El príncipe - Nicolás Maquiavelo - E-Book

El príncipe E-Book

Nicolas Maquiavelo

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Además de ser una traducción impecable hecha por Stella Mastrángelo, la edición bilingüe de este clásico del pensamiento político se enriquece con un extenso aparato crítico hecho por Luce Fabbri Cressatti, cuyas notas contextualizan de manera puntual, analizan y hacen comprensible al lector actual un libro que ha influido en las formas de reflexionar y practicar la política desde hace casi cinco siglos.

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UNIVERSIDADAUTÓNOMADELACIUDADDEMÉXICODIFUSIÓNCULTURALYEXTENSIÓNUNIVERSITARIA

RECTORATania Hogla Rodríguez Mora

COORDINADORADEDIFUSIÓNCULTURALYEXTENSIÓNUNIVERSITARIAMarissa Reyes Godínez

RESPONSABLEDEPUBLICACIONESJosé Ángel Leyva

COLECCIÓN: CLÁSICOS DEL PENSAMIENTO POLÍTICO

El príncipe.

Primera edición 2021

D.R. © Mastrángelo, Stella, traducción. D.R. © Universidad Autónoma de la Ciudad de México             Dr. García Diego, 168,             Colonia Doctores, alcaldía Cuauhtémoc,             C.P. 06720, Ciudad de México

Imagen de portada: Batalla de San Romano, de Paolo Uccello

ISBN (impreso): 978-968-9252-25-1 ISBN (ePub): 978-607-9465-52-0

publicaciones.uacm.edu.mx

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, archivada o transmitida, en cualquier sistema —electrónico, mecánico, de fotorreproducción, de almacenamiento en memoria o cualquier otro—, sin hacerse acreedor a las sanciones establecidas en las leyes, salvo con el permiso expreso del titular del copyright. Las características tipográficas, de composición, diseño, formato, corrección son propiedad del editor.Hecho en México.

ÍNDICE

Maquiavelo: entre el ser y el “deber ser”

LUCE FABBRI CRESSATTI

Il Principe • El Príncipe

Nicolaus Maclavellus ad Magnificum Laurentium Medicem

Nicolás Maquiavelo al Magnífico Lorenzo de Médici

I

Quot sint genera principatuum et quibus modis acquirantur

De cuántas clases son los principados y de qué modos se adquieren

II

De principatibus hereditariis

De los principados hereditarios

III

De principatibus mixtis

De los principados mixtos

IV

Cur Darii regnum quod Alexander occupaverat a successoribus suis post Alexandri mortem non defecit

Por qué razón el reino de Darío, que fue ocupado por Alejandro, no se rebeló contra sus sucesores después que Alejandro murió

V

Quomodo administrandae sunt civitates vel principatus, qui, antequam occuparentur, suis legibus vivebant

De qué modo deben gobernarse las ciudades o los principados que antes de ser ocupados vivían con sus leyes

VI

De principatibus novis qui armis propriis et virtute acquiruntur

De los principados nuevos que se adquieren con armas propias y virtuosamente

VII

De principatibus novis qui alienis armis et fortuna acquiruntur

De los principados nuevos que se adquieren con armas y fortunas de otros

VIII

De his qui per scelera ad principatum pervenere

De los que por medio de maldades legan al principado

IX

De principatu civili

De los principados civiles

X

Quomodo omnium principatuum vires perpendi debeant

De qué modo debe medirse la fuerza de todos los principados

XI

De principatibus ecclesiasticis

De los principados eclesiásticos

XII

Quot sint genera militiae et de mercenariis militibus

Sobre los géneros de la milicia y sobre los soldados mercenarios

XIII

De militibus auxiliariis, mixtis et propriis

Sobre las tropas auxiliares, mixtas y propias

XIV

Quod principem deceat circa militiam

Lo que conviene a un príncipe acerca de la milicia

XV

De his rebus quibus homines et praesertim principes laudantur aut vituperantur

Sobre las cosas por las que los hombres y especialmente los príncipes son alabados o censurados

XVI

De liberalitate et parsimonia

Sobre la liberalidad y la parsimonia

XVII

De crudelitate et pietate; et an sit melius amari quam timeri, vel e contra

Sobre la crueldad y la piedad, y si es mejor ser amado que temido o lo contrario

XVIII

Quomodo fides a principibus sit servanda

De qué modo deben los príncipes observar su palabra

XIX

De contemptu et odio fugiendo

Cómo hay que evitar el desprecio y el odio

XX

An arces et multa alia quae cotidie a principibus fiunt utilia an inutilia sint

Si las fortalezas y otras cosas que los príncipes hacen todos los días son útiles o no

XXI

Quod principem deceat ut egregius habeatur

Lo que conviene a un príncipe para ser estimado

XXII

De his quos a secretis principes habent

De los secretarios que tienen los príncipes

XXIII

Quomodo adulatores sint fugiendi

De qué modo deben ser evitados los aduladores

XXIV

Cur Italiae principes regnum amiserunt

Por qué los príncipes de Italia han perdido sus estados

XXV

Quantum fortuna in rebus humanis possit et quomodo illi sit occurrendum

Cuánto puede la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo se debe resistirle

XXVI

Exhortatio ad capessendam Italiam in libertatemque a barbaris vindicandam

Exhortación a tomar a Italia y liberarla de los bárbaros

Conclusión

Notas al texto en español

Posfacio: Luce Fabbri Cressatti (1908-2000), breve historia de una mujer libre

CLAUDIO ALBERTANI

MAQUIAVELO: ENTRE EL SER Y EL “DEBER SER”

Luce Fabbri Cressatti

Sentimos a Maquiavelo como un contemporáneo porque estamos viviendo una crisis en cierto modo homóloga a la del siglo XVI, y porque él nos proporciona los elementos para juzgarla y es el único que lo ha hecho con tan implacable claridad.

Hay un Maquiavelo de leyenda, que tiene mala fama, el del fin que justifica los medios, el político sin escrúpulos, el consejero de los tiranos. Y está el Maquiavelo que nos presentaron nuestros profesores siguiendo a De Sanctis y a Croce, un Maquiavelo creador de la ciencia política, un pensador que, en los umbrales del Renacimiento, descubrió que la política es independiente de la moral, pertenece a otra esfera, la esfera de lo útil, como la economía. Y nos ha enseñado que en la historia lo que cuenta es el ser, no el “deber ser”: la realidad, no la justicia.

Dice De Sanctis que en la obra de Maquiavelo “están los derechos del Estado; faltan los derechos del hombre”.1 “Por la patria todo es lícito y las acciones, que en la vida privada son delitos, se vuelven magnánimas en la vida pública. Razón de Estado y salud pública eran las fórmulas vulgares en las cuales se expresaba ese derecho de la patria superior a todo derecho.”2 Y Croce se hace en esto, como en casi todo lo demás, el continuador de De Sanctis, incorporando el pensamiento de Maquiavelo a su definición de lo útil, diferenciado netamente de lo ético. Y remacha este concepto, respaldando esta visión del pensamiento de Maquiavelo, con negar que haya medios inmorales. La acusación que se levanta contra Maquiavelo, de recomendar medios inmorales para fines morales, medios que se justificarían con la moralidad de los fines, carece, para Croce, de todo fundamento, pues sólo los fines son morales o inmorales; los medios son adecuados o inadecuados.3 Y aplica el mismo criterio al pensamiento de Marx, en quien veía —dice Boulay4— “el Maquiavelo del proletariado”.

