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Nicolas Maquiavelo

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Beschreibung

Del arte de la guerra es un tratado del filósofo e historiador político del Renacimiento italiano Niccolò Machiavelli.

El formato de El arte de la guerra es un diálogo socrático. El propósito, declarado por Lord Fabrizio Colonna (quizás el personaje de Maquiavelo) al principio, «Honrar y recompensar la virtud, no despreciar la pobreza, estimar los modos y órdenes de la disciplina militar, obligar a los ciudadanos a amarse unos a otros, a vivir sin facciones, para estimar menos el bien privado que el bien público». Para estos fines, señala Maquiavelo en su prefacio, el ejército es como el techo de un palazzo que protege el contenido.

Escrita entre 1519 y 1520 y publicada al año siguiente, fue la única obra histórica o política de Maquiavelo impresa durante su vida, aunque fue nombrado historiador oficial de Florencia en 1520 y se le encomendó tareas civiles menores.

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Nicolás Maquiavelo

Nicolás Maquiavelo

DEL ARTE DE LA GUERRA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-001-7

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-001-7
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Indice

DEL ARTE DE LA GUERRA

DEL ARTE DE LA GUERRA

PRÓLOGO DE NICOLÁS MAQUIAVELO, CIUDADANO Y SECRETARIO FLORENTINO, A LORENZO STROZZI, PATRICIO FLORENTINO

Han opinado, Lorenzo, y opinan muchos, que no hay nada tan desemejante, y que tanto difiera como la vida civil y la militar; y se ve con frecuencia a los que se dedican al ejercicio de las armas cambiar inmediatamente de traje, usos, costumbres y hasta de voz y de aspecto, por parecerle que no cuadran bien los modales del paisano a quien está pronto y dispuesto a cometer todo género de violencias: no en rigor convienen los hábitos y costumbres civiles a quienes los juzgan afeminados e impropios de su profesión, como tampoco que muestren la presencia y el lenguaje ordinarios los que, con las barbas y los juramentos, quieren intimidar a los demás hombres. Lo que ocurre en nuestros días justifica esta opinión; pero examinadas las instituciones antiguas, no se encontrarán cosas más unidas, más conformes y que se estimen tanto entre sí como estas dos profesiones; porque cuanto se establece para el bien común de los hombres, cuanto se ordena para inspirar el temor y el respeto a Dios y a las leyes, sería inútil si no existiera una fuerza pública destinada a hacerlo respetar, cuya fuerza, bien organizada, y a veces sin buena organización, mantiene las instituciones. Por el contrario, sin este apoyo en la milicia, el mejor régimen político y social se derrumba, como las habitaciones de un magnífico y regio palacio, resplandecientes de oro y pedrería, cuando carecen de techo o de defensa contra la lluvia.

Las disposiciones tomadas con la mayor diligencia en los antiguos reinos y repúblicas para mantener a los hombres fieles, pacíficos y temerosos de Dios, eran doblemente obligatorias a los militares; porque, ¿en qué hombres ha de procurar la patria mayor fidelidad sino en aquellos que le han prometido morir por ella? ¿Quién debe querer más la paz sino el que de la guerra puede recibir mayor daño? ¿Quién ha de temer más a Dios sino el que, arrostrando diariamente infinitos peligros, necesita más de su ayuda?

Esta necesidad, bien apreciada por los legisladores y por los militares, ocasionaba que todos los hombres elogiasen la vida del soldado y procuraran cuidadosamente seguirla e imitarla. Pero corrompida la disciplina militar y olvidadas casi por completo las antiguas reglas, han aparecido estas funestas opiniones que hacen odiar la milicia y evitar toda clase de relaciones con quienes la ejercen.

Juzgando, por lo que he visto y leído, que no es imposible restablecer las antiguas instituciones militares y devolverles en cierto modo su pasada virtud,

he determinado, a fin de hacer algo en este tiempo de mi forzosa inacción, escribir para los amantes de la Antigüedad lo que yo sepa del arte de la guerra; y aunque sea atrevimiento tratar de una profesión que no practico, no creo incurrir en error al ocupar teóricamente un puesto que otros, con mayor presunción, han ocupado prácticamente; porque las equivocaciones en que yo incurra escribiendo, sin daño de nadie pueden ser corregidas; pero las que de hecho cometen otros, sólo se conocen por la ruina de los imperios.

