El proceso de Núremberg - Annette Wieviorka - E-Book

El proceso de Núremberg E-Book

Annette Wieviorka

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Beschreibung

Alemania, octubre de 1945. Los Aliados, vencedores de la Segunda Guerra Mundial, se preparan para juzgar los crímenes cometidos por el Tercer Reich. Durante un año, bajo la atenta mirada de la prensa de todo el mundo, una veintena de altos dignatarios del régimen nazi tendrán que responder de sus actos ante los magistrados del Tribunal Militar Internacional. A partir de las actas del juicio y los testimonios, Annette Wieviorka relata Núremberg, este gran acontecimiento del siglo XX, desde su génesis, al inicio de la guerra, hasta sus lejanas repercusiones en la creación de la justicia internacional.

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ANNETTE WIEVIORKA

EL PROCESO DE NÚREMBERG

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Le proces de Nuremberg

© 2006-2022 Éditions Liana Levi

© 2023 de la edición traducida por Sandra Caula

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6565-8

ISBN (edición digital): 978-84-321-6566-5

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6567-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

Introducción

1. Hacia el juicio

2. El desarollo del juicio

3. Plan concertado o conspiración y delitos contra la paz

4. Los Crímenes de guerra

5. El genocidio

6. Las organizaciones

7. El veredicto

8. Las secuelas del juicio

Post scriptum

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

Introducción

El 17 de agosto de 1987, en la fortaleza de Spandau, en Berlín Este, custodiada ese día por los estadounidenses, se suicidaba Rudolf Walter Richard Hess. Tenía noventa y tres años. Su cuerpo se le remitió a su familia. No lo incineraron, lo enterraron; sus cenizas no fueron esparcidas, como las de los otros inculpados condenados a muerte. Luego se destruyó la fortaleza, que ya solo albergaba a un prisionero. El último de los acusados desapareció cuarenta años después del gran Juicio de Núremberg, un evento capital en la historia del siglo xx. Por primera vez —la última fue cuando se procesó a Slobodan Milosevic en 1999— se llevó ante un tribunal internacional de justicia a los cargos más altos de un Estado y se los juzgó. Desde entonces, el Juicio pasó a la historia como un acontecimiento en sí mismo, dando lugar inmediatamente a una abundante literatura, más estadounidense que francesa. Primero, de juristas que cuestionaron su legitimidad y no cesaron de debatir sobre sus posibles consecuencias. Núremberg es el origen de un nuevo derecho internacional. Después, de historiadores que han querido aclarar sus premisas, describir a sus actores y analizar el curso de los acontecimientos.

En ese contexto, nuestro libro quiere proponer a los lectores una síntesis de ese juicio. Remontarnos, en primer lugar, a cómo surgió la idea de celebrarlo. Cómo se elaboró el Estatuto del Tribunal, cómo se redactaron los cargos y cómo se seleccionó a los acusados. Cómo se desarrolló el propio juicio y qué aspectos evidenció de la historia del Tercer Reich y de la Segunda Guerra Mundial. Y cuáles fueron sus consecuencias.

1. Hacia el juicio

A diferencia de la Primera Guerra Mundial, el final de la Segunda estuvo marcado por una explosión de juicios por crímenes de guerra o colaboración con el enemigo. En todos los países de Europa ocupados por los nazis, la violencia fue extrema y, desde la invasión de Polonia en septiembre de 1939, se dirigió de forma masiva contra la población civil.

Muy pronto llegó información sobre tales actos criminales, fragmentaria y a menudo imposible de verificar, traída por agentes clandestinos o viajeros de países neutrales. Primero convergieron en Londres, donde la recopilaron los polacos agrupados en torno a Wladyslaw Sikorski. El 30 de septiembre de 1939, el presidente de la República Polaca, Raczkiewicz, nombró a Sikorski primer ministro del gobierno en el exilio en París, después de que Alemania y la Unión Soviética, a la vez, invadieran y se anexionaran su país.

Tras la debacle de Francia, Sikorski se fue a Londres y presidió el destino de una Polonia borrada del mapa hasta su muerte en un inexplicable accidente aéreo sobre Gibraltar, el 4 de julio de 1943. A finales de 1941, el gobierno polaco no era ni mucho menos el único exiliado en Londres. Ocho gobiernos de países ocupados por los nazis estaban ya en la capital británica investigando los crímenes cometidos contra sus naciones.

Las informaciones no llegaban solo a Londres. Estados Unidos, hasta que entró en guerra en diciembre de 1941, mantuvo embajadas en varios países del viejo continente. Así, la embajada estadounidense en Berlín advirtió sobre la deportación de judíos alemanes a Polonia, y entre 1940 y 1941, llegaron a Estados Unidos informes sobre las redadas y los trabajos forzados en granjas y fábricas alemanas. Algunos nombres se volvieron familiares en la opinión pública de países no ocupados, como Hermann Göring, Rudolf Hess, Heinrich Himmler, Joseph Goebbels, Julius Streicher o Albert Speer.

El 13 de enero de 1942, los representantes de ocho gobiernos en el exilio y del Comité de la Francia Libre se reunieron en el palacio de St. James, en Londres, con el fin de celebrar «una conferencia de los aliados para castigar los crímenes de guerra». Exigen «que el objetivo principal de la guerra sea, entre otras cosas, castigar a los culpables de estos crímenes contra la humanidad, sea cual sea el grado de responsabilidad de los autores». Afirman «su determinación de perseguir, investigar, juzgar y condenar a los criminales, sin distinción de origen, y de garantizar la ejecución de las penas en el marco de una jurisdicción internacional»1.

