El sabio, el mercader y el guerrero - Franco Berardi - E-Book

El sabio, el mercader y el guerrero E-Book

Franco Berardi

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Beschreibung

La historia del siglo xx es la historia del conflicto y las alianzas entre tres figuras: el sabio, portador de la inteligencia acumulada en infinitos gestos de producción, creación y reflexión; el mercader, que convierte los productos de la inteligencia humana en mercancía, y el guerrero, expresión de la violencia que regula la relación entre inteligencia y mercancía, entre saber y técnica. El movimiento del 68 trató de liberar al sabio del control del mercader y el guerrero, opuso la autonomía y la autoorganización de la inteligencia colectiva al poder del dinero y la violencia. Después vino el contraataque capitalista de los años ochenta y noventa, la aparición del capitalismo digital, la proliferación incontrolada de identidades agresivas, la guerra global permanente decretada por la administración Bush... Sometido al mercader y al guerrero, el sabio acumula un enorme sufrimiento psicológico, expresado en las nuevas patologías de la atención que atraviesan hoy mismo nuestras sociedades. ¿Puede politizarse ese sufrimiento? ¿Puede construirse la independencia de las formas de vida fuera del circuito de la acumulación y el beneficio? ¿Pueden crearse otras instituciones de saber conectado, compartido? Para ello el sabio tendrá que tejer un vínculo inédito entre saber y no saber, entre la potencia del pensamiento y el amor por lo desconocido, lo que aún no sabemos, lo imprevisto.

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FRANCO BERARDI, BIFO

EL SABIO, EL MERCADER Y EL GUERRERO

DEL RECHAZO DEL TRABAJO AL SURGIMIENTO DEL COGNITARIADO

ACUARELA LIBROS

A. MACHADO LIBROS

© de la edición original: 2004 DeriveApprodi

Primera edición: Marzo de 2007

Título original: Il sapiente, il mercante, il guerriero

Traducción: Álvaro García-Ormaechea

Revisión del texto: Manuel Aguilar Hendrickson

Corrección del texto: Javier Olmos

Ilustraciones: Acacio Puig

© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

ISBN: 978-84-9114-320-8

ÍNDICE

Prólogo a la edición española

El sabio, el mercader y el guerrero

La última noche

Los sesenta: filosofía y trabajo

Filosofía y trabajo en los años sesenta

El salario, el poder, la ciencia

Los setenta: comunismo y crisis

Un deslizamiento gigantesco

Comunismos

Los ochenta: autonomía, desregulación y obsesión identitaria

Desterritorialización

Reterritorialización

Los noventa: el colapso de la mente global

La aceleración

Esquizoeconomía

2K: potencia, poder, automatismos

Prozac-crash

Automatismos totalitarios

Otros futuros, quizás

Del rechazo del trabajo al surgimiento del cognitariado

El movimiento global

Fraternidad, saber, no saber

Al borde del abismo

Bibliografía

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Cuando escribí este libro, entre los años 2000 y 2003, el movimiento de resistencia global estaba en pleno desarrollo y el proceso de autoorganización del saber social parecía capaz de comenzar desde el interior de aquel ciclo de movimiento.

Hoy hemos de reconocer que el ciclo que comenzara con la revuelta de Seattle se ha cerrado, dando lugar sin duda a una toma de conciencia generalizada acerca de la naturaleza devastadora de la globalización hipercapitalista, pero sin saber suscitar las energías sociales capaces de subvertirla, ni construir un espacio de autonomía desplegada.

Esta impotencia se hizo patente, de manera terrible, a comienzos del 2003: decenas de millones de personas en todo el mundo se movilizaron contra la voluntad agresiva del clan Bush, pero no consiguieron impedir que estallara la guerra iraquí. En esa guerra está contenido el paradigma de la devastación hipercapitalista que se abre paso en el nuevo milenio. Las enormes masas que en la tarde de aquel sábado del 15 de febrero desfilaron por las ciudades para manifestarse contra la guerra, el lunes por la mañana volvían disciplinadas a las oficinas, a las fábricas, a las escuelas, incapaces de bloquear la maquinaria de la guerra en su funcionamiento cotidiano.

La guerra iraquí tiene características en gran medida inéditas: aunque ha sido lanzada por una coalición de Estados nacionales, no se parece a las guerras nacionales del pasado. Su finalidad no es la victoria de un Estado y la derrota de otro, sino la devastación de zonas enteras del planeta y la creación de inmensos beneficios para las corporaciones privadas que se han apropiado de la maquinaria estatal angloamericana.

Los agentes tradicionales de la política imperialista (los Estados nacionales, las coaliciones y los organismos internacionales) han facilitado el procedimiento político de la guerra, pero los verdaderos sujetos de la agresión son corporaciones privadas como Halliburton Exxon, Parson o Bechtel, las cuales no tienen interés alguno en la victoria militar y política de Occidente, pues su única finalidad es explotar los recursos de los países agredidos y las comisiones multimillonarias pagadas por los contribuyentes de los Estados occidentales.

