El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos - José María Zavala - E-Book
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El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos E-Book

José María Zavala

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Beschreibung

El reloj del fin del mundo, también llamado del apocalipsis, es un indicador científico sobre el riesgo de una hecatombe generalizada y las potenciales amenazas y riesgos catastróficos que pongan en peligro la existencia de la humanidad: guerra nuclear, pandemias, armas de destrucción masiva, fenómenos de la naturaleza como terremotos o erupciones volcánicas... Todo ello se encuentra profetizado en las Sagradas Escrituras, en las apariciones marianas, en revelaciones privadas a distintos místicos o en las predicciones de Nostradamus. ¿Está en marcha el reloj del apocalipsis? ¿Qué signos existen de que ya ha empezado la cuenta atrás? ¿Qué profecías se han cumplido a lo largo de la historia y cuáles restan aún por manifestarse? ¿Qué puede hacer el ser humano para afrontar los peligros que se ciernen sobre su existencia sin perder la esperanza? José María Zavala da respuesta a todos estos interrogantes y vuelve a demostrarnos su maestría con documentos y testimonios desconocidos hasta la fecha. Una obra definitiva y de palpitante actualidad que no dejará a nadie indiferente.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El reloj del apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos

© 2022, José María Zavala

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imagen de cubierta: Shutterstock

 

 

ISBN: 978-84-9139-844-8

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Antes de nada

1. Las sandalias del pescador

2. Rusia sí, pero…

3. La sombra del KGB

4. El zar rojo

5. Homo sovieticus

6. Escrito está

7. El anticristo

8. El ángel del apocalipsis

9. Los tres anticristos de Nostradamus

10. Los últimos tiempos

11. El fin del mundo

12. De Colmar a Medjugorje

13. Ucrania, 1987

14. El reloj del apocalipsis

Epílogo

Bibliografía

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

El futuro no pertenece a quienes saben esperar, sino a quienes saben prepararse.

 

ELEUTERIO MANERO

Antes de nada

 

 

 

 

 

El mundo ya no es igual que antes. Parece como si alguien o algo, una mano misteriosa, cruel o justiciera hubiese adelantado el reloj del apocalipsis y la cuenta atrás de la humanidad ya hubiese empezado.

Desde la declaración de la pandemia de la COVID-19, otro virus tal vez más peligroso aún se ha propagado en el interior de las conciencias. Vivimos tiempos convulsos, premonitorios, inciertos, como también lo fueron aquellos que precedieron a las dos primeras guerras mundiales en el siglo XX.

Parece como si la tormenta perfecta amenazase con estallar en cualquier momento sobre el planeta para devorarlo entero. De hecho, desde la televisión estatal rusa hasta el papa Francisco están convencidos de que la Tercera Guerra Mundial ya ha comenzado.

La historia, como el tiempo o la economía, es cíclica y se repite. Pero esta vez puede ser mucho peor que antes. Un auténtico armagedón profetizado en las Sagradas Escrituras y reiterado en las apariciones marianas, en revelaciones privadas a santos como Vicente Ferrer y hasta en las célebres Centurias del profeta Nostradamus.

Desde que Rusia invadió Ucrania, el 24 de febrero de 2022, una palabra ha resonado con insistencia entre los hombres de Iglesia: Fátima. El Vaticano ha asegurado que María de Nazaret se apareció en aquella localidad portuguesa a tres pastorcitos en 1917 para intentar evitar, según les dijo, que «Rusia propagara sus errores por el mundo». Para impedirlo, la Virgen pidió que el papa consagrase el mundo entero a su Corazón Inmaculado haciendo mención expresa de Rusia. Y eso mismo hizo Francisco el viernes 25 de marzo, un mes después de la invasión de Ucrania. ¿Casualidad…?

En Fátima, precisamente, la Virgen advirtió que la Primera Guerra Mundial se acortaría, como así fue, pero también alertó a la humanidad de que si se obstinaba en cerrar su corazón a Dios se desencadenaría otra conflagración más devastadora aún que la anterior, como también sucedió: la Segunda Guerra Mundial.

Al margen del credo religioso o político, otras voces autorizadas han clamado también en el desierto sobre el peligro cierto que se cierne sobre la humanidad si no reacciona a tiempo. El cosmólogo y matemático Stephen Hawking advirtió ya en su día «de los riesgos que prevemos si los Gobiernos y sociedades no toman medidas ahora para volver obsoleto el armamento nuclear y evitar mayores cambios climáticos».

Y qué decir sobre el llamado reloj del apocalipsis. Jamás en sus setenta y cinco años de historia, desde que se puso en marcha diseñado por la artista Martyl Langdorf en 1947 para la portada del Bulletin of the Atomic Scientists —Boletín de los Científicos Atómicos— ha estado tan cerca del terrible armagedón.

La posición exacta de las agujas de esta siniestra esfera la decide el consejo de directores del Boletín, tras consultar con su consejo de patrocinadores integrado por quince premios Nobel, que se reúne dos veces al año para analizar las potenciales amenazas que afectan al mundo.

No se trata así de una decisión tomada al azar, sino de una resolución premeditada y firme que sitúa las manecillas más cerca o más lejos de las doce de la noche, considerada la hora del apocalipsis para la humanidad. Cien segundos simbólicos separan así hoy al mundo entero del abismo nuclear, climático y epidemiológico.

Entre los grandes impulsores de este cronómetro vital figuran Albert Einstein, uno de los hombres más inteligentes de la historia, descubridor de la teoría de la relatividad y Premio Nobel de Física, y el filósofo y matemático Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura, preocupados ya entonces por el peligro cierto de una guerra nuclear tras la destrucción causada por las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Más recientemente, la presidenta del Boletín de los Científicos Atómicos, Rachel Bronson, aseguraba que el mundo se halla inmerso en una «tormenta perfecta», en medio de la cual «el peligro es elevado» y quienes deberían adoptar decisiones «no reaccionan».

Llegados a este punto, muchos se preguntarán qué puede hacerse ante la afluencia de mensajes tan desalentadores. Haruki Murakami, convertido hoy en el escritor japonés de referencia en todo el mundo tras su nominación en siete ocasiones al Premio Nobel de Literatura, advierte que aceptar la realidad de los hechos, sin engañarse ni mirar hacia otro lado tratando de ignorar lo que está escrito, resulta imprescindible para no perder la paz ni la esperanza.

—Cerrar los ojos… no va a cambiar nada… Cerrar los ojos y taparse los oídos no va a hacer que el tiempo se detenga —cavila.

¿Acaso sería capaz alguien de seguir hoy tocando, como los músicos del Titanic, en un mundo que se está hundiendo? Como el violinista británico Wallace Hartley, que no dejó de mover su arco tras percatarse de la inevitable colisión del transatlántico con el iceberg el 14 de abril de 1912, la joven Etty Hillesum, fallecida en Auschwitz el 30 de noviembre de 1943 a los veintiocho años, supo descubrir también en su interior una felicidad indescriptible que nadie absolutamente, ni los más feroces funcionarios del lager, pudo arrebatarle jamás.

