Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Para el niño que llega al mundo la vida se antoja una fiesta fantástica a la que ha sido convidado sin saberlo y donde le son deparadas sin interrupción las más exquisitas sorpresas. Sus sentidos se abrazan al mundo como una enredadera exuberante. Todo se le presenta inédito y sin nombre. El mundo, alado, no espera a que los ojos vayan donde él; acude por su propio impulso animado de una solicitud ligera y generosa. Las maravillas desfilan ante los ojos asombrados, danzan con la gracia de su originaria belleza. El niño quiere asir esas mariposas evanescentes que se le hurtan una y otra vez. Poco a poco, el niño que será poeta va comprendiendo que la red para darles caza está trenzada con sonidos, con palabras que las fijan a la pared como sañudos alfileres.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 225
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
COLECCIÓN TIERRA FIRME
EL POETA NIÑO
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición (Letras Mexicanas), 1971 Segunda edición (Letras Mexicanas), 1876 Tercera edición (Colección Popular), 1984 Cuarta edición (Tierra Firme), 1997 Primera reimpresión, 2017 [Primera edición en libro electrónico, 2025]
Distribución mundial
D. R. © 1971, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-968-16-5169-5 (impreso)ISBN 978-607-16-8721-0 (ePub)ISBN 978-607-16-8736-4 (mobi)
Impreso en México •
A mis padres
On n’entendait aucun bruit de pas dans les allées. Divisant la hauteur d’un arbre incertain, un invisible oiseau s’ingéniait à faire trouver la journée courte, explorait d’une note prolongée la solitude environnante, mais il recevait d’elle une réplique si unanime, un choc en retour si redoublé de silence et d’immobilité qu’on aurait dit qu’il venait d’arrêter pour toujours l’instant qu’il avait cherché à faire passer plus vite.
MARCEL PROUST,Du côté de chez Swann
CHUPAR. El mundo era una inmensa teta. Un monte a la medida de mi boca. Dedos. Chupones. Succión. Rostros femeninos con presencias de madres. Instantes blancos. Luz lechosa.
La hora cóncava. La cuna cálida. Y yo, centro del cuarto, esperando el seno puntual, que me trasmitía, como una cornucopia, la vida.
Su seno a mi mordedura se dolía, como luna blanda o como pan; entre mis manos, que lo elevaban desnudo hasta mis labios que lo gustaban con hambre.
Vaso repleto, se separaba en suave encarnación del pecho que lo sostenía.
Envuelto por la luz de la mañana, de la que chupaba la claridad. Y era un sol para empuñar, hundiéndoseme la cara en su paisaje.
OÍA los pasos de mi madre en el corredor. La puerta que se cerraba o se abría. La lluvia sobre el tejado.
Hacia mi padre, en la tienda, iban mis pensamientos. Me figuraba verlo entrar, sentarse al borde de la cama, y quedarse junto a mí.
Pero no venía. Y de pronto, me encontraba gritándole: “¡Papá, papá!”, sabiendo que al oírme dejaría de hacer lo que estaba haciendo, y vendría.
Y venía. Se sentaba junto a mí, y me quedaba viéndolo, en su vida fabulosa, hasta que volvía a dormirme.
Despertaba en la oscuridad, sin saber de qué lado de la cama me encontraba. Y sintiendo el vacío ante mí, tanteaba alrededor, tratando de acomodarme nuevamente.
Hallar la almohada era hallar el sitio donde mi cabeza debía haber estado. Pero creyendo alcanzarla, tocaba el otro extremo de la cama.
Me sentía maltrecho, lleno de sombras y de confusión, sin despertar del todo y sin poder dormir.
Hasta que vislumbraba la ventana, apenas más clara que los muros oscuros. Y pronunciaba con lentitud mi nombre, como asegurándome, perdido en la amplitud del lecho, que seguía siendo el mismo.
Recordaba, lejanísimamente, el momento en que mi padre se había ido, sin poder impedirlo, lleno de un sueño más fuerte que mis deseos de decirle que no se fuera.
Y con la almohada asida para no perderme, me dormía, sabiendo que al despertar vería otra vez a mi padre.
