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Vida y hechos de Periquillo Sarniento redactada por él y para sus hijos era el nombre original de la novela cuando se publicó en el año 1816 en una versión de tres tomos, escrita por José Joaquín Fernández de Lizardi. El cuarto tomo fue censurado, en su momento, por criticar la esclavitud. No se publicaron completos bajo el título Elperiquillo Sarniento hasta 1830, ya muerto Lizardi. Esta es una novela de corte picaresco considerada como primera del género escrita en Latinoamérica. La obra cuenta la vida de un anciano, Pedro Sarmiento, alias «el Periquillo Sarniento», que ante la cercanía de la muerte escribe su biografía con la sana intención de que mis hijos se instruyan en las materias sobre las que les hablo. El protagonista pasa de una experiencia trágica, cuando es todavía un joven pícaro, a una aventura épica. Todo en este libro está aderezado con una narrativa llena de ironías, críticas o reflexiones sobre los usos y costumbres de la sociedad de entonces. El entorno en que transcurre es el final de la dominación española en México. Por esta razón, El periquillo Sarniento se caracteriza por un lenguaje repleto de mexicanismos, chistes y formas de habla típicas del pueblo y las clases más desfavorecidas de la sociedad del momento. El protagonista es un pícaro y un ladrón, y muestra el folclore y las tradiciones del país americano. El periquillo sarniento aborda temas como - la corrupción, - la ignorancia - y la desinformación que ejemplificaban la administración española en la nación.Además, pretende criticar las instituciones corruptas y los sistemas fallidos de la época con la a intención de educar al pueblo, señalarle sus errores para así reformar y mejorar la sociedad.
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Seitenzahl: 334
Veröffentlichungsjahr: 2010
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José Joaquín Fernández de Lizardi
El Periquillo Sarniento Tomo III
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: El Periquillo Sarniento.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-513-5.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-349-8.
ISBN rústica: 978-84-9816-618-7.
ISBN ebook: 978-84-9897-063-0.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Tomo III 11
Vida y hechos de Periquillo Sarniento 13
Capítulo I. En el que refiere Periquillo cómo se acomodó con el doctor Purgante, lo que aprendió a su lado, el robo que le hizo, su fuga y las aventuras que le pasaron en Tula, donde se fingió médico 13
Capítulo II. Cuenta Periquillo varios acaecimientos que tuvo en Tula, y lo que hubo de sufrir al señor cura 38
Capítulo III. En el que nuestro Perico cuenta cómo concluyó el cura su sermón; la mala mano que tuvo en una peste y el endiablado modo con que salió del pueblo, tratándose en dicho Capítulo por vía de intermedio algunas materias curiosas 55
Capítulo IV. En el que se cuenta la espantosa aventura del locero y la historia del trapiento 68
Capítulo V. En el que cuenta Periquillo la bonanza que tuvo, el paradero del escribano Chanfaina, su reincidencia con Luisa, y otras cosillas nada ingratas a la curiosidad de los lectores 90
Capítulo VI. En el que se refiere cómo echó Periquillo a Luisa de su casa, y su casamiento con la niña Mariana 111
Capítulo VII. En el que Periquillo cuenta la suerte de Luisa, y una sangrienta aventura que tuvo, con otras cosas deleitables y pasaderas 136
Capítulo VIII. En el que se refiere cómo Periquillo se metió a sacristán, la aventura que le pasó con un cadáver, su ingreso en la cofradía de los mendigos y otras cosillas tan ciertas como curiosas 143
Capítulo IX. En el que refiere Periquillo cómo le fue con el subdelegado, el carácter de éste y su mal modo de proceder, el del cura del partido, la capitulación que sufrió dicho juez, cómo desempeñó Perico la tenencia de justicia y finalmente el honrado modo con que lo sacaron del pueblo 166
Capítulo X. Aquí cuenta Periquillo la fortuna que tuvo en ser asistente del coronel, el carácter de éste, su embarque para Manila y otras cosillas pasaderas 183
Capítulo XI. En el que Periquillo cuenta la aventura funesta del egoísta y su desgraciado fin de resultas de haberse encallado la nao, los consejos que por este motivo le dio el coronel y su feliz arribo a Manila 200
Libros a la carta 221
José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). México.
Hijo de Manuel Fernández de Lizardi y Bárbara Gutiérrez. Nació en la Ciudad de México.
En 1793 ingresó en el Colegio de San Ildefonso, fue bachiller y luego estudió teología, aunque interrumpió sus estudios tras la muerte de su padre.
Hacia 1805 escribió en el periódico el Diario de México. En 1812, tras las reformas promulgadas por la Constitución de Cádiz, Fernández de Lizardi fundó el periódico El Pensador Mexicano, nombre que usó como seudónimo.
Entre 1815 y 1816, publicó dos nuevos periódicos: Alacena de frioleras y el Cajoncito de la alacena.
En mayo de 1820, se restableció en México el gobierno constitucional y, con la libertad de imprenta, fueron abolidas la Inquisición y la Junta de Censura. Entonces Fernández de Lizardi fundó el periódico El conductor eléctrico, a favor de los ideales constitucionales; apenas unos años después, en 1823, editó otro periódico, El hermano del Perico.
Su último proyecto periodístico fue el Correo Semanario de México.
