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Esta novela tiene como fondo un paisaje desierto, las milpas malogradas, los niños sucios, las mujeres tristes y los hombres desalentados: es la cal que todo lo devora, es San Andrés de la Cal. El Resplandor es una obra de imágenes incrustadas en la tierra encalada, con esa blancura que cubre la esperanza y los rostros fatigados. Blancura que exprime la tierra hasta convertirla en terrones perdidos en lo profundo de las almas abandonadas y míseras. Los personajes, entrañables y apocalípticos, se pierden en la rueda de la vida que los vuelve una vez y otra y por siempre al mismo lugar: destino ineludible, cruel, áspero como las manos desesperadas que en vano intentan resucitar una tierra que yace humedecida apenas con la sangre y el delirio de los indígenas, con la crueldad de los poderosos y con la sombra de la muerte. El Resplandor conmueve. Mauricio Magdaleno nos lleva por los rincones más angustiantes del paisaje humano y nos arroja en el extremo del tiempo, en el filo de la cordura, ahí donde la vida se termina y comienza a resplandecer la cal.
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Seitenzahl: 511
Veröffentlichungsjahr: 2022
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El resplandor (1969)Mauricio Magdaleno
D. R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. D. R. © Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]õeditor digitalEdición: Junio 2022
Imagen de portada: Rawpixel Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
San Andrés de la Cal
Saturno Herrera
Los condenados
1
A las diez de la mañana el páramo se ha calcinado como un tronco reseco y arde la tierra en una erosión de pedernales, salitre y cal.
¡La tierra estéril, tirón de cielos sin una mancha, confines sin calina, ámbito en que la luz se quiebra y finge fogatas en la linde enjuta de la distancia! Los hombres, resecos, color de tierra árida, se apelotonan en la esquina de "El Paso de Venus por el Disco del Sol", donde el señor cura espera que Apolonio Juárez, el Buchón, acabe de remachar el eje roto del guayín que habrá de llevarlo a Pachuca.
Don Melquiades Esparza, adiposo y amarillo como un muñeco de alfarería, ahuyenta con el cotense las nubes de moscas que pululan en un zumbido como de combustión de leña verde. Por un momento sólo se oye el golpetear del martillo de Apolonio Juárez, que no ha conseguido meter el eje del guayín en las ruedas. En el caserío las indias viejas asoman de las covachas y un niño ictérico y chamizo se revuelca en la tierra, como un lechón, tragando a puños el polvo perforado por un sinfín de huellas de guaraches y pies descalzos, de prominente dedo gordo y palma escuálida, invisible casi hasta entroncar con el nudoso talón. ¡Tierra marcada de huellas que no borra el viento, ceniza que arde y no quema los pies de otomí, pies y cascos que se hunden en el horizonte de la sabana entre bodoques de boñiga, y el horizonte ígneo como un resplandor, calvo y güero de sol, tierra tétrica, tierra de ceniza y cal, tierra de eras despintadas que vomitan el salitre, tierra blanca, fina, enjayada de pedernal y comida de erosión. tierra y magueyal cetrino, tierra y cuevas de adobe, tierra y delirio!
El cura de San Andrés de la Cal es un hombre que cumple ventajosamente la cincuentena, anguloso de hombros y parco de carnes.
La cara, cosida a arrugas, es adusta y rígida, y los ojos brillan intensamente a mitad de sendas cuencas lívidas. Máculas cafés requintan pantalón y chaqueta, en otro tiempo negros y ahora grises, luidos y relumbrosos. Don Melquiades parece verdaderamente conmovido.
Dice:
—Su presencia era lo único que impedía que este rancho fuera el infierno. Ya sin usted yo no sé qué va a pasar. —Dio un gran golpe en el mostrador, y llamó con voz tonante—: ¡Hesiquio! —Este Hesiquio era el sobrino, un chamaco pelado a rape y travieso como un diablo. Salió renqueando, le señaló a dos parroquianos, que esperaban en un ángulo de la tienda—. ¿Dónde andabas? ¿No te he dicho que atiendas a los marchantes cuando yo esté ocupado? Y al tonsurado, en una rápida transición de tono y calor—:¡Conformarse, señor cura; qué va a hacer uno!
—Eso es lo que yo digo —repuso Febronio Ramírez, algo inquieto ya por la tardanza del guayín. ¿Usted cree que me voy nada más porque sí? Le advierto que la mitra ni siquiera me ha contestado. ¡Claro! ¡A ellos qué! Jesucristo te mandó a penar a San Andrés de la Cal, ¿no? ¡Pues sal de allí como tu Santísimo Padre te dé a entender! Al cabo ellos están bien comidos y bien vestidos. La diócesis da para eso y para más ¡Le digo a usted que si no fuera porque está Dios de por medio, y yo obligado con Su divino ministerio, ya hace tiempo que habría largado el arpa!
Don Melquiades le mira con una sorpresa no exenta de disgusto.
No es que le caigan de nuevo las palabras del cura, que éste no ha regateado, por cierto, en siete años de estancia en San Andrés, no; pero, siempre que le oye maldecir y condenar a la mitra y a las autoridades eclesiásticas, sufre su dignidad de católico apostólico y romano, por cuanto se considera a sí propio vinculado al orden y a la religión que representan los señores arzobispos, obispos, canónigos y demás funcionarios de la iglesia local. Los dos marchantes, vecinos de San Juan Nepomuceno, beben silenciosamente sus mezcales, con las caras bien sombreadas por el ala del sombrero. Cobró, pasó el cotense por el mostrador —en el que lucían, en pública exhibición vindicatoria, tres tostones y cinco pesos falsificados, clavados por la mitad como sabandijas— y murmuró:
—El señor cura nunca estuvo a gusto en San Andrés.
Carraspeó Febronio Ramírez y le lanzó una miradita significativa que a las claras quería decir: ";O no me he explicado o tiene usted cabeza de piedra?"
—Amigo Esparza: yo estoy à gusto donde el Señor me pone.
Pero cuando sobra el cura; cuando no hay ni para que mal coman los indios; cuando la parroquia se está cayendo y no se consigue un centavo para repararla; cuando en el curato —para hablar en plata— faltan hasta los frijoles, entonces, amigo, la cosa es dura.
Póngase en mi lugar. ¡Lo que no deja, dejarlo! Lo que pasa en estas tierras es atroz.
—¿Cree usted?
—¡Atroz! Todo tiene un límite y estas gentes ya lo rebasaron. Yo no puedo hacer nada; por eso me largo.
—Sin embargo, se le ha querido a usted, señor cura.
—¡Hombre, lo extraño hubiera sido lo contrario! —Y añadió, en un gesto de cansancio: Si me quedo aquí, acabo como ellos. ¡Ya hasta hablar se me está olvidando! Quien vive en estas tierras siete años, amigo Esparza, acaba convertido en bestia. Con usted es diferente. Usted va a Pachuca con frecuencia, habla con personas de razón de Actopan, se entiende con las autoridades y las familias decentes de Ixmiquilpan.
—¿Y si el señor obispo no autoriza su viaje?
Febronio Ramírez se agitó, en un estremecimiento de terror. Luego sonrió, recuperando su aplomo.
—Tendrá que autorizarlo. Nada hay que hacer aquí. ¡Siete años llevo batallando..., bautizando, confirmando, casando, confesando, ayudando a bien morir, y no he conseguido unos centavos para ponerle vigas a la parroquia! Y ni modo de exigirlo; si usted está viendo que los infelices revientan de hambre. ¿Cuándo he eludido mis deberes, quiero que me diga? ¿Cuándo? Que a medianoche se está muriendo uno de San Felipe: pues allá va el cura, rezongón y diligente.
Que el catecismo, todos los sábados, de tres a cinco..., que las cuatro misas cada domingo y a veces no cuatro, sino cinco o seis, a dos o tres leguas una de otra... Regresar a las cuatro de la tarde, rendido, y encontrarme con que no hay qué comer... ¡No, amigo! Y no es todo.
Échele encima los pleitos en que me he metido a lo macho, sin conseguir nada, por supuesto.... ¡Lo de ayer fue espantoso!
