El problema de los supermillonarios - Linda McQuaig - E-Book

El problema de los supermillonarios E-Book

Linda McQuaig

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Entre 1980 y 2008 los ingresos del 90% de los estadounidenses crecieron un mísero 1%, mientras que los de los grandes multimillonarios (el 0,01% de la población) crecían un 403%. Una sociedad descompensada en la parte superior de la pirámide puede parecer un paraíso de la movilidad ascendente, pero en realidad se parece más a un cementerio de sueños rotos para todos excepto para unos pocos afortunados. Las grandes fortunas del capitalista filantrópico Bill Gates, los infames hermanos Koch o el barón de la equidad privada Stephen Schwarzman son presentadas como pruebas de una meritocracia, pero más bien parecen el resultado de un sistema legal y económico diseñado para ello. Un sistema que amenaza seriamente nuestra calidad de vida y, en definitiva, el funcionamiento mismo del estado de derecho. En esta divertida acusación, McQuaig y Brooks desafían la idea de que la desigualdad de ingresos de hoy es el resultado del mérito, revelan cómo los multimillonarios han secuestrado el sistema económico global con consecuencias desastrosas para el resto de la sociedad, y exponen un atrevido rechazo a la cobarde mezcla de roturas fiscales para el rico y austeridad para el resto de la sociedad.

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Para mi querida Amy:

mi hija, mi editora, mi mejor amiga

L. M.

Para Marlane, con amor

N. B.

«Pocas astucias de las mentes simples más curiosas

que la cándida psicología del hombre de negocios,

que atribuye sus logros a sus solos esfuerzos,

en necia inconsciencia de un orden social

sin cuyo permanente apoyo y atenta protección

él sería como un cordero balando en el desierto.»

R.H. Tawney

«La disposición a admirar, y casi idolatrar,

a los ricos y poderosos, y a menospreciar,

o, cuando menos, a desatender a las personas

de condición pobre y humilde […] es […]

la más grande y universal causa de corrupción

de nuestros sentimientos morales.»

Adam Smith

1

El regreso de

los plutócratas

Imagine que gana usted una libra por segundo. Pasado un minuto, tendría sesenta. En una hora, 3.600. Si siguiera ganando dinero a este formidable ritmo día y noche, tardaría doce días en convertirse en millonario, algo que la mayoría de la gente no puede imaginar ni en sueños.

Ahora bien, ¿cuánto tardaría en convertirse en milmillonario? A ese ritmo, casi treinta y dos años.

Este pequeño ejercicio ayuda a ilustrar el hecho de que ser milmillonario no sólo es algo que la mayoría de la gente no puede imaginar ni en sueños, sino que es algo casi imposible de concebir. Pone igualmente de relieve lo extraño que es que una sociedad considere que la acumulación y apropiación de una riqueza material tan descomunal por parte de un solo individuo es una aspiración razonable.

Aquí va otro experimento mental que ejemplifica hasta qué punto el tamaño de las fortunas milmillonarias escapa a la comprensión normal: trate de imaginar cuánto tardaría Bill Gates, generalmente considerado el hombre más rico del mundo, en contar sus 53.000 millones de dólares. Si contara a un dólar por segundo, y contase día y noche sin parar, tardaría 1.680 años en terminar el recuento. También se puede mirar la cosa de esta manera: si Bill Gates hubiera comenzado a contar su fortuna a ese ritmo en el año 330 de la era cristiana —el año en que el emperador romano Constantino hirvió viva a su esposa y eligió Bizancio como nueva capital del Imperio—, estaría terminando justo ahora.

Como puso de manifiesto en 2012 la lista de las personas más ricas que publica el Sunday Times, las grandes fortunas son más grandes ahora que nunca antes en la historia. Recuperados ya de las leves magulladuras que sufrieron con el colapso de 2008 —colapso que algunos de ellos, desde la City, contribuyeron a provocar de manera directa—, los ricos se alzan sobre el país como auténticos gigantes financieros. Las fortunas de los mil primeros nombres de la lista suman 414.000 millones de libras, una cifra que equivale a más de un tercio del PIB del Reino Unido, y que es superior incluso a su anterior récord conjunto de 412.800 millones, logrado justo antes de la quiebra financiera. A pesar de esta opulencia, el primer ministro, David Cameron, anunció a principios de 2012 planes que les permitirán ganar aún más, al recortar en cinco puntos porcentuales el tipo impositivo marginal máximo. Esta medida suponía un ahorro medio de 14.000 libras semanales para unos 40.000 millonarios británicos,[1] un regalo extra que seguramente apenas habrán notado los miembros del segmento más privilegiado, el 1% de los más ricos.

Mientras tanto, para las masas no va a haber semejantes mimos, sino una dosis más severa de austeridad, con recortes aún más duros en atención sanitaria, educación y servicios sociales. Con un nivel de desempleo que roza los tres millones de personas, de los cuales un millón son jóvenes, y unos salarios estancados o en descenso en términos generales, el gobierno se ha mostrado feroz en su determinación de no escatimar en austeridad. Y así, mientras se ha mimado a los ricos, a pesar de que han contribuido a provocar el colapso económico, el peso de lidiar con la recesión y la deuda resultantes se ha hecho recaer sobre millones de británicos de a pie que nada han tenido que ver con el desastre financiero. Se trata de una repetición del tratamiento de austeridad despiadada que se aplicó en Gran Bretaña tras la primera guerra mundial, una época funesta sorprendentemente parecida a la actual, y a la que volveremos en el Capítulo 8.

Cada vez hay más pruebas que demuestran que la austeridad actual, al margen de si es legítima o justa, simplemente no está funcionando como remedio económico. De hecho, el FMI, organismo con un largo historial de imposición de este tipo de políticas a países deudores solicitantes de ayuda, ha condenado enérgicamente la obsesión por la austeridad que se ha apoderado de Europa. En un extenso informe publicado en octubre de 2012, señalaba que la austeridad puede ser contraproducente y provocar contracciones severas en las economías; apuntaba asimismo la posibilidad de que los planes de austeridad saquen de la economía británica 76.000 millones de libras más de lo esperado en 2015, alejando así al Reino Unido del grupo de los países europeos continentales, con sus generosos modelos de bienestar social, para aproximarlo al rácano modelo norteamericano. En realidad, como muestran los datos del FMI, se prevé que los planes de austeridad de la coalición de gobierno hundan el gasto estatal británico por debajo de los niveles de miseria estadounidenses de aquí a 2017.[2]

Los ultrarricos de Gran Bretaña forman parte de una nueva superélite global que está acaparando una proporción sin precedentes de los recursos mundiales. Como ha mostrado un informe de la organización no gubernamental Oxfam de enero de 2013, los ingresos de los cien milmillonarios más ricos del mundo en 2012 sumaron 150.000 millones de libras, cantidad suficiente para erradicar cuatro veces la pobreza extrema mundial.[3] Hasta tal punto es desmedida la acumulación de recursos en unas pocas manos que resulta difícil no quedar boquiabierto y sumido en la incredulidad. Tirando de ingenio, la revista Onion ha definido la brecha entre ricos y pobres como «la Octava Maravilla del mundo», y como «una formidable y milenaria inmensidad, que nos llena de asombro y humildad… la más colosal y duradera creación de la Humanidad».

