El rey de hierro - Julie Kagawa - E-Book

El rey de hierro E-Book

Julie Kagawa

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Beschreibung

ENTRA EN UN MUNDO FANTÁSTICO DE HADAS PELIGROSAS, PRÍNCIPES MALVADOS Y UNA NIÑA MITAD HUMANA QUE DESCUBRE QUE TODA SU VIDA ES UNA MENTIRA. En la vida de Meghan siempre había habido algo extraño, desde que su padre desapareció cuando ella tenía seis años. Nunca había encajado en la escuela ni en casa. Cuando un siniestro desconocido comenzó a observarla desde lejos y su mejor amigo se convirtió en su incansable guardián, Meghan presintió que su vida iba a dar un vuelco. Pero jamás habría imaginado la verdad: que era la hija de un mítico rey del mundo de los duendes y las hadas y que, inmersa en una guerra implacable en la que era un peón de ambos bandos, tendría que descubrir hasta dónde estaba dispuesta a llegar para salvar a quien amaba, atajar un mal misterioso al que ninguna criatura mágica osaba enfrentarse... y descubrir el amor con un joven príncipe que quizá prefiriera verla muerta a permitir que tocara su corazón helado. ¿Sobrevivirá Meghan en este mundo desconocido donde los amigos se pueden contar con los dedos de una mano?   ¿Sobrevivirá Meghan en este mundo desconocido donde los amigos se pueden contar con los dedos de una mano?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

Título original: The Iron King

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Limited

© 2010 Julie Kagawa

© 2012, Harlequin Ibérica, S.A.

© 2023, HarperCollins Ibérica, S.A.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

I.S.B.N.: 9788410021839

Para Nick, Brandon y Villis. Que sigamos haciendo leña del árbol caído.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO UNO

El fantasma del ordenador

Hace diez años, el día de mi sexto cumpleaños, mi padre desapareció.

No, no se marchó. Marcharse habría conllevado maletas y cajones vacíos, y tarjetas de cumpleaños enviadas a destiempo con un billete de diez dólares dentro. Marcharse habría significado que era infeliz con mamá y conmigo, o que había encontrado un nuevo amor en otra parte. Pero no fue así. Tampoco se murió, porque nos habríamos enterado. No hubo accidente de coche, ni cadáver, ni policías deambulando por la escena de un brutal asesinato. Todo ocurrió muy sigilosamente.

El día en que yo cumplía seis años, mi padre me llevó al parque, uno de mis sitios preferidos en aquel momento. Era un parquecito solitario en medio de la nada, con una senda para correr y una estanque verde y brumoso rodeado de pinos.

Estábamos al borde del estanque, dando de comer a los patos, cuando oí la cantinela de un camión de helados en el aparcamiento de lo alto de la colina. Le pedí a mi padre que me comprara un polo y se echó a reír, me dio un par de billetes y me mandó en busca del camión.

Fue la última vez que lo vi.

Más tarde, al registrar la zona, la policía descubrió sus zapatos en la orilla, y nada más. Mandaron a sus buzos a rastrear el estanque, pero apenas tenía tres metros de profundidad y no encontraron más que ramas y barro en el fondo. Mi padre había desaparecido sin dejar rastro.

Después, durante meses, tuve una pesadilla recurrente: yo estaba en lo alto de esa colina, mirando, y veía a mi padre adentrarse en el estanque. A medida que el agua iba cubriendo su cabeza, oía a mi espalda la cancioncilla del camión de helados, una tonada lenta y fantasmagórica cuya letra casi lograba entender. Pero cada vez que intentaba prestarle atención, me despertaba.

Poco después de la desaparición de mi padre, mi madre nos llevó muy lejos, a un pueblucho minúsculo en medio de los pantanos de Luisiana. Decía que quería «empezar de cero», pero yo siempre supe, en el fondo, que estaba huyendo de algo.

Tardaría diez años en descubrir de qué.

Me llamo Meghan Chase.

Faltaban menos de veinticuatro horas para que cumpliera dieciséis años.

Los dulces dieciséis. Suena mágico. Se supone que a esa edad, a los dieciséis, las niñas se vuelven princesas, se enamoran, van a fiestas, a bailes de promoción y cosas así. Se han escrito un sinfín de relatos, canciones y poemas sobre esta edad maravillosa en la que encuentras el amor verdadero, las estrellas brillan por ti y el apuesto príncipe te lleva en volandas hacia el atardecer.

Yo no creía que en mi caso fuera a ser así.

La mañana del día anterior, me desperté, me duché y revolví mi armario en busca de algo que ponerme. Normalmente agarro lo primero limpio que encuentro por el suelo, pero ese día era especial. Era el día en que Scott Waldron se fijaría por fin en mí. Quería estar perfecta. Pero, por desgracia, como es lógico, mi armario no está precisamente atiborrado de ropa a la última moda. Mientras otras chicas se pasan horas delante de los suyos sollozando «¿Qué me pongo?», en mis cajones hay básicamente tres cosas: ropa procedente de la beneficencia, ropa heredada de otros y petos.

«Ojalá no fuéramos tan pobres. Sé que criar cerdos no es un trabajo con mucho glamour, pero mamá podría permitirse por lo menos comprarme un par de vaqueros bonitos». Miré con asco mi escuálido armario. «En fin, supongo que Scott tendrá que quedar prendado de mi encanto y mi elegancia natural, si es que no hago el ridículo delante de él».

Por fin me puse unos pantalones con muchos bolsillos, una camiseta verde que ni fu ni fa y mi único y andrajoso par de zapatillas de deporte, y me cepillé el pelo. Lo tengo rubio casi blanco, liso y muy fino, y enseguida se puso a hacer otra vez esa estupidez de flotar como si hubiera metido el dedo en un enchufe. Me hice una coleta y bajé.

Luke, mi padrastro, estaba sentado a la mesa tomando café y hojeando la gaceta del pueblo, un periódico muy delgadito que, más que una auténtica fuente de información, es como la columna de chismorreos de mi instituto. Una ternera con cinco patas nace en la granja de los Patterson, anunciaba a bombo y platillo la primera página. Os podéis hacer una idea. Ethan, mi hermanastro de cuatro años, se había sentado en el regazo de su padre y estaba comiendo galletas rellenas y poniendo perdido de migas el peto de Luke. Con un brazo agarraba a Floppy, su conejo de peluche preferido, al que de vez en cuando intentaba darle el desayuno. El conejo tenía la cara llena de migas y pringue de frutas.

Ethan es un buen chico. Tiene el pelo castaño y rizado de su padre, pero ha heredado de mamá sus grandes ojos azules, igual que yo. Es uno de esos niños a los que las señoras mayores se paran a hacerles carantoñas, y a los que los desconocidos les sonríen y les saludan desde el otro lado de la calle. Mamá y Luke lo miman mucho, pero por suerte no parece que lo estén malcriando.

—¿Dónde está mamá? —pregunté al entrar en la cocina.

Abrí las puertas de los armarios y estuve mirando las cajas de cereales, por si había de los que me gustan. Dudaba de que mi madre se hubiera acordado de comprarlos. Y no se había acordado, claro. Sólo había cereales con fibra y unos asquerosos de malvavisco que toma Ethan. ¿Tan difícil era acordarse de los Cheerios?

Luke no me hizo caso y siguió bebiendo su café. Ethan mordisqueó su galleta y estornudó en el brazo de su padre. Yo me di el gustazo de cerrar de golpe el armario.

—¿Dónde está mamá? —pregunté un poco más fuerte. Luke levantó la cabeza, sobresaltado, y me miró por fin. Sus ojos marrones y apáticos, como los de una vaca, reflejaron una leve sorpresa.

—Ah, hola, Meg —dijo con calma—. No te he oído entrar. ¿Qué has dicho?

Suspiré y repetí la pregunta por tercera vez.

—Tenía una reunión con unas señoras de la parroquia —murmuró Luke, volviendo a su periódico—. No volverá hasta dentro de un par de horas, así que tendrás que ir en autobús.

