The iron knight (El caballero de hierro) - Julie Kagawa - E-Book
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The iron knight (El caballero de hierro) E-Book

Julie Kagawa

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Beschreibung

Para Ash, el gélido príncipe de Invierno, el amor era una flaqueza propia de humanos y de necios. O eso pensaba hasta que Meghan Chase echó abajo todas sus barreras y Ash juró ser su caballero, ligándose así a ella de manera irrevocable. Cuando el País de las Hadas estuvo a punto de caer bajo el dominio de los duendes de Hierro, Meghan segó limpiamente ese lazo para salvar la vida del príncipe. Se había convertido en la Reina de Hierro, en la gobernante de un país en el que ningún duende de Verano o de Invierno podía sobrevivir. Ash se embarcó entonces en un viaje en busca de la única forma de cumplir su juramento y regresar junto a Meghan. Para sobrevivir en el Reino de Hierro, debía poseer un alma y un cuerpo mortales. Pero para conseguirlos tuvo que afrontar pruebas insalvables y descubrió, de paso, algo que lo cambiaba todo, una verdad que puso a prueba sus creencias más íntimas y le demostró que, a veces, es preciso algo más que valor para hacer el último y definitivo sacrificio. ____________ La serie de Julie Kagawa es el próximo Crepúsculo. Teen.com De lectura obligada. Gena Showalter Posee el embrujo, la imaginación y la aventura de Alicia en el País de las Maravillas, Narnia y El Señor de los Anillos, pero con romance a montones. Revista Justine La tensión entre Ash y Puck no decae en ningún momento, pero es la lealtad inquebrantable que Ash demuestra hacia Meghan lo que verdaderamente derrite el corazón. Teenreadstoo.com Las fans de Melissa Marr (y de Kagawa) disfrutarán de una travesía en la que el carisma y el vigor cada vez mayores de Meghan demuestran la madurez de la saga. Por fin algo más que un simple triángulo amoroso. Kirkus Review

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Julie Kagawa. Todos los derechos reservados.

TRAVESÍA DE VERANO, Nº 17 - octubre 2013

Título original: Summer’s Crossing

Publicada originalmente por Harlequin® Teen

© 2011 Julie Kagawa. Todos los derechos reservados.

EL CABALLERO DE HIERRO, Nº 17 - octubre 2013

Título original: The Iron Knight

Publicada originalmente por Harlequin® Teen

Traducidos por Victoria Horrillo Ledesma

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

DARKISS es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3814-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

Travesía de Verano

Travesía de verano

Capítulo Uno

Y como me llamo Puck que…

Nombres.

¿Qué es un nombre, en realidad? Aparte de un montón de letras o sonidos enlazados para formar una palabra, quiero decir. ¿De veras una rosa, con otro nombre, olería igual de dulce? ¿Sería tan desgarradora la historia de amor más famosa del mundo si se llamara Romeo y Gertrudis? ¿Por qué es tan importante cómo nos llamamos?

Ay, perdón, no suelo ponerme tan filosófico. Pero es que últimamente me ha dado por divagar. Los nombres son, desde luego, muy importantes para mis congéneres. Yo tengo tantos que ni siquiera los recuerdo todos. Ninguno de ellos es mi Verdadero Nombre, claro. Mi nombre auténtico nadie lo ha pronunciado nunca en voz alta, ni una sola vez, a pesar de los muchos títulos, apodos y leyendas que he ido amontonando con el paso de los años. Nadie lo ha adivinado, ni de lejos.

Tenéis curiosidad, ¿a que sí? ¿Queréis saber mi Verdadero Nombre? Está bien, escuchad, nunca se lo había dicho a nadie. Mi Verdadero Nombre era…

¡Ja, ja,ja! ¿De veras creíais que iba a decíroslo? ¿En serio? ¡Venga ya! Pero, como os decía, para nosotros los nombres son importantes. En primer lugar, porque nos atan a este mundo; en cierto modo, nos vinculan a la realidad. Si sabes tu Verdadero Nombre (y en nuestro mundo no todo el mundo averigua el suyo), eres más «real» que si no sabes quién eres. Y para una raza que tiene tendencia a difuminarse si se la olvida, eso es la bomba.

Mi nombre, uno de muchos, es Robin Goodfellow.

Puede que hayáis oído hablar de mí.

Una vez, hace mucho tiempo, tuve dos amigos. Ya se sabe que, aunque parezca increíble y pese a mi encanto natural, hay quien no sabe apreciar mi brillantez. Se suponía que no debíamos ser amigos, nosotros tres; ni siquiera ser amables los unos con los otros. Yo formaba parte de la Corte Opalina y ellos… ellos, no. Pero a mí nunca me ha gustado seguir las normas, ¿y quién iba a imaginar que el hijo menor de la reina Mab también fuera un rebelde? En cuanto a Ariella… Ash y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo cuando Ariella apareció en escena, pero nunca me molestó su presencia. Actuaba como un amortiguador entre el príncipe y yo. Era ella quien calmaba a Ash cuando se dejaba llevar en exceso por su implacable naturaleza tenebrosa, o quien aconsejaba cautela cuando uno de mis planes parecía un poco… impulsivo. Una vez, hace mucho tiempo, fuimos inseparables.

Una vez, hace mucho tiempo, hice una estupidez. Y de paso los perdí a los dos.

Lo cual nos trae al… presente. A hoy. Donde, una vez más, mi exmejor amigo y yo estábamos preparándonos para emprender otra aventura. Igual que en los viejos tiempos.

Solo que Ash no me había perdonado aún por lo que pasó hace todos esos años. Y tampoco me había invitado a acompañarlo. Yo… me había apuntado por mi cuenta, más o menos.

Pero si tuviera por costumbre esperar una invitación, nunca iría a ninguna parte.

—Bueno —dije alegremente, echando a andar tras el príncipe enfurruñado—. Grimalkin. Vamos a buscarlo, ¿no?

—Sí.

—¿Alguna idea de dónde está?

—No.

—Te das cuenta de que eso no constituye precisamente un plan, ¿verdad, cubito de hielo?

Se volvió y me miró con furia, y yo me lo tomé como un pequeño triunfo. Ash solía hacer caso omiso de mis pullas. Cada vez que conseguía traspasar su gélida indiferencia era una victoria. Pero, naturalmente, cuando uno se mete con el príncipe de Invierno hay que actuar con cautela. Puede irritarse un poco, o puede lanzarte una andanada de carámbanos a la cara, y entre una cosa y otra hay una línea muy fina.

Me miró con cara de pocos amigos un momento, luego suspiró y se pasó una mano por el pelo: señal segura de que se sentía frustrado.

—¿Tienes alguna sugerencia, Goodfellow? —masculló, y se notó que hasta le fastidiaba preguntármelo.

Por un momento, vi lo perdido que estaba, lo inseguro que se sentía ante el futuro y lo que nos aguardaba. Nadie más lo habría notado, pero yo conocía a Ash. Siempre captaba esos pequeños destellos de emoción, por bien que los escondiera. Casi sentí lástima por él.

Casi.

Le lancé una sonrisa irresistible.

—¿Cómo? ¿En serio me estás preguntando mi opinión, cubito de hielo? —dije en son de broma, y el enfado ocupó el lugar de sus dudas, disipadas de pronto—. Bueno —proseguí, apoyándome contra el tronco de un árbol—, ya que me lo preguntas, quizá convendría averiguar si alguien le debe un favor por estos contornos.

—Eso reduce el campo de búsqueda —contestó Ash sarcásticamente.

Puse los ojos en blanco, pero Ash tenía razón: si nos poníamos a nombrar a todos los que podían deberle un favor a nuestro amigo felino, la lista llenaría varios volúmenes.

Crucé los brazos.

—Bueno, pues si se te ocurre algo mejor, príncipe, me encantaría oírlo.

Antes de que pudiera responder, un oleada de hechizo agitó el aire. A nuestro alrededor giraron rayos de luz y centellas y un coro de vocecillas entonó una sola nota. Hice una mueca, consciente de que solo había una persona convencida de que una entrada normal (cruzar una puerta, por ejemplo) no bastaba para ella; ella tenía que anunciar su presencia con purpurina, chisporroteos y coros celestiales.

