El que persigue al ladrón - Andreu Martín - E-Book

El que persigue al ladrón E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Andreu Martín vuelve a hacer gala de su talento para describir los bajos fondos barceloneses, el crimen más truculento, la arbitrariedad con la que la desgracia se abate sobre nosotros y las consecuencias que tienen nuestras acciones en la vida. Todo comienza cuando alguien decide perseguir a un ladrón que acaba de cometer un robo en el andén de la estación. Pronto descubrirá que, como se suele decir, ninguna buena acción se queda sin su castigo.-

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Seitenzahl: 91

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Andreu Martín

El que persigue al ladrón

 

Saga

El que persigue al ladrón

 

Copyright © 1988, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962031

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1

María, al fin, se fugó por el ventanuco de la tele.

Las comadres del pueblo así lo creen, firmemente. Creen (saben, creen saber) que María era capaz de eso y de mucho más. Dice la sabiduría popular que María era medio bruja, porque la pillaron de pequeña amorrada a las entrañas de un gato al que ella misma, pobrecita, tan pequeñita, había sacrificado. Dan por cierto que fue su mal fario el que arruinó las cosechas de su propia familia, el que provocó la epidemia devastadora que acabó con los tocinos de sus propias porquerizas, el que amargó la vida de su padre y empujó a su madre al alcoholismo de anís, que es uno de los peores que se conocen, por las resacas cabezonas que produce. Y durante mucho tiempo se beneficiaron de ello las maledicentes, porque es sabido que una persona así atrae la desdicha sobre sí misma y sobre los suyos, y de esta forma ahorra catástrofes ajenas. No obstante lo cual, celebraron en secreto la repentina desaparición de la bruja. Porque lo imprevisible, la locura, la magia, da miedo a las personas que necesitan verdades inmutables en que creer, y María era una demostración latente de que no existen verdades inmutables.

Para María no existían porqués, ni para qués, ni buenos días ni buenas tardes, ni conversación de tipo alguno. María miraba al pueblo, a la gente del pueblo, a las comadres que la criticaban y temían, como el águila debe mirar al rebaño mientras elige cuidadosamente la presa antes de lanzarse en picado. Las ovejas, en el valle, preferían que el águila desapareciera de allí. Aunque su presencia y su ataque significara la felicidad y alegría de quienes no iban a ser cazadas por ella.

De forma que aquel día, cuando comprobaron que el águila no estaba en lo alto, las comadres suspiraron aliviadas. Se rieron por lo bajini, compadeciendo a los pobres desgraciados que en adelante tuvieran que cargar con semejante maldición. Celebraron que el padre de María no saliera en su persecución con el seiscientos. Desearon que la chica se prostituyera felizmente en ese mundo de colorines que mostraba el televisor y que tanto, tanto, le gustaba.

Y, desde aquel día, cada vez que aparecía una joven muerta en la pantalla de la tele, ya fuera muerte ficticia de telefilm o auténtico descuartizamiento por bomba terrorista, de los que salen en el telediario, las comadres sonreían y acariciaban la satisfacción interna de darle a la pobre víctima la apariencia desvergonzada y escandalosa de María, la bruja, el águila.

La desgraciada que un día desapareció.

2

Para explicárselo a sí misma, luego, mientras dejaba el pueblo atrás, andando, aspirando por última vez el olor de las moras maduras, y en el autocar que le llevó a la estación de Pobla, y en el tren hasta Tremp, y mientras levantaba el dedo frente al pantano resplandeciente bajo el sol, María se dijo que había sido un repente, una ocurrencia sin fundamento. Se dijo que lo había hecho porque sí, y su propio desparpajo, su insolencia recién estrenada la llenó de felicidad.«Porque sí, y a tomar por el culo». Y se deleitaba repitiéndolo: «No sé por qué lo he hecho: porque sí».

— Bueno, adiós. Yo me largo. Esto es una mierda.

Sus padres tampoco habían entendido nada. No había ocurrido nada de particular que justificara semejante exabrupto. Aquél había sido un día de julio como cualquier otro. Habían trillado en la era, abrasados por el sol, haciendo que las mulas girasen a su alrededor pisoteando el trigo, levantando aquella densa polvareda que irritaba los ojos y rellenaba cada pliegue del rostro, de la ropa, del cuerpo. Y, de pronto, a mediodía, cuando la fatiga de la siesta les reblandecía los músculos y los huesos y la familia había quedado fijada, idiotizada, ante el televisor, María deseó viajar al otro planeta que había más allá del cristal de la pantalla.

Miró a su padre a los ojos.

— Esto es una mierda —dijo—. Me dais asco. Me voy.

Hacía seis o siete años que no miraba a su padre a los ojos. Desde aquella bronca, la primera y única de su vida, cuando le dijo«no me da la gana». En un primer arrebato, con fría firmeza, sin parpadear, su padre la había abofeteado. A continuación, siempre sin inmutarse, la azotó con el ronzal de la mula, veinte zurriagazos bien dados, ella desnuda de cintura para arriba, de bruces sobre la mesa, chillando y llorando, los pezones erizados, deseando la muerte, deseando.

Nunca más.