UNA VISIÓN QUE CAMBIA

Ahora bien: si nos acercamos a Maquiavelo directamente, olvidando las instrucciones académicas a las distintas ediciones de sus escritos, leyendo estos últimos en orden cronológico, teniendo en cuenta a cada paso quién y cómo era el autor, qué sucedía en ese momento, qué otras cosas escribía contemporáneamente y, además, la reciente herencia medieval y el entorno humanístico y renacentista, nuestra visión del escritor cambia, no radicalmente, pero lo suficiente para sostener que:

Maquiavelo no excluye la moralidad de la política y no es en ese sentido que hay que considerarlo el fundador de la política como ciencia, sino en el sentido de haber estudiado el deseo de poder en su eterno choque con la exigencia humana de libertad, reconociendo en este choque el principal factor de la historia.5

Él no recomienda nunca a los pueblos el absolutismo, que él considera una degeneración de la monarquía,6 no sostiene los derechos del Estado, no hace primar la razón de Estado por sobre los derechos de los ciudadanos, excepto en el caso del “estado popular”, que responde a los intereses del mayor número y que degenera cuando el pueblo se corrompe, es decir, cuando los ciudadanos aprovechan la libertad para su interés particular.7

Consideró la libertad republicana como el valor político supremo.8

Su pensamiento no es monolítico y hay en él contradicciones que, todas, tienen su explicación en un plano psicológico o histórico.

Él mismo se nos presenta en toda su complicación en una célebre carta a F. Vettori9 y en una octava autobiográfica, con la que me parece oportuno entrar en el tema del “hombre” Maquiavelo como clave de su pensamiento:

Yo espero

y mi esperanza agranda mi tormento,

yo lloro

y el llanto me alimenta el corazón,

yo río

y esa mi risa no penetra adentro,

yo ardo

y no pasa ese fuego al exterior.

Yo temo lo que veo y lo que siento,

cada objeto renueva mi dolor.

Así, esperando, lloro, río y ardo:

lo que oigo y veo me llena de pavor.

Aun haciendo pesar en el juicio la moda literaria de la contraposición, característica de la época, ese autorretrato nos habla de un ser tan polifacético como su pensamiento político.

Este pensamiento suyo no se podría empezar a estudiar sin tener cuenta, de entrada, su cualidad de florentino. Florencia había conservado tempestuosamente sus instituciones republicanas hasta el siglo XV, cuando la familia de los Médici, banqueros, había establecido en ella su dominio señorial, muy resistido sin embargo, tanto que fue interrumpido dos veces por revoluciones que dieron lugar a dos paréntesis de sobrevivencia republicana. Maquiavelo vivió justamente ese período conflictual.

Nació en Florencia en 1469, llegó a la edad de la razón bajo Lorenzo el Magnífico, tenía 25 años cuando los Médici fueron expulsados y se restauraron en la ciudad-estado las libertades municipales. Si echamos una mirada al horizonte europeo, veremos que en ese entonces (1494) los Reyes Católicos acababan de unificar España con la toma de Granada y Colón había realizado su primero y segundo viaje (Maquiavelo llegó a tiempo para comprender la política absolutista de Fernando el Católico, no para vislumbrar las consecuencias del descubrimiento de Colón). En Francia, Carlos VIII estaba aprovechando los frutos de la obra absolutista de su antecesor. En Inglaterra, de la reciente guerra de las Dos Rosas había salido el pujante absolutismo de los Tudor.

Eran tiempos de luchas feroces por el poder y éste se ejercía de modo absoluto. En la mayor parte de las ciudades italianas la república municipal, característica de la Edad Media, había sido sustituida, a través de un proceso plurisecular, por el poder unipersonal e irrestricto del Señor. Florencia parecía ir a contramano de la historia. Justamente cuando ese horizonte europeo se estrecha alrededor de Italia, y Europa, por decirlo así, se le cae encima haciendo de la península el escenario de sus luchas, los florentinos (1494) aprovechan la ocasión para liberarse de los Médici, sugestionados por los recuerdos de la libertad medieval, por los ideales del reciente humanismo, centrados en la república romana y en la gloria de los dos Brutos, y por la predicación de esa especie de Calvino italiano que fue fray Jerónimo Savonarola. Siguió un paréntesis republicano de 16 años, para el joven Niccolo, declaradamente, el período más feliz de su vida.

En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio él habla, a propósito de hechos históricos, pero pensando en su trayectoria personal, de “los tiempos áureos, cuando cada cual puede tener y defender la opinión que quiere”.10 Antes de 1512, en efecto, él escribió lo que quiso y sus escritos de ese período son los únicos que se pueden juzgar en sí y por sí, sin tener en cuenta la presión de los hechos. Nosotros hemos aprendido, en la experiencia de todo el último siglo, qué sutil, y a la vez pesada, puede ser la presión de los hechos sobre un escritor.

Las obras que Maquiavelo compuso en este período republicano son las menos estudiadas, porque son, naturalmente, las menos maduras, pero nos sirven como piedra de toque para interpretar la producción posterior. Las principales son: los Decenales, crónica florentina en tercetos dantescos, los informes correspondientes a las misiones diplomáticas que Maquiavelo desempeñó por cuenta del gobierno de Florencia, transformados luego por él en otros tantos ensayos, probablemente algunos escritos literarios difícilmente ubicables en el tiempo (Belfagor, cuento misógino en prosa, algunos de los Capítulos, algunas de las Rimas) y, casi seguramente, el Libro I de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que él consideraba evidentemente como su obra fundamental.

EL ENAMORADO DE LA REPÚBLICA

Todo estudio sobre el pensamiento de Maquiavelo tendría que centrarse —creo yo— en esta última obra, concebida en un plano teórico desinteresado no circunstancial, y no en El Príncipe, escrito en condiciones anímicas excepcionales y con una finalidad circunstancial determinada (recuperar el empleo, hacer menos duro el dominio de las nuevas autoridades sobre el pueblo florentino), que a posteriori se transforma en la otra: hacer de Florencia el núcleo activo de la unificación de Italia.

Estos Discursos estudian la vida política de los tiempos de Maquiavelo a través de un comentario puntual de la historia de la república romana hasta las guerras samníticas inclusive. ¿Por qué eligió Maquiavelo esa parte de la obra de Livio? La razón reside en la tendencia, típicamente humanística, a buscar en la antigüedad útiles modelos de conducta. En esa primera “deca” de la obra de Livio, Roma es aún la polis dentro de la cual el pueblo pugna por desempeñar su papel, y su engrandecimiento en los límites de la península itálica se parece, especialmente en sus comienzos, a la expansión de algunas de las ciudades de Italia, y en particular de Florencia, en las postrimerías de la Edad Media. Era un proceso que se daba a través de luchas entre los principales estados italianos, interrumpido por “la diplomacia del equilibrio” de Lorenzo el Magnífico, pero que se podía reanudar en cualquier momento, ahora que había que luchar contra un enemigo común, el ocupante extranjero. Por eso la historia de la república romana le parece a Maquiavelo tan actual.

En esos escritos anteriores a 1512, se revela claramente la figura espiritual de su autor, enamorado de su república florentina, pesimista, mordaz, con una aptitud para la metáfora política que no ha sido bastante estudiada, con cierto desprecio de raíz popular por los personajes encumbrados, con un amor profundo por la libertad, cuyo fundamento reconoce en la igualdad. (Dice que los Suizos gozan de una “libre libertad” porque su población es homogénea y nadie sobresale entre los demás, sino en el breve período en que desempeña una magistratura.)11

A todo esto Maquiavelo agrega el convencimiento de que sólo el pueblo en armas y no la milicia mercenaria, es decir, el ejército profesional de ese entonces, podía defender la independencia de la patria y la libertad de los ciudadanos. Como funcionario del gobierno florentino, Maquiavelo, a partir de 1506, trató en efecto de organizar esas milicias ciudadanas, que eran muy bisoñas en 1512 y no estaban estructuradas como su creador hubiera querido; por esto y otras razones que sería muy largo examinar aquí, fracasaron al defender la ciudad del ejército español que en ese año puso prácticamente la ciudad en manos de los Médici. Pero éstos no perdonaron a Maquiavelo el haberlas creado.

