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La poesía llama atiende a la constante búsqueda del espacio desde el que la poesía nace y se manifiesta. Dividido en cuatro secciones —La poesía llama, Poemas del presente lejano, Las cuatrocientas voces del azul y Preámbulo a la noche— este poemario tiene como eje el tiempo y las distintas realidades del presente: uno violento, uno lejano y uno que se va convirtiendo para sumarse al mar de historias del pasado. Conforme el lector avance las páginas observará cómo la poesía ilumina y arde a la vez que resulta de la oscuridad de la noche y del insomnio.
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Seitenzahl: 93
Veröffentlichungsjahr: 2018
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LA POESÍA LLAMA
Primera edición, 2018 Primera edición en libro electrónico, 2018
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-5688-9 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
A Betty, Chloe, Eva Sofía y Josefina
Yo conozco los signos de la antigua llama.
Dante, Purgatorio, XXX, 21
Oh llama de amor viva.
San Juan de la Cruz
Puerta de toda maravilla.
Tao Te King
La poesía llama
Poemas del presente lejano
Las cuatrocientas voces del azul
Préambulo a la noche
un silencio visual escuchaba las voces
una luz interior abría las puertas invisibles
algo extraño sucedía en el vientre de mi madre:
el niño del cumpleaños de abril venía en camino
la noche era tan densa que no se alcanzaban a ver las manos,
y el lecho lejano parecía cercano;
el infinito entraba en él,
dormido en el olvido de sí mismo
y de los seres que habían sido
corazones astrales palpitaban
en el pequeño que se movía
en el vientre tumbal de la tiniebla madre.
La poesía existía
antes de que yo naciera
Oscuridad Santa
Pienso en la infinita melancolía de Dios,
en el Solitario del universo girando en Sí mismo
en su orbe de paredes azules y tinieblas translúcidas.
En su laberinto de seres y soles,
su Conciencia, nunca dormida nunca despierta,
vela en la eternidad del presente y del olvido.
En el aquí lejos y en el allá cerca escucha la plegaria
del hombre, la canción del océano, las sombras de los astros,
los mundos a medio hacer y las construcciones de lo efímero.
Nadar a contracorriente por el tiempo sin orillas,
sopesar en el espacio la luz irrepetible,
sentir en el vacío el reflejo del Ojo aluzinado, es Su saber.
Crear, es el oficio del Miglior fabbro del parlar eterno,
que nadie escucha, pero todo mundo explica,
que nadie ve, pero en Él todo nace y expira.
El hombre, huérfano de Dios, pedazo de miedo
rodeado de nada, ciego bajo la luz, no puede concebir
el Cuerpo incesante-mente creándose a Sí mismo.
En la cápsula de tiempo en la que estoy metido,
imagino cómo sería ser el Ser que se expande por el universo
en expansión, el Habitante de cada criatura y cada mundo.
El Ojo compasivo, el Ojo consciente-sensible-vivo
que todo percibe, todo piensa y todo siente,
el Ojo más viejo que el Sol, el Ojo que no se cierra.
El Ser de las auroras lúdicas y de las tardes lúcidas,
el Ser que sobrevive a la soledad de Sí mismo,
el Ser que revela y oculta su Misterio.
El Ser, que en el mundo de las criaturas condenadas
a muerte, embarga una tristeza sin razón ni límites;
el Ser Antiguo, el Ser Último, el Ser Presente,
el Cerebro que siente y el Corazón que piensa,
el Morador del agujero negro, esa bilis
que capta lo mismo al Sol en su cenit que en su nadir,
a la abeja en la flor y al quetzal en su extinción.
Me pregunto cómo sería ser Él,
el Ser de la presente ausencia,
el Ser de la Poesía de la existencia,
el Ser que mirándose a Sí mismo
mira en todo cuerpo y toda cosa
la sonrisa infinita de la Luz.
SOLO SOLO RODEADO DE SOLES DIOS EN SU INFINITA MELANCOLÍA.
Hay en ese ayer sombras sin cuerpo,
figuras que cambian de lugar y de forma,
gentes que vienen por la calle y no llegan,
árboles que caminan y atraviesan ventanas,
horas que duran un minuto o un siglo.
Hay en ese cuarto retratos y sacos
que se quedaron solos en los roperos,
cuerpos que sobrevivieron al acto amoroso
y están sentados al borde de la cama;
hay en esos rostros multitudes de sombras
esperando delante de puertas cerradas,
mientras el tren del olvido corre hacia atrás
por un río sin orillas comiendo paisajes y personas.
Hay en esa memoria seres deshabitados,
paredes que sostienen techos inexistentes,
cajones que no puede abrir ninguna mano,
ventanas callejeras sucias de vida diaria.
Hay en ese café mesas desocupadas,
mujeres fumándose la tarde ociosa,
tazas volcadas sobre días borrachos,
viejos desdentados inventando el pasado.
Hay en ese ayer un joven que camina
con su mujer vestida de anaranjado,
pronto ella dará a luz a su primera hija;
cruzan una calle con coches impalpables;
entran en un edificio de ventanas caídas;
suben por una escalera que sólo ellos pueden subir;
tienen los bolsillos rotos, deben su última renta,
pero abren en el ayer las puertas del misterio.
En una mesa ardía una vela.
Ocupaba el espacio música de jazz.
El poeta joven entrecerró los ojos.
Un humor de viernes agitaba su interior.
El deseo de estar en otra parte lo inquietaba.
Qué raro estar ahí sentado con un foco prendido
en la cabeza, entre geranios rojos y vírgenes alucinadas
y gente a la que no se le oía hablar.
Él recordó la dura poesía de las esquinas,
las banquetas náufragas de Dios
y los niños huérfanos de amor.