La brecha entre ricos y pobres tiene, ciertamente, una historia milenaria. Pero conviene recordar que hubo una vez un paréntesis transitorio, un breve periodo de unas cuatro décadas en las que el imponente edificio de la desigualdad entre ricos y pobres en el mundo occidental sufrió una pequeña mella. Y esta mella supuso una diferencia significativa para millones de personas. Lo que confiere su importancia a ese breve interludio es que tuvo lugar no hace mucho, aproximadamente entre 1940 y 1980, y que coincidió con una época de prosperidad y crecimiento económico casi inauditos.

Se mire como se mire, ese breve interludio debería haber suscitado un verdadero interés por entender cómo fue posible. Por contra, en los estamentos oficiales la cuestión se ha evitado de manera más o menos deliberada y no ha habido la menor voluntad de investigar las causas que hicieron posible esa mella en la brecha entre ricos y pobres, de conocer su relación con aquel periodo de sólida prosperidad y de averiguar cómo podríamos repetirla hoy en día. Como en la memorable escena de la película Cuando Harry conoció a Sally en la que Meg Ryan finge teatralmente un orgasmo, seguramente la única respuesta apropiada es la de la señora de la mesa de al lado: «Tomaré lo mismo que ella». Sin embargo, nuestras élites dirigentes han tratado de borrar del mapa la idea de que podríamos aspirar a recrear la prosperidad ampliamente compartida de los años de posguerra, y nos aconsejan que nos olvidemos de «tomar lo mismo que ella» y nos contentemos con la exigua ración de papilla que nos sirven.

Puede que durante un tiempo pudiera decirse honestamente que no sabíamos que el gigantesco proyecto económico conocido como thatcherismo, reaganismo, neoconservadurismo o neoliberalismo iba a conducir a una sociedad dominada por los milmillonarios. Por supuesto, siempre hubo mucha gente que sospechó que eso sería lo que ocurriría. Al fin y al cabo, si recortas de manera agresiva la intervención estatal dirigida a proteger a los trabajadores y al mismo tiempo reduces drásticamente los impuestos a los ricos, es lógico esperar que el resultado sea una sociedad con una clase privilegiada hipertrofiada. No obstante, siempre estaba la posibilidad de que el resultado fuera distinto, de que el efecto de filtración[4] desencadenara, como se nos prometía, una marea alta que hiciera que todos los barcos se elevaran con ella.

Sin embargo, han pasado ya sus buenos treinta años desde que se iniciara el experimento neoliberal, a principios de los años ochenta. Desde entonces hemos visto que, aunque la marea efectivamente subió, lo cierto es que no todos los barcos se elevaron: un enorme número de ellos hicieron aguas, se hundieron o acabaron estrellándose contra las rocas, mientras que una flotilla de yates tachonados de diamantes, surgidos de la nada, salieron a surcar los mares.

A estas alturas no cabe ninguna duda de cuál ha sido el impacto del conjunto de políticas neoliberales que se han venido aplicando en Gran Bretaña y Estados Unidos en las tres últimas décadas. Los resultados son inequívocos: esas políticas han provocado una gigantesca transferencia de rentas y riqueza desde el grueso de la población hacia una minoría de privilegiados.

Sin embargo, de manera sorprendente, este radical aumento de la desigualdad —que ha venido justo a continuación de la época más igualitaria de la historia moderna de Occidente— no ha llevado al derrocamiento el programa neoliberal. No han faltado objeciones y magníficas críticas, pero dicho programa todavía no se ha desechado, y la ortodoxia económica neoliberal de los treinta últimos años sigue guiando la política de los países anglosajones, perpetuando y agravando unos niveles de desigualdad que ya son escandalosos según los estándares del mundo desarrollado.

Este libro trata del drástico aumento de la desigualdad, en particular de la extraordinaria concentración de riqueza en el extremo superior de la escala social. Por mucho que las rutilantes vidas de los supermillonarios puedan parecer una inofensiva fuente de entretenimiento, la desigualdad extrema que personifican representan un profundo cambio social de resultados devastadores. Hay sobradas pruebas de que la desigualdad extrema tiene consecuencias negativas para el bienestar de un país, así como para su potencial de crecimiento económico, y está particularmente bien documentado que las perspectivas de ascenso social de los individuos —algo que hasta los conservadores consideran esencial— se ven enormemente reducidas en sociedades altamente desiguales. No obstante, de todos los aspectos destructivos de la desigualdad extrema, probablemente el más importante es el impacto que tiene en la propia democracia.

Hace mucho que se sabe que democracia y concentración de riqueza son incompatibles. Como señaló Aristóteles en el siglo IV a. de C., «cuando el poder político se posee porque se posee poder económico o riqueza […] estamos ante un gobierno oligárquico, y cuando la clase no propietaria tiene el poder, ante un gobierno democrático». A comienzos del siglo XX, el juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos Louis Brandeis lo expresó en pocas palabras: «En este país podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en unas pocas manos, pero no podemos tener ambas cosas». Mark Hanna, un conocido muñidor republicano de finales del siglo XIX, vino a decir lo mismo, aunque de manera más cruda: «Hay dos cosas importantes en política. La primera es el dinero, y la segunda… no recuerdo cuál era».

Lo que estos pensadores políticos tan distintos están apuntando es el hecho de que el poder económico se traduce indefectiblemente en poder político, y que un poder económico lo suficientemente grande, concentrado en unas pocas manos, puede llegar a convertir lo que en teoría es una democracia en una oligarquía de facto; o lo que es lo mismo, en un país gobernado por unos pocos. Nosotros pensamos que hay un término más apropiado para describir la extrema desigualdad actual: plutocracia, es decir, un país gobernado en la práctica por los más ricos.

Si bien la existencia de una élite extremadamente rica siempre ha supuesto una amenaza para la democracia, el peligro que representa ese poder económico concentrado es ahora mucho mayor que nunca antes, debido a que la capacidad humana de destrucción ha crecido exponencialmente como resultado de los avances tecnológicos e industriales. Si bien es verdad que los reyes y las élites de poder de épocas anteriores podían provocar grandes estragos y sufrimientos, la élite corporativa de hoy tiene una capacidad mucho mayor de poner en peligro el interés público: puede llegar a arruinar la capacidad del planeta para albergar vida humana a través de la destrucción ecológica. Así, por ejemplo, el conjunto de empresas formidablemente ricas que componen el lobby de los combustibles fósiles es la fuerza impulsora del cambio climático, y está bloqueando activamente la posibilidad de que la comunidad mundial organice una campaña global para abordar un problema potencialmente catastrófico. Analizaremos esta conexión entre plutocracia y destrucción ecológica con más detalle en el capítulo 4.

En lo que hay que hacer hincapié aquí es en que la extrema desigualdad actual representa una grave amenaza para el mundo y, sin embargo, suele considerarse un problema secundario. En efecto, mientras que en general se reconoce que la pobreza es un problema importante, la creciente desigualdad se despacha como algo irrelevante. Los conservadores incluso celebran su existencia, la elogian como el justo premio de quien la padece y desdeñan cualquier protesta al respecto como mera frustración por lo que no se puede tener, el lloriqueo del envidioso. Como es sabido, Margaret Thatcher promovió la desigualdad, y en sus días de primera ministra llegó a proclamar: «Debemos enorgullecernos de la desigualdad y comprender que dar vía libre y expresión al talento y las capacidades redunda en beneficio de todos».