¿Cuál fue su fórmula secreta para mantenerse con una libertad interior inexpugnable, aun en los momentos de mayor sufrimiento? Ella misma la reveló en su diario póstumo: «Procurar no añadir al peso de hoy el de la angustia que nos inspira el futuro», anotó.

Lo que tenga que suceder, sucederá, se quiera o no. Conocer, pues, lo que está escrito sobre el futuro, ya sea en los libros sagrados, profecías o apariciones marianas, no debería privar de paz ni de esperanza a ningún ser humano. Es mejor informarse que mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, al decir de Murakami.

Conoceremos así ahora los signos de los últimos tiempos, empezando por la irrupción del anticristo, para saber distinguir también las señales del fin del mundo.

1 Las sandalias del pescador

 

 

¡Hemos encontrado la tumba de san Pedro!

PÍO XII

 

 

 

 

 

De producirse antes, el escritor australiano Morris West hubiese podido incluir tal vez la escena en su celebérrima obra Las sandalias del pescador, la cual sirvió de inspiración al cineasta canadiense Michael Anderson para rodar cinco años después su película homónima, estrenada en 1968.

Pocas veces en la historia, si acaso durante el fallido atentado del turco Alí Agca contra Juan Pablo II en mayo de 1981, y por supuesto a raíz de la maldita pandemia de la COVID-19 desatada en marzo de 2020, la basílica romana de San Pedro y sus aledaños se habían convertido en un improvisado plató cinematográfico donde la realidad superaba con creces a la ficción.

Alzada con majestuosidad sobre la colina vaticana, costaba imaginar que la iglesia cristiana más grande del mundo con su imponente cúpula ocupase siglos después el mismo lugar que el Circo de Nerón, donde tantísimos cristianos, entre ellos san Pedro, perdieron la vida en defensa de la fe.

Crucificado de cabeza, pues no se sentía digno de morir igual que Jesús, san Pedro fue inhumado en las afueras del Circo, a escasos metros del lugar de su martirio. En los primeros años, su tumba quedó marcada por un muro de color rojo y fue venerada por los cristianos a espaldas del emperador.

No fue sino hasta la conversión al cristianismo del Imperio romano cuando se levantó el primer templo sobre el túmulo de san Pedro. La llamada basílica constantiniana permaneció así en pie cerca de mil doscientos años, hasta que finalmente el papa Julio II optó por derribarla, dado su grave estado de deterioro, para construir en su lugar otra nueva.

Fue así como el 18 de abril de 1506 se celebró la ceremonia que supuso el inicio de los trabajos de la actual basílica de San Pedro, donde resonaban aquella tarde del viernes 25 de marzo de 2022 los renqueantes pasos del papa Francisco en dirección a la hermosa talla de la Virgen de Fátima que presidía a propósito el templo. El rostro cabizbajo y circunspecto del pontífice al detenerse finalmente ante ella reflejaba su tremenda desolación.

¿Qué mejor lugar que aquel, situado sobre el mismo sepulcro del apóstol san Pedro y frente a la imagen de la Virgen de Fátima, para consagrar Rusia al Inmaculado Corazón de María, tal y como ella misma había pedido a los tres pastorcitos, Lucía, Francisco y Jacinta, en su tercera aparición en la humilde y remota Cova da Iria, en Portugal, para impedir los profetizados castigos contra el mundo y contra la Iglesia?

Francisco, precisamente, había mostrado ya en noviembre de 2013 el pequeño cofre con las reliquias de san Pedro, en un gesto interpretado entonces como una intención firme del Vaticano de dar por resuelto el presunto misterio. Pero ¿qué misterio…?

 

 

La tumba vacía

 

El romano pontífice sabía muy bien que no debió ser fácil para el recién electo Pío XII ordenar, en 1939, el inicio de las excavaciones bajo el Altar de la Confesión, donde la tradición situaba la primitiva sepultura del apóstol Pedro, en las mismas entrañas del Vaticano donde él ahora se encontraba para impetrar la intervención del cielo.

Ningún papa hasta entonces había osado emprender algo semejante. Pero el mundo convulso del siglo XX reclamaba a gritos ese tipo de evidencias y el nuevo obispo de Roma vislumbró el momento propicio al descubrir, durante la inhumación de su antecesor Pío XI, un enigmático mosaico.

Comenzó entonces una búsqueda incesante para el orbe católico, dado que en torno a la historia de aquel pescador judío de Betsaida se cimentaban nada menos que los orígenes de la Iglesia y la historia de los papas. De ahí el hallazgo tan crucial efectuado durante el pontificado de Pío XII.

Aun así, el trabajo no resultó sencillo. Las investigaciones arqueológicas se prolongaron durante diez años, dirigidas por monseñor Ludovico Kaas, quien descubrió bajo la basílica de San Pedro una enorme necrópolis con sepulturas de influyentes familias romanas en muy mal estado. La razón del gran deterioro debió ser la propia construcción de la basílica en tiempos del emperador Constantino, así como la del baldaquino de San Pedro, obra barroca del maestro Bernini.

Fue entonces cuando se produjo el sensacional descubrimiento: una tumba cristiana abierta… ¡y vacía! Poco después, el papa Pío XII proclamó alborozado en su mensaje radiado de Navidad:

—¡Hemos encontrado la tumba de san Pedro!

La investigación se cerró, sin embargo, con cierto poso de decepción al no hallarse restos y alguna que otra pregunta sin responder. Hasta que la doctora Margherita Guarducci, toda una autoridad en epigrafía griega y paleocristiana, tras dedicar seis largos años de su vida a examinar los grafitos descubiertos en los muros adyacentes de la tumba, logró descifrar por fin las distintas inscripciones hechas con punzón en las paredes del mausoleo.

Tan reveladores como enigmáticos eran los mensajes que poco a poco iban saliendo a la luz: «Pedro, ruega por los cristianos que estamos sepultados junto a tu cuerpo», se imploraba en uno de ellos. Y otro era aún más rotundo y esclarecedor: «Pedro está aquí», sentenciaba.

Por si fuera poco, la doctora Guarducci fue capaz de distinguir también una letra P con varias líneas horizontales que simbolizaban la llave del reino de los cielos.

Pero lo mejor estaba aún por llegar. Junto a esos grafitos aparecieron algunos restos mortales que Venerato Correnti, catedrático de Antropología por la Universidad de Palermo, estudió con la meticulosidad y paciencia de un entomólogo. Hasta concluir que algunos huesos eran humanos, pero otros correspondían a un roedor atrapado en aquel remoto lugar.

Sus conclusiones resultaron ser fascinantes. Por un lado, se trataba de un varón setentón de complexión robusta, que vivió en el siglo primero. El catedrático Correnti localizó, además, algunos restos de hilo de oro y cierto tizne rojo que le hicieron pensar que al difunto Pedro se le envolvió en un manto de oro y púrpura para proteger mejor el cadáver.

