Arima. El esposo de Keiko no dijo nada y cambiaron el sentido de la charla. Pero ella guardó aquellas palabras que ahora regresaban a su mente. Esperó impaciente la marcha del padre Valignano y pidió ser recibida por Harunobu.

–Esposo mío –manifestó–, sabes que son contados con los dedos de la mano los deseos que he expresado desde nuestro enlace. Me atrevo a solicitar ahora uno que a buen seguro nos hará mucho bien a mí y a tu pueblo al mismo tiempo.

Se sentía segura. Quería ver a Rodrigo, aún a riesgo de su vida y de recibir la pública humillación de Harunobu en caso de ser descubierta su verdadera intención.

–Existe un viejo templo en desuso y tal vez se te haya ocurrido construir una iglesia. Permíteme sin embargo que te sugiera de otro modo. Sabes de mi interés por el aprendizaje desde niña. Si mandases construir un seminario, Valignano te favorecería durante años. Tendría la doble misión de enseñar a los siervos de más noble cuna y de formar futuros sacerdotes. Podríamos compartir la enseñanza de japonés y latín, y se podría aprender pintura, dibujo, talla, música vocal e instrumental y las doctrinas de nuestra nueva fe. ¡Y hasta podríamos fabricar relojes de bolsillo! –expresa emocionada.

A las pocas semanas, una mañana tras otra acudían al seminario recién inaugurado un grupo de damas y jóvenes de la clase gobernante de Arima. Compartían tiempo y espacio con los padres jesuitas y los seminaristas llegados del oeste.

Y sí; entre ellos Keiko veía cada mañana a Rodrigo. Él impartía clases de latín. El tiempo se detenía anclado en aquellos cabellos castaños que él se colocaba de vez en cuando. Cada gesto, cada sonrisa…

–Fui muy feliz, Matsuco –emite sin poder evitarlo–. Se vestía con ropa nueva y acicalada. Un día, a la salida de la última sesión de la mañana, se acercó a mí. Los latidos del corazón me brotaban en el pecho con fuerza. Con cierto rubor me convidó a dar un paseo por la tarde para buscar madera con la que construir un órgano. A mí me gustaba estar con él y quería hacerlo. A partir de ese día, cada paseo terminaba con una nueva cita y la ilusión renovada por seguir viviendo.

Ambos sabíamos que debían esconderse del mundo, así que se encontraban en el bosque o en alguna playa a cubierto. Uno de aquellos días Rodrigo sugirió tomar juntos algo y ella no lo dudó. Apoyados en una tabla blanca muy estrecha que había preparado días antes, según le dijo, sacó unas copas y abrió un frasco envuelto en enea. Probó entonces Keiko por vez primera el licor hecho de uva fermentada traído desde España. Sus piernas se rozaban bajo la estrechez de la mesa improvisada y un cosquilleo como de alas de mariposa la recorría de arriba abajo. El vino de tono blanquecino ardía en sus sienes y la mirada de él la penetraba mientras se fundían entre risas y charlas.

De pronto, sin mediar palabra, cuando estaban a punto de regresar al mundo real, Rodrigo se inclinó hacia Keiko, tomó su cuello con ambas manos suavemente y, como si fuera una de las copas que había ante ellos, giró levemente su rostro y acercó sus labios a los de ella con la seguridad de quien sabe que será bien recibido.

–Rodrigo –dijo la princesa elevando la mirada entre lágrimas de gozo–, ¿sabes en qué lío nos adentramos?

Su respuesta fue otro beso, uno interminable y hondo. Y luego otro y muchos más. Se tomaron de la mano tras unos arbustos y detuvieron el tiempo.

