El reloj, el fuego y el laberinto - Bruno Pagnani - E-Book

El reloj, el fuego y el laberinto E-Book

Bruno Pagnani

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Beschreibung

Una legión de bestias oscuras atacó un pueblo lleno de paz para asesinar a su rey. Tiempo después, la oscuridad volvió a irrumpir, pero esta vez para robar el reloj sagrado, el elemento más preciado del pueblo. ¿Su función? Evitar que el tiempo se detenga y los días queden congelados para siempre en el mismo instante. Renzel, el nuevo rey, junto a sus hermanas, Daina y Kaldia, deberán reunir al Ejército Blanco para ir en busca del reloj, traerlo de nuevo y así evitar la detención del tiempo para siempre. Estos personajes deberán explorar lugares desconocidos e inexplorados en donde habitan bestias y seres oscuros, esconocidos, sin alma ni razón y sedientos de sangre. Pero la oscuridad se metió con el pueblo equivocado y ahora deberá defenderse de la impiadosa espada de justicia y libertad que blande cada guerrero. Todos están dispuestos a entregar sus vidas por el reloj.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Pagnani, Bruno Javier

El reloj, el fuego y el laberinto : una batalla contra la detención del tiempo / Bruno Javier Pagnani. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2022.

208 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-817-811-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y

distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2022. Pagnani, Bruno Javier

© 2022. Tinta Libre Ediciones

La vida entrega a cada ser

la luz de un mundo que no tiene fin…

Es la virtud para crear

teniendo, ya al nacer, el don de imaginar,

haciendo lo imposible realidad.

Es el motivo de existir;

lograr el sueño que nos trajo aquí

le da sentido a caminar.

Soñar nos hace libres para decidir hacer

nuestro camino realidad.

(Quinto elemento - Tierra Santa).

Cuando los demonios asecharon,

oscurecieron el camino.

Mi cuerpo yacía allí,

pero mi alma estaba ausente.

El reloj, el fuego y el laberinto

Capítulo 1

El Ejército Blanco

El mal existe desde que la razón es parte de nuestro pequeño ser interior y se combate a sí mismo desde antaño. Cada batalla tiene su historia y cada pueblo, su pasado. Nada de lo que haya ocurrido tiempo atrás podrá cambiar el sentimiento de un guerrero por su estirpe.

En las épocas de las cavernas, miles de años atrás, una legión oscura proveniente de los infiernos más tenebrosos que puedan existir se encargó de destruir cada rincón de la tierra. Nada ni nadie pudo detener el avance del ejército de las tinieblas. Familias enteras fueron condenadas a la hoguera por defender sus raíces. Algunas mujeres fueron calcinadas vivas y arrancadas de sus casas por bestias ciegas y esclavas del mal. Cientos de hombres, capturados y convertidos en espectros negros por los magos de la oscuridad.

Con el correr de los años, los pueblerinos lograron reconstruir una parte de su tierra… sin cansancio, sin rencor, pero no sin dolor. Después de un largo luto, todo volvió a la normalidad tras los sangrientos ataques de la oscuridad.

En aquellos tiempos, casi en el comienzo de todo, incluso antes de la edad de hierro y antes de saber lo que significaba la muerte, la tierra era virgen y fértil. El suelo atraía la lluvia cuando más la necesitaba. La rabia, la envidia y el rencor no interrumpían los días de paz. Todo era progreso y trabajo. Los niños aprendieron a cuidar cada árbol sagrado y el agua del río azul que costeaba el pueblo y los refrescaba durante los días de calor. Otros aprendieron oficios como la herrería, la pesca y la carpintería.

En estas tierras se organizaban fiestas en las que había música, baile y algo de bebida, lo que convertía a los habitantes en hombres felices e inmortales, durante algunas horas.

El pueblo contaba con un centenar de casas con techos de barro y pasto seco y estaban pegadas unas a otras, como hileras de soldados perfectamente alineados por sus cascos. Había una iglesia para las personas de fe, un mercado, un molino, granjas, establos y un muelle en el que descansaban las pequeñas barcazas de pesca. También había una arquería, un cuartel, una forja y algunos sitios en donde se podían aprender diferentes oficios. La cosecha, la pesca, la construcción y el desarrollo de la industria metalúrgica bañaban la tierra de esperanza.