El mundo recibió con gran júbilo la noticia en 1962, por boca de Pablo VI:

—Hemos llegado al final. Hemos encontrado los huesos de san Pedro identificados científicamente por especialistas —concluyó.

 

 

Los dos papas

 

Parapetado ante los restos mortales de san Pedro y la presencia simbólica de la Virgen de Fátima, el papa Francisco se disponía a saldar aquella tarde una inexcusable deuda pendiente con María de Nazaret desde el 13 de junio de 1929.

La Iglesia había aprobado las apariciones de Fátima mediante la carta pastoral A divina Providencia, escrita y rubricada por el obispo de Leiria, monseñor José Alves Correia da Silva, y proclamada con toda solemnidad en la Cova da Iria el 13 de octubre de 1930 ante más de cien mil fieles, trece años justos después de la última aparición.

Creían así a pies juntillas muchos miembros de la Iglesia, pese a que ninguna aparición mariana fuese dogma de fe, que los sucesos de Fátima constituían un hito único e irrepetible en la historia del que no solo dependía el pasado del hombre, sino sobre todo el presente y el futuro de la propia institución y del mundo entero. La consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María era de este modo el último recurso del pontífice para intentar poner fin a la guerra en Ucrania y evitar así su extensión a otros lugares del planeta.

Francisco ya estaba sobre aviso. Dos meses antes de la invasión rusa se había reunido con un jefe de Estado que le previno del estallido de la Tercera Guerra Mundial, tal y como reveló él mismo durante un encuentro a puerta cerrada con los directores de las revistas culturales de la Compañía de Jesús en Europa, celebrado en la biblioteca privada del palacio apostólico en mayo de 2022.

El pontífice aguardó así tres meses, desde el inicio de la invasión de Ucrania, para desvelar aquel encuentro secreto con el máximo mandatario de una nación, cuyo nombre también omitió, el cual le alertó sobre el alto riesgo de una gran conflagración mundial.

Todos y cada uno de los asistentes escucharon entonces estupefactos las palabras del pontífice, desde Stefan Kiechle, de la revista alemana Stimmen der Zeit, hasta Lucienne Bittar, de la suiza Choisir, pasando por Ulf Jonsson, de la sueca Signum, o Jaime Tatay, de la publicación española Razón y fe.

El papa se mostró convencido de que había estallado ya la Tercera Guerra Mundial y denunció que esta había sido «provocada o no evitada», con el sucio negocio de la venta de armas como trasfondo. Durísimo alegato del pontífice, como para quitarle el hipo a cualquiera:

 

Aquí no hay buenos y malos metafísicos, de forma abstracta —advirtió Francisco, sin remilgos—. Está surgiendo algo global, con elementos muy entrelazados. Un par de meses antes de que empezara la guerra, conocí a un jefe de Estado, un hombre sabio, que habla muy poco. Y después de hablar de las cosas que quería hablar, me dijo que estaba muy preocupado por la forma en que se movía la OTAN. Le pregunté por qué, y me respondió: «Están ladrando a las puertas de Rusia. Y no entienden que los rusos son imperiales y no permiten que ninguna potencia extranjera se acerque a ellos». Concluyó: «La situación podría llevar a la guerra». Esa era su opinión. El 24 de febrero comenzó la guerra. Ese jefe de Estado supo leer las señales de lo que estaba ocurriendo.

Lo que estamos viendo es la brutalidad y la ferocidad con la que esta guerra está siendo librada por las tropas, generalmente mercenarias, utilizadas por los rusos. Y los rusos prefieren enviar chechenos, sirios, mercenarios.

Pero el peligro es que veamos solo esto, que es monstruoso, y no veamos todo el drama que se está desarrollando detrás de esta guerra, que quizás fue de alguna manera provocada o no evitada. Noten el interés en el testeo y venta de armas. Es muy triste, pero al final es lo que está en juego.

Alguien podría decirme en este punto: «¡Pero usted está a favor de Putin!». No, no lo estoy. Sería simplista y erróneo decir tal cosa. Simplemente estoy en contra de reducir la complejidad a la distinción entre buenos y malos, sin razonar sobre las raíces e intereses, que son muy complejos. Mientras vemos la ferocidad, la crueldad de las tropas rusas, no debemos olvidar los problemas para tratar de resolverlos.

También es cierto que los rusos pensaron que todo acabaría en una semana. Pero calcularon mal. Encontraron un pueblo valiente, un pueblo que lucha por sobrevivir y que tiene una historia de lucha.

Para mí hoy se ha declarado la Tercera Guerra Mundial. Esto es algo que debería hacernos reflexionar. ¿Qué le pasa a la humanidad, que ha tenido tres guerras mundiales en un siglo? […] Hay que pensar que en un siglo ha habido tres guerras mundiales, ¡con todo el comercio de armas detrás! […] Lo que tenemos ante nuestros ojos es una situación de guerra de intereses globales, venta de armas y apropiación geopolítica que está martirizando a un pueblo heroico.

 

Al día siguiente de la invasión rusa, el 25 de febrero, el papa ya se había apresurado a reunirse con el embajador de la Federación Rusa ante la Santa Sede, Alexandr Avdeev, para expresarle su gran preocupación por el incierto futuro.

Francisco podía, por qué no, compararse de algún modo en la realidad con el obispo ucraniano Kirill Lakota en la ficción, interpretado por el actor Anthony Quinn en Las sandalias del pescador, la película que tantas veces había disfrutado el pontífice argentino desde su ordenación sacerdotal, en 1969.

Condenado a trabajos forzados en una prisión soviética hasta su inesperada liberación por decisión del presidente Piotr Ilych Kamenev —Laurence Olivier—, Kirill Lakota fue enviado al Vaticano como asesor y recibió luego el capelo cardenalicio de manos del también imaginario papa Pío XIII —John Gielgud—, quien poco después falleció de modo repentino. Kirill Lakota se convirtió así finalmente en papa, tras un disputado cónclave, asumiendo el nombre de Cirilo I.

Avatares del destino: Cirilo I, más conocido como Kirill, se hacía llamar también el decimosexto patriarca de Moscú con quien Francisco había mantenido una extensa conversación por videoconferencia el 16 de marzo anterior, ante el recrudecimiento de la guerra en Ucrania y el creciente peligro de su propagación al resto del mundo.

De nombre secular Vladímir Mijáilovich Gundiáyev, la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa rusa estuvo acompañada entonces por el metropolita Hilarión de Volokolamsk, responsable del Departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado de Moscú. A Francisco, por su parte, le secundó el cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos.

