El secreto de Franco. La Transición revisitada - Guillermo Gortázar - E-Book

El secreto de Franco. La Transición revisitada E-Book

Guillermo Gortázar

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Entre el 18 y el 23 de octubre de 1975, Franco vivió sus últimos cinco días de plena capacidad política, durante los cuales tomó decisiones que se han mantenido en silencio durante casi cincuenta años y que tuvieron un efecto positivo en la capacidad del Rey para desarrollar su programa reformista. Apenas diez personas conocieron el secreto de Franco y se juramentaron para «llevarse a la tumba» una información que arroja nueva luz al inicio de la Transición y que nos invita a hacer una nueva visita. Entre otras novedades, aquí se explica la razón del sorprendente y decisivo apoyo de los inmovilistas del régimen, liderados por José Antonio Girón de Velasco, para la elección del reformista Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. En este libro el autor recoge los recientes testimonios de las últimas cuatro personas que fueron testigos directos del secreto de Franco. El historiador tiene que atenerse a los hechos. Nuevas evidencias, documentos o testimonios pueden alterar o cambiar la interpretación o percepción de un acontecimiento. Estas páginas aportan una interpretación novedosa sobre un hecho desconocido, secreto, que abre al menos una visión distinta o complementaria del final del franquismo y permite otra más completa de la Transición democrática. «Guillermo Gortázar es un historiador original, exprime los archivos de manera exhaustiva, dirige su foco de atención a lugares desconocidos y no rechaza las contradicciones, porque la Historia y sus protagonistas son por naturaleza contradictorios. Además, Gortázar no predica lecciones magistrales; es uno de los pocos historiadores que invita a los lectores a pensar y a tomar conclusiones por su cuenta». Alejandro Nieto, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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Guillermo Gortázar

El secREto

de FRAnco

La Transición Revisitada

© Guillermo Gortázar

© 2023. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

(+34) 955998232 •[email protected]

Ilustración de cubierta: Raúl (raulrevisited.com)

Diseño y maquetación: Equipo Renacimiento

Fotografías: © ABC, © Agencia EFE, Archivo Guillermo Gortázar, Miguel Satrústegui y Archivo Grupo Renacimiento

isbn ebook: 978-84-19791-04-7

Dedico este libro a Carmen Roldán Gómez (1909-1998),

siempre en mis mejores recuerdos.

A mi apreciado amigo Joaquín Satrústegui (1909-1992), que describió, en Múnich en 1962, el mejor camino posible desde el régimen de Franco a la monarquía parlamentaria.

A Pilar del Castillo, en feliz memoria de vivencias compartidas.

«Yo prefiero hablar desde el fondo de mi ataúd; mi narración estará así acompañada de esas voces que tienen algo de sagrado, porque surgen del sepulcro».

François de Chateaubriand, Memorias de ultratumba

«Carmen, con este Testamento me estás dando el salvoconducto que yo no podía imaginar, ni soñar».

S. M. el Rey Juan Carlos I a Carmen Franco

«El Testamento político de Franco no es un texto que le hacen los gobernantes o su camarilla. No, no, no. Lo hace personalmente Franco, lo hace en su despacho y se lo hace transcribir a su hija».

General Juan María de Peñaranda

«Franco no redactó su Testamento político: lo copió a mano. Para mí es muy violento comentar esto porque juramos no hablar de ello».

José Guillermo García-Valdecasas

Introducción

Eldía 12 de octubre de 1975, Franco enfermó de gripe y cinco días más tarde, presidiendo el Consejo de Ministros, padeció un ataque al corazón. Aquella noche, a las tres de la madrugada, el arquitecto Javier Carvajal no podía conciliar el sueño. Por su relación con el Almirante Nieto Antúnez, Carvajal sabía que el final de Franco se precipitaba. Su mujer, Blanca García-Valdecasas, preocupada por la inquietud de su marido le preguntó qué le pasaba y Carvajal contestó: «No me puedo dormir. Este hombre se va a ir sin dejar nada escrito. No puede ser. Tenemos que hacer algo».