Despierto, demoraba el momento de levantarme. En el corredor, los jilgueros gorjeaban en sus jaulas, y las cortinas de la ventana, las paredes tenían una claridad adormecida.
Como adentro de una esfera luminosa, viajaba en el día que alumbraba mi cuarto, y todo ojos, desde el lecho, veía las cosas que me rodeaban, como en un despertar de las cosas en mí.
En esa claridad, oía los pasos de mi madre, las voces de las sirvientas, el volar de las moscas… Y de pronto, la casa estaba silenciosa, como si todos se hubieran ido, excepto la luz.
Yo no quería hablar. Una timidez inmensa me ocultaba las palabras. Además, pensaba y repensaba la frase tanto, que el momento de decirla había pasado, o se me había gastado el sentido a base de repetírmela.
Me sentía bien en mí, y explicar o discutir algo era verterse, y cansaba como si diera una caminata seca. Ser admirado o convencer no me provocaban. Estaba bien así, silencioso, viendo el sol iluminar los muros blancos granulosos y la escoba deshecha en el corral.
Me costaba trabajo salir de mí. Era un largo viaje expresar un deseo, exponer algo a alguien, contestar a las preguntas que me hacían. Por timidez, como una cuerda me iba torciendo interiormente hasta extremos de dolor, cuando ya no se puede dar una vuelta más. El rojo ardía en mi cara, dominados mis rasgos por su calor, perdiendo el suelo bajo mis pies, mientras por mis ojos salía mi desamparo. No sabía para dónde ver, encendido de pena, refugiándome en mi interioridad como un armadillo en su caparazón.
Me quedaba en mí, inerme, como emparedado, hasta que mi madre me decía: “Ya vámonos”.
Y si estábamos con gentes, la seguía, urgido por desaparecer, como un actor que ha entrado por equívoco a una escena que no le corresponde, y el público, al verlo confuso, descubre su error, pues él lo manifiesta con azoro, y por apresurarse vuelve más difícil su salida, no hallando la puerta para irse.
Así me confundía la persona que había captado mi timidez, mientras me alejaba tras de mi madre, tratando de no ser visto, de no estar allí.
Ya desde que llegábamos a la casa de una amiga suya, y la señora o las hijas se fijaban en mí, mi primera preocupación era la de que no me dirigieran la palabra, porque mi madre era la persona más adecuada para informar sobre mis gustos o para contestar preguntas, y aun aquellas que se referían a mi edad, nombre, estado de ánimo, etc., serían mejor respondidas por ella. Por lo cual, trataba de que su curiosidad no me tomara distraído, mostrando mi interés por la cara de la niña o por el perro en el cuarto, mereciendo la pregunta: “¿Quieres jugar con Ana?”, o: “¿Te gusta el perro?”
Me rodeaba un círculo mágico, el cual nadie debía trasponer. Este círculo protegía mi intimidad, con su bagaje de pensamientos, deseos y miedos. Lo que sentía sólo me importaba a mí. Revelar mis pensamientos era revelarme, y mostrar mis deseos era mostrarme. Y si solicitaba algo y se me decía que no, mi ser entero era rechazado, al dejar ver una necesidad de mi alma, puesta su realización al arbitrio de otro. Por eso, hacía las cosas yo mismo. Y si se iba una persona, por no manifestar mi gusto de ella la dejaba ir: en mi ser quedaba su ser, en pensamiento.
Me gustaba pasear a solas y estar solo. Ir por el día como por una realidad tan bella como la imaginación, donde la montaña era hermosa a cada instante, con su forma de pájaro volando sobre su sitio, y donde las gentes que veía, por el hecho de ser, trasmitían lo divino.
Pero cuando alguien me hablaba, pronto me sentía abrumado, y oía sin oír, fatigado por pensar cada frase que me era dicha; yéndome inmediatamente a otra parte con alguna palabra, o quedándome ausente allí junto, aislado por la cortina de mis pensamientos.
Pero cuando no tenía palabras sobre las cuales resbalar, vista en la cual entretenerme, inmóvil, sometido, reunía fuerzas para no mostrar mi aburrimiento, o mis ganas secretas de dar a este alguien una bofetada e irme.