Siempre iba en autobús. Sólo quería recordarle a mi madre que ese fin de semana tenía que llevarme a que me sacara el permiso de conductor en prácticas. Decírselo a Luke era inútil: podía decirle catorce veces lo mismo, que se le olvidaba en cuanto salía de la habitación. Y no porque fuera mezquino, ni malintencionado; ni siquiera tonto. Adoraba a Ethan, y mamá parecía muy feliz con él. Pero cada vez que hablaba con él, me miraba con auténtica sorpresa, como si hubiera olvidado que yo también vivía allí.

Agarré un bollo de encima de la nevera y me puse a mordisquearlo de mala gana, sin quitar ojo al reloj. Beau, nuestro pastor alemán, entró tranquilamente y apoyó su cabezota en mi rodilla. Le rasqué detrás de las orejas y ronroneó. Por lo menos el perro me hacía caso.

Luke se levantó y dejó suavemente a Ethan en su asiento.

—Bueno, campeón —le dijo, dándole un beso en la coronilla—. Papá tiene que arreglar el lavabo del cuarto de baño, así que quédate aquí y sé bueno. Cuando acabe, iremos a dar de comer a los cerdos, ¿vale?

—Vale —gorjeó Ethan, balanceando sus piernas rollizas—. Floppy quiere ver si la señora Daisy ya ha tenido a sus bebés.

Luke puso una sonrisa tan asquerosamente satisfecha que me dieron ganas de vomitar.

—Oye, Luke —dije cuando se volvió para marcharse—, ¿a que no sabes qué día es mañana?

—¿Umm? —ni siquiera se volvió—. No sé, Meg. Si tienes planes para mañana, habla con tu madre —chasqueó los dedos y Beau se fue enseguida tras él. Sus pasos se perdieron por la escalera y me quedé sola con mi hermanastro.

Ethan balanceaba los pies y me miraba muy serio, como siempre mira él.

—Yo sí lo sé —anunció en voz baja, dejando su galleta encima de la mesa—. Mañana es tu cumpleaños, ¿a que sí? Me lo ha dicho Floppy, y me he acordado.

—Sí —mascullé y, dándome la vuelta, lancé el bollo al cubo de la basura. Dio en la pared con un golpe sordo y cayó dentro, dejando una mancha grasienta en la pintura. Sonreí y decidí dejarla.

—Floppy dice que te diga felicidades ya.

—Dile a Floppy que gracias —le revolví el pelo al salir de la cocina, completamente amargada.

Lo sabía. Mamá y Luke iban a olvidarse por completo de mi cumpleaños. No me regalarían ni una tarjeta, ni una tarta, ni me felicitarían siquiera. Salvo el memo del conejo de peluche de mi hermanito. Qué patético.

De vuelta en mi cuarto, recogí mis libros, mis deberes, mi chándal y el iPod que me había comprado después de ahorrar un año entero y a pesar del desdén de Luke por todos esos «chismes inútiles que entontecen el cerebro». Como cualquier paleto de pura cepa, mi padrastro detesta y desconfía de cualquier cosa que pueda hacer la vida más fácil. ¿Teléfonos móviles? Ni hablar, tenemos una línea fija que funciona perfectamente. ¿Videojuegos? Son armas del diablo que convierten a los niños en delincuentes y asesinos en serie. Le había suplicado a mamá una y otra vez que me comprara un ordenador portátil para clase, pero Luke se empeña en que el suyo, un armatoste de sobremesa de hace mil años, sirve para toda la familia. Da igual que la conexión por cable tarde una eternidad. Pero ¿quién usa ya la conexión por cable?

Miré mi reloj y solté una maldición. Faltaba poco para que llegara el autobús y aún tenía que andar diez minutos hasta la carretera. Al mirar por la ventana vi que el cielo estaba gris y amenazaba lluvia, así que agarré también una chaqueta. Y, como muchas otras veces, deseé que viviéramos más cerca del pueblo.

«Juro que en cuanto tenga el carné y un coche, no vuelvo por aquí».

—¿Meggie? —Ethan estaba en la puerta, con su conejo bajo la barbilla. Sus ojos azules me miraban sombríamente—. ¿Hoy puedo ir contigo?

—¿Qué? —mientras me ponía la chaqueta miré alrededor en busca de mi mochila—. No, Ethan. Me voy al cole. Al cole de mayores, los peques tienen prohibido entrar.

Intenté irme, pero enseguida sentí que dos bracitos rodeaban mi pierna. Apoyé la mano en la pared para no caerme y miré con enfado a mi hermanastro. Se aferraba a mí obstinadamente, con la cara levantada y los dientes apretados.

—Por favor —me suplicó—. Seré bueno, te lo prometo. Llévame contigo, sólo hoy.

Dando un suspiro, me agaché y lo tomé en brazos.

—¿Qué pasa, pequeñín? —pregunté, apartándole el pelo de los ojos. Mamá tendría que cortárselo pronto; empezaba a parecer el nido de un pájaro—. Estás muy mimoso esta mañana. ¿Qué te pasa?

—Miedo —masculló, y escondió la cara junto a mi cuello.

—¿Tienes miedo?

Sacudió la cabeza.

—Floppy tiene miedo.

—¿Y de qué tiene miedo Floppy?

—Del hombre del armario.

Sentí que un pequeño escalofrío me recorría la espalda. A veces, Ethan era tan serio y tan callado que costaba recordar que tenía cuatro años. Tenía todavía esos miedos infantiles a los monstruos de debajo de la cama y al coco del armario. En su mundo, los peluches hablaban, hombres invisibles lo saludaban desde los arbustos y espantosas criaturas de largas uñas arañaban la ventana de su cuarto. Rara vez les contaba a mamá o a Luke esas historias de fantasmas y hombres del saco; desde que tenía edad suficiente para andar, siempre me las contaba a mí.

Suspiré, sabiendo que quería que subiera y echara un vistazo para que lo tranquilizara y le dijera que no había nada en el armario, ni debajo de la cama. Por eso mismo guardaba siempre una linterna en su cómoda.

Fuera brilló un relámpago y se oyó un trueno a lo lejos. Hice una mueca. El paseo hasta el autobús no iba a ser agradable.

«Mierda, no tengo tiempo para esto».

Ethan se apartó y me miró con expresión suplicante. Suspiré otra vez.

—Está bien —mascullé, dejándolo en el suelo—. Vamos a ver si hay monstruos.

Me siguió en silencio por la escalera y me miró angustiado cuando agarré la linterna y me puse de rodillas para alumbrar debajo de la cama.

—Aquí no hay monstruos —dije al levantarme. Me acerqué a la puerta del armario y la abrí de golpe mientras Ethan se asomaba por detrás de mis piernas—. Aquí, tampoco. ¿Ya estás mejor?

Asintió con la cabeza y me lanzó una leve sonrisa. Había empezado a cerrar el armario cuando me fijé en que había un extraño sombrero gris en el rincón. Era un bombín: esférico por arriba, con el ala circular y una banda roja alrededor.

«Qué raro. ¿Qué hace eso ahí?».

Al incorporarme para darme la vuelta, vi de reojo que algo se movía. Vislumbré, detrás de la puerta del cuarto de Ethan, una figura escondida cuyos pálidos ojos me observaban a través de la rendija. Giré la cabeza bruscamente, pero allí no había nada, claro.

«Jo, ahora soy yo la que ve monstruos imaginarios. Tengo que dejar de ver películas de terror».

Restalló un trueno justo encima de nosotros y di un brinco. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a tamborilear en los cristales. Pasé corriendo junto a Ethan, salí de casa a toda prisa y corrí por el camino.

Cuando llegué a la parada del autobús, estaba empapada. Estábamos a finales de primavera y la lluvia no era gélida, pero sí lo bastante fría como para resultar incómoda. Crucé los brazos y me acurruqué debajo de un ciprés cargado de musgo, esperando a que llegara el autobús.

«¿Dónde estará Robbie?», me pregunté mientras miraba por la carretera. «Ya suele estar aquí. A lo mejor no le apetecía empaparse y se ha quedado en casa». Resoplé, haciendo girar los ojos. «Otra vez haciendo novillos, ¿eh? El muy vago. Ojalá pudiera yo».