Hasta la izquierda y los progresistas hacen a veces la vista gorda ante la desigualdad extrema, argumentando que la pobreza es un problema, pero no las fortunas de los ricos. El gobierno neolaborista de Tony Blair, si bien declaró que la reducción de la pobreza era uno de sus objetivos principales, dio muestras de una indiferencia poco menos que militante ante el vertiginoso aumento de la desigualdad durante los años de su mandato. «No tengo un deseo irrefrenable de conseguir que David Beckham gane menos dinero», fue una de las salidas de Blair. En la misma línea, Alistair Darling, ministro de Hacienda, comentó: «No me molesta que alguien gane grandes sumas de dinero. ¿Es justo? Es ley de vida».

Discrepamos por completo. No creemos que la desigualdad extrema sea justa, y tampoco que sea ley de vida. Y, visto lo que en última instancia está en juego —nada menos que la sostenibilidad futura del planeta—, oponerse a que nuestras democracias se conviertan en plutocracias no es tanto señal de envidia como de cordura.

La buena noticia es que el problema de la desigualdad extrema puede solucionarse: a través de los impuestos.

Al decir esto, no estamos subestimando la dificultad política que supone introducir cambios en el sistema tributario, en especial la dificultad para volver a una fiscalidad más progresiva. Sencillamente, estamos haciendo notar que esas dificultades son estrictamente políticas, no económicas. Tampoco olvidamos que hay otras muchas reformas sociales que podrían —y deberían— implementarse para aumentar la igualdad y la inclusión social; entre otras, mejoras en educación, servicios de salud, atención infantil, vivienda y asistencia social. Además, una regulación más enérgica del salario mínimo y una legislación laboral que protegiese los derechos sindicales ayudarían de manera significativa a reducir la desigualdad.

Muchos progresistas preocupados por la desigualdad consideran que la lucha en favor de una mayor igualdad debería centrarse en estas reformas, y no en el sistema tributario; sin embargo, aunque las apoyamos sin reservas, nos parece que esas reformas obligan a librar muchas batallas en demasiados frentes, y eso significa que cualquier avance será lento y dificultoso, y que la reducción de las desigualdades será, en el mejor de los casos, gradual y sólo a largo plazo. El objetivo puede conseguirse mucho más rápida y eficazmente, y de manera exhaustiva, por medio de cambios en el sistema tributario. Dado que, por su amplio alcance, afecta a todos los ciudadanos, el sistema fiscal es a todas luces la herramienta más potente de que disponemos para lograr una mayor igualdad. Y esa es, por supuesto, la razón por la que el conservadurismo contemporáneo se ha mostrado tan decidido a vetarlo, a convertir la palabra «impuestos» en un término tabú con el que hasta los progresistas temen quedar asociados.

Tenemos que recuperar la idea de que, en una democracia, el sistema fiscal debe jugar un papel central, y un papel respetable. En efecto, es una de las herramientas básicas del gobierno del pueblo: nos permite decidir colectivamente qué tipo de sociedad queremos y financiar los programas y servicios necesarios para crearla. Además de su función esencial de aumentar los ingresos, nos permite abordar de manera directa al problema de la desigualdad extrema. A través de una fiscalidad progresiva —en la que quienes tienen mayores rentas soportan una mayor carga— es posible reducir los daños de la desigualdad extrema y el peligro de plutocracia. Un sistema fiscal progresivo garantiza que una parte mayor de los recursos de la sociedad acaba en manos del ciudadano medio, que tiene legítimo derecho a reclamar una participación mayor de la que normalmente se le asigna —como argumentaremos en el próximo capítulo—, y evita que los ricos se apropien de una cuota tan gigantesca de la riqueza colectiva, lo que impide que su poder económico les permita pisotear nuestras democracias.

En las tres últimas décadas, los ideólogos conservadores del mundo anglosajón han elaborado una extensa lista de argumentos que, en resumen, vienen todos a decir lo mismo: que «el gobierno es malo y los mercados, buenos», de lo cual se concluye que hay que bajar los impuestos. No se han cansado de repetir, por un lado, que los programas estatales financiados vía impuestos son en general ineficaces a la hora de lograr sus objetivos sociales; y, por el otro, que los impuestos altos tienen enormes costes económicos. De esta manera esperan convencernos de que todos estaríamos mejor si se redujeran los impuestos.

Si estas afirmaciones fueran ciertas, sería de esperar que los países con impuestos altos no estuvieran mejor en términos sociales que los países con tipos impositivos bajos, y también que fueran un auténtico fracaso económico. Sin embargo, los datos indican lo contrario. De hecho, los países con impuestos altos tienden a tener mejores resultados en materia social que los que tienen impuestos bajos; y sus economías parece que no sólo no se ven afectadas por los altos tipos impositivos, sino que incluso mejoran. Repasaremos estos datos en el capítulo 3, con ayuda de una serie de gráficos que aportan pruebas, recogidas en un amplio abanico de países, en favor de los argumentos de quienes defienden impuestos más altos, y no únicamente para los ricos. Nuestros gráficos muestran que en todo el mundo desarrollado hay una correlación clara entre altos niveles tributarios totales y mejores resultados en bienestar social, así como una correlación entre altos niveles tributarios totales y buenos o mejores resultados económicos. Dicho de otro modo, si nos fijamos en los resultados reales —no en teorías económicas—, lo que encontramos son pruebas contundentes de que los impuestos altos son beneficiosos para la sociedad en su conjunto.

Estos datos desmienten rotundamente los argumentos anti-impuestos que venimos oyendo en las últimas décadas. Los conservadores siempre presentan los impuestos de manera aislada, y se fijan exclusivamente en el impacto que tiene el hecho de detraer ingresos de los contribuyentes, que de este modo ven reducida su renta disponible. Desde este punto de vista limitado, resulta difícil ver algún beneficio en los impuestos. Pero eso es pasar por alto lo que se hace con el dinero recaudado. Los Estados no tiran ese dinero a la basura; lo gastan.

Los conservadores responden a esto poniendo el énfasis en el despilfarro de la administración. Está claro que las administraciones despilfarran y que hay ineficiencia burocrática. Pero, en conjunto, los Estados gastan en programas y servicios que son enormemente beneficiosos para la población. Los impuestos nos han permitido tener centros de enseñanza de calidad que son un verdadero tesoro democrático, matrículas asequibles en universidades de primer nivel, excelentes servicios sanitarios, parques públicos, bibliotecas, calles seguras, ciudades habitables; también nos han liberado del miedo a las facturas hospitalarias abrumadoras. Nada de esto es barato.

Los impuestos también nos ayudan a repartir nuestros ingresos a lo largo de la vida para maximizar nuestro bienestar; por ejemplo, transfiriendo rentas de los años en que generamos mayores ingresos a los años de jubilación; de los años en que no tenemos que sostener a personas dependientes a los años en que sí, y desde las etapas en que estamos sanos y somos capaces de cubrir nuestras propias necesidades a las etapas en que estamos enfermos o padecemos alguna discapacidad.

Y lo que es igual de importante, los bienes y servicios públicos que sufragamos con nuestros impuestos permiten que los trabajadores gocen de mejor salud, mejor educación y mayor seguridad económica y, de este modo, sean menos vulnerables frente a despidos y cierre de empresas. Gracias a esta mayor seguridad, los trabajadores tienen más capacidad para reclamar y obtener la parte de la renta nacional que les corresponde y que producimos colectivamente entre todos.

En última instancia, lo que está en juego con los impuestos es la cuestión de quién ejerce el poder en la sociedad. En países con bajos niveles de impuestos, una minoría de personas ricas tiende a ejercer el poder a través de su dominio de los mercados privados; en países con altos niveles de impuestos, tiende a ejercerlo una mayoría de ciudadanos, por medio de gobiernos democráticamente elegidos.