En nombre de la ideología liberal, a las corporaciones se les encargó que proporcionaran servicios militares y civiles de alto nivel al mínimo coste. En realidad, han ofrecido servicios de baja calidad al mínimo coste. Para ellas, tiene poca importancia el que decenas de miles de soldados americanos y británicos vuelvan a casa mutilados y destruidos, o que decenas de miles de civiles iraquíes mueran bajo las bombas. Tampoco les importa mucho si Occidente pierde la hegemonía estratégica en Oriente Próximo, ni que el terrorismo integrista multiplique sus fuerzas. Lo que les importa a los funcionarios de las corporaciones es reducir los costes y aumentar los beneficios.

Por primera vez en la historia, un Estado nacional ha desencadenado una guerra no para ganarla, sino para asegurar el enriquecimiento de las corporaciones que representa su grupo dirigente. El resultado está a la vista de todos: estamos ante la más extraordinaria derrota estratégica de Occidente; ante el auge del terrorismo integrista, que se ha visto potenciado; ante la proliferación del armamento nuclear, e incluso ante el declive estratégico del capitalismo americano.

La presidencia de Bush será recordada no sólo por haber destruido la herencia ilustrada del universalismo burgués, las garantías civiles y políticas de las que Occidente ha sido durante largo tiempo el garante; la era Bush será recordada también por haber corroído las bases de la hegemonía política de los Estados Unidos de América, para dejar paso a dos potencias emergentes que niegan hasta la raíz el patrimonio social y político del progreso de la libertad y la solidaridad: el fascismo integrista islámico y el totalitarismo esclavista chino.

Para el futuro de la civilización humana, estas dos potencias representan un peligro parangonable al que en su día fue el nazismo alemán, con la diferencia de que en cierta forma cuentan con una base social más extensa y con unas raíces históricas mucho más profundas.

El consenso político y el crecimiento económico mundial se fundan ya en el terror.

La utopía de una economía de la inteligencia que en la última década del siglo pasado había permitido una alianza entre el capital recombinante y el trabajo cognitivo ha dado paso a una economía psicópata. El frente del trabajo, que a mediados del siglo XX había hecho posibles conquistas en términos de libertad y de bienestar generalizados, ha sido derrotado por la ofensiva conjunta de la deslocalización productiva y de la precarización social. La dictadura empresarial ha provocado un colapso del salario a escala mundial, y la expansión inmensa del mercado del trabajo sin garantías políticas ha hecho posible la formación de una economía de tipo esclavista a escala mundial.

El trabajo cognitivo, alma de la innovación y de la riqueza general, ha sido pulverizado. Los innumerables fragmentos dispersos de trabajo celular y precario, recombinados de manera incesante por la red, no pueden construir una continuidad afectiva, política, intelectual.

En esta nueva geografía fractal y recombinante del trabajo desterritorializado, la precariedad se vuelve la forma general de la subjetividad social. Y el saber, producto general del trabajo cognitivo y motor de la producción recombinante, sufre la misma suerte: es precarizado, separado del sujeto viviente del conocimiento, fractalizado y recombinado en lugares extraños a la subjetividad social.

El mercader y el guerrero han sometido una vez más al sabio a sus propias leyes: la ley de la violencia y la ley del máximo beneficio inmediato.

En este momento se precisan nuevos modelos de acción y de movimiento. En los próximos años tendremos que buscar las formas de emergencia de la subjetividad autónoma del trabajo cognitivo y precario. Con sus mil contradicciones, la insurrección de los estudiantes franceses en marzo del 2006 va en esta dirección.

La lucha de los precarios cognitivos franceses puede ser el inicio de un nuevo ciclo político y cultural en Europa. Han ocupado las escuelas con la conciencia de ser al mismo tiempo estudiantes, trabajadores cognitivos y precarios del ciclo fluido del capital recombinante. Esto representa un hecho nuevo que no se había manifestado jamás con tal claridad en las luchas estudiantiles precedentes.

Los precarios cognitivos franceses abordan una cuestión que es directamente europea.

La precariedad no es un elemento particular de la relación productiva, sino el corazón negro del proceso de producción: la precariedad es el elemento transformador de todo el ciclo de producción. Nadie queda a salvo. El salario de los trabajadores temporales es golpeado, reducido, usurpado; la vida de todos es amenazada por la precarización.

El infotrabajo digitalizado puede ser fragmentado en forma de fractal, al punto de ser recombinado en una sede separada de aquella en que el trabajo es desempeñado.

Desde el punto de vista de la valorización del capital, el flujo es continuo. Sin embargo, desde el punto de vista de la existencia y del tiempo vivido por los trabajadores cognitivos, la prestación de trabajo tiene carácter de fragmentariedad recombinable en forma celular. Células pulsantes de trabajo se encienden y se apagan en el gran cuadro de control de la producción global.

El infotrabajo es precarizado no por una maldad contingente de los patrones, sino por la simple razón de que la disposición de tiempo puede ser desligada de la persona física y jurídica del trabajador, océano de células valorizantes convocadas y recombinadas por la subjetividad del capital.