Los ancianos contaban historias de magos, brujas, bestias y guerreros inmortales mientras los niños las escuchaban alrededor de un fogón alimentado por quebracho rojo.

Pero, tiempo después, la tierra se tiñó de sangre y muerte, otra vez. Los niños y mujeres fueron masacrados sin piedad por el ejército oscuro. Los habitantes sufrieron los dolores más aberrantes que puedan imaginarse en la mente de cualquier mortal; fueron esclavizados, encerrados, lacerados, mutilados, y algunos hasta decidieron inmolarse para escapar de los castigos de las bestias sombrías.

El pueblo pasó de ser un lugar lleno de paz a convertirse en un campo de batalla minado de cuerpos moribundos que, aún con sus rostros vivos, pedían clemencia. Nadie podrá olvidar las masacres, las torturas, los dolores y el intento de arrebatar la paz a costa de sangre y violencia por parte de la oscuridad.

Algunos cadáveres quedaron enterrados bajo la nieve que caía sin detenerse. Otros fueron devorados por cuervos, buitres y gusanos. Parecía que el tiempo quedaría congelado en ese instante para siempre. Los sobrevivientes intentaron cremar los cuerpos de sus hermanos junto a una montaña colosal de hojas, ramas, leños y hasta fardos de alfalfa; pero cada pequeña llama se convertía instantáneamente en un cristal blanquecino y transparente por culpa del implacable invierno.

Las colinas del pueblo parecían el suelo de algún infierno: rojizo, débil y movedizo, de tanto fuego. Algo había arrasado con toda la ciudadela en un atardecer crudo y solitario. Lejos en el tiempo, esa tierra había sido sagrada e inmortal.

Años después de acontecido el último infierno, se formó el glorioso Ejército Blanco, enemigo de las sombras. Este estaba conformado por lanceros (hombres valientes que atacan a pie con grandes lanzas de punta de acero), piqueros (hombres y mujeres fuertes que ayudaban a marcar el camino por el cual debían avanzar las caravanas), mártires (hombres que caminaban con barriles medianos de pólvora y aceite negro sobre sus hombros, y que no tenían rodeos para inmolarse).

También por mujeres guerreras (eran bestialmente asesinas y hasta miraban a los ojos a sus enemigos en el momento justo en el que su alma dejaba este plano, para poder sentir su muerte sin piedad).

Nadie, absolutamente nadie, tuvo misericordia para con el pueblo. Ningún habitante había pensado jamás en una venganza, pero los ataques, las torturas y la destrucción provocaron en los reyes sed de justicia y de la tan amada libertad.

El corazón del pueblo, el centro de la extensión serpenteante y pedregosa, había sido bendecido en edades pasadas por los brujos, las brujas y las bestias. Estos grupos de seres tenían el don de la creación y, entre tantas alquimias, pócimas secretas y algunos experimentos riesgosos, crearon el reloj sagrado.

Este tenía características idénticas a un reloj de arena que hace de adorno en cualquier hogar. Las diferencias se encontraban en el tamaño, puesto que este era gigante como el monumento central de alguna ciudad, y la arena, que había sido curada y fabricada por brujos, quienes habían desarrollado un conjuro para hacerla sagrada. Era algo más gruesa que la sal y de un color rojizo muy tenue y yacía dentro del reloj, que era girado por las bestias al final de cada día.

El reloj era el encargado de que el tiempo nunca se detuviera, y así el pueblo pudiera crecer y progresar día a día. Dicho artilugio se encontraba sobre una enorme plataforma de acero y madera, unido en sus extremos por engranajes metálicos, también de acero, que hacían que girarlo no fuera una tarea tediosa. Estaba adornado por cadenas de bronce.

La destrucción del artefacto sagrado implicaría la devastación de las vidas y la petrificación del tiempo por toda la eternidad, y haría que el pueblo quedara congelado para siempre en el mismo día, en la misma hora y en el mismo instante y a perpetuidad. La muerte del tiempo implicaría la ruina del pueblo, de los reinados, de los ejércitos y de cada habitante de ese lugar tan sagrado e importante. Todo se reduciría a una quietud de muerte, sombra y silencio. El pueblo entero se convertiría en piedra, en nieve, en sangre, y luego…, en polvo.