Si tuviera coche… Conocía chicos y chicas a los que sus padres les regalaban un coche cuando cumplían dieciséis años. Yo tendría suerte si me regalaban una tarta. La mayoría de la gente de mi clase ya tenía el carné y podía ir en coche a las discotecas y las fiestas, o donde les apeteciera. A mí siempre me dejaban atrás, la palurda a la que nadie quería invitar.

«Menos Robbie», me corregí encogiéndome un poco de hombros para mis adentros. «Por lo menos Robbie sí se acordará. ¿Qué chorrada se le habrá ocurrido para mañana?». Estaba casi segura de que sería algo absurdo o extraño. El año anterior, me había hecho salir a escondidas de casa a media noche para ir de picnic al bosque. Fue muy raro; me acordaba de la hondonada y del pequeño estanque sobrevolado por las luciérnagas, pero aunque luego lo busqué muchas veces en la arboleda de detrás de mi casa, nunca lo encontré.

Algo se escabulló entre los matorrales, detrás de mí. Una comadreja o un ciervo, o incluso un zorro intentando resguardarse de la lluvia. Allí, la fauna era absurdamente osada y tenía poco miedo de los humanos. Si no fuera por Beau, el huerto de mamá sería un bufé para conejos y ciervos, y la familia de mapaches que vivía por allí se serviría a sus anchas de todo lo que había en nuestros armarios.

Una rama chasqueó entre los árboles, más cerca esta vez. Me removí, incómoda, decidida a no darme la vuelta por una ardilla o un mapache de nada. No soy como Angie la inflatetas, Miss Perfecta Animadora, que daba un brinco si veía un ratón en una jaula o una mota de polvo en sus vaqueros Hollister. Yo había rastrillado heno, matado ratas y pastoreado a cerdos con el barro hasta las rodillas. Los animales salvajes no me dan miedo.

Aun así, miré carretera abajo con la esperanza de ver doblar la curva al autobús. Tal vez fuera por la lluvia, o por mi imaginación perversa, pero el bosque me recordaba al escenario de La bruja de Blair.

«Aquí no hay lobos, ni asesinos en serie», me decía. «No te pongas paranoica».

El bosque quedó en silencio de repente. Me apoyé en el árbol, tiritando, y deseé con todas mis fuerzas que llegara el autobús. Un escalofrío me subió por la espalda. No estaba sola. Estiré el cuello con cautela y miré por entre las hojas. Encaramado a una rama había un pajarraco negro inmóvil como una estatua, con las plumas de punta para protegerse de la lluvia. Mientras lo miraba, volvió la cabeza y me miró fijamente, con unos ojos tan verdes como el vidrio coloreado.

Y entonces un brazo rodeó el árbol y me agarró.

Chillé y me aparté de un salto, con el corazón atronándome los oídos. Me di la vuelta, lista para echar a correr. Ya veía violadores y asesinos, y a Cara de cuero, el de La matanza de Texas.

Pero detrás de mí oí una carcajada.

Robbie Goodfell, mi vecino (vivía a casi tres kilómetros de mí), estaba recostado contra el tronco del árbol, partiéndose de risa. Alto y delgaducho, con los vaqueros raídos y una camiseta vieja, se detuvo para mirar mi cara pálida y volvió a desternillarse. El pelo rojo y puntiagudo se le pegaba a la frente y la ropa, que se le ceñía a la piel, realzaba su cuerpo flaco huesudo y larguirucho, cuyos miembros no parecían encajar del todo. Estaba empapado y cubierto de ramitas, hojas y barro, pero eso no parecía molestarlo. Había muy pocas cosas que molestaran a Robbie.

—¡Jobar, Robbie! —grité, dando un zapatazo, y le lancé una patada. La esquivó y salió a la carretera tambaleándose, rojo de risa—. No tiene gracia, idiota. Casi me da un infarto.

—Pe-perdona, princesa —jadeó, y se llevó la mano al corazón mientras intentaba recuperar el aliento—. Es que era perfecto —soltó una última carcajada y se incorporó, agarrándose el costado—. Madre mía, ha sido impresionante. Has dado un salto de dos metros, por lo menos. ¿Quién creías que era, Cara de cuero o qué?

—Claro que no, bobo —me volví dando un soplido para que no viera que me ardía la cara—. ¡Y te he dicho que no me llames así! Ya no tengo diez años.

—Claro, princesa.

Hice girar los ojos.

—¿Te han dicho alguna vez que tienes la madurez de un niño de cuatro años?

Se rió alegremente.

—Mira quién fue a hablar. Yo no me pasé toda la noche con la luz encendida después de ver La matanza de Texas. Intenté avisarte —hizo una mueca grotesca y avanzó hacia mí bamboleándose con los brazos estirados—. Uuuuuh, cuidado, que soy Cara de cuero.

Fruncí el ceño y lo salpiqué dando una patada a un charco. Él hizo lo mismo, riendo. Cuando unos minutos después apareció por fin el autobús, estábamos los dos cubiertos de barro y hechos una sopa, y el conductor nos dijo que nos sentáramos atrás.

—¿Qué haces hoy después de clase? —preguntó Robbie cuando nos acurrucamos en los asientos del fondo. A nuestro alrededor, los estudiantes hablaban, reían y gastaban bromas sin prestarnos atención—. ¿Quieres que vayamos a tomar un café? O podríamos colarnos en el cine y ver una peli.

—Hoy no, Rob —contesté, intentando escurrir mi camiseta. Ahora que había acabado, me arrepentía de todo corazón de nuestra batallita de barro. Iba a parecer la criatura de la Laguna Negra delante de Scott—. Esta vez tendrás que colarte sin mí. Esta tarde tengo que dar una tutoría.

Robbie entornó sus ojos verdes.

—¿Una tutoría? ¿A quién?

Noté un cosquilleo en el estómago y procuré no sonreír.

—A Scott Waldron.

—¿Qué? —Robbie tensó los labios en una mueca de asco—. ¿A ese cachas? ¿Qué pasa, es que necesita que le enseñes a leer?

Lo miré con enfado.

—No tienes que portarte como un capullo porque sea capitán del equipo de fútbol. ¿O es que estás celoso?

—Uh, claro, será eso —contestó con desdén—. Siempre he querido tener el coeficiente intelectual de una piedra —soltó un bufido—. No puedo creer que estés por ese cachas. Tú te mereces algo mucho mejor, princesa.

—No me llames así —me giré para que no viera que me había puesto colorada—. Y sólo es una clase particular. No va a pedirme que vaya con él al baile de fin de curso, jopé.

—Ya —parecía poco convencido—. No, pero a ti te gustaría que te lo pidiera. Reconócelo. Babeas con él como cualquiera de esas animadoras con la cabeza hueca.

—¿Y qué si es así? —repliqué, volviéndome bruscamente—. No es asunto tuyo, Rob. ¿Qué más te da a ti?

Se quedó muy callado y después masculló algo ininteligible en voz baja. Le di la espalda y me puse a mirar por la ventanilla. No me importaba lo que dijera Rob. Esa tarde, durante una grandiosa hora, Scott Waldron sería sólo mío, y eso nadie podía quitármelo de la cabeza.

Las clases se me hicieron eternas. Los profes sólo decían bobadas y los relojes parecían moverse hacia atrás. La tarde pasó despacio y borrosamente. Pero sonó la campana y por fin conseguí escapar de la eterna tortura de las ecuaciones.

«Hoy es el día», me decía mientras me abría paso por los pasillos atestados, bordeando el hervidero de gente. Las zapatillas mojadas rechinaban en las baldosas y una peste a sudor, humo y olor corporal espesaba el aire. Sentía un hormigueo nervioso. «Puedes hacerlo. No lo pienses. Entra y hazlo de una vez».

Esquivando alumnos, avancé en zigzag por el pasillo y me asomé a la sala de ordenadores.

