El periquillo Sarniento IV - José Joaquín Fernández de Lizardi - E-Book

El periquillo Sarniento IV E-Book

José Joaquín Fernández de Lizardi

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Beschreibung

Vida y hechos de Periquillo Sarniento redactada por él y para sus hijos era el nombre original de la novela cuando se publicó en el año 1816 en una versión de tres tomos, escrita por José Joaquín Fernández de Lizardi. El cuarto tomo fue censurado, en su momento, por criticar la esclavitud. No se publicaron completos bajo el título Elperiquillo Sarniento  hasta 1830, ya muerto Lizardi. Esta es una novela de corte picaresco considerada como primera del género escrita en Latinoamérica. La obra cuenta la vida de un anciano, Pedro Sarmiento, alias «el Periquillo Sarniento», que ante la cercanía de la muerte escribe su biografía con la sana intención de que mis hijos se instruyan en las mate­rias sobre las que les hablo. El protagonista pasa de una experiencia trágica, cuando es todavía un joven pícaro, a una aventura épica. Todo en este libro está aderezado con una narrativa llena de ironías, críticas o reflexiones sobre los usos y costumbres de la sociedad de entonces. El entorno en que transcurre es el final de la dominación española en México. Por esta razón, El periquillo Sarniento se caracteriza por un lenguaje repleto de mexicanismos, chistes y formas de habla típicas del pueblo y las clases más desfavorecidas de la sociedad del momento. El protagonista es un pícaro y un ladrón, y muestra el folclore y las tradiciones del país americano. El periquillo sarniento aborda temas como - la corrupción, - la ignorancia - y la desinformación que ejemplificaban la administración española en la nación.Además, pretende criticar las instituciones corruptas y los sistemas fallidos de la época con la a intención de educar al pueblo, señalarle sus errores para así reformar y mejorar la sociedad.

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Seitenzahl: 377

Veröffentlichungsjahr: 2010

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José Joaquín Fernández de Lizardi

El Periquillo Sarniento Tomo IV

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El Periquillo Sarniento.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: info@linkgua.com

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-981-2.

ISBN tapa dura: 978-84-9007-979-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-064-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Tomo IV 11

Manuscrito 13

Capítulo I. Refiere Periquillo su buena conducta en Manila, el duelo entre un inglés y un negro y una discusioncilla no despreciable 17

Capítulo II. Prosigue nuestro autor contando su buena conducta y fortuna en Manila. Refiere su licencia, la muerte del coronel, su funeral y otras friolerillas pasaderas 32

Capítulo III. En el que nuestro autor cuenta como se embarcó para Acapulco, su naufragio, el buen acogimiento que tuvo en una isla donde arribó, con otras cosillas curiosas 40

Capítulo IV. En el que nuestro Perico cuenta cómo se fingió conde en la isla, lo bien que lo pasó, lo que vio en ella y las pláticas que hubo en la mesa con los extranjeros, que no son del todo despreciables 58

Capítulo V. En el que refiere Periquillo cómo presenció unos suplicios en aquella ciudad, dice los que fueron y relata una curiosa conversación sobre las leyes penales que pasó entre el chino y el español 74

Capítulo VI. En el que cuenta Perico la confianza que mereció al chino, la venida de éste con él a México y los días felices que logró a su lado gastando mucho y tratándose como un conde 87

Capítulo VII. En el que Perico cuenta el maldito modo con que salió de la casa del chino, con otras cosas muy bonitas, pero es menester leerlas para saberlas 102

Capítulo VIII. En el que nuestro Perico cuenta cómo quiso ahorcarse, el motivo por que no lo hizo, la ingratitud que experimentó con un amigo, el espanto que sufrió en un velorio, su salida de esta capital y otras cosillas 118

Capítulo IX. En el que Periquillo refiere el encuentro que tuvo con unos ladrones, quiénes fueron éstos, el regalo que le hicieron y las aventuras que le pasaron en su compañía 131

Capítulo X. En el que nuestro autor cuenta las aventuras que le acaecieron en compañía de los ladrones, el triste espectáculo que se le presentó en el cadáver de un ajusticiado y el principio de su conversión 147

Capítulo XI. En el que Periquillo cuenta cómo entró a ejercicios en la Profesa, su encuentro con Roque, quién fue su confesor, los favores que le debió, no siendo entre éstos el menor haberlo acomodado en una tienda 161

Capítulo XII. En el que refiere Periquillo su conducta en San Agustín de las Cuevas y la aventura del amigo Anselmo, con otros episodios nada ingratos 170

Capítulo XIII. En el que refiere Perico la aventura del misántropo, la historia de éste y el desenlace del paradero del trapiento, que no es muy despreciable 183

Capítulo XIV. En el que Periquillo cuenta sus segundas nupcias y otras cosas interesantes para la inteligencia de esta verdadera historia 199

Capítulo XV. En el que Periquillo refiere la muerte de su amo, la despedida del chino, su última enfermedad y el editor sigue contando lo demás hasta la muerte de nuestro héroe 217

Notas del Pensador 226

Capítulo XVI. En el que el Pensador refiere el entierro de Perico y otras cosas que llevan al lector por la mano al fin de esta ciertísima historia 237

Pequeño vocabulario 249

A 249

C 249

G 250

I 250

J 250

M 251

N 252

P 252

R 253

S 253

T 254

Z 255

Libros a la carta 257

Brevísima presentación

La vida

José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). México.

Hijo de Manuel Fernández de Lizardi y Bárbara Gutiérrez. Nació en la Ciudad de México.

En 1793 ingresó en el Colegio de San Ildefonso, fue bachiller y luego estudió teología, aunque interrumpió sus estudios tras la muerte de su padre.

Hacia 1805 escribió en el periódico el Diario de México. En 1812, tras las reformas promulgadas por la Constitución de Cádiz, Fernández de Lizardi fundó el periódico El Pensador Mexicano, nombre que usó como seudónimo.