Poco antes, el patriarca Kirill había justificado la invasión de Ucrania por tratarse de un modo de salvaguardar a Rusia de la falta de valores en Occidente, sobre todo en lo relativo a moral sexual. La charla entre ambos dignatarios eclesiásticos no sirvió para atenuar la guerra, ni mucho menos para propiciar un alto el fuego. Y ello, pese a que en enero el patriarca de Moscú había pronunciado la palabra «paz» tras celebrar la Navidad ortodoxa en la catedral de Cristo Salvador, en Moscú:

 

Quiero dar las gracias a nuestros invitados —dijo entonces Kirill—, incluido el arzobispo católico Paolo Pezzi, que está aquí en Moscú. Le agradezco el mensaje del papa Francisco que me ha transmitido. Aprecio mucho las buenas relaciones que se han desarrollado entre nosotros, cuyos resultados pueden verse en muchas acciones comunes, incluido el logro de la paz donde no la hay.

 

Pero cuando las tropas rusas invadieron poco después Ucrania, Kirill ya no condenó la guerra, sino que se limitó a enviar un mensaje a todos los pastores y fieles de la Iglesia ortodoxa rusa, «cuyo rebaño —así lo definió él— se encuentra en Rusia, Ucrania y otros Estados». Kirill hizo un llamamiento, eso sí, a las partes en conflicto:

—Hagan todo lo posible para evitar víctimas entre la población pacífica —y pidió ayuda para los refugiados.

El patriarca compartía la tesis del presidente ruso Vladímir Putin, según la cual «los pueblos ruso y ucraniano —agregó Kirill— comparten una historia de muchos siglos que se remonta al bautismo de la Rus [pueblo] por el santo príncipe Vladímir». Esta unidad otorgada por Dios, «podrá superar las divisiones que han surgido y las contradicciones que han llevado a la guerra actual», concluyó.

Entre tanto, el patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, había denunciado que la Iglesia ortodoxa rusa no permanecía al margen de la guerra, sino que, por el contrario, se había puesto «del lado de Putin».

Francisco y Kirill habían protagonizado también un encuentro histórico el viernes 12 de febrero de 2016. Fue la primera vez que los líderes de las dos principales Iglesias del cristianismo se reunían desde su separación, en el lejano año de 1054.

El pontífice y el patriarca conversaron durante dos largas horas en una sala del aeropuerto internacional José Martí de La Habana, tras lo cual rubricaron una declaración conjunta por la paz mundial. Pero, en vista de lo sucedido seis años después, aquel documento no era más que papel mojado.

 

 

El último reducto

 

Igual que el papa Cirilo I en la ficción, Francisco asistía también anonadado al riesgo cierto de una gran conflagración nuclear de terribles consecuencias para la humanidad. Invitado por el primer ministro Kamenev, el nuevo pontífice encarnado por Anthony Quinn viajó en su caso a la Unión Soviética para intentar solucionar allí el conflicto in extremis.

Resultaba obvio que a Francisco no se le había invitado aún a Moscú para invocar la paz mundial, por más que él pudiese anhelarlo. Sintiéndose así entre la espada y la pared, el papa real recurrió al último reducto que aún le quedaba: la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, para lo cual cursó una invitación a todos los obispos del mundo pidiéndoles que se uniesen a él durante el acto, tal y como había solicitado también la Señora de Fátima para que la oración litúrgica surtiese el efecto indispensable.

Abandonado en sus brazos virginales, el pontífice efectuó la consagración «con la plena confianza de los hijos que, en la tribulación de esta guerra cruel e insensata que amenaza al mundo, recurren a la madre entregándose totalmente a ella», manifestó él ante la talla mariana con gesto afligido y suplicante.

A escasa distancia de la basílica de San Pedro, en los mismos jardines del Vaticano desde donde podía divisarse su enorme cúpula, el papa emérito Benedicto XVI se sumó también a la consagración. Lo hizo en el interior de su capilla privada del monasterio Mater Ecclesiae, donde reside desde mayo de 2013, cuando renunció al solio de Pedro. Allí vive retirado junto con su secretario personal, Georg Ganswein, cuatro laicas consagradas de la comunidad Memores Domini, que le ayudan con las labores domésticas, y un diácono belga.

La celebración de aquel acto sagrado resultaba decisiva para la Iglesia. No en vano, los desastres profetizados en Fátima estaban condicionados precisamente a que se efectuase la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María.

El 13 de julio de 1917, en la tercera aparición de la Virgen en la Cova da Iria, «ella ya manifestó» a los tres pastorcitos que para impedir los castigos contra el mundo y contra la Iglesia «vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón, y la comunión reparadora de los primeros sábados».

Y como tantas otras veces en la legendaria historia de las apariciones marianas, la Virgen cumplió su palabra doce años después, el 13 de junio de 1929. La propia vidente Lucía relataba, en el apéndice segundo de su Cuarta Memoria, aquel nuevo encuentro trascendental:

 

Después Nuestra Señora me dijo: «Ha llegado el momento en que Dios pide al santo padre que haga en unión con todos los obispos del mundo la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón, prometiendo salvarla por este medio. Son tantas las almas que la justicia de Dios condena por pecados cometidos contra mí, que vengo a pedir reparación: sacrifícate por esta intención y reza».

 

La primera petición de la Virgen, formulada en julio de 1917, se completó así con la de junio de 1929, cuando Lucía supo ya las condiciones concretas para que la consagración de Rusia fuese válida: que la realizase el papa en unión con todos los obispos del mundo y con mención expresa de Rusia.

Fátima y Rusia estaban así históricamente relacionadas. Sin ir más lejos, el mismo año de las apariciones marianas, 1917, fue también el de la revolución bolchevique. Y 1929 coincidió también con la manifestación de la Virgen sobre las condiciones de la consagración, mientras Stalin se hacía con el poder omnímodo en Rusia inaugurando su régimen de terror con el asesinato indiscriminado de seres humanos inocentes.

 

 

El horror bolchevique

 

Por nada del mundo deseaba la Virgen de Fátima que volvieran a repetirse los terribles desmanes cometidos durante la revolución bolchevique y la guerra civil en Rusia, donde, en diciembre de 1918, los cadáveres se amontonaban frente a los cementerios de todas las ciudades importantes. Con el primaveral deshielo, llegaron las epidemias. El régimen se planteó entonces la incineración como sistema para hacer desaparecer los cuerpos y evitar las enfermedades.

El primer crematorio se inauguró en diciembre de 1920, en Petrogrado, la antigua capital imperial de San Petersburgo donde nacería, precisamente, Vladímir Putin treinta y dos años después, el 7 de octubre de 1952.

Pero aquel horno apenas podía despachar un centenar de cadáveres al mes, y se optó por el enterramiento colectivo. Se calcula que en las fosas comunes de Bútovo, en las proximidades de Moscú, se hacinaron durante la era estalinista unos cien mil restos, y doscientos mil más en la necrópolis de Bikovna, en Ucrania.

La Checa panrusa de Dzerzhinski sería aún más terrible que la petersburguesa de Uritski, prodigándose las matanzas en los locales de una antigua compañía de seguros de vida —ironías del destino—, en la plaza Lubianka, próxima al Kremlin, donde el primer mandatario de la policía secreta instaló su cuartel general del horror.