Renta de existencia o esclavitud

Por esto, es preciso reconceptualizar la relación entre capital recombinante y trabajo cognitivo, y es necesario dotarse de un nuevo esquema de referencia. Dado que se ha vuelto imposible una contratación del coste del trabajo fundada sobre la persona jurídica, dado que la prestación de tiempo productivo abstracto se halla desligada de la persona individual del trabajador, la forma tradicional del salario está en la cuneta, no garantiza ya nada. Tan es así que la retribución del trabajo dependiente tiende constantemente a disminuir y tienden a reconstituirse todas las condiciones del trabajo esclavo.

Es cierto que aumentan los puestos de trabajo, pero disminuye el monto salarial global.

En estas circunstancias, la desocupación es mucho mejor que la esclavitud. Esto lo han entendido los rebeldes del marzo francés, que rechazan el chantaje patronal: “Si quieres trabajo, acepta la esclavitud”.

La lucha de los precarios franceses pone al orden del día el problema del salario como problema político global y reclama a grandes voces una nueva forma: la renta de existencia desligada del trabajo.

La renta de existencia no puede ser considerada por más tiempo una consigna extremista. Es la única posibilidad de huir de la constitución de un régimen esclavista generalizado de la relación del trabajo.

Naturalmente, nunca será posible hablar de renta de existencia mientras los criterios del gobierno de la sociedad permanezcan vinculados al esquema conceptual de la economía de crecimiento, es decir, al predominio de la acumulación respecto de los intereses sociales. Los vínculos del crecimiento y de la competitividad que se difunden como leyes naturales del pensamiento dogmático liberal (y aceptados como tales por la izquierda, incapaz de un pensamiento autónomo no dogmático) son en realidad reglas estables con base en una relación de fuerzas que las tecnologías digitales han desbalanceado a favor del capital a través de la desterritorialización del trabajo.

Las reglas no son inmutables, y no existe ninguna regla que imponga respetar las reglas.

Esto es algo que la izquierda legalista nunca ha entendido. Sometida a la idea de que es necesario respetar las reglas, no ha sabido sostener la confrontación sobre el nuevo terreno inaugurado por las tecnologías digitales y por la globalización del ciclo del infotrabajo.

La derecha, por el contrario, lo ha entendido perfectamente bien y ha subvertido las reglas que habían sido establecidas en un siglo de historia sindical.

En el modo de producción industrial clásico, la regla se fundaba en una relación rígida entre el trabajo y el capital, y en la posibilidad de determinar el valor de una mercancía con base en el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla. Pero en la forma recombinante del capital basado en la explotación del infotrabajo fluido ya no existe esa relación determinista entre tiempo de trabajo y valor.

No debemos restaurar las reglas que la derecha ha violado, debemos inventar reglas nuevas adecuadas a la forma fluida de la relación trabajo- capital, que no conoce ya ningún determinismo cuantitativo tiempo- valor y, por lo tanto, no conoce ya ninguna constante necesaria en las relaciones entre medidas económicas.

La lucha de los estudiantes franceses puede tener un efecto de relanzamiento del proceso europeo. El “No” francés en el referéndum sobre la carta constitucional europea estaba motivado esencialmente por el rechazo de la precarización y devaluación del salario. Hoy vemos la cara propositiva de aquel “No”.

El proceso europeo no puede estar gobernado por los intereses del capital, sea éste proteccionista o globalizador. Sólo el trabajo, en su proceso de recomposición social, puede funcionar como fuente del derecho y de la cultura europea.

Esta es otra de las lecciones del marzo francés.

Verano del 2006

EL SABIO, EL MERCADER Y EL GUERRERO

LA ÚLTIMA NOCHE

El apocalipsis anunciado

¿Recordáis la última noche del año 1999, la noche en la que no pasó nada? Con miedo trepidante o con maliciosa esperanza habíamos aguardado el instante en el que iban a cambiar los dígitos en las esferas de los relojes de todo el mundo, aunque sabíamos que las predicciones de catástrofe tenían pocas probabilidades de realizarse. Y2K,1 la leyenda del efecto 2000, contaba que un error de programación inscrito desde siempre en los más íntimos intersticios de la tecnosfera global habría de desencadenar interrupciones, errores, caídas y colapsos en cadena en las infraestructuras del planeta. Miles de millones de microprocesadores insertos en los sistemas informáticos de todo el mundo iban a bloquear el funcionamiento de centrales eléctricas y nucleares, a interrumpir la marcha de los trenes y el suministro de agua potable y a desencadenar innumerables desconexiones en las centralitas de control de las telecomunicaciones...