En el pasado había existido un ejército de monstruos gigantes, algunos fueron destruidos con los años, otros murieron en batalla, y otros llegaron a morir de forma natural debido a su edad, ya que no solían vivir más de diez años en los casos más longevos. Estas bestias eran seres gigantes de corazón noble, con brazos tan largos que llegaban hasta sus pies. Sus nudillos dejaban marcas extensas y profundas en cada suelo visitado. Tenían las piernas cortas, la espalda ancha y los hombros con cicatrices de guerra.

Algunas eran como una especie de cíclopes, con orejas puntiagudas y cuello largo; lo que hacía que sus cabezas no se encontraran tan pegadas a sus hombros ni a su espalda. Sus barbillas estaban escondidas como si hubiesen recibido un puñetazo en el mentón y este le hubiese quedado a la altura de las cervicales. Poseían dientes gigantes y amarillos por el sarro, y adornados con restos de pasto y algas del río azul, que era de lo que solían alimentarse. Solo se alimentaban de humanos si eran enemigos que les causaban algún terror o amenaza. Para ello, los tomaban del torso, los apretaban entre sus colosales dedos hasta que explotaban, y arrancaban sus cabezas como quien arranca una hoja seca que está a punto de despedirse de un árbol.

Estos cíclopes vivían en enormes cuevas de piedra que se encontraban debajo de la tierra, a las cuales se podía acceder solo desde el río azul o, en su defecto, al atravesar el interminable desierto blanco. Otros residían unos cuantos kilómetros al norte de la cuidad; no solían salir demasiado a la superficie, salvo en casos extremos o por solicitud de las autoridades máximas del pueblo para colaborar en la defensa del territorio. Al momento del combate eran lentos y no contaban con una visión periférica de todo el entorno, por lo cual, solían pelear sacudiendo sus brazos instintivamente hasta que algún enemigo quedaba atrapado entre sus dedos.

El linaje

Como en todo pueblo o aldea, existía un rey, un líder, un mortal a quien todos respetaban, obedecían y hasta, a veces, reclamaban por el bienestar colectivo. El pueblo, llamado Shendenlord, estaba contorneado por el río azul y por unas cascadas tan gigantes como los cíclopes. Contaba con enormes praderas verdes y árboles frondosos y floridos.

El rey de Shendenlord, Elnhor, era un hombre muy venido en años, que había luchado en una cantidad innumerable de batallas por la conquista de más y más territorio. Lo había logrado con creces, pero eso había traído aparejado graves consecuencias en su salud: sus rodillas ya no se flexionaban de la misma manera para esquivar los golpes, y sus brazos no eran capaces de sostener su escudo de bronce durante más de algunos pocos minutos. Elnhor tenía el rostro curtido y lleno de grietas y heridas de batalla. Sus ojos eran del color de la miel. Portaba una tupida barba colorada que cubría la mitad de su rostro. Era alto y esbelto; y su presencia imponía respeto.

El rey tenía tres hijos: dos mujeres (Kaldia, la princesa guerrera, y Daina, la princesa bruja) y un varón (Renzel, integrante de los lanceros del Ejército Blanco y heredero del trono por la estirpe sagrada). Y era viudo, su mujer, la reina Escarlata, había participado de una de las últimas batallas, a pesar de encontrarse en una situación penosa e irreversible de salud. Se había contagiado de un virus letal y sus pulmones se agitaban durante la noche, sus entrañas se contraían y su cabeza recibía algunos golpes imaginarios de gigantes en las sienes. Se mareaba con frecuencia y en los días de mucho calor escupía hilos de sangre mientras se retorcía de dolor entre las sábanas de seda de su lecho. Esto hizo, que, a pesar de su fortaleza física y mental, la corona se tiñera de luto al final del primer invierno después de la primera edad antigua.

Kaldia y Daina se acompañaron mutuamente en el profundo vacío que había dejado la reina, pero solo una de ellas ocuparía el trono. Todo el pueblo sospechaba que el rey tenía preferencia solamente por uno de sus hijos, pero Elnhor esquivaba el tema con frecuencia. Esa debilidad existía y era evidente, era por su hijo varón: Renzel, a quien, ante el fallecimiento de Escarlata, le encomendó organizar un funeral con todos los honores que la reina se merecía.