Lo sucedido durante la guerra civil en el Trouvor, un barco capturado por los chequistas, fue espeluznante. Los tripulantes, encerrados en las bodegas, fueron obligados a salir uno a uno a cubierta. Al llegar al puente, la víctima era desnudada, atada de pies y manos, y extendida en el suelo, donde se le amputaban las orejas, la nariz, y los órganos genitales. Una vez «podada», en expresión de uno de los chequistas, se la arrojaba al mar. Así, una tras otra.

Los horrores no acabaron con el infierno del Trouvor. En el cementerio de Morchanks fueron enterrados vivos ocho campesinos heridos. En Rostov se fusiló a todos los muchachos de catorce a quince años sospechosos de simpatizar con los enemigos de la revolución. En el distrito de Kirsanov se encerró a los detenidos en un establo repleto de cerdos salvajes y hambrientos. Al anciano arzobispo de Jarkov le despellejaron la cabeza, y al obispo de Pern le enterraron vivo. En Kiev, los enfermos fueron desalojados de los hospitales y fusilados en plena calle. Igual suerte corrieron veinte mil de los cincuenta mil habitantes de la ciudad transcaucásica de Yangia, abatidos por las balas de sus verdugos.

Un modesto ejemplo de la devastación de vidas humanas durante la guerra civil rusa quedó reflejado en el escalofriante telegrama que envió sir C. Eliot a lord Curzon, el 22 de febrero de 1919. En el documento se recogía el informe detallado de setenta y uno asesinatos cometidos por los bolcheviques en 1918, remitido tres días antes por el Consulado de Ekaterimburgo. Una gota de agua en el inmenso piélago de la barbarie. En suma, historias para no dormir:

 

Números 1 a 18 ciudadanos de Ekaterimburgo —conozco personalmente a los tres primeros— fueron encarcelados sin que se formulara contra ellos ninguna acusación y a las cuatro de la madrugada del 29 de junio fueron conducidos —con otro, sumando 19 en total— al vertedero municipal de Ekaterimburgo, que está casi a un kilómetro de Ekaterimburgo, donde se les ordenó ponerse en hilera, a lo largo de una zanja recién cavada. Cuarenta hombres armados, se cree que milicianos comunistas, con aspecto de tener pocas luces, abrieron fuego y mataron a 18. El n.º 19, el señor Chistorserdov, escapó milagrosamente aprovechando la confusión general. Junto con otros cónsules destinados en Ekaterimburgo, protesté ante los bolcheviques por aquella barbaridad y los bolcheviques respondieron aconsejándonos que nos ocupáramos de nuestros asuntos, alegando que habían fusilado a aquellas personas para vengar la muerte del camarada Malishev, muerto en el campo de batalla, frente a los checos.

Números 19 y 20 son dos de un grupo de doce trabajadores detenidos por negarse a apoyar al Gobierno bolchevique, y el 12 de julio arrojados vivos en un hoyo en que se depositan residuos calientes de las fábricas de Verhisetski, en los alrededores de Ekaterimburgo. Los cadáveres los identificaron sus compañeros.

Números 21 a 26 se tomaron como rehenes y fueron fusilados en Kamishlof el 20 de julio.

Números 27 a 33, acusados de conspirar contra el Gobierno bolchevique, detenidos el 16 de diciembre en Troitsk, aldea del Gobierno de Perm. Conducidos el 17 de diciembre a la estación de Silva, ferrocarril de Perm, y todos decapitados con sable. Las pruebas indican que les habían cortado el cuello a medias por detrás, la cabeza del n.º 29 colgada de un fragmento de piel.

Números 34 a 36, sacados con otros ocho desde julio de un campo donde trabajaban cavando trincheras para los bolcheviques y que se descubrió en los alrededores de Oufalay, a unas ochenta verstas de Ekaterimburgo, fueron asesinados por guardias rojos con fusiles y bayonetas.

Números 37 a 58, retenidos en cárcel de Irbit como rehenes y el 26 de julio asesinados a tiros y rematados con bayoneta. Fueron fusilados en pequeños grupos, la matanza la organizaron marineros y la llevaron a cabo letones, todos borrachos. Los bolcheviques ocultaron el crimen y cobraron a los familiares de las víctimas el dinero del rescate.

Número 59 fue fusilado en Klevenkinski, aldea del distrito de Verhotury, el 6 de agosto, tras ser acusado de agitador antibolchevique.

Número 60, tras obligársele a cavar su propia tumba, fue fusilado por bolcheviques en Mercoushinski, aldea del distrito de Verhotury, el 13 de julio.

Número 61 asesinado a mediados de julio en fábrica de Kamenski por permitir que doblaran las campanas de la iglesia, contraviniendo órdenes bolcheviques, cadáver encontrado después con otros en una fosa, con la cabeza a medio cortar.

Número 62 detenido sin acusación, 8 de julio, en Ooetski, aldea del distrito de Kamishlov. Cadáver hallado posteriormente tapado con paja y estiércol, barba arrancada de cuajo con carne, palmas desolladas y frente con cortes.

Número 63 fue muerto después de largas torturas —no hay detalles— en estación de Antracyt.

Número 67 asesinado, 13 de agosto, cerca de la aldea Mironoffski.

Número 68 fusilado por bolcheviques delante de su iglesia en Korouffski, aldea del distrito de Kamishlov, delante de sus paisanos, de sus hijas y su hijo, fecha no establecida.

Números 69 a 71, muertos en fábrica de Kaslingski, cerca de Kishtin, el 4 de junio, con otros veintisiete civiles. Número 70 tenía la cabeza abierta, el cerebro al descubierto. Número 71 tenía la cabeza aplastada, brazos y piernas rotos, y dos heridas de bayoneta.

 

Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y la nueva victoria de los bolcheviques en la guerra civil rusa entre 1918 y 1920, la república soviética recuperó parte de los territorios perdidos en Brest-Litovsk.

Al Ejército Rojo, organizado por León Trotski, se debió en buena parte el triunfo bolchevique en la guerra civil, saldado con la muerte de unos ocho millones de personas de forma violenta, por hambre y epidemias.

Las gentes vagaban descalzas por las calles, vestidas con harapos, igual que sombras fantasmales. No tenían un mendrugo de pan que llevarse a la boca, ni leña para calentarse en el gélido invierno. Ni tan siquiera velas para alumbrarse ante la falta de electricidad. Los cadáveres de caballos yacían abandonados en las calzadas…

Pero aun con semejante pasado, la Iglesia, con el papa a la cabeza, seguiría haciendo caso omiso del deseo expresado por la Virgen de Fátima, hasta el punto de que Lucía aseguró que había tenido una locución con el mismo Jesús, en agosto de 1931, ante la nueva amenaza que se cernía sobre el mundo entero si la humanidad no cambiaba radicalmente de actitud.

