El Príncipe - Nicolás Maquiavelo - E-Book

El Príncipe E-Book

Nicolas Maquiavelo

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En los duros momentos de su reclusión en San Casciano, acusado de conspiración contra los Médici, Maquiavelo compuso este tratado de doctrina política con la finalidad tanto de alcanzar el favor de aquellos que le habían privado de la libertad y recuperar su antiguo empleo de canciller como de ser útil a Florencia. En "El Príncipe" recogió sus reflexiones, experiencias personales y ejemplos históricos destinados a cimentar sobre bases sólidas el poder del futuro gobernante, un príncipe que llevase a cabo el sueño de Julio II: la liberación de Italia de los "bárbaros". Y lo dedicó a Lorenzo de Médici. Su fama de libro perverso, de manual de déspotas, y la polémica interpretación todavía no cerrada sobre el verdadero fin y significado de sus palabras explican la fascinación que esta obra sigue causando siglos después de su publicación.

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Akal / Básica de Bolsillo / 204

Serie Clásicos del pensamiento político

Nicolás Maquiavelo

EL PRÍNCIPE

Introducción y notas: Manuel M.ª de Artaza

Traducción: Fernando Domènech Rey

En los duros momentos de su reclusión en San Casciano, acusado de conspiración contra los Medici, Maquiavelo compuso este tratado de doctrina política con la finalidad tanto de alcanzar el favor de aquellos que le habían privado de la libertad y recuperar su antiguo empleo de canciller como de ser útil a Florencia. En El Príncipe recogió sus reflexiones, experiencias personales y ejemplos históricos destinados a cimentar sobre bases sólidas el poder del futuro gobernante, un príncipe que llevase a cabo el sueño de Julio II: la liberación de Italia de los bárbaros. Y lo dedicó a Lorenzo de Médici.

Su fama de libro perverso, de manual de déspotas, y la polémica interpretación todavía no cerrada sobre el verdadero fin y significado de sus palabras explican la fascinación que El Príncipe sigue causando siglos después de su publicación.

Manuel M.ª de Artaza es doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y profesor de Teoría del Estado y de Historia de las Instituciones Político-administrativas de España en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de dicha Universidad.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Istmo, S. A., 2000

© De la primera edición en Básica de Bolsillo, Ediciones Akal, S. A., 2010

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-3290-8

Estudio preliminar

Casi quinientos años después de su publicación (1532), El Príncipe sigue siendo una obra que atrae y fascina a numerosos lectores. Sin duda, su fama de libro perverso, de manual de déspotas condenado por la Iglesia, pero también por gobernantes, moralistas y pensadores políticos a través de los siglos, explica, en buena medida, el interés del público por conocer las páginas que han otorgado a su autor, Nicolás Maquiavelo, el título de maestro del mal. Sin embargo, en El Príncipe no sólo se ha encontrado al consejero de tiranos por antonomasia o al padre de la denostada razón de Estado. En efecto, con el paso del tiempo las interpretaciones de este breve tratado u opúsculo, como lo llamó el propio Maquiavelo, se multiplicaron, dando lugar a una polémica todavía no cerrada sobre su verdadero fin o significado. Así, contra la opinión generalizada hasta entonces, pero siguiendo una línea ya aparecida en el siglo XVI y en sintonía con Spinoza, Rousseau lo consideraba en el Contrato Social (1762) «el libro de los republicanos», pues, so pretexto de dar lecciones a los reyes, desenmascaraba su proceder despótico ante los pueblos. Pero ha sido en el transcurso de los últimos ciento cincuenta años cuando El Príncipe se ha reinterpretado más veces y no sólo de forma negativa, calificándolo de escrito belicista, anticristiano, protofascista o totalitario, sino también de manera positiva hasta convertir a Maquiavelo en un hito, e incluso mito, de la modernidad. De hecho, el consejero de tiranos pasó a ser, según opinión aún hoy muy extendida, el fundador de la Ciencia Política moderna –entendida como un saber del poder separado de la ética–, el padre de la Teoría del Estado o un ardiente patriota italiano. En cualquier caso, en los inicios del tercer milenio la pluralidad interpretativa de El Príncipe no parece tener trazas de solucionarse y, tal vez, como afirmó Benedetto Croce, la cuestión de Maquiavelo no se resuelva nunca; pero quizá, si seguimos las pautas historiográficas que desde hace más de medio siglo insisten en situar a los hombres en su espacio y en su época, podamos, al menos, evitar buena parte de las contaminaciones, interesadas o ingenuas, que tanto han distorsionado la imagen de Maquiavelo y su obra. Ya lo dijo antes el proverbio árabe: «Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres». Así pues, en las próximas páginas nos acercaremos a un contexto histórico distinto y distante con el cual, pese a compartir inquietudes, no tenemos la familiaridad que con frecuencia se ha pretendido.