Si con mis amigos me alegraba por unos girasoles o por un fresno, o si descubría sobre la montaña la sombra de una nube, o mirando un castaño veía sobre una hoja una gota de agua, que iba resbalando por su inclinación del centro hacia la orilla, bajando lentamente como por una pendiente, comprendía, por la casi sordera con que me escuchaban, que era feliz por cosas que a ellos no les interesaban, y que mis frases buscándolos hacían un viaje tan inútil como el de esos elevadores a los que alguno ha oprimido los botones, y paran en cada piso, abriendo sus puertas en cada uno, sin que nadie entre ni salga.
Cuando mis padres se iban de viaje no hacía sino esperarlos. En vano me decía que iban a volver en unos días, sentía su ausencia en mi ser, en la casa y en el pueblo, y en la cara de mi hermano, como si no fuesen a volver nunca. Cada acto mío era sin ellos. Cada pensamiento los extrañaba. Y jugaba sabiendo que no estaban. Y recorría las calles sintiendo que mucho me faltaba. Y si me iba con mis amigos por las huertas a cortar fruta y a arrojar piedras a las lagartijas, oía en el monte, entre los árboles, el tren del mediodía y el tren de la tarde, diciéndome que era miércoles y que ellos llegarían el sábado, y que faltaban jueves y viernes por pasar.
Como aquel que está dormido siente bruscamente el vacío en torno de sí, y se arroja instintivamente hacia algún borde del lecho para asirse y no caer, yo confiaba en el movimiento que iba hacia mi padre desde la oscuridad y la soledad, pues él circunscribía mi cuerpo como la línea negra en torno de la figura coloreada en los dibujos, y nada podía sucederme rodeado por él mágicamente. Por este apego, el desamparo acudía cuando él no estaba, creyendo que nunca más volvería a verlo.
La noche estaba llena de ruidos. Se oía el silencio de los corredores, la humedad de los muros, la vejez del techo, gemidos de mujeres atravesaban el aire, zorras saltaban de los tejados sobre las plantas, chillando, y ladridos de perros, que empezaban lejos, eran relevados por otros más cercanos. La oscuridad pesaba como si fuera física. Para moverse había que apartar las sombras. Y si sintiéndome oprimido quería prender la luz, había que empujar la noche como si hiciera a un lado una gran piedra.
Cortaba hojas de los árboles, o las levantaba del suelo; hallaba unas que estaban aún henchidas de lluvia, y otras que habían sido perforadas por los insectos; algunas eran como estrellas verdes en un charco, y otras se ponían marchitas, mostrando en sus orillas un ocre como una llaga. De algún modo, las hojas me hacían traer adentro de la casa al árbol, pues en sus formas el árbol estaba figurado, y bastaba ver una para recordarlo, y de pronto, un roble en miniatura estaba en mi mano.
Algunas eran verdirrojas como la manzana, y otras tenían el color del limón. Hacia mí, desde las ramas, estiraban sus manos rítmicas, empujadas en su peso por el aire. Visitaba a un tilo en mis paseos, lo observaba de lejos y de cerca, era mi tilo, el árbol que se me parecía por forma, por carácter, por deseo.
Había días en que no importa qué fuera, a cualquier cosa decía no. Mi ser se cerraba y una inexpresable fatiga pesaba sobre mis movimientos. Caminar me cansaba. Estar con mis amigos. Oírlos. Verlos. Comer. Obedecer lo que querían mis padres. Ir. Venir. Me quedaba en mi cuarto, acostado, viendo entrar el sol por la puerta abierta, o sombrearse la pared cuando una nube lo cubría. Veía los muebles, sus nudos, sus astillas. En el pasillo hablaba mi madre con una señora que había venido a visitarla, o pasaba mi padre.
En la noche, con la luz apagada, sentía mi alma, en una flexibilidad que podía llenar el espacio con su expansión o concentrarse en un punto; pudiendo, como una existencia espiritual, ir adonde quería o estar con la persona en la que pensaba, sin desplazamiento, sin ruido, por deseo.