La vidente pasaba una temporada en la localidad pontevedresa de Rianjo, reponiéndose de una enfermedad, cuando uno de aquellos días, mientras estaba recogida en oración en la capilla de la casa de retiro, escuchó en su interior la recriminación de Jesús. Así lo relataba ella misma, en una carta a su obispo, datada el 29 de agosto del mismo año:

 

Más tarde —escribía Lucía—, por medio de una comunicación íntima, Nuestro Señor me dijo, quejumbroso:

—Participa a mis ministros que, en vista de que siguen el ejemplo del rey de Francia en la dilación de la ejecución de mi petición [la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María], también lo han de seguir en la aflicción […] No han querido atender mi petición. Al igual que el rey de Francia se arrepentirán, y la harán, pero ya será tarde. Rusia habrá esparcido ya sus errores por el mundo provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia. ¡El santo padre tendrá que sufrir mucho!

 

 

La cabeza perdida de Luis XVI

 

Jesús aludía de manera explícita al rechazo del rey Luis XIV de Francia a la petición del cielo efectuada el 17 de junio de 1689 por medio de Margarita María de Alacoque, una monja del convento francés de la Visitación de Paray-le-Monial, donde ingresó el 20 de junio de 1671, beatificada años después por Pío IX y canonizada por Benedicto XV.

Como consecuencia de la negativa del monarca a consagrar públicamente Francia al Sagrado Corazón de Jesús, reiterada por su hijo y por su nieto, los también reyes Luis XV y Luis XVI, la Revolución francesa acabó arruinando para siempre las esperanzas e ilusiones de la casa reinante de la forma más espantosa e inimaginable.

—¡No perdamos más tiempo! ¡Me quitaréis mejor las botas cuando ya esté muerto! ¡Terminemos cuanto antes!

Fueron sus últimas palabras.

Instantes después, la cabeza del desgraciado Luis Felipe II de Orleans, de cuarenta y seis años, rodaba como una calabaza bajo la guillotina instalada en la plaza de Luis XV.

El mensaje de Jesús sobre los horribles sucesos se cumplió así una vez más de modo inexorable el 6 de noviembre de 1793, en pleno reinado del terror. Curiosamente, a manos de los mismos verdugos que habían guillotinado el 21 de enero anterior a Luis XVI, rey de Francia desde el 14 de mayo de 1774, y de los franceses entre 1789 y 1792.

Detenido en Varennes-en-Argonne, Luis XVI fue conducido de nuevo a París, donde sancionó la Constitución de 1791. Pero el 20 de agosto de 1793, tres meses antes de su ejecución, fue arrestado tras el asalto a las Tullerías.

Por increíble que parezca, Luis Felipe de Orleans, el hombre que acababa de ser ejecutado en el cadalso como un vulgar criminal, había votado meses atrás la condena a muerte en idéntico patíbulo de su propio primo Luis XVI, motejado Luis Capeto por los revolucionarios. El único crimen que la historia puede imputar justamente a Luis Felipe de Orleans. Cuando llegó su turno en la Asamblea francesa, todos los demás diputados le escucharon pronunciar su increíble sentencia:

—La mort.

Aquella misma noche, Robespierre en persona se despachó a gusto con el felón en casa de unos amigos:

—¡Desgraciado Igualdad! Pudo abstenerse de votar, pero no quiso o no se atrevió. La nación hubiese sido más magnánima con él…

Luis Felipe desoyó incluso el perdón implorado para Luis XVI por sus propios hijos; entre ellos, su primogénito llamado igual que él y proclamado años después rey de los franceses. ¿Cabía acaso un oprobio mayor?

Semejante traidor de sangre azul llegó a ser, al final de su vida, partidario de la Revolución francesa nada menos.

¡Y qué decir del infortunado Luis XVI…! Nieto y sucesor de Luis XV, el monarca guillotinado estaba repleto de buenas intenciones y era morigerado en sus costumbres, pero resultaba una verdadera calamidad en lo que a talento y decisión se refiere.

Apenas merecería una nota a pie de página en un libro de historia si no fuera por su admirable resignación a las vicisitudes que le rodearon y, sobre todo, al increíble arrojo demostrado en el cadalso. Cierto que la majestad del trono y la corte parisiense eran aborrecidas por todos los departamentos de Francia cuando él se ciñó la corona en sus sienes, pero recuperar el respeto y admiración del pueblo requería otras dotes y cualidades de las que carecía Luis XVI.

Confinado finalmente en un calabozo del Temple, la Convención le declaró culpable de atentado contra la seguridad pública y, por tanto, reo de muerte. Enseguida se levantó el tablado fatal en la plaza de la Revolución, al que subió el rey erguido y con paso firme. Previamente, le habían cortado el cabello, desnudado de sus regias vestiduras y maniatado como al peor de los asesinos. Adelantándose hacia el lado izquierdo de la guillotina, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Franceses, muero inocente, perdono a mis enemigos y deseo que mi muerte sea propicia al pueblo! La Francia…

El redoble de tambores ahogó la voz de la víctima, que con heroica resignación entregó la cabeza al verdugo. Mientras este descargaba el golpe decisivo, el sacerdote que había confesado al monarca celebró con entusiasmo:

—Allez fils de Saint Louis, montez au Ciel! —«¡Ve, hijo de san Luis, sube al cielo!»—.

Sí, al cielo, porque el monarca atesoró las grandes virtudes de que puede envanecerse el hombre: buen esposo y padre de familia. Pero, en cambio, no supo ser rey ni, sobre todo, cumplir los designios del cielo para consagrar Francia al Sagrado Corazón de Jesús.

Su cuerpo fue conducido al cementerio de la Madeleine y consumido en cal viva, conforme a las impías órdenes de la Convención.

 

 

La «sordera» de Pío XI

 

El panorama podía ser desolador también para la humanidad en el futuro si volvía a incumplirse la voluntad de Dios en este caso: consagrar Rusia al Inmaculado Corazón de María.

¿Tuvo noticia Pío XI de esta grave advertencia de Jesús a la vidente Lucía? Contamos con la exhaustiva indagación de Frère Michel de la Sainte Trinité, autor de una espléndida trilogía sobre Fátima que constituye uno de los estudios más completos publicados hasta la fecha sobre estas apariciones marianas. Frère Michel asegura, a la luz de los documentos de Fátima, que el pontífice conoció la petición de Jesús. Pero, tal y como sucedió con el rey Luis XIV en su día, hizo también oídos sordos al llamamiento, razón por la cual la Virgen profetizó que «otra guerra aún peor» comenzaría «en el pontificado de Pío XI».

Una vez más, la corrección política y los respetos humanos, fundados en el temor a las reacciones ante una condena formal y doctrinal del marxismo-leninismo y del régimen soviético, impidieron el acto de consagración.