Acto seguido se levantó, acudió a su estudio de la calle Goya n.º 7 de Madrid, ubicado en el mismo piso que su domicilio. Allí tenía una pequeña máquina de escribir portátil marca Olivetti, y en un arranque, en unos minutos hizo un esfuerzo, entre extravagante y genial, de ponerse en la cabeza del dictador y escribió una carta de apenas cinco párrafos. En el texto, Franco, en primera persona, pedía perdón a «todos», incluso a sus enemigos y pedía a sus seguidores tuvieran para el Rey de España, «el mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado». Javier Carvajal acababa de redactar el testamento político de Franco que iba a tener una importancia decisiva en el inicio de la Transición democrática. Su esposa, filóloga y literata, hizo apenas dos correcciones. Lo leyeron y releyeron; les pareció que la carta era adecuada y ponderada y el matrimonio, poco después, durmió de un tirón hasta las ocho de la mañana.

Javier Carvajal llevaba varios días con la idea de entregar a Adolfo Suárez, su jefe político en la asociación UDPE (Unión del Pueblo Español), un texto para que le llegara a Franco, bien a través de su hija, la marquesa de Villaverde, o a través del jefe de la Casa Civil del Generalísimo, el general Fuertes de Villavicencio.

Carvajal pasó todo el día siguiente, el 18 de octubre, pensando que quizás había sido un atrevimiento, un exceso, redactar y ponerse en la mentalidad, en el cerebro del Jefe del Estado en un momento tan crítico y elaborar una carta que, si se publicaba justo tras la muerte de Franco, tendría una enorme repercusión. Además, Carvajal no estaba seguro de la calidad del escrito ni de su oportunidad. En la víspera, había tenido un impulso de redacción que le satisfizo, pero salvo la opinión de su esposa, necesitaba otras referencias para decidirse en poner en conocimiento el contenido de la carta a varias personas relevantes que tendrían que persuadir o convencer a Franco sobre la conveniencia de firmar aquel texto.

Se trataba de dar varios pasos, cada cual más difícil e improbable. Lo primero era consultar a sus amigos sobre la calidad y oportunidad de su escrito. Después, tenía que aprobarlo Adolfo Suárez, que éste (o quien él dijera) asumiera un riesgo político de primer orden y lo hiciese llegar a la familia de Franco; que a la familia de Franco les pareciera pertinente; que el Jefe del Estado, enfermo de gravedad, lo aceptara y firmara y que el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, eligiera el momento más propicio, de mayor efecto, para leerlo.

Franco apreció la importancia y calidad de aquel mensaje póstumo y decidió reforzar su contenido haciendo creer a la opinión pública que no era un texto de encargo, sino que él mismo lo había redactado. Con gran esfuerzo, dada su precaria salud, copió a mano textualmente la carta que le facilitó su hija Carmen sin cambiar apenas dos palabras.

Unos días antes, Javier Carvajal comentó con su cuñado José Guillermo García-Valdecasas, jurista, escritor y director durante treinta años del Colegio Español de Bolonia, la necesidad de redactar una carta de despedida de Franco a modo de Testamento político. José-Guillermo desaconsejó a su cuñado y amigo que escribiera un texto largo, clásico, «a la romana» pues no sería creíble ni por la erudición ni por el carácter de Franco. El Testamento político tenía que ser breve, directo, y conciliador… Y sobre todo, que la carta de despedida reforzara la difícil posición política del Príncipe Juan Carlos frente a inmovilistas y rupturistas.

El manuscrito, de puño y letra del Caudillo, apareció en la prensa poco después de su muerte para demostrar que lo había redactado el general Franco en sus últimos días de capacidad política e intelectual. El Testamento político de Franco sorprendió e influyó en el conjunto de la clase política franquista y en el ejército. Resulta notable que un arquitecto, sin experiencia política, fuera capaz de dar con una redacción tan afinada teniendo en cuenta que Javier Carvajal no era un «escribidor», un periodista, un escritor «negro» con experiencia: Carvajal era un prestigioso profesional, catedrático en la Escuela de Arquitectura de Madrid; tampoco era un político, no era siquiera miembro del Movimiento Nacional. Su reciente incorporación a la UDPE respondía más a un intento de colaborar con los reformistas del régimen hacia la libertad, la democracia y la estabilidad que a una vocación política que, en su caso, fue circunstancial y breve.

En las páginas que siguen relato cómo se ha mantenido durante casi cincuenta años un secreto (la falsa autoría de Franco de su testamento escrito a mano), sus consecuencias y el proceloso camino de aquella carta de despedida, cuyas circunstancias reales apenas conocieron una docena de personas. En los apéndices y en los capítulos que siguen relato cómo, el día 18 de octubre por la noche, se puso en marcha la iniciativa de hacer llegar el Testamento al Palacio del Pardo. Por cierto, con la opinión contraria de Adolfo Suárez.