A veces, atraído por las risas de mis padres iba a ellos, abriéndoles los brazos, pero un inesperado mal humor me recibía, oyendo en lugar de la palabra afectuosa el mandato de que me alejara, emitido por una voz muy áspera… Y me retiraba sin comprender por qué detrás de su alegría aparente se ocultaba una cólera; tan confuso como aquel que asiste a una celebración en un país cuyo idioma entiende apenas, y cree oír en las palabras de los celebrantes cosas que en realidad no están diciendo, y ve en sus caras un contento que en realidad no es contento, y cuando siente que el espectáculo ha acabado, al felicitar a uno de los que ve más entusiastas, descubre que ese rostro risueño no ríe, sino está iracundo, y rechazado con un empujón y un grito, sabe que lo que pensaba una fiesta era en realidad una riña.
Solo en mi cuarto, me demoraba en prender la luz, siguiendo en la pared los momentos finales del día, que para mí eran como los primeros rayos del alba de la noche.
Sorprendía la presencia del anochecer en el suelo, como la humedad en un cartón que se moja, y a medida que se humedece se oscurece. El sol reverberaba en los vidrios de algunas ventanas, dando una tonalidad naranja al aire, y dorando el tejado de una casa, ponía la sombra de un pichón sobre un muro.
Innumerables ojos se cerraban en el cuarto, y la claridad se iba haciendo más aérea, según la vista que permitía la ventana. Algunos objetos, que eran blancos, se vestían de una oscuridad que parecía salirles de adentro, disminuyendo su tamaño, como un hielo que se derrite.
Había sobre el horizonte un silencio visual, y en el cuarto una quietud geométrica. El anochecer juntaba las distancias, mezclaba las diferencias, confundía los volúmenes, unía cielo y tierra. Las lejanías eran abolidas a base de borrarse.
Enfermo, oía las voces en la calle, tratando de reconocer entre ellas la de algún amigo, pero los gritos me llegaban indistintos en su sonoridad, y no sabía si era mujer o niño quien llamaba o hablaba. Parecían venir de un mismo sitio, interrogarse y contestarse, aunque tal vez estaban lejos una de otra, y no se buscaban, y sólo por el silencio de mi cuarto mis oídos las reunían y les daban una conversación en el espacio; mientras sobre la pared, la luz se oscurecía o se aclaraba según el movimiento de las nubes afuera, cubriendo y descubriendo el sol.
Me quedaba así, oía y veía transcurrir las horas, en su pesantez y en su penumbra, sintiendo una soledad no sólo de tiempo sino de espacio, y cierta inexistencia… Hasta que me levantaba de la cama, cansado de dedicar mi gesto a la desgracia, y atravesando el corredor, salía a la calle, contra la desazón y la pena.
Había días en que el día era una incesante y variada prohibición, expresada por la voz de mi madre, siguiéndome a todas partes, como alguien que sujeta a distancia con un tirante mágico: “No bebas de esa agua”. “No comas de ese plato.” “No tires esa cáscara.” “No cortes esas flores.” “No vayas a la calle.”
Cuando en el mercado con ella, viendo las frutas ofrecer su sabor a la mirada, como si en su forma y matices expresaran su particularidad en el universo, presintiendo debajo de la textura de sus cáscaras la carnosidad jugosa, habiéndome decidido por la ciruela, mis ojos iban hacia el durazno, o descubrían la mandarina, resbalando de una en una como en una escala de colores-sabores que atraían mi vista, mi olfato y mi tacto al mismo tiempo, no sabiendo a qué impulso entre los tres ceder, pues tomara la que tomara, ésta era para mí toda la fruta.
Como el niño que anda en compañía de viejos, a cada momento adelanta su paso, mostrando con su prisa su impaciencia, así salía a pasear con mi abuela:
imaginando en las ramas a monos que cuelgan de sus colas y a guacamayas que se desplazan colgándose del pico, viendo a gorriones avanzar saltando, coger una miga o remover el polvo para sacar insectos.
