El príncipe - Nicolás Maquiavelo - E-Book

El príncipe E-Book

Nicolas Maquiavelo

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Las personas que intentan obtener el beneplácito de algún soberano, a menudo le ofrecen algo de gran importancia para ellos mismos, o algo que saben es de su particular agrado. Es por esto que los gobernantes siempre están recibiendo caballos, armas, brocados de oro, joyas y todo tipo de ropas elegantes que los donatarios consideran apropiados. Con la esperanza de traer ante vuestra Majestad una muestra de mi lealtad, me doy cuenta de que no hay nada más valioso o importante para mí que mis conocimientos sobre hombres prominentes y sus obras, conocimientos que he adquirido a través de una basta experiencia en asuntos contemporáneos, sumado al estudio constante de la historia antigua. Habiendo pensado mucho sobre todo lo que he aprendido, y habiéndolo analizado con sumo cuidado, lo he consignado todo en un breve libro que ahora envío a Vuestra Majestad.

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Título original Il principe

Traducción: Daniela Quiceno

Primera edición en esta colección: mayo de 2022

Nicolás Maquiavelo

© Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7544-42-0

Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

Edición: Juana Restrepo Díaz

Diseño de colección y diagramación: Paula Andrea Gutiérrez Roldán

 

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

ÍNDICE

Dedicatoria al Gran Lorenzo Di Piero De Médici

I

De las diferentes clases de principados y el modo de adquirirlos

II

De los principados hereditarios

III

De los principados mixtos

IV

De por qué el reino de Darío, ocupado por Alejandro, no se rebeló contra sus sucesores después de su muerte

V

De cómo deben gobernarse los estados conquistados que previamente se regían de manera autónoma

VI

De los principados que se adquieren a través de armas y recursos propios

VII

De los principados que se adquieren con recursos y armas ajenas

VIII

De los principados obtenidos de forma ilícita

IX

De los principados civiles

X

De cómo deben medirse las fuerzas de los principados

XI

De los principados eclesiásticos

XII

De las diferentes clases de ejércitos y de los soldados mercenarios

XIII

De los soldados auxiliares, mixtos y mercenarios

XIV

De las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte de la guerra

XV

De las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o censurados

XVI

De la generosidad y la mezquindad

XVII

De la clemencia y de la severidad, y de si es más importante ser amado o temido

XVIII

De cómo los príncipes deben guardar la fe

XIX

De cómo el príncipe debe evitar ser aborrecido y despreciado 7

XX

De los beneficios o perjuicios derivados de las fortalezas del príncipe

XXI

De cómo debe comportarse un príncipe para adquirir consideración

XXII

De los ministros o secretarios de los príncipes

XXIII

De cuándo debe huirse de los aduladores

XXIV

De por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus Estados

XXV

Del dominio que ejerce la fortuna en las cosas humanas, y cómo resistirla cuando es adversa

XXVI

Exhortación para librar a Italia de los bárbaros

Dedicatoria al Gran Lorenzo Di Piero De Médici

Las personas que intentan obtener el beneplácito de algún soberano, a menudo le ofrecen algo de gran importancia para ellos mismos, o algo que saben es de su particular agrado. Es por esto que los gobernantes siempre están recibiendo caballos, armas, brocados de oro, joyas y todo tipo de ropas elegantes que los donatarios consideran apropiados. Con la esperanza de traer ante vuestra Majestad una muestra de mi lealtad, me doy cuenta de que no hay nada más valioso o importante para mí que mis conocimientos sobre hombres prominentes y sus obras, conocimientos que he adquirido a través de una basta experiencia en asuntos contemporáneos, sumado al estudio constante de la historia antigua. Habiendo pensado mucho sobre todo lo que he aprendido, y habiéndolo analizado con sumo cuidado, lo he consignado todo en un breve libro que ahora envío a Vuestra Majestad.