No sucedió nada, absolutamente nada. Durante un año el efecto 2000 había alimentado las discusiones y los miedos, pero también el sistema económico mundial, obligando a todas las empresas del mundo a renovar su parque de máquinas informáticas, o a revisar sus sistemas informáticos para reprogramarlos. Luego llegó la medianoche fatídica, y no pasó nada. Desde aquel momento no se volvió a hablar del tema. Pero ¿de verdad no pasó nada? En realidad lo que pasó durante todo el año 1999 fue un acontecimiento fantástico, extraordinario, un acontecimiento que merece ser comprendido a fondo. Ante todo, la espera del Y2K estimuló una de las mayores inversiones económicas de la historia humana y, desde luego, un extraordinario empujón de la economía. En especial, la revalorización de las acciones en empresas de alta tecnología, que en aquel año multiplicaron su valor, tuvo mucho que ver con las inversiones provocadas por el miedo al bug. El colapso financiero de unos meses más tarde fue causado en buena parte por la saturación del mercado de la alta tecnología. Y2K fue la demostración del carácter mágico de la economía moderna, del papel decisivo que en ella juegan los factores imaginarios, fantasmáticos y, también, los psicóticos. La economía siempre ha sido movilización de enormes energías imaginarias, y siempre ha sufrido el efecto de sueños, supersticiones, terrores irracionales y esperanzas infundadas. Los fantasmas gobiernan la economía, pero ¿quién gobierna los fantasmas?

Al final, Y2K ha sido la primera manifestación del irrumpir

–fantasmático pero muy real– de un cansancio psíquico, de una extenuación que ha depositado en la psique global una suerte de deseo de apocalipsis. En la realidad objetiva de la tecnosfera no se produjo colapso ni desconexión alguna en aquella noche que se pareció a cualquier otra. Ninguna interrupción del flujo electrónico, ninguna interrupción de los servicios esenciales. Y2K fue el anuncio de un colapso que se incubaba y se incuba en los pliegues de la mente global interconectada, pero que no depende de la complejidad del universo técnico, sino de la frágil interdependencia entre esa complejidad y la de la psicosfera. En el origen del colapso imaginario está la percepción inconsciente de una brecha incolmable entre la capacidad de elaboración y de control del creador humano, y la velocidad operativa de la red de dispositivos informáticos que conectan el mundo y hacen posible su funcionamiento y su continuidad.

La noche del 31 de diciembre de 1999 ha demostrado la fiabilidad de la tecnosfera y la imperturbable funcionalidad de los dispositivos conectados. Pero también nos ha mostrado la fragilidad de la conexión entre infosfera y psicosfera, a la vez que entre tecnosfera y biosfera. Se ha revelado una fractura precisamente en el punto de conexión entre el organismo biosocial y la esfera de lo inorgánico. De ahí ha arrancado el colapso fantasmático del Y2K, y es ahí donde se gestan los colapsos, no sólo fantasmáticos, que se han producido en el organismo planetario tras el cambio de milenio.

El colapso de la confianza económica que dio comienzo con el crash financiero de abril del 2000, los colapsos energéticos que han golpeado áreas metropolitanas en Estados Unidos en los últimos años, el colapso de los sistemas mundiales de control iniciado el 11 de septiembre del 2001 y la perspectiva de nuevos colapsos previsibles en los abastecimientos energéticos, en la disponibilidad de recursos fundamentales como el agua, en los transportes urbanos y los transportes aéreos; esta cadena de colapsos sistemáticos vendría a demostrar que las promesas de crecimiento ilimitado del capitalismo global no son más que una utopía. La noción misma de crecimiento, tótem indiscutible y divinidad suprema del discurso dominante, es una utopía peligrosa. La ideología del crecimiento ilimitado es una superstición y una utopía nefasta que destruye el ambiente mismo en el que la vida ha podido reproducirse y en el cual la humanidad ha podido progresar.

En los últimos decenios del siglo XX, en amplios sectores de la sociedad mundial proliferaron las líneas de fuga del capitalismo. Se difundieron por doquier movimientos y culturas, visiones, teorías, prácticas autónomas y ajenas a la ley del beneficio económico. En las formas de vida de movimientos enteros se expresó una cultura fundada en la libertad con respecto a la economía, y se experimentó una concepción no cuantitativa, sino cualitativa de la riqueza. La aplicación de la ciencia a la producción y el rechazo del trabajo crea-ron las condiciones para una reducción del tiempo de trabajo. Los movimientos ecologistas criticaron la idea misma de crecimiento económico.

En 1970 el Club de Roma publicó un informe de investigación redactado por estudiosos del Massachusetts Institute of Technology, que pasó a la historia por la propuesta de crecimiento cero de la economía mundial. El informe presentaba escenarios previsibles al cabo de pocos decenios si no se corregía y contenía la primacía absoluta del crecimiento económico: catástrofe ecológica, escasez de recursos energéticos fundamentales, cambio climático y miseria derivada de la superpoblación.