Lizardi combatió en la guerra de independencia y en 1825 fue capitán retirado. Murió de tuberculosis en 1827 y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de San Lázaro.
Versión basada en la: 4ª ed., El Periquillo Sarniento, México, Librería de Galván, 1842.
...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.
Torres Villarroel en su prólogo de la Barca de Aqueronte.
Escrita por él para sus hijos
Ninguno diga quién es, sus obras lo dirán. Este proloquio es tan antiguo como cierto, todo el mundo está convencido de su infalibilidad; y así ¿que tengo yo que ponderar mis malos procederes cuando con referirlos se ponderan? Lo que apeteciera, hijos míos, sería que no leyerais mi vida como quien lee una novela, sino que pararais la consideración más allá de la cáscara de los hechos, advirtiendo los tristes resultados de la holgazanería, inutilidad, inconstancia y demás vicios que me afectaron; haciendo análisis de los extraviados sucesos de mi vida, indagando sus causas, temiendo sus consecuencias, y desechando los errores vulgares que veis adoptados por mí y por otros; empapándoos en las sólidas máximas de la sana y cristiana moral que os presentan a la vista mis reflexiones; y, en una palabra, desearía que penetrarais en todas sus partes la sustancia de la obra, que os divirtierais con lo ridículo, que conocierais el error y el abuso para no imitar el uno ni abrazar el otro, y que donde hallarais algún hecho virtuoso os enamorarais de su dulce fuerza y procurarais imitarlo. Esto es deciros, hijos míos, que deseara que de la lectura de mi vida sacarais tres frutos, dos principales, y uno accesorio. Amor a la virtud, aborrecimiento al vicio y diversión. Éste es mi deseo, y por esto, más que por otra cosa, me tomo la molestia de escribiros mis más escondidos crímenes y defectos; si no lo consiguiere, moriré al menos con el consuelo de que mis intenciones son laudables. Basta de digresiones que está el papel caro.
Quedamos en que fui a ver al doctor Purgante, y en efecto lo hallé una tarde después de siesta en su estudio sentado en una silla poltrona con un libro delante y la caja de polvos a un lado. Era este sujeto alto, flaco de cara y piernas, y abultado de panza, trigueño y muy cejudo, ojos verdes, nariz de caballete, boca grande y despoblada de dientes, calvo, por cuya razón usaba en la calle peluquín con bucles. Su vestido cuando lo fui a ver era una bata hasta los pies, de aquellas que llamaban de quimones, llena de flores y ramaje, y un gran birrete muy tieso de almidón y relumbroso de la plancha.
Luego que entré me conoció y me dijo: ¡oh, Periquillo, hijo!, ¿por qué extraños horizontes has venido a visitar este Tugurio? No me hizo fuerza su estilo porque ya sabía yo que era muy pedante, y así le iba a relatar mi aventura con intención de mentir en lo que me pareciera; pero el doctor me interrumpió diciéndome: ya, ya sé la turbulenta catástrofe que te pasó con tu amo el farmacéutico. En efecto, Perico, tú ibas a despachar en un instante al pacato paciente del lecho al féretro improvisamente, con el trueque del arsénico por la magnesia. Es cierto que tu mano trémula y atolondrada tuvo mucha parte de la culpa, mas no la tiene menos tu preceptor el fármaco, y todo fue por seguir su capricho. Yo le documenté que todas estas drogas nocivas y venenáticas las encubriera bajo una llave bien segura que solo tuviera el oficial más diestro, y con esta asidua diferencia se evitarían estos equívocos mortales; pero, a pesar de mis insinuaciones, no me respondía más sino que eso era particularizarse e ir contra la secuela de los fármacos, sin advertir que «es propio del sabio mudar de parecer», sapientis est mutare consilium, y que «la costumbre es otra naturaleza», consuetudo est altera natura.1 Allá se lo haya. Pero dime, ¿qué te has hecho tanto tiempo? Porque si no han fallado las noticias que en alas de la fama han penetrado mis aurículas, ya días hace que te lanzaste a la calle de la oficina de Esculapio.
Es verdad, señor, le dije, pero no había venido de vergüenza, y me ha pesado, porque en estos días he vendido para comer mi capote, chupa y pañuelo. ¡Qué estulticia!, exclamó el doctor, la verecundia es «muy buena», optime bona, cuando la origina crimen de cogitato; mas no cuando se comete involunrie, pues si en aquel hic et nunc, esto es, «en aquel acto», supiera el individuo que hacía mal, absque dubio (sin duda) se abstendría de cometerlo. En fin, hijo carísimo, ¿tú quieres quedarte en mi servicio y ser mi consodal in perpetuum, «para siempre»? Sí, señor, le respondí. Pues bien. En esta domo (casa) tendrás «desde luego, o en primer lugar», in primis el panem nostrum quotidianum, «el pan de cada día»; «a más de esto», aliunde, lo potable necesario; tertio, la cama sic vel sic, «según se proporcione»; quarto, los tegumentos exteriores heterogéneos de tu materia física; quinto, asegurada la parte de la higiene que apetecer puedes, pues aquí se tiene mucho cuidado con la dieta y con la observancia de las seis cosas naturales y de las seis no naturales prescritas por los hombres más luminosos de la facultad médica; sexto, beberás la ciencia de Apolo ex ore meo, ex visu tuo y ex bibliotheca nostra, «de mi boca, de tu vista y de esta librería»; «por último», postremo, contarás cada mes para tus surrupios o para quodcumque vellis, esto es, «para tus cigarros o lo que se te antoje», quinientos cuarenta y cuatro maravedís limpios de polvo y paja, siendo tu obligación solamente hacer los mandamientos de la señora mi hermana; observar modo naturalistarum, «al modo de los naturalistas», cuándo estén las aves gallináceas para oviparar y recoger los albos huevos, o por mejor decir, los pollos «por ser», o in fieri; servir las viandas a la mesa, y, finalmente, y lo que más te encargo, cuidar de la refacción ordinaria y puridad de mi mula, a quien deberás atender y servir con más prolijidad que a mi persona.