En el acto de despedida, el rey rindió los correspondientes homenajes a su mujer junto con sus tres hijos. Muchas personas acudieron a la cremación del cuerpo de la reina con ramos enormes de lirios, rosas blancas y negras, claveles rojizos con bordes blancos, dorados y azules, y una infinita cantidad de ofrendas como muestra de apoyo a la familia de sangre azul. Otras familias provenientes de tierras lejanas acudieron con coronas secas de rosas y espinas para alimentar el fuego.

El acto fue breve pero doloroso. Uno de los lanceros roció la montaña de espinas, madera y ramas con aceite negro, y arrojó una antorcha para, así, culminar con la cremación en pocos minutos. Al finalizar el acto, las trompetas sonaron en señal de respeto. Los tambores fabricados en grueso cuero vacuno retumbaron y sus parches vibraron con cada golpe que bañó las praderas.

Escarlata había luchado años y años por el bienestar del pueblo y de cada habitante. Había ordenado la protección del reloj sagrado costara lo que costara, y también había sido capaz de entregar su alma por el reloj.

Elnhor, el rey, nombró a Daina como sucesora directa de Escarlata por su condición de bruja y por ser la mayor de las dos hermanas mujeres, lo que la incomodó un poco ya que el nombramiento fue llevado a cabo solo unos días después de la cremación de la reina y en presencia de su hermana menor, quien, desde niña, soñaba con el trono.

La personalidad de Kaldia era algo extraña. Por momentos sentía una alegría incontenible que la invadía ante cualquier acontecimiento por más pequeño que fuera, y andaba como una mariposa que se paseaba sobre espigas doradas de trigo. Otros días, en cambio, se la podía ver caminar por los verdes campos de algodón con un aire melancólico, pensativo, a paso lento y con la mirada perdida en el suelo, como buscando respuestas a una pregunta que todavía no existía en su interior.

Por las noches, la princesa Kaldia salía junto con su águila, Pasipón, a dar paseos por la oscura e interminable inmensidad del bosque. El ave la acompañaba en cada recorrido y estaba atenta a cualquier amenaza que intentara hacerse con la vida de la princesa. Kaldia tenía el cabello negro como la noche, tenía una estatura más alta de lo normal en comparación con el resto de las mujeres que habitaban Shendenlord. Sus ojos también eran negros y su piel parecía de cera por su textura lisa; su color era como el cobre. Solía vestirse con vestidos de su madre, y para sostener su pelo utilizaba una corona color plata con diminutos diamantes y rubíes que la adornaban.

Pero algo no cuajaba en la vida de Kaldia, un vacío interrumpía sus paseos, sus días, sus noches, y hasta una gran parte de sus palabras. Tenía todo y no tenía nada. La mañana del nombramiento se sintió desplazada y no pudo recuperarse. Entonces, una noche helada de otoño, partió sin destino junto con un corcel color plata que pertenecía a uno de los guardias del pueblo.

La desaparición de Kaldia sorprendió a todo Shendenlord y, por supuesto, al rey, quien juntó una decena de caballeros de expedición y organizó la búsqueda de la princesa, inmediatamente después de enterarse de su desaparición. El pequeño grupo de hombres partió, bajo las órdenes del rey, una madrugada oscura como la muerte y fría como la nieve.

Algunas noches después de la partida de Kaldia, el reino se encontraba en una desesperante calma. Caballeros, carpinteros y la mayoría de los habitantes del pueblo estaban en pleno descanso cuando, de repente, un espectro enorme, oscuro y deforme surcó el cielo a una velocidad incontrolable, dejando una estela de luz sobre el paño azul donde descansaban las estrellas.

Después de unos minutos, el silencio volvió a adueñarse de la noche, pero el rey ya se encontraba despierto. Un alarido estremecedor y ensordecedor volvió a interrumpir la calma una vez más. El espectro se había posado sobre una de las torres de defensa del inmenso castillo. Estas eran dos edificios colosales de piedra que intimidaban a cualquier ser y se evidenciaban impenetrables.