Y a pesar de que este obsequio es sin duda indigno de usted, tengo la certeza de que la experiencia que contiene ayudará a su recepción favorable, en especial cuando se piensa que no estoy en posición de ofrecerle nada mejor que la oportunidad de aprovechar en unas pocas horas lo que he descubierto y asimilado en el transcurso de muchos años marcados por el peligro y las privaciones. No me he ocupado por embelesar el texto en exceso, ni de inflar su contenido (ni de rellenarlo) con oraciones largas o pomposas, con palabras pretenciosas, ni con ornamentos innecesarios, ni con ninguno de los otros trucos a los que recurren tantos escritores; mi pretensión no es otra que corresponder a la seriedad y alcance del tema. Espero, no obstante, que no considere impertinente o pretencioso que un hombre de tan bajo nivel, como lo soy yo, se proponga disertar sobre la forma en la que los príncipes deben gobernar a sus pueblos. Al igual que los paisajistas descienden al valle para estudiar las montañas y escalan montañas para contemplar las planicies, un príncipe debe analizar con igual atención el carácter de los pueblos y de los hombres para entender cómo debe ser su carácter. Su Majestad, por favor acepte este pequeño obsequio con la intención esencial con que le es presentado. Estúdielo cuidadosamente y encontrará que mi más sincero deseo es que pueda alcanzar la grandeza que su estatus y sus cualidades prometen. Y luego, cuando se encuentre en el pináculo de su posición, si llega a dirigir su mirada a quienes se encuentran en lo más bajo, se dará cuenta de lo injusta y mezquinamente que aún me trata la vida.

I

De las diferentes clases de principados y el modo de adquirirlos

Todos los estados y gobiernos que han regido sobre los hombres han sido esencialmente repúblicas o principados.

Los principados pueden ser hereditarios, si la familia del gobernante ha regido por generaciones, o son nuevas si han sido consolidadas recientemente.

Estos principados pueden ser enteramente nuevos, como de Felrancesco Sforza tomó Milán, o pueden tratarse de principados que añaden territorios nuevos a los que han heredado por medio de la conquista de los mismos, tal como la del Rey de España cuando tomó Nápoles.

Un terreno adicional obtenido mediante conquista puede estar habituado a vivir bajo un monarca, o puede estar acostumbrado a una vida con las libertades que proporciona un gobierno autónomo, y puede ser conquistado por el ejército del nuevo mandatario o por las fuerzas militares de un tercero, ya sea que dicha conquista sea cosa de suerte o de mérito.

II

De los principados hereditarios

No me detendré en consideraciones sobre las repúblicas, ya que he escrito ampliamente sobre ellas en otros escritos. En lugar de eso, me concentraré en los principados, tomando como base los escenarios mencionados previamente, y disertando sobre cómo puede gobernarse y mantenerse cada tipo de estado.

Empezaré por señalar que los principados hereditarios, en los que los habitantes se han acostumbrado a la familia del gobernante, son más fáciles de conservar que los principados nuevos; lo único que debe hacer el monarca es evitar alterar el orden establecido por sus predecesores, haciendo ajustes solo cuando las circunstancias así lo ameriten y, bajo el supuesto de que dispone de capacidades suficientes, podrá mantener su reino de por vida. Solo causas extraordinarias e incontenibles podrán arrebatarle su posición, e incluso si esto llega a suceder, podrá recuperarlo tan pronto como la autoridad ocupante tenga problemas.

Se puede encontrar un ejemplo de este escenario en Italia, durante el ducado de Ferrara. En 1484 y en 1510, respectivamente, dicho ducado fue conquistado brevemente por potencias extranjeras, primero por los venecianos y luego por el papa Julio II, pero estas derrotas poco afectaron los territorios con una familia regente ampliamente consolidada. Un gobernante que ha heredado su poder no tiene muchas razones para perturbar a sus súbditos, por lo cual tiene más posibilidades de ser apreciado por ellos. A menos que se esfuerce por ganarse su desprecio, es razonable suponer que su pueblo le deseará éxito en sus proyectos. Cuando una dinastía sobrevive por generaciones, los recuerdos se desvanecen y, de igual manera, los motivos para el cambio; las sublevaciones, por el contrario, siempre dejan preparado el andamiaje para el cambio.

III

De los principados mixtos

Cuando un principado es nuevo, su manejo puede ser más difícil. Si no son completamente nuevos, sino que se trata de nuevos territorios añadidos a un principado existente, escenario que denominaremos principado mixto, las fluctuaciones e incertidumbres son causadas principalmente por un problema que es inevitable para todo nuevo régimen: el hecho de que los hombres se apresuran a pensar que pueden mejorar su situación —y es esta misma convicción la que los lleva a alzarse en armas y rebelarse— para luego descubrir que se equivocaban, y que las cosas han empeorado en lugar de mejorar. De nuevo, esto corresponde al curso natural de las cosas: un gobernante está destinado a alterar a la población de sus nuevos territorios, primero con la ocupación de su ejército y luego con todas las injusticias que naturalmente sucede a cualquier invasión.