He aquí, ¡oh, caro Perico!, todas tus obligaciones y comodidades en sinopsim o «compendio». Yo, cuando te invité con mi pobre tugurio y consorcio, tenía el deliberado ánimo de poner un laboratorio de química y botánica; pero los continuos desembolsos que he sufrido me han reducido a la «pobreza», ad inopiam, y me han frustrado mis primordiales designios; sin embargo, te cumplo la palabra de admisión, y tus servicios los retribuiré justamente, porque dignus est operarius mercede sua, «el que trabaja es digno de la paga».
Yo, aunque muchos terminotes no entendí, conocí que me quería para criado entre de escalera abajo y de arriba; advertí que mi trabajo no era demasiado, que la conveniencia no podía ser mejor, y que yo estaba en el caso de admitir cosa menos; pero no podía comprender a cuánto llegaba mi salario, por lo que le pregunté que por fin ¿cuánto ganaba cada mes? A lo que el doctorote, como enfadándose, me respondió: ¿Ya no te dije claris verbis, «con claridad», que disfrutarías quinientos cuarenta y cuatro maravedís? Pero señor, insté yo, ¿cuánto montan en dinero efectivo 544 maravedís? Porque a mí me parece que no merece mi trabajo tanto dinero. Sí merece, stultisime famule, «mozo atontadísimo», pues no importan esos centenares más que 2 pesos.
Pues bien, señor doctor, le dije, no es menester incomodarse; ya sé que tengo 2 pesos de salario, y me doy por muy contento solo por estar en compañía de un caballero tan sapiente como usted, de quien sacaré más provecho con sus lecciones que no con los polvos y mantecas de don Nicolás.
Y como que sí, dijo el señor Purgante, pues yo te abriré, como te apliques, los palacios de Minerva, y será esto premio superabundante a tus servicios, pues solo con mi doctrina conservarás tu salud luengos años, y acaso, acaso te contraerás algunos intereses y estimaciones.
Quedamos corrientes desde ese instante, y comencé a cuidar de lisonjearlo, igualmente que a su señora hermana, que era una vieja, beata Rosa, tan ridícula como mi amo, y aunque yo quisiera lisonjear a Manuelita, que era una muchachilla de catorce años, sobrina de los dos y bonita como una plata, no podía, porque la vieja condenada la cuidaba más que si fuera de oro, y muy bien hecho.
Siete u ocho meses permanecí con mi viejo, cumpliendo con mis obligaciones perfectamente, esto es, sirviendo la mesa, mirando cuándo ponían las gallinas, cuidando la mula y haciendo los mandados. La vieja y el hermano me tenían por un santo, porque en las horas que no tenía qué hacer me estaba en el estudio, según las sólitas concedidas, mirando las estampas anatómicas del Porras, del Willis y otras, y entreteniéndome de cuando en cuando con leer los aforismos de Hipócrates, algo de Boerhaave y de Van Swieten; el Etmulero, el Tissot, el Buchan, el tratado de Tabardillos por Amar, el compendio anatómico de Juan de Dios López, la cirugía de Lafaye, el Lázaro Riverio y otros libros antiguos y modernos, según me venía la gana de sacarlos de los estantes.
Esto, las observaciones que yo hacía de los remedios que mi amo recetaba a los enfermos pobres que iban a verlo a su casa, que siempre eran a poco más o menos, pues llevaba como regla el trillado refrán de como te pagan vas, y las lecciones verbales que me daba, me hicieron creer que yo ya sabía medicina, y un día que me riñó ásperamente y aun me quiso dar de palos porque se me olvidó darle de comer a la mula, prometí vengarme de él y mudar de fortuna de una vez.
Con esta resolución esa misma noche le di a la doña mula ración doble de maíz y cebada, y, cuando estaba toda la casa en lo más pesado de su sueño, la ensillé con todos sus arneses, sin olvidarme de la gualdrapa; hice un lío en el que escondí catorce libros, unos truncos, otros en latín y otros en castellano, porque yo pensaba que a los médicos y a los abogados los suelen acreditar los muchos libros, aunque no sirvan o no los entiendan; guardé en el dicho maletón la capa de golilla y la golilla misma de mi amo, juntamente con una peluca vieja de pita, un formulario de recetas y, lo más importante, sus títulos de bachiller en medicina y la carta de examen, cuyos documentos los hice míos a favor de una navajita y un poquito de limón con lo que raspé y borré lo bastante para mudar los nombres y las fechas.