Además, conoceremos los datos esenciales de la biografía de Maquiavelo y, de esta forma, «bañados por la atmósfera mental de su tiempo» –decía el medievalista francés Marc Bloch–, entraremos a continuación en el análisis de las cuestiones más destacadas de El Príncipe.

Nicolás Maquiavelo y su tiempo

El difícil equilibrio político italiano

Nicolás Maquiavelo vino al mundo en mayo de 1469 en la ciudad de Florencia. Por aquel entonces, Italia era un espacio políticamente muy fragmentado donde reinaba un equilibrio inestable entre cinco potencias –Milán, Florencia, Venecia, los Estados Pontificios y el Reino de Nápoles– enfrentadas desde hacía décadas. Según veremos, se trata de las mismas potencias italianas protagonistas de El Príncipe; por tanto, parece oportuno aproximarnos a ellas antes de entrar en el análisis que sobre la actuación de cada una y en su conjunto hizo Maquiavelo en 1513[1].

Pues bien, al norte, en la zona más rica, urbanizada y densamente poblada de la península, las ciudades-Estado de Florencia, Milán y Venecia fueron ampliando desde el siglo XII sus dominios territoriales hasta convertirse en el XV en cabezas de unos poderosos «estados regionales» que englobaron a otras ciudades más débiles sometidas por la fuerza[2]. Éste fue el caso de Pisa, sujeta a Florencia desde 1409, y de cuya rebelión a fines del siglo XV nos habla Maquiavelo en El Príncipe. De todos modos, junto a los «estados regionales» dirigidos por pujantes centros económicos (bancarios, manufactureros y comerciales), entre los cuales no podemos olvidar a Génova, existían en el norte señores feudales laicos y eclesiásticos tan importantes como el duque de Saboya o el obispo de Trento. Y es que tradicionalmente se ha hecho un hincapié excesivo en la singularidad urbana de este ámbito geográfico, donde, es cierto, se situaban algunas de las ciudades más importantes de Europa, minusvalorando la notable presencia señorial y su influencia en los acontecimientos políticos. Por otro lado, no debemos olvidar la vinculación del norte de Italia al Sacro Imperio Romano Germánico, pues, pese a que en la práctica las comunas ciudadanas eran independientes de los emperadores desde las primeras décadas del siglo XIII, el Imperio siguió condicionando la realidad política italiana. No en balde, sendos títulos ducales otorgados por emperadores legitimaron a los Visconti y a sus herederos como señores de Milán a fines del siglo XIV, y a los Medici de Florencia en 1532. Pero asimismo los Della Scala en Verona, los Este en Ferrara o los Gonzaga en Mantua se convirtieron en príncipes gracias a la obtención de títulos del emperador. De esta forma culminaba un proceso iniciado en los últimos años del siglo XIII, durante el cual los gobiernos republicanos de las ciudades fueron siendo sustituidos paulatinamente por otros de carácter personal más o menos despótico. En la mayoría de los casos la transformación de una ciudad-Estado republicana en una «ciudad-principado»[3] fue propiciada por luchas políticas internas entre facciones, o bien por revueltas populares contra los grupos dirigentes. Entonces, el podestà, un árbitro de origen foráneo dotado temporalmente con plenos poderes para restablecer la paz, o el capitano del popolo, una figura similar, aunque por lo general aupada por las masas, podían aprovechar el momento y alzarse con el control de la ciudad, erigiéndose en señores (signori). Paralelamente, las repúblicas de Venecia y Florencia se fueron convirtiendo en regímenes oligárquicos sin el menor asomo de participación popular; aunque, a diferencia de la amplia base aristocrática de la Serenísima, en Florencia el poder efectivo estaba en manos de una sola familia desde 1434: los Medici, que se impusieron previamente a los Albizzi.