Y allí estaba él, sentado a una de las mesas, con los pies encima de otra silla. Scott Waldron, el capitán del equipo de fútbol. Scott el tío bueno. Scott, el rey del instituto. Llevaba una beisbolera roja y blanca que realzaba su ancho pecho, y el pelo abundante y rubio oscuro le rozaba la parte de arriba del cuello.

Se me aceleró el corazón. Una hora entera en la misma habitación que Scott Waldron, y sin nadie por el medio. Normalmente ni siquiera podía acercarme a él: o estaba rodeado por Angie y su grupito de animadoras, o por sus compañeros del equipo. Había más alumnos en la sala de ordenadores, pero eran friquis y empollones, de ésos en los que Scott Waldron jamás se fijaba. Los jugadores y las animadoras no se pasaban por allí ni muertos, si podían evitarlo. Respiré hondo y entré en el aula.

No me miró cuando pasé a su lado. Estaba recostado en la silla, con los pies para arriba y la cabeza hacia atrás, lanzando un balón invisible al otro lado de la habitación. Carraspeé. Nada. Carraspeé más fuerte. Y nada.

Armándome de valor, me puse delante de él y lo saludé con la mano. Sus ojos marrón café me miraron por fin. Pareció sobresaltarse un momento. Luego levantó con indolencia una ceja, como si le extrañara que quisiera hablar con él.

«Oh, oh. Di algo, Meg. Algo inteligente».

—Eh… —tartamudeé—. Hola, soy Meghan. Me siento detrás de ti. En clase de informática —seguía mirándome con cara de pasmo, y noté que me ardían las mejillas—. Eh… No me gustan mucho los deportes, pero me pareces un defensa alucinante, aunque no he visto muchos, claro… Bueno, sólo a ti, la verdad. Pero parece que sabes lo que haces, eso está claro. Voy a todos tus partidos, ¿sabes? Suelo sentarme muy atrás, así que seguramente no me habrás visto —«ay, Dios. Cállate, Meg. Cállate ya». Cerré la boca con fuerza para dejar de parlotear. De pronto tenía ganas de meterme en un agujero y morir. ¿Cómo se me había ocurrido aceptar aquello? Era mejor ser invisible que quedar como una perfecta imbécil delante de Scott.

Parpadeó indolente, levantó una mano y se sacó los auriculares de los oídos.

—Perdona, nena —dijo tranquilamente, con esa voz suya, tan grave y maravillosa—. No te he oído —me miró de arriba abajo y sonrió—. ¿Tú eres la tutora?

—Eh, sí —me erguí y alisé los pocos guiñapos que quedaban de mi dignidad—. Soy Meghan. El señor Sanders me pidió que te ayudara con el proyecto de programación.

Siguió mirándome con una sonrisilla.

—¿No eres esa palurda que vive en los pantanos? ¿Sabes lo que es un ordenador?

Me puse como un pimiento y el estómago se me contrajo en una pelota. Sí, de acuerdo, no tenía un ordenador estupendo en casa. Por eso me pasaba casi todas las tardes allí, en la sala, haciendo los deberes o simplemente navegando por Internet. De hecho, esperaba entrar en la facultad de Informática dentro de un par de años. Se me daba bien programar y diseñar páginas web. Sabía manejar un ordenador, maldita sea.

Pero delante de Scott sólo conseguí tartamudear:

—S-sí. O sea, sé un montón —me miró con escepticismo y sentí el aguijonazo del orgullo herido. Tenía que demostrarle que no era la palurda que creía que era—. Espera, te lo demostraré —dije, y me acerqué al teclado que había sobre la mesa.

Pero entonces ocurrió algo extraño.

No había tocado las teclas cuando se iluminó la pantalla del ordenador. Me quedé parada, con los dedos suspendidos sobre el teclado, y sobre el fondo azul del monitor comenzaron a aparecer palabras.

Meghan Chase. Te vemos. Vamos a por ti.

Me quedé paralizada. Las palabras, esas tres frases, seguían apareciendo, una y otra vez.

Meghan Chase. Te vemos. Vamos a por ti. Meghan Chase te vemos vamos a por ti. Meghan Chase tevemos vamos a por ti… Una y otra vez, hasta llenar por completo la pantalla.

Scott se recostó en su silla, me miró con mala cara y volvió a mirar el monitor.

—¿Qué es eso? —preguntó con el ceño fruncido—. Tú, friqui, ¿qué coño estás haciendo?

Lo aparté de un empujón, moví el ratón, pulsé la tecla de salida y apreté Ctrl+Alt+Supr para acabar con aquella hilera interminable. No pasó nada.

De pronto, sin previo aviso, las palabras dejaron de aparecer y la pantalla quedó en blanco un momento. Luego, en letras gigantes, apareció otro mensaje.

SCOTT WALDRON MIRA A LOS CHICOS EN LAS DUCHAS, JA, JA, JA.

Ahogué un grito de horror. El mensaje empezó a salir en todas las pantallas, dando la vuelta por toda la sala, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. La gente de las otras mesas se paró, extrañada, y luego comenzó a señalarnos y a reírse.

Sentí la mirada de Scott clavada en mi espalda como un puñal. Cuando me volví, asustada, lo vi mirándome con odio. Respiraba agitadamente y tenía la cara amoratada, seguramente de rabia o de vergüenza. Me señaló con un dedo.

—Te crees muy graciosa, ¿eh, palurda? ¿Eh? Pues espera y verás. Ya te enseñaré yo lo que es divertido. Te has cavado tu propia tumba, zorra.

Salió hecho una furia de la sala, seguido por una estela de risas. Algunos alumnos me sonrieron, me aplaudieron y levantaron los pulgares. Uno hasta me guiñó un ojo.

A mí me temblaban las piernas. Me dejé caer en la silla y miré la pantalla sin verla. De pronto se apagó, llevándose consigo aquel mensaje insultante. Pero el daño ya estaba hecho. Sentí náuseas y una especie de escozor detrás de los ojos.

Escondí la cara entre las manos. «Estoy muerta. Estoy muerta y requetemuerta. Se acabó, Meghan. ¿Dejará mi madre que me vaya a un internado en Canadá?».

Una risilla interrumpió mis sombríos pensamientos y levanté la cabeza.

Agazapada sobre el monitor, recortada en negro sobre la ventana abierta, había una cosa minúscula y deforme. Larguirucha y escuálida, tenía los brazos largos y finos y enormes orejas de murciélago. Sus ojos verdes, parecidos a hendiduras, me miraban desde el otro lado de la mesa con un brillo de inteligencia. Antes de desvanecerse como una imagen en la pantalla del ordenador, sonrió enseñando una boca llena de dientes afilados que refulgían con una luz azul neón.

Me quedé allí sentada un momento, mirando el lugar donde había aparecido aquella criatura mientras mi mente se disparaba en diez direcciones a la vez. «Vale, genial. No es sólo que Scott me odie, es que estoy empezando a alucinar. Meghan Chase, víctima de una crisis nerviosa la víspera de su decimosexto cumpleaños. Que me manden al manicomio, porque seguro que no sobrevivo ni un día más en el instituto».

Me levanté con esfuerzo y salí al pasillo arrastrando los pies como un zombi.

Robbie estaba esperándome junto a las taquillas, con un refresco en cada mano.

—Hola, princesa —dijo cuando pasé a su lado—. Sales temprano. ¿Qué tal ha ido la tutoría?

—No me llames así —mascullé antes de apoyar la frente en mi taquilla—. Y la tutoría ha ido de miedo. Me quiero morir.

—Conque sí, ¿eh? —me pasó un refresco, que agarré a duras penas, y abrió el tapón de su zarzaparrilla con un siseo de espuma. Oí una sonrisa en su voz—. Bueno, supongo que podría decir que te lo dije…

Le lancé una mirada asesina, desafiándolo a continuar.

Su sonrisa se desvaneció.

—Pero no lo haré —frunció los labios, intentando no sonreír—. Porque… eso estaría muy mal.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté—. Los autobuses se han ido ya. ¿Estabas espiando la sala de ordenadores como un obseso?