No se me olvidó habilitarme de monedas, pues, aunque en todo el tiempo que estuve en la casa no me habían pagado nada de salario, yo sabía en dónde tenía la señora hermana una alcancía en la que rehundía lo que cercenaba del gasto; y acordándome de aquello de que quien roba al ladrón, etc., le robé la alcancía diestramente; la abrí y vi con la mayor complacencia que tenía muy cerca de cuarenta duros, aunque para hacerlos caber por la estrecha rendija de la alcancía los puso blandos.
Con este viático tan competente emprendí mi salida de la casa a las cuatro y media de la mañana, cerrando el zaguán y dejándoles la llave por debajo de la puerta.
A las cinco o seis del día me entré en un mesón, diciendo que en el que estaba había tenido una mohína la noche anterior y quería mudar de posada.
Como pagaba bien, se me atendía puntualmente. Hice traer café, y que se pusiera la mula en caballeriza para que almorzara harto.
En todo el día no salí del cuarto, pensando a qué pueblo dirigiría mi marcha y con quién, pues ni yo sabía caminos ni pueblos, ni era decente aparecerse un médico sin equipaje ni mozo.
En estas dudas dio la una del día, hora en que me subieron de comer, y en esta diligencia estaba cuando se acercó a la puerta un muchacho a pedir por Dios un bocadito.
Al punto que lo vi y lo oí conocí que era Andrés, el aprendiz de casa de don Agustín, muchacho, no sé si lo he dicho, como de catorce años, pero de estatura de dieciocho. Luego luego lo hice entrar, y a pocas vueltas de la conversación me conoció, y le conté cómo era médico y trataba de irme a algún pueblecillo a buscar fortuna, porque en México había más médicos que enfermos; pero que me detenía carecer de un mozo fiel que me acompañara y que supiera de algún pueblo donde no hubiera médico.
El pobre muchacho se me ofreció y aun me rogó que lo llevara en mi compañía, que él había ido a Tepeji del Río, en donde no había médico y no era pueblo corto, y que si nos iba mal allí nos iríamos a Tula, que era pueblo más grande.
Me agradó mucho el desembarazo de Andrés, y habiéndole mandado subir qué comer, comió el pobre con bastante apetencia, y me contó cómo se estuvo escondido en un zaguán y me bio salir corriendo de la barbería y a la vieja tras de mí con el cuchillo; que yo pasé por el mismo zaguán donde estaba, y a poco de que la vieja se metió a su casa, corrió a alcanzarme, pero que no le fue posible; y no lo dudo, ¡tal corría yo cuando me espoleaba el miedo!
Díjome también Andrés que él se fue a su casa y contó todo el pasaje; que su padrastro lo regañó y lo golpeó mucho, y después lo llevó con una corma a casa de don Agustín; que la maldita vieja, cuando vio que yo no parecía, se vengó con él levantándole tantos testimonios que se irritó el maestro demasiado y dispuso darle un novenario de azotes, como lo verificó, poniéndolo en los nueve días hecho una lástima, así por los muchos y crueles azotes que le dio, como por los ayunos que le hicieron sufrir al traspaso; que así que se vengó a su satisfacción la inicua vieja, lo puso en libertad quitándole la corma, echándole su buen sermón y concluyendo con aquello de cuidado con otra; pero que él, luego que tuvo ocasión, se huyó de la casa con ánimo de salirse de México; y para esto se andaba en los mesones pidiendo un bocadito y esperando coyuntura de marcharse con el primero que encontrase.
Acabó Andrés de contarme todo esto mientras comió, y yo le disfracé mis aventuras haciéndole creer que me había acabado de examinar en medicina; que ya le había insinuado que quería salir de esta ciudad; y así que me lo llevaría de buena gana, dándole de comer y haciéndole pasar por barbero en caso de que no lo hubiera en el pueblo de nuestra ubicación.
Pero señor, decía Andrés, todo está muy bien; pero si yo apenas sé afeitar un perro, ¿cómo me arriesgaré a meterme a lo que no entiendo? Cállate, le dije, no seas cobarde: sábete que audaces fortuna juvat, timidosque repellit... ¿Qué dice usted, señor, que no lo entiendo? Que a los atrevidos, le respondí, favorece la fortuna y a los cobardes los desecha; y así, no hay que desmayar, tú serás tan barbero en un mes que estés en mi compañía, como yo fui médico en el poco tiempo que estuve con mi maestro, a quien no sé bien cuánto le debo a esta hora.
Admirado me escuchaba Andrés, y más lo estaba al oírme disparar mis latinajos con frecuencia, pues no sabía que lo mejor que yo aprendí del doctor Purgante fue su pedantismo y su modo de curar, methodus medendi.
En fin, dieron las tres de la tarde y me salí con Andrés al baratillo, en donde compré un colchón, una cubierta de baqueta para envolverlo, un baúl, una chupa negra y unos calzones verdes con sus correspondientes medias negras, zapatos, sombrero, chaleco encarnado, corbatín y un capotito para mi fámulo y barbero que iba a ser, a quien también le compré seis navajas, una bacía, un espejo, cuatro ventosas, dos lancetas, un trapo para paños, unas tijeras, una jeringa grande y no sé qué otras baratijas, siendo lo más raro que en todo este ajuar apenas gasté 27 o 28 pesos. Ya se deja entender que todo ello estaba como del baratillo; pero con todo eso, Andrés volvió al mesón contentísimo.