A pesar de la insistencia de la derecha en lo contrario, la idea, casi universalmente denostada, de impuestos más altos resulta ser un planteamiento de lo más razonable.

Sin duda, mucha gente se opondrá firmemente a la propuesta de subir los impuestos, y a lo largo de este libro nos ocuparemos de las principales objeciones que suelen esgrimirse. No obstante, en este punto queremos destacar una que mucha gente parece encontrar especialmente convincente: el temor a que unos impuestos más altos provoquen fugas de capital y la salida de los profesionales mejores y más brillantes. Queremos ocuparnos de esta objeción desde el primer momento, no sólo porque mucha gente parece prestarle oído, sino también porque como problema está, sencillamente, sobrevalorado.

Por supuesto, la sola mención de impuestos más altos desata inmediatamente rumores sobre la salida de los ricachones. En junio de 2012, David Cameron parecía casi exultante ante la perspectiva de atraer a Gran Bretaña a la élite adinerada de Francia, después de que el nuevo gobierno galo decidiera subir los impuestos a los ricos. «Si los franceses siguen adelante con el tipo máximo del 75%, extenderemos la alfombra roja y daremos la bienvenida a más empresas francesas y éstas pagarán sus impuestos en el Reino Unido y costearán nuestro servicio sanitario, nuestros colegios y todo lo demás».

En primer lugar, conviene hacer notar que la malevolencia de Cameron se dirigía contra los habitantes de un país vecino, que es además un socio comercial y un aliado valioso. El pueblo francés acababa de elegir a François Hollande, que se había presentado con un programa que incluía subidas de impuestos a los ricos, y sin embargo Cameron instaba a la élite francesa a castigar a sus conciudadanos —al privarlos de ingresos con que financiar la sanidad y la educación públicas— por ejercer sus derechos democráticos. Como comentó sin rodeos Richard Murphy en el Guardian, Cameron estaba tratando de «socavar una decisión que el pueblo francés ha tomado de manera democrática. Eso es lo que hacen los paraísos fiscales: faltar el respeto a la democracia».[5]

La posibilidad del éxodo ha sido siempre una poderosa baza en manos de los ricos, y nunca han dudado en hacerla valer amenazando —a menudo a través de voceros como abogados fiscalistas y asociaciones de empresarios— con usarla. Lo que no está tan claro es hasta qué punto se trasladan realmente a otros países para evitar los impuestos altos. Algunos datos indican que, salvo en un pequeño número de casos, mediáticos y muy sonados, pocos ricos dejan sus países de origen a causa de los impuestos. Sin embargo, se vayan realmente o no, la amenaza —ya la hagan ellos o sus representantes, ya simplemente la invoquen los políticos que tratan de justificar la necesidad de plegarse a las exigencias de los más acomodados— ha sido sin lugar a dudas un arma muy poderosa para conjurar las subidas de impuestos a los millonarios.

Lo que rara vez se dice es que, aun cuando realmente cumplan sus amenazas y se vayan, el impacto negativo sobre la sociedad es pequeño o inexistente. En otras palabras, que si bien los ricos se las han arreglado para generar miedo entre la población y tener a raya a los políticos amenazando con irse, hay pocas pruebas, o ninguna, de que este éxodo en realidad nos perjudique.

A mediados de los setenta, en la prensa británica se leía a menudo que muchos directivos estaban considerando la posibilidad de trasladar su residencia al extranjero debido a los elevados niveles de impuestos. Sin embargo, un estudio sobre ejecutivos de grandes empresas realizado por el Instituto de Estudios Fiscales llegó a la conclusión de que «los cambios en los niveles de ingresos e impuestos para el personal directivo en Reino Unido durante la década de los setenta tuvo un impacto muy leve en la capacidad para retener, contratar o trasladar a los ejecutivos necesarios para cubrir los puestos de dirección».[6] Más recientemente, un informe de 2011 de la High Pay Commission [Comisión sobre grandes sueldos] determinó que la movilidad global en la élite es más reducida de lo que generalmente se piensa. Esta comisión independiente, patrocinada por la Fundación Joseph Rowntree, detectó «una sola fuga entre consejeros delegados de empresas incluidas en el índice FTSE 100 en cinco años, siendo además que esa persona había sido fichada por una empresa británica».[7] En contra del tan cacareado mito de la fuga de cerebros y sus peligros, la salida de profesionales y directivos de empresa no es algo habitual, como tampoco sería difícil sustituirlos por individuos igualmente capacitados y que nunca han gozado de las ventajas del amiguismo que suele lubricar las carreras de muchos de aquellos a quienes vendrían a sustituir.

Tampoco hay datos que demuestren que sufriríamos un grave quebranto si las grandes fortunas dejaran el país y se llevasen su capital. Otra cosa sería si viviésemos en un mundo donde a los ciudadanos se les impidiera invertir en el extranjero, o fuera obligatorio invertir los ahorros en empresas nacionales; pero no es ése ni remotamente el caso en los países occidentales modernos. Así pues, teniendo en cuenta cuáles son las reglas de la economía global, el hecho de que los ricos permanezcan en sus países de origen tiene escasa influencia a la hora de decidir dónde invierten sus fortunas. La industria financiera —con el respaldo del pensamiento económico dominante— defiende firmemente la idea de que los ricos deben hacer caso omiso del concepto de ciudadanía cuando se trata de invertir. De hecho, uno de los dogmas centrales de la «globalización» es que la ciudadanía ya no es un dato relevante para quienes controlan los fondos de capital. ¿A qué viene entonces tanto alboroto por el sitio que los milmillonarios consideren su hogar?

Podría pensarse que los muy ricos, aun cuando no estén obligados a invertir en el país en que viven, sí están obligados al menos a pagar en él los impuestos. Sin embargo, tampoco esto es demasiado cierto, dado que una gran parte de las rentas de los megarricos están depositadas en paraísos fiscales extranjeros que quedan fuera del alcance de las autoridades tributarias nacionales. Según los datos de la Red por la Justicia Fiscal, las grandes fortunas globales ocultan alrededor de 13 billones de libras en paraísos fiscales, el equivalente al PIB conjunto de Estados Unidos y Japón,[8] lo cual lleva a preguntarse si el considerable esfuerzo de las autoridades británicas por atraer a los millonarios a su territorio tiene siquiera sentido desde un punto de vista económico. Reino Unido actúa en realidad como un paraíso fiscal para extranjeros ricos, a los que ofrece importantes ventajas fiscales como residentes «no domiciliados», de modo que el entusiasmo de David Cameron a la hora de seducir a la élite francesa para que se instale en Gran Bretaña no es sólo un insulto a la soberanía gala; es además inútil, si el objetivo es conseguir mayores ingresos para la sanidad y la educación británicas. Los ricos exiliados franceses que se instalasen en Reino Unido serían clasificados como «no domiciliados» y por lo tanto tendrían que tributar a unos tipos escandalosamente bajos (abundaremos en esta cuestión más adelante).