En el centro de Italia se encontraba la cuarta potencia en discordia: los Estados Pontificios, un conflictivo agregado de pequeñas ciudades, feudos laicos y territorios eclesiásticos sujeto nominalmente al papa, quien desde Roma intentó imponer su discutida autoridad como un monarca más a fines del siglo XV. Y ya por último, al sur, en el territorio más pobre, rural y menos densamente poblado de la península, estaba el gran Reino de Nápoles, (el Regno) el Reino por antonomasia. En el pasado, Nápoles, junto con Sicilia, había formado parte de una unidad política más extensa: el Reino de las Dos Sicilias. Pero en 1282 el levantamiento de los sicilianos contra la casa de Anjou, dinastía francesa que arrebató el trono a los descendientes del emperador Federico II Hohenstaufen en 1266, puso fin a la unión. A su vez, los reyes de Aragón, beneficiarios del alzamiento siciliano, terminarían expulsando a los Anjou de Nápoles. Fue así como en 1443 Alfonso V el Magnánimo pasó a ser también Alfonso I de Nápoles. Sin embargo, la reunificación de Nápoles y Sicilia fue efímera y la lucha entre franceses y aragoneses por el dominio napolitano se reabrió después de 1494, zanjándose definitivamente la disputa a favor de Fernando el Católico en los primeros años del siglo XVI. El examen de la política del rey de España y su enfrentamiento con los soberanos franceses son dos temas centrales de El Príncipe, pues, a juicio de Maquiavelo, Fernando «merece prácticamente la consideración de príncipe nuevo, porque, de un rey débil, ha pasado a ser por fama y por gloria el primer rey de los cristianos»[4].

Según dijimos al principio, Maquiavelo vio la luz en el contexto de un equilibrio político inestable. Se trataba del fruto de la Paz de Lodi, firmada en 1454 entre Venecia y Milán y a la que terminaron adhiriéndose las demás potencias, pues todas tenían buenos motivos para poner fin a sus luchas, casi ininterrumpidas desde los años veinte. En efecto, las guerras que habían ensangrentado Italia no establecieron un vencedor claro, pero terminaron haciendo ver a los contendientes el peligro de una intervención extranjera favorecida por sus disputas. No olvidemos cómo Nápoles había sido el escenario de un enfrentamiento franco-aragonés, mientras que el célebre caudillo mercenario Francesco Sforza, después de haberse hecho con el ducado de Milán en 1450, barajó la posibilidad de pedir ayuda al rey de Francia para mantenerlo frente a los venecianos y sus aliados, quienes consideraban al condotiero un usurpador. De todas formas, a esa amenaza se sumaba otra más próxima y temible: la de los turcos otomanos, que acababan de conquistar Constantinopla en 1453. En esta coyuntura, los esfuerzos conciliadores del papado auspiciaron la Paz de Lodi y una Liga italiana, bendecida por Nicolás V en febrero de 1455, cuyo fin prioritario iba a ser la defensa contra los turcos y el alejamiento de la monarquía francesa de los asuntos italianos. A partir de entonces se estableció el equilibrio entre las potencias y sus aliados durante veinticinco años. Un equilibrio difícil a la vista de las transgresiones del tratado, pero que, en cualquier caso, evitó una nueva escalada bélica. Con todo, las posteriores renovaciones de la Liga no lograron cumplir su objetivo y desde principios de los años ochenta estallaron las hostilidades de forma generalizada. En 1482 la agresión de Venecia contra Ferrara suscitó la alianza de Milán, Florencia y Nápoles contra la Serenísima, y en 1486, Ferrante, hijo bastardo de Alfonso de Aragón, combatía en su reino napolitano una rebelión baronial que reprimió con extrema dureza. Como consecuencia de ella, el papa Inocencio VIII decidió pedir la intervención del rey de Francia, quien unos años más tarde vio favorecidas sus pretensiones al trono napolitano como heredero de los Anjou, gracias a la actitud del duque usurpador de Milán, Ludovico el Moro. Éste, sintiéndose cercado por sus enemigos, se arrojó en manos de Carlos VIII, y el monarca galo no dudó en aprovechar la oportunidad para entrar en Italia. En 1494 comenzaba la invasión francesa, el «castigo celeste» profetizado desde Florencia por el prior del convento dominico de San Marcos: fray Girolamo Savonarola.

Una vez traspasados los Alpes, el ejército francés se paseó por la península y Carlos entró en Nápoles sin apenas encontrar resistencia el 22 de febrero de 1495. No obstante, su éxito fue breve. Una alianza de las potencias italianas, salvo Florencia, a la que se sumaron los Reyes Católicos y el Imperio, le obligó a retirarse a Francia a los pocos meses de su coronación como rey de Nápoles. Una vez más, los angevinos eran derrotados, aunque no tardarían en volver a tierras italianas. En 1499, el sucesor de Carlos, Luis XII, emprendía una nueva campaña, iniciando tras la toma de Milán otro período de guerras y de sucesivos reveses para los reyes de Francia. Al final, Enrique II terminó aceptando la hegemonía española sobre Italia en 1559 (Paz de Cateau-Cambrésis).