POST RES PÉRDITAS

En ese año 1512 en que volvió el poder señorial a Florencia y todo su mundo se derrumbó, Maquiavelo no huyó, no fue al destierro como muchos de sus amigos: eligió quedarse y contemporizar con la nueva situación. A partir de ese entonces acostumbró fechar sus escritos contando los años desde la catástrofe, con el agregado Post res pérditas: tantos años después de la “pérdida de las cosas”, donde res tiene un sentido muy amplio: desde la libertad republicana al prestigio personal del escritor, ligado al empleo que había desempeñado (aludía a la vez a las res publicas y a las res privatas).

Sospechoso para los nuevos señores, Maquiavelo a los pocos meses fue detenido, torturado y, una vez liberado, constreñido a vivir en el campo. Es el momento en que escribe El Príncipe, el pequeño libro en que se basa su antigua fama. Es muy probable que remonten a ese difícil momento los tercetos de los primeros cinco cantos de El asno de oro, poema inconcluso, iniciado como desahogo personal, en el metro y con el espíritu de los Decenales.12 El poeta imagina haberse extraviado en el territorio dominado por la maga Circe, que, en la parte del poema que nunca fue escrita, lo iba a transformar en burro. En los cantos que nos quedan, el autor narra, a manera de prólogo, sus amores con una bella pastora, encargada por Circe de llevar a pastar al heterogéneo rebaño de sus ex amantes, metamorfoseados, según la costumbre conocida de aquella corte, en varios animales.

En estos tercetos, el deseo de ver caer de nuevo el dominio de los Médici (expresado bajo forma de profecía: “al fin los encumbrados caerán”)13 se mezcla de modo interesante con las observaciones generales acerca de la diversidad de los estados y de las razones de estado imperantes. La amargura del autor por su situación personal y por el derrumbe de las libertades florentinas le arranca acentos de protesta contra la corrupción del mundo. El protagonista, aun convertido en burro, denunciará la desvergüenza difusa, “antes de que se coma la montura”14 —clara alusión a la difícil situación económica del escritor, provocada por la pérdida del empleo— y “ni Dios podrá impedirle que rebuzne”.15

Mientras trataba de consolarse con su vocación menor, la poesía jocosa, que pasa en este momento al campo estrictamente personal y secreto, en su actividad más seria, la ensayística política basada en la historia, deja de lado por un momento los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y escribe El Príncipe.

EL PRÍNCIPE

Imposible —creo yo— entender el verdadero significado de esta obrita explosiva si se la considera aisladamente y, a la vez, como un todo homogéneo. Hay que estudiarla en su complejidad y tener en cuenta múltiples factores.

El primer impulso para la composición de El Príncipe fue dado indudablemente por la importancia que de golpe adquiere en Florencia, en 1512, el fenómeno histórico del poder unipersonal absoluto. El proceso en Italia ya estaba en pleno desarrollo en tiempos de Dante quien, en la segunda parte de su vida, conoció forzosamente a muchos “señores” (los Della Scala, los Polenta, los Malatesta, los Malaspina...) y fue amigo de alguno de ellos, pero cuando los mira en conjunto, como buen ciudadano de una república, los califica de “tiranos”. (Como protagonista de la Comedia, le dice a Guido da Montefeltro, en el canto XXVII del Infierno: “Jamás sin guerra estuvo tu Romaña/dentro del corazón de sus tiranos”.)

Después, de a poco, casi todos los municipios libres restantes habían ido desapareciendo. Al iniciarse el siglo XVI, Florencia era, sin embargo, aún una república. Hasta ese momento, con Venecia, había sido la principal excepción a la tendencia general hacia la mini monarquía absoluta, no por haber conservado intacto, como Venecia, el régimen republicano, sino por no haberse resignado al principado, que había sido su forma de gobierno en la segunda mitad del siglo anterior, y por haber vuelto al régimen municipal en la primera ocasión. Ahora, con el retorno de los Médici, entraba de nuevo en la normalidad de la época, con carácter definitivo, al parecer.

Maquiavelo se resigna e interrumpe los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en los que estudiaba como modelo la república romana, para dedicarse a estudiar el principado.

En la composición de El Príncipe influyen —decía— varios factores. El primero es el pensamiento del autor cómo se había formado a través de la experiencia del secretariado en tiempos de la república y cómo sobrevivió al terremoto mental y material de 1512.

EL GOBIERNO DEL PUEBLO Y LA MORAL

El hombre —pensó él siempre— no cambia en su naturaleza profunda; por eso nos sirve el estudio de la historia romana. Ese hombre, que es el sujeto de la historia, es naturalmente egoísta y aprovechador; de ahí que cualquier tipo de sociedad degenere, para empezar a recuperarse cuando la degeneración ha llegado a un grado insoportable: el poder unipersonal degenera fatalmente en tiranía, contra la que los nobles se rebelan en nombre de una libertad que no es tal porque al poco tiempo se traduce en un régimen opresivo para el pueblo. Este cobra conciencia y fuerza y abate el régimen oligárquico para establecer una república popular, estructura que correspondería al ideal de Maquiavelo, pero no se mantiene: el interés personal, que Maquiavelo llama corrupción, hace degenerar esa libertad en licencia. Un ambicioso entonces aprovecha el descontento difuso para establecer en esa sociedad su dominio absoluto: y el proceso vuelve a empezar.16 “Del bien deriva el mal, del mal el bien”, dice Maquiavelo a propósito de lo mismo, en El asno de oro.17

Más lentamente fue madurando en él su idea fundamental: que el arte de conquistar, mantener y aumentar el poder no tiene nada que ver con la moral y que, por lo tanto, todos los tratados antiguos y medievales acerca de cómo debe ser el “buen príncipe” (cuyo prototipo podría ser el De regimene principum del cardenal Egidio Colonna) no tienen ningún asidero en la realidad de los hechos, que Maquiavelo llama “la realidad efectual”.18 En este terreno se ha producido el gran malentendido acerca del pensamiento de Maquiavelo, atribuible a la poca precisión con que se usa la palabra “política”.

Si limitamos su significado al “arte de gobernar”, indudablemente Maquiavelo da origen a una ciencia política basada en lo útil y completamente separada de la ética. Pero Maquiavelo no se ocupa sólo de los gobernantes. Él, que se jactaba de ser “hombre popular”, estudia, como especialista en ciencia política, no sólo a quien gobierna, sino también a quienes tratan de ser gobernados lo menos posible como, por ejemplo, la plebe romana antigua o el pueblo florentino de su tiempo. Él se considera un técnico en la materia y establece fríamente lo que debe hacer el príncipe para dominar y lo que deben hacer los pueblos para defender su libertad contra los príncipes. En esto consiste la ciencia. Pero sólo la técnica del poder está separada de la moral. La libertad, la república fundada en buenas leyes y defendida por sus ciudadanos, pertenecía —y todos los Discursos sobre la primera década de Tito Livio lo demuestran— al campo del “deber ser”, de la moralidad, porque, si el interés del príncipe comúnmente es opuesto al interés general, que es para Maquiavelo la medida de lo moral, los deseos populares coinciden casi siempre con el bien común, pues los integrantes del pueblo no tienen posibilidad de acceder al poder individualmente y por lo tanto desean naturalmente, para todos, la libertad.

El error principal de De Sanctis es justamente el de considerar que Maquiavelo justifica el poder absoluto con el interés general, cuando el escritor florentino, con la excepción del último capítulo de El Príncipe, estudia el poder absoluto sin justificarlo más que desde el punto de vista de una técnica al servicio de las ambiciones personales del príncipe, y en cambio dice explícitamente que ese poder es, en general, opuesto al bien común.

Los príncipes se mueven en el campo de la realidad efectual. El “óptimo príncipe” de Egidio Colonna pierde inevitablemente el poder; para conservarlo, tiene que observar las reglas que da Maquiavelo en su obrita: ser bueno cuando se pueda, parecerlo en cualquier caso, pero ser malo, mentiroso, incumplidor, asesino, cuando sea necesario.