Rob tosió con fuerza y bebió un largo trago de zarzaparrilla.

—Oye —continuó alegremente—, iba a preguntarte qué vas a hacer mañana, por tu cumpleaños.

«Esconderme en mi habitación y taparme con la manta hasta la cabeza», pensé, pero me encogí de hombros y abrí de un tirón la taquilla oxidada.

—No lo sé. Lo que sea. No tengo nada planeado —recogí mis libros, los guardé en mi bolsa y cerré de golpe—. ¿Por qué?

Robbie me lanzó esa sonrisa que siempre me pone nerviosa, una sonrisa que le estira toda la cara y le achica los ojos hasta convertirlos en dos ranuras verdes.

—Tengo una botella de champán que birlé del armario del vino —dijo en voz baja, subiendo y bajando las cejas—. ¿Y si me paso por tu casa mañana? Podemos celebrar tu cumpleaños a lo grande.

Yo nunca había tomado champán. Una vez probé un sorbo de la cerveza de Luke y me dieron ganas de vomitar. Mi madre traía a veces una caja de vino, y no estaba mal, pero a mí no me gustaba mucho beber alcohol.

Ladeó la cabeza, mirándome.

—¿Estás bien, princesa?

¿Qué podía decirle? ¿Que el capitán del equipo de fútbol, por el que estaba colada desde hacía dos años, me la tenía jurada? ¿Que veía monstruos a cada paso y que los ordenadores del instituto estaban zombificados o poseídos? Sí, claro. El mayor bromista del instituto no iba a compadecerse de mí. Conociendo a Robbie, seguro que le parecería una broma brillante y me felicitaría. Si no lo conociera tan bien, hasta habría pensado que era cosa suya.

Me limité a lanzarle una sonrisa cansina y asentí con la cabeza.

—Sí, estoy bien. Mañana nos vemos, Robbie.

—Hasta mañana, princesa.

Mamá llegó tarde a recogerme, como siempre. La clase de tutoría sólo duraba una hora, pero estuve media hora más esperando sentada en el bordillo de la acera, en medio de la llovizna, contemplando mi mísera vida y viendo entrar y salir coches del aparcamiento. Su ranchera azul dobló por fin la esquina y paró delante de mí. El asiento delantero estaba lleno de bolsas de la compra y periódicos, así que me senté detrás.

—Estás empapada, Meg —se quejó, mirándome por el retrovisor—. No te sientes encima de la tapicería, pon una toalla o lo que sea. ¿No has traído paraguas?

«Yo también me alegro de verte, mamá», pensé, frunciendo el ceño mientras agarraba uno de los periódicos que había en el suelo y lo ponía en el asiento. Nada de «¿Qué tal te ha ido el día?» o «Perdona que llegue tarde». Debería haber pasado de aquella absurda tutoría y haber tomado el autobús para volver a casa.

Circulamos en silencio. La gente solía decirme que me parecía a ella; pero eso era antes de que apareciera Ethan y me robara todo el protagonismo. Todavía no sé dónde veían el parecido. Mi madre es una de esas señoras que parecen haber nacido para llevar trajes de chaqueta y tacones; a mí me gustan los pantalones anchos y las deportivas. A ella, el pelo le cae en gruesos tirabuzones rubios; yo lo tengo lacio y fino, casi plateado, si le da bien la luz. Ella es majestuosa, elegante y esbelta; yo parezco un espárrago.

Mi madre podría haberse casado con cualquier hombre del mundo (con una estrella de cine o un gran magnate de los negocios), pero eligió a Luke, el criador de cerdos, y una granjita destartalada en medio de la nada. Lo cual me recordó que…

—Oye, mamá, acuérdate de que este fin de semana tienes que llevarme a que me saque el permiso en prácticas.

Ella suspiró.

—Ah, Meg —dijo—. No sé. Esta semana tengo un montón de trabajo y tu padre quiere que lo ayude a arreglar el establo. La semana que viene, quizá.

—¡Me lo prometiste, mamá!

—Meghan, por favor. He tenido un día muy largo —suspiró otra vez y me miró por el retrovisor. Tenía los ojos enrojecidos y rodeados de rímel corrido. Me removí, incómoda. ¿Había estado llorando?

—¿Qué pasa? —pregunté con cautela.

Titubeó.

—Ha habido… un accidente en casa —comenzó a decir, y me estremecí por dentro—. Tu padre ha tenido que llevar a Ethan al hospital esta tarde —se detuvo otra vez, parpadeó de nuevo y respiró hondo—. Beau lo atacó.

—¿Qué? —grité, y se sobresaltó. ¿Nuestro pastor alemán había atacado a Ethan?—. ¿Ethan está bien? —pregunté, notando que el estómago se me encogía de miedo.

—Sí —mamá me lanzó una sonrisa cansada—. Está muy asustado, pero gracias a Dios no ha pasado nada grave.

Dejé escapar un suspiro de alivio.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, sin creerme todavía que nuestro perro hubiera atacado a un miembro de la familia. Beau adoraba a Ethan; hasta se enfadaba si alguien regañaba a mi hermano. Yo había visto a Ethan tirarle del pelo, de las orejas y del rabo, y el perro se había limitado a darle un lametazo. Había visto a Beau agarrar la manga de Ethan con la boca y tirar suavemente de él para apartarlo de la carretera. Nuestro pastor alemán podía ser el terror de las ardillas y los ciervos, pero a nosotros nunca nos había enseñado los dientes—. ¿Por qué se le han cruzado así los cables a Beau?

Mamá sacudió la cabeza.

—No lo sé. Luke vio que subía corriendo la escalera y luego oyó gritar a Ethan. Cuando llegó a su habitación, vio que estaba arrastrando a Ethan por el suelo. Tu hermano tenía toda la cara arañada y marcas de dientes en el brazo.

Se me heló la sangre. Vi a Ethan magullado, me imaginé el miedo que habría pasado al ver que nuestro querido perro se abalanzaba sobre él. Costaba tanto creerlo que parecía sacado de una película de terror. Sabía que mi madre estaba tan pasmada como yo; confiaba totalmente en Beau.

Aun así, mi madre intentaba contenerse, yo lo notaba por cómo apretaba los labios. Había algo que aún no me había dicho, y yo temía saber qué era.

—¿Qué va a pasar con Beau?

Se le saltaron las lágrimas y a mí me dio un vuelco el corazón.

—No podemos tener un perro peligroso en casa, Meg —dijo, y sentí que me suplicaba que lo entendiera—. Si Ethan pregunta, dile que le hemos buscado otro hogar —respiró hondo y agarró con fuerza el volante, sin mirarme—. Es por el bien de la familia, Meghan. No culpes a tu padre. Pero, después de traer a Ethan a casa, Luke lo llevó a la perrera.

CAPÍTULO DOS

El politono del destino

Esa noche, la cena fue tensa. Estaba furiosa con mis padres: con Luke, por hacerlo, y con mamá por permitírselo. Me negaba a hablar con ellos. Hablaron entre sí de cosas triviales y absurdas mientras Ethan guardaba silencio, abrazado a Floppy. Era raro no tener a Beau merodeando alrededor de la mesa como hacía siempre, buscando migas. Me despedí temprano y me retiré a mi cuarto dando un portazo.

Me tumbé en la cama, acordándome de cuántas veces se había acurrucado allí Beau conmigo, de su presencia cálida y firme. Nunca pedía nada a nadie, se contentaba con estar allí cerca, con asegurarse de que estábamos a salvo. Ahora ya no estaba, y la casa parecía más vacía que antes.

Deseaba hablar con alguien. Quería llamar a Robbie y ponerme a despotricar sobre lo injusto que era todo aquello, pero sus padres, que al parecer eran todavía más antiguos que los míos, no tenían teléfono ni ordenador. Eso sí que era vivir en la Edad Media. Rob y yo hacíamos planes en el instituto, o a veces él aparecía frente a mi ventana, después de recorrer a pie los tres kilómetros hasta mi casa. Aquello era un incordio, pero yo pensaba solucionarlo en cuanto tuviera coche. Mi madre y Luke no podían mantenerme eternamente aislada en aquella burbuja. Tal vez comprara un par de móviles, uno para él y otro para mí, y que se fastidiara Luke. Tanta tirria a la tecnología era una antigualla.