Por supuesto, la presencia de una élite acaudalada entre nosotros supone un montón de trabajo para mayordomos, chóferes, asesores fiscales, cirujanos plásticos, jardineros y todos aquellos cuyo trabajo consiste en atender las necesidades de los millonarios. Otra consecuencia probable es la subida de los precios de la propiedad inmobiliaria, puesto que los ricos invierten en fincas de lujo, lo cual tiene sus ventajas y sus inconvenientes: beneficia a otros propietarios, pero también aleja a la mayoría de los ciudadanos de la posibilidad de tener un piso en propiedad. En cualquier caso, la subida de los precios de los inmuebles y una economía dependiente de los servicios para ricos son probablemente las dos únicas consecuencias seguras de vivir en un país donde se instalan las grandes fortunas; beneficios que, siendo en sí mismos bastante dudosos, hay que comparar con los efectos negativos, que están bien documentados. En su aclamado libro Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva, Richard Wilkinson y Kate Pickett se apoyan en una enorme cantidad de datos sociológicos, así como en investigaciones propias, para sacar a la luz la larga lista de problemas que se agudizan a causa de las grandes desigualdades de ingresos, y entre los cuales se cuentan: peor salud física, enfermedades mentales, drogodependencia, violencia, obesidad, menor longevidad, empobrecimiento de las relaciones sociales y reducción de las perspectivas de ascenso social.

Por consiguiente, una buena respuesta a las amenazas de los ricos de irse del país podría ser: que tengan un buen viaje.

También cabe señalar el absoluto egoísmo que implica esa decisión de cambiar de residencia, teniendo en cuenta todos los privilegios de los que han disfrutado y hasta qué punto la sociedad les ha ayudado a llegar donde están. Como tituló en portada el periódico parisino Libération después de que el magnate de la moda y ultrarrico Bernard Arnault solicitara la nacionalidad belga, al parecer para evitar la subida de impuestos: «¡Lárgate, rico gilipollas!»

A finales del siglo XIX, el agitador y líder populista norteamericano William Jennings Bryan, defendió esta idea de forma aún más elocuente en un discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, después de que 400 destacados líderes empresariales amenazaran con abandonar el país si el impuesto sobre la renta se aprobaba por ley. En una intervención memorable, Bryan despreció el temor a las nefastas consecuencias que podrían derivarse de semejante decisión, señalando que «podemos permitirnos perderlos, a ellos y a sus fortunas, antes que arriesgarnos a padecer la influencia corruptora de su presencia. […] Que se vayan, y cuando abandonen sin remordimientos su país natal, ¡que resuene en sus oídos la maldición del poeta!»

Después de estar durante años en el candelero y de disfrutar del brillo halagüeño de la fama, en el otoño de 2010 los super ricos estaban empezando a experimentar algo nuevo y bastante perturbador: la luz de un foco mucho más severo que apuntaba hacia ellos de modo amenazante. Los que manejaban este nuevo foco proliferaban en docenas de ciudades y pueblos de todo el Reino Unido, comportándose como esas turbas alteradas que uno encuentra en lugares remotos en los que las formas del mundo libre no se respetan lo suficiente. En Londres, poco antes de Navidad, en uno de los días con más ajetreo de compras del año, estas multitudes, furiosas ante las noticias que informaban de la evasión generalizada de impuestos por parte de las grandes fortunas, estaban organizando protestas en algunas de las tiendas de ropa más importantes de Oxford Street, y se centraron en especial en los establecimientos de sir Philip Green, el magnate multimillonario del comercio minorista, fanático defensor de los planes de austeridad, y su esposa Tina, cuya aversión a la austeridad personal quedó reflejada en la decisión de establecer su residencia en el paraíso fiscal de Mónaco.

La revuelta llegó incluso a estallar en Estados Unidos al año siguiente. De repente, en septiembre de 2011, ser extraordinaria, descomunal, lujuriosamente rico ya no era motivo de orgullo, algo de lo que presumir alegremente ante el mundo haciendo chirriar los neumáticos del Lamborghini frente a los peatones de la calle. Wall Street —el centro de la ambición, la codicia y el glamour, el auténtico punto G del sueño americano— ya no era un lugar a glorificar, sino, más bien, un lugar que había que ocupar.

Convertirse en el objetivo de todas estas protestas resultaba, sin duda, desconcertante para los miembros de la élite financiera, que todavía no alcanzaban a comprender por qué se suponía que debían sentirse culpables por el colapso financiero de 2008.

Esta perplejidad había quedado patente en enero de 2009, sólo unos pocos meses después del hundimiento financiero, en la cita anual de la élite económica que se celebra en la ciudad suiza de Davos, donde banqueros, líderes empresariales, políticos influyentes y otros grandes pensadores se reúnen para celebrar el mundo globalizado de los mercados financieros liberalizados, el Estado mínimo y el capitalismo revitalizado. El título de un reportaje publicado en la web Slate captaba bien este estado de ánimo: «El hombre de Davos, desconcertado.» El periodista Daniel Gross explicaba en el artículo que en Davos había amplio consenso en que «el trabajo de los Grandes Hombres y Mujeres consiste en triunfar, y los fracasos hay que atribuírselos al sistema». O, como señalaba Julian Glover en el Guardian: «Hay verdadera sorpresa, la pesadumbre apenas ha comenzado, pero en Davos nadie parece pensar que [eso] signifique que ellos deberían ser menos poderosos o menos ricos», cosa que requeriría un cambio de mentalidad, que no es precisamente algo a lo que este grupo parezca ser muy propenso. Al fin y al cabo, uno de los conceptos clave del orden económico imperante en las últimas décadas ha sido la importancia central del talento individual, y la necesidad de conceder a los «mejor dotados» cuantiosas recompensas para atraerlos a los importantísimos puestos de Wall Street y la City londinense. El hecho de que estos mismos individuos fueran, en parte, responsables del catastrófico hundimiento de la economía global no parece que haya hecho mella en esta mentalidad de sueldos exorbitantes.

Y así, el Royal Bank of Scotland, en la UVI estatal tras el crash financiero, pagó de todos modos 340 millones de libras en bonificaciones en efectivo en febrero de 2009. En Manhattan, el entonces presidente ejecutivo de Merrill Lynch, John Thain, declaró que pagaba a sus directivos 4.000 millones de dólares en bonos para retener a los «mejores»; eso justo después de que esas mismas lumbreras hubieran llevado a la compañía a unas impresionantes pérdidas netas de 27.000 millones de dólares. La decisión de los ejecutivos de Wall Street de pagarse a sí mismos la cifra récord de 140.000 millones de dólares en 2009 —superando así su propia marca de 2007— puede haber extrañado, dadas las circunstancias; pero ¿quién dijo que los banqueros de Wall Street fueran gente modesta o propensa a dudar de sí misma?

Lejos del ambiente enrarecido de Davos, Edimburgo, Londres o Nueva York, sí que empezaban a surgir dudas. Algunos tipos «menos dotados» clamaban por reformas, y llegaban a sugerir que recortar los sueldos de los ejecutivos podría animar a estos superdotados a buscar puestos de trabajo socialmente más útiles, en áreas como la enseñanza o la atención sanitaria. Sin embargo, una carta al director del New York Times llamó la atención sobre el peligro de semejante planteamiento, argumentando de manera muy convincente en favor de mantener los sueldos exorbitantes e incluso las enormes bonificaciones para los ejecutivos: «Si no los tuvieran, se pondrían a buscar otros trabajos. ¿De verdad queremos que estos payasos incompetentes y avariciosos construyan nuestras casas, enseñen a nuestros hijos o conduzcan nuestros taxis?»