Maquiavelo está orgulloso, moralmente orgulloso, de decir en voz alta la verdad y terminar con la hipocresía del “buen príncipe”. Pero, en los Discursos, dice con todas las letras que en la resistencia al despotismo está el “deber ser”.

“No el bien particular, sino el bien común engrandece las ciudades. Y, sin duda, solo en las repúblicas se cuida el bien común [...] Lo contrario sucede cuando hay un príncipe, porque en general lo que aventaja perjudica a la ciudad y lo que conviene a la ciudad lo perjudica a él.” (Discorsi sulla prima deca di T. Livio, II, 2.)

Además, considerando que el príncipe suele salir de la nobleza y, de todos modos, tiene entre los nobles los rivales que desean suplantarlo, puede interesar, como corolario, este otro pasaje: “Si se considera el fin de los nobles y de los que no son nobles, se verá en aquellos un deseo grande de dominar y en éstos solamente el deseo de no ser dominados y, por consiguiente, un mayor deseo de vivir libres”. (Ibidem, 1,5.)

LA VERDAD VIGILADA

Éstas eran las ideas de Maquiavelo cuando sobrevino la crisis política de 1512 que divide su vida en dos partes profundamente distintas, exactamente como el forzoso destierro había dividido en dos partes profundamente distintas, dos siglos antes, la vida de Dante.

La “realidad efectual” ha caído sobre el autor bajo la forma de pérdida del empleo, cárcel, tortura, confinamiento en el campo. Los caracteres del absolutismo ya no son objeto de estudio, sino de experiencia directa. Y acontece lo que Maquiavelo siente más en lo hondo: se termina la libertad de palabra.

No podemos, por eso mismo, leer El Príncipe con los mismos criterios con que leemos los ensayos sobre las condiciones políticas de Francia o Alemania, escritos en tiempos de la república, antes res pérditas.

En El Príncipe triunfa el realismo, pero es un realismo vigilado, lleno de precauciones. Y, a pesar de que esto es evidente, casi nunca se ha tenido en cuenta al juzgarlo. Maquiavelo no dice lo que no piensa, pero dice sólo la mitad de lo que piensa: la otra mitad la dice en El asno de oro, cuyos primeros cantos, por el momento, oculta cuidadosamente en un cajón. Puede que los esbirros de los Médici los hayan encontrado en el allanamiento y que en ello esté la causa de la tortura y de la posterior imposibilidad para el autor de recuperar el empleo.19

De todos modos, el descubrimiento que él había hecho, de que la historia no es una galería de ejemplos para educar a los niños, sino una ciencia implacable y de que la vida política debe ser analizada como es y no mitificada presentándola como debería ser, lo llena de orgullo. Él proclama su verdad como un desafío a la hipocresía mojigata, y latinamente llama virtuoso (porque es eficaz en su terreno, hace bien lo que hace) a César Borgia, que en los Decenales había presentado como una serpiente ponzoñosa (I, 388-408).

Este realismo lo lleva a adoptar en lo personal un criterio que se puede llamar oportunista y que conciliaba —según él, y yo no lo justifico— su interés particular de conservar o recuperar el empleo con el interés de Florencia de ser gobernada —dentro de la tragedia de la pérdida de sus libertades— lo mejor posible. Siempre fue partidario del “mal menor”. Hay varias pruebas de esta línea de conducta, además de la comparación de El Príncipe con los Decenales anteriores y El asno de oro contemporáneo. Si en El Príncipe aconseja al monarca que no mantenga las promesas cuando no le convenga, en los Discursos afirma que, donde el pueblo interviene en el gobierno y lo controla, los pactos se cumplen más fielmente que en una monarquía y que, por lo tanto, una alianza con una república es siempre más segura. (Indirectamente sugería a las potencias extranjeras que ayudaran en Florencia a la república.)20

Cuando el Papa León X, que desde Roma era, a través de sus parientes, el virtual señor de Florencia, le pidió que estructurara una nueva constitución para la ciudad, Maquiavelo le propone un curiosísimo proyecto de poder unipersonal a término, destinado a durar mientras viviera el Papa, para ser sustituido después por un régimen republicano minuciosamente descrito.21

Por otra parte él proclama legítimo el oportunismo cuando se trata del interés general. En los Discursos exalta al primero de los Brutos, quien simuló la locura para poder preparar más tranquilamente la revolución contra el rey Tarquino: “Conviene hacerse el loco, como Bruto; y bastante se hace uno el loco, alabando, hablando, viendo, haciendo cosas en contra de lo que se piensa, para complacer al príncipe”.22

Otras de las conclusiones a las que Maquiavelo estaba llegando cuando se produjo la crisis decisiva de 1512, era que la multiplicidad de pequeños estados en que Italia estaba dividida, con la secuela de las pequeñas interminables guerras internas en las que repúblicas y príncipes empleaban milicias mercenarias en su mayor parte extranjeras, debilitaba desastrosamente a la península destinándola a transformarse en dominio francés o español, a menos que, como Francia en tiempos anteriores o España en esos mismos años, se unificara. La virtual, aunque efímera unificación de Italia central, doce años antes, por parte de César Borgia, le hizo pensar que una de las ciudades-estados o uno de los príncipes italianos podían ser agentes de una unificación que, por más que se la quiera definir hoy como utopía, en ese entonces estaba en el ambiente. Cuando Julio II levantó la bandera antifrancesa con el grito de “¡Fuera los bárbaros”, se apoyaba en cierta conciencia colectiva. Hay que decir que muy pronto se reprodujo, en favor de Florencia, la circunstancia que, a principio de siglo, había favorecido a César Borgia: el vínculo de parentesco entre el eventual agente unificador y el Papa, puesto que el señor de Florencia, Juan de Médici, fue elegido pontífice con el nombre de León X, y dejó sólo nominalmente el gobierno de la ciudad en manos de su hermano Julián, y luego de la muerte de éste (1516), en las de su sobrino Lorenzo.

Esta coincidencia debió impresionar profundamente a Maquiavelo, que recordaba con qué facilidad César Borgia, apoyado interesadamente por el papado (que siempre se había opuesto a la formación de un estado unitario en la península, pero que, en esa oportunidad, por razones de parentesco, la favorecía), se había apoderado de Umbría, parte de las Marcas y Romaña, derrotando a los minúsculos señores de sus ciudades y a las milicias mercenarias de estos últimos. Ahora la situación se reproducía, pues un Médici ocupaba el trono de San Pedro. Y esta vez, en el año 1513, era Florencia, la ciudad a la que Maquiavelo amaba “más que a su alma”,23 la que se encontraba en la situación particularmente afortunada en la que se había encontrado, en 1500, César Borgia.

“EL PRÍNCIPE”, PERSONAJE TRÁGICO

El Principe, compuesto en 1513, en un momento marcado para el autor por la detención y la tortura, refleja todos esos elementos contradictorios.

La obrita consta, a mi modo de ver, de tres partes completamente distintas. La primera es la dedicatoria. No nos queda la originaria, a Julián de Médici, muerto en 1516. Tenemos, en cambio, la que Maquiavelo escribió para el sucesor y sobrino de éste, Lorenzo. Es la página más estilísticamente tradicionalista que Maquiavelo haya escrito, de períodos amplios y pesados, de acento obsequioso. Quiere hacer —dice— al príncipe de Florencia un regalo en sí humilde, pero que es el mejor que pueda ofrecer, pues es el resultado de largos años de estudios y experiencias. Luego expresa el deseo de que el destinatario “llegue a la grandeza que la suerte y sus demás cualidades le prometen”. A esta frase se limitaba la adulación característica de semejantes dedicatorias. Y no es difícil —a pesar del interés que Maquiavelo tenía en granjearse el favor de Lorenzo— descubrir una remota luz de ironía en ese haber puesto la suerte (es decir, el parentesco con el Papa) como la cualidad principal del homenajeado. Pero, aun tan limitada, esa alabanza debió pesarle.24

La segunda parte es la obra misma, con exclusión del último capítulo. De insólita brevedad, de estilo cerrado y enérgico, caracterizado por momentos por un esquematismo de tratado científico, dotado casi siempre de una pasionalidad reprimida por prudencia y por una búsqueda de imparcialidad que pareció cinismo, este libro es poderosamente unitario, porque es obra de un artista dramático, que ve la historia como una inmensa comedia o una inmensa tragedia. Y El Príncipe es un retrato, el retrato de un personaje trágico, arrastrado a cometer crímenes, a matar en sí al hombre, por la lógica férrea del poder.