Entonces no solamente se encontrarán enemigos entre las personas cuyos intereses se han visto afectados en el momento de la ocupación del territorio, sino que también surgirán adversarios entre las personas que inicialmente apoyaron al nuevo regente a ocupar el territorio, por el simple hecho de que no se pueden complacer todas sus peticiones. Además, no se puede usar la fuerza con ellos, porque todavía le son necesarios; porque, sin importar qué tan sólido sea su ejército, siempre se necesita del apoyo de los nativos para ocupar el nuevo territorio.

Esta es una de las razones por las cuales Luis XII, rey de Francia, pudo tomarse Milán casi tan rápidamente como lo perdió. La primera vez que esto le ocurrió al duque Ludovico, fue capaz de retomar la ciudad mediante sus propias fuerzas militares, debido a que las personas que le habían abierto las puertas a Luis, se percataron de que no obtendrían los beneficios que esperaban recibir de él, y se rehusaban a aceptar las duras condiciones impuestas por el nuevo rey. Cabe mencionar que los territorios rebeldes no se pierden tan fácil cuando se conquistan por segunda vez, porque su regente, aprovechándose de la rebelión, vacila menos en asegurar su poder castigando a los delincuentes y traidores, vigilando a los sospechosos y reforzando los frentes más débiles. De modo que, si para hacer que Francia perdiera Milán la primera vez bastó con que el duque Ludovico hiciese un poco de ruido en las fronteras, para hacérselo perder la segunda se necesitó que todo el mundo confabulara en su contra, y que sus ejércitos fuesen aniquilados y arrojados de Italia, lo cual se explica por las razones ya mencionadas.

Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la primera como la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido discutidas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de los que disponía, o de los que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en el lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.

Sobra decir que cualquier territorio anexado al reino de un gobernante conquistador puede o no inscribirse en la misma región geográfica y compartir el mismo idioma. Cuando este es el caso, es fácil conservarlos, sobre todo cuando sus habitantes no están acostumbrados a la libertad de la autogobernanza, y para afianzarse en el poder, basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba previamente. Siempre que se respeten las costumbres que se observaban y las ventajas de las que se gozaba, los hombres permanecen sosegados, como se ha visto en el caso de Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están adscritos a Francia desde hace tanto tiempo. Y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe tener cuidado en dos aspectos: primero que la descendencia del anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Se verá cómo en brevísimo tiempo el principado adquirido pasa a constituir un solo organismo en unidad con el principado conquistador.

Pero cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las dificultades y se precisa de mucha suerte y aún mayor habilidad para conservarlos; y una de las mejores y más eficaces estrategias sería que la persona que los adquiriera fuera a vivir en ellos. Esto haría la adquicisión más segura y más duradera. Porque, de esta manera, pueden percatarse de los desórdenes y posibles revoluciones desde su incepción, y se les puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se entera cuando han adquirido dimensiones mayores y ya no pueden contenerse. Además, los representantes del príncipe no pueden explotar las provincias a su antojo, y los súbditos están más satisfechos porque pueden recurrir a su príncipe fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y de e temerle, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que deseen apoderarse del Estado tendrían que tener sumo cuidado. Mientras el príncipe resida en este nuevo territorio, solo podrán arrebatárselo con muchísima dificultad.

Otra buena solución es establecer asentamientos o colonias en una o dos ciudades clave en aquel Estado para ligarse a él. De no hacer esto, es preciso mantener numerosas tropas. En las colonias no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y solo se perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro considerable; y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos.

En conclusión, las colonias no cuestan mucho, es más fácil ganar fidelidad en ellas y entrañan menos peligro; los damnificados no pueden causar molestias debido a que han sido reducidos a la pobreza y están aislados, como ya he dicho. Pero debe tener en mente que a los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos, porque tal vez puedan sobreponerse a las ofensas leves, pero no de las graves; así que la ofensa que se haga a un hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse. Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto será mucho mayor: el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. La incomodidad y los perjuicios que todos sufren, hace que todos se conviertan en enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inútil como las colonias resultan útiles.