La idea no es nueva, se había formulado ya al final de la Gran Guerra. El artículo 227 del Tratado de Versalles estipula que «las Potencias Aliadas y Asociadas acusen públicamente a Guillermo II de Hohenzollern, antiguo emperador de Alemania, por ofensa suprema contra la moral internacional y la sagrada autoridad de los tratados». Un tribunal especial habría de crearse «para estimar la pena que debía cumplir». Sin embargo, como el gobierno holandés se negó a entregar a Guillermo II, el juicio no tuvo lugar. El artículo 228 del Tratado de Versalles preveía enjuiciar a los criminales de guerra. Pero solo se celebró un juicio penal, en Leipzig, de mayo de 1921 a diciembre de 1922, y en gran medida fue una farsa. Se absolvieron a 888 acusados y a trece se los condenó a penas leves que ni siquiera cumplieron. La Declaración del Palacio de St. James retomó la idea de juzgar a los criminales, propuesta en el Tratado de Versalles, pero también quiso garantizar que los juicios se llevaran a cabo en la práctica. De ahí que se creara una «jurisdicción internacional» durante la propia guerra, para desarrollar el marco de los futuros juicios. El 13 de enero de 1942, en Londres, tomó cuerpo la idea de un juicio internacional.

Sin embargo, es más fácil hacer declaraciones públicas y lanzar amenazas que organizar la represión en la posguerra. Las declaraciones, en efecto, se sucedieron. La del 17 de diciembre de 1942 es en especial importante, porque menciona, por vez primera, la masacre de judíos. Anthony Eden, secretario de Estado para Asuntos Exteriores, leyó una declaración de los aliados en la Cámara de los Comunes que se publicó al mismo tiempo en Londres, Moscú y Washington:

Se ha llamado la atención de los gobiernos de Bélgica, Gran Bretaña, Países Bajos, Grecia, Luxemburgo, Noruega, Polonia, Estados Unidos de América, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Checoslovaquia, Yugoslavia, así como del Comité Francés de Liberación Nacional, sobre los numerosos informes procedentes de diversas fuentes europeas, según los cuales la administración alemana, en los territorios que ha sometido a leyes bárbaras, no se contenta con quitarle a las personas de origen judío los derechos humanos más elementales; además se dispone a ejecutar los planes de Hitler de exterminar al pueblo judío en Europa. En condiciones inhumanas, los judíos han sido concentrados en Europa Central, especialmente en Polonia, país que los nazis han transformado en un gigantesco matadero. Vacían sistemáticamente los guetos que habían creado, a excepción de unos pocos trabajadores altamente cualificados que son necesarios para su industria bélica. Nunca se ha podido obtener información sobre los deportados. A los más fuertes los mina poco a poco el agotamiento de los trabajos forzados en los campos, mientras que los más débiles mueren de hambre o simplemente son masacrados. Las víctimas de estas sangrientas atrocidades, hombres, mujeres y niños inocentes, se cuentan por cientos de miles.

Los gobiernos mencionados, así como el Comité Francés de Liberación Nacional (CFLN), condenan enérgicamente esta política de exterminio. Declaran que tales actos solo pueden fortalecer la determinación de los pueblos libres a destruir la bárbara tiranía del régimen de Hitler. Reafirman solemnemente su determinación de castigar a los culpables de forma proporcional a sus crímenes y de agilizar las medidas necesarias para lograr este fin2.

«Castigar a los culpables», ciertamente. Pero aquí no se indica nada sobre la naturaleza y los medios para el castigo. El problema, más allá del principio de castigo siempre reafirmado desde la conferencia en St. James, sigue sin resolverse.

En octubre de 1943, las cosas se aclararon en parte. En esa fecha se creó y estableció en Londres una Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. La expresión «Naciones Unidas» se acuñó en la Declaración de Principios tras la Conferencia de Washington de diciembre de 1941, en la que Roosevelt y Churchill discutieron sus objetivos de guerra y designaron las naciones asociadas en la lucha contra el nazismo. La Comisión de Crímenes de Guerra la formaron diecisiete naciones (Australia, Bélgica, Canadá, China, Checoslovaquia, Estados Unidos, Francia, Grecia, India, Luxemburgo, Noruega, Nueva Zelanda, Países Bajos, Polonia, Reino Unido, Sudáfrica y el CFLN) y su primera reunión se celebra el 20 de octubre de 1943 en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Londres. Pero la Unión Soviética, cuya participación está prevista, no asiste. Solicitaba tener siete representantes, uno por cada una de sus repúblicas donde se libraban los combates (Ucrania, Bielorrusia, las tres repúblicas bálticas, la República Carolina y, por supuesto, Rusia). En esas Naciones Unidas había ocho gobiernos en el exilio y el CFLN, lo cual ya es una debilidad: nada garantizaba que tales gobiernos volverían al poder tras la liberación de sus países. Además, la Comisión dispone de unos medios miserables. Se supone que debe investigar los crímenes de guerra, pero no tiene equipos para hacerlo; los recursos de los gobiernos que la apoyan son escasos; en última instancia, solo le queda una opción: registrar los casos de criminales de guerra enviados por los distintos gobiernos.

En marzo de 1944, Sir Cecil Hurst, el británico que asume la presidencia, confiesa que solo media docena de casos pueden considerarse de modo razonable como atrocidades3. La Comisión para documentar las masacres de judíos en Polonia no ha recibido ninguna prueba. Quince meses más tarde, en la preparación del juicio de Núremberg, la Comisión comprobará que tales pruebas existen, que están en manos del gobierno británico y que este no se las ha transmitido.

A continuación, la Comisión aborda las cuestiones jurídicas. ¿La guerra de agresión es un crimen según el derecho internacional? ¿Pueden los crímenes de un gobierno contra sus propios nacionales considerarse crímenes contra la humanidad en el marco de la justicia internacional?