Al día siguiente hablaría con Robbie. No podía hablar con él esa noche. Además, el único teléfono que había en casa era el fijo de la cocina, y no quería ponerme a hablar de lo idiotas que eran los mayores estando mis padres en la habitación. Sería pasarse de la raya.

Llamaron tímidamente a la puerta y mi hermano asomó la cabeza.

—Hola, pequeñajo —me senté en la cama y me sequé un par de lágrimas. Tenía una tirita de dinosaurios en la frente y el brazo derecho vendado—. ¿Qué pasa?

—Mamá y papá se han llevado a Beau —le temblaba el labio inferior, empezó a hipar y se limpió los ojos con el pelo de Floppy. Suspiré y di unas palmaditas en la cama.

—Tenían que llevárselo —le expliqué cuando se acurrucó en mi regazo, con conejo y todo—. No querían que Beau volviera a morderte. Tenían miedo de que te hiciera daño.

—Beau no me mordió —Ethan me miraba con sus ojos grandes y llorosos. Vi miedo en ellos, y una comprensión muy superior a la de un niño de su edad—. Beau no me hizo daño —insistió—. Intentaba salvarme del hombre del armario.

«¿Otra vez monstruos?». Suspiré. Quería desdeñar esa idea, pero en parte vacilaba. ¿Y si Ethan tenía razón? Yo también había visto cosas raras últimamente. ¿Y si…? ¿Y si Beau de verdad estaba protegiendo a Ethan de algo horrible y aterrador?

«¡No!». Sacudí la cabeza. ¡Era ridículo! Dentro de unas horas cumpliría dieciséis años; era demasiado mayor para creer en monstruos. Y también iba siendo hora de que Ethan creciera. Era un niño muy listo, y yo empezaba a cansarme de que echara la culpa a cocos imaginarios cada vez que algo salía mal.

—Ethan… —suspiré otra vez, intentando no parecer enfadada. Si era demasiado brusca, seguramente se pondría a llorar, y no quería que se llevara un disgusto después de lo que había pasado. Aun así, aquello había ido demasiado lejos—. No hay monstruos en tu armario, Ethan. Los monstruos no existen, ¿vale?

—¡Sí que existen! —frunció el ceño y pataleó encima de la colcha—. Yo los he visto. Me hablan. Dicen que el rey quiere verme —estiró el brazo para enseñarme el vendaje—. Me agarró el hombre del armario. Estaba tirando de mí para meterme debajo de la cama cuando llegó Beau y lo asustó.

Estaba claro que no iba a conseguir que cambiara de idea. Y no me apetecía que le diera un berrinche en mi habitación.

—Vale, está bien —contesté, abrazándolo—. Supongamos que no ha sido Beau quien te ha atacado. ¿Por qué no se lo dices a papá y a mamá?

—Porque son mayores —contestó como si estuviera clarísimo—. No van a creerme. Ellos no pueden ver a los monstruos —suspiró y me miró con la expresión más seria que yo había visto nunca en un niño—. Pero Floppy dice que tú sí puedes verlos. Si lo intentas. Puedes verlos a través de la Bruma y el Hechizo, lo dice Floppy.

—¿La qué y el qué?

—¿Ethan? —se oyó decir a mamá más allá de la puerta, y su silueta apareció en el marco—. ¿Estás ahí? —al vernos juntos, parpadeó y sonrió, indecisa. Yo la fulminé con la mirada.

Mamá no me hizo caso.

—Ethan, cariño, es hora de irse a la cama. Ha sido un día muy largo —le tendió la mano, Ethan se bajó de la cama y cruzó la habitación llevando a rastras a su conejo.

—¿Puedo dormir con vosotros? —le oí preguntar con una vocecilla asustada.

—Bueno, supongo que sí. Pero sólo esta noche, ¿eh?

—Vale.

Sus voces se desvanecieron por el pasillo y cerré mi puerta de un puntapié.

Esa noche tuve un sueño extraño: me despertaba y veía a Floppy, el conejo de peluche de mi hermano, a los pies de mi cama. En el sueño, el conejo me hablaba muy serio, diciéndome cosas aterradoras y llenas de peligro. Quería avisarme, o ayudarme. Puede que le prometiera algo. Pero a la mañana siguiente no me acordaba de casi nada.

Me desperté oyendo el tamborileo de la lluvia en el tejado. El día de mi cumpleaños parecía destinado a ser frío, feo y húmedo. Por un instante sentí que un peso oprimía mi mente, aunque no sabía por qué estaba tan deprimida. Luego recordé lo del día anterior y solté un gruñido.

«Feliz cumpleaños», pensé, metiéndome bajo las mantas. «Voy a pasar el resto de la semana en la cama, gracias».

—¿Meghan? —dijo mi madre al otro lado de la puerta, y un momento después llamó tímidamente—. Se está haciendo tarde. ¿Te has levantado ya?

No le hice caso y me acurruqué debajo de las mantas. Pensé en el pobre Beau, al que habían enviado a la perrera, y me llené de rencor. Mamá sabía que estaba enfadada con ella, pero por mí podía pasar una buena temporada recociéndose en su mala conciencia. Aún no estaba dispuesta a perdonarla y a hacer las paces.

—Levántate, Meghan. Vas a perder el autobús —dijo, asomando la cabeza. Hablaba con naturalidad, y resoplé. Las paces, y un cuerno.

—No voy a ir al instituto —mascullé desde la cama—. No me encuentro bien. Creo que tengo la gripe.

—¿La gripe? ¿El día de tu cumpleaños? Qué mala pata —entró en la habitación y la miré por un resquicio entre las mantas. ¿Se acordaba?—. Qué pena —continuó, sonriéndome, y cruzó los brazos—. Hoy después de clase iba a llevarte a que te sacaras el permiso en prácticas, pero si estás enferma…

Me incorporé de un salto.

—¿En serio? Eh… Bueno, creo que no estoy tan mal. Bastará con que me tome una aspirina o algo así.

—Eso me parecía —sacudió la cabeza al ver que me levantaba a toda prisa—. Esta tarde voy a ayudar a tu padre a arreglar el establo, así que no puedo ir a recogerte. Pero, en cuanto llegues a casa, iremos juntas a buscar el permiso. ¿Te parece un buen regalo de cumpleaños?

Yo apenas la oía. Estaba demasiado ocupada corriendo por la habitación, agarrando mi ropa y recogiendo mis cosas. Cuanto antes pasara el día, mejor.

Estaba metiendo los deberes en la mochila cuando volvió a entornarse la puerta. Ethan me miró con las manos detrás de la espalda y una sonrisa tímida y expectante.

Parpadeé y me eché el pelo hacia atrás.

—¿Qué quieres, pequeñajo?

Se acercó sonriendo y me tendió un trozo de papel doblado. La parte delantera estaba decorada con dibujos de colores hechos con ceras: un sol sonriente suspendido sobre una casita de cuya chimenea salía un hilillo de humo.

—Felicidades, Meggie —dijo, muy satisfecho de sí mismo—. ¿Ves cómo me he acordado?

Sonriendo, acepté la tarjeta y la abrí. Dentro había un sencillo y alegre dibujo de nuestra familia: mamá, Luke, Ethan y yo éramos monigotes tomados de las manos, hechos con palotes, y había también un bicho de cuatro patas que debía de ser Beau. Sentí un nudo en la garganta y se me empañaron los ojos un momento.

—¿Te gusta? —preguntó Ethan, que me miraba con ansiedad.

—Me encanta —dije, revolviéndole el pelo—. Gracias. Ten, ¿por qué no lo pones en la nevera, para que todo el mundo vea lo bien que dibujas?

Sonrió y se marchó agarrando la tarjeta, y yo me sentí un poco más animada. Quizás el día no fuera tan terrible, a fin de cuentas.