Pasábamos bajo la sombra de un roble, atravesábamos un puente, que parecía polvoriento y abandonado recién hecho. El perro perseguía pichones, que se levantaban del suelo al percibir su aliento. Un cenzontle aterido sobre una rama revelaba en su estar una región, un clima y una hora.
Mi abuela pronto se cansaba, y sentados sobre una piedra, desde la que se dominaba el pueblo, parecía sumergirse en su paisaje, y me decía: “Esas casas no estaban allí; la carretera pasaba por otro lado; no había tren; había bandidos y unas cuantas familias; yo apenas me acuerdo, tendría unos ocho años, o menos; tu padre no había llegado al pueblo; tu madre no nacía aún; era el mil ochocientos y tantos; antes de la Revolución, antes de que tú nacieras; ese puente que ves allá, esas tiendas no estaban…”
Su voz, haciéndose más baja, la confinaba en sí misma, a medida que los recuerdos la hacían retroceder, hasta que se hacía inaudible.
La veía arrugada, vieja y seca sobre su bastón, enredada en una maraña de caras y de hechos, de la que no podía desenredarse. Pero bruscamente dejaba de hablar, se levantaba y seguíamos caminando, moviendo los labios como si se contara algo, o hiciera una cuenta en la que se le revolvían los números; más descolorida o más llena de polvo, y más curvadas sus piernas flacas, como si se fuera a sentar de un momento a otro en el aire, pero no se sentaba, porque sólo era lenta.
Yo hacía rodar una piedra con el pie, oyendo su sonido brotar del empedrado. Pero apenas mis pasos tomaban ritmo, nos parábamos otra vez a descansar, y con un gesto, que me daba la impresión que a cada arruga correspondía un recuerdo, parecía pedirme paciencia.
De pronto, con ojos mentales me miraba, tratando de pensarme bien antes de acomodarme en la imagen del retrato que tenía en la mano; pero dudando, el brillo de sus miradas escapaba hacia otra parte…, para volver enseguida a fijarse sobre mi rostro, hallando en mis facciones los rasgos ancestrales de mi tía Hermíone, en el retrato.
Yo sentía a ella, a mi tía Hermíone, a mi padre y a mi madre, a mis abuelos paternos armonizados en mi ser; y pensaba en sus padres, en sus abuelos y bisabuelos, y en el sinfín de hombres muertos detrás de ella y de mí, y los aceptaba en mi cara y en mi cuerpo, en mis pensamientos y en mis palabras, sin oposición y con amor.
Luego se levantaba, temblando sobre su bastón como si estuviera a punto de perder el equilibrio, y andando con la prisa que le permitían sus piernas, buscaba las sombras de los árboles y el lado sombreado de la calle.
Los días domingos los campesinos bajaban al pueblo, con sus mujeres y sus niños, con trigo y maíz para vender. Capulines y tunas, zapotes y duraznos pasaban por las calles en canastos y en cajas. Yo, en la tienda, sentado entre los sombreros, veía a los que entraban a comprar ropa.
En la estación de lluvias, con frecuencia, nubes que no se sabía de dónde habían salido, oscurecían el cielo rápidamente, y de súbito, el aguacero arrojaba la multitud callejera a la tienda. Los relámpagos daban blancura al día, y los truenos tableteaban sobre la montaña. La lluvia, en apresurados hilos, esparcía una niebla que olía bien. Y a los pocos minutos, el sol volvía a salir, flotando el pueblo en los aromas de la tierra y las plantas mojadas.
Algunos de los campesinos que en la tienda se habían congregado tenían el aire de la región en sus caras, y allí reunidos, viendo caer la lluvia, parecían tomados por una pluvialidad individual, que los aligeraba íntimamente, mientras observaban con aceptación milenaria el acto sagrado.
Entre ellos, las muchachas, que parecían desprendidas de la tierra por su color, miraban furtivamente, como si fueran sus sombras.