Entre 1815 y 1816, publicó dos nuevos periódicos: Alacena de frioleras y el Cajoncito de la alacena.

En mayo de 1820, se restableció en México el gobierno constitucional y, con la libertad de imprenta, fueron abolidas la Inquisición y la Junta de Censura. Entonces Fernández de Lizardi fundó el periódico El conductor eléctrico, a favor de los ideales constitucionales; apenas unos años después, en 1823, editó otro periódico, El hermano del Perico.

Su último proyecto periodístico fue el Correo Semanario de México.

Lizardi combatió en la guerra de independencia y en 1825 fue capitán retirado. Murió de tuberculosis en 1827 y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de San Lázaro.

Versión basada en la: 4ª ed., El Periquillo Sarniento, México, Librería de Galván, 1842.

Tomo IVManuscrito

...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.

Torres Villarroel en su prólogo de la Barca de Aqueronte.

Que el autor dejó inédito por los motivos que expresa en la siguiente

Copia de los documentos que manifiestan la arbitrariedad del gobierno español en esta América relativos a este cuarto tomo, por lo que se entorpeció su oportuna publicación en aquel tiempo y no ha podido ver la luz pública sino hasta el presente año. Paran en mi poder los documentos originales.

Excelentísimo señor:

Don Joaquín Fernández de Lizardi, con el debido respeto ante Vuestra Excelencia, digo: que el señor su antecesor me concedió su permiso para dar a las prensas una obrita que he compuesto con el título de Periquillo Sarniento, previa la calificación del señor alcalde de corte don Felipe Martínez.

Con esta condición y permiso han visto la luz pública los tres tomos primeros de esta obrita. El cuarto está concluido y aprobado por el ordinario, como verá Vuestra Excelencia por el documento que original acompaño; y, siendo necesaria para su publicación la licencia de Vuestra Excelencia, le suplico se sirva concedérmela, decretando si dicho tomo deberá pasar a la censura del señor Martínez como los tres anteriores, o a otro sujeto que sea del superior agrado de Vuestra Excelencia.

Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. México, octubre 3 de 1816.

Excelentísimo señor.

Joaquín Fernández de Lizardi.

México, 6 de octubre de 1816.

Pase a la censura del señor alcalde del crimen don Felipe Martínez.

Una rúbrica.

Excelentísimo señor:

He visto y reconocido el cuarto tomo del Periquillo Sarniento; todo lo rayado al margen en el capítulo primero en que habla sobre los negros me parece, sobre muy repetido, inoportuno, perjudicial en las circunstancias e impolítico, por dirigirse contra un comercio permitido por el rey; igualmente las palabras rayadas al margen y subrayadas en el capítulo tercero deberán suprimirse; por lo demás, no hallo cosa que se oponga a las regalías de Su Majestad, y Vuestra Excelencia, si fuere servido, podrá conceder su superior licencia para que se imprima.

México, 19 de octubre de 1816.

Martínez.

México, 29 de noviembre de 1816.

No siendo necesaria la impresión de este papel, archívese el original y hágase saber al autor que no ha lugar a la impresión que solicita.

Una rúbrica.

Fecho.

Una rúbrica.

Vida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos

Capítulo I. Refiere Periquillo su buena conducta en Manila, el duelo entre un inglés y un negro y una discusioncilla no despreciable

Experimentamos los hombres unas mutaciones morales en nosotros mismos de cuando en cuando que tal vez no acertamos a adivinar su origen, así como en lo físico palpamos muchos efectos en la naturaleza y no sabemos la causa que los produce, como sucede hasta hoy con la virtud atractiva del imán y con la eléctrica; por eso dijo el Poeta que era feliz quien podía conocer la causa de las cosas.

Pero así como aprovechamos los efectos de los fenómenos físicos sin más averiguación, así yo aproveché en Manila el resultado de mi fenómeno moral, sin meterme por entonces en inculcar su origen.

El caso fue que, ya por verme distante de mi patria, ya por libertarme de las incomodidades que me acarrearía el servicio en la tropa por ocho años a que me sujetaba mi condena, o ya por el famoso tratamiento que me daba el coronel, que sería lo más cierto, yo procuré corresponder a sus confianzas, y fui en Manila un hombre de bien a toda prueba.

Cada día merecía al coronel más amor y más confianza, y tanta llegué a lograr que yo era el que corría con todos sus intereses, y los giraba según quería; pero supe darme tan buenas trazas que, lejos de disiparlos, como se debía esperar de mí, los aumenté considerablemente comerciando en cuanto podía con seguridad.

Mi coronel sabía mis industrias; mas, como veía que yo no aprovechaba nada para mí, y antes bien tenía sobre la mesa un libro que hice y titulé Cuaderno económico donde consta el estado de los haberes de mi amo, se complacía en ello y cacareaba la honradez de su hijo. Así me llamaba este buen hombre.

Como los sujetos principales de Manila veían el trato que me daba el coronel, la confianza que hacía de mí y el cariño que me dispensaba, todos los que apreciaban su amistad me distinguían y estimaban en más que a un simple asistente, y este mismo aprecio que yo lograba entre las personas decentes era un freno que me contenía para no dar que decir en aquella ciudad. Tan cierto es que el amor propio bien ordenado no es un vicio, sino un principio de virtud.

Como mi vida fue arreglada en aquellos ocho años, no me acaecieron aventuras peligrosas ni que merezcan referirse. Ya os he dicho que el hombre de bien tiene pocas desgracias que contar. Sin embargo, presencié algunos lancecillos no comunes. Uno de ellos fue el siguiente.

Un año que con ocasión de comercio habían pasado del puerto a la ciudad algunos extranjeros, iba por una calle un comerciante rico, pero negro. Debía de ser su negocio muy importante, porque iba demasiado violento y distraído, y en su precipitada carrera no pudo excusarse de darle un encontrón a un oficial inglés que iba cortejando a una criollita principal; pero el encontrón o atropellamiento fue tan recio que, a no sostenerlo la manileña, va a dar al suelo mal de su grado. Con todo eso, del esquinazo que llevó se le calló el sombrero y se le descompuso el peinado.