Al presentar los resultados de las investigaciones del MIT, el secretario general de la ONU, U. Thant, pronunció estas palabras:

No quisiera parecer demasiado catastrofista, pero de las informaciones de las que puedo disponer como secretario general se extrae una sola conclusión: los países miembros de la ONU tienen a su disposición apenas diez años para arrinconar las propias disputas y comprometerse en un programa global de detención de la carrera armamentística, de regeneración del medio ambiente, de control de la explosión demográfica, orientando sus esfuerzos hacia el problema del desarrollo. En caso contrario hay que temer que los problemas mencionados habrán llegado, dentro del próximo decenio, a dimensiones tales que escaparán a toda capacidad de control por nuestra parte.2

Los diez años pasaron y las tendencias catastróficas descritas por el informe del MIT no han sido invertidas, ni interrumpidas, ni gobernadas. Y sin embargo el mundo sigue existiendo, contestan los apologistas de la economía capitalista y los devotos del crecimiento económico ilimitado. Pero ¿estamos seguros de que el mundo existe todavía?, ¿estamos seguros de que el mundo en que vivimos es humano? ¿No estamos quizá en esa época en la cual, como preveía U. Thant, los problemas han llegado a dimensiones fuera de toda capacidad de control humano? ¿Estamos seguros de no estar ya fuera del plazo máximo, reducidos a espectadores impotentes de una serie de ineluctables catástrofes ecológicas, psíquicas y sociales?

Los movimientos sociales que llegaron a su punto culminante en 1968 pusieron en cuestión todos los aspectos de la política, de la economía y de la cultura, pero lo que yo veo en el corazón de aquella revuelta es una tentativa de escapar colectivamente a la catastrófica primacía de la economía sobre la vida humana. En el centro de aquella agitación social y cultural que movilizó las energías de millones de jóvenes en todo el mundo se encontraba la crítica al absolutismo del crecimiento, la crítica al consumismo, el rechazo del trabajo asalariado y la búsqueda de formas de vida autónomas respecto de la invasión de la economía.

Pero los movimientos estudiantiles, obreros e intelectuales de los años sesenta y setenta no supieron encontrar una síntesis política constructiva. Fueron arrollados por la fuerza de la contraofensiva capitalista iniciada en los años ochenta, y la imaginación que habían elaborado fue rechazada como utopía. A partir de un cierto momento, el sentido común se plegó al prejuicio según el cual la calidad de la vida social es una variable dependiente de la optimización del beneficio económico y del aumento del producto global. La idea de que el género humano debe servir a la economía se ha convertido en un dogma incontestable: la superstición económica ha ocupado el lugar del pensamiento racional. Los que no aceptan la subordinación de la sociedad a la economía han sido marginados como portadores de una nefasta utopía. Nefasta porque provoca desorden, porque no acepta las reglas, porque introduce rupturas en la cadena de montaje de la fábrica global. Sin embargo, después de veinticinco años de absolutismo capitalista hay algo que salta a la vista: las previsiones formuladas en 1970 por el Club de Roma se están revelando espantosamente correctas. Catástrofe ecológica, escasez de recursos energéticos fundamentales, cambio climático, miseria causada por la superpoblación... Y si estas previsiones se referían a procesos degenerativos del medio ambiente físico, otros procesos catastróficos que el Club de Roma no previó se están revelando decisivos. Tienen que ver con la infosfera y la psicosfera, es decir, con la mente humana y con el comportamiento. Una psicopatía difusa y un suicidio de masas fenomenal pueden acabar por destruir las energías de renovación, de terapia y de defensa racional.

La nefasta utopía

Imaginemos que, en un momento determinado, un cierto número de personas se dedique a la fabricación de alfileres. Trabajando ocho horas al día producen tantos alfileres como la sociedad requiere. Un nuevo invento permite duplicar el número de alfileres que las mismas personas pueden producir en el mismo tiempo. Sin embargo no hay una demanda de una cantidad doble de alfileres, y éstos se venden ya tan baratos que difícilmente se podría vender ni un solo alfiler más a un precio inferior. En un mundo organizado según la razón, la consecuencia sería que los empleados en la fabricación de alfileres trabajarían cuatro horas y todo lo demás seguiría adelante como hasta entonces. Pero una decisión así de simple sería hoy considerada inmoral; así, en realidad esas personas siguen trabajando ocho horas, hay sobreproducción de alfileres, algunas fábricas se ven obligadas a cerrar y la mitad de los empleados en la producción de alfileres se ven expulsados del trabajo. Desde un punto de vista global las horas no trabajadas son las mismas, sólo que de esta manera la mitad de las personas sigue oprimida por un trabajo excesivo y la otra mitad se ha ido al paro. El tiempo libre, en vez de ser fuente de felicidad para todos, se convierte en miseria generalizada. ¿Se puede imaginar algo más insensato?3

En 1997 publiqué La nefasta utopia di Potere Operaio.4 Aquel libro reconstruía la génesis histórica y filosófica de algunos conceptos que, elaborados por el neomarxismo operaista italiano entre los años sesenta y setenta, han seguido influyendo en el pensamiento político de la modernidad tardía bastante más allá del agotamiento de la experiencia intelectual y militante que tomó cuerpo en el grupo Potere Operaio. El título del libro retomaba irónicamente una definición de Giorgio Bocca: La nefasta utopia di Potere Operaio era el título de un artículo suyo aparecido en el diario La Repubblica en 1979. Utopía nefasta era para él el antiindustrialismo, el rechazo del trabajo, la desafección por el trabajo y por el crecimiento. Yo, por el contrario, sostengo que la utopía contenida en la expresión rechazo del trabajo y desarrollada en la noción de autonomía es el núcleo de toda política progresista de la época moderna. Sólo cuando la autonomía obrera del trabajo puede expresarse se pone en movimiento la dinámica de la innovación civil, productiva y política. Cuando la autonomía es reprimida, como ocurre en los regímenes totalitarios de tipo liberal o de tipo comunista, la dinámica social queda bloqueada o pervertida en formas reaccionarias, agresivas y destructivas para la sociedad entera.