Por si fuera poco, sabemos por el vaticanista Marco Tosatti que el pontífice no sentía simpatía alguna por Lucía. El periodista italiano obtuvo el testimonio de una fuente vaticana «digna de todo crédito», en sus propias palabras, según la cual Pío XI nunca quiso ni oír hablar de Fátima. Contaba su entonces secretario y más tarde cardenal, Carlos Confalonieri, que el papa prefería sentarse por su cuenta a la hora de comer, para escuchar la radio, que era la gran novedad tecnológica de la época. Recibía muchas cartas y las leía todas, entre ellas las de muchas consagradas que le hacían partícipe de sus visiones místicas.

 

Pío XI leía las cartas —cuenta Tosatti, escudado en el valioso testimonio de un huésped de los sagrados palacios durante décadas enteras—, después alzaba la mirada, dejaba las hojas sobre la mesa y exclamaba un «¡bah!» pensativo… Al final comentaba a media voz, como si hablase consigo mismo: «Dicen… dicen que soy yo su vicario en la tierra. Si tiene algo que revelarme, podría decírmelo directamente».

 

El papa tuvo la sartén por el mango entre 1929 y 1931, según el experto Frère Michel. De hecho, si Rusia hubiese sido consagrada al Corazón Inmaculado de María, se habría convertido y la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente expansión del comunismo por el mundo no existirían seguramente en los libros de historia.

—Pero dado que esto no se verificó —se lamenta Frère Michel—, en lugar de las promesas, llegaron los castigos y las desventuras que se abatieron sobre la cristiandad.

Empezando, sin ir más lejos, por la guerra civil española. No fue casual, desde luego, que cinco años antes del estallido de la contienda, el entonces ministro de la Guerra, Manuel Azaña, proclamase en las Cortes:

—Hoy España ha dejado de ser católica…

Y lo dijo el mismo día 13 de octubre —de 1931— en que se produjo la última aparición de Fátima con el milagro de la danza del sol.

Poco antes de su muerte, acaecida el 20 de febrero de 1920, la otra vidente de Fátima, Jacinta Marto, había insistido en el hospital de Lisboa, donde se hallaba ingresada:

—Si los hombres no se enmiendan, Nuestra Señora enviará al mundo un castigo como no se ha visto otro igual, y antes que a otros países a España —y así fue.

 

 

Aurora boreal

 

Entre tanto, Adolf Hitler se hizo con el poder en Alemania en enero de 1933 y el demonio nazi se sumó así al demonio de Stalin que ya existía en Rusia.

Ambos diablos desencadenaron la Segunda Guerra Mundial mediante el Pacto Ribbentrop-Mólotov para repartirse Polonia, Finlandia, las Repúblicas bálticas y parte de Europa Oriental, firmado el 23 de agosto de 1939. Y para colmo de males, fueron aliados durante los dos primeros años de la gran conflagración.

Testigo del horror, Lucía no se cansó de hacer continuos llamamientos a los pastores de la Iglesia durante la década de los años treinta. El 21 de enero de 1935, ella escribía: «Hay que trabajar para que el santo padre cumpla sus deseos [los de Jesús]».

Y el 18 de mayo de 1936, justo dos meses antes de la sublevación militar que desencadenó la guerra civil en España, Lucía seguía sin darse por vencida: «Hay que insistir», anotaba.

La carta de la vidente de Fátima a su confesor, el padre Bernardo Gonçalves, apabullado por la veracidad de las profecías marianas reflejadas en el incesante derramamiento de sangre en España, es de una elocuencia incontestable. Dice así:

 

¿Si conviene insistir? —se preguntaba Lucía—. No lo sé. Me parece que si el santo padre cumpliese ahora la consagración, Nuestro Señor la aceptaría y respetaría su promesa; y sin duda le agradaría a Nuestro Señor y al Corazón Inmaculado de María. Interiormente he hablado con Nuestro Señor de todo este asunto y hace poco le pregunté por qué no convertía a Rusia sin que su santidad hiciese esta consagración.

—Porque quiero —dijo Nuestro Señor— que toda mi Iglesia reconozca esa consagración como un triunfo del Inmaculado Corazón de María, con el fin de extender después su culto y poner, junto a la devoción hacia mi Corazón Divino, la devoción a su Corazón Inmaculado.

—Pero, Dios mío —dije yo—, el santo padre no me creerá, si Vos mismo no le persuadís con una inspiración especial.

—¡El santo padre! Reza mucho por el santo padre. ¡Él acabará por hacerla, pero será tarde! Con todo, el Inmaculado Corazón de María salvará a Rusia, pues le ha sido confiado a ella.

 

 

Por fin, en marzo de 1937, el obispo de Leiria se decidió a escribir al papa, pero este hizo caso omiso de la misiva hasta el punto de no dignarse ni a responderla. Y entonces, tal y como había advertido la Virgen, la noche del 24 al 25 de enero de 1938 sobrevino la que se dio en llamar «aurora boreal» y que señalaba para algunos el próximo estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Por más que Lucía trató de explicar el significado profético de ese fenómeno atisbado en el firmamento, del que todos los periódicos se hicieron eco con un sentido estrictamente científico, tampoco consiguió que en el Vaticano le hicieran el menor caso. Y eso que la Virgen de Fátima ya lo había avisado con claridad:

—Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus pecados, por medio de la guerra, el hambre, la persecución de la Iglesia y del santo padre.

Esa extraña señal sobrecogedora se produjo, en efecto, en todo el occidente de Europa aquella noche invernal. El 6 de febrero de 1939, seis meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Lucía escribió a su obispo para advertirle de que «la guerra que predijo Nuestra Señora es inminente», tranquilizándole al mismo tiempo con que Portugal estaba protegida «gracias a la Consagración nacional a su Inmaculado Corazón efectuada por el episcopado portugués».

La consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María seguía, pues, sin realizarse, pese a los esfuerzos ímprobos de Lucía ante sus superiores, que insistía también en la necesidad de instituir la comunión reparadora de los primeros sábados solicitada por la Virgen en la primera de sus apariciones privadas, el 10 de octubre de 1925.

Aquel día, mientras era aún postulante en el convento de las Hermanas de Santa Dorotea, en la localidad de Vilar, cerca de Oporto, Lucía contó que se le apareció la Virgen con el Niño Jesús en su celda, sobre una nube resplandeciente. Le mostró, según la vidente, su Corazón rodeado de espinas, y Jesús, señalándolo con el índice, la exhortó a «tener compasión de aquel Corazón martirizado continuamente por la ingratitud humana, sin que haya quien lo consuele con actos de desagravio». La Virgen le dijo entonces:

 

Mira, hija mía, mi Corazón rodeado de espinas que los hombres ingratos atraviesan en todo momento con sus blasfemias e ingratitudes. Tú, al menos, procura consolarme. Anuncia en mi nombre que prometo asistir en la hora de la muerte, con las gracias necesarias para la salvación, a todos los que el primer sábado de cinco meses consecutivos se confiesen, reciban la sagrada comunión y recen la tercera parte del rosario, meditando en los misterios, con la intención de desagraviarme.