Antes de seguir adelante, tenemos que dejar claro que no estamos contra todos los ricos. Nuestras críticas se dirigen contra aquellos que han apoyado la agresiva campaña de los últimos años para canalizar las recompensas de la sociedad hacia ellos mismos, situados en la cúspide de la escala de rentas, y en especial contra aquellos que han esgrimido la amenaza de salir del país para intimidar a los gobiernos y conseguir que mantengan los impuestos bajos. Es más, hay que decir que entre quienes han criticado esta defensa agresiva de los millonarios se cuentan algunos millonarios. Eduard de Rothschild, miembro de la célebre dinastía de banqueros y uno de los accionistas principales de Libération, respaldó el ataque del rotativo contra Bernard Arnault por haber amenazado con renunciar a la ciudadanía francesa después de que el gobierno galo elevase el tipo impositivo máximo. Rothschild declaró que él mismo pagaría los nuevos impuestos «de buena gana». Del mismo modo, el inversor y multimillonario Warren E. Buffett ha sido uno de los apoyos fundamentales de Obama en su intento de elevar los impuestos a las rentas altas, y ha respaldado la denominada «tasa Buffett», que garantiza que los ricos tienen que tributar a tipos fiscales como mínimo iguales a los que paga la secretaria del magnate.

También tenemos que decir que no estamos en contra de toda desigualdad. Al contrario, cierto grado razonable de desigualdad no sólo es aceptable e inevitable, sino también deseable, pues permite que los distintos niveles individuales de esfuerzo, contribución y asunción de riesgo obtengan distinta recompensa. Pero lo que existe hoy día en el Reino Unido es un nivel de desigualdad extremo, si se compara con la mayoría de los países del mundo industrializado avanzado.

Y es igualmente extremo si se compara con la historia reciente de la propia Gran Bretaña. Por supuesto, Inglaterra tiene una larga historia como plutocracia, en la que una pequeña élite adinerada ha disfrutado del monopolio virtual de la riqueza y el poder; pero en la década de los cuarenta del pasado siglo dio comienzo un notable progreso en la reducción de la desigualdad de ingresos en el país. La idea de que «el rico siempre se hace más rico» dejó de ser cierta en las décadas posteriores al crash de 1929 y la Gran Depresión de los años treinta. Los grandes barones de la banca que habían controlado la City en los años veinte vieron sus alas cortadas en la nueva época de la regulación financiera y la fiscalidad progresiva. Así, mientras que en 1939 había más de mil millonarios en Gran Bretaña, en 1953 se contaban tan sólo 36.[9]

Esta disminución del número total de millonarios coincidió con el aumento de la riqueza del resto de la población. Entre 1940 y 1980, la renta nacional siguió creciendo, pero estuvo mucho más repartida. En 1937, el grupo de privilegiados incluido en el 1% de los que más ganaban en el Reino Unido acaparaba en total un 16,9% de la renta nacional. Este porcentaje se redujo de manera significativa en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. En 1955 el 1% más rico acaparaba solamente un 9,3% de la renta nacional y en 1978 la participación de ese mismo 1% en la renta nacional se había reducido a un mínimo histórico de sólo el 5,7%. No es de extrañar que este periodo de posguerra fuera bautizado como la «edad dorada del capitalismo», pues en esos años los beneficios del crecimiento económico se repartían no sólo entre quienes estaban más arriba, sino a todo lo largo y ancho del espectro social.

Fig. 1 Aumento de super ricos en Reino Unido10

En aquellos años, el nivel cada vez mayor de igualdad se veía simplemente como parte de la marcha del progreso, como parte de la evolución hacia un modo de vida más moderno y avanzado. En otras áreas, como por ejemplo en la evolución de los derechos jurídicos y políticos, se asistió a un progreso histórico similar en el sentido de una mayor igualdad. Este avance general hacia una mayor igualdad y una mayor inclusión social ha continuado, del mismo modo que los derechos jurídicos y políticos han seguido evolucionando. En las últimas décadas ha habido importantes logros, por ejemplo, en el reconocimiento de los derechos de grupos desfavorecidos como minorías étnicas, mujeres, gays, lesbianas, transexuales y discapacitados. Pero mientras que la marcha general hacia una mayor igualdad ha proseguido y ha avanzado considerablemente en las últimas décadas, la marcha hacia una mayor igualdad de ingresos se ha detenido bruscamente y ha invertido su sentido de manera radical.

En las tres últimas décadas, los ingresos reales (si se descuenta la inflación) de la mayoría de los británicos se han estancado. En la práctica, la totalidad del crecimiento de la renta ha ido a parar al 10% más rico, con ganancias especialmente grandes para el 1% más rico y ganancias increíblemente grandes para el 0,1% más rico. Como mostró un informe de la Resolution Foundation en 2011, la mitad más pobre de los trabajadores británicos ha visto cómo su participación en la renta nacional caía en una cuarta parte en los últimos treinta años. Al mismo tiempo, la cuota de renta que pasaba a manos del 1% más rico se ha incrementado en un 50%.[10] La figura 1 ilustra este drástico incremento de la parte de la renta nacional que va a los más privilegiados al que hemos asistido en las últimas décadas.

Ni que decir tiene que el aumento de super ricos ha sido aún más pronunciado en los Estados Unidos. Entre 1980 y 2008, los ingresos del 90% de los norteamericanos situados en la base de la escala social creció un mísero 1% (o 303 dólares de media). En esos mismos años, los ingresos del 0,1% de norteamericanos más ricos creció un 403% (o 21,9 millones de dólares de media). Los 300.000 estadounidenses más ricos ganan actualmente casi lo mismo que los 150 millones de americanos menos favorecidos.[11]

Para poner estos datos en perspectiva —si es que es posible poner algo así en perspectiva—, podemos comparar los ingresos actuales de la fracción de estadounidenses más ricos con la fortuna de John D. Rockefeller, quien en su día y durante muchas décadas fue considerado el arquetipo del millonario. En 1894, en el momento álgido de la Edad Dorada norteamericana, cuando las grandes mansiones se alineaban una tras otra en la Quinta Avenida, Rockefeller tenía unos ingresos asombrosamente grandes de 1,25 millones de dólares (unos 30 millones en dólares de hoy), 7.000 veces más que el sueldo medio de la época. Sin embargo, en 2007, John Paulson, el gestor de fondos de alto riesgo, ganaba 3.700 millones de dólares: más de 80.000 veces el sueldo medio de Estados Unidos.

Se puede ver la cosa de otro modo: Paulson, cuyas apuestas contra el mercado de hipotecas basura contribuyeron a desencadenar el hundimiento financiero de 2008 y la crisis económica global, gana tanto como 80.000 enfermeras, que dan asistencia sanitaria esencial a más de seis millones de norteamericanos.

Por suerte, disponemos de las enseñanzas de la moderna teoría económica, que nos ayudan a encontrarle sentido a semejante brecha; de lo contrario, podríamos acabar preguntándonos cuál es la lógica que hace que Paulson valga tanto como 80.000 enfermeras; o ya puestos, tanto como una sola.

Llega un momento en que las cifras acaban insensibilizando. Si queremos hacernos una idea más clara de lo realmente ricos que han llegado a ser los de arriba —y de lo radicalmente que han dejado atrás a la población en su conjunto—, puede ser útil disponer de una imagen visual. Para ello hemos tomado prestado un concepto creado por el estadístico holandés Jan Pen. La idea consiste en presentar la distribución de ingresos como un desfile nacional en el que participan todos los ciudadanos de un país. La estatura de los participantes viene determinada por sus ingresos. La procesión dura una hora en total, tiempo durante el cual todo el país desfila a gran velocidad por orden de estatura, primero los participantes más bajos (los que tienen menos ingresos) y al final los más altos (los que tienen mayores ingresos).