A finales de la década de los setenta todos los comportamientos contrarios al trabajo fueron culpabilizados, criminalizados y reprimidos, y la idea misma de que la vida libre pudiera ser preferible a la norma del trabajo asalariado pasó a ser considerada sospechosa y algo demodé. No era más que una nefasta utopía, se decía, y el realismo del capital recuperaba el puesto de mando con el triunfo de la política neoliberal. Comenzó así la contraofensiva capitalista, la vida social volvió a someterse a la productividad y la competencia económica fue santificada como único criterio de progreso. Se reafirmó el principio de que el crecimiento ilimitado del producto nacional bruto es el único horizonte de la civilización. Desde entonces han prevalecido el economicismo y la ideología del crecimiento ilimitado. Se ha abierto una época que podemos definir como del absolutismo capitalista. El interés del capital se ha convertido en árbitro de la vida social y de la legislación. Todos los límites jurídicos, humanitarios o ecológicos han sido eliminados para favorecer el interés absoluto de la acumulación ilimitada de capital. Comenzó una época de oscurantismo que, al comienzo del nuevo milenio, parece destinada a llevar a la humanidad a un abismo de ignorancia.

El colapso de los regímenes comunistas alrededor de 1989 confirmó el triunfo de las políticas liberales, y quien se resistía al pleno despliegue del absolutismo capitalista acabó siendo considerado un residuo cultural de épocas pasadas. Pero si queremos entender la revuelta social, tecnológica y cultural de la segunda mitad del siglo XX hemos de liberarnos de la representación que ha dominado su imaginario político. El cuadro de la guerra fría entre mundo libre y mundo comunista es una representación falsa que distorsiona los procesos reales. Nunca hubo comunismo alguno y no hay ningún mundo libre. Hubo, sí, la contraposición entre un sistema estático, burocrático y reaccionario, feudal y militarista, y un mundo dinámico e innovador que al final ha corrido mejor suerte, y ha arrollado el totalitarismo político del campo socialista con un totalitarismo económico.

En los últimos días del siglo XX, la imprevista explosión de Seattle puso en movimiento un proceso de contestación generalizada al poder de las grandes corporaciones y de los organismos internacionales que gobiernan la economía sin mandato democrático alguno. Se ha difundido la conciencia de los efectos devastadores producidos por la prevaleciente ideología liberal. El balance de veinte años de absolutismo del interés privado es catastrófico. Los recursos del planeta han sido objeto de una devastación sistemática. Devastación de los recursos ambientales, del aire respirable, del clima terrestre y del agua. Devastación de los recursos sociales, de los sistemas públicos de sanidad, de educación y de transporte que millones de hombres habían construido con su trabajo y sus luchas. Devastación, en fin, de los recursos intelectuales y psíquicos, colonización de la mente colectiva, privatización de los sistemas de comunicación y difusión desbordante de auténticos monopolios de la mente que se han adueñado del paisaje mediático televisivo y de la industria informática.

La autonomía social liberada por los movimientos de los años sesenta y setenta había experimentado esa utopía: la inteligencia y la tecnología pueden ser empleadas para reducir al mínimo la atadura laboral y para distribuir de modo igualitario el acceso a los recursos y a los productos del trabajo colectivo. Pero a finales de los años setenta termina por prevalecer la utopía opuesta: la utopía de un mercado perfectamente libre en el cual los intereses contrapuestos se armonizan en una competencia perfecta y progresiva en la que cada uno obtiene aquello que merece. Esta utopía promete libre mercado, y en todas partes dominan los monopolios. Promete paz, y en todas partes hay guerra. Promete democracia, y en todas partes el totalitarismo reaparece y se propaga en múltiples formas. Promete libertad, y por doquier los monopolios mediáticos infiltran sus tentáculos sobre la mente social, eliminando la posibilidad misma de formación del pensamiento libre.

Este libro reconstruye el recorrido que enlaza el movimiento obrero de rechazo del trabajo industrial con el emerger del cognitariado, a través de cinco décadas de alianza y de conflicto entre las tres fuerzas que mueven el mundo: el saber, el capital y la guerra. El sabio, el mercader y el guerrero son las figuras en torno a las cuales podemos simbólicamente identificar proyectos de hegemonía y de organización del mundo. La historia del trabajo y del movimiento obrero se halla hoy identificada en la figura del saber, ya que el trabajo del saber absorbe y sintetiza el saber del trabajo.