Pero volvamos a 1494 y a la patria de Nicolás Maquiavelo: Florencia. Allí, la marcha de Carlos VIII hacia Nápoles provocó la caída de los Medici, según dijimos, los verdaderos amos del gobierno. Su régimen, denunciado como corrupto e impío desde el púlpito por Savonarola, daba paso a una república popular profrancesa fuertemente influida por el dominico y sus partidarios. De hecho, el «profeta desarmado» del cambio clausuró la denominada Ilustración florentina de la época medicea, y la capital de las artes y las letras se sumió en un clima de austeridad y rigorismo religioso, entre cuyos excesos destacó la quema pública de cuadros, libros y todo tipo de objetos considerados dañinos para la moral. No tardó, pues, en nacer un partido contra Savonarola, enemistado con la mayoría de los hombres de negocios, principales perjudicados por su política de austeridad. A estos enemigos internos se sumaba el papa Alejandro VI, que terminó condenando al fraile a causa de sus duras críticas contra los desórdenes de la Iglesia y la codicia de los pontífices. Esa condena papal, bien aprovechada por los opositores al dominico, terminó precipitando su caída. El 23 de mayo de 1498, Savonarola moría en la horca y, acto seguido, era quemado en la plaza de la Señoría. Unos días más tarde, recién cumplidos los veintinueve años, Nicolás Maquiavelo era nombrado secretario de la Señoría y pasaba a dirigir la segunda Cancillería de Florencia.

Maquiavelo, uomo pubblico

Nuestros datos sobre la infancia y la juventud de Maquiavelo son muy escasos. Nicolás, nacido el 3 de mayo de 1469, fue el segundo de los cuatro hijos de Bernardo Machiavelli, abogado que durante cierto tiempo también ejerció un cargo público (tesorero de la Marca), y de Bartolomea Benizzi. Sus antepasados habían sido señores de Montespertoli, pero desde el siglo XIII la Maclavellorum familia figuraba entre los habitantes de Florencia y en los siguientes doscientos años varios miembros del linaje ocuparon cargos importantes en el gobierno de la república. Sin embargo, como sucedió con los descendientes de otras antiguas estirpes florentinas, Maquiavelo no llegó a gozar de una ciudadanía plena. Ese derecho, pese a su ampliación por la «constitución» de 1494, estaba limitado a unos 3.000 de los alrededor de 90.000 moradores de la ciudad del Arno. En consecuencia, nunca pudo aspirar a una magistratura. Este hecho parece explicar la arrogancia y la amargura destilada en algunos de sus escritos[5]. Por otro lado, su familia, aun sin pasar estrecheces económicas, no disfrutaba de una situación desahogada. Los modestos bienes hereditarios se localizaban en el municipio de San Casciano, una pequeña aldea situada entre los valles de Greve y de Pesa, en concreto, en Sant’Andrea in Percussina, donde Maquiavelo escribió El Príncipe. De todos modos, a pesar de esta situación de partida y del ejemplo de un padre ordenado y económico que administraba con celo los ingresos y el modesto patrimonio familiar, Nicolás fue siempre, según sus propias declaraciones, «aficionado a gastar», y, claro, esa prodigalidad le granjeó muchas simpatías, aunque se quejó a menudo de tener un sueldo insuficiente. Por tanto, los apuros financieros le acompañaron desde antes de los años difíciles que siguieron a su salida de la administración (1513-1514).