Estas preguntas no son nuevas. Ya habían surgido después de la Gran Guerra. Y las respuestas no son más claras que entonces. La reflexión previa nutrirá el trabajo de los juristas que preparan el juicio de Núremberg. De hecho, hasta la primavera de 1945, la Comisión permanece en fase preparatoria, planteando cuestiones de principio y reflexionando sobre las normas de procedimiento. En otras palabras, cuando comienzan las negociaciones que desembocan en los famosos Acuerdos de Londres, por los que se establece el estatuto del Tribunal Internacional de Núremberg, la Comisión estaba aún en pañales y trabajaba en paralelo a los de los representantes de Francia, el Reino Unido, la Unión Soviética y Estados Unidos, que preparaban el juicio de los «grandes» criminales en la misma ciudad, Londres. En realidad, los logros de la Comisión fueron mínimos, y la única contribución significativa de los gobiernos en el exilio, cuyas poblaciones habían sufrido más, fue la Declaración de St. James.

El 30 de octubre de 1943, al mismo tiempo que se creaba oficialmente la Comisión de Crímenes de Guerra, tuvo lugar una segunda declaración, que pasó a la historia como la «Declaración de Moscú». En la reunión de los ministros de Asuntos Exteriores —el estadounidense Cordell Hull, el británico Anthony Eden y el soviético Molotov— en Moscú, se redactó una declaración que respaldaron Roosevelt, Stalin y Churchill. En esta, los Aliados distinguen dos tipos de criminales. En primer lugar, los que han cometido crímenes en un solo lugar. Estos criminales serían «devueltos al lugar de sus crímenes y juzgados por los pueblos contra los que habían atentado». En segundo, los principales («major») «culpables de crímenes en diferentes países, los cuales deben ser castigados en virtud de una decisión conjunta de los gobiernos aliados». Así pues, en la declaración aparecen dos tipos de crímenes. Pero esta tipología no tiene en cuenta la magnitud del crimen, sino su alcance geográfico, su carácter transnacional, en principio ligado a altas responsabilidades. Por poner solo un ejemplo, Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el hombre responsable de convertir Auschwitz-II Birkenau en un lugar de masacre para los judíos traídos de toda la Europa ocupada, debía ser devuelto a la escena de su crimen, a Polonia, para su juicio. Sin embargo, sobre la naturaleza de la «decisión común» —juicio, ejecución sumaria— en Moscú no se decidió nada. La declaración de Moscú también tiene como efecto evitar que los «principales» criminales sean remitidos a la Comisión de Crímenes de Guerra.

Del 28 de noviembre al 2 de diciembre de 1943, se celebra una conferencia en Teherán en la cual, por primera vez en la historia de la Segunda Guerra Mundial, se reúnen Roosevelt, Stalin y Churchill. Los debates políticos se centran en tres puntos: la creación de unas Naciones Unidas, las futuras fronteras de Polonia y el destino de Alemania. Para Stalin, la guerra no debía concluir con un armisticio, sino con la rendición incondicional de Alemania. Sin embargo, aunque la cuestión de los crímenes de guerra no figura en el orden del día de la conferencia, se produce un curioso intercambio en una cena. En un largo discurso, que pronuncia en un brindis, Stalin declara que 50 000 oficiales alemanes deben ser ejecutados. Churchill se toma al pie de la letra las palabras de Stalin y declara que ni él ni la opinión pública británica tolerarán ejecuciones masivas de oficiales. El intérprete de Roosevelt, Charles Bohlen, el único estadounidense de habla rusa presente en el intercambio, pensó que Stalin estaba bromeando a medias en ese momento, que su sonrisa socarrona y su gesto con la mano mostraban más un deseo de burlarse y provocar a Churchill que una indicación real de sus intenciones. Sin embargo, los testigos que relatan este intercambio —Churchill en sus Memorias, para empezar—, se toman bastante en serio las palabras de Stalin. Lo que escandalizó a Churchill no fue tanto la idea de la ejecución sumaria —pues estaba a favor de ella— como su carácter masivo y la condición de aquellos a Stalin quería pasar por las armas: oficiales.

En septiembre de 1944, Roosevelt y Churchill se reúnen de nuevo en Quebec. Churchill ha informado al Gabinete de Guerra su intención de discutir con Roosevelt el destino de los criminales cuyos delitos no tenían una localización geográfica precisa. La postura británica, expresada en un memorándum de Lord Simon, era muy clara: los británicos esperaban que los principales líderes nazis se suicidaran o que su destino lo decidiera la gente. A los que escaparan de este justo castigo, cuya lista se propusieron elaborar, se los ejecutaría una vez averiguada su identidad. No querían un juicio, ya que estaba vivo el recuerdo del fracaso de los procedimientos previstos por el Tratado de Versalles. En ese entonces, los británicos habían defendido firmemente la idea de los tribunales para castigar a los criminales de guerra. La negativa de entregar a Guillermo II y la mascarada de Leipzig había sido una verdadera afrenta a la que no querían volver a arriesgarse. Roosevelt aceptó la postura británica y ambos estadistas acuerdan comunicar la propuesta de Lord Simon a Stalin y sugerir una concertación para acordar una lista de nombres.

Al mes siguiente, Churchill viaja a Moscú para entrevistarse con Stalin. El 22 de octubre de 1944, informa a Roosevelt que el Tío Jo ha adoptado una línea «ultra respetable»: no habrá ninguna ejecución sin juicio, para demostrar al mundo que los aliados no temen enjuiciar a estos hombres. Aunque Churchill tiene a bien señalar las dificultades del derecho internacional, no logra nada: sin un juicio previo, Stalin rechaza la pena de muerte para los responsables nazis4.