A vos toca, Lorenzo, apreciar mi trabajo y juzgar si merece alabanza o censura. Os lo dedico, no sólo en prueba de gratitud por los beneficios que me habéis hecho, ya que en mi situación no puedo daros otra, sino también por ser costumbre honrar esta clase de trabajos con los nombres de quienes brillan por su nobleza, riquezas, ingenio y liberalidad, siendo así que en nobleza y riqueza no muchos os igualan; en ingenio, pocos, y en liberalidad, ninguno.

LIBRO PRIMERO

Elogio de Cosme Rucellai. — Sus célebres jardines. — Los antiguos, y especialmente los romanos, son dignos de imitación más en las cosas rudas que en las delicadas. — Los soldados de oficio y las compañías de aventureros son indignos y peligrosos para la libertad de los Estados. — Ejemplo de Francisco Sforza y de su padre. — En las repúblicas y en los reinos bien organizados, no se permite el ejercicio de las armas como única profesión. — Así sucedió en Roma antes de los Gracos; después, la milicia se convirtió en oficio e instrumento de tiranía. — Los ejércitos permanentes, no sólo son perjudiciales a las repúblicas, sino también a los reinos. — Los ejércitos pretorianos fueron la ruina del Imperio romano. — Inconvenientes de tener hombres de armas en tiempo de paz. — Desaprobación de tomar a sueldo capitanes extranjeros. — Elección de los soldados: deben ser hombres de la propia nacionalidad. — Defectos de los voluntarios extranjeros. — Los soldados de infantería deben elegirse entre los campesinos y los de caballería, entre los habitantes de las ciudades. — A qué edad deben entrar al servicio. — Defensa de las milicias nacionales. — Los venecianos y el rey de Francia toman a sueldo tropas extranjeras, y de aquí su debilidad. — Pueden ser buenos soldados hombres de todos los oficios y condiciones. — Deben ser ágiles, fuertes y acostumbrados a las fatigas. — Procedimiento de los cónsules romanos para elegir las tropas que formaban las legiones. — Es preferible la milicia numerosa a la escasa. — Qué debe hacerse para que no ocasione confusión y desorden en el país. — Elección de hombres para la caballería.

Creo permitido alabar a un hombre después de muerto sin que en la

alabanza haya motivo ni sospecha de adulación, y por ello no titubeo en elogiar a nuestro Cosme Rucellai, cuyo recuerdo me hace siempre verter lágrimas. Poseía cuantas dotes puede desear un buen amigo de sus amigos y la patria de sus hijos, porque no tuvo cosa suya, incluso la vida, que no pusiera voluntariamente a disposición de sus amigos, ni creo temiera acometer empresa alguna, por atrevida que fuese, si comprendía que era útil a su patria.

Confieso ingenuamente no haber encontrado entre tantos hombres como he conocido y tratado ninguno tan entusiasta por los grandes hechos y los actos magníficos. El único pesar que, al morir, expresaba a sus amigos, era el de haber nacido para perder la vida joven aún, dentro de su casa, sin gloria, sin haber podido, como deseaba, prestar algún notable servicio y sabiendo que sólo podría decirse de él: «Ha muerto un buen amigo». Esto no quita para que yo y algunos que como yo lo conocían, podamos dar fe, si no de obras que no pudo ejecutar, de sus brillantes cualidades.

No le fue ciertamente la fortuna tan enemiga que le impidiera dejar algún pequeño recuerdo de la agudeza de su ingenio, bien demostrada en algunos escritos suyos, entre ellos varias poesías eróticas, composiciones que entretuvieron su juventud, no por estar enamorado, sino por ocupar el tiempo, hasta que la fortuna alentara su espíritu a más elevados pensamientos. Nótanse en estos escritos la feliz expresión de las ideas y la fama que hubiese adquirido como poeta, si la poesía fuera el definitivo objeto de sus estudios.

