El salón de pachinko - Elisa Shua Dusapin - E-Book

El salón de pachinko E-Book

Elisa Shua Dusapin

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Beschreibung

Claire está a punto de cumplir treinta años y con la llegada del verano, decide ir a pasar una temporada con sus abuelos maternos en Tokio y acompañarlos en un viaje a su Corea natal, que abandonaron cuando comenzó la guerra civil y a donde nunca han regresado. En Tokio, Claire se reencontrará con los recuerdos de su infancia y con un país donde no puede evitar sentirse una extraña. De sus abuelos la separan la distancia generacional y el idioma: ella ha olvidado el coreano y su abuela se niega a hablar japonés. Además, se ocupará de cuidar de Mieko, una niña japonesa a la que enseña francés.    La delicadeza y la precisión de la escritura de Dusapin reúnen en esta historia, evocadora y aparentemente sencilla, temas de enorme complejidad como las relaciones familiares, la herencia -cultural, el sentido de pertenencia y la migración. El salón de pachinko es una novela sutil, llena de silencios e imágenes que revelan con dulzura y desgarro el complejo paisaje interior del desarraigo.   

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EL SALÓN DE PACHINKO

ELISA SHUA DUSAPIN

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS Y NOTAS DE ANDREA DAGA

TÍTULO ORIGINAL: Les billes du Pachinko

 

 

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

 

[email protected]

www.automaticaeditorial.com

 

 

Copyright © Editions Zoé, 2018

Published by arrangement with Agence littéraire Astier-Pécher

© de la traducción, Andrea Daga, 2023

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2023

© de la ilustración de cubierta, Noemi Fabra, 2023

 

Derechos exclusivos de traducción en lengua española: Automática Editorial S.L.U.

 

 

 

 

ISBN digital: 978-84-15509-98-1

 

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Edición digital: Álvaro López

 

Primera edición en Automática: septiembre de 2023

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

La autora da las gracias a la Fundación Leenaards, a la Fundación Facim, al Centre National du Livre, a la República y al Cantón del Jura por su apoyo.

A mi halmoni y mi halaboji.A Romain.

ÍNDICE

 

Cubierta

Portada

Legal

Nota de la autora

Dedicatoria

Cita

El salón de Pachinko

Contracubierta

«El Pachinko es un juego colectivo y solitario. Las máquinas están ordenadas en largas filas; cada uno, de pie, delante de su tablero, juega para sí, sin mirar a su vecino, con el que, sin embargo, se codea».[1]

 

Roland Barthes, El imperio de los signos.

[1] Roland Barthes, El imperio de los signos, Mondadori (1990). Traducción de Adolfo García Ortega.

 

Salgo del tren, me precipito a las entrañas de la estación de Shinagawa. Paredes descascarilladas, pantallas digitales que anuncian un dentífrico con la imagen de una mujer de colmillos resplandecientes. Flujos de gente con prisa. Fuera, unos obreros retiran los restos de una obra. Una plataforma sobresale de un parque de cerezos, parcelado por vallas donde fuman los salarymen, con gesto brusco. Aplastan las colillas en piedras que me recuerdan a la sal que se da a los caballos.

Sigo las instrucciones de la señora Ogawa. Coger la pasarela que lleva al complejo residencial, edificio 4488, avisar de mi llegada en el interfono, el ascensor me subirá hasta la última planta.

La puerta se abre al interior del apartamento.

A pesar del calor, la señora Ogawa lleva una chaqueta de traje, un pantalón de felpa y zapatos. Es mayor de lo que pensaba. Tal vez me parece más vieja por lo delgada que es. Ha mandado a su hija, Mieko, a hacer unas compras a la tienda veinticuatro horas. Quiere enseñarme el lugar mientras la esperamos.

Un largo pasillo conecta una serie de habitaciones en perfecta simetría. Empezamos por el cuarto de baño. Plástico de color carne, minúsculo. Apenas quepo de pie. Enfrente, el dormitorio, también muy estrecho, con armario empotrado, moqueta de color castaño. Hay dos colchas sobre la cama, una bien planchada, la otra arrugada; faldas y camisetas desperdigadas. El aire huele a tabaco rancio.