El secreto de falsificar la autoría del Testamento político es mucho más que una anécdota. En este libro, el lector comprobará que ese gesto posibilita una cierta revisión de la Transición. Una nueva visita a la Transición en la que resulta relevante el reforzamiento del Rey y de los reformistas y la complicidad de diversos actores (el más destacado e inesperado: José Antonio Girón de Velasco) que participaron activamente en la teatralización de la autoría y el mantenimiento de este secreto durante casi cincuenta años.

En la tarde del 20 de octubre de 1975, el Príncipe Juan Carlos fue convocado al Palacio del Pardo en Madrid, residencia del Jefe del Estado. Después de despachar con Franco durante una hora, a la salida del despacho, se cruzó con el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Alejandro Rodríguez de Valcárcel. La cara de don Juan Carlos expresaba una intensa preocupación. El Príncipe percibió que quizás ese encuentro era el último que iba a tener con Franco, todavía con capacidad para discernir, pero con una salud terminal; próximo a la muerte. Don Juan Carlos temió un horizonte y alta probabilidad de ser nombrado de nuevo Jefe de Estado en funciones, con toda la responsabilidad política y sin poderes efectivos de gobierno. Se dibujaba un panorama de gran inquietud, inestabilidad política y hasta la posibilidad de un conflicto armado con Marruecos.

Los temas que trataron Franco y el Príncipe fueron la crisis con Marruecos por el Sahara y el nombre que don Juan Carlos proponía como sucesor de Rodríguez de Valcárcel cuyo mandato finalizaba el 26 de noviembre de 1975. El Príncipe puso sobre la mesa el nombre de Torcuato Fernández-Miranda.

Alejandro Rodríguez de Valcárcel entró seguidamente en el despacho de Franco y no obtuvo la confirmación de su continuidad como presidente de las Cortes que era el objeto de su visita. Su permanencia en el cargo de presidente habría alterado por completo la agenda reformista del futuro Rey, pues Rodríguez de Valcárcel era un decidido inmovilista. El presidente de las Cortes salió de la audiencia impresionado por la certeza de la muerte inminente de Franco y comunicó a su amigo, el general Gavilán segundo Jefe de la Casa Militar del Caudillo, que Franco era plenamente consciente de su próximo fallecimiento.

Tanto el Príncipe como Rodríguez de Valcárcel ignoraron que en esos mismo días, entre el 20 y el 22 de octubre que Franco, conocedor de las dificultades de todo tipo con las que se iba a encontrar el Rey, ideaba una maniobra (la publicación de su Testamento político) con la finalidad de reforzar la posición de don Juan Carlos frente a los inmovilistas y la oposición democrática. Franco apostó decididamente por los reformistas de dentro y fuera del régimen pues sabía que el inmovilismo no tenía futuro y prefería una monarquía parlamentaria conducida desde el poder a una república rupturista.

Después de su crisis cardiaca del 17 de octubre, entre el 18 y el 23 de octubre, el Jefe del Estado dispuso de los últimos seis días con capacidad de discernir y actuar en la dirección de importantes asuntos políticos que iban a marcar e influir poderosamente en el régimen, en sus dirigentes, en el desarrollo político y por tanto en el conjunto de la vida de los españoles. Después del 23 de octubre Franco estuvo incapacitado para decidir cualquier cuestión política e, incluso, cualquier tema referente a su salud.

Entre el 20 de octubre y el 22, Franco y su hija, la marquesa de Villaverde, orquestaron una operación destinada a fortalecer la posición política del futuro Rey, sabiendo que el Príncipe iba a nombrar a Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes. La revelación del secreto que narro en este libro permite sugerir que Franco emergió en aquellos días como un reformista de ultratumba y un actor positivo en la operación de la Transición democrática. Franco no quiso una reforma en vida pero facilitó el camino de la reforma política después de su muerte.

La Transición democrática española, entre 1975 y 1978, ha generado ríos de tinta dentro y fuera de España. Como historiador nunca pensé adentrarme en este periodo dado que lo habían abordado numerosos protagonistas, politólogos, periodistas e historiadores. La sanción favorable de los españoles en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978 siempre me ha parecido la mejor defensa de aquella gran operación de reencuentro y reconciliación. Me he decidido a compartir y escribir sobre el inicio de la Transición democrática al enterarme del secreto de Franco. Un secreto que considero fue decisivo para que la Transición democrática se realizara en la forma y en los plazos que todos conocemos.