En cuanto a su educación, fue idéntica a la de buena parte de la elite florentina: una formación humanista, donde además de la lectura de los historiadores y los pensadores políticos clásicos tampoco faltaron los libros de Derecho. Esa instrucción proporcionó a Maquiavelo el dominio del toscano y la lengua latina, pero no aprendió la griega. Destacamos el dato porque la corte de Lorenzo de Medici (1469-1492) –llamado el Magnífico– fue un gran centro del helenismo; si bien las últimas investigaciones sostienen que tuvo un conocimiento rudimentario del griego y, desde luego, se benefició de la difusión de la cultura helénica en la capital toscana. Por otro lado, no podemos ignorar la gran influencia paterna. Bernardo Machiavelli fue un lector curioso de autores modernos, como el humanista e historiador Biondo, pero sobre todo de los clásicos (Cicerón, Plinio...); participó en la intensa vida cultural de Florencia y en su biblioteca entró la Historia de Roma de Tito Livio, el libro que dio lugar a la obra más ambiciosa de Maquiavelo: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de los cuales hablaremos luego. En definitiva, el joven Nicolás recibió la preparación adecuada para convertirse en un burócrata cualificado, en un uomo pubblico, según su propia expresión. Y, en efecto, tal como anticipamos, en junio de 1498, apenas unos días después del ajusticiamiento de Savonarola, Nicolás Maquiavelo, uno de sus detractores, entró al servicio de la república, y en calidad de secretario de la Señoría, el principal órgano de gobierno florentino, fue encargado de presidir la segunda Cancillería, pasando desde julio a trabajar también para el Consejo de los Diez, que se ocupaba de las negociaciones diplomáticas y las operaciones militares[6].

La Cancillería era una especie de cuerpo técnico destinado a auxiliar al poder ejecutivo y estaba integrada por un personal ajeno a la lucha de facciones, el gran problema de las ciudades italianas de la época. La neutralidad política era, pues, la norma de la Cancillería y de ahí el debate entre los historiadores para explicar las causas de la destitución de Maquiavelo, ya que, cuando en 1512 los Medici volvieron al poder, sólo él y su amigo Buonaccorsi recibieron el cese. Pero no adelantemos acontecimientos, en 1498 Maquiavelo no se había significado políticamente, salvo por su citada animadversión a Savonarola, y comenzaba una intensa vida de trabajo dentro de un órgano administrativo que intervenía tanto en los asuntos internos como exteriores de la república. Teóricamente tocaba al jefe de la Cancillería, el primer canciller, ocuparse de las relaciones con el extranjero, mientras que el segundo canciller supervisaba los negocios ajenos a la ciudad, pero dentro de los dominios territoriales de Florencia. Ahora bien, en la práctica las responsabilidades del primer canciller y del segundo se solaparon. Así, Maquiavelo llegó a cumplir más de cuarenta misiones diplomáticas dentro y fuera del territorio florentino durante los catorce años de duración de su empleo. Sin embargo, esta intensa actividad y la dificultad de algunas embajadas del segundo canciller –enseguida hablaremos de ellas– no significan que fuese un servidor de la república de gran autoridad. Todo lo contrario, si se le confiaron legaciones delicadas fue precisamente por su condición de oficial secundario, porque no comprometía a fondo al gobierno florentino y sus gestiones permitían ganar tiempo[7].

Ciertamente, como demuestran sus numerosos y detallados informes, Maquiavelo fue un ministro diligente, aunque su apasionamiento le llevó a cometer errores de apreciación importantes. En este sentido, la norma cancilleresca de la moderación cedió con cierta frecuencia al afán por defender la república. De ahí el tono vehemente y las críticas al sistema político florentino de algunos escritos dirigidos a los magistrados para moverlos a la acción. Sus amigos le advirtieron del peligro de esa actitud, considerada arrogante y que lo aislaba; pero, además, el secretario irritó a los líderes florentinos porque actuaba de forma poco convencional, con excesiva independencia. A veces no enviaba los despachos con la rapidez y la regularidad requerida; en otros casos adoptaba un lenguaje oscuro para los magistrados e, incluso, no se limitaba a informar de los acontecimientos, sino que hacía juicios sobre ellos. Por tanto, hubo quienes se sintieron despreciados o incómodos con sus opiniones y las quejas terminaron llegando hasta la máxima autoridad de Florencia: el confaloniero Pier Soderini. De todas formas, parece que Maquiavelo no aceptó las críticas de los superiores ni los consejos de prudencia de los amigos. Cabe pensar, pues, que, además de su significado republicanismo, el poco ortodoxo proceder del secretario algo influyó en su destitución[8]. Por último, su popularidad entre los compañeros de la Cancillería, a quienes dirigía amenas cartas salpicadas de bromas y burlas, así como el acierto de algunos de sus pronósticos, le acarrearon no pocas envidias y celos de oficina. En suma, el segundo canciller no fue el modelo de burócrata prudente y sumiso que siempre desearon las autoridades florentinas.