—Antes era un hotel, la planta de fumadores —­se disculpa la señora Ogawa—. Cuando quebró, pudimos instalarnos aquí. Mi marido es ingeniero de trenes de alta velocidad. Trabajó en la ampliación de la estación de Shinagawa para la llegada del Shinkansen. El barrio se está desarrollando. Este edificio va a convertirse otra vez en hotel, las obras están previstas de aquí a fin de mes pero, por ahora, somos los únicos que viven aquí.

Me observa desde el umbral de la puerta, con la mano sobre el pomo. Doy una vueltecita sobre mí misma, avergonzada por esta intimidad a la que permiten que me asome bajo la luz de una bombilla sin pantalla. No hay ventanas.

Al final del pasillo, un salón-cocina, abierto, estilo americano. La cocina de gas ocupa casi todo el espacio, junto con la biblioteca. Tras el ventanal acristalado, una capa de contaminación difumina la megalópolis a nuestros pies.

La señora Ogawa me lleva de nuevo a la entrada.

—La habitación de Mieko está abajo —dice mientras despeja una puerta medio escondida por un perchero, que se abre a una escalera de ­hormigón—. Ten cuidado, hay que bajar para encender la luz.

Su voz se oye ligeramente amplificada, como en una cueva. La sigo a tientas hasta que noto un ­suelo gomoso. La humedad es aún mayor. Los neones parpadean un rato hasta que revelan una tarima rodeada por una baranda de vidrio. Abajo, un foso. El suelo en leve pendiente termina en una boca de desagüe y, en una esquina, una cama para una persona.

La señora Ogawa apoya las manos sobre la baranda.

—La piscina. No era funcional, ni siquiera en los tiempos del hotel. Por el moho. Desde que la hemos vaciado, está en muy buen estado. Mieko duerme aquí de forma provisional.

Me inclino para ver mejor. Alrededor de la cama, un escritorio, una cómoda, una esterilla de yoga y un aro, multiplicados por los espejos que hay enfrentados en las dos paredes. Han prolongado el pasamanos con cubos de plástico. Me viene la imagen del tetris, ese juego de arcade en el que caen formas geométricas y que consiste en ordenarlas sin dejar espacios.

—¿Le gusta el yoga? —pregunta la señora Ogawa.

Yo respondo que no sabría decirle, nunca lo he practicado. Ella asiente lentamente con la cabeza.

Volvemos a subir. Una niña nos espera en la cocina. Corte bob recto, pantalón corto y camiseta amarillos. Está sudando, el flequillo se le queda pegado a la frente cuando se inclina para saludarme.

—La he cogido de salmón —le dice a su madre, mostrándole una bandeja de lasaña precocinada.

Solo son las diez de la mañana, pero Mieko pone la mesa mientras su madre abre unas ostras, calienta la lasaña en el microondas, la saca, vapor. Nos sirve a Mieko y a mí trozos grandes, para ella uno pequeño.

Se ha quitado la chaqueta. La camiseta se le ciñe a las costillas y a dos pezones puntiagudos. Se le marca una vena del hombro a la muñeca. Todo en ella está seco, pienso. Excepto las láminas de la lasaña que se resbalan de los palillos y que atrapa de nuevo hurgando en la bechamel rosa. De vez en cuando, siento entre los dientes un trozo más duro que debe de ser el salmón. Mieko ya ha terminado. Echada sobre el respaldo de su silla, abre y cierra la boca con un movimiento de pez.

La señora Ogawa se seca los labios, dobla su servilleta:

—Si también pudiera sacarla de vez en cuando…

—Por supuesto.

—Estaba pensando… Para empezar, ¿podríais ir a jugar?

—Está bien.

En realidad, no estoy segura de haber entendido el término jugar en japonés. Como en coreano, se aplica tanto a una salida entre colegas como a un juego de niños. Tengo casi treinta años, no estoy acostumbrada a los niños, no tengo ni idea de qué los puede distraer a esta edad y empiezo a arrepentirme de haber respondido al anuncio. Lo encontré mientras estaba en Ginebra, en la página de la Facultad de Letras de la Universidad Sofía de Tokio. «Se busca tutora nativa de francés para niña de diez años durante las vacaciones de verano, en Tokio». Precisamente iba a ir a pasar el mes de agosto en casa de mis abuelos, con vistas al viaje a Corea que teníamos previsto hacer a principios de septiembre, y temía quedarme en casa sin hacer nada. La señora Ogawa es profesora de francés, pero iba a estar ocupada preparando la vuelta a clase y no quería que su hija se quedara demasiado tiempo sola. Habíamos acordado que yo vería a Mieko unas cuantas veces durante mi estancia.