—Entonces, ¿tu madre va a llevarte hoy a que te saques el permiso en prácticas? —preguntó Robbie cuando el autobús entraba en el aparcamiento del instituto—. Qué guay. Por fin podremos ir en coche al centro a ver películas. No tendremos que depender del autobús, ni pasar ni una noche más viendo cintas de VHS en tu pantalla de doce pulgadas.

—Sólo es un permiso en prácticas, Rob —recogí mi mochila cuando se detuvo el autobús—. Todavía no van a darme el carné. Y conociendo a mi madre, pasarán otros dieciséis años antes de que pueda conducir mi propio coche. Seguramente se lo sacará Ethan antes que yo.

Al pensar en mi hermano, sentí un escalofrío. Me acordé de lo que me había dicho la noche anterior: «Tú puedes ver a través de la Bruma y el Hechizo; lo dice Floppy».

Conejos de peluche aparte, no tenía ni idea de qué estaba hablando.

Cuando bajaba los peldaños del autobús, alguien se apartó de un grupo numeroso y se acercó a mí. Era Scott. Se me encogió el estómago y miré a mi alrededor buscando una vía de escape, pero antes de que pudiera perderme entre el gentío se puso delante de mí.

—Oye —su voz, profunda y parsimoniosa, hizo que me estremeciera. Estaba aterrorizada, pero él seguía estando como un tren, con su pelo rubio y mojado, que le caía en ondas y rizos rebeldes sobre la frente. No sé por qué, pero parecía nervioso, se pasaba la mano por el flequillo y miraba alrededor—. Eh… —titubeó y entornó los ojos—. ¿Cómo te llamabas?

—Meghan —murmuré.

—Ah, sí —se acercó, miró a sus amigos y bajó la voz—. Escucha, siento lo mal que te traté ayer. Me pasé. Lo siento.

Por un momento no entendí lo que me decía. Esperaba que me amenazara, que me insultara o me hiciera reproches. Después, cuando por fin lo entendí, la alegría se infló dentro de mí como un globo enorme.

—A-ah —tartamudeé, y noté que me ponía colorada—. No pasa nada. Olvídalo.

—No puedo —masculló—. No he parado de pensar en ti desde ayer. Me porté como un auténtico capullo y me gustaría compensarte. ¿Te…? —se paró, se mordisqueó el labio inferior y añadió precipitadamente—: ¿Te apetece que comamos juntos?

Me dio un vuelco el corazón. Sentí un loco cosquilleo en el estómago y me pareció que mis pies flotaban en el aire, un palmo por encima del suelo. Cuando fui a hablar, casi no me salió la voz:

—Claro —contesté con un gallito.

Scott sonrió, enseñando sus dientes deslumbrantes, y me guiñó un ojo.

—¡Eh, chicos! ¡Mirad aquí! —uno de sus compañeros de fútbol estaba a unos pasos de distancia y nos apuntaba con la cámara de su móvil—. ¡Sonreíd al pajarito!

Antes de que me diera cuenta de lo que pasaba, Scott me pasó el brazo por los hombros y me apretó contra su costado. Lo miré parpadeando, alelada, mientras el corazón se me aceleraba en el pecho. Lanzó a la cámara su sonrisa cegadora, pero yo sólo pude mirarla estupefacta, como una cretina.

—Gracias, Meg —dijo Scott apartándose de mí—. Nos vemos a la hora de la comida —sonrió y se alejó hacia el instituto, guiñándome un ojo. El de la cámara se rió y corrió tras él. Yo me quedé confusa y aturdida al borde del aparcamiento.

Allí parada, miraba al vacío como una idiota mientras mis compañeros de clases iban de acá para allá. Luego una sonrisa se extendió por mi cara y di un salto y un alarido de alegría. ¡Scott Waldron quería verme! Quería comer conmigo, sólo conmigo, en la cafetería. Quizá por fin empezara a cambiar mi suerte. Tal vez estuviera a punto de empezar mi mejor cumpleaños.

Mientras una plateada cortina de lluvia iba cubriendo el aparcamiento, sentí unos ojos clavados en mí. Al volverme, vi a Robbie a unos pasos de allí, mirándome entre la gente.

Sus ojos, de un verde intensísimo, relucían a través de la lluvia. El agua golpeaba el cemento y, mientras la gente corría hacia el instituto, vislumbré algo en su cara: un hocico largo, unos ojos rasgados, una lengua asomando entre colmillos afilados. Se me encogió el estómago, pero parpadeé y Robbie volvió a ser el mismo de siempre: normal, sonriente, ajeno a la lluvia.

Igual que yo.

Dando un gritito, corrí bajo el pórtico y entré en el instituto. Robbie me siguió, riendo y tirándome de los lacios mechones de pelo hasta que le di un manotazo y paró.

Me pasé toda la primera hora mirando a Robbie, buscando en su cara esa expresión voraz y fantasmal. Me preguntaba si no estaría volviéndome loca. Pero sólo conseguí acabar con tortícolis y que la profe de lengua me dijera con muy malos modos que prestara atención y dejara de mirar a los chicos.

Cuando por fin sonó la campana del almuerzo, me levanté de un salto. El corazón me latía a mil por hora. Scott me estaba esperando en la cafetería. Agarré mis libros, los metí en la mochila, me di la vuelta…

Y me encontré cara a cara con Robbie, que estaba detrás de mí.

Di un chillido.

—¡Rob! Voy a darte una bofetada si no dejas de hacer eso. Apártate, anda. Tengo que irme.

—No vayas —su voz sonó calmada y seria. Lo miré, sorprendida. Su perpetua sonrisa bobalicona había desaparecido, y parecía estar apretando los dientes. Su mirada casi daba miedo—. Esto me da mala espina. Ese cachas está tramando algo. Sus colegas y él han estado un buen rato merodeando por el despacho del anuario después de hablar contigo. Esto no me gusta. Prométeme que no vas a ir.

Reculé.

—¿Estabas espiándonos? —pregunté con el ceño fruncido—. Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Es que no sabes lo que es una conversación privada?

—A Waldron no le importas un pimiento —Robbie cruzó los brazos y me retó a llevarle la contraria—. Va a romperte el corazón, princesa. Créeme, yo lo sé: conozco a los de su especie.

Me puse furiosa; furiosa por que se atreviera a meter la nariz en mis asuntos; y furiosa por que pudiera tener razón.

—Te repito que no es asunto tuyo, Rob —repliqué, y él arqueó las cejas—. Además, sé cuidarme sola, ¿vale? Deja de meterte donde no te llaman.

Vi un brillo de dolor en su expresión, pero desapareció al instante.

—Está bien, princesa —sonrió, levantando las manos—. No os pongáis así, Majestad. Olvidad lo que he dicho.

—Eso pienso hacer —meneando la cabeza, salí de la clase sin mirar atrás.

La mala conciencia me reconcomía mientras caminaba por el pasillo hacia la cafetería. Me arrepentía de haberle contestado así, pero a veces se pasaba de la raya cuando hacía de hermano mayor. Robbie siempre había sido así: celoso, empeñado en protegerme, siempre cuidando de mí, como si fuera su trabajo. No recordaba cuándo lo había conocido. Tenía la sensación de que siempre había estado ahí.

En la oscura cafetería había mucho alboroto. Me quedé junto a la puerta y, al buscar a Scott, lo vi sentado a una mesa, en medio de la sala, rodeado de animadoras y futbolistas. Dudé. No podía acercarme a la mesa y sentarme sin más. Angie Whitmond y sus animadoras me harían pedazos.

Scott levantó la vista y me vio, y una lenta sonrisa se extendió por su cara. Tomando aquello por una invitación, avancé hacia él entre las mesas. Sacó su iPhone, apretó un botón y me miró con los párpados entornados, sin dejar de sonreír.

Cerca de allí sonó un teléfono.

Me sobresalté un poco, pero seguí andando. Detrás de mí se oyeron exclamaciones de sorpresa y risitas histéricas. Y luego conversaciones susurradas de ésas que te hacen pensar que están hablando de ti. Notaba miradas clavadas en mi espalda. Intentando no hacer caso, seguí andando por el pasillo.