—¡Queridos!

A veces es un asco tener siempre razón.

—Leanansidhe —gruñó Ash, igual de entusiasmado que yo cuando la reina de los Exiliados salió de aquel fulgor de centellas y luces y nos sonrió. Parecía haberse vestido para ir a una fiesta con el lema «El vestido de noche más deslumbrante», o quizá «El modo más rápido de dejar ciego a alguien». Se detuvo un momento, adoptó una pose teatral para su público tristemente apático y después, meneando la mano, dispersó los fuegos artificiales.

—Lea —dije, sonriéndole—, qué sorpresa. ¿A qué debemos el placer de tu compañía, tan lejos del Medio y todo eso?

—Puck, querido —Leanansidhe me dedicó una sonrisa tan amable como la de una víbora mirando a un ratón—, ¿por qué será que no me sorprende encontrarte aquí? Da la impresión de que acabo de librarme de ti, cachorro, y aquí estás otra vez.

—Así soy yo —levanté la barbilla—. Siempre en todas partes. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué quieres, Lea?

—¿De ti? Nada, querido —Se volvió hacia Ash, y él se puso tenso—. Ash, querido —ronroneó—. Tú sí que eres un campeón, ¿verdad que sí, cachorro? Después de ese juramento tan caballeresco que hiciste, estaba segura de que la chica y tú os pondríais en plan Romeo y Julieta. Pero sobreviviste a la batalla final, a fin de cuentas. Bravo, cachorro, bravo.

Solté un bufido.

—¿Y yo qué soy entonces? ¿Picadillo de hígado?

Leanansidhe me lanzó una mirada de fastidio.

—No, querido —suspiró—. Pero el príncipe de Invierno y yo tenemos un asunto pendiente, ¿o no te lo ha dicho? —sonrió y miró de nuevo a Ash—. Me debe un favor, un favor bastante grande, por sacarlo de apuros, y he venido a pedirle que me lo devuelva.

¿Un trato con la reina del Exilio? Pensé por un segundo que no había oído bien.

—Cubito de hielo —sacudí la cabeza, exasperado—, ¿en serio? ¿Hiciste un trato con ella? ¿Estás loco? Tú precisamente, sabiendo lo que sabes.

—Fue por Meghan —su voz sonó baja, a la defensiva—. Necesitaba su ayuda —miró a Leanansidhe con expresión suplicante—. ¿No puede esperar? —preguntó con calma, y la pregunta me sorprendió.

Ash rara vez hacía tratos, pero cuando los hacía siempre los cumplía escrupulosamente. Para él era una cuestión de honor, supongo, cumplirlos sin falta, sin una queja, aunque saliera perjudicado. Era la primera vez que le oía pedir más tiempo, la primera vez que le oía suplicar algo.

Pero la reina del Exilio no se apiadaría de él. Eso podría habérselo dicho yo.

—No, querido —contestó Leanansidhe enérgicamente—. Me temo que no. Sé que Goodfellow y tú estáis a punto de salir en busca de Grimalkin, y sospecho que podríais tardar mucho tiempo en dar con él. Mucho tiempo. Un tiempo del que no dispongo. Necesito saldar esta deuda ahora, y tú vas a ayudarme ahora. Además, querido —resopló, haciendo un aspaviento con la mano enguantada—, cuando acabes con este asunto, quizá pueda ayudaros. Encontrar a Grimalkin si él no quiere que lo encuentren es misión casi imposible. Yo, al menos, podría poneros en el buen camino.

Ash suspiró, impaciente, pero no podía hacer nada. Ni siquiera yo podía escaquearme de un contrato, aunque cuando tengo que hacer un pacto procuro dejarme siempre una escapatoria. Si no, lo tienes crudo. A los nobles de las Cortes les encanta ese juego, intentan siempre darte gato por liebre, aunque la mayoría sabe que conmigo no conviene hacer tratos. Sobre todo, después del chasco de Titania y las orejas de burro. A veces, ser una leyenda tiene sus ventajas.

Ash también sabía desenvolverse en las Cortes de los duendes. Desde pequeño había tenido que cubrirse las espaldas. Por eso me extrañó que hubiera hecho un trato con Leanansidhe: tenía que saber que llevaba las de perder.

Como si intuyera lo que estaba pensando, me miró con enfado, orgulloso y desafiante, retándome a decir algo. Me di cuenta de que lo sabía. Don Negro Témpano Enfurruñado puede ser muchas cosas, pero tonto no es. Sabía que los duendes siempre vuelven a exigir la devolución de un favor, conocía los peligros de hacer tratos con una peligrosa reina de las hadas en el exilio. Pero de todos modos lo había hecho, por ella. Por la chica a la que los dos amábamos con locura y que ahora estaba muy lejos, fuera de nuestro alcance.

Por Meghan.

—Está bien —Ash miró de nuevo a la reina del Exilio—. Acabemos con esto de una vez. ¿Qué quieres, Leanansidhe?

Ella pareció esponjarse.

—Una petición de nada, querido —sonrió—. Un favorcito minúsculo, casi ni merece la pena mencionarlo. Acabarás enseguida.

Lo cual, en el lenguaje de los duendes, quería decir «una odisea gigantesca, tremebunda y llena de peligros».

Fruncí el ceño, pero Leanansidhe siguió sin mirarme.

—Me temo que he perdido una cosa —añadió con un sentido suspiro—. Una cosa a la que le tengo muchísimo cariño. Una cosa que no puede reemplazarse. Me gustaría recuperarla.

—¿La has perdido? —pregunté—. ¿Cómo que la has perdido? ¿Se te cayó en el lavabo y se fue por el desagüe o más bien salió por la puerta y huyó al bosque?

Leanansidhe frunció los labios y me lanzó una mirada.

—Puck, querido, no quisiera parecer grosera, pero ¿qué haces aquí todavía? Hice un trato con el príncipe de Invierno y eso no tiene nada que ver contigo. ¿No deberías estar por ahí fastidiando a Oberón o a ese basilisco que tiene por esposa?

—¡Ay! —fingí una mueca de dolor—. Pero, en fin, es agradable saberse tan deseado.

La reina del Exilio entornó los párpados de modo que pareció un poquito más peligrosa, y yo le sonreí.

—Lamento desilusionarte, Lea, pero yo estaba aquí primero. Si el cubito de hielo quiere que me marche, que lo diga. Si no, no pienso ir a ninguna parte.

No iba a marcharme de todos modos y los dos lo sabíamos, pero Leanansidhe miró a Ash. Al ver que no decía nada, soltó un bufido.

—Sois insoportables —afirmó levantando las manos—. En fin, está bien. Quédate o márchate, querido, a mí lo mismo me da. De hecho… —se interrumpió en medio de un ademán y me miró con una leve sonrisa que me puso nervioso—. Ahora que lo pienso, puede que sea lo mejor. Sí, claro. Saldrá a pedir de boca.

Ash y yo cruzamos una mirada.

—¿Por qué será que tengo la impresión de que no va a gustarme lo que está a punto de pasar? —mascullé.

Él sacudió la cabeza y yo suspiré.

—Está bien, basta de rodeos. Ahora, la pregunta de los diez millones: ¿qué has perdido exactamente, Lea?

—Un violín —exclamó Leanansidhe como si fuera lo más evidente del mundo—. Fue un disgusto tremendo, y estoy deprimidísima desde entonces —sollozó, llevándose la mano al corazón—. Mi violín favorito, robado delante de mis narices.

—¿Un violín? —repetí con una mueca—. ¿En serio? ¿Vas a pedir que te devuelvan un favor por eso? ¿No prefieres esperar a que se te pierda un órgano o algo así?

Ash la miró con aire solemne.

—Quieres que encontremos al ladrón —dijo, y en realidad no era una pregunta.

—Bueno, la verdad es que no, querido —Leanansidhe se rascó la mejilla—. Tengo una idea bastante precisa de quién es el ladrón y de adónde han llevado mi precioso violín. Lo que necesito que vayáis allí y lo recuperéis.