En la primera y segunda parte de este libro puede leerse una síntesis del texto de 1997, que reconstruye las líneas esenciales del pensamiento contrario al trabajo, de la utopía libertaria e igualitaria que se encarna en las luchas obreras extremas, en las luchas de los jóvenes proletarios que se sublevaron contra el orden opresivo del trabajo industrial. En la tercera parte trato de comprender cómo ha sido posible el paso cultural que lleva de la autonomía social a la desregulación y la instauración de una forma de absolutismo del capital. En la cuarta describo el colapso múltiple que ha empezado a manifestarse en el paso de un milenio a otro. En la quinta, trato de comprender la formación del sistema de automatismos que el guerrero y el mercader han impuesto a la actividad del sabio, y en la sexta trato de definir las líneas a lo largo de las cuales la inteligencia humana podría, quizás, liberarse en el futuro del oscurantismo economicista.

Muchas cosas han acaecido en la escena histórica y política internacional durante los años que nos separan de 1997, cuando se publicó el libro sobre Potere Operaio. La hegemonía que el liberalismo ejercía en la escena ideológica de los años noventa ha saltado en pedazos, y la guerra ha vuelto a convertirse en factor central del juego económico internacional. La ilusión de un crecimiento económico ilimitado, fundado en la difusión de las nuevas tecnologías y en la expansión ilimitada del libre mercado, ha resultado ser una utopía. El capitalismo, que había celebrado su triunfo en los años que siguieron a 1989, ha resultado incapaz de ofrecer la paz y una vida tolerable para miles de millones de seres humanos.

Al final del milenio se ha asomado a la escena mundial un movimiento global y policéntrico que ha atacado con radicalidad las políticas inspiradas en el neoliberalismo. Este movimiento reabre aquel proceso de crítica al poder económico al que Potere Operaio había dado forma conceptual a finales de los años sesenta, y crea las condiciones para la formación de una conciencia política autónoma del trabajo cognitivo y de los saberes que se rebelan contra la dominación de la guerra y del capital.

Del libro publicado en 1997 he retomado tan sólo aquello que puede servir para recuperar instrumentos conceptuales útiles para analizar el presente. En cambio he dejado de lado cualquier pretensión de contar la historia del grupo político denominado Potere Operaio.

Afortunadamente, en los últimos años algunos han comenzado ya el trabajo de reconstrucción histórica de aquella experiencia. En el 2002 apareció Futuro anteriore,5 un libro de Guido Borio, Francesca Pozzi y Gigi Roggero que analiza con pasión e inteligencia la trama trenzada de teoría y de acción del operaismo italiano. Además, en el 2003 ha salido un libro de Aldo Grandi titulado La generazione degli anni perduti,6 que a mi parecer ofrece una buena reconstrucción de la historia del grupo, aunque algunos de los que participaron en aquella historia no aprecien la historificación.

Pero el objeto de mi atención son los conceptos y las imaginaciones, no las trifulcas políticas. En la nueva generación de intelectuales y militantes que han acompañado y animado el movimiento global ha vuelto a despertarse en los últimos años un gran interés por la problemática operaista. Las temáticas elaboradas por el operaismo italiano se han cruzado con aquellas que provienen del pensamiento rizomático francés, con la antropología postcolonial y con la cibercultura. La publicación de Imperio,7 el libro de Toni Negri y Michael Hardt, ha contribuido a profundizar y a renovar aquella tradición teórica, dándole un alcance global.

Lo que me interesa de la relectura del pensamiento llamado operaista es la reconstrucción de la génesis de aquellos conceptos que hoy pueden ayudarnos a interpretar la realidad.

Inteligencia y trabajo

La aceleración económica moderna fue posible gracias a la aplicación de los descubrimientos de la ciencia mecánica a la producción del mundo de las mercancías. El capitalismo explotó después la potencia de la técnica para aumentar la productividad del trabajo. La aplicación tecnológica de la ciencia aumenta la productividad y por lo tanto el beneficio, pero al mismo tiempo crea las condiciones para una reducción del tiempo de trabajo necesario y para una vida social libre del trabajo. Los conflictos que enfrentan a los obreros con el capital tienen como objetivo la reducción del control capitalista sobre la vida cotidiana, para rescatar la independencia de la vida humana frente a la disciplina del trabajo.

El movimiento contra el trabajo asalariado ha obtenido una victoria paradójica que al final ha resultado una derrota. El absentismo, el sabotaje y las luchas de los obreros occidentales obligaron al capital a emprender la vía de una automatización acelerada para sustituir el trabajo obrero con máquinas inteligentes. Durante unos años el mando del capital sobre el tiempo de vida social se atenuó, la sociedad pudo respirar y el deseo social se orientó hacia el placer de vivir, la sensualidad libre y el saber por el saber. En la fase siguiente, sin embargo, los factores del proceso productivo han sido recolocados y el capital ha reconquistado el control sobre el tiempo de vida, polarizando las inversiones sociales de deseo hacia la economía. Entretanto, el rechazo del trabajo de los años sesenta y setenta obligó al capital a estimular la aplicación tecnológica del saber, y a trasladar el centro de gravedad de la producción social hacia el trabajo cognitivo, hacia la investigación y la aplicación de los saberes.