Luego que llegamos pagué al cargador y acomodamos en el baúl nuestras alhajas. En esta operación vio Andrés que mi haber en plata efectiva apenas llegaba a 8 o 10 pesos. Entonces muy espantado me dijo: ¡ay, señor! ¿Y que con ese dinero nomás nos hemos de ir? Sí, Andrés, le dije, ¿pues y que no alcanza? ¿Cómo ha de alcanzar, señor? ¿Pues y quién carga el baúl y el colchón de aquí a Tepeji, o a Tula? ¿Qué comemos en el camino? ¿Y, por fin, con qué nos mantenemos allí mientras que tomamos crédito? Ese dinero orita orita se acaba, y yo no veo que usted tenga ni ropa ni alhajas, ni cosa que lo valga que empeñar.
No dejaron de ponerme en cuidado las reflexiones de Andrés; pero ya para no acobardarlo más, y ya porque me iba mucho en salir de México, pues yo tenía bien tragado que el médico me andaría buscando como una aguja (por señas que cuando fui al baratillo en un zaguán compré la mayor parte de los tiliches que dije) y temía que, si me hallaba, iba yo a dar a la cárcel, y de consiguiente a poder de Chanfaina. Por esto con todo disimulo y pedantería le dije a Andrés: no te apures, hijo, Deus providebit.2 No sé lo que usted me dice, contestó Andrés, lo que sé es que con ese dinero no hay ni para empezar.
En estas pláticas estábamos cuando a cosa de las siete de la noche en el cuarto inmediato oí ruido de voces y pesos. Mandé a Andrés que fuera a espiar qué cosa era. Él fue corriendo y volvió muy contento diciéndome: señor, señor, ¡qué bueno está el juego! ¿Pues que están jugando? Sí señor, dijo Andrés, están en el cuarto diez o doce payos jugando albures, pero ponen los chorizos de pesos.
Picome la culebra, abrí el baúl, cogí 6 pesos de los 10 que tenía y le di la llave a Andrés diciéndole que la guardara, y que aunque se la pidiera y me matara no me la diera, pues iba a arriesgar aquellos 6 pesos solamente, y si se perdían los cuatro que quedaban, no teníamos ni con qué comer ni con qué pagar el pesebre de la mula a otro día. Andrés, un poco triste y desconfiado, tomó la llave y yo me fui a entrometer en la rueda de los tahúres.
No eran éstos tan payos como yo los había menester; estaban más que medianamente instruidos en el arte de la baraja, y así fue preciso irme con tiento. Sin embargo, tuve la fortuna de ganarles cosa de 25 pesos, con los que me salí muy contento, y hallé a Andrés durmiéndose sentado.
Lo desperté y le mostré la ganancia, la que guardó muy placentero contándome cómo ya tenía el viaje dispuesto y todo corriente, porque abajo estaban unos mozos de Tula que habían traído un colegial y se iban de vacío; que con ellos había propalado el viaje, y aun se había determinado a ajustarlo en 4 pesos, y que solo esperaban los mozos que yo confirmara el ajuste. ¿Pues no lo he de confirmar, hijo?, le dije a Andrés. Anda y llama a esos mozos ahora mismo.
Bajó Andrés como un rayo y subió luego luego con los mozos, con quienes quedé en que me habían de dar mula para mi avío y una bestia de silla para Andrés, todo lo que me ofrecieron, como también que habían de madrugar antes del alba, y se fueron a recoger.
A seguida mandé a mi criado que fuera a comprar una botella de aguardiente, queso, bizcochos y chorizones para otro día; y mientras que él volvía, hice subir la cena.
No me cansaba yo de complacerme en mi determinación de hacerme médico, viendo cuán bien se facilitaban todas las cosas, y al mismo tiempo daba gracias a Dios que me había proporcionado un criado tan fiel, vivo y servicial como Andresillo, quien en medio de estas contemplaciones fue entrando cargado con el repuesto.
Cenamos los dos amigablemente, echamos un buen trago y nos fuimos a acostar temprano, para madrugar despertando a buena hora.
A las cuatro de la mañana ya estaban los mozos tocándonos la puerta. Nos levantamos y desayunamos mientras que los arrieros cargaban.
Luego que se concluyó esta diligencia, pagué el gasto que habíamos hecho yo y mi mula, y nos pusimos en camino.
Yo no estaba acostumbrado a caminar, con esto me cansé pronto y no quise pasar de Cuautitlán, por más que los mozos me porfiaban que fuéramos a dormir a Tula.
Al segundo día llegamos al dicho pueblo, y yo posé o me hospedé en la casa de uno de los arrieros, que era un pobre viejo, sencillote y hombre de bien, a quien llamaban tío Bernabé, con el que me convine en pagar mi plato, el de Andrés y el de la mula, sirviéndole, por vía de gratificación, de médico de cámara para toda su familia, que eran dos viejas, una su mujer y otra su hermana, dos hijos grandes y una hija pequeña como de doce años.