No corresponde este retrato a un personaje histórico determinado, pero es coherente, pues reúne los rasgos comunes a César Borgia, Alejandro VI, Fernando el Católico Agátocles de Siracusa y muchos otros. Es un personaje trágico, sin amigos (sólo debe confiar en quien tiene un interés personal en serle fiel), más temido que amado, más preocupado por su imagen que por su ser, olvidado de sí mismo en tensión tremenda hacia los cuatro puntos cardinales, para no perderse ni un síntoma de peligro que podría ser mortal, ni el espacio huidizo de una posible conquista. Es el retrato de un jugador, absorbido y anulado por la pasión del juego, un juego en que se apuesta la vida misma vida. El adversario del príncipe en este juego es la Fortuna (con mayúscula), dueña de la mitad del destino: la otra mitad pertenece a la voluntad del hombre. Y en este sentido el príncipe es un personaje épico, porque es un luchador que está al acecho para aprovechar todos los atisbos de buena suerte y contrarrestar la mala suerte con toda la energía de su voluntad de poder.

Como buen autor dramático, Maquiavelo no puede reprimir su admiración despavorida por el personaje César Borgia cuando, encontrándose en situación sumamente desventajosa, sin armas, sin amigos, bajo la amenaza de una conspiración contra su vida, consigue rehacerse, eliminando fríamente, a traición, a todos los conjurados. Maquiavelo historiador, ciudadano florentino, hombre, había definido como la más inteligente de un conjunto de serpientes venenosas en lucha recíproca (Decenal I); Maquiavelo autor dramático ve en él a un potente personaje trágico; Maquiavelo teórico del arte de gobernar lo aplaude como prototipo del príncipe: siempre hizo lo más acertado para conquistar y mantener el poder. Cometió muchos delitos, pero no cometió delitos que para sus fines fueran inútiles. Maquiavelo da un ejemplo: el pueblo de Romaña era difícil de dominar. César Borgia mandó allí con plenos poderes a un gobernador enérgico y cruel que mantuvo el orden haciéndose odiar. Y bien: cuando el duque pensó que tanto rigor ya no era necesario, para evitar que se atribuyeran a él las crueldades pasadas, hizo que los habitantes de Cesena encontrasen una mañana al gobernador, “cortado en dos partes en la plaza, con un pedazo de madera y un cuchillo ensangrentado al lado”. El pueblo quedó —agrega el escritor— “satisfecho y estupefacto”.25

En “hacer bien lo que se hace” consiste la virtud en el vocabulario del Renacimiento, en que las palabras tienen su valor etimológico. Su raíz es Vir (hombre) y vale virilidad y, por lo tanto, según el concepto tradicional, energía, originalidad, eficacia. Entonces César Borgia, acaso el asesino de su hermano en Roma y seguramente el de sus compañeros de armas en Senigalia, que no tuvo reparo en cometer alevosos homicidios cuantas veces lo consideró conveniente a sus intereses, es un príncipe “virtuoso”, es decir, eficaz como príncipe.

La naturaleza misma del poder es demoniaca. En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el escritor lo deja entender en más de una oportunidad. A propósito de la deportación de pueblos enteros por Filipo de Macedonia, dice: “Estos procedimientos son excesivamente crueles, enemigos de todo vivir no sólo cristiano, sino humano, y cualquiera debería desecharlos, eligiendo vivir como ciudadano privado y no como rey al precio de la ruina de tantos hombres. Sin embargo, quien no quiera emprender ese primer camino, que es el del bien, si se quiere mantener (en el poder), debe entrar en este mal”.26

El medio principal para obtener y conservar el poder es el engaño: “Alejandro VI no hizo nunca otra cosa, no pensó nunca otra cosa que no fuera engañar a los hombres, y siempre pudo hacerlo. Nunca hubo hombre que fuera tan eficaz en afirmar una cosa con los mayores juramentos, y que menos la pusiera en práctica. Y siempre tuvo éxito en sus engaños”. Más adelante, en el mismo célebre capítulo de El Príncipe: “Hay un príncipe en los tiempos presentes al que es mejor no nombrar (se trata de Fernando el Católico), quien no predica nunca otra cosa que paz y fe y es decidido enemigo de una y otra; y una y otra, si él las hubiera llevado a la práctica, varias veces le hubieran hecho perder la reputación y el estado”.27

Al principio de este mismo capítulo, Maquiavelo sostiene que el príncipe debe saber ser hombre cuando le convenga y, cuando le convenga, bestia, alternando, según las circunstancias, la ferocidad del león con la astucia del zorro, no manteniendo las promesas sino mientras mantenerlas dé fruto político. Estas recomendaciones, y otras del mismo tipo que forman el sistema, le han proporcionado a este librito su fama de “manual del perfecto tirano” y a su autor la caracterización completamente desenfocada de teórico de la razón de estado al servicio del poder absoluto.

EL CORAZÓN ESTÁ CON LA LIBERTAD

Hay que observar que los elogios de Maquiavelo a los peores tiranos son exclusivamente técnicos. El entusiasmo que tiembla en sus palabras cuando en los Discursos habla de las libertades republicanas, en El Príncipe falta completamente (exceptuando siempre el último capítulo), sustituido por el orgullo del pensador que dice la verdad donde los demás la ocultan y por cierta euforia estética del artista frente al personaje trágico que está moldeando. Él siente este carácter “poético” de su príncipe. Una vez, en 1525, escribiendo a Guicciardini, se firma así: “Niccolò Machiavelli, istorico, comico e tragico”.28 “Istorico” se refiere a las Storie fiorentine, que en ese entonces estaba componiendo; “Comico” al sector jocoso de su labor literaria y especialmente a La Mandrágora, que en esos días se estaba representando, y “Tragico”, evidentemente a El Príncipe, pues no hay entre sus escritos ninguna tragedia propiamente dicha.

Maquiavelo no aconseja nunca al pueblo que obedezca a su príncipe. Se comporta en este librito con la misma objetividad de que generalmente hace gala en los Discursos, donde hay un capítulo sobre el Decenvirato romano en que el autor se propone mostrar “muchos errores cometidos por el senado y la plebe en daño de la libertad y muchos errores hechos por Apio, jefe del Decenvirato, en desmedro de la tiranía que se había propuesto establecer en Roma”.29 El corazón de Maquiavelo está con la plebe y la libertad: por momentos lo dice y siempre lo deja entender. Pero, cuando se trata de la ciencia política, es decir, de la política que él por primera vez presenta como ciencia, anota diligentemente y demuestra los errores y aciertos de las partes contendientes, desde el punto de vista de los fines que cada una se propone. No es que prescinda de la moral: la moral está del lado del pueblo y de la libertad, y lo dice; pero el aspecto técnico tiene una positividad y una negatividad distintas de las del aspecto moral. Esto, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En El Príncipe prevalece la consideración técnica por dos razones: por el tema circunscrito, que admitía al pueblo sólo como contrapartida necesaria del protagonista, y por el hecho de tener la obra un carácter circunstancial, desgajada como había sido de los Discursos, porque el tema había cobrado repentina y pavorosa actualidad en Florencia. Se podría agregar una tercera razón; y es que en Florencia había desaparecido la 1ibertad de palabra, Maquiavelo acababa de ser sometido a la tortura y, por otra parte, alimentaba la esperanza, justamente gracias a sus conocimientos técnicos, de recuperar el empleo.