Centrándonos ya en las experiencias diplomáticas del secretario, dos de ellas fueron especialmente decisivas para la elaboración de la teoría política desarrollada en El Príncipe: la estancia en la corte de Luis XII (julio-diciembre de 1500) y las legaciones ante César Borgia (1502-1503). Durante la primera, Maquiavelo descubrió el poderío de la gran monarquía de Francia y la debilidad de su patria, necesitada de la ayuda del rey Cristianísimo para someter a Pisa. Esta ciudad se había rebelado contra Florencia en 1494 y su conquista se convirtió en un objetivo prioritario de la república. Precisamente en la toma de Pisa (1509) demostró su efectividad la milicia organizada por Maquiavelo, canciller de dicha fuerza armada desde 1506, para quien la victoria confirmaba su tesis de la superioridad de las «armas propias» sobre las tropas mercenarias, empleadas sin éxito en 1500 contra el mismo objetivo. Pero volvamos a la actividad diplomática de nuestro autor. Ahora nos toca hablar de sus legaciones ante César Borgia, personaje propuesto como modelo de príncipe nuevo en la obra que nos ocupa. Pues bien, César, nacido en Roma en 1475, era hijo del cardenal Rodrigo de Borja (Borgia en Italia), más conocido como Alejandro VI, el nombre que adoptó al acceder al papado en 1492. En principio parecía estar también destinado al sacerdocio y, aunque sólo llegó a ser subdiácono, obtuvo el obispado de Pamplona del papa Inocencio VIII, y apenas Rodrigo ascendió al solio pontificio fue nombrado arzobispo de Valencia en 1492, y cardenal en 1493. Sin embargo, el asesinato de su hermano Juan, duque de Gandía, alteró los planes paternos sobre César, que abandonó el estado clerical en 1498 para tratar de hacerse con un dominio o estado propio en Italia. Así, tras el fracaso de las tentativas para obtener la mano de la hija del rey Federico de Nápoles, César y Alejandro buscaron el apoyo de Luis XII de Francia. Este monarca, movido por intereses de engrandecimiento dinástico (la anexión del ducado de Bretaña), necesitaba la disolución de su matrimonio para casarse con Ana de Bretaña, la viuda del anterior soberano francés, Carlos VIII. No fue, entonces, difícil el acuerdo entre los Borgia y el rey Luis. Además de la nulidad, el papa concedió el capelo cardenalicio para el arzobispo de Ruán, y, a cambio, César obtuvo la mano de una princesa francesa –la hermana del rey de Navarra– junto con el título de duque de Valentinois (Valentino para los italianos). Con estos apoyos del papado y de Francia, el duque dirigió sus miras hacia la Romaña y las Marcas, territorios en manos de feudatarios que cuestionaban la autoridad de Alejandro VI, y en tres campañas (1499-1502) sometió la Romaña, culminando su empresa en Sinigaglia, puerto adriático de Italia central. Allí tendió una trampa y eliminó a varios jefes mercenarios rebeldes, golpe de mano que admiró a Maquiavelo. No obstante, el segundo canciller no simpatizó nunca con el nuevo duque de Romaña, un enemigo declarado de Florencia. De hecho, en 1501, después de saquear el territorio florentino en su regreso hacia Roma, llegó a exigir a los embajadores de la república un cambio de gobierno. Esto es, el duque jugaba la carta de la división interna florentina entre republicanos y partidarios de los Medici. Al final, para evitar males mayores, Florencia alejó el peligro a través de la compra de la protección armada de César. Pero en junio de 1502, confabuladas con Piero de Medici, las tropas de Borgia entraban de nuevo en los dominios florentinos para intervenir en favor de varias plazas alzadas contra la república. El duque aparentó desaprobar la acción de sus capitanes y pidió a la Señoría el envío de legados para establecer un acuerdo. Fue así como, acompañando al obispo de Volterra, y para ganar tiempo, Maquiavelo tomó contacto con César Borgia en Urbino, ciudad ducal que acababa de rendir.