No fue bastante la vanidad del oficialito a resistir tamaña pesadumbre, sino que inmediatamente corrió hacia el negro tirando de la espada. El pobre negro se sorprendió, porque no llevaba armas, y quizá creyó que allí llegaba el término de sus días. La señorita y otros que acompañaban al oficial lo contuvieron, aunque él no cesaba de echar bravatas en las que mezclaba mil protestas de vindicar su honor ultrajado por un negro.

Tanto negreó y vilipendió al inculpable moreno que éste le dijo en lengua inglesa: Señor, callemos. Mañana espero a usted para darle satisfacción con una pistola en el parque. El oficial contestó aceptando, y se serenó la cosa o pareció serenarse.

Yo, que presencié el pasaje y medio entendía algo del inglés, como supe la hora y el lugar señalado para el duelo, tuve cuidado de estar puntual allí mismo por ver en qué paraban.

En efecto, al tiempo aplazado llegaron ambos, cada uno con un amigo que nombraba padrino. Luego que se reconocieron, el negro sacó dos pistolas y presentándoselas al oficial le dijo: Señor, yo ayer no traté de ofender el honor de usted, el atropellarlo fue una casualidad imprevista; usted se cansó de maltratarme, y aun quería herirme o matarme; yo no tenía armas con que defenderme de la fuerza en el instante del enojo de usted, y conociendo que el emplazarlo a un duelo sería el medio más pronto para detenerlo y dar lugar a que se serenara, lo verifiqué y vine ahora a darle satisfacción con una pistola como le dije.

Pues bien, dijo el inglés, despachemos, que aunque no me es lícito ni decente el medir mi valor con un negro, sin embargo, seguro de castigar a un villano osado, acepté el desafío. Reconozcamos las pistolas.

Está bien, dijo el negro, pero sepa usted que el que ayer no trató de ofenderlo, tampoco ha venido hoy a este lugar con tal designio. El empeñarse un hombre de la clase de usted en morir o quitar la vida a otro hombre por una bagatela semejante me parece que lejos de ser honor es capricho, como lo es sin duda el tenerse por agraviado por una casualidad imprevista; pero, si la satisfacción que he dado a usted no vale nada, y es preciso que sea muriendo o matando, yo no quiero ser reo de un asesinato, ni exponerme a morir sin delito, como debe suceder si usted me acierta o yo le acierto el tiro. Así pues, sin rehusar el desafío, quede bien el más afortunado, y la suerte decida en favor del que tuviere justicia. Tome usted las pistolas; una de ellas está cargada con dos balas, y la otra está vacía; barájelas usted, revuélvalas, deme la que quiera, partamos, y quede la ventaja por quien quedare.

El oficial se sorprendió con tal propuesta; los testigos decían que éste no era el orden de los duelos, que ambos debían reñir con armas iguales y otras cosas que no convencían a nuestro negro, pues él insistía en que así debía verificarse el duelo para tener el consuelo de que si mataba a su contrario, el cielo lo ordenaba o lo favorecía para ello especialmente; y si moría era sin culpa, sino por la disposición del acaso como pudiera en un naufragio. A esto añadía que, pues el partido no era ventajoso a nadie, pues ninguno de los dos sabía a quién le tocaría la pistola descargada, el rehusar tal propuesta no podía menos que deber atribuirse a cobardía.

No bien oyó esta palabra el ardiente joven cuando, sin hacer aprecio de las reflexiones de los testigos, barajó las pistolas y, tomando la que te pareció, dio la otra al negro.

Volviéronse ambos las espaldas, anduvieron un corto trecho y, dándose las caras al descubrir, disparó el oficial al negro, pero sin fruto, porque él se escogió la pistola vacía.

Se quedó aturdido en el lance, creyendo con todos los testigos ser víctima indefensa de la cólera del negro; pero éste con la mayor generosidad le dijo: señor, los dos hemos quedado bien; el duelo se ha concluido; usted no ha podido hacer más que aceptarlo con las condiciones que puse, y yo tampoco pude hacer sino lo mismo. El tirar o no tirar pende de mi arbitrio; pero, si jamás quise ofender a usted, ¿cómo he de querer ahora viéndolo desarmado? Seamos amigos, si usted quiere darse por satisfecho; pero, si no puede estarlo sino con mi sangre, tome la pistola con balas y diríjalas a mi pecho.

Diciendo esto, le presentó la arma horrible al oficial, quien, conmovido con semejante generosidad, tomó la pistola, la descargó en el aire y, arrojándose al negro con los brazos abiertos, lo estrechó en ellos diciéndole con la mayor ternura: Sí, mister, somos amigos y lo seremos eternamente, dispensad mi vanidad y mi locura. Nunca creí que los negros fueran capaces de tener almas tan grandes. Es preocupación que aún tiene muchos sectarios, dijo el negro, quien abrazó al oficial con toda expresión.

Cuantos presenciamos el lance nos interesamos en que se confirmara aquella nueva amistad, y yo, que era el menos conocido de ellos, no tuve embarazo para ofrecerme por amigo, suplicándoles me recibieran en tercio, y aceptaran el agasajo que quería hacerles llevándolos a tomar un ponche o una sangría en el café más inmediato.

Agradecieron todos mi obsequio y fuimos al café, donde mandé poner un buen refresco. Tomamos alegremente lo que apetecimos, y yo, deseando oír producir al negro, les dije: señores, para mí fue un enigma la última expresión que usted dijo de que jamás creyó que los negros fueran capaces de tener almas generosas, y lo que usted contestó a ella diciendo que era preocupación tal modo de pensar, y cierto que yo hasta hoy he pensado como mi capitán, y apreciara aprender de la boca de usted las razones fundamentales que tiene para asegurar que es preocupación tal pensamiento.