Se limpió el sudor, calado de emoción, y estalló en un violento ataque contra la superioridad:
—¡Acuérdese de lo que le digo! Si la mitra no entiende sus deberes, nuestra santa religión está próxima a acabar en México.
—Usted sabe lo que hace, padre. —Coligió un resquicio de esperanza y propuso—: Si se conformara con lo que tiene un pobre, le ofrecería mi casa con tal de que no nos deje.
El cura Ramírez se agitó, visiblemente molesto por el giro de la charla. Se asomó a la puerta y preguntó a alguien:
—¿Qué pasa con el guayín?
—Ya merito, señor cura —respondió un indio viejo, de barba rala y ceniza.
Se volvió al de "El Paso de Venus por el Disco del Sol", asegurando:
—Eso sería lo de menos, amigo Esparza, viéndolo bien. De todos modos, se le agradece. No. Esto no tiene remedio. Los indios se van a acabar unos a otros. ¡Parece que se eliminan matándose para dejar el campo a los menos que sea posible!
—Mientras menos burros, más olotes. ¿ Verdad?
La indiada se hendió al paso de Apolonio Juárez, que al fin se había salido con la suya. Se alzó un murmullo confuso, como el de una manga de aves que se cierne sobre la milpa, y a la manera de una piedra que rompe las aguas al caer, en un estrépito que conmueve los contornos, una voz de mujer chilló:
—¡No nos abandone, padrecito!
Estaban hacinados en manada, hacia las dos caras de la tienda, con los sombreros de petate en las manos los hombres, y las mujeres, mordidas por un gesto de terror. Los calzones y las camisas de manta trigueña pardeaban en la indefinible coloración de la tierra.
Los rebozos y los machincuetes detonaban, sombríos, como manchas de pasto quemado cuando se calientan las eras. El párroco explicó, sin dirigirse a nadie precisamente:
—Ya les dije que vuelvo para Todos Santos, si sé que se han portado bien.
Rezongó, a su espalda, la voz de Melquiades Esparza:
—¡Se cree que entienden así estas bestias!—Se acomodó junto a la puerta y recriminó al vecindario—: El señor cura se va porque no puede más con tantas atrocidades. Si no fueran ustedes la manada de bárbaros que son, no estaríamos llorando ahora su partida.
Febronio Ramírez miró con tristeza al rebaño. Apolonio Juárez apareció, cabestreando al macho del guayín. Uno por uno le fueron besando la mano, desde Melquiades Esparza y su mujer y su sobrino, hasta la última de las indias. Trepó de un salto al carricoche, en el que ya se amontonaban dos maletas, y gritó:
—¡Que Dios los bendiga! —Y al del pescante: Pasa por San Felipe, hijo. Tengo que despedirme, también, de ellos.
Cruzaron el camino real, bajo los mezquites de la plaza, que azotaron la capota, y el guayín ganó el polvoroso sendero de San Felipe Tepetate, hacia el lado de "La Brisa". El comerciante refunfuñó dirigiéndose a los indios:
—¡Hasta Dios nos abandona! —Y antes de volver espaldas para zambullirse detrás del mostrador: ¡Ustedes lo han echado con sus crímenes.... hatajo de indios degenerados!
Una mujer de cara arrugada y trenzas negrísimas, resumió la tristeza de sus gentes en una explosión que apenas fue perceptible para los que estaban a su lado:
—¡Qué más podemos perder ya!
—¡Que venga lo que Dios disponga! —contestó el viejo de la barba rala y ceniza.
Todos se persignaron, sin calcar las caras un asomo del punzante dolor que se abatía sobre los hijos de San Andrés de la Cal. Caras cobrizas, color de rastrojo seco, en las que el dolor no llega nunca a estallar en gesto, ni siquiera en rictus. Oscuros ojos refulgentes de las mujeres, que sufren y no reclaman nada, a veces inocentes como los de las bestias y otras emboscados y recelosos. Bocas de gruesos labios estriados por los vientos áridos y punzadores como la gleba de las eras sacudidas por la tolvanera; raídos bigotes de guías hirsutas, pelambres lustrosos e indóciles como la flora del cactáceo que adorna con adorno angustioso el páramo; voces suaves en que se dice el amor, la querella pasional, el odio y la charla trivial de las noches de los agostaderos. La servidumbre secular ajoba de misterio las palabras y la voz se torna susurro y sumisión al destino inexorable. En el remoto ayer las hordas sintieron el peso aplastante de la cruel explotación del blanco, y desde entonces, a través de tantos años como los luceros de las noches de San Andrés, no ignoran que es inútil rebelarse. Ojos que han agotado el llanto, voces confidenciales y mustias, indiferencia que es como la ceniza que cubre un leño hecho ascuas. La vida se anuncia en el vientre de las mujeres sin un espasmo de tortura y la muerte es un incidente que sorprende a los jóvenes y a los viejos sin malograr una faena o interrumpir un caudaloso acceso de energía. La energía, en la tierra del otomí, se reconcentra en longevidad y en monstruoso mimetismo con el mineral y el cacto. Cincuenta, cien años, son nada, un minuto en la existencia del páramo. Donde nunca floreció la esperanza de algo tampoco tiene razón de ser la medida de nada. Allá, tras lomita, dice el indio, y quien inquiere corre días y días y no alcanza el sitio buscado. Tras lomita, dentro de veinte años, y la voz repite la monótona naturalidad de un paisaje sin fronteras y que por lo mismo es ajeno a la noción del tiempo y el espacio. Veinte años... Toda una vida, que a fin de cuentas no suma sino ochenta, noventa o cien, cuando bien va... ¡Qué más da para quienes no pueden conjugar los nerviosos resortes de la conciencia., para quienes el nacer y el morir no son más que los cabos de una suerte tremenda! Ni la piedra, ni el nudoso órgano, ni el mezquite se quejan. ¿Por qué habían de quejarse?
El otomí sólo sabe que su muerte será menos sentida que la de la mula o el buey que dan el sustento a la familia. Los ojos columbran las distancias y las bocas callan. El cura los abandonaba, Dios los abandonaba, como decía don Melquiades... ¡Ya se acostumbrarían, también, a pasársela sin ellos!
Una voz vació como un lamparón de aceite, su zozobra, lloriqueando:
—¡Diosito no nos quiere!
—El pobrecito señor cura ya no aguantó más —dijo Bonifacio, el de la barba rala y ceniza, el único que en San Andrés acaba de cumplir noventa y dos años—. Este es un lugar de condenados.
Corearon, sórdidamente, muchos rezongos:
—Condenados..., solos..., hambre..., muerte..., solos..., hambre..., muerte..., solos..., condenados.
Una mujer gimió, señalando "El Paso de Venus por el Disco del Sol"
—El patrón dice que nosotros echamos al padrecito.
Que porque nuestros hombres se matan con los de San Felipe... —concluyó otra, cacariza y débil.
La vieja de las trenzas negrísimas las interrumpió:
—Vayan a darle una vueltecita a los muertos. Esos sí están muy solos!
Se volvieron rumbo a los jacales las dos mujeres, atravesando el camino real en un trote menudo y rápido a la vez. Bonifacio, con los ojos clavados en la lejanía donde desapareció, entre vaharadas de tierra, el guayín del cura, no chistó más. Solía quedarse así, con la mirada desprendida, hasta por una o dos horas. Ni pensaba, ni agitaba en el corazón impulsos o inconformidades, ni recordaba, ni añoraba. Simplemente, era una erosión más de la tierra calcárea, en el violento incendio de la solana. La cara curtida no filtraba un hilo de luz. Allá, muy hondo, en las turbias anfractuosidades del ser —en el punto en que se encuentran la inocente ignorancia de la bestia y la caliente ebullición de la conciencia— le pesaban como un agobio que se carga en la faena sus noventa y dos años acabados de cumplir. Al menos, eso decía don Melquiades, que sabía hacer sus cuentas y de repente estaba de buen humor. Tres días antes le ayudó a cambiar una puerta de la tienda, que ya se caía de puro vieja, y le hizo la pregunta de siempre: "¡Cuántos años tienes, Bonifacio? "Pues quién sabe, patrón." El comerciante porfió esta vez y se intrincó en lo más tupido del pasado para aclararle la verdad. "A ver. A ver. Dices que naciste el día de San Vicente, ¿no? Muy bien: el diecinueve de julio y el año en que murió don Alberto Fuentes.