Desde aquel día de pecado, sacrificio y penitencia, María y su padre no se habían vuelto a mirar a los ojos. No volvieron a darse ningún beso de buenas noches, ni siquiera se volvieron a saludar. Y no porque él se sintiera culpable de haberla pegado, o porque ella le guardara rencor. No: esquivaban la mirada porque, aquel día inolvidable, cuando padre ordenó«quítate la camisa» (dijo «la camisa», ni siquiera se había dado cuenta de que ella llevaba vestido y que, por no quitárselo todo y quedarse en bragas, tuvo que sacar los brazos de las mangas con dificultad, y se le descosió un poco la hombrera izquierda, y tuvo que enrollarse la parte superior en la cintura), aquel día, los pechos de María resultaron ser más grandes de lo que los dos imaginaban y, cuando él empezó a pegarle con el ronzal, los pezones se erizaron. Por eso, desde entonces, las miradas de padre e hija navegaban de un lado para otro, a la deriva, zozobrando, cuando los dos coincidían en una misma habitación.

Al día siguiente de la paliza, María se había comprado el primer sujetador de su vida. Desde entonces, las únicas palabras que cruzaron entre ellos fueron las órdenes que él ladraba y los monosílabos con que ella se daba por enterada.

— Hoy hay que regar. Hoy hay que llevar las vacas a la vaguada: que no beban agua después de comer alfalfa —dicen que las vacas revientan si beben agua después de comer alfalfa—. Hoy saca las ovejas. Hoy al huerto. Hoy das de comer a las gallinas. Hoy llevarás estiércol al campo del río. Hoy toca segar...

— Sí —María nunca ha dicho«sí, padre». Mucho menos «sí, papá». De vez en cuando, pensando en ello, había llorado.

Y guardaban silencio, por la noche, viendo la tele, mientras cenaban. Embobados ante una maravilla de la técnica que les hablaba de mundos imposibles, poblados por gente elegantísima, moderna, sofisticada, presumida, esbelta, hermosa. Los padres de María eran papanatas idiotizados que respiraban fatigosamente sin comprender qué quería decir exactamente aquello de que ya era primavera en El Corte Inglés o que Plenitude de L’Oréal retrasa los efectos del envejecimiento, o que Martini invita a vivir. Cuando padre eructaba, aunque fuera a mitad de una película, tenían que irse todos a la cama. Durante días y noches había soñado María con fugarse, a través del ventanuco, a aquel deslumbrante mundo de locos. Hasta que, al fin, tomó la determinación.

—... Me dais asco. Me voy. Estoy harta de vosotros, y del pueblo, y...

Al enterarse de la noticia, los otros vecinos del pueblo dijeron que ya se lo veían venir. Más de una vieja avinagrada había profetizado que María terminaría mal cuando la chica se compró aquellos pantalones vaqueros tan ajustados, y aquella blusa cuyas puntas anudó bajo sus pechos, por encima del ombligo, como aquella del anuncio de la tele. Padre había desaprobado la vestimenta con una mirada fulminante, pero no dijo nada. Madre sí protestó, porque le habían llegado las murmuraciones de alguna vecina, pero madre siempre andaba parloteando y ya nadie escuchaba lo que decía.

— A saber lo que hará en Pobla —María iba a Pobla a aprender corte y confección, porque una pubilla tiene que saber corte y confección—. A saber lo que hará con el Jaumet en los corrales. A saber lo que hizo en la fiesta mayor de Senteradas, cuando nadie sabía dónde se había metido. —Las vecinas decían«a saber», como si no estuvieran perfectamente seguras de lo que insinuaban.

Que a la María la había desvirgado el Jaumet, en el corral de la Bastiana, entre el pataleo impaciente de las mulas y los burros, con sonido de fondo de gallinas y patos, y una mula meándose estrepitosamente mientras el Jaumet rugía, babeaba, gemía, se congestionaba como a punto de estallar, y la María no sentía nada, nada más que rabia al constatar que tenía un callo en el coño, porque no sentía nada y, si no sentía nada, sería porque toda ella se había endurecido, se había insensibilizado, de cuerpo y alma, como se le habían insensibilizado las manos en aquella mierda de vida campestre. Se había convertido en piedra, en estatua de sal. Y pensaba también que el Jaumet era un animal enfurecido, el Jaumet y los otros, que conoció en fiestas mayores, o en el mercado de los miércoles, que la montaron en rincones oscuros y sucios, en la cuneta de la carretera, en la relativa blandura de un prado salpicado de bostas secas, todos animales, todos insensibles. Jaumet igual hubiera podido estar haciéndolo con una cabra, o con una gallina, o masturbándose en un rincón, Jaumet con su boca de bobo, babosa, dentuda, mandíbula caída cuando se reía como un jodido retrasado mental y decía«Ha estado bien, eh, eh, tú, ha estado bien, joer, qué bien», mientras ella añoraba sábanas de raso que había visto en la tele, y vestidos largos y blancos, y melenas de peluquería, y maquillaje, y zapatos, y coches brillantes, y champán, y besos tiernos de hombres barbilampiños y cara infantil como el de la Gillette Contour Plus.