Existe un consenso bastante generalizado sobre los líderes de la Transición así como sobre los requisitos o circunstancias que favorecieron o posibilitaron la compleja evolución pacífica de una dictadura a la democracia; del régimen del 18 de julio a una monarquía parlamentaria.

Entre los protagonistas, destaca S. M. el Rey Juan Carlos I, piedra angular de la construcción del nuevo edificio constitucional. El monáquico-liberal, Joaquín Satrústegui (1909-1992), expuso el proyecto político –de transición de la dictadura a una monarquía parlamentaria sin pasar por un proceso de ruptura– en su discurso en el Congreso de la oposición democrática, en Múnich, en 1962.

Para su materialización, el Rey contó con la leal colaboración de un cerebro político y jurídico, Torcuato Fernández-Miranda (1915-1980), que supo diseñar los pasos precisos para proceder de la «Ley a la Ley». Y, por último, un líder político, Adolfo Suárez (1932-2014), que reunía las condiciones para generar confianza en el ejército y, sobre todo, en el amplio y numeroso aparato político conocido como Movimiento Nacional, que era la cantera que surtía de concejales y dirigentes en más de ocho mil ayuntamientos españoles, en las diputaciones provinciales, en los sindicatos verticales y en buena parte del aparato del Estado.

El Rey dirigió la Transición y tuvo el acierto de rodearse de las personas cuyos caracteres permitieron el éxito de una difícil operación: la votación favorable de la Ley de Reforma política de 1976 que ponía fin al franquismo. Torcuato Fernández-Miranda fue un eficaz muñidor por su carácter de calma, discreción y silencio; Suárez un negociador, de gran simpatía y atractivo personal que además, salvo para la minoría inmovilista, el Búnker, no levantaba desconfianza ni rechazo en el Movimiento Nacional ni entre los Consejeros del Reino y Procuradores en las Cortes. Suárez era «uno de los nuestros».

Con frecuencia, los libros sobre la Transición se limitan al periodo 1975-1978. Considero que se obtiene una visión más completa si observamos el reformismo político en el interior del régimen franquista desde los años sesenta y la claridad de políticos, herederos de la tradición de los partidos dinásticos de 1931, como Joaquín Satrústegui.1

El nuevo escenario de victoria del gobierno de Suárez sobre los inmovilistas y los rupturistas se debió al resultado del referéndum del miércoles 15 de diciembre de 1976. La abstención fue de 22,3 por cien y la participación el 77,7. De los votos emitidos, el resultado fue de 97,36 por cien a favor y el 2,64 por cien en contra.

Después del referéndum que aprobó arrolladoramente la Ley para la Reforma Política, la oposición democrática, partidaria de la ruptura, entendió que lo fundamental era el «qué» y no el «cómo»; que lo decisivo era alcanzar las libertades políticas en un nuevo sistema pluripartidista y democrático. La clara victoria de los reformistas en las urnas doblegó al Bunker y obligó a los rupturistas más radicales a la renuncia de la implantación de un Gobierno Provisional según el modelo rupturista de 1931. Pocos meses después de la muerte de Franco, debido a la rápida e intensa iniciativa reformista del gobierno de Suárez, el debate sobre reforma o ruptura se fue reduciendo y al final quedó diluido.

En cuanto a las circunstancias favorables a la Transición, la clave residió en el contexto europeo, la transformación de la sociedad española en 1975 comparada con la de los años treinta y cuarenta, en el ánimo reformista de una mayoría de la elite política del régimen franquista y en la presión por las libertades gracias a la unidad de la oposición democrática en la denominada Platajunta. A ello había que añadir la movilización por el cambio político en las calles a partir de enero de 1976 (manifestaciones universitarias, huelga del metro en Madrid, manifestaciones de trabajadores en Vitoria que se saldaron con cinco muertos, etc.).

Si todo estaba dicho y escrito ¿Por qué entonces me he animado a relatar una visión de la Transición, con nuevas fuentes, que además tiene todos los componentes de parecer «políticamente incorrecta»? Porque creo que se ha ignorado o minusvalorado el papel favorable que jugó Franco durante 1975 para reforzar la posición política del entonces Príncipe Juan Carlos. Haciendo aquello, Franco facilitó las operaciones políticas previsibles (y posibles desde la Ley Orgánica del Estado de 1967 y la de Ley de Sucesión de 1946) que el Rey podría llevar a cabo cuando se produjeran las «previsiones sucesorias».