—Si sabes quién es el ladrón y dónde han llevado el violín, ¿para qué nos necesitas?

Leanansidhe me sonrió. Me pareció una sonrisa muy malvada.

—Porque, mi querido Puck —contestó con voz melosa—, mi precioso violín lo ha robado Titania, la reina de Verano. Necesito que tú y el príncipe de Invierno vayáis a la Corte Opalina y se lo birléis.

Ah, estupendo.

—Bueno —dije alegremente—, ¿eso es todo? ¿Robarle algo a la reina de la Corte Opalina? Y yo que pensaba que ibas a mandarnos a una misión suicida, ¿tú no, cubito de hielo?

Ash no me hizo caso, típico de él.

—¿Tu violín lo tiene la reina Titania? —preguntó, incrédulo—. ¿Estás segura de que fue ella?

—Bastante segura, querido —Leanansidhe hizo aparecer una larga boquilla con un cigarrillo, le dio una chupada y echó el humo con indignación—. De hecho, fue justo después de que volvierais al Nuncajamás. Esa arpía envidiosa se aseguró de que supiera quién me lo había robado. Sigue creyendo que fui yo quien robó su maldito espejo dorado hace un montón de años y nunca me lo ha perdonado —hizo una pausa y me miró de frente—. No me explico cómo llegó a esa conclusión, cachorro, ¿tú sí?

Parpadeé poniendo cara de inocente.

—¿Por qué me miras a mí, Lea? —pregunté batiendo las pestañas—. ¿Acaso tengo cara de bribón y malhechor?

Leanansidhe suspiró.

—El caso es que así están las cosas —añadió, volviéndose hacia Ash—. Y como no puedo volver a las Cortes, necesito a alguien que sí pueda ir. Ahí es donde entráis vosotros.

—Yo no puedo entrar en Arcadia así como así —repuso Ash—. Sería una invasión y, según la ley, el rey de Verano podría hacerme ejecutar si me descubrieran. Tú lo sabes.

—Lo sé, querido —dijo Lea en tono conciliador—, pero sospecho que se te ocurrirá alguna treta. Sobre todo teniendo al maestro Goodfellow a tu lado —sonrió y me lanzó un conejo de humo—. A menos, claro, que no esté dispuesto a aceptar el reto. Que tenga miedo de su terrible reina de Verano.

—Vamos, por favor, no creas que no sé lo que te propones —le dije levantando una ceja—. A mí no vas a dármela así como así, no soy tan tonto, Lea. ¿Con quién te crees que estás hablando?

—Yo diría que esto te viene como anillo al dedo, querido —contestó la reina del Exilio—. Colar al príncipe de Invierno en Arcadia, delante de las narices de Titania, y robar algo de la alcoba de esa zorra para llevárselo a su rival… Te viene que ni pintado.

Sí, ¿verdad? Sonaba exactamente como una de mis travesuras, y la verdad era que, en otras circunstancias, lo habría hecho encantado. Titania no me tenía ningún cariño, ni yo a ella. Si se me presentaba la oportunidad de irritar, fastidiar o cabrear a la reina de Invierno, la aprovechaba sin pensármelo dos veces. No es que la odiara, no. A fin de cuentas, era mi reina. Pero necesitaba relajarse un poco. Además, yo sabía lo que le había hecho a Meghan cuando se conocieron, y aquello exigía una pequeña revancha. Nadie convierte a mi princesa de Verano en un gamo y queda impune, aunque sea la Reina Opalina. Aunque Meghan no supiera nunca que la había defendido.

En ese momento, sin embargo, entendía la impaciencia de Ash. La promesa que le había hecho a Meghan, su compromiso de volver con ella, no tenía en realidad plazo fijo, pero yo imaginaba que sería de por sí una aventura larga y ardua sin necesidad de entretenernos en búsquedas que nos desviarían de nuestro camino y serían, además, una lata. Teníamos que ponernos a buscar a cierta bola de pelo con muy mala idea, no hacerle una trastada a la Reina Opalina, por muy divertido que sonara.

Pero Lea no pensaba darnos a elegir.

—En fin, si os ponéis enseguida manos a la obra —dijo con una sonrisa, agitando su larga boquilla—, os estaré eternamente agradecida. Cuando tengáis el violín, venid a reuniros conmigo aquí mismo, queridos. Daré orden a mis espías de que vigilen vuestro avance. Ahora tenéis que perdonarme. Me temo que he dejado a Dan el Cuchilla encargado de la seguridad en mi ausencia, y he de volver enseguida o él y su pandilla se comerán a alguien. ¡Buena suerte, cachorros! ¡No dejéis que os conviertan en rosal!

Otro vendaval de luces y chispas y la reina del Exilio desapareció.

Ash soltó un suspiro.

—No digas nada, Goodfellow.

—¿Quién? ¿Yo? —le sonreí—. Jamás se me ocurriría decir que por una vez esta absurda situación no es culpa mía, yo no soy de esos. Claro que a mí no se me pasaría por la cabeza hacer tratos con la reina del Exilio, esa loca con complejo de diosa. Y si los hiciera, estaría esperando que me pidiera que le devuelva el favor en el peor momento posible. Pero no voy a restregártelo por las narices, por supuesto. Eso estaría fatal.

Ash se pellizcó el puente de la nariz.

—Empiezo a arrepentirme de haberte invitado.

—Me hieres en lo más hondo, príncipe —entrelacé los dedos detrás de la cabeza. Me estaba divirtiendo—. Sobre todo, porque vas a necesitar mi ayuda para entrar en Verano. No creas que Oberón y Titania no van a darse cuenta si un príncipe de Invierno se pasea tranquilamente por el corazón de Arcadia. Armarías más alboroto que un ogro en una cacharrería.

Arrugó el ceño, no sé si por la tarea aparentemente imposible de entrar en Arcadia a escondidas o porque acabara de compararlo con un ogro.

—Imagino que tienes un plan —masculló cruzando los brazos.

Le lancé una sonrisa malévola y obtuve a cambio una fugaz mirada de nerviosismo.

—Por favor, ¿has olvidado con quién estás hablando, cubito de hielo? Déjamelo todo a mí.

Capítulo Dos

Que está Oberón tragando rabia y hiel

Estaba oscureciendo cuando cruzamos la barrera que separaba el reino de los mortales y el bosque. Claro que bajo el inmenso dosel del bosque siempre estaba oscuro. La luz del sol no lograba penetrar entre las gruesas ramas de los árboles, que se alzaban hasta una altura de cientos de metros. A diferencia de Verano, con su radiante claridad, e Invierno, con su gélida crudeza, el bosque, enmarañado y peligroso, estaba eternamente en sombras. Cambiaba constantemente, de modo que nunca sabía uno con qué iba a encontrarse.

A mí me encantaba. Aunque era de Verano, me sentía más a gusto allí que en ninguna otra parte.

—Ya estamos aquí —dije al pasar bajo un par de cipreses que se entrelazaban, retorcidos, formando un arco entre los troncos.

Las tinieblas del bosque fueron cerrándose a nuestro alrededor, aunque entre las hojas se mecían algunos fuegos fatuos solitarios en busca de viajeros extraviados. Entre los troncos de los árboles había espesos rosales negros que se arrastraban por el suelo asfixiando al resto de la vegetación.

—Arcadia no está lejos. Habría preferido la senda que cruza las cavernas de cuarzo, pero me temo que desde mi última visita se ha instalado allí un larvalingo.

Ash miró alrededor, siempre alerta, y levantó una ceja.

—¿Te das cuenta de que nos hemos metido en pleno territorio de los loboespines?

Hice una mueca para mis adentros. Había tenido la esperanza de que no reparara en aquel detallito.

—Bueno, tendremos que pasar sin hacer ningún ruido, nada más.

—Los loboespines no tienen oído —añadió Ash—. Cazan guiándose por las vibraciones del suelo. Y del aire. Seguramente ya nos habrán detectado.

—¿Quieres llegar a la Corte de Verano o no, principito? —contesté en tono desafiante, cruzando los brazos—. Este es el camino más rápido.