El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniar estrategias para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre sucede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo, están descontentos de su gobierno; como ya se vio cuando los etolios llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron a las provincias llamados por y a través de sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhieren todos los que sienten envidia del que es más fuerte entre ellos; de modo que el extranjero no necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que enseguida y de buena gana forman un bloque con el Estado invasor. Solo tiene que preocuparse de que después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autoridad, cosa que puede hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte se refiere, no gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.

Los romanos observaron perfectamente estas reglas en las provincias de las cuales se hicieron dueños. Establecieron colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar su poder, sometieron a los poderosos y no permitieron que los extranjeros poderosos adquirieran demasiada influencia en el país. De este modo, los romanos hicieron en estos casos lo que todos los príncipes cuidadosos deben hacer, que tienen que considerar no solo los problemas presentes, sino también los futuros. Cuando las enfermedades se detectan antes de que ocurran, es fácil curarlas. Pero si espera demasiado, cualquiera tratamiento será inútil porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Por lo tanto, los médicos dicen que el comienzo de una fiebre grave es fácil de curar, pero difícil de detectar. Con el transcurso del tiempo, al no haber sido detectadas o tratadas, se vuelve fácil de detectar pero difícil de curar. Esto también sucede en los asuntos de estado, porque cuando se prevén los problemas (lo que solo los hombres sabios pueden hacer), pueden ser tratados rápidamente. Pero cuando, al no haber sido predichos, se les ha permitido crecer de una manera que todos pueden verlos, ya no hay remedio. Por lo tanto, los romanos, al predecir los problemas, se ocuparon de ellos de inmediato, e incluso para evitar una guerra, no los dejaron llegar a un punto crítico. Sabían que la guerra no se puede evitar, pero solo se puede retrasar para aventajar a los demás...

Francia, sin embargo, hizo lo contrario de las cosas que deberían hacerse para mantener un estado compuesto de diferentes elementos. El rey Luis XII fue traído a Italia por la ambición de los venecianos que deseaban obtener la mitad del estado de Lombardía por su intervención. No culparé el curso tomado por el rey, porque, deseando establecerse en Italia, y al no tener amigos allí— viendo más bien que cada puerta estaba cerrada a él debido a la conducta de Carlos —se vio obligado a aceptar cualquier amistad que pudiera conseguir. Habría tenido éxito muy rápidamente en su plan si en otros asuntos no hubiera cometido algunos errores. El rey, sin embargo, habiendo adquirido Lombardía, recuperó inmediatamente la autoridad que el anterior rey, Carlos, había perdido. Génova cedió, los florentinos se convirtieron en sus amigos. Muchas otras personas y grupos poderosos le hicieron avances para convertirse en su amigo. Solo entonces los venecianos se dieron cuenta de la insensatez del curso tomado por ellos. Con el fin de poder asegurarse dos ciudades en Lombardía, se vieron obligados a hacer al rey regente de dos tercios de Italia.

Considérese ahora con qué facilidad el rey podía conservar su influencia en Italia, con tal de haber observado las reglas enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser numerosos y débiles, y temer unos a los venecianos y otros a la Iglesia, estaban siempre necesitados de su apoyo; y por medio de ellos contener sin dificultad a los pocos enemigos grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés en Milán, al ayudar al papa Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta medida perdía a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y a la par que debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo tanto poder temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y cometido un primer error, hubo que seguir por el mismo camino; y para poner fin a la ambición de Alejandro e impedir que se convirtiese en señor de Toscana, se vio obligado a volver a Italia. No le bastó haber engrandecido a la Iglesia y perdido a sus amigos, sino que, para gozar tranquilo del reino de Nápoles, lo compartió con el rey de España; y donde él era antes mandatario absoluto, puso un compañero para que los ambiciosos y descontentos de la provincia tuviesen a quien recurrir; y donde pudo haber dejado a un rey designado por él, invocó a alguien que podía echarlo a él.

El ansia de conquista es, sin duda, un sentimiento muy natural y común, y siempre que lo hagan los que pueden, antes serán alabados que censurados; pero cuando intentan hacerlo a toda costa los que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía, pues, con sus fuerzas apoderarse de Nápoles, debía hacerlo; y si no podía, no debía dividirlo. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era excusable porque le permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba justificado por ninguna necesidad, es reprobable.

Entonces podemos concluir que Luis cometió cinco faltas: aniquiló a los débiles; después, aumentó el poder de un poderoso de Italia; luego introdujo en ella a un extranjero aún más poderoso; no se estableció en el territorio conquistado; y finalmente, no fundó colonias.