El desfile ilustra el nivel de desigualdad de un país y puede adaptarse para cualquier país y cualquier época. Por eso, antes de echar un vistazo al desfile de la renta nacional británica actual, vamos a situar la cuestión en un contexto verdaderamente amplio, viendo el aspecto que podría tener esta procesión de la renta nacional en la Gran Bretaña preindustrial.

Se tiende a pensar que la desigualdad extrema es una reliquia de épocas menos avanzadas. Sin embargo, aunque los reyes y nobles de la época preindustrial disfrutaban de un nivel de vida extremadamente suntuoso comparado con el de los pobres de la época, la distancia era considerablemente más pequeña que la que existe hoy entre los milmillonarios y los sin techo que viven en las calles de las principales ciudades británicas. Seguramente la vida de los indigentes no ha cambiado demasiado a lo largo del tiempo, pero los ricos se han vuelto muchísimo más ricos que sus equivalentes de la época preindustrial. Este es, pues, el aspecto que tendría el desfile de la renta nacional para Inglaterra y Gales a finales del siglo XVII (en 1688 para ser exactos).[12]

A la cabeza veríamos unos personajes diminutos —vagabundos, gitanos, rateros, pordioseros— que se las arreglan para conseguir unas dos libras al año, mendigando o haciendo trucos de magia en los mercados de los pueblos. Tras esta gente extremadamente pequeña vendría un gran número de pobres y campesinos, que seguirían estando muy pegados al suelo. A continuación, muy cerca de ellos, aproximadamente quince minutos después de comenzar el desfile, estarían los criados y los jornaleros, con ingresos de en torno a 15 libras anuales, que medirían unos sesenta centímetros de alto.[13] Por fin empezaríamos a ver a la «clase media» —herreros, plateros, albañiles, caldereros, sastres, tejedores, zapateros, talabarteros—, gente que ganaba entre 38 y 40 libras al año y que tendrían la estatura promedio. Ligeramente más altos serían los tenderos, los cerveceros y los mesoneros prósperos. Luego vendrían los oficiales de la marina, de unos tres metros de altura, y sólo en los últimos minutos empezaríamos a ver algunos gigantes, exitosos comerciantes al por menor y de ultramar, que medirían unos 15 metros. Después, en el último segundo, aparecería un ejército de caballeros fuertemente armados, de treinta y tres metros de alto. Detrás de ellos, con sus pesados ropajes eclesiásticos, los obispos y arzobispos de piadoso aspecto, que ganaban 1.300 libras anuales y se elevarían hasta los cincuenta y tres metros de altura, por mucho que proclamaran que los pobres heredarían la Tierra. Por último, un par de docenas de condes y duques, espléndidamente ataviados, con ingresos superiores a las 6.000 libras, que se elevarían 248 altaneros metros hacia el cielo.

Veamos ahora qué aspecto tiene hoy en día el desfile de la renta nacional británica. Lo más llamativo es la mucho mayor disparidad de alturas, reflejo del hecho de que la desigualdad de ingresos es ahora considerablemente más extrema de lo que lo era hace unos trescientos años.

En los primeros seis minutos del desfile sólo vemos gente diminuta, de menos de treinta centímetros de altura. Esta multitud de personas de bajos ingresos, que ganan menos de 4.500 libras al año, incluye gente que cobra ayudas del gobierno, trabajadores a tiempo parcial y personas mayores de ingresos fijos. La altura de los participantes va aumentando de manera muy gradual. Después de unos quince minutos, vienen camareros de establecimientos de comida rápida, dependientes de tiendas de ropa y encargados de aparcamiento; todos miden menos de noventa centímetros. Finalmente, un poco más altos, aparecen recepcionistas, obreros industriales y camioneros, que, sin embargo, siguen siendo extremadamente bajos y miden en general menos de 130 centímetros. Este grupo parece interminable.

El desfile prosigue durante casi cuarenta minutos antes de que empecemos a ver personas de estatura normal, expresión de una renta media de unas 25.000 libras anuales.[14] Sólo en los últimos diez minutos comienza a aparecer gente más alta. Se trata, en general, de profesionales de ingresos elevados —abogados, médicos, economistas, arquitectos, ingenieros— y que sobresalen claramente por encima de la multitud, con una estatura de entre 3 y 3,5 metros. En el último minuto, los participantes en el desfile son mucho más altos todavía —cirujanos, abogados de empresa, ejecutivos de publicidad— y están por encima de los 4,5 metros.

Antes de que lleguemos al final del desfile, recordemos que estamos midiendo la desigualdad de ingresos. Si estuviésemos midiendo la desigualdad de riqueza —es decir, el patrimonio neto—, las diferencias de tamaño serían aún más impresionantes y una buena porción de los participantes en realidad tendrían que ir bajo tierra, para reflejar el hecho de que sus deudas son mayores que el valor de sus activos.

Pero en este desfile estamos midiendo la desigualdad de ingresos, de modo que las diferencias de estatura reflejan las diferencias con respecto a lo que cada británico gana en un año a cambio de su trabajo y de contribuir al conjunto de la economía. En la mayor parte de los casos, la gente trabaja y contribuye de alguna manera. Las distintas estaturas reflejan el hecho de que algunos individuos ganan más porque trabajan más, porque son más listos, porque tienen más talento, porque tienen mejor formación o simplemente porque han conseguido mejores trabajos que el resto. Sin embargo, conforme se acerca el final del desfile, el tamaño de los participantes alcanza tales alturas que resulta difícil dar razón de la enorme discordancia ente ellos y el resto.

Unos segundos antes de que termine, empezamos a divisar algunos rostros famosos en la multitud. Está la supermodelo Kate Moss, con unos ingresos anuales de 5,74 millones de libras, que se a alza a medio kilómetro de altura sobre el suelo. De manera menos inesperada, pero más alto todavía, con 1,5 kilómetros de estatura, aparece Rupert Murdoch, que cobra 18,7 millones de libras de News Corporation, incluso tras el escándalo de las escuchas telefónicas en que se vio envuelta la compañía de su propiedad. En este grupo de gigantes también puede reconocerse al ex presidente ejecutivo de Barclays, Bob Diamond, que mide 1,9 kilómetros de alto y que cobró 23 millones de libras en opciones sobre acciones (a los que renunció ante la presión de la opinión pública por el deshonroso papel jugado en el escándalo de la manipulación de los tipos del Libor, después de haber obtenido una remuneración total de 100 millones de libras desde 2006).[15] David Beckham, con unos ingresos de 28,7 millones de libras (patrocinios incluidos), va trotando con sus 2,3 kilómetros de estatura. A continuación viene Simon Cowell, la megaestrella de la industria del espectáculo, que mide 4,6 kilómetros de alto, con unos ingresos de 57 millones de libras.

Ahora, menos de un segundo antes de que acabe la procesión, atisbamos el grupo de los gestores de fondos de alto riesgo, o al menos sus piernas. Sus cuerpos se elevan tan por encima de nosotros que no podemos verles la cara. Chris Rokos, cofundador de Brevan Howard Asset Management, con unos ingresos netos de 100 millones de libras, alcanza unos monstruosos 8,1 kilómetros de estatura. David Harding, de Winton Capital Management, que gana 390 millones de libras, se dispara hasta unos imponentes 31,6 kilómetros.