El pobre admitió muy contento, y cátenme ustedes ya radicado en Tula y teniendo que mantener al maestro barbero, que así llamaremos a Andrés, a mí y a mi macha, que, aunque no era mía, yo la nombraba por tal, bien que siempre que la miraba me parecía ver delante de mí al doctor Purgante con su gran bata y birrete parado, que lanzando fuego por los ojos me decía: pícaro, vuélveme mi mula, mi gualdrapa, mi golilla, mi peluca, mis libros, mi capa y mi dinero, que nada es tuyo. Tan cierto es, hijos míos, aquel principio de derecho natural que nos dice que en donde quiera que está la cosa clama por su dueño, Ubicumque res est, pro domino suo clamat. ¿Qué importa que el albacea se quede con la herencia de los menores porque éstos no son capaces de reclamarla? ¿Qué conque el usurero retenga los lucros? ¿Qué conque el comerciante se engrandezca con las ganancias ilícitas? ¿Ni qué conque otros muchos, valiéndose de su poder o de la ignorancia de los demás, disfruten procazmente los bienes que les usurpan? Jamás los gozarán sin zozobras, ni por más que disimulen podrán acallar su conciencia que incesantemente les gritará: esto no es tuyo, esto es mal habido; restitúyelo o perecerás eternamente.
Así me sucedía con lo que le hurté a mi pobre amo; pero como los remordimientos interiores rara vez se conocen en la cara, procuré asentar mi conducta de buen médico en aquel pueblo, prometiendo interiormente restituirle al doctor todos sus muebles en cuanto tuviera proporción. Bien que en esto no hacía yo más que ir con la corriente.
Como no se me habían olvidado aquellos principios de urbanidad que me enseñaron mis padres, a los dos días luego que descansé me informé de quiénes eran los sujetos principales del pueblo, tales como el cura y sus vicarios, el subdelegado y su director, el alcabalero, el administrador de correos, tal cual tendero y otros señores decentes; y a todos ellos envié recado con el bueno de mi patrón y Andrés, ofreciéndoles mi persona e inutilidad.
Con la mayor satisfacción recibieron todos la noticia correspondiendo corteses mi cumplimiento, y haciéndome mis visitas de estilo, las que yo también les hice de noche vestido de ceremonia, quiero decir, con mi capa de golilla, la golilla misma y mi peluca encasquetada, porque no tenía traje mejor ni peor, siendo lo más ridículo que mis medias eran blancas, todo el vestido de color y los zapatos abotinados, con lo que parecía más bien alguacil que médico; y para realzar mejor el cuadro de mi ridiculez, hice andar conmigo a Andrés con el traje que le compré, que os acordareis que era chupa y medias negras, calzones verdes, chaleco encarnado, sombrero blanco y su capotillo azul rabón y remendado.
Ya los señores principales me habían visitado, según dije, y habían formado de mí el concepto que quisieron; pero no me había visto el común del pueblo vestido de punta en blanco ni acompañado de mi escudero; mas el domingo que me presenté en la iglesia vestido a mi modo entre médico y corchete, y Andrés entre tordo y perico, fue increíble la distracción del pueblo, y creo que nadie oyó misa por mirarnos, unos burlándose de nuestras extravagantes figuras, y otros admirándose de semejantes trajes. Lo cierto es que cuando volví a mi posada fue acompañado de una multitud de muchachos, mujeres, indios, indias y pobres rancheros que no cesaban de preguntar a Andrés ¿quiénes éramos? Y él muy mesurado les decía: este señor es mi amo, se llama el señor doctor don Pedro Sarmiento, y médico como él no lo ha parido el reino de Nueva España; y yo soy su mozo, me llamo Andrés Cascajo y soy maestro barbero, y muy capaz de afeitar a un capón, de sacarle sangre a un muerto y desquijarar a un león si trata de sacarse alguna muela.
Estas conversaciones eran a mis espaldas, porque yo a fuer de amo no iba lado a lado con Andrés, sino por delante y muy gravedoso y presumido escuchando mis elogios; pero por poco me hecho a reír a dos carrillos cuando oí los despropósitos de Andrés, y advertí la seriedad con que los decía, y la sencillez de los muchachos y gente pobre que nos seguía colgados de la lengua de mi lacayo.
Llegamos a la casa entre la admiración de nuestra comitiva, a la que despidió el tío Bernabé con buen modo diciéndoles que ya sabían dónde vivía el señor doctor para cuando se les ofreciera. Con esto se fueron retirando todos a sus casas y nos dejaron en paz.
De los mediecillos que me sobraron compré por medio del patrón unas cuantas varas de pontiví y me hice una camisa y otra a Andrés, dándole a la vieja casi el resto para que nos dieran de comer algunos días, sin embargo del primer ajuste.
Como en los pueblos son muy noveleros, lo mismo que en las ciudades, al momento corrió por toda aquella comarca la noticia de que había médico y barbero en la cabecera, y de todas partes iban a consultarme sobre sus enfermedades.
Por fortuna los primeros que me consultaron fueron de aquellos que sanan aunque no se curen, pues les bastan los auxilios de la sabia naturaleza, y otros padecían porque o no querían o no sabían sujetarse a la dieta que les interesaba. Sea como fuere, ellos sanaron con lo que les ordené, y en cada uno labré un clarín a mi fama.