Sonó otro teléfono.

Y otro.

Y de pronto los susurros y las risas se extendieron como un incendio. No sabía por qué, pero me sentía horriblemente expuesta, como si un foco me iluminara de lleno y estuviera a la vista de todo el mundo. No podían estar riéndose de mí, ¿no? Vi que varias personas me señalaban y susurraban entre sí, y procuré no hacer caso. La mesa de Scott estaba a unos pasos de distancia.

—¡Eh, tú, cara colorada! —me dieron una palmada en el trasero y solté un chillido. Me di la vuelta y miré con rabia a Dan Ottoman, un chico rubio y con acné que tocaba el clarinete en la banda. Me miró con lascivia y sonrió—: No sabía que te fuera tanto la marcha, chica —dijo, intentando rebosar encanto, pero a mí me recordó a la rana Gustavo, pero en sucio—. Pásate por la banda alguna vez. Te dejaré tocar mi flauta.

—Pero ¿qué dices? —gruñí, pero sonrió y levantó su teléfono.

Al principio, la pantalla estaba en blanco. Pero luego apareció un mensaje en amarillo brillante. ¿En qué se parecen Meghan Chase y una botella de cerveza bien fría?, decía. Ahogué un grito de espanto. El mensaje se borró y apareció una fotografía.

Yo. Yo con Scott en el aparcamiento, él pasándome el brazo por los hombros con una amplia sonrisa en la cara. Sólo que ahora (me quedé boquiabierta) yo estaba desnuda y lo miraba con cara de boba y los ojos en blanco. Habían usado Photoshop, y mi «cuerpo» parecía tan obscenamente flaco e informe como el de una muñeca. Tenía el pecho tan plano como una niña de doce años. Me quedé paralizada y se me paró el corazón cuando la segunda parte del mensaje apareció en la pantalla. En que las dos son lisas y entran que da gusto.

Me dio un vuelco el estómago y empezó a arderme la cara. Miré a Scott horrorizada y vi que toda la mesa se reía a carcajadas y me señalaba con el dedo. Por toda la cafetería sonaban politonos, y las risas me golpeaban físicamente, como olas. Empecé a temblar. Me ardían los ojos.

Tapándome la cara, di media vuelta y conseguí huir de la cafetería antes de ponerme a sollozar como una niña de dos años. Las risas resonaban a mi alrededor y las lágrimas me irritaban los ojos como veneno. Me las arreglé para cruzar la habitación sin tropezarme ni chocar con los bancos, abrí las puertas y escapé al pasillo.

Estuve casi una hora en el retrete del rincón del servicio de chicas, llorando como una descosida y planeando mi huida a Canadá, o quizás a las islas Fiji: a algún lugar muy, muy lejano. No me atrevía a volver a presentarme delante de nadie en aquella parte del país. Por fin, cuando amainó la llorera y dejé de jadear, me puse a reflexionar sobre lo desgraciada que era mi vida.

«Imagino que debería sentirme honrada», pensé con amargura mientras contenía el aliento cuando un grupo de chicas entró en el servicio. «Scott se ha tomado la molestia de arruinarme la vida personalmente. Seguro que eso no lo ha hecho con nadie. Qué suerte la mía. Soy el mayor fracaso del planeta». Se me saltaron otra vez las lágrimas, pero estaba harta de llorar y las contuve.

Al principio, pensaba quedarme escondida en el servicio hasta que el instituto se quedara vacío. Pero si alguien me echaba de menos en clase, aquél sería el primer sitio donde me buscarían. Así que por fin, armándome de valor, me fui de puntillas a la enfermería y fingí que me dolía horriblemente el estómago para poder esconderme allí.

La enfermera medía aproximadamente un metro veinte con mocasines de suela gruesa, pero por cómo me miró cuando asomé la cabeza me quedó claro que no estaba allí para soportar memeces de adolescente. Su piel semejaba la de un nogal enano y llevaba el cabello blanco recogido en un severo moño y unas gafas doradas y pequeñísimas en la punta de la nariz.

—Vaya, señorita Chase —dijo con voz aguda y rasposa, dejando a un lado su portafolios—. ¿Qué hace usted aquí?

Parpadeé, extrañada de que me conociera. Sólo había estado allí una vez, cuando un balón de fútbol perdido me dio en la nariz. En aquella época la enfermera era alta y huesuda, y tenía un hocico que le daba todo el aire de un caballo. Aquella mujercilla regordeta y arrugada era nueva, y ligeramente inquietante por su forma de mirarme.

—Me duele la tripa —me quejé, agarrándome el ombligo como si estuviera a punto de estallar—. Sólo necesito tumbarme un rato.

—Claro, señorita Chase. Hay unas camas en la parte de atrás. Le traeré algo para que se sienta mejor.

Asentí con un gesto y entré en la sala dividida por varias sábanas enormes. Sólo estábamos la enfermera y yo. Perfecto. Elegí una cama en una esquina y me eché sobre el colchón cubierto de papel.

Un momento después apareció la enfermera, que me pasó un vasito lleno de un líquido caliente y burbujeante.

—Tómese esto, le sentará bien —dijo, poniéndome el vasito en la mano.

Me quedé mirándolo. El líquido blanco y bullente olía a hierbas y a chocolate, pero más fuerte. Tanto, que la mezcla de olores hizo que me lloraran los ojos.

—¿Qué es? —pregunté.

Se limitó a sonreír antes de salir de la habitación.

Probé un sorbo con precaución y sentí que el calorcillo del líquido se extendía por mi garganta, hasta mi estómago. Tenía un sabor increíble, como el mejor chocolate del mundo, con una pizca de amargor al final. Me bebí el resto en dos tragos, poniendo el vaso del revés para tomarme hasta la última gota.

Casi enseguida me entró sueño. Me tumbé en el arrugado colchón, cerré los ojos un momentito y todo se desvaneció.

Al despertarme, oí susurros, voces furtivas más allá de las cortinas. Intenté moverme, pero mi cuerpo parecía estar envuelto en algodones y, mi cabeza, llena de gasa. Luché por mantener los ojos abiertos. Al otro lado de las sábanas veía dos siluetas.

—No hagas ninguna temeridad —dijo una voz baja y rasposa en tono de advertencia. «La enfermera», pensé, y me pregunté, en mi delirio, si me daría más de aquel chocolate—. Recuerda que tu deber es vigilar a la chica. No debes hacer nada que llame la atención.

—¿Quién, yo? —preguntó una voz extrañamente familiar—. ¿Llamar yo la atención? ¿Haría yo tal cosa?

La enfermera respondió con un bufido.

—Robin, si todas las chicas del equipo de animadoras se convierten en ratones, voy a enfadarme mucho contigo. Los adolescentes mortales pueden ser muy inconscientes y muy crueles. Ya lo sabes. No debes vengarte, sea lo que sea lo que sientas por la muchacha. Sobre todo, ahora. Hay cosas mucho más preocupantes en juego.

«Estoy soñando», pensé. «Tiene que ser eso. ¿Habrá sido esa bebida?». En la penumbra, las siluetas que se recortaban en la cortina eran extrañas y desconcertantes. La enfermera parecía aún más bajita: medía menos de un metro de alto. La otra sombra era todavía más rara: de estatura normal, pero con extraños apéndices a los lados de la cabeza, como cuernos u orejas.

La más alta de las dos sombras suspiró y fue a sentarse a una silla, cruzando las largas piernas.

—Eso he oído —masculló—. Están agitándose oscuros rumores. Las Cortes están inquietas. Parece que hay algo ahí fuera que les asusta.

—Por eso debes seguir siendo su escudo y su guardián —la enfermera se volvió, puso los brazos en jarras y añadió en tono de reproche—: Me sorprende que no le hayas dado aún el vino de niebla. Hoy cumple dieciséis años. El velo está empezando a levantarse.

—Lo sé, lo sé. Estoy en ello —la sombra suspiró y apoyó la cabeza entre las manos—. Me ocuparé de eso esta misma tarde. ¿Cómo está?