En este primer encuentro (22-26 de junio), el canciller quedó muy impresionado por el hijo del papa, a quien califica en carta a los Diez de un «nuevo poder en Italia», pues sus acciones aunaban la audacia, la rapidez, el frío cálculo político y «una perpetua fortuna» que sabía aprovechar. En cuanto al resultado de la misión, sabemos que el ultimátum de Borgia a los florentinos exigiendo, de nuevo, un cambio de sistema de gobierno no tuvo efecto gracias a la intervención del rey de Francia. Luis XII, receloso de los fulgurantes éxitos de César, defendió a Florencia, su aliada. Una aliada que en octubre del mismo año de 1502 se encontraba políticamente reforzada. Es más: podía ser decisiva para la suerte del Valentino, pues entonces sus principales colaboradores se habían rebelado y necesitaba apoyos. En esta ocasión, la Señoría envió a Maquiavelo solo para entrevistarse con Borgia. Otra vez buscaba ganar tiempo –táctica propia de estados irresolutos y débiles, según el canciller– mientras averiguaba la actitud del rey de Francia, referente de su política y árbitro de la situación italiana. Gracias a ello Maquiavelo pudo conocer a fondo a César durante una estancia de cuatro meses (octubre de 1502-enero de 1503) y en la corte del duque fue testigo del éxito sobre sus enemigos. Se trató de una experiencia determinante para la redacción de El Príncipe, en el cual Borgia, protagonista del capítulo VII, aparece, tal como anticipamos, convertido en modelo de príncipe nuevo que sabe conjugar la fortuna con la virtud, término que para Maquiavelo equivale al conjunto de cualidades personales necesarias para imponerse a la misma fortuna.

De todos modos, la buena estrella de Borgia no tardó en abandonarle. En agosto de 1503 la muerte de Alejandro VI y la enfermedad del propio César fueron aprovechadas por sus enemigos, entre los cuales ahora figuraba Venecia, y las bases de su poder se tambalearon. Así las cosas, después del breve pontificado de Pío III, fallecido en octubre del mismo año 1503, la elección de un nuevo papa favorable resultaba vital para el mantenimiento de los estados del duque. Y para asistir al nuevo cónclave y evitar la expansión veneciana en la Romaña, Maquiavelo fue enviado a Roma, donde volvió a encontrarse con César. Sin embargo, esta vez fue el notario de su fracaso. De hecho, el secretario enseguida advirtió el grave error político del Valentino al apoyar la elección del cardenal Della Rovere –Julio II en el solio pontificio– a cambio de su promesa de ayuda, pues se trataba de un cardenal agraviado por Alejandro VI que odiaba a todos los Borgia. Pero todavía sorprendió más a Maquiavelo la confianza en la palabra ajena de quien nunca había mantenido la suya, y a partir de ese momento consideró al duque un hombre acabado, opinión que no tardó en verificarse[9].

Con posterioridad a esta experiencia, la labor diplomática permitió a Maquiavelo observar el éxito del impetuoso comportamiento del papa Julio II. De ahí las apreciaciones sobre la política del pontífice guerrero vertidas en El Príncipe. Asimismo, en 1508 conoció al emperador Maximiliano, otro personaje que dejó huella en su opúsculo. Entre tanto, el régimen republicano florentino había intentado consolidarse a través de la reforma de su constitución. Una constitución más próxima a la veneciana a partir de septiembre de 1502, cuando se nombró a Pier Soderini como confaloniero vitalicio, siguiendo el modelo del dux. Sin embargo, en la república de Florencia nunca se produjo una purga radical de los partidarios de los Medici, mientras que ciertas familias patricias (ottimati) vieron con desagrado la negativa de Soderini al establecimiento de un sistema político menos participativo. Ambos factores, sumados a una serie de fracasos y vacilaciones en la política exterior, no permitieron asentar el gobierno republicano. Precisamente, fue la tradicional alianza con Francia la que determinó la suerte del régimen, pues, por su causa, en 1511 los florentinos se vieron obligados a consentir la celebración de un concilio antipapal en Pisa. Julio II decidió entonces favorecer la restauración de los Medici, y éstos regresaron a la ciudad del Arno a fines del verano de 1512 gracias a la ayuda de las tropas españolas de la Santa Liga, constituida el año anterior por el papa, Fernando el Católico y los venecianos para expulsar a los franceses de Italia.