Eso sería allá cuando el cólera grande llegó a San Andrés. El año del cólera y la muerte de don Alberto, que en paz descanse." Hizo números, los borró, rehizo mentalmente sus cálculos, con el lápiz entre los dientes, y no se dio por vencido. "¡Me lleva el tren! Eres más viejo que los cuervos. Tienes noventa y dos años." Dijo noventa y dos, naturalmente, como pudo haber dicho ochenta, noventa, cien o ciento veinte. En realidad, no había sacado en claro nada. Lo del cólera grande no pasaba de ser mera presunción; la referencia bien pudo aludir a una escarlatina, una peste de tifo o cualquiera otra calamidad. Pero Bonifacio llegó muy orondo a contarle a Lugarda que tenía noventa y dos años y que el amo Melquiades le había sacado al fin su edad. Por cierto que Lugarda contestó con un asombrado ";cuántos! a la noticia sin darle mayor importancia que si hubiera quedado enterada de que las estrellas eran un millón y medio o las piedras del rancho sumaban cien mil. Allá, cuando era mozo, cargaba en vilo una carreta de bueyes, reteniéndola sobre la espalda. ¡Qué bofes! Todavía hacía dos años cargaba sin esfuerzo a dos muertos en los lomos y subía y bajaba cuestas, de San Juan Nepomuceno a San Andrés de la Cal, como si no llevase más que dos arrobas de leña. Pero todo se acaba, hasta las fuerzas del indio, y ahora se resentía de frecuentes dolores en los pulmones y de una constante fatiga. Eso ha de ser la muerte cuando llega para quien ha vivido demasiado: un poco de fatiga y un poco de descanso después.
Y después.... pues después el cielo para los justos y las llamas del infierno para los pecadores. ¡Ahí estaba lo bueno, ahí estaba lo bueno! ¿Quién no es pecador? ¡Si todo terminara en el acabarse, en el descansar, en el dormir! Sería como echarse a andar leguas y más leguas —allá tras lomita queda el punto de destino— con las piernas rendidas, la respiración vencida y ahogada la resistencia, y caer por fin en los primeros jacales del rancho, o donde fuera, y dormir.
Pero lo otro..., lo del cielo y el infierno de que hablaba el padre Ramírez... Sintió miedo, oteando con un poco de calosfrío el final. y sin moverse se adhirió fuertemente a la tierra de su rancho, la tierra árida y polvosa de San Andrés de la Cal. Alguna vez había dicho el propio cura Ramírez: "Esto es un infierno". Y hacía unos momentos: "Este es un lugar de condenados." Había que sufrir, había que soportar con resignación el destino. Nadie maldecía. Habían nacido en un rincón terrible y lo querían y morían si por casualidad llegaban a fugarse de su condena. ¡Más resignados no podían estar!
Un trueno distante, que se deshizo en una larga vibración, le abrió las aletas de la nariz al olor del agua que se anunciaba en "La Brisa"
Una sombra le dio de lleno y la voz de Apolonio Juárez exclamó:
—¡Ya merito va a llover en "La Brisa"!
Repitió, indefinible:
—Ya merito.
Y el Buchón se apoltronó a su lado, sosteniéndose sobre una piedra del tamaño de un casco de res, con las manos hilvanadas en las rodillas. El sol les quemaba el cogote y el mosquero zumbaba en una nube densa, pringando las camisas de manchitas negruzcas.
Se levantaba en los horizontes un vapor fúlgido. Un pelotón de canes hambrientos disputábase una piltrafa, escandalizando en la puerta de los jacales donde se velaba a los difuntos. Domingo, y ni misa, ni ir a Actopan a divertirse en el paseo de la plaza de armas. Había que enterrar a los muertos, los que cayeron en la víspera disputando, como los perros de la trifulca, el agua y la tierra fértil a los de San Felipe Tepetate. Una caravana de viejas pasó por el camino real, rumbo a Actopan, cargadas de itacates repletos de cal. Era todo lo que daba la tierra: cal, cal y más cal. La vomitaban las eras, día a día, tragadas por su blanca y cegadora invasión, y hasta los cerros calvos se abrían en boquetes, exhibiendo la tristeza de las entrañas blancas, manaderos de cal. Que si el cristiano comiera cal —como decía, a veces, don Melquiades— ¡qué rico sería San Andrés! De repente se derrumbaba un crestón de una loma y subía al cielo una nube asfixiante de cal, y el ganado huía bramando, y dos o tres cabezas que no conseguían escapar eran rescatadas, después, con el cuero cayéndoseles a pedazos y la carne cocida. Antes de que las milpas, a fines de septiembre u octubre, rindiesen un poco de maíz, sólo había cal para cambiarla los domingos en Actopan por cereales.
Ahora ya no valía casi nada. Aseguraban los comerciantes del pueblo que había más de la que necesitaba el consumo de la región y que San Andrés estaba arrollando los precios. Una buena temporada de no llevar cal y ésta volvería a cobrar su justo valor. Pero, como no era posible, los indios multiplicaban la extracción, y el mercado de Actopan se atestaba de quintales y más quintales de cal, y se malbarataba por lo que daban los comerciantes, gruñendo y jurando que era la última que adquirían. No había remedio: o la actual propietaria de "La Brisa", la sobrina de don Gonzalo Fuentes, se decidía a trabajar la propiedad —y en ese caso se convertirían todos en sus peones con tal de asegurar un mísero jornal—, o seguirían peleándose con los de San Felipe, sabiendo por anticipado que ninguno de los dos pueblos sacaría mayor provecho de las matanzas, puesto que las autoridades de Actopan intervenían oportuna e invariablemente, para hacer respetar la abandonada finca e impedir que se beneficiasen sus tierras. En qué iba a parar tan atroz situación era punto que nadie se atrevía a dilucidar. ¡Ojalá pudieran decir los hijos del páramo lo que sentenció el cura Ramírez: lo que no deja, dejarlo! Pero los hombres que viven pegados a su gleba —así sea ésta, como en el caso de los de San Andrés, ingrata y dura— no la abandonan aun cuando se abatan las catástrofes y la existencia se vuelva imposible. Allí morirían, en todo caso, como murieron tantos antes de los que todavía se arrastraban difícilmente. Allí estaban sus muertos, y su historia aciaga, y allá habían nacido sus hijos. Se maldice al destino, mas no se abandona jamás a la tierra! Ya reventarían, minados por la necesidad, o cocidos por la erupción de cal, o a cuchilladas, batiéndose con los de San Felipe.
Resumió el drama de la tierra hambrienta Apolonio, preguntando, con voz transida de duda:
—¿Qué haremos cuando ya no nos paguen un centavo por una arroba de cal?
Bonifacio, sin mirarle, repuso:
—Quién sabe.
Era todo lo que se sabía en San Andrés de la Cal, todo lo que los viejos podían contestar: ¡quién sabe! Se levantaron y echaron a andar, rumbo a los jacales. Ya era hora de preparar lo concerniente a los entierros. Tres gavilanes en el cielo sin mancha revoloteaban en giros despaciosos, festinando el botín de los muertos, la orgía de la carne podrida. Hacia el lado de Actopan —tres horas de camino— detonaban cohetes y se diluía un apagado repique de campanas. Al Sur, hacia El Mexe, el aire se cargaba de azul y de arrebatadora fiebre.
Sólo al Norte —¡"La Brisa", húmedas sementeras abandonadas!— se columpiaban en relejes vellosos unas nubecitas vaporosas y tronaba el temporal. Los hombres y las bestias aspiraban el viento cargado de la inminencia del agua. Pronto iba a llover; en la antigua propiedad de los Fuentes ya empezaba a deshilacharse la llovizna después de la siesta. ¡Fiebre y locura de los cielos aplastantes que no deparan una migaja de vida. yermo de cal y pedernal..., sed y muerte, hambre y muerte en la tierra de los tlacuaches, como decían los viejos de antes! Todos los jagüeyes estaban resecos y la yerba se quemaba. A ras de los copetes de los mezquites tres gavilanes rondaban la proximidad de los muertos.