Oímos un ruido entre las zarzas y alcanzamos a ver el destello de un ojo verde y malévolo cuando un ser enorme y peludo se escabulló entre las sombras.

—Ahí va, a avisar al resto de la manada —Ash me miró con enfado—. ¿Por qué siempre pasan estas cosas cuando estoy contigo?

—Cuestión de suerte, supongo —contesté alegremente mientras nos alejábamos a toda prisa, antes de que llegara el resto de la manada.

Las cosas no salieron tan bien como yo había planeado. Los loboespines eran depredadores aficionados a la emboscada, y aunque no fueran, ni de lejos, los monstruos más horrendos a los que nos habíamos enfrentado, eran unos tramposos, los muy mamones, y tenían la mala costumbre de hacerse pasar por inocentes matorrales hasta que pasabas a su lado y entonces, ¡zas!, un enorme arbusto en forma de lobo se te echaba encima. A los primeros doce, más o menos, los esquivamos haciendo una finta o agachando la cabeza, o bien a espadazos. Así fuimos sorteando los arbustos erizados de púas que saltaban hacia nosotros sin previo aviso o salían de un salto de entre las zarzas. Pero, por desgracia, los loboespines tuvieron además la audacia de aprender de pasados errores y empezaron a emplear la estrategia y las tácticas de grupo para atacarnos.

Salimos a un calvero del bosque justo cuando uno de aquellos seres velludos se metía entre las zarzas, delante de nosotros. Mientras avanzábamos con cautela, tensos y alerta, cuatro matorrales cobraron vida a nuestro alrededor y nos atacaron. Ash y yo nos giramos, poniéndonos instintivamente espalda con espalda, mientras aquellas criaturas pinchudas se abalanzaban hacia nosotros desde todas partes. Ash lanzó una estocada y atravesó a uno en el aire, y yo levanté mi daga, la clavé bajo la mandíbula de un loboespín y lo lancé contra uno de sus amigos. El último murió en un abrir y cerrar de ojos bajo la espada de Ash, pero entonces, sin previo aviso, otro par de zarzas se desplegaron y se lanzaron hacia nosotros, pillándonos por sorpresa. Sentí que el hirsuto cuerpo de un lobo de gran tamaño chocaba contra mí, tirándome al suelo, al tiempo que otro clavaba los dientes en el brazo con el que el príncipe sujetaba la espada.

Sentí un estallido de frío a mi espalda y di un respingo. El cubito de hielo por fin se había enfadado. Vi por el rabillo del ojo que el príncipe daba un paso adelante y hundía el brazo entre las fauces del lobo. Hubo otro estallido y el loboespín se puso rígido. De su hocico salieron de pronto témpanos de hielo que lo atravesaron como agujas gigantescas. Ash agarró su hocico con la otra mano y tiró de él hacia abajo con un fuerte crujido, rompiéndole la mandíbula como si fuera una ramita helada. El lobo gimió, se hizo un ovillo y dejó de moverse.

Miré ceñudo al lobo que se erguía sobre mí mientras procuraba apartar sus feos dientes de mi cara.

—Oye, amigo, te vendría bien un caramelito de menta para el aliento —le dije al tiempo que lanzaba una oleada de hechizo a aquel monstruo espinoso como una zarza—. A ver qué podemos hacer con esa halitosis perruna…

De la pinchuda cabeza del lobo comenzaron a brotar zarzas que se deslizaron, retorciéndose, sobre su cara y rodearon sus fauces como un bozal, cerrándolas con fuerza mientras al lobo se le desorbitaban los ojos. Se apartó de un salto, gimiendo patéticamente y lanzándose zarpazos a la cara, y desapareció en el bosque a todo correr.

Me levanté y me sacudí el polvo.

—Bueno, ha sido… interesante —dije, haciendo caso omiso de la mirada furiosa de Ash.

El príncipe tenía la manga hecha jirones y el antebrazo manchado de sangre hasta el codo.

—No recuerdo que los loboespines se comportaran así antes.

—Si no te necesitara para entrar en Verano…

—Ah, pero me necesitas —le recordé con una sonrisa—. No lo olvidemos, ¿eh, cubito de hielo?

Su cara se ensombreció más aún, pero dio media vuelta.

—Vamos —dijo con voz aún más fría de lo normal—. Ahora no tenemos tiempo para idioteces.

—Eso es lo que más me gusta de los duendes de Invierno. Tenéis un intelecto tan chispeante, usáis con tal ingenio el lenguaje, sois tan ocurrentes, tan juguetones…

Me agaché justo en el instante en que una piña pasaba junto a mi cabeza con fuerza suficiente para hacer algo más que revolverme el pelo. Dejé escapar una risa.

—Siempre es agradable saber que me aprecias, cubito de hielo —soltando una brusca carcajada, eché a correr con la esperanza de escapar a los misiles mucho más fríos y puntiagudos que podía lanzarme.

Después de nuestros problemillas con los lobos, nos separamos un rato: el gélido príncipe desapareció en el bosque para limpiar y vendar la herida de su brazo mientras yo montaba el campamento. No podíamos dejarlo para más tarde. Nunca es buena idea cruzar el bosque sangrando; la sangre puede atraer a cualquier cosa (y lo digo en serio: a cualquier cosa) que haya por los alrededores. Además, se estaba haciendo de noche y, si seguíamos avanzando, entraríamos en las Marcas Pantanosas. Perros monstruosos y espectros de los pantanos vagaban de noche por aquellos cenagales en busca de presas, y aunque no me importaba enfrentarme al desafío de cruzar los pantanos sin que me comieran o me ahogara, teníamos una misión que cumplir.

Así pues, encontré una cueva rodeada por fluorescentes hongos azules y naranjas y alfombrada de musgo, despejé una zona e hice una hoguera. Ensarté en un palo un par de setas silvestres que había encontrado poco antes, sujeté el palo sobre las llamas y me recosté tranquilamente. Ash no había vuelto pero, conociéndolo, seguramente se había ido a cazar después de curarse el brazo. No me preocupé: encontraría la cueva cuando quisiera hacerlo.

Solté un bufido y levanté los ojos al cielo. A no ser, claro, que el muy cabezota decidiera largarse solo otra vez. Con un poco de suerte habría escarmentado la última vez que había probado a hacerlo.

Sentí un peso en el estómago. No había querido pensar en aquella noche, pero ahora que había pensado en ella, era absurdo intentar olvidarla. Me quedé mirando el fuego y dejé que mis ojos se desenfocaran y que los recuerdos volvieran poco a poco.

Fue una noche muy parecida a aquella, en un lugar rodeado de flores resplandecientes, solo que era territorio de Invierno, no el bosque. No me habían visto, no sabían que estaba despierto, pero esa noche espié a Meghan y a Ash y oí decir al príncipe que iba a marcharse solo para recuperar el Cetro de las Estaciones. Estaba escuchando cuando le dijo a Meghan que se fuera a casa, que volviera al mundo de los mortales, que se olvidara de él. Observé sus caras, la de Me-ghan arrasada de lágrimas, a pesar de que intentaba ser valiente. Ash, en cambio, ocultaba cuidadosamente su sufrimiento. No dije nada, no hice nada cuando le rompió el corazón, cuando se marchó y salió de su vida.

Y yo… yo me alegré.

Me pasé una mano por la cara, asqueado de mí mismo. Me había alegrado porque Ash le había roto el corazón a mi princesa, porque se había marchado y quizá yo consiguiera por fin que ella se fijara en mí. Había tenido mucha paciencia, había esperado mi oportunidad, el día en que la princesa abriría los ojos y vería a su fiel Puck como algo más que un amigo tontorrón. Sería algo más que su guardián y su adalid, y el bufón que la hacía reír. Lo sería todo para ella, si podía.

Con un suspiro, aparté las setas del fuego y las mordí con violencia. Después de la marcha de Ash, había intentado remendar el corazón hecho jirones de mi princesa, que el príncipe de hielo, frío como una piedra, había roto tan certeramente. Y durante un instante de dicha pensé que tenía una oportunidad. El recuerdo del beso de Meghan se había grabado a fuego en mi cerebro y jamás olvidaría ese día, uno de los momentos más felices de mi vida. Pero contra toda probabilidad, Meghan y Ash habían vuelto a encontrarse, desafiando a las Cortes de los duendes para estar juntos, y a mí me habían dejado atrás.