En 1969 el Príncipe Juan Carlos tuvo reparos en jurar los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional al aceptar la sucesión a título de Rey por el choque con su padre, el conde de Barcelona, con la línea sucesoria de la dinastía histórica y por el encorsetamiento legal e institucional del régimen para una posterior reforma democrática. El Príncipe era consciente del peso de la acusación de perjuro que padeció su abuelo Alfonso XIII y el alto precio que pagó por aceptar la dictadura de Primo de Rivera y terminar con la Constitución de 1876 que había jurado cumplir y defender.

Torcuato Fernández-Miranda y otros consejeros convencieron al Príncipe Juan Carlos con este argumento: con los poderes heredados de Franco, expresados en las leyes del régimen, era posible proceder al cambio político desde el Gobierno y con la aprobación de leyes reformistas votadas por los Consejeros y Procuradores del Movimiento Nacional en las Cortes. Si los procuradores en las Cortes eran quienes aprobaban una ley de reforma hacia la democracia, no se podría después acusar al Rey de perjuro.

Además de las leyes de sucesión, en 1975, Franco admitió ese camino reformista limitado al dar luz verde al llamado «Espíritu del 12 de Febrero» y con la aprobación del decreto-ley de las Asociaciones Políticas. Después, Franco poco antes de morir, adoptó dos últimas decisiones para reforzar la posición política del Príncipe: por un lado asumió una carta de despedida a los españoles en la que solicitaba al Movimiento Nacional y al Ejército un apoyo sin fisuras al futuro Rey y, por otro, se negó a confirmar la continuidad de Rodríguez de Valcárcel como presidente del Consejo del Reino y de las Cortes.

El 1 de octubre de 1975 Franco saludaba a una multitud de manifestantes en la Plaza de Oriente que le apoyaban para responder a las movilizaciones en España y en otros países europeos en protesta contra el régimen por las cinco ejecuciones por fusilamiento que nos retraían al lenguaje de los Consejos de Guerra de los años treinta y cuarenta. En Portugal la violencia de los manifestantes contra el gobierno español fue de tal intensidad que llegaron a asaltar e incendiar la embajada de España en Lisboa.

Aquel Consejo de Guerra contra miembros de ETA y del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), fue un error que dio argumentos duraderos a los terroristas de ETA para su propaganda de «estado de guerra» como si viviéramos en plena contienda civil. Los delitos por los que se les encausaba debieron ser juzgados por un tribunal de la jurisdicción penal ordinaria. El ministro de Justicia, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, en la primavera de 1976 cambió la jurisdicción militar para ese tipo de delitos significando que no se iba a repetir el error de los Consejos de Guerra. Los procesos judiciales por terrorismo se domiciliaron en adelante en el Tribunal de Orden Público y después en la Audiencia Nacional.

Los miembros del activismo estudiantil contra el régimen y los partidos de izquierdas en España no creíamos en la posibilidad de reforma democrática del régimen. La idea de la ruptura era dominante para todos los que desplegamos algún activismo contra el franquismo en defensa de las libertades y la democracia. Nos equivocamos, pues el régimen llevaba meses buscando caminos de cambio.

Desde la oposición democrática entonces no valoramos o apreciamos debidamente el llamado «Espíritu del 12 de febrero», tampoco analizamos el alcance y el sentido de las llamadas asociaciones políticas (autorizadas y consentidas por Franco con muchas limitaciones) y no dedujimos el alcance del contenido del Testamento político de Franco. Un hecho de importancia pasó desapercibido a los observadores de la oposición en 1974: el gobierno de Arias Navarro abandonó el «Estado de obras» y buscó en la política reformista un nuevo horizonte ante la necesidad de ganarse a la opinión en un nuevo régimen pluripartidista que se avistaba próximo por el fallecimiento de Franco.

La mayor parte de quienes nos oponíamos a la dictadura ignorábamos los soterrados movimientos dentro del régimen franquista. Había dos realidades paralelas que no se encontraban. Por un lado, las conspiraciones entre los grupos o facciones del régimen ante el cambio político por el previsible e inminente fallecimiento del Jefe del Estado. Por otro lado, el activismo de la oposición democrática convencida de que la ruptura era la única alternativa posible a la dictadura.