Mi madre creía que la casa estaba llena de tesoros, que habían enterrado los destiladores de alcohol que vivieron en ella, o los que vivieron antes que ellos, durante la Revolución. Reconstruida por mi padre, la casa se había modificado. Donde estaba la cocina ahora era un corredor, y donde había parapetos para defenderse en caso de un ataque era una habitación. Comparando lo que decían las gentes con sus sueños, mi madre emprendía la excavación de un cuarto o de un pasillo, metiendo un peón a varios metros de profundidad. Ánimas en pena, que avisaban dónde estaba el tesoro, se les aparecían a las sirvientas, o las sacaban dormidas a medianoche, arrastrándolas por el suelo hasta dejarlas en el lugar indicado. Buscadores de tesoros venían de México con sus aparatos a detectar lo escondido, y por unos días se hacían muchos hoyos en los cuartos de la casa. Aunque sólo una vez mi madre tuvo una casa donde hubo un tesoro, pero lo halló otra gente. Mi padre la había rentado a tres hermanas solteras muy pobres; y la más vieja de entre ellas, y la más fea y flaca, era sacada de los cabellos todas las noches de su cama, y embrocada junto a un zapote seco. Por lo que tuvieron la idea, la única en su vida, de escarbar junto al zapote, y hallaron tres cajas de muerto llenas de monedas, que mi madre supuso fueron todas de oro. Y como la casa era nuestra, salieron del pueblo un amanecer, con dos burros cargados con costales, hacia lugar desconocido… Descubriendo mi padre las excavaciones por los agujeros en los que habían estado las cajas, y que había habido cajas por los restos de madera vieja mezclados a la tierra apilada junto al zapote. Mi madre siguió comprando casas, que derrumbó, e hizo escarbar debajo de los muros y levantó cimientos, pero fallaron sus corazonadas.
Había días en que la mesa era trabajada por la carcoma, la ropa por la polilla y el pan por el moho.
El plato estaba desportillado, la puerta desvencijada y el pollo descañonado y desmembrado.
Una botella sin gollete y una silla rota aparecían en el corral; y las aletas del pescado, comido hacía poco, emergían de la basura como señales.
La casa entera era como una ventana sin vidrios, y el hombre en el tiempo como azúcar que se diluye en agua.
Los días extraían sombras, briznas y astillas de las cosas, y mostraban sus huecos y su broza; arrugaban las caras y comían animales.
Ensangrentados matarifes pasaban frente a la tienda, llevando reses al rastro, donde de un tajo las mataban.
Perros acostumbrados a la sangre y a la carne caliente, les ladraban siguiéndolas.
Los mugidos de las reses llenaban la calle, resistiéndose a avanzar.
Pero después de un rato, quedaba sólo por donde habían estado la quietud de la tarde.
Al día siguiente, los matarifes pasaban de nuevo, pero rumbo a las carnicerías, con las reses en pedazos sobre las espaldas de los mozos, y con burros cargados de espinazos y piernas.
Cuando mi padre me llevaba a México, tenía miedo de perderme. La multitud parecía avanzar para pisotearme, y las gentes formaban, como en remolino, una confusión en la que me extraviaba.
Sobre todo, había alguien muy perverso que podía secuestrarme, y hacerme no ver más a mis padres, poniéndome a mendigar en un barrio.
Por eso, mi padre me llevaba sobre sus hombros, del almacén a la juguetería, y del hotel al cine.
Había en mí otro, que se sentiría bien perdido, que deseaba vivir en una región oscura, sin intemperie ni sufrimiento, y la multitud lo atraía, queriendo perderse entre sus pies y sus caras, para no ser ya más yo mismo.
Pero amaba a mi padre, y nada me consolaría no verlo; y él me llevaba sobre sus hombros.
Cuando en el corredor patinaba mi prima, al oír el rodar de sus patines iba a verla.
Patinaba con torpeza, a punto de caer a cada vuelta que daba cada vez que tomaba velocidad, abriendo o cerrando mucho las piernas; y al tratar de mantener el equilibrio, se paraba bruscamente, o un pie se le iba hacia otra dirección. Sin embargo, el movimiento de sus manos, que levantaba como si quisiera atajar un peligro que le caía de arriba, y sus ojos cerrados, como para no ver el fin desastroso de su carrera, al borde de pasarle algo, aunque no le pasaba nada, mostraban un ritmo interno, expresado en movimientos y gestos, en los que leía una placidez que me calmaba, tan sólo con mirarla. Placidez cortada solamente por la delgada línea de una procacidad en ciernes, que se le ponía en los labios como una mueca sonrisa, que le sacaba a la cara el hábito de pasar mucho tiempo en el baño y de tocarse a solas.