Esta vez, en la prueba decisiva, la milicia del canciller Maquiavelo fracasó rotundamente. Y es que, enfrentados a los tercios de Raimundo de Cardona –el virrey de Nápoles–, los milicianos abandonaron las defensas de la ciudad de Prato y se dieron a la fuga. Dos días después de la caída y el saqueo de esa población vecina a Florencia, el 31 de agosto, Pier Soderini capitulaba. La experiencia republicana iniciada en 1494 había terminado. Sin embargo, Maquiavelo aún permaneció un par de meses al servicio de la administración florentina. En principio, su empleo dentro de la Cancillería –no lo olvidemos, un cuerpo técnico al margen de la lucha de facciones– no tenía por qué peligrar. Pero, según anticipamos, el secretario había irritado a algunos dirigentes con su actitud autosuficiente, y también se había destacado por su fidelidad a Soderini, personaje no sólo aborrecido por los partidarios de los Medici, sino también por un número significativo de los denominados «grandes» (nobles u ottimati en la terminología de la época), como acabamos de decir, decepcionados por la negativa del confaloniero a establecer un tipo de gobierno más cerrado y proclive a sus intereses. De todas formas, consciente o no de su precaria situación, parece que Maquiavelo intentó ganarse a los nuevos señores de Florencia y tan sólo unos días antes de su destitución redactó un escrito advirtiendo a los Medici del peligro de los «grandes» y de la necesidad de establecer el nuevo régimen sobre la base del apoyo popular. Esta opción por el pueblo será uno de los temas centrales de El Príncipe, donde, además, se nos propone como ejemplo de principado sólido un denominado «principado civil», que es el creado «no mediante fechorías o cualquier violencia inadmisible», sino por la voluntad de los ciudadanos[10]. Con todo, en noviembre de 1512 Maquiavelo terminó siendo apartado de sus cargos, multado y confinado por un año en territorio florentino. El castigo contra el hombre de confianza del confaloniero Soderini no pudo ser más contundente, pero sus padecimientos aún no habían terminado. Unos meses después, en febrero de 1513, fue acusado de tomar parte en un complot contra los Medici y por ello sufrió cárcel y tortura. Afortunadamente para el ex canciller, la prisión no se prolongó demasiado. En realidad no había pruebas firmes para involucrarlo en la conspiración, pero el hecho que determinó su puesta en libertad fue la elección del cardenal Giovanni de Medici como papa el 11 de marzo. El nuevo pontífice, León X, no sólo era un Medici sino también el primer florentino que alcanzaba el papado; en consecuencia, el júbilo fue grande en la capital toscana, y se liberó a los presos. Maquiavelo trató entonces de obtener un empleo público, pero sus tentativas fueron vanas y debió permanecer retirado en su pequeña granja de Sant’Andrea in Percussina. Allí, en medio de los apuros económicos, comenzó una nueva etapa vital: la de teórico del pensamiento político, la actividad que le otorgaría la inmortalidad.

Maquiavelo, pensador político

En efecto, el ex canciller olvidaba todas las noches las penalidades de la forzada vida rural, monótona e intrascendente, a través de la lectura de los filósofos e historiadores clásicos que le ponían en contacto con su pasión: el arte de gobernar. Así, de la meditación sobre las ideas de los antiguos y de su experiencia personal en ese arte de gobernar fueron surgiendo las primeras páginas de los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio. Sin embargo, abandonó pronto la redacción de los Discursos para escribir El Príncipe, ensayo al que dedicó todas sus energías a partir de julio hasta concluirlo en diciembre del mismo año 1513. Las circunstancias políticas del momento y el deseo de congraciarse con los Medici para salir del ostracismo y la pobreza le indujeron a ello. Acerquémonos, entonces, a estas dos causas; dos causas clave que nos ayudarán a entender el porqué de El Príncipe, sus contenidos y sus problemas. Comencemos por hablar de la situación italiana de la primavera-verano de 1513.

Pues bien, a un experimentado analista político como era Maquiavelo no se le escapó el paralelismo entre lo sucedido con los Borgia a principios de siglo y los rumores que circulaban acerca de los proyectos del papa León X de crear un estado en beneficio de un miembro de su familia (Giuliano o Lorenzo). Incluso en 1513 la coyuntura parecía más propicia para los Medici, pues la victoria de los suizos sobre los franceses en Novara, el 6 de junio, obligó a Luis XII a abandonar Italia, fortaleciendo la posición del papado. En definitiva, hacia el verano de 1513 el ex canciller entrevió la oportunidad de volver a la vida pública participando en el proyecto estatal del papa, un proyecto que podría orientar con sus consejos. Asimismo, Maquiavelo advirtió la ocasión que se presentaba para que un príncipe nuevo llevase a cabo el sueño de Julio II: la liberación de Italia de los bárbaros. Es más: él también opinaba que ése debía ser el objetivo último del nuevo gobernante, tal y como se aprecia en el capítulo final de El Príncipe. Por tanto, esta obra recoge un conjunto de reflexiones, experiencias personales y ejemplos históricos destinados a cimentar sobre bases sólidas el poder del futuro redentor de Italia. Ya analizaremos después detalladamente esas propuestas, pero antes hemos de ocuparnos de la segunda razón que impulsó a Maquiavelo a escribir su opúsculo: alcanzar el favor de los Medici.