El reino de las mujeres - Anton Chejov - E-Book

El reino de las mujeres E-Book

Anton Chejov

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Beschreibung

Una mujer que hereda una fortuna y una empresa en un poblado ruso. No entiende el negocio pero entiende a todos los trabajadores que se dedican a ella y encuentra la injusticia desde todos los ángulos posibles. ¿Cómo se decidían estos menesteres en la Rusia de principios del siglo XX? Anton Chejov hace gala en este relato, de aquel adjetivo que ha portado desde hace más de un siglo: el mejor cuentista de la historia. Con tremenda maestría, Chejov va explorando en esta obra, distintos temas, todos actuales (incluso ahora a principios de siglo XXI), todos revolucionarios y todos en una misma sinfonía que no desafina, dejando todo al final en un espectro que te dejará con ganas de leer más.

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El reino de las mujeres

El reino de las mujeres (1904)Anton Chejov

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]

Edición: Octubre 2020Imagen de portada: Constantinos Yatras (1811-1888)Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

La víspera

La mañana

El almuerzo

La noche

La víspera

Ahí se encontraba el fajo de billetes. Venía de la casa de campo del bosque –la dacha– del almacenista. Él especificaba que mandaba mil quinientos rublos arrebatados a alguien por la vía judicial en un pleito ganado en segunda instancia. A Anna Akimovna no le agradaban estas cosas, y palabras como ganar un pleito y por la vía judicial le asustaban. Sabía que no había que cometer injusticias y, por alguna razón, cuando el director de la fábrica, Nazarich, o el almacenista de la dacha quitaban algo por la vía judicial, saliendo victoriosos en este tipo de asuntos, sentía temor y vergüenza y, por ello, ahora también experimentó esas mismas sensaciones y quiso esconder el fajo de billetes en cualquier lugar para no verlo. 

Pensaba enfadada en que las mujeres de su generación —ella ya tenía veinticinco años— serían ahora amas de casa, se habrían casado y dormirían profundamente para despertarse por la mañana de estupendo humor. Muchas de las casadas ya tendrían niños. Sólo ella, como una vieja, se veía obligada a permanecer sentada delante de estas cartas, haciendo anotaciones sobre ellas, respondiendo la correspondencia para pasarse después toda la tarde, hasta medianoche, sin nada que hacer, a la espera de conciliar el sueño; durante todo el día siguiente la felicitarían y atendería peticiones y al otro seguramente habría un escándalo en la fábrica, le pegarían a alguien o alguien moriría por causa del vodka y a ella le remordería la conciencia. Terminadas las fiestas, Nazarich despediría a unos veinte hombres y esos veinte hombres se arremolinarían con las cabezas descubiertas junto a su puerta y sentiría remordimientos al dirigirse hacia ellos para echarlos como perros. Y todos sus conocidos la criticarían a sus espaldas y le enviarían anónimos tachándola de explotadora acaudalada, que se come la vida de los demás y chupa la sangre a sus trabajadores. 

Tenía a un lado una carpeta donde guardaba la correspondencia leída. La remitían demandantes hambrientos, borrachos cargados de hijos, enfermos, humillados, incomprendidos... Ana Akimovna ya había apuntado en cada carta a quién le daría tres rublos, a quién cinco. Hoy las haría llegar al contable y mañana se entregarían allí los subsidios o, como dicen los obreros, «la comida de las fieras». 

Se repartirán cuatrocientos setenta rublos, un tanto por ciento del capital del testamento por el difunto Akim Ivanich para los pobres y los indigentes. Se agolpará una muchedumbre inconforme. Desde el portal hasta las puertas del contable se formará una larga cola de gente extraña con cara de fiera, harapienta, aterida de frío, hambrienta y borracha, vitoreando con sus voces roncas a la madre redentora Anna Akimovna y a sus padres; los de atrás empujarán a los de delante y los de delante proferirán insultos. El contable, molesto por el ruido, las blasfemias y los lamentos, se levantará y abofeteará a alguien para placer de los demás. Y su gente, los trabajadores, que no han recibido por las fiestas nada salvo su salario, y ya se lo han gastado todo, celebrarán el espectáculo en medio del patio, unos y otros riendo y mirando con envidia de una manera irónica. 

«Los comerciantes, y particularmente sus mujeres, aman más a los pobres que a sus propios obreros —pensó Anna Akimovna—. Siempre ha sido así». 