La cuestión del castigo de los criminales solo la aborda Churchill al final de la conferencia de Yalta. Cuando se refiere al último párrafo de la Declaración de Moscú —«un huevo que yo mismo puse», dice— propone otra vez la ejecución de los responsables nazis cuando se establezca su identidad. El comunicado final de la conferencia apenas menciona la cuestión de los principales criminales de guerra. Los tres ministros de Asuntos Exteriores informarán tras la conferencia, se limita a decir.

Cuando la guerra entra de verdad en su fase final, los hechos se precipitan. En abril de 1945, Roosevelt envía a Londres a uno de sus más estrechos colaboradores, el juez Samuel Rosenman, para tratar la cuestión de los crímenes de guerra. Por el camino, Samuel Rosenman tiene un encuentro con De Gaulle, quien es partidario del juicio y no de las ejecuciones. Sin embargo, el 12 de abril, no todos los dirigentes estadounidenses quieren celebrar un juicio. Henry Morgenthau, secretario del Tesoro estadounidense, partidario de la desintegración completa de Alemania y de su partición definitiva, aboga por la ejecución rápida de los responsables nazis. El Gabinete de Guerra británico mantiene su posición original. Tras la muerte de Roosevelt, la decisión recae en Truman. Su posición personal es inequívoca. Rechaza las ejecuciones sumarias. El 3 de mayo, el Gabinete de Guerra británico capitula. A Mussolini lo ejecutan; Hitler y Goebbels se suicidan. El deseo expresado por los británicos el año anterior se cumple en parte. «Seguimos teniendo objeciones a un juicio en forma y condiciones adecuadas para los criminales de guerra más importantes cuyos crímenes no tienen localización geográfica, pero si los dos principales aliados siguen convencidos de la necesidad de un juicio, aceptamos su postura», señala Truman5.

El presidente Truman encargó preparar el juicio a Robert H. Jackson. Jackson es juez del Tribunal Supremo desde 1941 y, oficialmente, fiscal general desde el 2 de mayo de 1945. Su cargo no depende del Departamento de Estado, sino directamente del presidente de los Estados Unidos. No es exagerado decir que es el hombre que marca la jurisdicción del juicio, y que fue, en palabras de Edgar Faure, «el director de escena de la representación»6. Era cercano a F. D. Roosevelt, y muy coherente en sus ideas. Ya en 1940 había explicado al presidente que Estados Unidos no pondría en peligro su condición de país neutral si ayudaba a los aliados. Este fue un ejemplo temprano de una de sus obsesiones: demostrar que Estados Unidos no había hecho nada ilegal y justificar su intervención militar probando que los alemanes habían planeado una guerra de agresión.

Esta obsesión, compartida por otros estadounidenses, debe entenderse en el contexto de la fuerza y recurrencia del movimiento aislacionista en la historia de ese país. En uno de los primeros informes de Jackson a Truman, le explica lo que cree que debe significar el juicio:

El juicio que entablamos contra los principales acusados es sobre el plan nazi de dominación, no sobre actos individuales de crueldad que ocurrieron al margen de cualquier plan concertado. Nuestro juicio debe ser una historia bien documentada de lo que estamos convencidos fue un plan global, diseñado para provocar la agresión y la barbarie que han indignado al mundo. No debemos olvidar que en el momento en que los nazis proclamaron audazmente sus planes, estos eran tan extravagantes que el mundo se negó a considerarlos con seriedad.

El 20 de junio de 1945, el numeroso y bien equipado equipo estadounidense llega a Londres para negociar un acuerdo temprano, iniciar el juicio y preparar el material documental que reunían los equipos de Washington y París. Con su entusiasmo, su riqueza y su equipo, los estadounidenses están convencidos de que llevarán a cabo su labor con diligencia. La mayoría de los miembros del equipo estadounidense son jóvenes oficiales de la reserva, aún inmersos en la gran oleada de entusiasmo y expresiones de confianza y gratitud que acompañaron la marcha de los ejércitos aliados hacia Europa. Para Truman, que llevaba apenas un mes como presidente de Estados Unidos, las cosas eran sencillas: «Tenemos el grave deber de enseñar al pueblo alemán una dura lección: deben cambiar de mentalidad si quieren volver a formar parte de la familia de naciones pacíficas y civilizadas», escribió al general Evangeline Booth, del Ejército de Salvación.

La delegación estadounidense, encabezada por Jackson, comienza en solitario las negociaciones con la británica, cuya delegación dirige el fiscal general Sir David Maxwell Fyfe, a quien sustituye Sir Hartley Shawcross tras la derrota de Churchill en las elecciones y la llegada de los laboristas al poder.

En esta primera fase se abordan dos cuestiones. La primera se refiere al número de juicios: ¿un gran juicio o varios? La segunda es el contenido del acta de la acusación. ¿Debe centrarse en los crímenes de guerra o en la conspiración nazi para dominar Europa, que es lo que quieren los estadounidenses? Los estadounidenses son partidarios de un juicio centrado en esta acusación, con un número limitado de acusados y pocas pruebas, pero decisivas.

Sin embargo, los estadounidenses también quieren acusar a una serie de organizaciones, ya que, en su opinión, han sido los principales instrumentos de la conspiración. Estas son: el Gabinete del Reich, el Cuerpo de Liderazgo Político del Partido, el Alto Mando de las Fuerzas Armadas Alemanas (OKW), las SS, las SA y la Gestapo. Los británicos, que habrían deseado un juicio rápido de menos de dos semanas, no se oponen en verdad al plan estadounidense. Ya han hecho un enorme trabajo para cribar las biografías de los líderes nazis que el Ministerio de Asuntos Exteriores ha recopilado de antemano. Proponen diez nombres a los americanos, con Hermann Göring a la cabeza. Con los suicidios de Hitler, de Goebbels y el de Himmler tras su detención, Göring es sin duda el funcionario de más alto rango del Tercer Reich que sigue vivo y está, además, en manos de los aliados. De hecho, Göring se rindió voluntariamente a los estadounidenses.