Y aquí está, por fin, el más alto de todo el desfile: Alan Howard, el principal gestor de fondos y cofundador de Brevan Howard. Receptor de la remuneración más alta del país, Howard trasladó su residencia a Ginebra en junio de 2010. La compañía de la que es propietario declaró que el traslado se debía a motivos personales, pero todo el mundo sospechó que trataba de evitar la subida de diez puntos porcentuales en el tipo fiscal máximo aprobada en Gran Bretaña. Su compañía también atrajo la atención de los medios el año pasado, después de que, tras ser despedido, un operador del Royal Bank of Scotland la acusara de haber solicitado al banco que alterase el índice Libor.[16] Aun así, Howard, con unos ingresos de 400 millones de libras, alcanza unos fenomenales 32,4 kilómetros de estatura. Un avión comercial en su techo de vuelo le pasaría a la altura del muslo; la cabeza entraría en la estratosfera, quedando bien lejos de la vista de los millones de británicos que siguen atrapados aquí abajo en la recesión y la austeridad.

Como hemos señalado, hay pruebas sólidas de que una distribución más igualitaria de los recursos supondría importantes beneficios sociales y económicos. Sin embargo, la lucha en favor de un sociedad más igualitaria también se basa en argumentos morales de peso.

Nosotros pensamos que la concentración de recursos en manos de una pequeña élite es un error moral que está pidiendo a gritos una solución. La distribución de los recursos económicos de una sociedad es una de sus estructuras sociales fundamentales. En una economía de mercado, tener dinero es tener libertad. Ingresos y patrimonio confieren un grado extraordinario de libertad y numerosos beneficios. Al contrario, unos ingresos y un patrimonio insuficientes generan todo tipo de desventajas y niegan libertades. De hecho, la concentración de ingresos y patrimonio, y en especial la enorme brecha entre ricos y pobres, modela cada aspecto de la sociedad. Un gran número de ciudadanos ve negado en la práctica su acceso a las principales actividades de nuestra sociedad porque carecen de dinero, el pasaporte básico para todo.

Pensamos además que la aspiración a acaparar una parte tan sustancial de los recursos nacionales carece de legitimidad moral. Aguijoneados tal vez por las acusaciones de ilegitimidad lanzadas por grupos de protesta como el movimiento Uncut-Reino Unido, los megarricos se han esforzado en buscar nuevas justificaciones para su hipertrofiado patrimonio. Uno de los argumentos más extendidos, al menos entre los más privilegiados, es la idea de que las enormes fortunas actuales se han ganado en una «meritocracia», argumento que pone el énfasis en la idea de que la riqueza heredada tiene actualmente menos importancia que en el pasado. Concretamente, el auge de los milmillonarios «hechos a sí mismos» y el surgimiento de una clase privilegiada de profesionales de la empresa y las finanzas ha llevado a ciertos analistas a concluir que los ricos de hoy se han ganado sus gigantescas retribuciones; que los ingresos se asignan actualmente en el contexto de una economía global despiadadamente competitiva, en la que los mejores y los más brillantes llegan a lo más alto gracias a su propia valía y a sus aportaciones.

No es de extrañar, pues, que el concepto de meritocracia se haya convertido en piedra angular de buena parte de la literatura que esgrimen los miembros de la nueva élite. En un reportaje especial publicado en enero de 2011 —poco después de la constitución del movimiento Uncut-Reino Unido—, The Economist celebraba el ascenso de aquellos a quienes calificaba como «los elegidos»: «Toda sociedad ha tenido élites. […] El gran cambio con respecto al siglo pasado es que las élites son cada vez más meritocráticas y globales. En los países desarrollados, las personas más ricas no son aristócratas, sino emprendedores como Bill Gates». La revista seguía luego cantando las alabanzas de los super ricos de hoy, argumentando que, «en primer lugar, para llegar a ser ricos, por regla general han tenido que hacer algo extraordinario. Algunos, claro está, han heredado parte de su dinero, pero la mayoría han mejorado algún producto, han financiado una buena idea o, cuando menos, han sabido gestionar un cadena de peluquerías y han conseguido que los clientes repitan. Y como la mayoría se han hecho a sí mismos, los ricos de hoy son inquietos y dinámicos».

En realidad, los emprendedores constituyen una parte muy pequeña del grupo de mayores ingresos, menos de un 4% según algunas estimaciones.[17] La actual élite de super ricos está compuesta en su mayoría por ejecutivos de la empresa y las finanzas, que representan alrededor del 60% del 0,1% de los que más ganan (abogados y promotores inmobiliarios representan otro 10%). En el pasado, se consideraba que los ejecutivos corporativos y financieros eran agentes que gestionaban las empresas de la clase propietaria. Sin embargo, en las últimas décadas estos profesionales de la gestión han ido cobrando protagonismo, acaparando más poder para sí mismos y una cuota mucho mayor de las recompensas económicas.

El resultado, según John C. Boogle, fundador y ex presidente de Vanguard Group, compañía de fondos de inversión radicada en Estados Unidos, ha sido «que los directores ejecutivos han obtenido remuneraciones tremendamente exageradas», remuneraciones que «no están justificadas, ni de lejos, por logros empresariales proporcionales».[18] Bogle sostiene que el mundo de la gran empresa está actualmente plagado de conflictos de intereses, que dejan poco espacio para controlar la connivencia entre presidentes ejecutivos y consejos de administración, comités salariales y auditores. En ese sentido, en el Reino Unido la High Pay Commission llegó a la conclusión de que «en algunas de nuestras mayores empresas las remuneraciones de los altos cargos han experimentado una escalada preocupante, alcanzando niveles estratosféricos», y consideraba asimismo que las grandes empresas estaban tratando de «“camuflar” los sueldos de los ejecutivos» y ocultar «unos acuerdos de retribución cada vez más complejos […] bajo toneladas de informes sobre remuneraciones».[19]

En ningún sitio ha sido más evidente la apropiación de dinero por parte de la clase profesional que en el mundo financiero, cuyos altos ejecutivos forman parte de una élite que el historiador económico Charles Geisst ha calificado como «el grupo con mayores ingresos de todos los tiempos».[20] Entre el 0,1% de británicos que más ganan, no menos de un 30% trabaja actualmente en las finanzas,[21] lo que no sólo refleja lo grandes que han llegado a ser las retribuciones en la cúspide del mundo financiero, sino también la cambiante naturaleza de las finanzas y del papel que juegan en la economía. Antiguamente, su papel consistía en reunir capital para iniciar negocios, para «financiar una buena idea», como dice The Economist. Pero en la actualidad, los barones de este mundo rehuyen en su mayoría las recompensas más inciertas y más a largo plazo que se derivan de financiar buenas ideas y prefieren, por contra, dedicarse a la especulación (o a apostar, como también se conoce), pues las ganancias pueden ser mucho más rápidas y verdaderamente extraordinarias, y normalmente se arriesga menos, puesto que los Estados terminan asumiendo las pérdidas cuando éstas son cuantiosas. Los gestores de fondos de alto riesgo han utilizado la especulación financiera para catapultarse a sí mismos a una estratosfera de remuneraciones e indemnizaciones que es una liga completamente aparte, con retribuciones muchísimo más elevadas incluso que los niveles de sueldo, ya de por sí extremadamente altos, de los presidentes de las empresas líderes en otros sectores. En 2009, los 25 gestores de fondos de alto riesgo mejor pagados del mundo ganaron un total de 25.900 millones de dólares, algo más de 1.000 millones de dólares de media cada uno.

Presentar a los super ricos financiando buenas ideas o mejorando algún producto es presentarlos bajo una luz muy favorecedora. Pero, fuera de las páginas del Economist,