Pobre oportunismo, el de Maquiavelo. Oigamos las instrucciones que da a su príncipe, en el caso de que se haga dueño (como les había ocurrido a los Médici) de una ciudad acostumbrada a vivir libre, es decir, de una república. Me refiero al capítulo V, en el que el autor sostiene que la forma más segura de mantener el dominio sobre ese territorio es destruir la ciudad. Dice: “Quien se adueña de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la destruya, prepárese a ser destruido por ella; porque siempre tiene como refugio, en la rebelión, el nombre de la libertad y sus antiguos ordenamientos, los cuales, ni por largo tiempo que transcurra, ni por beneficios que se reciban, nunca se olvidan. Y por más que se haga, si no se dispersa a los habitantes, éstos recuerdan aquel nombre y aquellos ordenamientos y en seguida, al menor accidente, vuelven a ellos [...]”

Aquí, lógicamente, saldría a relucir el ejemplo de Florencia, que, en 1494, aprovechando la invasión de Italia por Carlos VIII, se había levantado contra los Médici. Prudentemente Maquiavelo se reprime y da un ejemplo menos ajustado, el de Pisa: “[...] como hizo Pisa después de cien años de servidumbre bajo el dominio florentino”. Eso había ocurrido en la misma ocasión y en el mismo año del otro hecho que hubiera sido más natural, pero más imprudente haber evocado y surge por asociación de ideas, como sustitutivo apresurado.30

Sigue el autor comparando esta situación con la de alguien que se haga dueño de una ciudad acostumbrada al principado, cuya dinastía se haya extinguido o haya sido eliminada violentamente. Los súbditos entonces —dice Maquiavelo— “estando por un lado acostumbrados a obedecer y por otro no teniendo más al príncipe anterior, para nombrar otro entre ellos no se ponen de acuerdo, vivir libres no saben; de modo que son más lentos en tomar las armas...” Y reafirma: “En cambio en las repúblicas hay mayor vida, mayor odio, más deseo de venganza; no los deja, ni puede dejarlos descansar la memoria de la perdida libertad: de modo que el camino más seguro es destruirlas (aquí Maquiavelo recuerda de nuevo que vive en Florencia bajo los Médici, y agrega una coma y una recomendación supletoria de último momento), o habitar en ellas”. Con este último recurso sin desarrollos, el autor trata de evitar que los Médici consideren este capítulo como una velada amenaza, pues ellos mismos eran ciudadanos de Florencia y tenían allí su palacio. Pero en este capítulo, que es un verdadero canto de libertad o muerte, la voz del Maquiavelo republicano y “popular” se hace sentir con una intensidad mayor que en los versos citados de El asno de oro.

Cierto que, en el resto de este pequeño libro, la impasibilidad del técnico indiscutiblemente domina. Pero también es cierto que El Príncipe no sirvió para que los señores de Florencia olvidaran que Maquiavelo había sido el organizador de las milicias destinadas a cooperar en la resistencia contra ello.31 Sólo más tarde, en 1520 Maquiavelo empezó a recibir algún encargo: en ese año León X le pidió ese proyecto de constitución para Florencia del que ya hablamos y que quedó en letra muerta y, más tarde aún, se le pidió que escribiera la historia de la ciudad. No era ésta, precisamente, la tarea que él deseaba, una tarea en que pudiera contribuir, no a escribir, sino a hacer historia.32

EL PROBLEMA DEL ÚLTIMO CAPÍTULO

Algo completamente distinto hay que decir a propósito del ardiente último capítulo, el XXVI, que para mí constituye una tercera parte, netamente separada, incongruente con el resto, no sólo conceptualmente, sino también en el aspecto formal, pues el estilo es característico más de Savonarola que de Maquiavelo. Desaparece la férrea lógica de las contraposiciones tajantes y vigorosas y el período se desarrolla concitado, en base a secuencias de afirmaciones o invocaciones apasionadas, que se suman asindéticamente, con abundancia persuasiva, por momentos fuertemente metafórica. Se agolpan las imágenes bíblicas, con estilo de cruzada. La palabra “estado” no figura en este capítulo ni una vez.

Al comienzo, una afirmación ambigua: “En Italia corren tiempos como para honrar a un príncipe nuevo”; es decir, el autor toma como punto de partida la realidad absolutista del momento. Es como si pensara: ha llegado la hora de aceptar esta realidad ineluctable y aprovecharla de la mejor manera posible. Sigue diciendo que las desgracias de Italia ofrecen a un príncipe prudente y virtuoso la ocasión de procurar honor a sí mismo y alivio a todos los italianos (es la primera y única vez —creo— que Maquiavelo une el bien del príncipe con el del pueblo y esto habla de la excepcionalidad de la tesis desarrollada en este último capítulo). Para esto hay que levantar la bandera, que toda Italia seguirá, de la lucha contra “la crueldad e insolencia de los bárbaros” (es decir, de los franceses, de los españoles y de las milicias mercenarias). Nadie mejor que Lorenzo di Piero de Médici —cuyo tío es ahora pontífice y que tiene, pues, el apoyo de Dios y de la Iglesia— para desempeñar esa tarea, que implica una “justicia grande”.

Es la única vez, en todo el libro que, a propósito del príncipe, se habla de justicia. Maquiavelo está verdaderamente desesperado por la inminente ruina de Italia: viendo esa posible salida, se aferra a ella y habla, no su lenguaje sino el que él mismo había escuchado con escepticismo, pero que había arrastrado bajo su mirada a las muchedumbres, en su juventud, en tiempos de Savonarola. La empresa —dice— no es imposible. “Hay aquí síntomas extraordinarios, sin ejemplo, que vienen de Dios: se abrió el mar; una nube os mostró el camino; la piedra derramó agua; llovió el maná; todo ha contribuido a vuestra grandeza. Lo demás debe ser obra vuestra.” Las metáforas proceden de la Biblia. Esos acontecimientos milagrosos habían acompañado, según la tradición, recogida en el Pentateuco, el éxodo del pueblo de Israel desde Egipto bajo el mando de Moisés, y simbolizan aquí la serie de hechos que había llevado a Lorenzo a su posición encumbrada: la derrota de la república, la elección de su tío Juan al trono papal, la muerte de su otro tío Julián.

El acceso al papado de Juan de Médici (febrero de 1513) o, más probablemente, una nueva reflexión sobre ese hecho en el momento del gran peligro para Florencia y para Italia (después de la batalla de Mariñán el enfrentamiento entre Francia y el Imperio se manifestaba como un conflicto decisivo entre fuerzas mucho mayores que antes; y ese conflicto, ya entonces, parecía destinado a tener en Italia su desenlace) transformó de golpe el libro, para su autor, en un posible instrumento de lucha para salvar a la península de una inminente dominación extranjera. De allí, esta invocación patética, que incorpora en cierto sentido al campo del “deber ser”, de la moral al príncipe nuevo, que se había movido, hasta ese momento, en el campo de la “realidad efectual”, gobernado sólo por la utilidad personal.

No hay adulación, sino sólo exhortación. “En Italia hay gran virtud en los miembros (los pueblos), falta en las cabezas (los príncipes)”. Se necesita, pues, que surja una cabeza, que alguien tome la iniciativa de formar un ejército de ciudadanos, ya que las milicias mercenarias no sirven y son una plaga.

Lo que el secretario de la Segunda Cancillería no había podido llevar a cabo en tiempos de la república, lo intenta ahora, tratando como remedio extremo, de transformar al pobre Lorenzo, que no era sino un títere de Juan, en el capitán destinado a liberar a Italia de la dominación extranjera. A esta solución, que se le presentaba como una cuestión de vida o muerte, Maquiavelo sacrificaba, durante pocas páginas, no sólo sus ideales republicanos, sino también su papel de técnico imparcial, que aconseja a los gobernantes en el ámbito de la mera realidad efectual, dejando de lado toda preocupación del “deber ser”.