Su mirada se detuvo en el fajo de billetes. «Sería bueno repartir mañana este dinero innecesario y repugnante entre los trabajadores, pero no conviene darles nada de forma gratuita, porque volverían a pedir. ¿Y qué suponen estos mil quinientos rublos si en la fábrica hay algo más de mil ochocientos trabajadores, sin contar a sus mujeres e hijos? Quizás fuera mejor elegir entre cualquiera de los demandantes que han escrito estas cartas y que hace tiempo perdieron la esperanza de una vida mejor, y darle a él los mil quinientos rublos. Este dinero le aturdirá como una tormenta y es posible que por primera vez en la vida se sienta feliz». La idea le entretenía porque le parecía original y divertida. Extrajo al azar una carta de la carpeta y la leyó. Era de un secretario de alguna provincia, llamado Chalikov, desempleado desde hacía tiempo, enfermo, que vivía en la casa de Guschin. Su mujer padece tisis y tiene cinco hijas pequeñas. Anna Akinovna conocía muy bien la casa de cuatro plantas de Guschin donde vivía Chalikov. ¡Era indecente, insalubre y putrefacta! 

«Pues se lo daremos a este Chalikov —decidió—. No se lo enviaré, será mejor que se lo lleve personalmente para evitar murmuraciones innecesarias. Sí —pensaba al meterse en el bolsillo los mil quinientos rublos—. Los visitaré y quizás encuentre algún sitio donde recoger a las hijas». 

Cuando llamó para ordenar que le prepararan los caballos se sentía feliz. 

Al sentarse en el trineo eran más de las seis de la tarde. Las ventanas de todos los pabellones estaban muy iluminadas y, por eso, se hacía más evidente la oscuridad que reinaba en el enorme patio. Junto a las puertas, al fondo del patio, cerca de los almacenes y de los barracones de los obreros, brillaban encendidas las farolas eléctricas. 

Aquellos pabellones, almacenes y barracones, oscuros y lúgubres, donde vivían los trabajadores no eran del agrado de Anna Akimovna y le producían aprensión. Después de la muerte de su padre sólo había estado en una ocasión en el pabellón principal. Los altos techos con vigas de hierro, la gran cantidad de enormes ruedas que se movían con rapidez, de correas de transmisión y palancas, el silbido estridente, el chillido del acero, el tintineo de las vagonetas, la respiración dura del vapor, las caras pálidas, amoratadas o negras por el polvo del carbón, las camisas mojadas por el sudor, el reflejo del acero, el cobre o el carbón, y el viento, algunas veces muy caliente, otras frío, daban la impresión de estar en el infierno. Le parecía que las ruedas, las palancas y los cilindros calientes y estridentes intentaban desprenderse unos de otros para destruir a las personas, y las personas, con cara de preocupación, sin oírse unos a otros, corrían y se movían cerca de las máquinas, intentando detener su terrible movimiento. 

Una vez le habían mostrado algo a Anna Akimovna y se lo habían explicado respetuosamente. Recordaba cómo sacaron del horno un trozo de hierro candente en el Departamento de Herrería y cómo un viejo con una correa en la cabeza y otro joven de blusa azul, una cadena en el pecho y cara de enfado —los dos debían ser capataces subalternos— golpeaban el bloque de hierro con martillos y cómo destellaban por todas partes chispas doradas y cómo, pasado algún tiempo, retumbaba ante ella una enorme lámina de hierro; el trabajador de más edad permanecía de pie en posición firme y sonreía, y el joven se secaba la cara sudorosa con la manga y le daba explicaciones a ella. Y también recordaba a un viejo tuerto que en otro departamento serraba un trozo de hierro del que caía un polvillo fino, y cómo un pelirrojo con gafas oscuras y camisa agujereada trabajaba en un torno dando forma a un trozo de acero; la máquina rugía, chillaba y silbaba y a Anna Akimovna ese ruido le provocaba náuseas y sentía como si le taladrasen los oídos. Miraba, escuchaba, no comprendía, sonreía con benevolencia y se avergonzaba. ¡Qué extraño le parecía alimentarse y recibir cientos de miles de rublos gracias a algo que no entendía y era incapaz de amar! 

A los pabellones de los obreros no había entrado ni una sola vez. Dicen que allí hay humedad, pulgas, corrupción, caos. Lo admirable es que todos los años se destinan mil rublos para el mantenimiento de los pabellones pero, si creemos lo que dicen las cartas anónimas, la situación de los trabajadores cada año es peor... 

«Cuando vivía mi padre había más orden —pensó Anna Akimovna saliendo del patio—, porque él mismo había sido obrero y sabía qué hacía falta. Yo no sé nada y sólo hago tonterías».