Al final, la había perdido.

«Así que, ¿por qué demonios sigo aquí?».

—Goodfellow.

Me incorporé, sobresaltado. Aquella voz profunda no era la de Ash. Era demasiado grave y potente para pertenecer al príncipe de escarcha. La reconocí al instante: era una voz capaz de dar órdenes a bosques y montes enteros, una voz a la que yo mismo obedecía ya mucho tiempo antes de conocer al impredecible príncipe de Invierno.

Oberón me miraba por encima de la hoguera. Sus ojos resplandecían, ambarinos, entre las sombras y la expresión de su enjuto rostro hacía temblar de miedo al mismísimo suelo.

—Hola, Robin —murmuró sin sonreír—. Me temo que tú y yo hemos de tener una pequeña charla.

«Ay, mierda».

Me levanté cautelosamente, con la sonrisa despreocupada bien puesta en su sitio, y entrelacé las manos detrás de la cabeza. Cualquier otro se habría inclinado o arrodillado, o habría hecho una reverencia, o como mínimo habría inclinado la cabeza en señal de respeto, pero yo conocía al Rey Opalino desde hacía tanto tiempo que entre nosotros sobraban las ceremonias. Si mostraba alguna señal de respeto, Oberón sospecharía que estaba tramando algo. El rey de Verano me conocía tan bien como yo a él.

—Vaya, Oberón —moví la cabeza sin dejar de sonreír—. ¿Qué estás haciendo aquí? —miré su armadura y el gran arco que llevaba cruzado a la espalda—. ¿Has salido a cazar un poco? ¿Tú solo? ¿Y no me has invitado? Eso me duele.

—Ahórrate las tonterías, Robin —el Rey Opalino meneó una mano y a lo lejos retumbó un trueno.

Entre nosotros, la hoguera brincó como si quisiera salirse del hoyo y las plantas que nos rodeaban se volvieron locas y empezaron a agitarse, a bailar y a retorcerse como entusiasmadas por ver a Oberón. Tal era el inmenso poder del rey de Verano.

—Creo que los dos sabemos por qué estás aquí. ¿Dónde está el príncipe tenebroso?

—¿El príncipe? —fruncí el ceño, pero el corazón empezó a latirme a toda prisa debajo de la camisa.

¿Cómo se había enterado Oberón de lo de Ash tan rápidamente? Ni siquiera estábamos aún en Arcadia.

—¿Por qué crees que sé algo de él? —pregunté, adoptando mi mejor expresión de inocencia—. Se supone que somos enemigos. Por si no lo has oído, tuvo la ocurrencia de jurar que algún día me mataría.

Nada de lo cual era mentira. Cuando uno vive tanto como yo he vivido, se convierte en un experto en «marear la perdiz», como dicen algunos. Por desgracia, Oberón tampoco era un polluelo recién salido del cascarón.

—Robin —me miró con paciencia—. Lo sé, sé lo que planeas hacer. ¿Crees que no me entero de lo que pasa en mi propia corte? Titania está completamente enamorada de su nuevo juguete. Sé que se lo robó a Leanansidhe, no es ningún secreto. Me estaba preguntando cómo reaccionaría ella cuando oí decir que el príncipe de Invierno y tú habíais entrado en el bosque y que os dirigíais a Arcadia. No me tomes por tonto, Goodfellow. Sé que planeáis devolvérselo.

»Sin embargo —prosiguió antes de que me diera tiempo a discurrir un nuevo plan, un plan que me sacara de aquel lío sin acabar convertido en pájaro o en rata por los siglos de los siglos—, puedes relajarte, Robin. No he venido a deteneros.

No me relajé. De hecho, me puse aún más nervioso. Crucé los brazos y levanté una ceja.

—¿Ah, no?

—Mi señora esposa se ha vuelto muy distraída últimamente —añadió el soberano opalino—. Se dedica a mimar a su nuevo juguete y no presta atención a su corte, a sus súbditos ni a su rey. Y eso me desagrada.

¡Ajá! Por fin había salido a relucir la verdad. Oberón siempre había sido celoso. Todo lo que le robara el interés de Titania era causa de tremendas discusiones entre los monarcas opalinos.

La última vez que había pasado algo así, Titania se había negado a renunciar a un pequeño truequel indio, y Oberón me había ordenado que vertiera en sus ojos una poción amorosa para que se olvidara de él.

Es bien sabido cómo acabó aquello.

Suspiré, consciente de adónde quería ir a parar el rey.

—Déjame adivinar —dije—. Vas a pasar una temporada oportunamente ausente de la Corte de Verano, durante la cual el nuevo juguetito de Titania desaparecerá misteriosamente sin que tengas ni idea de adónde puede haber ido a parar.

—Me he ido de caza con mis caballeros y mis lebreles —contestó el rey de los Elfos con gran dignidad—. Me importa un bledo lo que haga Titania en mi ausencia. Sin embargo… —se acercó, llenando la pequeña cueva con su presencia. Su larga sombra se cernió sobre mí cuando me miró a los ojos—. Quiero que pienses también en otra cosa, Robin. Recuerda estas palabras cuando entres en Arcadia para llevar a cabo tus planes, sean cuales sean.

Oberón se inclinó hacia mí y me susurró por encima del fuego con voz grave y misteriosa:

—Si tu compañero… desapareciera repentinamente —di-jo, y una mano gélida atenazó mi estómago—, si el príncipe de Invierno no estuviera ya aquí, ¿cuánto crees que tardaría Meghan Chase en acudir a ti?

Sentí que de pronto me quedaba sin aliento. Miré estupefacto a Oberón. Él me devolvió la mirada con calma, ina-movible como un roble.

—¿Qué… qué estás…? —ni siquiera pude terminar de formular la pregunta—. ¿Por qué crees…?

—Sé que la amas —añadió, impasible—. Que amas a mi hija. Sé lo que sientes por Meghan Chase, Robin. Y he venido a decirte que cuentas con mi aprobación. Prefiero veros juntos que verla con el hijo de mi eterna enemiga.

—No pides demasiado, ¿no? —mi voz sonó rasposa y ronca, y me aparté de él. Mi aplomo se había esfumado de pronto, igual que toda pretensión de no saber nada de Ash.

El rey me siguió con los ojos cuando me alejé unos pasos y, con la mirada perdida en la noche, me agarré a las ramas de un retoño de pino. El fuego crepitaba y chisporroteaba detrás de mí y el calor de la mirada de Oberón me quemaba entre los hombros como una llama abrasadora.

—¿Qué quieres que haga? —mascullé, mirando a lo lejos, entre las sombras—. ¿Clavarle un cuchillo en la espalda cuando no esté mirando? ¿Es eso lo que me estás ordenando que haga? —se me encogió el estómago al pensarlo—. ¿No crees que Meghan tendría algo que decir al respecto? No podría ocultarle algo así.

—Tú no tienes que hacer nada —repuso Oberón tranquilamente—. Solo dejar al descubierto al príncipe cuando estéis en la Corte de Verano. Titania se encargará del resto. No te mancharás las manos con su sangre y solo estarás haciendo lo que haría cualquier fiel servidor de la Corte de Verano. Cuando el príncipe haya muerto, Meghan Chase buscará consuelo en ti. Y todo será como ha de ser.

No pude responder. Casi podía sentir a Meghan abrazada a mí, temblando mientras lloraba la muerte de su príncipe de Invierno. Sentí mis brazos rodeándola y me vi susurrándole que todo se arreglaría, que todavía me tenía a mí y que yo nunca la dejaría. Luego me entraron ganas de darme una patada en el culo por pensarlo.

Oberón me observaba en silencio.

—Robin Goodfellow —murmuró—, pese a nuestras pasadas diferencias, te considero mi más leal servidor. Los dos somos viejos, más viejos que el príncipe de Invierno. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Pero a veces me pregunto si eres consciente de que todavía formas parte de la Corte de Verano. Es tu hogar. No necesitas nada más.