Yo siento, dijo el prudente negro, verme comprometido entre el respeto y la gratitud. Ya sabe usted que toda conversación que incluya alguna comparación es odiosa. Para hablar a usted claramente es menester comparar, y entonces quizá se enojará mi buen amigo el señor oficial, y en tal caso me comprometo con él; si no satisfago el gusto de usted, falto a la gratitud que debo a su amistad, y así...

No, no, mister, dijo el oficial, yo deseo no solo complacer a usted y hacerle ver que si tengo preocupaciones no soy indócil, sino que aprecio salir de cuantas pueda; y también quiero que estos señores tengan el gusto que quieren de oír hablar a usted sobre el asunto, y mucho más me congratulo de que haya entre usted y yo un tercero en discordia que ventile por mí esta cuestión.

Pues siendo así, dijo el negro dirigiéndome la palabra, sepa usted que el pensar que un negro es menos que un blanco generalmente es una preocupación opuesta a los principios de la razón, a la humanidad y a la virtud moral. Prescindo ahora de si está admitida por algunas religiones particulares, o si la sostiene el comercio, la ambición, la vanidad o el despotismo.

Pero yo quiero que de ustedes el que se halle más surtido de razones contrarias a esta proposición me arguya y me convenza si pudiere.

Sé y he leído algo de lo mucho que en este siglo han escrito plumas sabias y sensibles en favor de mi opinión; pero sé también que estas doctrinas se han quedado en meras teorías, porque en la práctica yo no hallo diferencia entre lo que hacían con los negros los europeos en el siglo XVII y lo que hacen hoy. Entonces la codicia acercaba a las playas de mis paisanos sus embarcaciones, que llenaban de éstos, o por intereses o por fuerza, las hacían vomitar en sus puertos y traficaban indignamente con la sangre humana.

En la navegación ¿cuál era el trato que nos daban? El más soez e inhumano. Yo no quiero citar a ustedes historias que han escrito vuestros compatriotas, guiados de la verdad, porque supongo que las sabréis, y también por no estremecer vuestra sensibilidad; porque ¿quién oirá sin dolor que en cierta ocasión, porque lloraba en el navío el hijo de una negra infeliz y con su inocente llanto quitaba el sueño al capitán, éste mandó que arrojaran al mar a aquella criatura desgraciada, como se verificó con escándalo de la naturaleza?

Si era en el servicio que hacían mis paisanos y vuestros semejantes a los señores que los compraban, ¿qué pasaje tenían? Nada más cruel. Dígalo la isla de Haití, que hoy llaman Santo Domingo; dígalo la de Cuba o La Habana, donde, con una calesa o una golosina con que habilitaban a los esclavos, los obligaban a tributar a los amos un tanto diario fijamente como en rédito del dinero que se había dado por ellos. Y si los negros no lograban fletes suficientes, ¿qué sufrirán? Azotes. Y las negras, ¿qué hacían cuando no podían vender sus golosinas? Prostituirse. ¡Cuevas de La Habana! ¡Paseos de Guanabacoa! Hablad por mí.

¿Y si aquellas negras resultaban con el fruto de su lubricidad o necesidad en las casas de sus amos, qué se hacía? Nada, recibir con gusto el resultado del crimen, como que de él se aprovechaban los amos en otro esclavito más.

Lo peor es que, para el caso, lo mismo que en La Habana se hacía a proporción en todas partes, y yo en el día no advierto diferencia en la materia entre aquel siglo y el presente. Crueldades, desacatos e injurias contra la humanidad se cometieron entonces; e injurias, desacatos y crueldades se cometen hoy contra la misma, bajo iguales pretextos.

«La humanidad, dice el célebre Buffon, grita contra estos odiosos tratamientos que ha introducido la codicia, y que acaso renovaría todos los días, si nuestras leyes poniendo freno a la brutalidad de los amos no hubieran cuidado de hacer algo menor la miseria de sus esclavos; se les hace trabajar mucho, y se les da de comer poco, aun de los alimentos más ordinarios, dando por motivo que los negros toleran fácilmente el hambre, que con la porción que necesita un europeo para una comida tienen ellos bastante para tres días, y que por poco que coman y duerman están siempre igualmente robustos y con iguales fuerzas para el trabajo. ¿Pero cómo unos hombres que tengan algún resto de sentimiento de humanidad pueden adoptar tan crueles máximas, erigirlas en preocupaciones y pretender justificar con ellas los horribles excesos a que la sed del oro los conduce? Dejémonos de tan bárbaros hombres...».

Es verdad que los gobiernos cultos han repugnado este ilícito y descarado comercio, y, sin lisonjear a España, el suyo ha sido de los más opuestos. Usted (me dijo el negro), usted como español sabrá muy bien las restricciones que sus reyes han puesto en este tráfico, y sabrá las ordenanzas que sobre el tratamiento de esclavos mandó observar Carlos III; pero todo esto no ha bastado a que se sobresea en un comercio tan impuro. No me admiro, éste es uno de los gajes de la codicia. ¿Qué no hará el hombre, qué crimen no cometerá cuando trata de satisfacer esta pasión? Lo que me admira y me escandaliza es ver estos comercios tolerados, y estos malos tratamientos consentidos en aquellas naciones donde dicen reina la religión de la paz, y en aquéllas en que se recomienda el amor del semejante como el propio del individuo. Yo deseo, señores, que me descifréis este enigma. ¿Cómo cumpliré bien los preceptos de aquella religión que me obliga a amar al prójimo como a mí mismo, y a no hacer a nadie el daño que repugno, comprando por un vil interés a un pobre negro, haciéndolo esclavo de servicio, obligándolo a tributarme a fuer de un amo tirano, descuidándome de su felicidad y acaso de su subsistencia, y tratándolo, a veces, quizá poco menos que bestia? Yo no sé, repito, cómo cumplirá en medio de estas iniquidades con aquellas santas obligaciones. Si ustedes saben cómo se concierta todo esto, os agradeceré me lo enseñéis, por si algún día se me antojare ser cristiano y comprar negros como si fueran caballos. Lo peor es que sé por datos ciertos que hablar con esta claridad no se suele permitir a los cristianos por razones que llaman de estado o qué sé yo; lo cierto es que, si esto fuere así, jamás me aficionaré a tal religión; pero creo que son calumnias de los que no la apetecen.