2
En el suelo de tierra porosa, tres petates, en fila. Los tres muertos yacen boca arriba, con las manos en el pecho apretando sendas cruces de madera y el terroso bronceado del cutis más cenizo aún y las caras hinchadas, dando seña de la activa descomposición. Servando Gutiérrez había sudado toda la noche, provocando la consiguiente extrañeza de los del velorio, y el cura Ramírez no pudo explicar el fenómeno. Lugarda declaró que el finado sufría cruelmente y se le rezó hasta el amanecer. Gil Pedro y Pío Luna reposaban tendidos en impávido decúbito dorsal, sin señas de dolor ni de odio, albeantes de calzón y camisa limpios que recoge en las cinturas el ceñidor café. Cinco velones se consumen y a cada golpe de aire se retuercen las flamas de sus pabilos. Tres cajas, respaldadas a los lados de la puerta, desdibujan al sol el negro carbonizado de su pintura y el blanco de los adornos que fingen inexactas matas de albayalde. Un denso mosquero se cierne en el tugurio, abatiéndose en un zumbido contumaz sobre las caras de los muertos. Las viejas no se cansan de espantarlo y la invasión no cede y sólo se dispersa para caer en seguida sobre los despojos. Un montón de flores mustias se deshilacha en una olla barrigona y cunde el espeso olor de los muertos, que han empezado a pudrirse en el encierro del velorio, amazacotado con las respiraciones de hombres y bestias próximos a la mugre del arroyo que hacina desperdicios como un muladar. Una vieja sarmentosa de ojillos estrábicos, la madre del finado Servando Gutiérrez, no ha abandonado en una noche y una mañana enteras su, trágica actitud de estatua, acurrucada al lado de su hijo. La parentela de los otros dos, padres y hermanos, charla en voz tan baja que no se adivina el alcance de la confidencia. El pueblo en masa ha desfilado frente a los tres cadáveres, y los indios se constriñen a saludar con las puntas de los dedos a los que hacen guardia y a contemplar en silencio a los caídos. De cuando en cuando, como el tumbo que sacude a una mar en calma, estallan lamentos, amenazas y maldiciones airadas:
—Malditos... Desgraciados... Ya verán.
Las blasfemias más soeces resuenan en una impenetrable indiferencia que no hace volver las caras a los niños y a las muchachas. Se habla de los de San Felipe Tepetate con una rabia en la que a duras penas se advierte un poco de excitación. Ya verán...., desgraciados..., malditos... Y la interjección, procaz y cruel, que estalla sin conmover a nadie. En el caserío la vida vibra; vibra monótona, indiferente, igual a todos los días, igual a siempre. Tortear de las mujeres, chillidos de chicos y de marranos, el chirriar de un bimbalete de noria, el chiar de los tordos, el ulular de los canes, el rebuzno de los burros.
Y, puerta afuera del antro funerario, el cielo azul y enorme, el cielo inclemente de San Andrés de la Cal. Otra vez la vocecilla insípida de una vieja gotea su dolor:
—Diosito no quiere...
—Que nosotros lo echamos —repite una mujer, meneando desoladamente la cabeza —¡Nos quedamos hasta sin quien nos ayude a bien morir!
Y otra vez el silencio, y entre el silencio y los difuntos, el susurro indefinible, confidencial, apagado de las charlas, que no es más que un mero matiz de aquél. Una mano alarga una botella de refino, y las bocas beben un trago con avidez, y circula en el rondín hasta que no queda una gota. Eructos de satisfacción saludan el regalo y los dorsos curtidos de las manos se limpian la jeta, restregando las cuatro cerdas del bigote. Lugarda se dedica a tusar los pabilos de los velones, embadurnándose de saliva el pulgar y el índice para no quemarse. La indiada sale en grupos ofreciendo volver después de comer y calándose los sombreros en cuanto han vadeado la puerta del jacal. Sólo quedan Bonifacio, Lugarda, la madre de Servando y la parentela de los otros dos finados. El bochorno del mediodía abruma y embrutece. Cuchilladas de sol forman ángulo entre la puerta y los adobes de un muro y el mosquerío se refocila en el hedor de la carne muerta.
—Los pobrecitos siquiera ya no vieron lo que viene —comenta la vieja, espulgándose la pelambre.
—Ya no —responde Bonifacio, sin mirarla, con los ojos perdidos en la lontananza del cielo ardoroso—. ¡Nos dejaron a nosotros todita la carga!
La tremenda carga de vivir sin esperanza. Condenados. Condenados. Condenados. Don Melquiades aseguraba que al cura lo habían echado los crímenes de los dos pueblos, que se asesinaban bárbaramente, Puede que tuviera razón; pero ¡qué iban a hacer y qué culpa tenían ellos de lo que ocurría! Acaso, viéndolo bien, tampoco la tuviesen los de San Felipe. ¡Quién les mandaba habitar un pedazo de tierra tan terrible que no da ni para mal comer..., donde no llueve y que por fuerza debe de arrojar a sus hijos al único rincón en que la vida no es ingrata! Se mataban, sí, señor, y no por gusto.¿Quién va a matarse nada más porque sí? Los de San Andrés y los de San Felipe están acostumbrados a morirse de hambre y no se quejan: ¡su suerte fue y Dios sabrá por qué se la dio! Si no hubiese en los contornos un rincón pródigo, santo y muy bueno, vivirían en paz los dos pueblos, con su hambre, su dolor y su angustia. Con "La Brisa", tan cerca. no era posible. En "La Brisa" llovía desde hacía una semana. Allí bajaban las nubes, y la gleba encharcábase que era una alegría verla, y se hinchaba día a día el río Prieto, que cae a reunirse con el de San Andrés. Otro San Andrés del Sur, no la carroña de esta tierra que no da más que cal; un San Andrés que tiene su río propio y sus sementeras y su pueblo laborioso. Por las tardes, al pardear, los belfos de las bestias y las narices de los cristianos se dilatan de codicia: llega, en el viento excitante, la fragancia y la humedad del río Prieto. Hacía siglos que se asesinaban por sus aguas San Felipe Tepetate y San Andrés de la Cal. La actual propietaria de la hacienda, doña Matildita, sobrina de don Gonzalo Fuentes, vivía en Pachuca y tenía abandonada su propiedad. El viejo administrador no era capaz de evitar que los dos bandos de la comarca llegasen hasta el río y se acuchillasen. Quejas y advertencias iban a Pachuca en todos los correos y doña Matildita no se daba por enterada. Que los indios amagaban su propiedad y se la disputaban en monstruosas peleas; que se decidiera a venir a trabajar sus tierras, que no eran malas, a Dios gracias, o que al menos enviase quien las trabajara.
Había veinte caballerías de buena tierra de labor y casi doscientas de monte y agostadero, y su río, que en tiempo de aguas no tiene menos de seis varas de hondo, y su puntual temporal, que riega metódicamente la vega de julio a septiembre. ¡Que si vivieran los amos de antes, que daban de comer a los dos pueblos, y los despojaban, a la vez, de sus barbechos, y que vivían en una gran comodidad de príncipes! Ahora nadie les pillaba la tierra; pero ésta era yerma como un vientre de mula, como un maíz roído, como la cal que hacinaba abundantemente y prohibía toda posibilidad de sacar un poco de sustento. Era lógico que el otomí se diezmase por las aguas de La Brisa". Cuando no hay un amo cunden el desorden y la anarquía y los pueblos se acaban entre sí. También había, cerca, dos canales de inmundas aguas negras del desagüe de México, que venían del Mexe, y nadie se mataba por ellas. ¡Que si fueran las únicas, no existiendo "La Brisa", también por ellas correría la sangre y serían disputadas a cuchilladas! Desde la muerte de don Gonzalo, en plena revolución, la finca estaba abandonada y desmantelada, cayéndose a pedazos. Doña Matildita era la única que quedaba de la opulenta familia Fuentes y había preferido refugiarse en la ciudad, viviendo del producto de dos casas. Y la pugna de San Andrés y San Felipe, interrumpida por el mandato de los amos desde hacía muchos años, hubo de ser reanudada en forma más cruenta aún. El año pasado murieron, por este concepto, varios centenares de vecinos de los dos pueblos. Un mes hacia, en ocasión de la festividad del Corpus, que se encontraron a mitad de la borrachera y se acuchillaron, sin que el padre Ramírez pudiese hacerlos entrar en razón. La reyerta mereció una investigación del juez de Actopan, que desde la cabeza del distrito procuró cumplir los trámites, y luego se dio carpetazo al asunto y nadie volvió a acordarse de los indios pendencieros y ladrones. ¡Malvada gente, que es peor que las bestias...; indígenas hipócritas, muertos de hambre y alborotadores!