Privado por la muerte de tan querido amigo, el único consuelo que para mí tiene esta desgracia es conservar su memoria recordando sus actos, la agudeza de sus dichos o la solidez de sus razonamientos. Lo más reciente que puedo citar de él es la discusión que mantuvo con el señor Fabrizio Colonna no ha mucho tiempo, dentro de sus jardines, en la cual, Colonna trató ampliamente de cosas de guerra, preguntándole de ellas Cosme con gran tino y prudencia. Yo y otros amigos presenciamos la conversación, y voy a narrarla para que éstos recuerden nuevamente el talento y las virtudes de Cosme, y los que no asistieron a ella lo lamenten y aprovechen los útiles consejos que, no sólo relativos al arte militar, sino también a la vida civil, dio uno de los hombres más sabios de esta época.

Al volver Fabrizio Colonna de Lombardía, donde había estado militando con mucha gloria suya al servicio del rey católico, determinó, al llegar a Florencia, descansar algunos días en esta ciudad, para visitar a su excelencia el duque y ver a algunos caballeros con quienes tenía antigua amistad.

Ocurrió entonces a Cosme convidarlo a su casa, no tanto para mostrarse galante como para hablar con él largamente y oír y aprender las opiniones sobre varios asuntos de un hombre tan autorizado, dedicando un día a razonar sobre las materias que más preocupaban su ánimo.

Aceptada la invitación, acudió Fabrizio y lo recibió Cosme acompañado de algunos de sus más fieles amigos, entre los cuales estaban Zanobi Buondelmonti, Bautista de la Palla y Luis Alamanni, jóvenes todos y aficionados a los mismos estudios que Rucellai. Sus excelentes dotes no necesitan elogio, porque todos los días y a todas horas las ponen de manifiesto. Fabrizio fue honrado con las mayores distinciones que, dada la época y el sitio, se le podían conceder.

Terminada la comida, levantada la mesa, gozados los placeres del festín, que entre hombres grandes y de elevados pensamientos duran poco, siendo el día largo y grande el calor, creyó Cosme a propósito para satisfacer mejor su deseo conducir a los invitados, con excusa de librarse del calor, a la parte más retirada y umbrosa de su jardín. Llegados al sitio y sentados unos sobre la hierba, que en aquel lugar es fresquísima, otros en sillas puestas a la sombra de corpulentos árboles, elogió Fabrizio tan delicioso lugar, mirando a los árboles con suma atención, porque no reconocía algunos de ellos. Comprendiolo Cosme y le dijo: «Os llama la atención no conocer algunos de estos árboles; no os admire, porque son de los que eran más apreciados en la Antigüedad que buscados hoy día». Díjoles su nombre, y que su abuelo Bernardo se había dedicado especialmente a cultivarlos.

«Imaginando estaba lo que me decís —respondió Fabrizio—, y el sitio y la afición de vuestro abuelo me recuerdan que algunos príncipes del reino de Nápoles la tuvieron también de cultivar estos árboles». Calló después un momento, como titubeando de si debía proseguir, y añadió después: «Si no temiera ofender, diría mi opinión; y en verdad no lo temo, hablando con amigos, y no para calumniar, sino para discutir las cosas. ¡Cuánto mejor hubieran hecho nuestros antepasados, que en paz estén, procurando la imitación de los antiguos en las cosas rudas y fuertes, y no en el lujo y la molicie; en lo que hacían a la luz del sol, y no en lo realizado a la sombra, tomando lecciones de la Antigüedad verdadera y perfecta, no de la falsa y corrompida! Porque desde que los romanos se aficionaron a los placeres, empezó la ruina de mi patria».

A lo cual respondió Cosme… Mas para evitar el fastidio de repetir tantas veces éste dijo, aquél replicó, pondré solamente los nombres de los interlocutores.

COSME —Precisamente os referís al asunto en que yo deseaba oíros, y os ruego que habléis con entera libertad, porque de igual modo os preguntaré, y si en mis preguntas o respuestas excuso o acuso a alguno, no será con el propósito de excusar o acusar, sino para saber de vos la verdad.