El camino se ha poblado poco a poco de más y más humanos sucios y harapientos a los que van dejando atrás. Caminan despacio. Algunos sangran, otros cojean o se arrastran como pueden. Comienza a llover. De pronto sienten un estruendo, pero no es un trueno. El techo del norimono recibe otros dos estampidos. Son piedras acompañadas de varios alaridos no muy lejanos. Matsuco se abalanza sobre Keiko e intenta protegerla. El palanquín se deja caer al suelo de forma brusca. Se balancean en la caída y se agarran para evitar golpearse. Los doce samuráis las rodean. Se oscurece el espacio pero la princesa no se agacha, aún absorta en el recuerdo del primer beso de Rodrigo. Estira el cuello para mirar entre los soldados y observa la lucha entre el resto de la comitiva y un grupo de hombres desesperados. Intuye que buscan el kago con alimentos. Lo encuentran y toman cuanto pueden. Se disponen a huir pero dos samuráis que se alejan del grupo, los detienen y golpean. Entre las fuertes piernas de uno de los soldados asoma el rostro magullado y flaco de un muchacho. Apenas tendrá diez o doce años. Alza la mirada suplicante y sus ojos grandes tratan de huir de la cara en busca de algo que llevarse a la boca. Una bofetada más lo arrastra hacia atrás. Se escucha el golpe de la nuca contra el suelo y solloza.

–Dejadlos en paz; solo tienen hambre –grita Keiko desesperada.

Por fortuna tres de ellos logran alejarse un poco con algo en las manos pero son detenidos por otros hombres que acuden desde lejos a la carrera. También son samuráis, aunque no forman parte del séquito de Arima. Al menos ella no los reconoce. Tras ellos distingue un balancín de buen porte que se acerca y detiene a su altura.

–Permitidles ir –dice una voz desde el interior—. Estos hombres han perdido en la batalla y están malheridos. Si no comen algo morirán en pocos días.

Keiko distingue esa voz. La reconoce como propia de algún modo. La escuchó cada día durante sus primeros años de vida. Esa voz le dio cobijo, la alabó bondadosa, la educó e hizo de ella lo que es, si es que algo queda. Aguarda impaciente la aparición del cuerpo orondo que la acompañó siempre.

–¡Padre!

–¡Hija mía! ¡Keiko!

–No son hombres, sino niños enviados a la muerte –espeta ella sin dejarle siquiera apearse del balancín–. Son seres humanos que nunca sabrán lo que es amar, ni vivir paz. No tendrán una muerte digna porque no supiste permitirles ser dignos tampoco en vida –sentencia sin contemplación la joven.

–Perdóname, hija mía. Perdóname. –Escucha por vez primera en su vida la voz trémula de su padre, siempre seguro de sí, siempre tenaz. Está mucho más flaco y muy desmejorado.

–¿Por qué somos así los hombres? ¿Por qué hemos de matarnos? ¿Qué nos cabe esperar, padre? Vienen unos marineros de tierras lejanas y les creemos mejores que nuestras gentes de Japón hasta que descubrimos en ellos nuestras mismas miserias y el mismo deseo inútil de poder. Las mujeres y los niños son masacrados o humillados igual que lo eran antes. Los soldados entregan sus días a cambio de unas pocas monedas y del placer del pillaje. Otras mujeres, siempre demasiadas, entregan su cuerpo y sumergen en alcohol su pena por un alma que partió lejos en el mismo instante en que alguien las condenó sin que se les conozca culpa.

El frescor de la tarde le ha calado los huesos tras la llovizna. Hace días que apenas prueba bocado, pero el inesperado vigor de las palabras pronunciadas a su padre ante la injusticia que invade los caminos, y la convicción de que será la última vez que lo vea, le infunden cierto valor.

Ha dispuesto que el grupo de samuráis vigile a una distancia prudente el pequeño hakozen sobre el que hace días intenta alimentarse junto a Matsuco, y que hoy ocupará el gran Otomo Sorin, dueño durante décadas de una buena parte de Kyunshu, y padre suyo.