El monstruo era un dragón de dos cabezas que emanaba un líquido grisáceo, viscoso y espeso de su nariz. Tenía las alas como un murciélago gigante, eran membranas casi transparentes con un tono violáceo y negro muerte. Sus garras tenían forma de sierras y aspecto de puntas cortantes como si fuesen metálicas. La cola, en su extremo, se asemejaba a la punta de una flecha colosal; se movía zigzagueante hacia los costados, hacia arriba y hacia abajo, y nuevamente hacia los costados, como en forma de látigo.

Sus ojos… sus ojos eran enormes, amenazantes, aterradores y amarillos como el cuerpo cuando la zona hepática está afectada. El espectro, posando sus patas traseras sobre la torre de defensa, jugó con ella como lo hace un niño con un juguete. Abrió su boca repleta y abarrotada de dientes y se mantuvo en silencio mientras clavaba su fría mirada en el castillo. Luego de sostener la boca abierta durante unos segundos, agitó sus alas dos veces y enseguida su largo cuello se iluminó internamente como si alguien hubiese encendido una luz cegadora debajo de una manta.

Enseguida volvió a dejar sus alas en posición de descanso y soltó un alarido aterrador que hizo temblar a todo el pueblo. El grito fue como una especie de chirrido que suelta un lobo atrapado en las garras de un depredador mortal. De su boca emergió un caudal incalculable de fuego y líquido rojizo que inundó toda el ala este del castillo y la convirtió en cenizas en unos pequeños instantes.

Capítulo 2

La sangre del rey

Se recostó sobre su cama luego de apagar las velas que iluminaban el frío y angosto pasillo de piedra. Se quitó las botas adornadas con tierra, hojas secas y alquitrán. Con sus manos, apretó levemente su cuello adormecido, cansado y tensionado luego de un largo día de haber estado buscando a su hija. Apoyó su cabeza sobre la almohada de plumas, miró el techo, cerró los ojos y se durmió en menos de un minuto.

Sin embargo, unos instantes después de haber conciliado el sueño, un extraño zumbido lo despertó. «¡Enemigos!», pensó inmediatamente; pero algo en su interior le decía que afuera del castillo no había un ejército oscuro ni una horda de bestias. Pensó en un mensajero, un cuervo o alguien escondido entre las sombras que planeaba asesinarlo, envenenarlo o, quizás, traicionarlo.

Algo no le permitió volver a dormirse enseguida, pero justo cuando lo logró, una llama del tamaño de su habitación lo envolvió en un instante y le derritió los pensamientos, los huesos y el alma. Se cayó de la cama al suelo de piedra, empujado por el terror; se arrastró hasta la puerta con la mitad del cuerpo hecho brasas y fuego, con la fuerza de sus antebrazos. Cada paso que daba apoyándose en sus codos le arrancaba una parte de la piel y hacía que las prendas se le adhirieran más al cuerpo, pero no le importó… siguió arrastrándose como una serpiente por el ardiente desierto; como un reptil que busca insectos para pasar la noche sin hambre.

Después de abrir la puerta de la habitación desde el suelo, quiso salir, intentó gritar, y lo hizo con la voz llena de arena, con la sequedad de la avena zarandeada, con el sudor que le inundaba hasta el interior de sus ojos. Por un momento, lloró, luego se maldijo, y en un abrir y cerrar de ojos se había despedido de su pueblo sin despedirse de sus hijos.

El rey de Shendenlord, Elnhor, murió calcinado sin siquiera tener tiempo de asomarse al exterior para ver qué era lo que había ocasionado las llamas abrasadoras y ese temblor en la base de sus pies. El rey estaba muerto.

Renzel, heredero del trono, se encontraba en las afueras del castillo junto con un grupo de lanceros y pudo ver a la bestia que ocasionó el ataque de fuego en plena retirada, mientras se camuflaba entre la oscuridad del cielo estrellado y escapaba a gran velocidad. No pudo divisar su rostro, sus ojos ni su lengua, pero pudo ver que era de un tamaño imponente e incalculable.