El Mariscal del Reich fue uno de los primeros compañeros de Hitler. Göring era un as de la aviación alemana y conoció a Hitler en 1922, durante la Gran Guerra. Fue uno de los primeros miembros del partido nazi y se convirtió en jefe de las SA en 1923. Estuvo con Hitler durante su intento de golpe de Estado ese año. Lo hirieron en el tiroteo, lo cual puso fin a esta primera aventura; huyó de Alemania y no regresó hasta 1928, una vez amnistiado. Su papel entonces fue fundamental en el ascenso del nazismo. De hecho, puso al servicio del partido y de su líder sus vínculos con el ejército, las altas finanzas y la industria. A partir de 1932, fue presidente del Reichstag. Junto con Wilhelm Frick, fue el único nazi que entró en el primer gobierno de Hitler como ministro sin cartera y comisario del Reich en la Aeronáutica. Al mismo tiempo, se convirtió en ministro del Interior de Prusia, y por tanto cabeza de la policía del más importante Land. En mayo de 1933 se convirtió en ministro de Asuntos Aéreos, y a partir de entonces fue una de las personas más poderosas del país. Se abocó a la aviación y anunció el 10 de marzo de 1935 que Alemania creaba una fuerza aérea militar; esta de inmediato fue destinada al conflicto español. En 1939, la Luftwaffe era la mayor fuerza aérea del mundo. Al mismo tiempo, Göring desempeñó un papel cada vez más importante en la economía del Reich, que dirigió hacia la autarquía y el rearme. En 1936 fue nombrado comisario de planificación por cuatro años. Los primeros éxitos de la blitzkrieg le valieron el título de mariscal del Reich. El 29 de junio de 1941 es nombrado sucesor de Hitler por decreto; su estrella declina tras los reveses militares de 1943, y finalmente el Führer lo destituye. Göring se rindió a los americanos. Por lo tanto, estaba a disposición de la justicia aliada.

El segundo en la lista es Rudolf Hess. Está en manos británicas desde que voló a Gran Bretaña el 10 de mayo de 1941, para ofrecer por iniciativa propia una paz por separado al Reino Unido, mientras Alemania preparaba la invasión de la Unión Soviética. También fue uno de los primeros compañeros de Hitler. Se afilió al partido nazi en 1920 y, al igual que Göring, participó en el famoso Putsch de Múnich, organizado en la fábrica de cerveza. Lo encarcelaron en la fortaleza de Landsberg y es a Hess a quien Hitler dictó Mein Kampf. Se convirtió en su amigo íntimo y su compañero más fiel. En abril de 1933, Hitler lo nombró su representante y sustituto y entró en el gobierno como ministro sin cartera. Era el número dos del régimen, inmediatamente después de Göring. En 1941, su equipo plantea dudas sobre su cordura. Una declaración oficial del Partido Nazi del Ministerio de Propaganda alemán del 12 de mayo de 1941 se refiere a «una enfermedad que había desarrollado a lo largo de los años» y a una «perturbación mental», según explicó su abogado, y la prensa inglesa señala que la actitud de Hess tras el desembarco delataba una «falta de claridad mental». Los expertos médicos que lo examinaron definieron su estado mental como «incierto» y su personalidad como «psicopática». Escribe uno de los expertos que lo ha observado, en Inglaterra, durante cuatro años:

[…] son parte de los síntomas de su enfermedad imaginarse a sí mismo envenenado y otras ideas análogas. Por el fracaso de su misión, en parte, las manifestaciones anómalas se multiplicaron y lo llevaron a intentar suicidarse. Presenta además marcadas tendencias histéricas que se manifiestan en síntomas variados, en particular, una amnesia que duró de noviembre de 1943 a junio de 1944, y que se resistió todos los intentos de curación7.

Joachim von Ribbentrop no fue, como los dos primeros, un nazi de los originarios, pues no se afilió al partido hasta 1932. Era representante de ventas internacionales de un fabricante de champán, deslumbró a Hitler con su conocimiento de lenguas extranjeras y su vida social. Fue embajador en Londres de 1936 a 1939, sucedió a Neurath como ministro de Asuntos Exteriores en 1938 y firmó el Pacto germano-soviético del 23 de agosto de 1939. Tras la caída de Alemania, se escondió en Hamburgo, donde los detuvieron los soldados británicos el 14 de junio de 1945.

El cuarto de la lista era Robert Ley, miembro del partido nazi desde 1932, quien dirigía el Frente Alemán del Trabajo. Huyó a los Alpes bávaros y se escondió en un chalé no lejos de Berchtesgaden, donde fue detenido por los estadounidenses.

Wilhelm Keitel fue el primer militar que apareció en la lista de posibles acusados. En 1938 Hitler lo nombró jefe del Oberkommando der Wehrmacht (Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas), porque apreciaba su servilismo. Ejerció hasta 1945 funciones, todas teóricas, de ministro de la Guerra. En realidad, era el juguete de Hitler y cubría todas sus decisiones militares. Firmó la capitulación alemana el 8 de mayo de 1945 y fue detenido el 13 del mismo mes por los estadounidenses.