La princesa de Arima ha encargado preparar una cena tradicional para dos y repartir tantos alimentos como sea posible entre el séquito de su padre. A ellas tan solo les quedan tres jornadas de viaje y necesitan poco. Ha encontrado aliento para sugerir la composición de los chawan, cinco para cada uno, con los que cerrará otro capítulo de su corta vida para siempre. Se trata del orden de platos que le gusta su padre y que recuerda desde niña. A la izquierda el cuenco del arroz chimaki envuelto en una hoja de bambú, típico de esa época del año, y a la derecha un poco de sopa bien caliente. Para las guarniciones, sömen muy finos. Al fondo a la izquierda, pescado saba que llevan seco y que se presenta hervido con daikon, y a su lado otro distinto a la brasa. Al centro no pueden faltar verduras hervidas. Cambiará el cuenco de la sopa por el de la verdura y su padre sonreirá como antaño, se dice con cierta alegría al evocar aquella escena repetida tantas y tantas veces.

–Mi querida Keiko –comienza nada más sentarse sin apenas mirar la cena–, hace décadas que busco la paz de Kyunshu, como sabes bien. Años atrás logré aglutinar bajo mi mando las provincias de Bungo, Buzen, Chikugo, Chikuzen e Higo. Vivimos en armonía con nuestro vecino Sumitada, daimyo de Omura, y juntos llevamos esa misma calma a Arima de la mano de su sobrino Harunobu, ahora tu esposo. Al sur, Shimazu Takahisa gobernaba Hiuga e Ito hacía lo propio en Satsuma. Tampoco ellos querían la guerra; nos respetábamos. Lucharon sin embargo Hiuga y Satsuma, venció Shimazu y fue entonces cuando tu hermana, viuda de Ito y con dos hijos, tuvo que regresar a su Bungo natal. A la muerte de Takahasi, lo sustituyó su hijo Yoshihisa, quien ha dedicado sus días a llenar la isla de odio, rencor y muerte. En Hizen, Riuzoji, a quien tanto dimos y cuidamos en casa, es la misma imagen del horror. Ambos, Yoshihisa y Riuzoji, traerán la desgracia a las generaciones venideras.

–¿Cómo ha ocurrido tu derrota, padre? Tu ejército es fuerte y valeroso. Es el más grande y formidable de todo Kyunshu, y de buena parte de Japón.

–Hace cuatro años le cedí a tu hermano Yoshimune el mando en mis dominios con la intención de iniciar mi retiro. Su ambición desmedida nos ha llevado a la ruina. Con la intención de recuperar Hiuga de las manos de Shimadzu Yoshihisa, lanzó hace un año a sesenta mil de nuestros hombres a la batalla. Todo parecía haber ido bien. Acudí a tomar posesión de Hiuga y regresé a Bungo. Pero hace semanas supimos de una nueva embestida de los samuráis de Satsuma bajo el liderazgo de Shimadzu y decidí regresar en su defensa con cuarenta mil de mis hombres.

»Va para trescientos años que no se ha visto en todo Japón lealtad y valentía mayores que las de los samuráis del sur de Hyunshu, hoy al servicio de Yoshihisa –reconoce el anciano triste y pensativo.

–La derrota es parte de la vida, así como la misma muerte nos aguarda a todos por igual –afirma Keiko, arrepentida por su anterior ataque–. Hiciste lo que creías mejor para alcanzar la paz para tu pueblo.

–He cometido muchos errores, tal vez demasiados, y el resultado es miseria y muerte, hija mía. El mayor de ellos fue mi desposorio con Jezabel, tu madre. Ella le inculcó una malsana ambición a tu hermano Yoshimune y nada ya puede hacerse. Fue demasiado tarde cuando la repudié. El daño estaba hecho.

–Ver que hablas de este modo de mi madre no me hace bien, padre.

–La verdad encuentra siempre un camino para revelarse, como el amor alcanza antes o después a dos seres predestinados. –Habla como si supiera del dolor de ella y de la causa de su deseo de abandonar este mundo—. Apenas encontramos oposición en nuestro camino –continúa entonces tal como había comenzado–. Fuimos informados de que Yoshihisa había retirado sus tropas de Hiuga y decidí quedarme a un día de camino tras el ejército acompañado por los jesuitas Cabral y Almeyda. Dejé al mando a mi consejero principal, Tawara Tsugitada, tío tuyo. Los castillos en el extremo norte de la provincia fueron reducidos sin resistencia.