Era duro correr, perseguido por mi hermano. Pues corría dos veces más rápido que yo, y golpeaba más fuerte.
En la casa, por el corredor y el jardín, de cuarto en cuarto, corría tras de mí, sin que hallara dónde meterme para escapar de él.
Buscaba a mi padre (que no estaba), a mi madre (que había salido), a la sirvienta (que no me defendía), hasta que puesto contra un muro, tenía que enfrentarme a él, y en el forcejeo me hacía llorar.
Luego venía mi padre (siempre después que me pegaba), y nos regañaba a los dos, sin que comprendiera de qué era culpable, si sólo había recibido los golpes. Pero era, me decía, por provocar ser golpeado, o por haberme puesto en situación de serlo.
El primer domingo de octubre salían las mojigangas a las calles, a pedir dinero en las tiendas y en las casas; enmascarados y vestidos de mujeres, con chanclas viejas, bailaban alrededor de las gentes y hacían movimientos grotescos con el cuerpo. Antes de llegar a la casa, se oían sus tambores, sus risas y sus flautas. Rodeaban a mi padre, que les daba cigarros y monedas, y a mí me hacían burla con las manos en torno de sus máscaras, que creía eran sus caras de diablos, de puercos y de viejos.
Huían los niños al ver las mojigangas zapateando y haciendo ruidos tétricos. Mi padre me calmaba, me decía que esas mujeres horribles eran hombres disfrazados.
Días después era la feria del pueblo. Llegaban el volantín, los aros y la ola. Venían hombres con juegos y mujeres con las caras muy pintadas. Se jugaba a la baraja y a los dados. En las carpas, se anunciaba a la mujer águila y a la mujer serpiente.
Canciones amorosas salían por muchas bocinas, y en las noches se quemaban toros de artificio, que se ponía una mojiganga sobre la espalda, despidiendo esferas azules hacia el aire, hasta que el toro, todo luz, se consumía, quedando sobre la espalda de la mojiganga una armazón oliendo a pólvora.
Detestaba a mi primo, que venía de Morelia y bailaba La Bamba. Desde la primera noche del día que llegaba, su padre lo hacía bailar en el corredor.
Pero no jugaba con él. Durante su estancia en Contepec, andaba con mis amigos. Además, tenía fama de llorón, pues al pelear una vez, le habían pegado en la nariz, sacándole sangre y lágrimas. Estaba siempre con su padre, o con mi prima, la hija de mi tía que venía de El Oro, y con su vestido zancón, enseñaba los muslos en crecimiento; y a la cual, mi hermano sentaba sobre sus piernas y acariciaba el pecho.
Yo tenía ganas de tronarle cuetes en las orejas a mi primo. Pero mis padres se reían cuando bailaba, y los grandes decían que era muy inteligente.
Me gustaba más mi prima, a la que acostaban con mi hermano, mi primo y yo, aunque me daba celos que en la noche se diera besos con mi hermano, mientras yo quería dárselos, pero me dormía sin poderlo evitar.
Con mi prima íbamos a la escuela para mirar el pueblo desde arriba. O jugábamos en el jardín a los esposos, cuando no estaba mi hermano, porque cuando estaba se la llevaba a un cuarto a jugar con él. Y si mi primo quería que no se fueran a ese cuarto, mi hermano le daba un golpe en el estómago, y lo hacía llorar.
Como alguien que sueña que el aire se le ha petrificado en torno, y al despertar sólo descubre que su almohada es muy dura, así a veces, una oscuridad opresiva daba a mi cuerpo un sentimiento de muerte, que se desvanecía con el acto mágico de prender la luz.
Tal vez por este miedo a morir, no me gustaban las noches demasiado oscuras, como tampoco me gustaba que mi cuarto