Con el sexto de la lista británica, Julius Streicher, cambiamos de registro. Al igual que Göring y Hess, formaba parte de la vieja guardia y participó en el Putsch de 1923. Es nombrado Gauleiter (líder del partido nazi) de la Franconia en 1923, pero su fama le llega por el periódico que funda en 1923, Der Stürmer, que desarrolla un antisemitismo escandaloso y vulgar, al mezclar relatos de crímenes sexuales con asesinatos rituales no menos fantásticos. Aunque tras el inicio de la guerra dejó de desempeñar un papel político directo, siguió editando un periódico que resultaba repulsivo hasta en ciertos círculos nazis. Se escondió en los Alpes bávaros y los estadounidenses lo detienen el 23 de mayo de 1945.

En cuanto a Ernst Kaltenbrunner, se afilió al partido nazi en 1932. Estuvo al mando de la policía en Austria tras el Anschluss, su anexión a Alemania (marzo de 1938), y consolidó allí el control nazi. Sustituyó a Heydrich en 1943 como jefe de la RSHA, la Oficina Central para la Seguridad del Reich. El 15 de mayo de 1945 fue capturado por los estadounidenses.

Otra «celebridad» es Alfred Rosenberg, el teórico del partido nazi. En 1923 Hitler le nombró director del Völkischer Beobachter. En 1941, se convirtió en ministro para los Territorios del Este, lo que le dio la oportunidad de poner en práctica sus teorías raciales desarrolladas en su oscuro libro El mito del siglo xx. Los británicos lo descubrieron en Flensburg, en el hospital naval donde lo trataban por un simple esguince de tobillo.

Hans Frank, también uno de los primeros miembros del partido nazi, estuvo presente en el Pustch de Múnich y en 1939 fue nombrado jefe del Gobierno general, producto del desmembramiento de Polonia, donde se los consideraba una especie de rey. Los crímenes que allí cometió le valieron los apodos de «el verdugo de Polonia» o «el carnicero de Cracovia». El 6 de mayo de 1945, el ejército estadounidense tomó más de 2000 prisioneros alemanes en Berchtesgaden. Uno de ellos se cortó las venas. Era Hans Frank.

Wilhelm Frick cerró la lista que propusieron los británicos. Fue ministro del Interior del Reich y se convirtió en protector de Bohemia-Moravia en 1943, cuando Himmler ocupó su lugar.

Esta primera lista de acusados en manos de británicos o estadounidenses tiene cierta homogeneidad. Todos, excepto Ribbentrop, fueron camaradas desde el principio. Todos tenían grandes responsabilidades y su culpabilidad, aunque debiera establecerse rigurosamente, no estaba en duda. A excepción de Rudolf Hess, todos fueron condenados a muerte y ejecutados. Los estadounidenses, por su parte, están ansiosos por establecer el sistema de juicios. No tenían ninguna lista que ofrecer y aceptaron de buen grado la lista británica.

Muy pronto, los británicos propusieron seis nombres nuevos. El primero es Hitler, cuya muerte aún no se había confirmado. Luego está Hjalmar Schacht, director del Banco del Estado, el hombre que había logrado enderezar la catastrófica situación monetaria de 1923. Sus simpatías por Hitler le habían valido la presidencia del Reichsbank, a la que había renunciado en 1930 para protestar contra el pago de reparaciones a los aliados en el marco del Plan Young. Fue responsable de la recuperación de la economía alemana entre 1933 y 1936, y más tarde se opuso a Göring, pero siguió siendo ministro sin cartera hasta 1943. Fue detenido por orden de Hitler en la ola de represión que siguió al fallido intento de asesinarlo del 20 de julio de 1944. Schacht pasó por varios campos de concentración. Lo evacuaron los alemanes a Dachau en los últimos días de la guerra, y luego en Austria fue detenido por los estadounidenses.

El tercero es Arthur Seyss-Inquart, un nazi autocrático y feroz partidario del Anschluss, que preparó en Viena y que llevó a cabo, siguiendo con obediencia las órdenes de Hitler. En mayo de 1940, lo nombran comisario en los Países Bajos y Bélgica. Es uno de los viajeros de una lancha interceptada por los canadienses a principios de mayo de 1945.

El almirante Dönitz fue comandante en jefe de la Armada nazi de 1943 a 1945 y, en la víspera de su suicidio, Hitler lo nombró su sucesor al frente del Tercer Reich. Los estadounidenses lo arrestaron a finales de mayo de 1945. Es el cuarto que añaden a la lista, pero de un plumazo. Los británicos no están convencidos de la necesidad de sentarle en el banquillo: el Almirantazgo, que ha revisado su diario, considera que nada allí pudiera incriminarlo.

Walther Funk, el débil sucesor de Schacht al frente del Reichsbank, ministro nazi de Economía, puede considerarse uno de los instigadores del saqueo económico del Reich. Fue detenido en Berlín el 11 de mayo de 1945. Junto con el sexto, Albert Speer, ilustra el vínculo entre economía y criminalidad. Speer, arquitecto favorito de Hitler y constructor de la Gran Cancillería del Reich, sucedió a Todt como ministro de Armamento tras su muerte accidental el 8 de febrero de 1942. Fue detenido por los británicos en Flensburg-Murwick, sede del último gobierno alemán.

Los británicos también sugirieron añadir a Baldur von Schirach, uno de los primeros partidarios del nazismo, desde junio de 1933 «jefe de las Juventudes del Reich alemán», responsable de la supervisión total de la juventud nazi para inculcarle principios ideológicos. Los estadounidenses pensaron que estaba muerto, pero se había escondido en un pueblo del Tirol. El 5 de junio de 1945, el comandante estadounidense recibió una carta: «Me rindo por voluntad propia ante las autoridades aliadas. De este modo, tendré la oportunidad de responder por mis actos ante un tribunal internacional»8. Schirach había oído que los líderes de las Juventudes Hitlerianas iban a ser detenidos. Siendo su líder, no podía esconderse mientras sus subordinados se enfrentaban al castigo.