Cerré los puños y sentí astillarse la rama entre mis dedos. Si Oberón se dio cuenta, no le preocupó.

—Mi hija es en realidad de los nuestros —prosiguió—. Es inmortal. Una reina de los duendes. Tienes toda la eternidad para conseguir que se enamore de ti. No te será difícil: ya estáis muy unidos. Sé que encontrarías el modo de estar con ella, aunque fuera en el Reino de Hierro. Cuando te empeñas en algo, Robin, no hay quien te pare. Pero para que se fije en ti, primero debes librarte del príncipe de Invierno.

No respondí. Sentí que el Rey Opalino retrocedía, listo para marcharse.

—Tú eliges, desde luego —añadió mientras el fuego se aquietaba y las plantas dejaban de retorcerse como locas a nuestro alrededor—. Mi partida de caza me llevará lejos de Arcadia, lejos de los malévolos rumores que infestan la Corte de Verano. Haz lo que quieras, Robin, pero recuerda que, si amas a mi hija, quizás esta sea tu única oportunidad de estar con ella para siempre. Si no, perderás a Meghan Chase a manos de la misma persona que ha jurado matarte.

Un viento cálido cruzó silbando la cueva y agitó el fuego y las hojas. Cuando se disipó, la cueva estaba vacía. Solo quedaba yo. El rey de los Elfos se había ido.

Capítulo Tres

Mi señora de un monstruo enamorado se ha

Ash regresó unos minutos después. Entró en la cueva sin anunciarse, cargado con un montón de conejos, lo que demostraba que había estado, en efecto, cazando. Arrojó uno a mis pies y sin decir palabra comenzó a limpiarlos. Trabajó en silencio mientras la noche se cerraba a nuestro alrededor.

¿Matar a Ash? ¿Traicionarlo en nombre de Verano? ¿Cómo se le ocurría a Oberón? Como si yo fuera capaz de algo así, aunque técnicamente fuera Titania quien se encargara de asestar el golpe fatal. Y lo haría, no había duda. Ash podía ser príncipe, pero Titania era reina. Y con las reinas de las hadas y los duendes no se bromea. O, al menos, no se les tocan las narices, y menos en su propia corte. Eso hasta yo lo sabía. Y estando Oberón oportunamente ausente, Titania no tendría piedad con el príncipe de Invierno. No dejaría ni rastro de él.

Yo no podía hacerle eso al cubito de hielo. A pesar de todos aquellos años de peleas y mala sangre, y aunque posiblemente algún día él intentaría matarme y quizás hasta se saldría con la suya, no podía dejarlo a merced de Titania.

Pero… si no lo hacía, Meghan nunca me amaría. Mi princesa, la chica por la que habría hecho cualquier cosa, nunca se fijaría en mí, nunca me miraría como miraba a Ash.

¿Qué le hacía tan especial? ¿Qué tenía él que no tuviera yo?

—Estás muy callado.

Parpadeé y levanté la vista de la liebre que estaba deso-llando. Ash se había arrodillado a unos pasos de la hoguera y estaba inclinado sobre tu tarea, usando el cuchillo de caza con limpia eficacia.

—¿Qu-qué? —balbucí, un poco atropelladamente.

«Vaya, ahí has estado brillante, Goodfellow. Ahora, arré-glalo».

—¿Yo? —añadí, fingiéndome sorprendido—. ¿Qué quieres decir, cubito de hielo? ¿Acaso estás preocupado?

No levantó la vista al contestar con calma:

—Estás ocultando algo. Parloteas tan poco que hasta me oigo pensar, y eso solo puede significar que pasa algo. O que algo está a punto de torcerse. ¿No tienes nada que contarme, Goodfellow?

Maldición, ¿desde cuándo podía leerme el pensamiento? Iba a tener que ponerle remedio a aquello, y enseguida.

—Sí —respondí con una sonrisa forzada—. Estaba pensando que el mejor modo de colarte en Arcadia es convertirte en ardilla. ¿Qué te parece? O, si lo prefieres, podría transformarte en ratón. O en pájaro. ¡O en conejo! —miré el cadáver desollado que tenía en las manos—. Aunque quizá no sea buena idea si andan por ahí los lebreles de Titania…

—Es igual —Ash dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza—. Siento haber dicho nada.

—¡Ah, ya lo sé! —chasqueé los dedos—. ¡En camaleón! Así puedes engancharte a mi solapa y camuflarte a la perfección. ¡Es una idea brillante! Además, serías un camaleón precioso, ¿no te parece, cubito de hielo?

Ash puso los ojos en blanco y se inclinó de nuevo para seguir con su tarea, haciendo oídos sordos de lo que le decía. Seguía hablándole, en vano, una cháchara que ninguno de los dos se tomaba en serio. No era más que un escudo, una barrera detrás de la que ocultar lo que estaba pensando en realidad, lo que no podía quitarme de la cabeza por más que lo intentaba.

«¿Por qué estás aquí?».

Por Meghan. Era la respuesta obvia. Estaba allí por Meghan. Porque amaba a mi princesa y quería que fuera feliz, aunque para ello tuviera que estar con otra persona. Aunque esa otra persona fuera mi archienemigo. Quería que Meghan fuera dichosa.

«¿Y no crees que tú podrías hacerla feliz?».

Podía. Si me hubiera elegido a mí, se lo habría dado todo. Era yo quien sabía hacerla reír, quien le había mostrado las maravillas de la magia de Verano, quien había estado dispuesto a recibir un balazo por ella sin vacilar. (Cosa que, dicho sea de paso, dolía una barbaridad). Era yo quien la había protegido de la crueldad de sus compañeros de clase, quien la había acompañado en el autobús, a la ida y a la vuelta, todos los días, quien se acordaba de su cumpleaños cuando nadie más se acordaba, ni siquiera su propia familia. «Princesa, ¿por qué no me escogiste a mí? ¿No soy suficiente para ti? ¿O ha sido culpa mía por esperar? ¿Por no tomar la iniciativa antes?».

Maldición , creía que lo había superado. Creía que me encontraba a gusto en el papel de amigo, pero no conseguía quitarme de la cabeza las palabras de Oberón. El rey tenía razón, aunque a veces fuera un malnacido cruel y manipulador. Mientras Ash siguiera vivo, Meghan solo me vería como un amigo.

«Entonces, Goodfellow, tienes que preguntarte quién te importa más: la mujer a la que amas y por la que harías cualquier cosa o el rival que ha prometido matarte algún día».

Miré a Ash, que estaba removiendo el fuego de espaldas a mí. Mi amigo de antaño convertido en enemigo. ¿Qué haría el implacable príncipe tenebroso en mi lugar?

Me levanté de repente y Ash miró hacia atrás con recelo.

—¿Vas a alguna parte, Goodfellow?

—Solo a dar una vuelta, principito. Pero me conmueve que te importe —le sonreí, burlón, y se volvió de nuevo hacia el fuego. Hice una mueca a su espalda—. ¿Sabes?, empiezo a estar cansado de hablar con una pared de piedra —añadí mientras me acercaba a la boca de la cueva—. Sospecho que tener una conversación con un pez muerto sería mucho más gratificante que charlar contigo.

—Hasta ahora eso no había sido un impedimento para ti.

—¿Lo ves? A eso me refiero —levanté los ojos al cielo—. Pero tendrás que perdonarme, príncipe: necesito estar solo un rato. Tengo que decidir cómo voy a meter de contrabando tu gélida osamenta en la Corte de Verano.

Levantó la vista bruscamente.

—Creía que lo tenías todo planeado.

—Ah, conque ahora te interesa la conversación, ¿eh? —me reí y entrelacé las manos detrás de la cabeza—. Descuida, cubito de hielo, ya se me ocurrirá algo. Siempre se me ocurre.

Me miró en silencio. Yo le sostuve la mirada, sonriendo todavía como si lo retara a decir algo, a llevarme la contraria. Por fin suspiró y se volvió hacia el fuego.

—Es tu corte —le oír mascullar—. Tú la conoces mejor que yo.