Sentado esto, he de concluir con que el maltratamiento, el rigor y desprecio con que se han visto y se ven los negros, no reconoce otro origen que la altanería de los blancos, y ésta consiste en creerlos inferiores por su naturaleza, lo que, como dije, es una vieja e irracional preocupación.

Todos vosotros los europeos no reconocéis sino un hombre principio y origen de los demás, a lo menos los cristianos no reconocen otro progenitor que Adán, del que, como de un árbol robusto, descienden o se derivan todas las generaciones del universo. Si esto es así, y lo creen y confiesan de buena fe, es preciso argüirles de necios cuando hacen distinción de las generaciones, solo porque se diferencian en colores, cuando esta variedad es efecto o del clima, o de los alimentos, o si queréis de alguna propiedad que la sangre ha adquirido y ha transmitido a tal y tal posteridad por herencia. Cuando leéis que los negros desprecian a los blancos por serlo, no dudáis de tenerlos por unos necios; pero jamás os juzgáis con igual severidad cuando pensáis de la misma manera que ellos.

Si el tener a los negros en menos es por sus costumbres, que llamáis bárbaras, por su educación bozal y por su ninguna civilización europea, deberíais advertir que a cada nación le parecen bárbaras e inciviles las costumbres ajenas. Un fino europeo será en el Senegal, en el Congo, Cabo Verde, etc., un bárbaro, pues ignorará aquellos ritos religiosos, aquellas leyes civiles, aquellas costumbres provinciales y, por fin, aquellos idiomas. Transportad con el entendimiento a un sabio cortesano de París en medio de tales países, y lo veréis hecho un tronco que apenas podrá a costa de mil señas dar a entender que tiene hambre. Luego, si cada religión tiene sus ritos, cada nación sus leyes, y cada provincia sus costumbres, es un error crasísimo el calificar de necios y salvajes a cuantos no coinciden con nuestro modo de pensar, aun cuando éste sea el más ajustado a la naturaleza, pues si los demás ignoran estos requisitos por una ignorancia inculpable, no se les debe atribuir a delito.

Yo entiendo que el fondo del hombre está sembrado por igual de las semillas del vicio y de la virtud; su corazón es el terreno oportunamente dispuesto a que fructifique uno u otra, según su inclinación o su educación. En aquélla influye el clima, los alimentos y la organización particular del individuo, y en ésta la religión, el gobierno, los usos patrios, y el más o menos cuidado de los padres. Luego nada hay que extrañar que varíen tanto las naciones en sus costumbres, cuando son tan diversos sus climas, ritos, usos y gobiernos.

Por consiguiente, es un error calificar de bárbaros a los individuos de aquélla o aquellas naciones o pueblos que no suscriben a nuestros usos, o porque los ignoran, o porque no los quieren admitir. Las costumbres más sagradas de una nación son tenidas por abusos en otras; y aun los pueblos más cultos y civilizados de la Europa con el transcurso de los tiempos han desechado como inepcias mil envejecidas costumbres que veneraban como dogmas civiles.

De lo dicho se debe deducir que despreciar a los negros por su color y por la diferencia de su religión y costumbres es un error; el maltratarlos por ello, crueldad; y el persuadirse a que no son capaces de tener almas grandes que sepan cultivar las virtudes morales, es una preocupación demasiado crasa, como dije al señor oficial, y preocupación de que os tiene harto desengañados la experiencia, pues entre vosotros han florecido negros sabios, negros valientes, justos, desinteresados, sensibles, agradecidos, y aun héroes admirables.

Calló el negro, y nosotros, no teniendo qué responder, callamos también, hasta que el oficial dijo: yo estoy convencido de esas verdades, más por el ejemplo de usted que por sus razones, y creo desde hoy que los negros son tan hombres como los blancos, susceptibles de vicios y virtudes como nosotros, y sin más distintivo accidental que el color, por el cual solamente no se debe en justicia calificar el interior del animal que piensa, ni menos apreciarlo o abatirlo.

Iba a interrumpirse la tertulia cuando yo, que deseaba escuchar al negro todavía, llené los vasos, hice que brindáramos a la salud de nuestros semejantes los negros, y concluida esta agradable ceremonia dije al nuestro: mister, es cierto que todos los hombres descendemos después de la primera causa de un principio creado, llámese Adán, o como usted quiera; es igualmente cierto que, según este natural principio, estamos todos ligados íntimamente con cierto parentesco o conexión innegable, de modo que el emperador de Alemania, aunque no quiera, es pariente del más vil ladrón, y el rey de Francia lo es del último trapero de mi tierra, por más que no se conozcan ni lo crean; ello es que todos los hombres somos deudos los unos de los otros, pues que en todos circula la sangre de nuestro progenitor, y conforme a esto es una preocupación, como usted dice, o una quijotería el despreciar al negro por negro, una crueldad venderlo y comprarlo, y una tiranía indisimulable el maltratarlo.