Un suelto del periódico de Pachuca se ocupó del caso y concluyó lamentando el frecuente choque de las congregaciones en una exhortación a la paz: *¡Cuánto mejor sería, para el Estado y para nuestra querida patria, que los indios que pueblan en lúgubre porcentaje nuestro suelo se ilustrasen con las luces del saber y aprendiesen a trabajar las tierras!" Por su parte, los hacendados de la región se encogieron de hombros, sentenciando: "Se acabarán solos, como las tarántulas. Si tienen hambre, que trabajen." Y fue todo. Por cierto que el rumor suscitado entre las gente de razón no llegó al pueblo, que seguía penando, con los estómagos vacíos y los ánimos resueltos a acabar en la pelea con los de San Felipe antes que de inanición. El padre Ramírez les llamó un domingo en que dijo misa en San Andrés. Habló en términos elocuentes: "Si ustedes siguen matándose, se quedarán solos. Las autoridades concluirán por impacientarse y mandarán un retén de soldados. Recuerden que tienen un deber que cumplir: probar al mundo que los indios son tan aptos como los hijos de cualquier otra raza. Mucho se ha hablado en México de la inferioridad de los indígenas; ¿van ustedes a confirmar esta tesis criminal?" Se agacharon las cabezas, al peso de la acusación; se confesaron los que más cargos alojaban en las conciencias, y por un mes la vida pareció haber adquirido tranquilidad y sosiego. Pero, como el mismo Ramírez decía a don Melquiades, no era asunto que se arreglase con sermones y discursos. En la ferocidad del otomí había un mundo de injusticia que estallaba. Hambre de los cuerpos, sed de las almas. Aquello iba a reventar como presa que rompe diques de no atenderse leal y generosamente el problema. Hacía trescientos años —o quizá más— que los dos pueblos se mataban, disputándose una existencia precaria que ya hubiesen desdeñado las sabandijas. Desde los días en que el otomí era fuerte, antes del arribo del blanco, se encontraban en la cuenca del río Prieto los dos bandos, hasta que un encomendero duro e implacable los metió a todos en cintura, los hizo trabajar como bestias y les dio las sobras de su cocina, formando, de esta suerte, las bases de la prosperidad de "La Brisa". Sin embargo, y pese a la sumisión de las indiadas, nunca cicatrizaron los viejos odios, y en las festividades solían entintar de bárbaras matanzas la alegría de los patrones, que, por cierto, no se tentaban el corazón para castigar las fechorías cruelmente, colgando de los mezquites a cinco o seis de los más revoltosos. Se aplacaban. El indio sabe esperar, calado de una terrosa indiferencia, y cuando se presenta la oportunidad alarga el brazo y hunde el cuchillo. Ni la prédica constante de los tonsurados, ni las ejemplares represiones de los finqueros, consiguieron extirpar las raíces del odio ancestral. El cristianismo mudó lengua y dominación; en vez de las dulces señas otomíes del Tepetate y la Cal, dos santos poblaron de temor y esperanza la región, difundiendo en las almas primitivas un caos del que ya no saldrían jamás: San Andrés, San Felipe. Se construyeron sendas iglesias para ambos, y hornacinas labradas paciente y fervorosamente, y el culto tutelar vino a cobijar, con más ímpetu que nunca, el rencor inextinguible. San Andrés el Buchón, decían los de San Felipe, aludiendo a la plaga más abundante de sus vecinos y encabezándola en el santo. San Felipe, el Tuerto, apodaban los buchones, refiriéndose a un defecto bastante ostensible en la imagen del patrono. Se mataron a nombre de San Felipe y de San Andrés. Vez hubo, una Navidad, en que la efigie de este último fue quemada en San Felipe, con la consiguiente rabia de sus enemigos, que juraron pagarse muy caro el atentado. Don Gonzalo Fuentes investigó personalmente quiénes habían sido los instigadores y mandó a media docena a la horca. Por una semana estuvieron expuestos los ajusticiados, pudriéndose encima de los jagüeyes y soltando una peste irrespirable. Don Gonzalo declaró, sin andarse por las ramas:
—Si esto continúa, quemo los dos pueblos, como hay Dios. ¡Indios malvados!
Ya hasta pensaba seriamente en traer unos cuatrocientos hombres de la zona de Atotonilco el Grande y echar a los nativos al monte.
Temía que un día cualquiera los zafarranchos degenerasen en pillaje y que las hordas, excitadas por la sangre, le quemasen las trojes y puede que hasta la misma finca. Por pronta providencia aumentó la guardia considerablemente, con instrucciones de abrir fuego contra cualquier grupo que se arrimase al casco en son de pleito. Ya no tuvo oportunidad de cumplir su amenaza, porque la revolución, que había estallado meses antes, subvirtió la normalidad de la región, y de quienes hubo que defenderse fue de los alzados, cuyas partidas merodeaban al grito de viva Fulano o viva Mengano, y muchas veces sin más programa que el robo. En las bolas murió el amo don Gonzalo, defendiendo lo suyo, y un soplo de catástrofe se abatió sobre el río Prieto. Por diez años la tierra se empantanó de sangre, en una tremenda matanza que dejaba muy chiquitas las peleas de San Andrés y San Felipe, y las indiadas, descuajadas y famélicas, corrieron a la sierra a las órdenes del primero que llegaba a ofrecerles un botín. ¡Al menos en la pelea existe la perspectiva del saqueo, de comer y beber hasta hartarse, y luego reventar, cosida a balazos la barriga, pero ya bien repleta! Sin embargo, por encima de la bola el viejo odio retuvo a los dos ranchos en el encuentro ancestral. Dueños de hacer lo que les viniese en gana, se asesinaron a cada ocho días. San Andrés, con sus cinco mil almas, acabó imponiéndose por la fuerza a su vecino, más deshabitado. Corrían los años y aumentaban las cruces de los dos cementerios y se apagaban los fuegos de la guerra. Cuando volvieron a llegar las autoridades y un piquete de tropa fusiló en la plaza de San Andrés a un grupo de forajidos, ya no quedaban ni las señas de la antigua propiedad de "La Brisa", y la vida se hizo más dura aún y el rencor de ambos vecindarios aumentó hasta la ferocidad. Otro día pasó, jinete en un caballito alazán tostado, un hombre que andaba levantado en armas y que les ofreció buenas tierras y el dinero del gobierno para rendir cosechas que les salvasen del hambre, y muchos de San Andrés y San Felipe le siguieron. Cavazos sabía que entre los otomíes del río Prieto no tenía nada que temer y solía esconderse frecuentemente en sus montes. Hablaba de vegas feraces como paraísos para la hora del triunfo, y de mucho maíz —cargas y más cargas de maíz— y de mucho frijol para el pobre, de un gobierno justo y de la tranquilidad para todos. Los reunió en la plaza, trepado sobre una piedra del camino real, y les dijo:
—Yo les traigo de comer. Los que no le tengan miedo a la muerte, que me sigan.
¡Miedo a la muerte! El otomí sólo teme a la vida, aunque no lo sepa y siga la ley de la bestia y la piedra: vivir, a pesar de todo. Manadas famélicas marcharon tras las corvas de su caballo y se hartaron en los saqueos de Actopan, de Ixmiquilpan y de Zimapán. Los más no volvieron, porque los del gobierno eran muchos y tiraban duro y tupido con ametralladoras y los envolvían en un cerco de fuego. Bonifacio, que perdió muchos amigos y parientes en la trifulca, les sentenció:
—Van no más a que ese Cavazos los utilice de escalones. ¡Toditos quieren enriquecerse, ninguno mira por su prójimo!