La señora Ogawa raspa su plato mirando el mío.

—No le gusta. Coja unas ostras.

—Sí, sí —le digo engullendo una gran porción.

Pero ella recoge la lasaña y Mieko coloca una ostra delante de mí. El molusco se retrae, un bultito de viscosidad. Lo aspiro aguantando la respiración.

Satisfecha, la señora Ogawa quiere saber dónde me alojo. No muy lejos de aquí, a diez estaciones al norte en la línea Yamanote, en casa de mis abuelos. Me detengo, molesta. Hablar de ellos en japonés me hace sentir que son extranjeros para mí. Para compensar, me extiendo, digo que son coreanos, que llevan un establecimiento de pachinko en su barrio, Nippori.

—Un pequeño pachinko —aclaro—. Lo llevan desde hace más de cincuenta años, desde que emigraron.

Mieko se acerca a la mesa, interrumpiendo el tic de la boca. La señora Ogawa asiente con el gesto perturbado que puso cuando le dije que no hago yoga. Esta vez, puedo entender mejor que se muestre ausente. En Japón, el pachinko, una especie de pinball vertical, se relaciona con las máquinas tragaperras de los casinos. Aunque todo el mundo juega, siguen estando mal vistos. Los establecimientos de pachinko, o simplemente pachinkos, tienen su propio sistema bancario y la reputación de financiar en la sombra a los principales partidos políticos, monopolizan los espacios publicitarios de los medios y alimentan toda una economía paralela. Esto vale sobre todo para las grandes cadenas como Diamond o Merrytale. No para el establecimiento de mi abuelo.

Cuando terminamos la comida, la señora Ogawa baja a la piscina y Mieko coloca sus cosas en la mesa.

—¿No vamos a tu habitación?

—No, está mamá.

Ella me llama sensei, profesor en japonés. Le pido que me llame por mi nombre, Claire, pero no consigue pronunciarlo, «keuleru»;[2] mejor entonces onni, hermana mayor, en coreano.

—Onni —repite muy bajo, como para recordarlo mejor.

Su cuaderno de deberes está bien anotado. El tema del día, la concordancia de los adjetivos. Como no sé cuál es su nivel, me conformo con leer en voz alta los enunciados, desalentada por la austeridad de la metodología, beis, sin ilustraciones. Mieko no comete ningún error, se adelanta a mis preguntas, hasta tal punto que acabo por preguntarle para qué sirvo yo.

—Es porque lo hemos practicado —dice ella.

—¿Practicado?

—Sí, porque venías tú.

Pienso en la secuencia de gestos que han ­tenido durante la comida, ella y su madre, en perfecta sincronía.

La miro un momento mientras completa sus fichas, luego la dejo trabajar. Bordeo el ventanal acristalado. La estación vista desde arriba, con su tronco y las cuatro pasarelas, un reptil al acecho. A su alrededor, edificios y cables eléctricos se extienden en líneas de fuga hasta el monte Fuji, que se intuye a lo lejos, entre la contaminación.

Recorro la biblioteca. Rousseau, Chateaubriand. Ensayos de literatura, el Romanticismo en Suiza. Libros de historia. La Revolución francesa. Al verlos aquí, tengo la sensación de que estas obras no hablan de la historia que he aprendido yo, sino de otra, paralela, que habría ocurrido al mismo tiempo, en otro planeta.

Hacia la una de la tarde, la señora Ogawa sube vestida con un conjunto deportivo para darnos Royal Milk Tea y buñuelos coreanos, trenzados, del Family Mart. La ropa le marca hasta el más mínimo pliegue del cuerpo.

Cuando vuelve a bajar, le pregunto a Mieko por qué su madre lleva zapatos dentro del apartamento, es extraño viniendo de una japonesa.

—Dice que para ella es importante oír cuando camina. Pero no quiere que se lo cuente a nadie.