Corrió sin pausa escoltado por los lanceros hacia el interior del castillo, y al llegar a la habitación de su padre se encontró con el cuerpo tendido en el suelo y calcinado. Levantó la cabeza del rey hundiendo la palma de su mano en su nuca y lo miró con la fragilidad de un pájaro recién nacido. Lloró y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de su padre mientras recordaba las tardes en que jugaba a los guerreros y aprendía a blandir la espada; apenas pudo pronunciar algunas palabras, tenía la voz quebrada como una hoja seca de otoño:

—Padre, tu sangre es mi sangre. Juro, te lo juro en nombre de la reina Escarlata, que voy a encontrar a los responsables de esto. —Besó la frente del rey y con sus dedos le cerró los ojos, que aún se encontraban entreabiertos con expresión de dolor y desesperanza.

Para Renzel era el momento de hacerse cargo de Shendenlord. El joven soldado, pero maduro a la vez, tenía experiencia en el campo de batalla y en la construcción de máquinas de asedio, como las catapultas escorpión, ballestas de a pie, o la forja de algunas espadas en la herrería. Desde pequeño, siempre había escapado de las tareas de administración o del control de los pactos de lealtad y de los negocios que su padre celebraba con reyes de tierras linderas.

Pero había alguien que podía tenderle una mano para guiarlo y orientarlo en las tareas que no eran manuales, sino administrativas, y con características menos agotadoras físicamente, pero no menos importantes para el pueblo. Ese alguien era Daina, su hermana, bruja, y ahora también reina del linaje de Escarlata.

Daina era igual a cuando su madre era una joven doncella. Tenía el pelo negro, los ojos celestes como el cielo y su nariz era perfecta. Llevaba puesta una túnica oscura con la cual ocultaba su rostro. Su personalidad era muy introvertida y no hablaba demasiado; su voz era suave y tierna como el algodón.

Ella, quien había nacido una noche de tormenta y al momento de una contienda entre uno de los enormes cíclopes y un espectro que sobrevolaba el pueblo (que en aquellos tiempos no contaba con el castillo ni con sus torres de defensa), había sobrevivido a la última quema de brujas que realizaron las bestias después de la edad de hierro. Este tipo de actividades, realizadas por el ejército de las tinieblas, se basaban en hechizos de oscurantismo mediante los cuales se invocaban almas del más allá con el fin realizar una caza de brujas, como quien juega a las escondidas con niños.

Daina, cuando ya era un poco más grande, fue atrapada y sometida a diferentes tipos de torturas, pero en un diminuto descuido de los oscuros guardias, logró llevar a cabo un hechizo de protección: el conjuro blanco. Con él pudo librarse de las garras de las bestias para siempre. Pero, para ella, era necesario vivir escondida de los monstruos: era una de las últimas brujas que había sobrevivido a la quema, pero en su interior seguía siendo una niña indefensa. Y aunque tenía la suerte (o la maldición) de llevar a cabo algunos hechizos para defenderse de la muerte, para Daina, mirar a los ojos a los espectros significaría el final de sus días.

El conjuro blanco decretaba:

En el nombre de los brujos de este pueblo, te bendigo a ti y a tu voluntad, para que nunca se quiebren.

Que tu alma se movilice para cumplir con el legado que dicta tu corazón, pero que tu cabeza trata de impedir inconscientemente.

Que en la tierra, en el cielo, en el infierno y en la oscuridad, el conjuro blanco te proteja y te despierte de la indecisión eterna y abrazadora, y se haga eco de tus sueños de libertad.

Que el manto de destrucción jamás cubra nuestros cuerpos, nuestra tierra ni a nuestros niños.

Que cada gota de sangre derramada de nuestros guerreros sea la semilla de una revolución inagotable e inmortal.

Protegidos están todos aquellos que sean fieles a su tierra y que no tengan un gramo de perdón frente al enemigo impiadoso.

Para el oeste y sus hombres, la tierra o la tumba.

El día del ataque de la bestia en el que el rey resultó muerto, Daina se encontraba en el ala contraria del castillo e inmediatamente después de haber oído la explosión se dirigió hacia el lugar en donde Renzel se encontraba, aún, sosteniendo la cabeza de su padre y pronunciando sus últimas palabras antes de despedirlo.

—Juro por mi madre que voy a encontrar a los responsables… —Después de esas palabras, el silencio de adueñó de Shendenlord.