En Ixmiquilpan los sorprendió un general y a duras penas escaparon los jefes. Los prisioneros sumaban cientos. El general pasó revista y apartó a la mitad.
—A éstos los incorporamos al regimiento, mi mayor. ¡Los pobres son hijos de familia que arrancó de sus casas con engaños el tal por cual Cavazos! Pero a éstos —señalando el montón de indios cetrinos de miedo y de fatiga— les manda usted cortar las orejas y me fusila luego a cinco o seis, para escarmiento. Y no se le olvide decir en el parte que nuestras armas se cubrieron de gloria y que fueron sentenciados a la última pena los cabecillas indios del río Prieto. ¡Ah!, y que el enemigo era superior numéricamente y que la batalla duró seis horas.
El mayorcito, chaparrón y escuálido, que sufría una crisis de neurastenia a resultas de una gonorrea crónica, no se anduvo, por cierto, con miramientos, y tronó en los portales del jardín a trece, "con el fin de que los indios aprendieran a no andarse metiendo en líos", y al resto lo mandó desorejar y lo devolvió al monte. Unos meses después llegaron a contar a San Andrés que habían matado a Cavazos y que en Ixmiquilpan lo estaban velando. Los otomíes, recelando una celada, no dijeron nada, y en los jacales rezongaron las comadres:
—¡Lo mataron y no! ¡Ánimas que llegara ahorita y acabara con todos estos sardos que no hallan qué maldades hacernos!
La misma Lugarda asentó, confirmando la general convicción de que el cabecilla andaba vivito y coleando:
¡Siempre dicen lo mismo! Ahora sí, ya se lo echaron. ¡M...! A esos cristianos revoltosos no los apean tan facilito.
Hasta don Melquiades terció en la disputa, gruñendo:
—¡A poco quieren que les manden boletos de pullman para que lo vean tendido! Ese jijo ya pagó lo que debía.
—Pues así será, don Melquiades —repuso el corro de viejas, simulando sumisión y convencimiento.
Y el mito de Cavazos cundió en la tierra del otomí y el cabecilla del caballito alazán tostado fue visto, a la vez, un Viernes Santo, en San Juan Nepomuceno, en el camino pedregoso de Actopan al Mexe y en Yolotepec, rumbo a Ixmiquilpan. "Yo les traigo de comer, indios amolados...", contaban las voces que dizque oyeron a un emisario del rebelde, y que había que estar alerta para la hora de alzarse de nuevo, cuando saliera de su escondite, en la anfractuosidad del monte. En muchos años la conseja corrió de pueblo en pueblo y de ranchería en ranchería, trasegando de inquietud el corazón de las indiadas. Hasta se atrevían a refunfuñar los de San Andrés, cuando les calaba el hambre: «Ya viene Cavazos. Lo vieron al pardear rumbo a la sierra. Quesque no era más que un bultito ansinita de chiquito, entre una polvareda grandota, y el caballo se desapareció como si fuera de aire y no tocara el suelo." Otra vez lo sorprendieron pelando unas tunas en un agostadero de Actopan, y los indios juraban que estaba bueno y sano y que les ratificó la solemne promesa de volver muy pronto y alzarse contra el mal gobierno. ¡Imaginaciones que se encienden en las almas primitivas del páramo, cuentos de alucinados que nada esperan y que se embriagan en el espejismo de las bárbaras planicies del cacto, la cal y el pedernal! Marcial Cavazos, cabecilla de alzadas almas en pena, el tlacuache, el mapache y la iguana que lloran la próxima muerte del cristiano al que amparan en su dualidad totémica de bestias y criaturas, infundios febriles que no erizan los pelos del aborigen y que relatan fatídicas leyendas de muertes espantosas, sueño y delirio de la sabana, delirio, delirio, delirio. Por las noches se encienden los jacales, donde apenas hay tortillas para la prole abundante, y en el humo de las fogatas vibra la fábula y las almas se transen del misterio de la tierra. La Piedra del Diablo, que recordaba el trágico destino de la familia Fuentes; los mezquites de los ahorcados en las bolas; el paredón de la jefatura política, todo quemado a balazos por las descargas de los fusilamientos; el petril del río Prieto, en el que salía a pedir misas el ánima de doña Carmen Fuentes, que acabó en un accidente hacía muchos años...
Con razón decía el loco Tobías, que por cierto murió embrujado por unas viejas de San Felipe Tepetate: "La tierra es igualita al mal de ojo, porque ya no sabe uno con quién está tratando: si con Dios nuestro Señor o con el diablo. ¡A lo mejor con los dos a la vez, perdonándome Su Divina Majestad!"
El tiempo mustió la ingenua fe de los rancheros y el recuerdo de Cavazos se perdió en una tolvanera de desencanto. Don Melquiades los excitaba, a mitad de la charla, en los atardeceres de "El Paso de Venus por el Disco del Sol", a punto en que ardían los horizontes y subía la noche de la espesura del monte:
—Dicen que ahí viene Cavazos.
Nadie se estremecía ya ni refulgían los ojos a la esperanza.
Cavazos estaba muerto. Ya nadie diría al otomí: "Yo les traigo de comer, indios amolados." Lo mataron en Ixmiquilpan, por cumplidor y valiente, en una emboscada, y ahora se pudría bajo la tierra.
Estaban solos, abandonados a su suerte, y no habría, otra vez, cosechas que levantar cuando llegasen los fríos, en el hermoso mes en que los maizales resuenan en las sementeras de los ranchos más infelices, con sus aguasoles resecos y sus mazorcas sazonas. Ni una gota de agua sobre los surcos dibujados en paralelas, los jagüeyes apagados y hasta las aguas negras y hediondas del desagüe hechas un puro pantano de inmundicia, porque ya habían sido aprovechadas por las congregaciones vecinas. Cielos violentos y el erial enorme, con sus lontananzas fulgurantes, con su magueyera y su nopalera precarias, su cal y su salitre. Sacaron a San Andrés por el camino real, y el padre Ramírez invocó a las aguas a nombre del patrono.
Las mujeres, tristemente, rezaron por dos días y dos noches y se ofrecieron mandas de calidad y la procesión volvió a la iglesia como había salido, el santo en andas y brillando al sol sus oropeles y polvoso su manto escarlata. No tuvo más remedio el fraile que llamarles a la paciencia y a la resignación.
—Quien no sabe esperar es que no cree en el poder de San Andrés y de la Santísima Madre de Dios. El cielo sólo oye a los que esperan con fe.
Gregorio Méndez, el Toro, que estaba seco por la amibiasis, soltó su vozarrón tremendo:
—¡Padrecito: llevamos toda la vida esperando, y nada!
¡Si lo sabría el clérigo, que no había visto un buen temporal desde hacía siete años que llegó a la región! Repuso, concluyente:
—Este será un buen año, hijito, San Andrés va a dar el agua a sus hijos.
Esa tarde se desquebrajaron los primeros truenos por el lado de "La Brisa", como siempre, como todos los años en cuanto mediaba julio. El cura se puso muy pálido. Agua en "La Brisa" y sequía en los contornos, muerte segura en los choques de San Felipe y San Andrés. Las bestias abrían los belfos respirando el viento de la vega, el viento de agua, húmedo y fragante. Los burros rebuznaron con deleite y por la noche hubo conciliábulo en casa de Gregorio Méndez. Empezaron a verse grupos armados que bajaban a "La Brisa", y los de San Felipe, con los cuchillos en el ceñidor, cayeron por el otro lado de las lomas, silenciosos y decididos a no dejar que sus vecinos barbechasen un mearo de tierra. El río Prieto llevaba apenas un hilillo de agua, pero los cielos se cargaban de nubazón y por la tarde llovía. El viejo guardián de la hacienda, oteando la nueva matanza, escribió a Pachuca y se escondió en el extremo más lejano de la finca. Los dos bandos se avistaron sin un grito; apenas alguien, no más decidido que los demás, lanzó un chiflido procaz, que respondieron los de San Andrés. Avanzaron éstos, con sus yuntas a la retaguardia y sus sacos de maíz, y avanzaron los de San Felipe, dispuestos a no permitirles la labor. Apolonio Juárez hizo una seña a los suyos y los dos grupos se encontraron frente a frente, trasudando odio, tristeza y fatalidad. No ocurrió nada, porque en esos momentos llegó el cura Ramírez, que se metió en medio del choque, gritando:
—Pero ¿no entienden ustedes? ¿Éste es el modo de esperar que el cielo se apiade de nosotros? Vamos, muchachos, y ustedes por su lado.