La cuestión de la lista de acusados que se incluirían en el juicio fue suspendida. Otras tareas más urgentes esperaban a los británicos y a los estadounidenses.

El 24 de junio llegó a Londres la delegación francesa, que en realidad se reducía al juez Robert Falco, a quien se unió el profesor André Gros, buen conocedor de la cuestión de los crímenes de guerra por haber representado a Francia en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. El día 25 llegó la delegación soviética, encabezada por el general Nikitchenko y el profesor Trainin, autor de un libro sobre crímenes de guerra. Las buenas relaciones entre británicos y estadounidenses dejaron de serlo con los recién llegados. Las cosas se complicaron. Tuvieron que pasar dos meses de crisis antes de que se llegara a un acuerdo entre las cuatro delegaciones y pudiera comenzar el juicio.

El 26 de junio, la conferencia celebra su primera sesión. Celebró quince en total. Los soviéticos expresaron de inmediato un doble desacuerdo, primero sobre el procedimiento y luego sobre la naturaleza de los crímenes. El soviético Nikitchenko criticó precisamente lo que constituía el núcleo de la acusación tal y como la quería Jackson: la noción de crímenes contra la paz y la acusación de las organizaciones. De acuerdo con el francés Robert Falco, quería que se hiciera hincapié en los crímenes de guerra, que tanto la Unión Soviética como Francia habían sufrido con especial crueldad. Las nociones de conspiracy y «crímenes contra la paz» no gustaba a los soviéticos, pero tampoco a los franceses. Para el profesor André Gros, los nazis no eran criminales por haber iniciado una guerra de agresión, eran criminales porque la llevaron a cabo de manera criminal, violando las leyes y costumbres de la guerra y cometiendo innumerables atrocidades.

Durante seis semanas, los soviéticos se mantuvieron firmes. También exigieron que el juicio se celebrara en Berlín, en la zona que ocupaban, a lo cual los estadounidenses se negaron con fuerza. A falta de estudios precisos sobre la forma en que los soviéticos prepararon el juicio de Núremberg, nos resulta imposible saber qué había detrás de estas oposiciones: tal vez simplemente la falta de directrices precisas de Stalin. De hecho, la situación se desbloqueó de repente en la conferencia de Potsdam, durante la cual Stalin se unió a la posición estadounidense.

El 2 de agosto, tras una breve sesión, Nikitchenko aceptó la propuesta estadounidense. La «conspiración» sería uno de los cargos; el juicio se celebraría en Núremberg, en la zona de ocupación estadounidense. Hubo una concesión, sin embargo: la sede permanente del tribunal se fijó en Berlín, donde se celebraría la sesión inaugural el 18 de octubre de 1945. Los Acuerdos de Londres podrían redactarse y rubricarse.

El 8 de agosto de 1945, los jefes de las cuatro delegaciones firmaron con total solemnidad dos breves documentos denominados, respectivamente, los Acuerdos de Londres del 8 de agosto de 1945 y el Estatuto del Tribunal Militar Internacional, que formaba parte de los acuerdos.

«El acuerdo entre el Gobierno Provisional de la República francesa y los gobiernos de los Estados Unidos de América, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas relativo al enjuiciamiento y castigo de los principales criminales de guerra de las potencias europeas del Eje» tiene dos páginas y contiene ocho artículos. Prevé crear un Tribunal Militar Internacional para «el enjuiciamiento de criminales de guerra cuyos delitos carezcan de una ubicación geográfica determinada, ya sean acusados individualmente, en su calidad de miembros de grupos u organizaciones o en ambos conceptos» (Art. 1). «Los Gobiernos de las Naciones Unidas —dice el documento— podrán adherirse a este acuerdo enviando una notificación por vía diplomática al Gobierno de Reino Unido, quien a su vez informará al respecto a los demás signatarios y a los Gobiernos que se hayan adherido al mismo» (Art. 5). Grecia, Dinamarca, Yugoslavia, Países Bajos, Checoslovaquia, Polonia, Bélgica, Etiopía, Australia, Honduras, Noruega, Panamá, Luxemburgo, Haití, Nueva Zelanda, India, Uruguay y Paraguay se adherirán al acuerdo.

El Estatuto es más largo y contiene treinta artículos. Los cinco primeros tratan de la constitución del Tribunal. El procedimiento que sigue el Tribunal es anglosajón. Volveremos sobre ello. Todas las decisiones deben adoptarse por mayoría de tres cuartos. El artículo 6, el más comentado sin duda, define los actos que son «delitos sujetos a la jurisdicción del tribunal y que entrañan responsabilidad individual». La reciente atención prestada a los crímenes contra la humanidad nos ha hecho olvidar que los primeros crímenes enumerados por el Estatuto son los «crímenes contra la paz», es decir, lo que quería la fiscalía estadounidense, y que, sin excepción, todos los acusados serán inculpados de «plan concertado o conspiración», cargo que finalmente se mantuvo contra ocho de ellos: Göring, Ribbentrop, Hess, Rosenberg, Neurath, Keitel, Jodl y Raeder. Los crímenes contra la paz, ahora olvidados, se definen del siguiente modo:

[…]planificar, preparar, iniciar o librar guerras de agresión, o una guerra que constituya una violación de tratados, acuerdos o garantías internacionales, o participar en planes comunes o en una conspiración para lograr alguno de los objetivos anteriormente indicados.