El sentimiento de patria invade, diría que usurpa, el campo de la moral, legitimando lo que la conciencia del hombre naturalmente repudia. Es éste el aspecto más actual del drama íntimo de Maquiavelo, y hace que este librito, tan despiadado en su realismo, adquiera, al final, un carácter patético.

Concluyendo, insisto en que la idea que se tiene de Maquiavelo es parcialmente falsa. No separó la moral de la política, sino sólo del poder y estudió tanto la técnica del poder mismo como la de la resistencia contra él, aunque ésta última no en El Príncipe, sino en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. No justificó el crimen con la razón de estado, sino que demostró que la razón de estado suele llevar al crimen (y ésta es una justificación sólo para quienes admiten la legitimidad de la razón de estado).33 No exaltó el poder absoluto, sino que indagó las leyes de su proceso, así como del proceso contrario.

ACTUALIDAD DE LA ANTINOMIA MAQUIAVELIANA

Para nosotros, Maquiavelo es una figura importante; la sentimos actual, tanto en su aspecto positivo como en su aspecto negativo. Es difícil ponerse de acuerdo sobre sus positividades y negatividades, y éste es un síntoma claro de su actualidad.

Centró la historia en el choque entre la voluntad de poder y el deseo de libertad; y hoy nosotros palpamos en los hechos, después de tanto determinismo económico, el valor esencialmente político, en el sentido de la dominación, de la posesión de los medios de producción e intercambio. Reveló la antinomia entre gobierno y moral, afirmando que sólo pueden permitirse el lujo de obrar según su propia conciencia quienes no aspiren a imponerse sobre los demás. Quien pretenda gobernar (se refiere en forma especial al gobierno absoluto) y no sabe engañar, no sabe aggirare il cervello degli u omini,34 inevitablemente fracasa. Gobernar es un arte complicado que se basa en conocimientos psicológicos y en una sutil alternancia de crueldad e hipocresía, pero sobre todo en una absoluta frialdad, en una ausencia completa de sentimientos humanos, bajo una apariencia de normalidad moral y emotiva. Sobre esta base, hace del príncipe un poderoso retrato de una grandiosidad trágica, que supo apreciar más tarde Victorio Alfieri, el dramaturgo italiano del siglo de las luces, que fue tan popular en América Latina durante las revoluciones antiespañolas. El Saúl de Alfieri es el príncipe de Maquiavelo en plena crisis.

La consecuencia natural de las premisas maquiavelinas es que el gobierno mejor es el que gobierna menos, el que se encuentra en mayor medida bajo el contralor del pueblo. Maquiavelo lo dice bien alto y varias veces en los Discursos, especialmente al referirse a los conflictos entre la plebe y el Senado en Roma. Hasta aquí, el aspecto que quien ama la libertad y aborrece las dictaduras considera positivo en Maquiavelo. Es el aspecto que lo hace resaltar como figura poderosamente original entre los pensadores políticos de su época.

Pero este príncipe, que había sido estudiado a lo largo del libro con la imparcialidad de un naturalista que analiza el comportamiento de una especie animal, cobra de golpe en el último capítulo el carisma de salvador de la patria. Se le exhorta a hacerse héroe y a combatir por la justicia, se le promete, en este caso, la obediencia entusiasta de los pueblos. Este último capítulo ha llenado de entusiasmo a los patriotas italianos del siglo pasado. Se ha considerado, y se considera aún, que en él Maquiavelo se rescata de la inmoralidad de los capítulos anteriores, demostrando que los escribió en función de la finalidad superior de salvar a Italia de la ruina inminente. Y es —creo yo— todo lo contrario. Este capítulo, hermoso y apasionado, instrumentaliza el libro a posteriori, es heterogéneo respecto a él y revela el punto débil de ese poderoso panorama mental de Maquiavelo, en que se reflejaba toda la historia pasada como explicación de la contemporánea.

Ese punto débil es el reconocimiento resignado de la eficacia de la fuerza bruta, en un momento de extrema tensión emocional, con la consiguiente disminución de lucidez. Todos dicen que este último capítulo es utópico; y lo es, pero no en el sentido que le da en este caso a la palabra la opinión más difundida. La unificación de la península no era una utopía en ese momento más que en el sentido fácil de que no se realizó. Maquiavelo tenía razón en pensar que ese era un momento excepcionalmente favorable. La utopía consistía en confiar, para eso, en “el príncipe”. Todos los que en Italia ejercían, en pequeña o gran escala, el poder unipersonal estaban dependiendo de una u otra de las grandes potencias extranjeras, inclusive Julio II, quien lanzó, contra los franceses, ese grito tan popular de “¡Fuera los bárbaros”, mientras se apoyaba en la creciente potencia española. Esta efímera justificación del príncipe en el terreno del “deber ser” hizo que Maquiavelo fuera considerado, ya en sus tiempos, como el teórico del despotismo. Es cierto que las comparaciones en terreno histórico son siempre peligrosas; pero a veces las experiencias que se viven en la historia contemporánea ayudan a entender el pasado. ¡Cuántos espíritus abnegados de nuestro tiempo, sedientos de libertad y de justicia, se han resignado a sacrificar la primera (inútil —se les dijo— a quienes no tiene pan) en aras de la segunda Les ha pasado, en el terreno de la justicia social, lo que le pasó hace cinco siglos a Maquiavelo en el terreno del patriotismo. Es la utopía autoritaria que se repite.

UN DRAMA QUE SE REPITE

La crisis política florentina de 1512 fue la tragedia de la vida de Maquiavelo. Para entenderla, habría que comparar su resistencia a la tortura con un soneto obsecuente que escribió desde la cárcel a Julián de Médici, la fría imparcialidad de El Príncipe con los reproches dramáticos a Pier Soderini por no haber actuado tempestivamente contra los partidarios de los Médici y con el apasionamiento dolorido de El asno de oro, todo esto con el auxilio de las cartas personales de ese momento. Entonces veríamos todo lo que hay de desesperado en el llamamiento del último capítulo de El Príncipe. Maquiavelo se aferra a su personaje trágico como, en nuestro inmediato ayer, en Barbusse, un Sartre, un Cesare Pavese se han aferrado al mito del poder al servicio de la justicia.

Es un drama que se repite en la historia. Ya Julio César confió en la dictadura sin término para imponer la reforma agraria y no hizo sino fundar el imperio destinado a ser dominado por el latifundio. Pero en César estaba la componente de la ambición personal. Maquiavelo no era un político ambicioso, sino un escritor, y la gloria a que aspiraba era la de la lucidez en ver los hechos como son. Esa lucidez hace que la ilusión del principado positivo en él sea siempre efímera: veía demasiado claramente el dilema. Una última cita: “Realizar buenas reformas políticas requiere un hombre bueno y hacerse violentamente príncipe en una república requiere un hombre malo; por esto es difícil que acontezca que un hombre bueno quiera tomar el poder por el camino del mal por más que sea con una buena finalidad, y que un perverso, hecho príncipe, quiera obrar bien, y usar bien la autoridad mal adquirida”.35

El haber sufrido ese problema, que es permanente en la historia, pero que es para nosotros particularmente agudo y atormentador, pues estamos viviendo una crisis en cierto modo homologa a la del siglo XVI, hace que sintamos a Maquiavelo casi como un contemporáneo. No llega a negar el poder; se limita a sentirlo trágicamente. Pero nos proporciona los elementos para juzgarlo, y es el único que lo ha hecho con tal implacable claridad. Quien lea El Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, nunca esperará justicia de ningún poder absoluto; la buscará donde no haya hombre que se encumbre sobre otro, condición necesaria —lo dice Maquiavelo hablando de los Suizos— para una “libre libertad”.