Picoteamos una al lado de la otra. La etiqueta de la botella indica una edición especial de verano, con Donald y Daisy en traje de baño en la playa. Pienso en Disneyland Tokio. Podría llevar a Mieko. Pero seguro que no es de esas niñas a las que les gustan los parques de atracciones.

—¿Hay algún sitio en particular donde te gustaría ir en los próximos días? —le pregunto.

Ella mira al techo, luego a mí, quiere hablar pero se contiene, se encoge de hombros y acaba diciendo que no sabe muy bien, que como yo quiera. No me estás ayudando, pienso, contrariada.

Cuando termina sus fichas, me pregunta qué tiene que hacer ahora. No he preparado nada. Me invento un ejercicio que le llevará tiempo.

Aún me afecta la diferencia horaria. Dormito en el sofá. La ventilación funciona mal, el ventanal se ha cubierto de vaho, disminuye el espacio. Soy más pesada que sus ocupantes. Un falso movimiento y podría romperlo todo.

Cuando me acompaña al ascensor, la señora Ogawa me entrega un sobre y me da las gracias, parece vagamente aliviada de que me marche. Tiene el cabello húmedo, lleva un albornoz. No le he dicho adiós a Mieko, todavía con sus deberes, pero la puerta automática se cierra.

Cojo el tren a Nippori. Se me ha quedado un trozo de buñuelo entre los dientes. Retuerzo la lengua para intentar sacarlo. Acaba por disolverse pero se me queda la lengua ensangrentada.

[2] Transcripción que caricaturiza cómo un japonés pronunciaría el nombre francés Claire.

 

Encuentro a mi abuela en el salón, sobre la alfombra, rodeada de su colección de Playmobil. Les ha quitado el pelo. Sonríen, la cabeza hueca.

—¿Dónde estabas?

Angustiada por el tono de queja que pone cada vez que vuelvo, no le respondo. Sabe muy bien dónde estaba. Registra en la pila de pelucas, saca una trenza y un moño, se los coloca a dos muñecas y luego las agita a la altura de las orejas.

—¿Cuál te gusta más? Tengo que ir a la peluquería.

La miro. La nariz afilada, el abdomen corto y fornido, como un bebé foca.

—El moño.

—¿Me acompañarás?

Asiento desde la cocina. Hiervo agua para el arroz y remojo las judías negras. Comeremos cuando vuelva mi abuelo, a las once, después de que cierre el pachinko. A pesar de sus ochenta años, sigue yendo todos los días, de la mañana a la noche. Vuelvo al salón para abrir la ventana y dejar salir el vapor.

Nippori. Es un barrio verde pálido, como los trenes de la línea Yamanote que lo atraviesan desde lo alto de sus vías suspendidas. Restaurantes coreanos, fideos chinos, pistas de sumo, el gran cementerio de Yanaka sobre la colina y, luego, los pachinkos. El Diamond y el Merrytale están en la calle que va hacia Nishi-Nippori; el establecimiento de mi abuelo, el Shiny, en la que va hacia Uguisudani.

Encajada entre dos torres, nuestra casita se encuentra enfrente del Shiny. Lo vemos desde las ventanas de la cocina y del salón. Con su fachada pintarrajeada de rojo y blanco como el rostro de un payaso. A veces las puertas se tragan a los jugadores y otras los escupen como si fueran humo.

El Shiny.

Al contrario de lo que hace creer su nombre, el Shiny no es tan llamativo. Al menos, no tanto como el Diamond o el Merrytale. Para atraer a los clientes, mi abuelo tiene contratada a una mujer-sándwich. Debe de tener más o menos mi edad. De pie, entre planchas de cartón con los colores del establecimiento, se queda no muy lejos, en la esquina de la parada de taxis y de las escaleras que llevan a la estación de tren. Su triste melodía se mezcla con la música de la tienda veinticuatro horas, el Family Mart, contiguo al Shiny.

También está Yuki. Jugador profesional, un hombre delgaducho con un jersey rosa, la espalda molida, encargado de fingir que espera la apertura por la mañana temprano para luego dirigirse a la máquina más cercana a la puerta y dar cierta ­impresión de esplendor, el Shiny está abierto, venid, dice su presencia.