Yo convengo en esto de buena gana, pues semejante trato es repugnante al hombre racional; mas, limitando lo que usted llama desprecio a cierto aire de señorío con que el rey mira a sus vasallos, el jefe a sus subalternos, el prelado a sus súbditos, el amo a sus criados y el noble a los plebeyos, me parece que esto está muy bien puesto en el orden económico del mundo; porque si, porque todos somos hijos de un padre y componemos una misma familia, nos tratamos de un mismo modo, seguramente perdidas las ideas de sumisión, inferioridad y obediencia, el universo sería un caos en el que todos quisieran ser superiores, todos reyes, jueces, nobles y magistrados; y entonces, ¿quién obedecería? ¿Quién daría las leyes? ¿Quién contendría al perverso con el temor del castigo? ¿Y quién pondría a cubierto la seguridad individual del ciudadano? Todo se confundiría, y las voces de igualdad y libertad fueran sinónimas de la anarquía y del desenfreno de todas las pasiones. Cada hombre se juzgara libre para erigirse en superior de los demás, la natural soberbia calificaría de justas las atrocidades de cada uno, y en este caso nadie se reconocería sujeto a ninguna religión, sometido a ningún gobierno, ni dependiente de ninguna ley, pues todos querrían ser legisladores y pontífices universales; y ya ve usted que en esta triste hipótesis todos serían asesinatos, robos, estupros, sacrilegios y crímenes.

Pero, por dicha nuestra, el hombre, viendo desde los principios que tal estado de libertad brutal le era demasiado nociva, se sujetó por gusto y no por fuerza, admitió religiones y gobiernos, juró sus leyes e inclinó su cerviz bajo el yugo de los reyes o de los jefes de las repúblicas.

De esta sujeción dictada por un egoísmo bien ordenado nacieron las diferencias de superiores e inferiores que advertimos en todas las clases del estado, y en virtud de la justificación de esta alternativa no me parece violento que los amos traten a sus criados con autoridad, ni que éstos los reconozcan con sumisión, y siendo los negros esclavos unos criados adquiridos con un particular derecho en virtud del dinero que costaron, es fácil concluir que deben vivir más sujetos y obedientes a sus amos, y que en éstos reside doble autoridad para mandarlos.

Callé, y me dijo el negro: español, yo no sé hablar con lisonja; usted me dispense si le incomoda mi sinceridad; pero ha dicho algunas verdades que yo no he negado, y de ellas quiere deducir una conclusión que jamás concederé.

Es inconcuso que el orden jerárquico está bien establecido en el mundo, y entre los negros y los que llamáis salvajes hay alguna especie de sociedad, la cual, aun cuando esté sembrada de mil errores lo mismo que sus religiones, prueba que en aquel estado de barbarie tienen aquellos hombres alguna idea de la Divinidad y de la necesidad de vivir dependientes, que es lo que vosotros los europeos llamáis vivir en sociedad.

Según esto, es preciso que reconozcan superiores y se sujeten a algunas leyes. La naturaleza y la fortuna misma dictan cierta clase de subordinaciones a los unos, y confieren cierta autoridad a los otros; y así, ¿en qué nación, por bárbara que sea, no se reconoce el padre autorizado para mandar al hijo, y éste constituido en la obligación de obedecerlo? Yo no he oído decir de una sola que esté excluida de estos innatos sentimientos.

Los mismos tiene el hombre respecto de su mujer, y ésta de su marido; el amo respecto de su criado, el señor respecto de sus vasallos, éstos de aquéllos, y así de todos.

¿Y en qué nación o pueblo, de los que llaman salvajes vuelvo a decir, dejarán los hombres de estar ligados entre sí con alguna de estas conexiones? En ninguno, porque en todos hay hombres y mujeres, hijos y padres, viejos y mozos. Luego pensar que hay algún pueblo en el mundo donde los hombres vivan en una absoluta independencia, y disfruten una libertad tan brutal que cada uno obre según su antojo, sin el más mínimo respeto ni subordinación a otro hombre, es pensar una quimera, pues no solo no ha habido tal nación, mientan como quieran los viajeros, pero ni la pudiera haber, porque el hombre, siempre soberbio, no aspiraría sino a satisfacer sus pasiones a toda costa, y cada uno queriendo hacer lo mismo, se querría erigir en un tirano de los demás, y de este tumultuoso desorden se seguiría sin falta la ruina de sus individuos. Hasta aquí vamos de acuerdo usted y yo.

Tampoco me parece fuera de la razón que los amos y toda clase de superiores se manejen con alguna circunspección con sus súbditos. Esto está en el orden, pues, si todos se trataran con una misma igualdad, éstos perderían el respeto a aquéllos, a cuya pérdida seguiría la insubordinación, a ésta el insulto y a éste el trastorno general de los estados.

Mas no puedo coincidir con que esta cierta gravedad, o seriedad, pase en los superiores a ser ceño, orgullo y altivez. Estoy seguro que, así como con lo primero se harán amables, con lo segundo se harán aborrecibles.

Es una preocupación pensar que la gravedad se opone a la afabilidad, cuando ambas cosas cooperan a hacer amable y respetable al superior. Cosa ridícula sería que éste se expusiera a que le faltaran al debido respeto los inferiores, haciéndose con ellos uno mismo; pero también es cosa abominable el tratar a un superior que a todas horas ve al súbdito erguido el cuello, rezongando escasísimas palabras, encapotando los ojos y arrugando las narices como perro dogo. Esto, lejos de ser virtud, es vicio; no es gravedad sino quijotería. Nadie compra más baratos los corazones de los hombres que los superiores, y tanto menos les cuestan cuanto más elevado es el grado de superioridad. Una mirada apacible, una respuesta suave, un tratamiento cortés, cuesta poco y vale mucho para captarse una voluntad; pero por desgracia la afabilidad apenas se conoce entre los grandes. La usan, sí, mas la usan con los que han menester, no con los que los han menester a ellos.

Yo he viajado por algunas provincias de la Europa y en todas he observado este proceder, no solo en los grandes superiores, sino en cualquier rico... ¿qué digo rico?, un atrapalmejas, un empleado en una oficina, un mayordomo de casa grande, un cajerillo, un cualquiera que disfrute tal cual protección del amo o jefe principal, ya se maneja con el que lo va a ocupar por fuerza con más orgullo y grosería que acaso el mismo en cuyo favor apoya su soberbia. ¡Infelices!, no saben que aquellos que sufren sus desaires son los primeros que abominan su inurbana conducta y maldicen sus altísimas personas en los cafés, calles y tertulias, sin descuidarse en indagar sus cunas y los modos acaso vergonzosos con que lograron entronizarse.