 

Y ahora era Jesús, quien, a comienzos de 1939, apremiaba así a Lucía, tal y como testimoniaba ella:

 

Pide otra vez con insistencia la promulgación de la comunión reparadora de los primeros sábados en honor al Inmaculado Corazón de María. Está próximo el tiempo en que el rigor de Mi Justicia castigará los crímenes de muchas naciones.

 

El 20 de junio de 1939, dos meses y medio antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el llamamiento de Lucía adquiría ya tintes más dramáticos, persuadida del cumplimiento inminente de la terrible profecía:

 

Nuestra Señora prometió retrasar el flagelo de la guerra si fuera propalada y practicada esta devoción [la de los cinco primeros sábados de cada mes]. Vemos a la Virgen rechazando ese castigo en la medida de los esfuerzos que se hacen para extenderla; pero mucho me temo que podamos hacer más de lo que ya hacemos, y que Dios, descontento con ello, levante el brazo de su misericordia y permita que el mundo sea asolado con ese castigo que será, como nunca lo fue, horrible, horrible…

 

Las consecuencias de tan obstinada desobediencia a los mandatos del cielo no tardaron en llegar con la firma del ya aludido Tratado Ribbentrop-Mólotov, seguido de la invasión de Polonia el 1 de septiembre, y de la entrada formal de Francia e Inglaterra en el conflicto el día 3, declarándose así la Segunda Guerra Mundial. Pese a todo, la mayoría de estadistas y ciudadanos descreídos seguían buscando argumentos geoestratégicos, cuando no casuales, a un conflicto que podía ser de naturaleza causal.

Mientras tanto, Lucía seguía sin darse por vencida. En abril de 1940, volvía a escribir así a su confesor: «Dios está afligido, no solo a causa de los grandes pecados, sino también por nuestra dejadez y negligencia en atender sus peticiones».

Ese mismo año, la religiosa insistió ante el obispo de Leiria con una nueva carta y escribió también directamente otra a Pío XII, elegido papa el 2 de marzo de 1939 en sustitución del fallecido Pío XI, quien se fue a la tumba sin haber cumplido ni uno solo de los deseos expresados por la Virgen de Fátima.

 

 

«¡El mundo, no!»

 

Pío XII atendió finalmente solo en parte la petición de la Virgen, formulada en esa carta por Lucía, consagrando el mundo al Inmaculado Corazón de María el 31 de octubre de 1942. El acto de consagración se difundió mediante un radiomensaje en portugués, con ocasión de la clausura de las fiestas jubilares de los veinticinco años de las apariciones de Fátima.

Pero faltaba en el texto pontificio la mención especial de Rusia. De nuevo los entresijos políticos hicieron acto de presencia, malogrando el sentido pleno de la consagración. No en vano, en el momento álgido de la guerra, la alusión expresa a uno de los grandes países combatientes hubiese sido interpretado casi como un acto beligerante por parte del romano pontífice.

Aun así, Lucía recibió el tímido beneplácito de Jesús en otra de sus comunicaciones interiores con él, la cual se dio a leer el 20 de abril de 1943, durante los ejercicios espirituales celebrados en Fátima por todos los obispos de Portugal. El texto íntegro de la carta, dada a conocer también por el cardenal Pedro Segura, arzobispo de Sevilla, en una asamblea sacerdotal celebrada en la catedral de la capital andaluza, dice así:

 

Dios Nuestro Señor —manifestaba la vidente— me ha mostrado ya su complacencia con el acto, aunque sea incompleto conforme a su voluntad, realizado por el santo padre y por varios obispos. En recompensa, promete acabar en breve con la guerra; la conversión de Rusia para más tarde.

 

Con razón, Piero Mantero y Valentina Ben, en su libro Fátima, la profecía revelada, manifiestan su firme creencia en el sentido providencial del desarrollo de la guerra. Así pues, tras la consagración de octubre de 1942, según ellos se registraron los hechos siguientes:

 

Dios cumplió de inmediato su promesa: 3 de noviembre de 1942, derrota alemana en El Alamein, tras diez días de terribles combates; 8 de noviembre: desembarco del Ejército angloamericano en África del Norte; 2 de febrero de 1943: capitulación en Stalingrado del VI Ejército alemán; Churchill pronuncia su célebre discurso: «La rueda del destino ha dado la vuelta».

 

La consagración, como decimos, fue incompleta para no herir susceptibilidades. Y la corrección política de los papas, imperante también durante toda la posguerra e incluso después, hizo que cobrase sentido la seria advertencia de la Virgen:

—Rusia esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones.

Ni siquiera Pío XII, considerado «el papa de Fátima», prestó oídos a las incesantes súplicas de sor Lucía, quien, en octubre de 1951 y por medio del padre Gustav A. Wetter, rector del Collegium Russicum, un centro católico radicado en Roma y dedicado al estudio de la cultura y la espiritualidad rusas, había intentado en vano recordar al pontífice que la consagración pedida por la Virgen aún no se había realizado. La Señora de Fátima volvió a replicarle a Lucía por enésima vez, en mayo de 1952:

—Hazle saber al santo padre que Yo sigo esperando aún la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón.

Pese a desgañitarse en su empeño por ser escuchada, Lucía debió resignarse una vez más a la solución intermedia adoptada por Pío XII: la publicación de la carta apostólica, el 7 de julio de 1952, destinada a los pueblos de Rusia. Titulada Ad Universos Russiae Populos, en ella se consagraba Rusia, sí, pero de modo incompleto y sobre todo sin la convocatoria de todos los obispos del mundo, como también pedía la Virgen. Decía así:

 

 

Así como hace pocos años consagramos todo el género humano al Corazón Inmaculado de la Madre de Dios, así ahora dedicamos y consagramos de un modo peculiarísimo, al mismo Corazón de la Inmaculada, todos los pueblos de Rusia [las cursivas son del autor].

 

A esas alturas, la expansión mundial del comunismo soviético y la aniquilación de millones de cristianos eran ya hechos consumados. De las horribles matanzas decretadas por Stalin dejaría testimonio escrito Joseph Davies, embajador extraordinario del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, en carta confidencial al secretario de Estado, Cordell Hull:

 

El terror es espantoso —relataba Davies—. Por múltiples indicios se comprueba que el pánico penetra y obsesiona a todas las capas de la sociedad. No hay un hogar, por humilde que sea, que no viva con el miedo constante de una batida nocturna de la policía secreta, preferentemente entre la una y las tres de la madrugada. Si alguno es arrestado, pasan meses sin oír hablar de él. A veces incluso acontece que desaparezca para siempre. La policía secreta ha extendido su actividad como jamás se había visto en la capital de la URSS. Se afirma que es tan brutal y cruel como la de los antiguos zares. La purga actual tiene, sin ninguna duda, un carácter político y religioso.

 

Y entre tanto, entrevistada por el historiador estadounidense William Thomas Walsh, el 15 de julio de 1946, Lucía seguía insistiendo hasta la extenuación:

—Lo que Nuestra Señora quiere es que el papa y todos los obispos del mundo consagren Rusia a su Inmaculado Corazón.