FABRIZIO —Y yo os diré de muy buen grado cuanto sepa respecto a vuestras preguntas, dejando a vuestro juicio el apreciar si es o no es cierto. Las

escucharé con gusto, porque me serán tan útiles como a vos puedan serlo mis respuestas, pues muchas veces quien sabe interrogar le hace a uno descubrir muchas cosas y recordar muchas otras que, sin las preguntas, no acudirían a la imaginación.

COSME —Refiriéndome a lo que antes habéis dicho de que mi abuelo y los vuestros hubieran hecho mejor cuidándose de imitar a los antiguos más en las cosas rudas que en las delicadas, excusaré al mío, y vos cuidaréis de excusar a los vuestros. No creo que hubiera en su tiempo quien detestara más que él la molicie ni amara más la vida austera que alabáis; pero comprendió la imposibilidad para él y sus hijos de practicarla por haber nacido en siglo tan corrompido que, a quien quisiera apartarse de sus costumbres, todos lo hubieran infamado y vilipendiado; de igual suerte que se tendría por loco al que, desnudo y al sol en el rigor del verano, se revolcase sobre la arena o en los meses más fríos del invierno sobre la nieve, como lo hacía Diógenes; o por ridículo y hasta por fiera a quien, como los espartanos, criase a sus hijos en el campo, haciéndoles dormir al sereno, estar con la cabeza desnuda y los pies descalzos y bañarse en agua fría para fortalecerlos contra las inclemencias, y para que amaran menos la vida y temieran menos la muerte. Si ahora se viese a alguno alimentarse de legumbres y despreciar el oro, como lo hacía Fabrizio, pocos lo elogiaran y ninguno lo imitara. Así pues, mi abuelo, temiendo chocar con las actuales costumbres, sólo imitó las antiguas en lo que podía causar menos admiración.

FABRIZIO —Lo excusáis muy bien, y seguramente decís la verdad; pero no me refería tanto a las costumbres rudas y austeras como a las más humanas y conformes con nuestro actual modo de vivir, que fácilmente pudiera restablecer cualquier ciudadano constituido en autoridad. No me apartaré de mis romanos para citar ejemplos. Quien examine con atención su vida y la organización de su república, verá muchas cosas que pueden revivir en una civilización donde queden algunos elementos sanos.

COSME —¿En qué cosas querríais imitar a los antiguos?

FABRIZIO —En honrar y premiar la virtud, no despreciar la pobreza, estimar el régimen y la disciplina militares, obligar a los ciudadanos a amarse unos a otros, y a no vivir divididos en sectas; preferir los asuntos públicos a los intereses privados, y en otras cosas semejantes que son compatibles con los actuales tiempos. No es difícil persuadirse de la utilidad de tales reformas, cuando seriamente se piensa en ellas, ni establecerlas apelando a los medios oportunos, porque su utilidad es tan manifiesta que todos los hombres la comprenden. Quien tales cosas hiciera, plantaría árboles a cuya sombra se podría vivir más feliz y contento que en esta que ahora nos defiende de los rayos del sol.

COSME —Nada replicaré a lo que acabáis de decir, dejándolo a la consideración de los que fácilmente pueden juzgarlo; y para esclarecer mis dudas, insistiré en preguntaros, ya que acusáis a vuestros contemporáneos de no imitar a los antiguos en las grandes e importantes acciones: ¿por qué censuráis que no les parezcan, y al mismo tiempo en la guerra, que es vuestra profesión y tenéis fama de excelente, nada habéis hecho, que se sepa, para imitar los procedimientos antiguos, ni siquiera, asemejarlos?