«Sí, lo es», pensé mientras me adentraba en el bosque. «Es mi corte. Formo parte de Verano y se supone que tú eres mi enemigo, Ash. ¿Alguna vez lo piensas? ¿Se te pasa por la cabeza que te estás metiendo en territorio enemigo con alguien que supuestamente es leal a la Corte Opalina?».

No había sido del todo sincero con él. Ya sabía cómo iba a colar en Arcadia a Su Real Témpano, delante de las narices de Titania y de la Guardia de Verano y sin que nadie se diera cuenta. Iba a ser todo un reto: Ash era un príncipe de Invierno de la cabeza a los pies. Con su aura de hechizo, no se le podía pegar un bigote falso y confiar en que diera el pego. Por suerte, yo llevaba mucho tiempo haciendo aquello. Si alguien podía meter a escondidas a un noble de Invierno en la Corte de Verano, era un servidor.

No, simplemente necesitaba estar solo. Tener tiempo para pensar. Tiempo para hacer planes. Tiempo para decidir qué quería hacer de verdad.

—No.

Puse cara de fastidio.

—Vamos, cubito de hielo. Por lo menos, no voy a convertirte en lémur. Es el único modo de entrar en la Corte de Verano sin que todo el mundo se dé cuenta de que eres… tú.

—Tiene que haber otra forma.

—No la hay —crucé los brazos y lo miré con enfado.

Habíamos llegado a la frontera de Arcadia y estábamos en el lindero del bosque, mirando hacia el otro lado del río, hacia las tierras del Rey de Verano. Un puente de madera rebosante de flores silvestres cruzaba el río, y dos caballeros de Verano custodiaban su extremo más alejado. Ash y yo los observábamos escondidos en un pequeño pinar, hablando en susurros que ahogaba el fragor del agua.

—Es un disfraz, Ash —repetí—. Un espejismo. Tenemos que enmascarar tu hechizo de Invierno con mi embrujo de Verano, y tenemos que transformar tu apariencia para que la gente no salga corriendo despavorida en cuanto entres en la corte. En serio, es la única manera. ¿Cómo creías que iba a ser?

Suspiró y echó la cabeza hacia atrás.

—Estás disfrutando de lo lindo con todo esto.

—Bueno —me encogí de hombros y refrené una sonrisa—, eso no puedo negarlo —levanté las manos al ver que me lanzaba puñales de hielo con la mirada—. ¿Quieres entrar en Arcadia o no?

—Está bien —hizo un gesto de frustración e impotencia—. Hazlo. Acabemos de una vez.

—Creía que nunca lo dirías —tiré de él hacia la espesura al tiempo que invocaba mi magia—. Estate quieto —le dije cuando cruzó los brazos y puso cara de aburrido y enfadado—. No tardaré mucho, pero tengo que entreverar el espejismo con hechizo de Verano para que sea lo bastante fuerte para ocultar tu aura de Invierno. Si fueras un gorro rojo o un gnomo de hielo, no sería muy difícil, pero tú eres tú, así que va a costarme bastante más trabajo.

Sentí que mi magia de Verano descendía sobre él, la sentí alejarse, repelida por el gélido hechizo de Invierno que envolvía a Ash como una armadura, y arrugué el ceño.

—Deja de resistirte, cubito de hielo. Si quieres devolver ese absurdo favor y acabar de una vez con este asunto, no hay otro modo. Tienes que dejar que te ayude.

Soltó un bufido y el manto protector del hechizo de Invierno se desvaneció.

Atraje hacia mí más magia y la envié hacia el príncipe, tejiendo el espejismo a su alrededor. Su magia se resistía. Se diga lo que se diga del príncipe de Invierno, tenía un núcleo increíblemente fuerte. Sabía quién era, y alguien menos hábil no habría podido convertirlo en otra cosa, ni siquiera para crear una ilusión.

Pero yo tampoco soy un mago cualquiera.

Los contornos de su cuerpo temblaron y comenzaron a cambiar. No creció ni se encogió, pero su cabello se alargó, cayéndole por la espalda, y de su color natural, negro azabache, pasó a tener el del trigo. Su piel pálida se tornó marrón dorada, como si hubiera pasado toda su vida al sol, y sus ojos de fría plata centellearon antes de volverse de un azul claro y brillante.

Su ropa cambió también: el largo gabán negro se esfumó y en su lugar apareció una armadura verde y oro, el peto adornado con la cabeza de un enorme venado. Un hermoso manto dorado con los bordes adornados con hojas envolvió su cuerpo (una prenda que Ash no se habría puesto ni muerto). Cuando acabé, no quedaba ni rastro del príncipe de Invierno bajo los pinos. Entre las sombras aguardaba un sidhe de Verano cuyo ceño fruncido guardaba un ligerísimo parecido con el hijo menor de la reina Mab.

Me llevé una mano a la boca con burlón entusiasmo.

—¡Ay, cubito de hielo, estás tan… tan… tú!

—Voy a matarte por esto —gruñó, y di un respingo al oír lo clara y aguda que sonaba su voz.

Me mordí la mejilla por dentro para no soltar una carcajada. Si sacaba su espada se rompería la ilusión y tendríamos que empezar otra vez.

—Sí, bueno, déjalo para luego, cubito de hielo. Recuerda que allí no puedes usar el hechizo de Invierno, o se deshará el encantamiento. Y eso incluye sacar la espada y lanzar estalactitas, así que vamos a intentar no pelearnos con los nobles de Verano mientras estamos aquí, ¿de acuerdo? Solo queremos entrar, agarrar el violín y salir zumbando.

Ash asintió con un gesto. Retrocedí y lancé sobre mí el mismo espejismo de modo que pareciéramos dos caballeros de Verano casi idénticos. Miré a mi compañero y sonreí.

—¿Listo?

Suspiró otra vez y se pasó los dedos por su extraño cabello.

—Tú primero.

Los dos caballeros que vigilaban el puente inclinaron cortésmente la cabeza cuando cruzamos, pero aparte de eso ni siquiera nos miraron. Vi que uno de ellos disimulaba una sonrisa al pasar nosotros, pero era comprensible, dadas las circunstancias. Pensé que el cubito de hielo no lo había visto, pero me equivoqué.

—¿Quién se supone que somos? —preguntó mientras nos adentrábamos en las tierras de Oberón.

Más allá del puente nos dio de lleno el calor del sol de verano, que calentó mi piel y me hizo suspirar de placer. Aquello era lo que más echaba de menos de la Corte Opalina: el sol. El bosque era demasiado oscuro y, Tir Na Nog, demasiado frío. Solamente en Arcadia brillaba el sol en todo su esplendor, y en los árboles, por encima de la valla de espino, crecían las manzanas más dulces, siempre maduras y listas para la cosecha. Es decir, si uno conseguía dar esquinazo a los dos gigantes gruñones dueños del huerto.

—¡Ah, sí! —dije sonriendo—. Cierto. Los nombres. Pues tú eres sir Torin y yo soy sir Fagan, y somos dos caballeros del seto que viajan por todo el Nuncajamás en busca de aventuras para mayor gloria de nuestro rey y nuestra corte. Ya sabes, enderezar entuertos, matar dragones y buscar tesoros de leyenda, cosas así.

—Entonces, somos muy respetados.

—Bueno… —me rasqué la nuca—. No exactamente.

Me miró fijamente.

—¿Cómo que «no exactamente»?

—¿Has leído Don Quijote? —pregunté.

Cerró los ojos, indicando que sí, que lo había leído. Sonreí.

—Son muy esforzados —añadí, intentando no reír al ver su cara—, y tienen nobles intenciones, eso hay que reconocerlo. Pero esos dos no podrían encontrar la salida de un armario sin un mapa. Si todavía no han muerto ni se los han comido, ha sido de chiripa. No paran de suplicarle a Oberón que los envíe a nobles y sonadas empresas para probar su valía, y Oberón siempre acaba encargándoles alguna misión ridícula solo para quitárselos de encima.

—Y, naturalmente, tenías que hacernos pasar por ellos.