Les hizo volver espaldas y se quedó con los de San Felipe. El que encabezaba el pelotón, Margarito Corral, con el sombrero entre las manos musitó:
—Ellos nos vienen a provocar.
—¿No son hijos de la misma tierra? ¿No sufren por igual los dos pueblos? ¡El diablo los tienta a los dos, y ustedes, lejos de desoírle, siguen sus consejos criminales!
No les dejó hasta que no les vio en sus jacales y regresó a San Andrés ultimando su designio de marcharse en seguida. Pidió por propio un carricoche a San Juan Nepomuceno, y sin consultarlo con nadie, dispuso su partida. Al día siguiente lo comunicó a don Melquiades.
—Me voy, amigo Esparza.
El tendero fue, esta vez, el que se puso pálido.
—¿Adónde va, señor cura?
—Adonde sea. A Pachuca, por lo pronto. Necesito curarme. —Y añadió, bajo y firme—: ¡ Ya no puedo más! No he tenido más remedio que cabrestear, pero ahora ya se me acabaron las fuerzas. De modo que hágame el favor de facilitarme unos quince pesos y se los mandaré desde Pachuca.
Tentó disuadirlo, le hizo ver que primero era avisar a las autoridades eclesiásticas y solicitar su venia, y que no se expusiera a contingencias que no había para qué provocar, y luego le rogó que no les abandonara.
—Hágalo por el pueblo, señor cura. ¡Palabra de hombre que lo necesitamos! Usted es el único freno para estos salvajes.
—¡Bonito freno! Se me hace tanto caso como... ¿qué le diré, amigo Esparza? ¡Como si estuviera pintado en la pared!
No hubo remedio. Que se iba y que se iba y la voz no trascendía a las indiadas. Llegó el propio de San Juan Nepomuceno: que no faltaba más, que el guayin estaba muy a las órdenes del señor cura, y no para tres días, sino para todo el tiempo que lo necesitara, y además le enviaban los buenos feligreses de por allá cuatro grandes quesos de asadera y un rompope que era una gloria. Pensaba salir el sábado, muy de madrugada, para estar en Pachuca por la noche.
Después, ya se vería. Preveía el gesto de disgusto del prelado, que a buen seguro le reprocharía "su ligereza en abandonar el servicio divino como si se tratara de algo sin importancia". Muy bien; se aguantaría el sermón, obsequiaría a Su Ilustrísima con dos de los quesos y con dos botellas del rompopito de San Juan, confeccionado con pura crema, y lograría que se le agregase a la burocracia de
Catedral o de cualquiera otra parroquia de la ciudad. Por desgracia para sus planes, ese sábado lo despertaron con la nueva de que los de San Andrés habían salido en manada hacia San Felipe. Se levantó gruñendo y montó a caballo.
El encuentro estaba, en realidad, concitado desde la víspera, en que Margarito Corral pasó por San Andrés y provocó a los buchones.
Ya lo querían asesinar allí mismo y lo hubieran hecho a no mediar Bonifacio, que salvó al de San Felipe. Y muy temprano se reunieron cincuenta de los más bragados y con Carmen Botis a la cabeza tramontaron el erial y cayeron frente al río Prieto. No hubo palabras de por medio, ni gritos, ni amenazas, sino que fríamente se confundieron los dos bandos y se acuchillaron por media hora. Unas mujeres de San Felipe fueron a llamar a la autoridad, que se presentó con todos los signos de la formidable borrachera de la noche anterior, y por el otro lado llegaron Febronio Ramírez y Esparza. Ya había ocho muertos y un montón de heridos. Se asesinaban como si se tratara mejor —contemplada la reyerta desde la loma de San Felipe— de un simulacro de esos que los indios suelen idear en sus festividades, mitad religioso y mitad profano, en un paso hierático de danza. Jamás estuvo más horrorizado el pobre fraile, cuyos pelos se pusieron de punta y cuyos nervios se aflojaron, llenándole el estómago de mareos y de basca. Trabajo costó hacerlos separarse, y cuando los cuchillos volvieron a los ceñidores, estaban rojos y empapados.
Total, ocho muertos y cosa de quince heridos, que fueron rápidamente trasladados a los jacales de los respectivos ranchos. Se les dijo su misa a los difuntos, primero en San Felipe, por ser más, y luego en San Andrés, y por todo ese sábado se atendió a los heridos, cuya bestial vitalidad reaccionó con un poco de agua helada, aguardiente y brebajes de las viejas. Y el domingo, casi al mediodía, salió el cura para no volver a aparecerse más en la región.
Se sentía el peso de la muda acusación que entrañaba su partida.
Los abandonaba, porque no se merecían la compañía de Dios, porque eran peores que las fieras, porque no tenían remedio. Ya habían conseguido lo que se propusieron: saciar el coraje, y aún no se apagaba el rencor más fuerte que la pena de verse abandonados por el párroco. Y, por encima del rencor y más hondo que la pena, la soledad, la inmensa tristeza del desamparo, de la muerte, del fin.
—Siquiera ésos ya dejaron de penar... —repetía Bonifacio cuando regresó el chorro de viejas y hombres, después de la comida, y se dispuso el entierro.
—El señor cura decía bien —observó Carmen Botis, ileso sobreviviente de la reyerta de veinticuatro horas antes. Ya hieden. Debimos haberlos enterrado desde ayer.
—Lo mismo es ayer que ahora —le contestó Lugarda secamente y ayudando a meter a los difuntos en sus cajas. Más hieden los pobres cristianos que nos han colgado en los mezquitales y los enteramos, a veces, a los ocho días.
Afuera esperaba Apolonio Juárez con sus seis muchachos, que formaban la banda ocasional de San Andrés de la Cal. Todo el mundo se presentó vistiendo sus mejores ropas, como si aceptaran la invitación a un jolgorio, y las mujeres, aunque descalzas, lucían zarcillos y collares de vistosas cuentas de vidrio. Adelante iba la murga, y luego seguían los muertos, en hombros de sus amigos y deudos. Las mujeres llevaban flores y bastimento de boca como para pasar dos días en el monte, tortillas con chile verde, pepián y pulque.
Apolonio y sus músicos se arrancaron con Alejandra, el viejo, el añorante vals de hacía veinticinco años. Los heridos que no tenían las tripas fuera o perforados los bofes, se asomaban a la puerta de sus covachas, rezongando maldiciones para los que mataron a sus paisanos. La perrería seguía al tumulto, olisqueando el hedor de los difuntos y aullando con los hocicos al cielo. Ni una lágrima de las viejas madres de caras apergaminadas, ni un lamento, ni un signo de desfallecimiento. La música trasudaba un contagio de macabra excitación nerviosa y de cada cerca de piedra surgía un nuevo contingente de acompañantes. Al otro lado del camino real, como quien va a San Juan Nepomuceno, amurallado por órganos de quince metros impenetrablemente pegados unos a otros, se escondía el pequeño cementerio aldeano, con sus cruces negras, amarillas, azules y rojas de madera, sus montoncitos de tierra salitrosa y calosa y sus tres agujeros ahondados a conciencia para recibir los restos de Servando Gutiérrez, Pio Luna y Gil Pedro. La música pregonaba la feérica alharaca de Club Verde. El pueblo se agaritó en las alturas en tanto que las cajas de ahumada madera con adornos de albayalde descendían a sus catas y unas mujeres chillaban:
—¡Servando! ¡Pío! ¡Gil! ¡Recibelos en tu gloria, Diosito!
Y voces sueltas, airadas, obscenas, de hombres y mujeres:
—Hijos de la tal por cual... Ya verán... Les vamos a dar en la madre.