FABRIZIO —Llegáis al punto en que os esperaba, porque mis palabras merecían esa pregunta y la estaba deseando. Podría contestar a vuestra demanda con una fácil excusa; mas para vuestra satisfacción y la mía, y puesto que el tiempo lo permite, trataré detenidamente el asunto. Siempre que los hombres quieren hacer alguna cosa, deben prepararse hábilmente para que, llegada la ocasión, puedan realizarla: cuando las preparaciones se hacen cautamente, no se conocen, y a nadie se puede acusar de negligencia si no ha llegado la oportunidad de ejecutar la empresa; pero, al llegar, descúbrese en seguida si no está bien dispuesto o si no había pensado en tal cosa. Como yo no he tenido ocasión alguna para demostrar mis propósitos de restablecer la antigua disciplina en la milicia, ni vos, ni nadie puede culparme de no haberlo hecho. Creo que esto baste para contestar a vuestra pregunta.

COSME —Bastaría si estuviera seguro de que la ocasión no se ha presentado.

FABRIZIO —Sé que podéis dudarlo, y deseo hablar largamente si tenéis paciencia para escucharme, diciendo cuáles son los preparativos indispensables, cuáles las ocasiones oportunas, cuáles las dificultades que hacen fracasar estos intentos e impiden que la ocasión llegue, y cómo la realización de tales empresas es, aunque parezca contradictorio, facilísima y dificilísima.

COSME —No podéis hacer nada más grato para mí y para los que nos acompañan, y si el hablar no os cansa, menos nos cansará oíros. Como el discurso será, sin duda, largo, pido ayuda a mis amigos con vuestra licencia, y ellos y yo os pedimos no toméis a mal que alguna vez os interrumpamos con preguntas acaso inoportunas.

FABRIZIO —Al contrario, celebraré mucho que vos, Cosme, y estos jóvenes me preguntéis cuanto queráis, porque vuestra juventud os aficiona, sin duda, a los asuntos militares, y esta afición contribuirá a que deis crédito a lo que os diga. Los que tienen ya el cabello blanco y la sangre fría, unos son enemigos de la guerra, y otros, incorregibles, por creer que los tiempos y no las malas costumbres son los que obligan a los hombres a vivir como viven. Preguntadme, pues, todos, sin temor alguno. Lo deseo, porque mientras preguntéis yo descanso, y porque no quiero dejar ni sombra de duda en vuestro

entendimiento.

»Empezaré por lo que me habéis dicho de que, en la guerra, que es mi profesión, no había usado ningún procedimiento antiguo. A esto contestaré que la guerra es un arte con el cual ningún hombre en ningún tiempo puede vivir, como particular, honradamente, y que corresponde ejercitarlo a las repúblicas y los reinos. Ninguno de éstos, cuando está bien organizado, consiente a sus ciudadanos o súbditos guerrear por su cuenta, ni ningún hombre de bien ejerció el arte militar como oficio privado. En efecto: no se puede considerar hombre bueno a quien se dedique a una profesión que exige, para serle constantemente útil, la rapiña, el fraude, la violencia y muchas condiciones que necesariamente lo hacen malo. Los que tienen por oficio la guerra, grandes o pequeños, no pueden ser de otra manera, porque la paz los empobrece y arruina. De aquí la necesidad para ellos de impedir la paz o adquirir en la guerra los recursos necesarios para vivir en épocas tranquilas. Ninguno de ambos propósitos lo abriga un hombre de bien; porque la necesidad de medios de vida en todo tiempo produce los robos, las violencias, los asesinatos que tales soldados ejecutan, lo mismo contra los enemigos que contra los amigos. Sus jefes, por no querer la paz, procuran por todos los medios alargar las guerras, y si a pesar de ello la paz se acuerda, sucede con frecuencia que, privados de sus sueldos y de su modo de vivir, descaradamente enarbolan bandera de aventureros y saquean sin piedad algunas provincias.

»¿No recordáis cuando, habiendo quedado sin sueldo muchos soldados en Italia por la terminación de las guerras, formaron partidas que se llamaron compañías y se dedicaron a saquear pueblos y comarcas sin que nadie lo pudiera impedir? ¿No habéis leído que cuando terminó la guerra entre Cartago y Roma, los soldados cartagineses, a las órdenes de Matho y Spendio, dos jefes tumultuosamente elegidos por ellos, mantuvieron contra Cartago una guerra mucho más peligrosa para sus ciudadanos que la sostenida por éstos contra Roma? En el tiempo de nuestros padres, Francisco Sforza, para poder vivir decorosamente en tiempo de paz, engañó a los milaneses, a cuyo sueldo estaba, les privó de la libertad y llegó a ser su príncipe.