Me he alargado, señores; mas ustedes bien reflexionarán que yo sé conciliar la gravedad conveniente a un amo, o sea, el superior que fuero, con la afabilidad y el trato humano debido a todos los hombres; y usted, español, advertirá que unas son las leyes de la sociedad, y otras las preocupaciones de la soberbia; que, por lo que toca al doble derecho que usted dijo que tienen los amos de los negros para mandarlos, no digo nada, porque creo que lo dijo por mero pasatiempo, pues no puede ignorar que no hay derecho divino ni humano que califique de justo el comerciar con la sangre de los hombres.

Diciendo esto, se levantó nuestro negro y, sin exigir respuesta a lo que no la tenía, brindó con nosotros por última vez y, abrazándonos y ofreciéndonos todos recíprocamente nuestras personas y amistad, nos retiramos a nuestras casas.

Algunos días después tuve la satisfacción de verme a ratos con mis dos amigos el oficial y el negro, llevándolos a casa del coronel, quien les hacía mucho agasajo; pero me duró poco esta satisfacción, porque al mes del suceso referido se hicieron a la vela para Londres.

Capítulo II. Prosigue nuestro autor contando su buena conducta y fortuna en Manila. Refiere su licencia, la muerte del coronel, su funeral y otras friolerillas pasaderas

En los ocho años que viví con el coronel me manejé con honradez, y con la misma correspondí a sus confianzas, y esto me proporcionó algunas razonables ventajas, pues mi jefe, como me amaba y tenía dinero, me franqueaba el que yo le pedía para comprar varias anchetas en el año, que daba por su medio a algunos comerciantes para que me las vendiesen en Acapulco. Ya se sabe que en los efectos de China, y más en aquellos tiempos y a la sombra de las cajas que llaman de permiso, dejaban de utilidad un ciento por ciento, y tal vez más. Con esto es fácil concebir que, en cuatro viajes felices que logré hicieran mis comisionados, comenzando con el principalillo de 1.000 pesos, al cabo de los ocho años ya yo contaba míos como cosa de 8.000, adquiridos con facilidad y conservados con la misma, pues no tenía en qué gastarlos, ni amigos que me los disiparan.

El día mismo que se cumplieron los ocho años de mi condena, contados desde el día en que me pasaron por cajas1 en México, me llamó el coronel y me dijo: Ya has cumplido a mi lado el tiempo que debías haber cumplido entre la tropa como por castigo, según la sentencia que merecieron en México tus extravíos. En mi compañía te has portado con honor, y yo te he querido con verdad, y te lo he manifestado con las obras. Has adquirido, desterrado y en tierra ajena, un principalito que no pudiste lograr libre en tu patria; esto, más que a fortuna, debes atribuirlo al arreglo de tus costumbres, lo que te enseña que la mejor suerte del hombre es su mejor conducta, y que la mejor patria es aquélla donde se dedica a trabajar con hombría de bien.

Hasta hoy has tenido el nombre de asistente, aunque no el trato; pero desde este instante ya estás relevado de este cargo, ya estás libre, toma tu licencia; ya sabes que tienes en mi poder 8.000 pesos, y así, si quieres volver a tu patria, prevén tus cosas para cuando salga la nao.

Señor, le dije yo enternecido por su generosidad, no sé cómo significar a Vuestra Señoría mi gratitud por los muchos y grandes favores que le he debido, y siento mucho la proposición de Vuestra Señoría, pues ciertamente, aunque celebro mi libertad de la tropa, no quisiera separarme de esta casa, sino quedarme en ella aunque fuera de último criado; pues bien conozco que desechándome Vuestra Señoría pierdo no a mi jefe ni a mi amo, sino a mi bienhechor, a mi mejor amigo, a mi padre.

Vamos, deja eso, dijo el coronel, el decirte lo que has oído no es porque esté descontento contigo ni quiera echarte de mi casa (que debes contar por tuya), sino por ponerte en entera posesión de tu libertad, pues, aunque me has servido como hijo, viniste a mi lado como presidario, y, por más que no hubieras querido, hubieras estado en Manila este tiempo. Fuera de esto considero que el amor de la patria, aunque es una preocupación, es una preocupación de aquellas que, a más de ser inocentes en sí, pueden ser principio de algunas virtudes cívicas y morales. Ya te he dicho, y has leído, que el hombre debe ser en el mundo un cosmopolita o paisano de todos sus semejantes, y que la patria del filósofo es el mundo; pero, como no todos los hombres son filósofos, es preciso coincidir, o a lo menos disimular, sus envejecidas ideas, porque es ardua, si no imposible empresa, el reducirlos al punto céntrico de la razón; y la preocupación de distinguir con cierto amor particular el lugar de nuestros nacimientos es muy antigua, muy radicada y muy santificada por el común de los hombres.

Te acordarás que has leído que Ovidio gemía en el Ponto no tanto por la intemperie del clima, ni por el miedo de los Getas, naciones bárbaras, guerreras y crueles, cuanto por la carencia de Roma, su patria; has leído sus cartas y visto en ellas los esfuerzos que hizo para que a lo menos le acercaran el destierro, sin perdonar cuantas adulaciones pudo, hasta hacer Dios a Augusto César que lo desterró.

Pero, ¿qué me entretengo en citar este ejemplo del amor de la patria, cuando tú mismo has visto que un indio del pueblo de Ixtacalco no trocará su jacal por el palacio del virrey de México?

En efecto, sea preocupación o lo que fuere, este amor de la tierra en que nacemos no sé qué tiene de violento que es menester ser muy filósofos para desprendernos de él, y lo peor es que no podemos desentendernos de esta particular obligación sin incurrir en las feas notas de ingratos, viles y traidores.