Aquel filón del marxismo italiano que se suele llamar operaista 8 concentró su atención en esta dinámica, en el ciclo que conecta rechazo del trabajo, autonomía social, reestructuración tecnológica y recomposición subjetiva del trabajo social. Aunque lo utilizo por comodidad, lo cierto es que no me gusta mucho el término operaista. A mí me parece que se trata de un término reduccionista, y creo que sería mejor definir aquella corriente de pensamiento como antilaboral y composicionista.

La intuición política fundamental de aquel filón de pensamiento se puede enunciar así: la evolución humana es un proceso de autonomización del tiempo de vida respecto del trabajo. Todo aquello que absolutiza y santifica el trabajo en el plano ético, político, religioso o social debe considerarse estúpido y conformista, pero sobre todo reaccionario. Todo aquello que libera de la dependencia laboral debe considerarse progresista. El trabajo del que se habla aquí, naturalmente, es el trabajo de la repetición, no la actividad en perenne variación del conocimiento.

En el plano interpretativo, la contribución principal de aquel filón de pensamiento fue, a mi entender, el concepto de “composición”. Esta palabra nos permite imaginar la dinámica social como un proceso fluido en el cual se mezclan químicamente flujos culturales, flujos psíquicos y flujos ideológicos: toda la materia que escapa a las categorías pétreas de la política. Desde este punto de vista es posible comprender cuál es el punto de convergencia entre composicionismo italiano y postestructuralismo francés. También los trabajos de Michel Foucault sobre el disciplinamiento social moderno y los libros de Deleuze y Guattari comparten una visión de la sociedad como realidad fluida, molecular. El método composicionista es para mí la herencia más importante de aquel filón de pensamiento que se suele denominar operaista: este método sigue segregando las enzimas útiles para interpretar químicamente el cuerpo social, y para transformarlo disgregando y recomponiendo, inventando y recombinando.

El composicionismo como método molecular

El método composicionista sugiere la idea de que la ciencia de la transformación social está mucho más cerca de la química de los estados gaseosos que de la mecánica de los cuerpos sólidos. En la sociedad no hay fuerzas compactas, ni sujetos unitarios, ni portadores de voluntad unívoca. No hay voluntades: hay flujos de imaginario, depresiones del humor colectivo, iluminaciones repentinas. Hay dispositivos abstractos que concatenan flujos. Hay válvulas, grifos, mixers que cortan, mezclan, combinan flujos y eventos. No hay un sujeto que se oponga a otros sujetos, sino flujos transversales de ima-ginario, de tecnología y de deseo, y estos flujos producen visiones u ocultamiento, felicidad o depresión colectiva, riqueza o miseria.

Por otra parte, el proceso histórico no es un plano homogéneo sobre el que se opongan subjetividades simétricamente constituidas o proyectos linealmente identificables y linealmente enfrentados. Es más bien un devenir heterogéneo en el cual actúan segmentos diferentes, tales como la automatización tecnológica, la psicosis pánica, la circulación financiera internacional y la obsesión identitaria o competitiva. Los segmentos heterogéneos no se suman ni se oponen; Guattari dice que se concatenan.

En los comienzos de la historia del pensamiento occidental que conocemos, Demócrito proponía una visión filosófica de tipo composicionista. Según la visión atomista democritiana no hay objeto alguno, ningún ente, ninguna persona, sino tan sólo agregados, composiciones provisionales de átomos, figuras que el ojo humano percibe como estables pero que en realidad son mudables, transeúntes, deshilvanadas e indefinibles.

El ser es para Demócrito una multiplicidad infinita de masas que por su pequeñez son invisibles. Estas masas se mueven en el vacío. Cuando se ponen en contacto no constituyen una unidad, sino que producen al unirse el nacimiento y al separarse, la destrucción.9

La historia de la química moderna, por un lado, y las teorías cognitivas más recientes, por otro, confirman esta hipótesis. El contorno de cada objeto no es sino la forma proyectada por el ojo y el cerebro. El ser de una persona no es más que la fijación temporal de un devenir relacional en el cual ella se define a sí misma, por un instante o por una vida, jugando siempre con una materia imponderable. Una visión análoga se encuentra en el creativismo de Deleuze y Guattari. El concepto de cuerpo sin órganos remite a un método descriptivo composicionista. El cuerpo sin órganos es el campo sobre el cual se produce continuamente el atravesamiento recíproco de todo con todo, el continuo fluir molecular de todo cuerpo compuesto hacia cualquier otro cuerpo compuesto. Es la continuación de la orquídea en el babuino y en la avispa, en la roca y en la nube. No es el devenir, dice Félix Guattari, sino “los devenires”. El cuerpo sin órganos es la sustancia extensa atemporal que se temporaliza en los devenires y se subjetiviza provisionalmente por efecto de una creación caosmótica, que emerge del caos para dar forma a un enunciado, a una intencionalidad colectiva, a un movimiento, a un paradigma, a un mundo. La noción guattariana de “caosmosis” habla de este emerger, de este aflorar de nuevas concatenaciones de sentido en medio del caos.