»Como éstos han sido todos los demás soldados de Italia que practicaban la milicia por oficio, y si no han llegado todos pérfidamente a ser duques de Milán, sin tan elevadas miras, han cometido las mismas maldades. Sforza, el padre de Francisco, obligó a la reina Juana a echarse en brazos del rey de Aragón, porque repentinamente la abandonó con todas sus tropas, dejándola desarmada en medio de sus enemigos, por el deseo de que le diera más dinero o de quitarle su reino. Con iguales procedimientos procuró Bracio apoderarse del reino de Nápoles, y lo hubiera conseguido de no ser derrotado y muerto en Aquila. El origen de tales desórdenes es convertir el ejercicio de las armas en una profesión a sueldo. Ya conocéis el proverbio que apoya estas opiniones

mías: La guerra hace al ladrón, y la paz lo ahorca. Porque los que no saben vivir de otro modo, ni encuentran quien los mantenga, ni tienen la virtud de acomodarse a vida pobre, pero honrada, acuden por necesidad a robar en los caminos, y la justicia se ve obligada a ahorcarlos.

COSME —Presentáis la profesión de las armas casi como despreciable, y yo la había imaginado la más excelente y honrosa; de modo que si no la encontráis mejor, quedaré descontento, porque, siendo verdad lo que decís, ignoro de dónde procede la gloria de César, Pompeyo, Escipión, Marcelo, y tantos otros capitanes romanos a quienes la fama celebra como dioses.

FABRIZIO —No he explicado aún todo lo que me había propuesto, que son dos cosas: una, que el hombre de bien no puede tener el ejercicio de las armas como oficio, y otra, que en una república o un reino bien organizado no se permite a los ciudadanos o súbditos militar por su cuenta. Ya he dicho cuanto me ocurría de lo primero; réstame hablar de lo segundo, y al hacerlo, responderé a vuestra pregunta. Pompeyo, César y todos los capitanes romanos posteriores a las guerras púnicas lograron fama de valientes, pero no de buenos, y los anteriores a ellos la conquistaron de valientes y de buenos, por cuanto éstos no ejercieron la guerra como su única profesión, y aquéllos sí. Mientras en la república fueron puras las costumbres, ningún ciudadano, por poderoso que fuera, se valió del ejercicio de las armas durante la paz para violar las leyes, expoliar las provincias, ejecutar actos de usurpación y tiranía contra la patria y someterlo todo a su voluntad; ni ninguno, incluso los de más humilde condición, pensó violar los juramentos, unir su suerte a la de personas privadas, no temer al Senado ni contribuir a cualquier acto de tiranía para asegurar en todo tiempo su vida de soldado. Los generales, satisfechos del triunfo, volvían gustosos a la vida privada, y los soldados dejaban las armas con mayor placer que las tomaban, dedicándose a las ocupaciones ordinarias, que aseguraban su subsistencia, sin que nadie intentara vivir con el oficio de soldado y el producto de las guerras.

»Ejemplo evidente de lo que digo es, en cuanto a los ciudadanos poderosos, el de Atilio Régulo que, siendo general del ejército romano en África y teniendo casi vencidos a los cartagineses, pidió permiso al Senado para volver a su casa a cuidar de sus fincas, que estropeaban los labradores. Resulta, pues, más claro que el sol, que si Régulo tuviera el guerrear por oficio y hubiese pensado utilizar esta profesión en su provecho, pudiendo disponer de las riquezas de tantas provincias, no pidiera permiso para volver a cultivar sus haciendas, que en su mano estaba ganar cada día más de lo que pudieran valer éstas.