Y un llorar de canes revueltos con burros y vacas, que alternaban con toda naturalidad en el sepelio, y la tierra porosa y fofa que cae a torrentes, haciendo resonar la madera de las cajas, y en torno, arriba, por todos lados, el vibrar del aire azul y fiero, la tormenta del sol en la canícula del páramo. Se adelantó Lugarda con Lorena, la nieta mayor de Bonifacio, y en cada túmulo acomodaron las tortillas con chile, pepián, el pulque y las flores. Ya saldrían las ánimas, en la noche, a devorar ávidamente el banquete. El diablo de Pío Luna, la Iguana, fue hombre de un apetito que daba miedo, y por su parte, Servando y Gil, cuando se ponían a comer tunas, se acababan fácilmente el ciento de coloradas. Ahora la música pregonaba la congoja revolucionaria de un corrido y el séquito se dispersó entre el magueyal, tan indiferente al acto recién cumplido como si saliese de una tapada de gallos. Faltaba ver cómo seguían los ocho heridos y si las cuchilladas no se habían envenenado. Con Lugarda a la cabeza las viejas ganaron el casero y se repartieron en los jacales donde había un cristiano que atender. Don Melquiades Esparza ya tenía cerrada la tienda y estaría en camino de Actopan con Hesiquio y doña Jovita, su mujer, a los que habría llevado al cine, como todos los domingos. El sol de la tarde quemaba la tierra y hacia el lado de "La Brisa" se agrandaron, como bulbas, las nubes turbias, y crujió un trueno. Panza arriba, los hombres se tiraron bajo los mezquites, en tanto a la prueba de las guaridas unas mujeres espulgaban las greñas de una chiquilla fétida y astrosa, y un pelotón de burros y puercos se obstinaba en arrancar de la tierra un residuo de inmundicia. Ya volvían los que fueron a vender la cal a Actopan. Una muchacha gritó:
—¡No quieren dar ya más que dos centavos por arroba!
Más blasfemias para los que se aprovechaban de la miseria del indio en torno a los tlachiqueros, que descargaban, a la sazón, el pulque espumeante de los barriles.
3
"¡La tierra de los tlacuaches! —decía el viajero que, en otras épocas, hacia el camino de Pachuca a Ixmiquilpan o a Actopan, avistando el yermo miserable y ahogado entre tolvaneras de cal y salitre. ¡Ánimas que lleguemos al Mesón de la Providencia, porque estos ranchos ponen carne de gallina al más valiente!" Pasaban las diligencias batiendo la tierra, como estampidos, y, si a veces paraban en San Andrés para que bajase un principal —alguno de los Fuentes, el cura o el jefe político—, las remudas aprovechaban los cinco minutos para beber el agua malsana de los jagueyes y arrancaban enseguida, mientras las caras del pasaje asomaban aventurando un gesto de repulsa.
—Malas tierras, compadre. Yo ni regaladas las querría.
—¡Quién sabe! Asómese y mire para allá. ¿Divisa una torrecita blanca? Pues es la hacienda de "La Brisa, de don Alberto Fuentes, veinte caballerías de primera y ciento noventa de monte agostadero.
—¡Hum! La pasadita no invita a bajar, compadre. ¡Esto no da más que cal!
—Aquí mero, sí. Pero no más camínele para allá, para el río Prieto, y ¡qué chulas labores en "La brisa'! A don Alberto no lo ahorcan ahora por doscientos mil pesos.
Cuando llegaban los retenes a perseguir una partida de forajidos, torcía la cara el capitancito presumido, escupía y maldecía:
—¡Me lleva el diablo! Esto es peor que el infierno. Aquí no hay bandidos escondidos ni nada que se les parezca. Aquí se mueren de hambre hasta las lagartijas, que, según cuentan, viven de aire.
Los juanes estoicos alargaban el pescuezo, oteando unas tortillas y unos frijoles, y, si se podía, un par de piernas morenas bailoteando en unas enaguas o en un chomite.
—Para pasar una mala noche, mi capitán, donde quiera hay suelo.
—Lo que no hay es agua. Me advirtieron que me cuidara, porque el que bebe de ésta se pone buchón al mes y, por lo pronto, agarra amibas.
Los indios ya sabían que había que sacar las tortillas y el pulque, porque de otro modo la tropilla se los robaba y quién sabe si el jefe político hasta se aprovechara de la ocasión para vengar una ojeriza y mandar a tres o cuatro de leva.
Y los arrieros suspendían el chiflido cuando las recuas ganaban el plan de San Andrés y se susurraba en un tonito de asco:
—Quesque se aparecen por aquí muchas ánimas.
Se persignaban, chicoteando a las bestias y trasponían al trote la plaza de los mezquites, como quien quiere salir cuanto antes de un paso difícil.
—¡Malditos tlacuaches! ¿De qué viven ustedes, carajo? —gritaba el vozarrón de los mayordomos cuando aparecían por primera vez, recién nombrados con destino a "La Brisa"—. ¡Si hasta parece que Dios Nuestro Señor les secó la tierra por canijos! Los magueyes no dan nada, casi, y lo que dan es una baba insípida que no quita ni la sed. Maíz y frijol, ¿de dónde, si no llueve en esta mierda?
Cal, cal y más cal. ¡Me lleva la chicharra! ¡Cinco mil indios, solamente en San Andrés, que tragan cal, porque no se ve otra cosa que dé la tierra! Y el indio que no tiene ni su milpa se vuelve más taimado y ladrón que el diablo. Y he visto indios, ¡figúrense ustedes si los habré visto en treinta años de correr el mundo de arriba abajo!, y la mera verdad, nunca había tropezado con gentes tan hambreadas.
Los de Meztitlán son ladrones y malos, sí, señor; pero, ¡qué diantre! tienen por lo menos su cosecha y su refino y no están tan condenados. Los de la sierra de Puebla, lo mismo. ¡Vaya, hombre, hasta los infelices tarahumaras de Chihuahua hacen su pinole para no morirse de hambre! Si quieren ustedes saber por qué está tan fregado el país, vayan a ver a los de San Andrés. ¡Señor, no son cristianos.... son bestias..., peores que las bestias más viles! Una agua que sabe a purga y que acaba con el mejor estomago y lo repleta de amibas, de pilón...; una tierra maldita en la que nunca llueve, ni de casualidad.
¡Criadero de tifo y de hambre! ¡Me lleva judas! ¡Que si no fuera por el amo que me ha rogado que venga a darle una manita, qué lejos estaría yo, a estas horas, de aquí!
En las veladas del rancho, bajo la estrellada del cielo refulgente del desierto, las lenguas se lamentaban y evocaban la antigua tradición.
—No siempre fue así la tierra. ¡Que a nosotros nos haya tocado la de malas, es otra cosa. Los tlacuaches de antes, hace muchos años, levantaban fanegas y más fanegas de maíz y frijol, y donde ahora está la magueyera corría un río que iba repleto de agua y llovía todo el tiempo que Dios ha designado para que llueva.
Los jóvenes no decía que sí ni que no; pero de eso a creer a pie juntillas lo que el abuelo contaba, había una diferencia de leguas.
Las voces curioseaban:
—¡Pues apenas puede creerse! ¿Cuánto hará eso?
—¡Hum! Si juntamos unos con otros los años que han vivido tus gentes, como si fueran popotitos, no reuniríamos el tiempo que hace de eso. ¡Las pilas de años...; antes, todavía, de que llegarán los blancos! Los indios de entonces sí tenían tierras que trabajar.
El fin de los tlacuaches estaba fundido a una maldición que había vuelto estéril la tierra. Todavía, cuando se apilaba la prole en Navidad y los viejos insuflaban las leyendas y las tristes canciones del indio gemían, de regreso de Actopan, circulaba la monstruosa versión de la piedra de la plaza de armas, que se manchó de sangre inocente y en la que el diablo puso su firma. Don Gonzalo, el fundador, el encomendero, el ascendiente del último Gonzalo que barrió la bola con todo y sus ínfulas de amo invisible, había conquistado la región casi sin violencia. Los otomíes eran unos hombrecitos chaparros y dulces que acogieron al español casi en son de beneplácito, mirando en él la salvación de la durísima férula del azteca vecino.