La bruja y su hermano Renzel organizaron un funeral digno de un héroe que había conquistado nuevas tierras. Las calles del pueblo estaban minadas de caballeros, piqueros, lanceros, soldados y de algunas águilas que habían llegado desde el norte para rendirle homenaje al rey por todo lo brindado. Su cuerpo fue llevado en andas por un grupo de caballeros y escoltado por carrozas de madera, que a su vez eran empujadas por los corceles más jóvenes de Shendenlord.

Al pasar por las puertas de las casas, el cuerpo del rey fue recibido con flores, claveles, lirios y una cantidad infinita de ofrendas sagradas. El desfile finalizó al atardecer en las orillas del río azul, cuando el cuerpo fue depositado en una balsa construida en pocos minutos por los carpinteros; quienes también se encargaban de fabricar máquinas de asedio y catapultas para las batallas. La balsa, una vez flotando en el río con el cuerpo del rey en la parte superior, fue empujada por Renzel y Daina hacia el centro del río y bañada a su alrededor con aceite negro.

Cuando el cuerpo del rey se encontró a unos cuantos metros de la orilla, los arqueros lanzaron, con excelente precisión, una decena de flechas con puntas de fuego que aterrizaron clavándose en la madera y convirtiendo en cenizas el cuerpo del rey, en señal de homenaje. Todo el lugar quedó en silencio, solo se oyeron los pequeños zumbidos de las flechas que surcaron el aire y el sonido del río que arrastraba la balsa con suavidad.

Renzel y Daina se abrazaron y lloraron unos instantes. Pero en su interior ambos sabían que no había tiempo para lamentos. Era el momento de comenzar con la reconstrucción del castillo y con la distribución de las tareas de administración. Insertar a Shendenlord en los grandes mercados de hacienda para generar un ingreso que fuera la base monetaria del pueblo, desarrollar el telar, nuevos metales, hacer crecer la industria maderera y metalúrgica. Cosechar trigo, soja, maíz.

Sin embargo, había algo que era más importante: encontrar a Kaldia, la princesa guerrera. El linaje debía estar más fuerte que nunca para llevar a cabo nuevos proyectos y, por sobre todas las cosas, para proteger a Shendenlord de la oscuridad.

Durante una madrugada posterior a la cremación del rey, Daina tuvo algunas pesadillas en las que podía ver a su padre sentado en el trono mientras debatía proyectos con Escarlata y, en un momento fugaz, Kaldia ingresaba corriendo al recinto, con sed de sangre y venganza, y apuñalaba a ambos. Primero, a su madre, clavando una daga dorada en su corazón, retorciéndola e hincándola con violencia hasta destriparla; luego, sin darle tiempo siquiera a ponerse de pie, asesinaba a su padre cortando su cabeza, que unos instantes después aún vociferaba, rodando por el suelo pedregoso.

En ese momento, Daina ingresaba al recinto y su hermana se acercaba con los ojos negros para clavar la daga en su garganta y acabar con ella. Pero al encontrarse frente a frente con Kaldia y sus ojos de fuego negro, Daina despertó empapada en sudor con un sobresalto que pintó la madrugada de un tono pálido, frío y casi febril. Su habitación estaba helada. Las paredes de piedra y las llamas de las velas ya consumidas acrecentaban el frío. Las cortinas estaban estáticas como gárgolas de hierro.

Algo en el sueño la había hecho desconfiar de su hermana, cosa que jamás se le hubiese cruzado por la cabeza durante su infancia. Desde niñas, siempre fueron tan unidas como diferentes, pero en algo coincidían: el don más sagrado que puede poseer un mortal es la lealtad. No existía otra cosa más importante que los lazos de sangre.

Daina era una niña solitaria que se escapaba durante las mañanas para investigar sobre hechizos, pócimas y alquimias secretas que los magos habían descubierto tiempo atrás.

Kaldia, en cambio, prefería el trato y las conversaciones con otras personas. Le gustaba estar en contacto con otras mujeres, con las cuales, un tiempo después de haber llegado a la adolescencia, formó un grupo implacable de combate llamado las panteras.

Este grupo estaba conformado por mujeres de distintas edades, estirpes y costumbres. Algunas estaban casadas, otras eran viudas, otras eran hijas o nietas de brujas. También había mujeres guerreras, arqueras, otras integraban el primer escuadrón de infantería a caballo. La mayoría de las panteras eran madres y mujeres de familia.