»Pero como los hombres buenos que no tienen la guerra por oficio tampoco quieren de ella más que los trabajos, los peligros y la gloria, cuando su ambición de vencer está satisfecha, desean volver a su casa y dedicarse a

sus habituales ocupaciones. Lo mismo que los capitanes hacían, según parece, los soldados, quienes voluntariamente dejaban el servicio de las armas; de suerte que, si no estaban en campaña, deseaban ir a ella, y si lo estaban, ser licenciados.

»Esto sucedía en muchas ocasiones, y se comprende, viendo que entre los principales privilegios que concedía el pueblo romano a sus ciudadanos, uno era no servir en el ejército contra su voluntad. Resulta, pues, que mientras hubo buen régimen en Roma, esto es, hasta los Gracos, ningún soldado tomó el ejercicio de las armas por oficio, siendo muy pocos los malos, y severamente castigados. En una nación bien organizada se procurará hacer el estudio del arte militar durante la paz, y ejercitarlo en la guerra por necesidad y para adquirir gloria; pero sólo cuando el gobierno lo ordene, como acontecía en Roma. Cualquier otro fin que se proponga un ciudadano no es bueno, y el Estado en que dominen otros principios carecerá de buen régimen.

COSME —Cuanto habéis dicho me satisface por completo, y me agrada también vuestra deducción en lo que toca a las repúblicas; pero no en lo que se refiere a las monarquías, pues creo que los reyes desearán rodearse de personas que profesen exclusivamente el arte de la guerra.

FABRIZIO —Al contrario; un reino bien organizado debe evitar a toda costa este orden de cosas, solamente a propósito para corromper al rey y proporcionar agentes a la tiranía. Y no me pongáis por ejemplo ninguno de los reinos actuales, porque negaré que haya alguno bien constituido. Los que tienen buen régimen no dan poder absoluto al rey, sino en el mando de los ejércitos, único caso en que son precisas las determinaciones rápidas y la unidad de acción. En los demás nada puede hacer, sino aconsejado, y los que le aconsejan temerán que tenga a su lado quien en tiempo de paz desee la guerra, por no poder vivir sin ella. Quiero ser en esto un poco más extenso, sin fijarme en un reino perfectamente organizado, sino en cualquiera de los que hoy existen. Aun en éstos, el rey debe temer a los que exclusivamente profesan el arte de la guerra. El nervio de los ejércitos es indudablemente la infantería, y si el rey no la organiza de modo que en tiempo de paz vuelvan los soldados contentos a sus casas y a sus ordinarias ocupaciones, necesariamente está perdido, pues la infantería más peligrosa es la formada por gente cuyo oficio es la guerra. Ella obliga a guerrear constantemente, o exige ser pagada en todo tiempo, o expone al que la tiene a perder el reino. Estar siempre en guerra no es posible, ni tampoco pagarla siempre; luego por precisión, el que se vale de ella corre el riesgo de perder sus Estados. Los romanos, como he dicho, mientras fueron buenos y sabios nunca consintieron que los ciudadanos tuvieran por única ocupación el ejercicio de las armas, no porque no pudiesen mantenerlos en todo tiempo, pues casi constantemente tenían guerras, sino por evitar el daño que pudiera causar el oficio de soldado. El tiempo de servicio no

variaba, pero sí los hombres; y tenían estas cosas tan bien dispuestas, que el personal de las legiones renovaba cada quince años. Hacían servir a los hombres en la flor de la edad, de los diez y ocho a los treinta y cinco años, cuando las piernas, los brazos y los ojos gozan de igual vigor, y no esperaban a que el soldado empezase a menguar en fuerzas y a crecer en malicia, como sucedió en las épocas de corrupción.

»Octavio Augusto primero, y después Tiberio, atendiendo más a su poder personal que al bien público, empezaron a desarmar al pueblo romano para dominarlo más fácilmente, y a mantener de continuo los ejércitos en las fronteras del imperio. Por no juzgar bastantes estas medidas para tener sujetos a su voluntad al pueblo y el Senado, organizaron un ejército llamado Pretoriano, acampado siempre junto a las murallas de Roma, y dominando la ciudad como una fortaleza. La facilidad con que se permitió desde entonces a los ciudadanos destinados a los ejércitos dedicarse a la milicia como oficio, produjo la insolencia de los soldados, que tan temible llegó a ser para el Senado y tan dañosa para los emperadores. Consecuencia de ello fue que muchos de estos soldados perecieran en luchas intestinas, que dieran o quitaran la dignidad imperial a su arbitrio, y que en algunas ocasiones hubiese a la vez varios emperadores nombrados por los diferentes ejércitos, lo cual ocasionó primero la división y después, la ruina del imperio.