—Es perfecto, ¿no crees? —abrí los brazos de par en par—. Sir Torin y sir Fagan casi nunca están en la corte, los demás caballeros suelen evitarlos y, además, tenemos un motivo para ir a ver a la reina Titania: anunciarle la culminación de nuestra última aventura.

—¿Y si da la casualidad de que Torin y Fagan ya están allí?

—Bueno —me encogí de hombros, irritado por su lógica—, entonces habrá que improvisar.

Noté que no le gustaba la idea: siempre había sido de los que lo planeaban todo, y mis tácticas, que normalmente consistían en «tocar de oído», solían ponerlo de mal humor. Pero no dijo nada más, y poco después llegamos al inmenso montículo de tierra y hierba que señalaba la entrada a la corte de Oberón. Las espesas zarzas que lo ro-deaban se abrieron con facilidad ante nosotros para dejarnos pasar, y caminamos hacia la ladera de la colina sin aflojar el paso.

—¿Algo más que deba saber? —masculló Ash cuando nos acercábamos al montículo—. ¿Algún pequeño detalle que hayas pasado oportunamente por alto y que pueda salir a relucir mientras estemos aquí?

—Eh… —lo miré de reojo—. Solo una cosilla más.

Levantó una ceja y me mordí el labio. Sí, aquello no iba a gustarle.

—Se rumorea que Torin y la reina están… eh… liados.

—¿Qué?

Pero en ese momento cruzamos la ladera de la colina y entramos en un patio repleto de duendes de Verano: el corazón de Arcadia.

Sonaba música, una de mis tonadas favoritas, acerca del sol y las sombras y las cosas que crecen, y de tumbarse en el lecho de un arroyo fresco mientras te susurran los peces. Los árboles que bordeaban el patio suspiraban suavemente y movían sus ramas al son de la música, y las miles de flores que crecían por doquier se mecían con delicadeza siguiendo su ritmo. Dríadas, sátiros, gnomos y otros duendes de Verano pululaban por la explanada o permanecían sentados en los bancos, hablaban o danzaban juntos en la hierba. Sí, no había duda: estaba en casa.

Sentí la mirada de enfado de Ash clavada en mi nuca y comprendí que tenía ganas de matarme, pero los duendes que estaban más cerca del borde del patio nos vieron y se levantaron de un salto.

—Pórtate bien, cubito de hielo —dije entre dientes al tiempo que pegaba una sonrisa a mi cara, viendo acercarse al gentío—. Aquí vienen, así que sonríe y no apuñales a tu socio. Ha llegado la hora de la función.

—¡Sir Fagan! —exclamó una sátira que se nos acercó brincando. Sus pezuñas repiquetearon delicadamente sobre los adoquines—. ¡Sir Torin! ¡Habéis vuelto y estáis vivos! ¡Bienvenidos a casa!

—¿Cómo han ido vuestros viajes, sir Fagan? —preguntó una ninfa, dedicándome una sonrisa taimada—. ¿Esta vez habéis conseguido apoderaros del Tesoro de la Bestialuna? ¿Matasteis al temible Gusano de Marjalfiero? Contadnos vuestras aventuras.

—¡Eso, eso! —gritó un gnomo—. ¿Qué ha pasado?

—¡Sí, contádnoslo!

—¡Contadnos vuestra historia!

Levanté una mano.

—¡Basta, buena gente, basta! Habrá tiempo suficiente para historias, canciones y relatos de aventuras, pero no ahora.

Se callaron, visiblemente desilusionados, y exhalé un suspiro cansino.

—Sir Torin y yo venimos de muy lejos y estamos cansados. Tenemos muchas historias que contar, es cierto, pero primero hemos de hablar con nuestro señor.

—Lord Oberón se ha ausentado de la corte un tiempo —explicó la sátira, observándome con sus grandes ojos castaños. Su mirada se posó bruscamente sobre «Torin» y sonrió—. Pero la reina Titania sí está, y estoy segura de que le alegrará veros. ¿Queréis que busque a un mensajero para anunciarle vuestro regreso?

—Os lo agradeceríamos de todo corazón, bella dama —contestó Ash a mi lado, y yo di un respingo.

La sátira sonrió de oreja a oreja y se alejó a toda prisa, y nosotros seguimos avanzando hacia el portón que separaba el patio del sanctasanctórum de Oberón. Los duendes de Verano nos sonreían, inclinaban la cabeza, disimulaban una sonrisa y cuchicheaban ocultándose detrás de sus manos. Nosotros no hicimos caso. De momento, todo iba bien. Habíamos dado sin contratiempos el primer paso, entrar en la Corte de Verano. Ahora lo único que teníamos que hacer era encontrar el violín de Leanansidhe y salir de Arcadia sin echar a perder nuestra tapadera. Y, conociendo a la reina de Verano y sus tendencias obsesivas, el violín estaría probablemente en sus aposentos privados. Lo cual iba a ponernos las cosas… difíciles.

Miré a Ash. Se me ocurría una manera de entrar en la alcoba de la reina, pero a él seguramente le daría un ataque si se lo proponía, así que mantuve cerrado el pico.

—¿Qué pasa? —suspiró.

Pestañeé.

—¿Qué?

—Estás poniendo esa mirada —añadió cuando nos paramos a unos metros del portón, custodiado por dos troles gigantescos con uniforme rojo y oro—. Se te nota en la cara que tienes un plan y que no va a gustarme. En absoluto.

—Pues… sí, la verdad es que tengo una idea…

—¿Y?

—Y… no va a gustarte. En absoluto.

Suspiró otra vez, frotándose los ojos.

—Creo que tengo una ligera sospecha de lo que vas a decir —masculló, apesadumbrado.

Me encogí de hombros.

—Sería la manera más fácil de ver si guarda el violín en sus aposentos. Hasta podrías ofrecerle una serenata.

—Si Titania me descubre, me matará antes de que me dé tiempo a sacar la espada.

«¿Y acaso no sería eso una tragedia?».

—Cubito de hielo —dije con una sonrisa—, por favor, como si yo fuera a permitir que eso ocurra. Tu disfraz es a toda prueba. Limítate a no usar el hechizo de Invierno y todo saldrá bien.

Ash se pasó los dedos por el pelo y se inclinó hacia mí.

—Puck —dijo con voz áspera—, no puedo… no puedo hacerlo. Esto ya no es un juego. Me estás pidiendo que seduzca a la reina de la Corte de Verano. Eso es alta traición y además… —apartó la mirada y su cara se crispó—. Sigo siendo el caballero de Meghan. Mis votos…

—¿Quieres recuperar el violín o no?

Parecía angustiado, la verdad, y me dio un poco de lástima.

—Mira, cubito de hielo —susurré—, no espero que te acuestes con ella, ni siquiera que la beses. La sola idea me… ¡puaj! —me estremecí y procuré olvidar aquella idea mientras sacaba mi daga a hurtadillas—. Estupendo, ahora esa imagen se me ha quedado grabada en la cabeza para siempre. Solo tienes que… flirtear un poco. Ser encantador. Hablarle de tus «aventuras». Luego, si se pone un poco efusiva, te disculpas y te vas. Yo me encargaré del resto.

—Esto no me gusta.

—Ya me imaginaba que no te gustaría. Quédate quieto —levanté velozmente la daga y le corté un mechón del largo pelo antes de que pudiera reaccionar. Lo dejé caer en la palma de mi mano y cerré el puño—. Perfecto. Muchísimas gracias, cubito de hielo.

Ash retrocedió con ojos centelleantes y se llevó la mano a la espada. Le lancé una mirada de advertencia y, acordándose de dónde estaba, apartó la mano de la empuñadura.

—¿Qué te propones, Goodfellow? —preguntó ásperamente.

—Tranquilo, príncipe —observé el mechón que tenía entre los dedos, lo vi pasar de rubio a negro y sonreí—. Todo forma parte del plan, no te preocupes.

El portón se abrió con un fuerte crujido y salió un sátiro vestido con uniforme de heraldo que nos hizo señas para que nos acercáramos con urgencia.

—Bueno, allá vamos, cubito de hielo. Intenta mantener la calma delante de la reina.