A los quince o veinte días ya yo no me entendía de enfermos, especialmente indios, los que nunca venían con las manos vacías, sino cargando gallinas, frutas, huevos, verduras, quesos y cuanto los pobres encontraban. De suerte que el tío Bernabé y sus viejas estaban contentísimos con su huésped. Yo y Andrés no estábamos tristes, pero más quisiéramos monedas, sin embargo de que Andrés estaba mejor que yo, pues los domingos desollaba indios a medio real que era una gloria, llegando a tal grado su atrevimiento que una vez se arriesgó a sangrar a uno y por accidente quedó bien. Ello es que con lo poco que había visto y el ejercicio que tuvo se le agilitó la mano en términos que un día me dijo: hora sí, señor, ya no tengo miedo, y soy capaz de afeitar al Sursum-corda.
Volaba mi fama de día en día, pero lo que me encumbró a los cuernos de la Luna fue una curación que hice (también de accidente como Andrés) con el alcabalero, para quien una noche me llamaron a toda prisa.
Fui corriendo, y encomendándome a Dios para que me sacara con bien de aquel trance, del que no sin razón pensaba que pendía mi felicidad.
Llevé conmigo a Andrés con todos sus instrumentos, encargándole en voz baja, porque no lo oyera el mozo, que no tuviera miedo como yo no lo tenía; que para el caso de matar a un enfermo lo mismo tenía que fuera indio que español, y que nadie llevaba su pelea más segura que nosotros; pues si el alcabalero sanaba, nos pagarían bien y se aseguraría nuestra fama; y si se moría, como de nuestra habilidad se podía esperar, con decir que ya estaba de Dios y que se le había llegado su hora estábamos del otro lado, sin que hubiera quien nos acusara del homicidio.
En estas pláticas llegamos a la casa, que la hallamos hecha una Babilonia, porque unos entraban, otros salían, otros lloraban y todos estaban aturdidos.
A este tiempo llegó el señor cura y el padre vicario con los santos óleos. Malo, dije a Andrés, ésta es enfermedad ejecutiva. Aquí no hay medio, o quedamos bien o quedamos mal. Vamos a ver cómo nos sale este albur.
Entramos todos juntos a la recámara y vimos al enfermo tirado boca arriba en la cama, privado de sentidos, cerrados los ojos, la boca abierta, el semblante denegrido y con todos los síntomas de un apoplético.
Luego que me vieron junto a la cama la señora su esposa y sus niñas, se rodearon de mí y me preguntaron hechas un mar de lágrimas: ¡ay, señor!, ¿qué dice usted, se muere mi padre? Yo, afectando mucha serenidad de espíritu y con una confianza de un profeta, les respondí: callen ustedes, niñas, ¡qué se ha de morir! Éstas son efervescencias del humor sanguíneo que oprimiendo los ventrículos del corazón embargan el cerebro porque cargan con el pondus de la sangre sobre la espina medular y la trachiarteria; pero todo esto se quitará en un instante, pues si evaquatio fit, recedet pletora, «con la evacuación nos libraremos de la plétora».
Las señoras me escuchaban atónitas, y el cura no se cansaba de mirarme de hito en hito, sin duda mofándose de mis desatinos, los que interrumpió diciendo: señoras, los remedios espirituales nunca dañan ni se oponen a los temporales. Bueno será absolver a mi amigo por la bula y olearlo, y obre Dios.
Señor cura, dije yo con toda la pedantería que acostumbraba, que era tal que no parecía sino que la había aprendido con escritura, señor cura, usted dice bien, y yo no soy capaz de introducir mi hoz en mies ajena; pero venia tanti, digo que esos remedios espirituales no solo son buenos, sino necesarios, necesitate medii y necesitate praecepti in articulo mortis,3 sed sic est que no estamos en ese caso; ergo etc.
El cura, que era harto prudente e instruido, no quiso hacer alto en mis charlatanerías, y así me contestó: señor doctor, el caso en que estamos no da lugar a argumentos porque el tiempo urge; yo sé mi obligación y esto importa.
Decir esto y comenzar a absolver al enfermo y el vicario a aplicarle el santo sacramento de la unción, todo fue uno. Los dolientes, como si aquellos socorros espirituales fueran el fallo cierto de la muerte de su deudo, comenzaron a aturdir la casa a gritos; luego que los señores eclesiásticos concluyeron sus funciones, se retiraron a otra pieza cediéndome el campo y el enfermo.
Inmediatamente me acerqué a la cama, le tomé el pulso, miré a las vigas del techo por largo rato, después le tomé el otro pulso haciendo mil monerías como eran: arquear las cejas, arrugar la nariz, mirar al suelo, morderme los labios, mover la cabeza a uno y a otro lado y hacer cuantas mudanzas pantomímicas me parecieron oportunas para aturdir a aquellas gentes que, puestos los ojos en mí, guardaban un profundo silencio teniéndome sin duda por un segundo Hipócrates; a lo menos ésa fue mi intención, como también ponderar el gravísimo riesgo del enfermo y lo difícil de la curación, arrepentido de haberles dicho que no era cosa de cuidado.
Acabada la tocada del pulso, le miré el semblante atentamente, le hice abrir la boca con una cuchara para verle la lengua, le alcé los párpados, le toqué el vientre y los pies, e hice dos mil preguntas a los asistentes sin acabar de ordenar ninguna cosa, hasta que la señora, que ya no podía sufrir mi cachaza, me dijo: por fin, señor, qué dice usted de mi marido, ¿es de vida o de muerte?