»Debe, pues, el rey, si quiere vivir seguro, formar su infantería con hombres que en tiempo de guerra acudan de buen grado a pelear, y en el de paz, con mayor gusto vuelvan a sus casas, lo cual sucederá siempre que fíen su subsistencia en otra clase de trabajo. Conviene, pues, que, al terminar la lucha, los grandes señores se dediquen a gobernar a sus vasallos, los gentileshombres, a cultivar sus propiedades, y los soldados, a sus peculiares oficios, y que todos hagan voluntariamente la guerra para obtener la paz y no procuren turbar ésta por conseguir aquélla.

COSME —Vuestro razonamiento me parece exacto; pero, contradiciendo lo que yo había pensado hasta ahora, conservo aún algunas dudas, porque veo bastantes señores y gentileshombres vivir en la paz con el producto de sus cualidades militares, como muchos iguales a vos, que cobran sueldo de los príncipes o repúblicas; veo que lo mismo sucede a casi todos los hombres de armas y a muchos soldados que guardan ciudades y fortalezas, y creo, por tanto, que, aun en la paz, encuentran en la profesión de las armas medios de subsistir.

FABRIZIO —Paréceme que no opinaréis que haya en las épocas pacíficas medios de mantener a cuantos intervienen en la guerra, pues aunque no hubiese en contra de esta opinión otras razones, bastaría para refutarla tener en cuenta el corto número de soldados que se emplean en las guarniciones. ¿Qué proporción hay entre la infantería ocupada en la guerra y la que se dedica a

guarniciones? Las mismas ciudades necesitan para su guarda muchas más tropas en tiempo de guerra que en el de paz, y hay que añadir la que en mucho mayor número sale a campaña, innecesaria en las épocas tranquilas. Respecto a las que quedan guardando los Estados, a pesar de ser pocas, el papa Julio y vosotros, los florentinos, habéis demostrado a todo el mundo cuánto hay que temer a los que tienen por único oficio la milicia, pues por su insolencia los quitasteis de vuestras guarniciones, reemplazándolos por suizos, nacidos y educados en el respeto de las leyes y elegidos conforme a las reglas citadas. No digáis, pues, que en la paz hay medios para mantener a todos los militares.

»La cuestión de que los hombres de armas conserven todo su sueldo en tiempo de paz, es más difícil de resolver. Sin embargo, bien pensado, la respuesta es sencilla, pues el sistema de mantener en estos casos a los hombres de armas no es bueno, sino pernicioso. Tienen por oficio la guerra, y si fueran en gran número en los Estados que los conservan, causarían grandes perturbaciones; pero siendo pocos e imposibilitados de formar ejército ellos solos, les es casi imposible causar perjuicios graves. No obstante, los han producido algunas veces, como ya lo dije hablando de Francisco Sforza, de su padre, y de Bracio de Perusa. Por tanto, la costumbre de mantener hombres de armas no la apruebo, por ser perniciosa y poder ocasionar grandes inconvenientes.

COSME —¿Prescindiríais de ellos? O, en caso de tenerlos, ¿cómo los tendríais?

FABRIZIO —En forma de milicia ciudadana, no conforme a la que tiene el rey de Francia, tan peligrosa y mala como la nuestra, sino semejante a la de los antiguos, que organizaban la caballería con súbditos suyos, y, hecha la paz, enviaban a los soldados a sus casas, a ocuparse en sus oficios, según explicaré detenidamente más adelante. Si ahora esta parte del ejército tiene por oficio la milicia aun en tiempo de paz, es por efecto de la corrupción de las instituciones militares.