Por esto, pues, Pedrillo, quise enterarte de la libertad que ya disfrutas, y porque pensé que tu mayor satisfacción sería restituirte a tu patria y al seno de tus amigos y parientes.

Muy bien está eso, señor, dije yo, justo será amar a la patria por haber nacido en ella o por las conexiones que ligan a los hombres entre sí; pero eso que se quede para los que se consideren hijos de su patria, y para aquéllos con quienes ésta haya hecho los oficios de madre, pero no para mí, con quien se ha portado como madrastra. En mis amigos he advertido el más sórdido interés de su particular provecho, de modo que cuando he tenido un peso he contado un sin fin de amigos, y, luego que me han visto sin blanca, han dado media vuelta a la derecha, me han dejado en mis miserias, y hasta se han avergonzado de hablarme; en mis parientes he visto el peor desconocimiento, y la mayor ingratitud en mis paisanos. ¿Conque a semejante tierra será capaz que yo la ame como patria por sus naturales? No señor, mejor es reconocerla madre por sus casas y paseos, por su Orilla, Ixtacalco y Santa Anita, por su San Agustín de las Cuevas, San Ángel y Tacubaya, y por estas cosas así. De verdad aseguro a Vuestra Señoría que no la extraño por otros motivos. Ni una alma de allá me debe la memoria más mínima; al paso que hasta sueño la fiesta de Santiago, y hasta las almuercerías de las Cañitas y de Nana Rosa.2

No, no te esfuerces mucho en persuadirme ese tu modo de pensar, dijo el coronel, pero sábete que es amuchachado y muy injusto. Verdad es que no solo para ti sino para muchos es la patria madrastra; pero, prescindiendo de razones políticas que embarazan en cualquier parte la igualdad de fortunas en todos sus naturales, has de advertir que muchos por su mala cabeza tienen la culpa de perecer en sus patrias por más que sus paisanos sean benéficos; porque ¿quién querrá exponer su dinero ni franquear su casa a un joven disipado y lleno de vicios? Ninguno, y en tal caso los tales pícaros ¿deberán quejarse de sus patrias y de sus paisanos, o más bien de su estragada conducta?

Tú mismo eres un testigo irrefragable de esta verdad; me has contado tu vida pasada, examínala y verás como las miserias que padeciste en México, hasta llegar a verte en una cárcel, reputado por ladrón, y por fin confinado a un presidio, no te las granjeó tu patria ni la mala índole de tus paisanos, sino tus locuras y tus perversos amigos.

Mientras que el coronel hacía este sólido discurso, di un repaso a los anales de mi vida, y vi de bulto que todo era como me lo decía, y entre mí confirmaba sus asertos, acordándome tanto de los malos amigos que me extraviaron, como Januario, Martín Pelayo, el Aguilucho y otros, como de otros amigos buenos que trataron de reducirme con sus consejos, y aun me socorrieron con su dinero, como don Antonio, el mesonero, el trapiento, etc., y así interiormente convencido dije a mi jefe: señor, no hay duda que todo es como Vuestra Señoría me lo dice, conozco que aún estoy muy en bruto, y necesito muchos golpes de la sana doctrina de Vuestra Señoría para limarme, y por lo mismo no quisiera desamparar su casa.

No hay motivo para eso, dijo el coronel, siempre que tu conducta sea la que ha sido hasta aquí, ésta será tu casa y yo tu padre. Le di un estrecho abrazo por su favor y concluyó esta seria sesión quedándome en su compañía con la confianza que siempre y disfrutando las mismas satisfacciones; pero estaba muy cerca el plazo de mi felicidad, se acabó presto.

Como a los dos meses de estar ya viviendo de paisano, un día después de comer le acometió a mi amo un insulto apoplético tan grave y violento que apenas le dio una corta tregua para recibir la absolución sacramental, y como a las oraciones de la noche falleció en mis brazos dejándome en el mayor pesar y desconsuelo.

Inmediatamente concurrió a casa lo más lucido de Manita; dispusieron amortajar el cadáver a lo militar, y cuanto era necesario en aquella hora porque yo no estaba capaz de nada.

Como el interés es el demonio, no faltó quien luego tratara de que la justicia se apoderara de los bienes del difunto, asegurando que había muerto intestado; pero su confesor ocurrió prontamente al desengaño pidiéndome la llave de su escribanía privada.

La di y sacaron el testamento cerrado que pocos días antes había otorgado mi amo, el que se leyó, y se supo que dejaba encargado su cumplimiento a su compadre el Conde de San Tirso, caballero muy virtuoso y que lo amaba mucho.

El testamento se reducía a que a su fallecimiento se pagasen de sus bienes las deudas que tuviese contraídas, y del remanente se hiciesen tres partes, y se diese una a una sobrina suya que tenía en España en la ciudad de Burgos; otra a mí, si estaba yo en su compañía; y la tercera a los pobres de Manila, o del lugar donde muriera, y, caso de no estar yo a su lado, se le adjudicara a dichos pobres la parte que se me destinaba.

Con esto se acabó la esperanza del manejo a los que pretendían el intestato, y se dio paso al funeral.

Al día siguiente, apenas se divulgó por la ciudad la muerte del coronel, cuando se llenó la casa de gente. ¿Pero de qué gente? De doncellas pobres, de viudas miserables, de huérfanos desamparados y otros semejantes infelices a quienes mi amo socorría con el mayor silencio, cuya subsistencia dependía de su caridad.

Estaba el cadáver en el féretro, en medio de la sala, rodeado de todas aquellas familias desgraciadas que lloraban amargamente su orfandad en la muerte de su benefactor, a quien con la mayor ternura le cogían las manos, se las besaban, y regándolas con el agua del dolor decían a gritos: ha muerto nuestro bienhechor, nuestro padre, nuestro mejor amigo... ¿Quién nos consolará? ¿Quién suplirá su falta?



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