La acusación vuelve a los «crímenes contra la paz» y luego duplica los cargos:

Todos los acusados, junto con varias otras personas, durante varios años antes del 8 de mayo de 1945, participaron como líderes, organizadores, instigadores o cómplices en la concepción o ejecución de un plan concertado o conspiración que tuvo por objeto cometer crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, o que implicaban la perpetración de esos crímenes, tal y como se definen en el Estatuto de este Tribunal […]

Este plan concertado o conspiración implicó o tuvo como resultado la comisión de crímenes contra la paz, en la medida en que los acusados concibieron, prepararon, iniciaron y libraron guerras de agresión que también fueron guerras libradas en violación de tratados, acuerdos o compromisos internacionales. El desarrollo y la ejecución de este plan concertado o conspiración dio lugar a la comisión de crímenes de guerra, en la medida en que implicaron guerras despiadadas contra países y pueblos, y en que los acusados las decidieron y llevaron a cabo violando las normas y costumbres de la guerra.

La segunda acusación no plantea ningún problema de definición. Los crímenes de guerra forman parte del derecho internacional desde principios de siglo. Son:

[…] las violaciones de las leyes o usos de la guerra. En dichas violaciones se incluye el asesinato, los malos tratos o la deportación para realizar trabajos forzados o para otros objetivos en relación con la población civil de un territorio ocupado o en dicho territorio, el asesinato o malos tratos a prisioneros de guerra o a personas en alta mar, el asesinato de rehenes, el robo de bienes públicos o privados, la destrucción sin sentido de ciudades o pueblos, o la devastación no justificada por la necesidad militar, sin quedar las mismas limitadas a estos crímenes.

El tercer cargo, «crímenes contra la humanidad», fue muy difícil de definir y solo se adoptó después de estudiar quince borradores. Los crímenes contra la humanidad son:

[…] la matanza, el exterminio, la esclavitud, la deportación y cualquier acto inhumano cometido contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, o la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos, constituyan o no tales actos o persecuciones una violación del derecho interno del país en el que hayan sido perpetrados, y hayan sido cometidos como resultado de o en relación con cualquier delito dentro de la jurisdicción del tribunal9.

Esta frase es crucial porque fija la noción de crimen contra la humanidad limitándola en el tiempo. Es una manifestación de la reticencia anglosajona a referirse a los crímenes cometidos antes del estallido de la guerra, es decir, los cometidos antes de 1939, a menos que se encuentre un vínculo con la conspiracy, lo que podría ser el caso de los crímenes contra la humanidad cometidos durante el Anschluss o en Checoslovaquia. Aunque no se use la palabra «judío», es la persecución de los judíos lo que constituye el «crimen contra la humanidad». Sin embargo, para los aliados, la idea de que los judíos fueran masacrados por la única razón de ser judíos planteaba dificultades insuperables. Para que se incluyera en el marco jurídico del juicio, debía considerarse una «medida militar» aplicada por los alemanes para lograr sus objetivos de guerra. El problema fue bien comprendido por el jefe de la delegación británica en la conferencia de Londres, Sir David Maxwell Fyfe:

La preparación incluiría, en mi opinión, actos como aterrorizar y matar a su propia población judía como preparación para la guerra, es decir, actos preliminares, cometidos dentro del Reich con el objetivo de alistar al Estado para la agresión y el reclutamiento. Sería políticamente importante para nosotros, porque el maltrato a los judíos ha escandalizado la conciencia de nuestro pueblo y, estoy seguro, de las demás naciones unidas; pero debíamos tenerlo en cuenta en algún momento, y creo que estaba contemplado en esta ley, en la preparación de este propósito. Solo quería precisar que estábamos pensando en ello, porque he sido contactado por varias organizaciones judías y me gustaría darles una satisfacción si es posible. Solo pienso en el trato general a los judíos, que resultó ser parte del plan general de agresión10.

Jackson estaba de acuerdo con la opinión británica. Según declara:

Existe, desde tiempos inmemoriales, el principio general de que en tiempos ordinarios los asuntos internos de otro Estado no son de nuestra incumbencia; en otras palabras, la manera en la cual Alemania, o cualquier otro país, trata a sus habitantes no es nuestro asunto, así como no son nuestros problemas asunto de otros estados… A veces, hay circunstancias desafortunadas en las que las minorías de nuestro propio país son tratadas injustamente. Creemos que solo se justifica que intervengamos o intentemos castigar a individuos o Estados porque los campos de concentración y las deportaciones fueron la continuación de un plan o un esfuerzo concertado para librar una guerra injusta en la que se nos indujo a participar. No vemos ninguna otra base que justifique que ataquemos las atrocidades cometidas dentro de Alemania, bajo dominio alemán, o incluso en violación de la legislación alemana, por parte de las autoridades del Estado alemán11.

De hecho, los delegados de Londres no estaban dispuestos a reconocer la destrucción del mundo judío europeo como un crimen sui generis. Y al final, ni siquiera fueron capaces de culpar de la agresión a los decretos judíos previos a la guerra. Durante el juicio, la fiscalía no logró establecer ningún vínculo entre estos decretos y la «conspiración con fines bélicos». Simplemente porque no existía tal vínculo.

Sin embargo, según el profesor André Gros, quien junto con Robert Falco representó a Francia en la conferencia de Londres, a Francia le hubiera gustado que las persecuciones se hubieran definido como un delito independiente. El gobierno francés ya había propuesto durante la masacre de los armenios en la Primera Guerra Mundial que, en vista de los «crímenes de Turquía contra la humanidad», los gobiernos aliados debían anunciar públicamente que todos los miembros del Estado otomano y sus agentes implicados en las masacres debían considerarse responsables de modo personal por sus actos. El profesor André Gros no creía, y en este sentido tenía razón, que la acusación pudiera demostrar que la persecución de los judíos se había infligido con fines de agresión.