Señora, le dije, no sé de lo que será; solo Dios puede decir que es de vida y resurrección como lo fue Lazarum quem resucitavit a monumento foetidum,4 y si lo dice, vivirá aunque esté muerto. Ego sum resurrectio et vita, qui creidit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet.5 ¡Ay, Jesús!, gritó una de las niñas, ya se murió mi padrecito.
Como ella estaba junto del enfermo, su grito fue tan extraño y doloroso y calló privada de la silla, pensamos todos que en realidad había expirado, y nos rodeamos de la cama.
El señor cura y el vicario al oír la bulla entraron corriendo y no sabían a quién atender, si al apoplético o a la histérica, pues ambos estaban privados. La señora ya medio colérica me dijo: déjese usted de latines, y vea si cura o no cura a mi marido. ¿Para qué me dijo cuando entró que no era cosa de cuidado y me aseguró que no se moría? Yo lo hice, señora, por no afligir a usted, le dije; pero no había examinado al enfermo methodice vel juxta artis nostrae praecepta, esto es, «con método o según las reglas del arte»; pero encomiéndese usted a Dios y vamos a ver.
Primeramente que se ponga una olla grande de agua a calentar. Eso sobra, dijo la cocinera. Pues bien, maestro Andrés, continué yo, usted como buen flebotomiano dele luego luego un par de sangrías de la vena cava.
Andrés, aunque con miedo y sabiendo tanto como yo de venas cavas, le ligó los brazos y le dio dos piquetes que parecían puñaladas, con cuyo auxilio al cabo de haberse llenado dos porcelanas de sangre, cuya profusión escandalizaba a los espectadores, abrió los ojos el enfermo y comenzó a conocer a los circunstantes y a hablarles.
Inmediatamente hice que Andrés aflojara las vendas y cerrara las cisuras, lo que no costó poco trabajo, ¡tales fueron de prolongadas!
Después hice que se le untase vino blanco en el cerebro y pulsos, que se le confortara el estómago por dentro con atole de huevos y por fuera con una tortilla de los mismos, condimentada con aceite rosado, vino, culantro y cuantas porquerías se me antojaron, encargando mucho que no lo resupinaran.
¿Qué es eso de resupinar, señor doctor?, preguntó la señora; y el cura sonriéndose le dijo: que no lo tengan boca arriba. Pues tatita, por Dios, siguió la matrona, hablemos en lengua que nos entendamos como la gente.
A ese tiempo ya la niña había vuelto de su desmayo y estaba en la conversación; y luego que oyó a su madre dijo: sí, señor, mi madre dice muy bien; sepa usted que por eso me privé en denantes, porque como empezó a rezar aquello que los padres les cantan a los muertos cuando los entierran, pensé que ya se había muerto mi padrecito y que usted le cantaba la vigilia.
Riose el cura de gana por la sencillez de la niña y los demás lo acompañaron, pues ya todos estaban contentos al ver al señor alcabalero fuera de riesgo, tomando su atole y platicando muy sereno como uno de tantos.
Le prescribí su régimen para los días sucesivos, ofreciéndome a continuar su curación hasta que estuviera enteramente bueno.
Me dieron todos las gracias, y al despedirme la señora me puso en la mano una onza de oro, que yo la juzgué peso en aquel acto, y me daba al diablo de ver mi acierto tan mal pagado; y así se lo iba diciendo a Andrés, el que me dijo: no señor, no puede ser plata, sobre que a mí me dieron 4 pesos. En efecto, dices bien, le contesté, y acelerando el paso llegamos a la casa donde vi que era una onza de oro amarilla como un azafrán refino.
No es creíble el gusto que yo tenía con mi onza, no tanto por lo que ella valía, cuanto porque había sido el primer premio considerable de mi habilidad médica, y el acierto pasado me proporcionaba muchos créditos futuros como sucedió. Andrés también estaba muy placentero con sus cuatro duros aún más que con su destreza; pero yo, más hueco que un calabazo, le dije: ¿qué te parece, Andresillo? ¿Hay facultad más fácil de ejercitar que la medicina? No en balde dice el refrán que de médico, poeta y loco todos tenemos un poco; pues si a este poco se junta un sí es no es de estudio y aplicación, ya tenemos un médico consumado. Así lo has visto en la famosa curación que hice en el alcabalero, quien, si por mí no fuera, a la hora de ésta ya habría estacado la zalea.
En efecto, yo soy capaz de dar lecciones de medicina al mismo Galeno amasado con Hipócrates y Avicena, y tú también las puedes dar en tu facultad al protosangrador del universo.
Andrés me escuchaba con atención, y luego que hice punto me dijo: señor, como no sea todo en su merced y en mi chiripa,6 no estamos muy mal. ¿Qué llamas chiripa?, le pregunté; y él muy socarrón me respondió: pues chiripa llamo yo una cosa así como que no vuelva usted a hacer otra cura ni yo a dar otra sangría mejor. A lo menos yo por lo que hace a mí estoy seguro de que quedé bien de chiripa, que por lo que mira a su mercé no será así, sino que sabrá su obligación.
Y cómo que la sé, le dije: ¿pues y qué te parece que ésta es la primera zorra que desuello? Que me echen apopléticos a miles a ver si no los levanto «en el momento», ipso facto