Una chica buscó a nadie en la pared, mirando a través de él.
Con cada flirteo ella más se abismaba,
más sola se quedaba, más se desamaba
a sí misma con ese aroma de nicotina
y ese aliento de carne macerada.
Ella, con lunas ajadas debajo de la blusa
y una sardina ultrajada entre las piernas.
Él sintió el Ártico helado en un vaso de cerveza;
mató a una mosca como si la suicidara;
dio una moneda al mesero que le apagó la vela.
El reloj de la muerte dio las doce
de un pasado lleno de presagios
y un porvenir cansado de esperar.
Dondequiera que él estaba tenía
la certeza de que algo le faltaba,
de que pronto regresaría al punto de partida.
Cuando salió a la calle sintió que su sombra
se iba por su cuenta a la otra acera.
Parada en una esquina estaba una joven vieja:
pobre ola carnal en pantalones ajustados,
pobre islote perdido en el presente lejano.
La piedra que los constructores rechazaron,
es la piedra fundamental.
Salmos, 118
Torres, ruinas elevadas, alzadas contra el horizonte.
Pajareras con fecha de caducidad.
Construcciones coronadas
por el aire airado y la lluvia ácida.
Escaleras que ascienden
y descienden por vacíos interiores.
Límites que dividen el mundo superficial
del Inframundo y del laberinto interno.
Elevadores que viajan con su carga
al precipicio del abajo y el mañana.
Cámaras, silencios encapsulados,
vidrios que refractan la mirada.
Cuartos sobre cuartos, oficinas sobre abismos
donde el presente se escapa como un gemido.
Esclavos atados a un escritorio y a un horario de plomo;
documentos en mano, pisando el tapete del olvido,
en el umbral de lo obsoleto y lo perdido,
pues el trámite ha vencido.
Secretarias, ansiosas de domingo, con el culo aplanado, soñando
entre máquinas palpitantes y lápices decapitados.
Cubículos de techo bajo, piso plastificado
y materiales eléctricos en forma de serpiente.
Corredores que llevan a la ciudad sin noche,
a incineradores, a arañas solitarias y al abismo de uno mismo.
Puertas que se abren a puertas cerradas
sobre sótanos de hormigón y medidores de sombras,
sobre entradas y salidas giratorias
y sobre gentes encerradas en su impropia nada.
Ruinas elevadas, precipicios disimulados, gimnasios
y salones con tableros de ajedrez en perpetua soledad.
Ventanas, cientos de ventanas mirando a cerros mutilados
y a camiones cargados de escombros
camino de fosas clandestinas, donde el mosquito anida
y el ego se pudre entre espejos que se miran a sí mismos.
Hoyos negros que encubren vacíos tragándose todo anhelo.
Cuando se vengan abajo, cuando el tiempo los haya derrumbado,
como a dioses mezquinos, sus adoradores los abandonarán.
Entonces, sólo entonces, el prisionero
de los laberintos verticales abrirá la puerta,
donde no hay paso al infinito.
That is no country for old men.
W. B. Yeats
Éste no es país para jóvenes, los viejos,
en pajareras de concreto de interés social
pregonan la perpetuidad del invierno
y la inmortalidad de la muerte.
No hay sirena luciente que no adore al Presidente
de la Pirámide de la Corrupción
ni púber escuálida que en su barrio violento
no rinda pleitesía al Cerdo de la Prosperidad.
La fama de mucha gente está escrita en un papel
de baño, y para cada manco hay un bastón de mando.
El futuro feliz anunciado por el dictador del primer mundo
es un embuste tridimensional repetido en el cuarto.
La nave de los locos que es este planeta
se dirige a Bizancio cargada de mutantes,
maniáticos y estultos buscando en las aguas
náufragas del mar la fuente de Juvencio.
En esta nave de adoradores del Becerro de Oro
y del coito senil, la inocencia es una polizonte
violada por la tripulación y los medios de
comunicación. Y mientras acompañados por millones
de depredadores del Paraíso Terrestre vamos al Hoyo Negro,
en la Era de la Locura, el Capo del Sur es el Secretario
de Salud del Norte y el Tirano Global rige sobre lo que pasó,
pasa y pasará, aunque mañana nadie lo recordará.
El amor del agua pasa entre tus dedos
como el aire pensante entre tus sienes
el agua vestida de aire se desnuda en tu cuerpo
como el ser vivo que no anda no vuela no nada
pero adentro tiene el universo
el agua que yo bebo te bebe a ti
agua santa
agua santa
agua santa
Aire vivo
aire que piensa
aire que siente
aire interior y exterior
aire del abismo de mí mismo
aire que me inspira me respira y me expira
aire que me acompaña y me dejará solo
aire que envuelve mi sueño de existir
aire que me toca y no puedo tocar
aire libre que conocí de niño
aire santo
aire santo
aire santo
Tú ponías en tu cuaderno un mar
tú pintabas en la pizarra una Medusa
por la ventana del salón de clases
tú veías mariposas en el cerro.
Los amigos corrían por el patio
metiendo goles en las porterías del aire;
tú medías el vacío entre cuerpo y cuerpo
o jugabas ajedrez con caballos y sombras.
‘¿Cuántos años tienes?’, preguntó Minerva.
‘Trece y medio’, contestaste.
El medio era importante, porque te hacía
sentir mayor y menor al mismo tiempo.
Comparaste anatomías y saliste perdiendo:
la hija del jefe de estación estaba floreciendo,
llenaba la calle con su vestido verde,
sus zapatos rojos y sus tobilleras blancas.
Tú querías apresar sus ojos almendrados,
sus rodillas raspadas, su pecho palpitante;
tú atisbabas los muslos de esa compañera