Sus corazones eran suaves y blandos como el algodón, pero al momento de la batalla se transformaban en demonios incontrolables. Solían atacar desde los árboles si el terreno no les permitía hacer pie, pero también tenían una gran habilidad para el combate cuerpo a cuerpo contra soldados, incluso de tamaños extremadamente superiores a ellas. Utilizaban una daga corta de acero damasquino, que llevaban en el interior de sus muñecas. También sabían manejar escudos, hachas de doble filo, espadas largas, y ballestas.

Sus armaduras estaban fabricadas en un grueso cuero negro, con una triple capa que hacía imposible atravesarlas con una espada común, pero que les otorgaba flexibilidad a la hora de la batalla. Algunas llevaban puesta una cota de malla debajo de sus armaduras como protección adicional. Otras llevaban el torso desnudo y pintado con aceite negro.

Ningún enemigo deseaba cruzarse con ellas, ya que, a pesar de estar en ventaja numérica, les resultaba casi imposible vencerlas en el campo de batalla.

Kaldia era una de las mujeres fundadoras de este ejército y sentía una inalterable pasión por el combate. Su águila, Pasipón, la acompañaba en todo momento. Por las noches, el ave descansaba en la rama más alta de un roble que custodiaba el enorme ventanal de la habitación de la princesa.

Unos días después de la muerte del rey, Shendenlord sufrió un nuevo ataque proveniente de las sombras. Aunque no dejó heridos, sí dejó un vacío enorme en las tierras de la libertad.

Una noche, de las primeras de la primavera, una horda de bestias voladoras atacó sigilosamente el recinto que rodeaba el reloj sagrado. Este estaba custodiado por torres de piedra, que habían sido esculpidas y movidas por gigantes durante la edad de hierro. La superficie en donde se situaba era de barro, acero y madera. Las rocas se encontraban encimadas unas con otras y formaban una estructura impenetrable hacia los lados. El reloj estaba flanqueado por grandes cadenas en la parte inferior. En los flancos, estaba rodeado por engranajes metálicos y brillantes como el acero. En la parte superior, se encontraba al descubierto y uno de sus extremos apuntaba hacia el cielo.

La horda de bestias formaba un manto negro que encapotaba el cielo y ocultaba las estrellas. Eran monstruos de dos cabezas. Algunos eran dragones escamosos como reptiles y con cuerpos viscosos como serpientes. Otros tenían las alas como murciélagos gigantes y sobrevolaban el aire, sedientos de sangre. Poseían una cantidad interminable de colmillos abarrotados, sucios y con restos de carne podrida. El hedor que soltaban alcanzaba para tumbar un mastodonte.

Mientras blandían sus alas, soltaban chirridos estremecedores como si alguien estuviera mordiendo una rata para hacerla sufrir antes de morir. Algunos escupían un líquido fluorescente mientras emitían los alaridos más agudos y ensordecedores de la existencia.

En una de las torres del castillo, uno de los guardias tomó aire como si estuviese a punto de sumergirse en un mar pálido y helado para siempre e hizo sonar el cuerno que alertaba a Shendenlord de que un peligro súbito e imprevisto los asechaba.

El cuerno tenía el tamaño de medio hombre y era en su mitad inferior color hueso, hasta tornarse de color marrón hacia su parte superior. Había sido fabricado y tallado por los carpinteros del pueblo antes de las primeras batallas. El fin principal del cuerno (junto con el de los tambores) era comunicar al pueblo que el rey estaba a punto de dar un importante anuncio: había sido el encargado, por ejemplo, de anunciar los nacimientos de Kaldia, Daina y de Renzel. Pero, esta vez, el cuerno sonaba para dar aviso de que el pueblo se encontraba bajo amenaza.

Un centenar de arqueros, caballeros y piqueros acudieron rápidamente al llamado. Otros soldados se dirigieron de inmediato al depósito central para acercar las máquinas de asedio y las ballestas escorpión para comenzar con la defensa. Pero las huestes atacaron en un abrir y cerrar de ojos: entre más de nueve bestias arrancaron el reloj desde su raíz y se retiraron soltando un líquido viscoso y ardiente alrededor del recinto, lo que impidió que los guerreros pudieran acercarse a defender el lugar.