NOTAS

1 Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana. Milano: Treves, II, p. 86.

2Ibidem, p. 56.

3 Benedetto Croce, Materialismo storico. Bari: Laterza, Economia marxista, 1918, pp. 112-113.

4 Charles Boulay, B. Croce jusqu’en 1911. Génève: Droz, 1981, p. 345.

5 No creo que se pueda citar un pasaje determinado a este respecto, pero es el criterio que se desprende del conjunto de la obra maquiveliana y, en particular, de los primeros capítulos de los Discursos y de El Príncipe en su totalidad.

6 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca di Tito Livio. I, 2.

7 Como ejemplo entre muchos, Ibidem, I, 17 y 18.

8 Esto resulta clarísimo en todos los escritos de Maquiavelo anteriores a 1512 (por ejemplo Decenal I, vv. 25-27, “Ritratto delle cose della Magna”, Discorsi... ya citado, libro I, etcétera). Después de esa fecha para él trágica, su lenguaje se hace más cauteloso pero el sentimiento republicano inspira evidentemente al resto de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (típico es el segundo capítulo del segundo libro) y asoma en El Príncipe, en cuanto afloja la autovigilancia. Además del capítulo V, que será objeto de una consideración especial, podemos citar, como ejemplo de los indicios del republicanismo del autor, ocultos en la abundancia misma de argumentos en que se apoyan los preceptos dirigidos al “príncipe nuevo”, unas líneas del capítulo XII. Allí, en un contexto dirigido al príncipe para convencerlo de la eficacia de las milicias nacionales y de las desventajas que presentan las milicias mercenarias, entre muchas razones estratégicas y ejemplos históricos, a mayor abundamiento, el autor cita el hecho indudable (positivo para él, pero seguramente no para el príncipe, y menos para el príncipe nuevo) de que los ciudadanos armados más difícilmente se dejan dominar por un caudillo ambicioso.

9 Noccolò Machiavelli, Lettere. Milano: Feltrinelli, 1981, p. 372.

10Discorsi sulla prima deca di Tito Livio, I,10.

11 En Rapporto delle cose della Magna (comprendido en Niccolò Machiavelli. Il Principe e opere politiche minori. Firenze: Lemonnier, 1896, p.161.

12 Luigi Fóscolo Benedetto, al editar en 1920 esta obra junto con otras del mismo autor y del mismo tipo (N. Machiavelli, Operette satiriche. Torino: UTET. Introducción), fundamenta con excelentes argumentos la hipótesis de que, de los ocho cantos de El asno de oro que Maquiavelo escribió, los primeros cinco pertenezcan al tiempo en que cayó la república, pues reflejan la congoja que privaba en ese momento, mientras la atribución tradicional al año 1517 se basa en la fecha de los acontecimientos mencionados en los últimos tres cantos, que tienen, además, un carácter literario muy distinto.

13 Niccolò Machiavelli, obra citada. L’ Asino d’oro, IV, 39. p. 82.

14Ibidem, I, 120. p. 65.

15Ibidem, I,108. p. 64.

16 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca... I, 2.

17 Niccolò Machiavelli, Operette satiriche. L’ Asino d’ oro, V. 104, p. 91.

18 Niccolò Machiavelli, Il Principe, XV (primera parte).

19 Véase el Prólogo de Luigi Fóscolo Benedetto a las Operette satiriche ya citadas, pp. 20-29.

20 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca... I,59.

21 El proyecto, que fue pedido y redactado después de la muerte de Lorenzo di Piero de Médici, se titula Discorso sopra il riformar lo stato di Firenze y se puede leer en Il Principe e opere politiche minori. Editorial citada, p. 121.

22 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca... III, 2.

23 Niccolò Machiavelli, Lettere. Editorial citada, p. 505. (Carta a F. Vettori de 16/IV/1527.)

24 En la dedicatoria de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio a sus amigos Zanobi Buondelmonti y Cosme Rucellai, Maquinvelo se refiere con palabras condenatorias a la costumbre de dedicar obras literarias a los príncipes: “Me parece con esto (la dedicatoria a los amigos) haber salido de la costumbre de los escritores, los cuales suelen siempre dedicar sus obras a algún príncipe; y, cegados por la ambición y la avidez, lo alaban atribuyéndole todas las virtuosas cualidades cuando deberían reprocharle todos sus aspectos repudiables”. Es imposible que, al escribir esto, no pensase en sus propias palabras, escritas —se cree— poco antes. Es este uno de los tantos indicios que nos permiten juzgar a Maquiavelo como figura hamletiana, como la encarnación misma de un problema moral —y por consiguiente político— no resuelto, sino lúcidamente planteado y dramáticamente padecido.

25 Niccolò Machiavelli, Il Principe, capítulo VII.

26 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca... I, 26.

27 Niccolò Machiavelli. Il Principe, capítulo X1I1. (El ejemplo de Alejandro VI y la alusión a Fernando el Católico sirven, en este capítulo, de pilares para una sólida estructura situados como están, el primero exactamente en la mitad del largo discurso, y la segunda como triunfal conclusión.)

28 Niccolò Machiavelli, Lettere. Editorial citada, p. 440 (21/X/1525).

29 Niccolò Machiavelli. Discorsi sulla prima deca... I, 40.

30 Maquiavelo había desempeñado una función importante, como secretario de los “Diez de la guerra”, en la larga lucha de su Comuna para recuperar a Pisa, en el período que él consideró siempre como el más positivo de su vida. En el desempeño de sus tareas, hizo todo lo posible para que su ciudad lograra ese objetivo, considerando que ese era el deber de todo buen ciudadano. Pero nunca ocultó su dolorosa simpatía por la desafortunada Florencia y por su heroica resistencia. Ésta ya se vislumbra en los Decenales, donde se siente su desprecio por los aliados de Pisa que se dejaron comprar por el gobierno florentino. Y sigue, dirigiéndose —como, siempre en los Decenales— a sus conciudadanos: “Pues, como Pisa había quedado sola, la rodeasteis sorpresivamente: no podía entrar allí sino quien vuela. Y, aunque fuera obstinada enemiga, por la necesidad rota y vencida, volvió llorando a la cadena antigua. (Decenales, II, 157-59/163-65.)

31 Hubo un momento, en 1515, en que Julián pareció dejarse convencer a emplearlo pero vino en seguida la contraorden de Roma: “Escribidle de mi parte que yo lo aconsejo a no tener nada que ver con Niccolò”, comunicaba a un intermediario, el Cardenal de Médici, primo del Papa (Roberto Ridolfi, Vita di Niccolò Machiavelli. Firenze, Sansoni, 1978, p. 254).

32 En una carta, ya citada, a Francisco Guicciardini (21/X/1525), Maquiavelo escribe a este respecto: “Me aumentaron hasta cien ducados por las Historias (alude a las Historias Florentinas, título de la obra que le había sido encomendada). Empiezo ahora a escribir de nuevo y me desahogo acusando a los príncipes que, todos han hecho lo posible para traernos hasta aquí”. Alude con estas palabras a la victoria de Carlos V en Pavía y a sus consecuencias, nada prometedoras, para Italia. (Niccolò Machiavelli, Lettere. Editorial citada, p. 444.)

33 Hay que leer a Maquiavelo dando a las palabras el valor que él les daba. Cuando dice que el príncipe nuevo se ve obligado a veces a ser inhumano para “conservar el estado”, no entiende por “estado” la patria y su integridad en sentido colectivo, como parece interpretar ésta tan repetida expresión F. De Sanctis (y Croce con él). Maquiavelo quiere decir que el príncipe, con esos medios, salva su posición en la ciudad, su propio poder, a menudo en desmedro del bienestar común. El significado de la palabra es aún vacilante; está aún muy cerca de su origen participial. En El Príncipe