La continuidad de Arias Navarro, en diciembre de 1975, como presidente del Gobierno no inducía a pensar que el Príncipe llevara tiempo seleccionando su equipo para encaminar las reformas. Don Juan Carlos pronto se fijó en el joven director de RTVE, Adolfo Suárez. Durante 1975, con la aquiescencia de Franco, el Príncipe Juan Carlos, el ministro Fernando Herrero Tejedor (1920-1975), padrino y mentor político de Suárez y después, Torcuato Fernández-Miranda, se encargaron de promocionar su carrera política. No supimos entrever que Arias era un político que ponía fin al «carrerismo» (el presidente Carrero Blanco) es decir a la tecnocracia y al freno a las asociaciones políticas que eran la clave para los reformistas del régimen, como Manuel Fraga, o a la siguiente generación de reformistas miembros del Movimiento Nacional como José Miguel Ortí Bordás.

Las asociaciones políticas tardaron siete años en desplegarse de modo que el retraso motivó que, destacados valedores de ellas, pensaron que nacían muertas y se negaron a participar en aquellas asociaciones en 1975. La principal Asociación, impulsada desde el Gobierno fue la Unión del Pueblo Español (UDPE), presidida por Adolfo Suárez, y juega un papel esencial en el relato de este libro.

La corriente de opinión y los dirigentes franquistas más hostiles a la reforma del régimen parecían, en 1975, un muro infranqueable a cualquier iniciativa en favor de los planes democráticos del Rey. De ahí la sorpresa de los periodistas, políticos y dirigentes del régimen cuando José Antonio Girón de Velasco, el líder más destacado del Bunker franquista e inmovilista, fue determinante en favor de la elección de Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes, el primero de diciembre de 1975.

La inclusión de Fernández-Miranda en la terna de elegibles fue un «misterio» que tampoco desveló Girón de Velasco en sus memorias publicadas en 1994: Si la memoria no me falla. Ahora, en este libro relato y documento la razón que llevó a Girón de Velasco a «traicionar» a su amigo, el inmovilista Rodríguez de Valcárcel, que contaba con el voto e influencia de Girón de Velasco para continuar en el cargo de presidente de las Cortes. La actitud de Girón de Velasco se explica por su conocimiento y complicidad en el secreto de Franco.

Hasta aquí una somera exposición de las líneas básicas aceptadas y consolidadas por la historiografía y multitud de libros de politólogos, periodistas y protagonistas de aquellos años. Al conocer el secreto de Franco y proceder a publicarlo creo que este libro aporta un nuevo elemento que permite entender mejor el final del franquismo y que abrirá un debate de interés para la opinión pública.

Está generalmente aceptado que la elección de Torcuato Fernández-Miranda como presidente del Consejo del Reino fue el paso inicial y principal del diseño jurídico del Rey para la reforma democrática. La continuidad de un inmovilista en la presidencia de las Cortes (el más significado era Alejandro Rodríguez de Valcárcel que hizo lo posible por mantenerse, después de la muerte de Franco, en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino) habría dificultado o aplazado la sustitución del presidente del Gobierno, Arias Navarro, y con ello la Transición habría sido más tardía, diferente y con riesgo de ruptura de la legalidad.

En este libro sugiero, y creo poder demostrar, que la operación de comunicación y propaganda desarrollada por Franco y su hija, entre el 20 y el 22 de octubre de 1975, facilitó por completo la agenda reformista del Rey. En otras palabras, sin la acción secreta de Franco y su hija, la Transición habría discurrido de un modo diferente. El montaje de la publicación en Televisión Española el 20 de noviembre de 1975, del Testamento político de Franco, con la participación de Antonio Girón de Velasco, arrastró a los más inmovilistas del régimen en favor de la capacidad política del Rey, en diciembre de 1975 y primeros meses de 1976, para elegir a Torcuato Fernández-Miranda presidente de las Cortes. La libertad y la democracia habrían llegado en todo caso a España después de la muerte de Franco, pero en otras fechas, de otro modo y con otros protagonistas. Estos hechos que relato a continuación afectaron, en 1976, a todos los españoles y asombraron a los observadores extranjeros.

Las novedosas fuentes básicas de este libro lo constituyen los testimonios grabados y coincidentes de los últimos cuatro testigos presenciales que han certificado la veracidad de este nuevo relato: Blanca García-Valdecasas (1936- ), viuda de Javier Carvajal Ferrer, José Guillermo García-Valdecasas (1940-2020), Eduardo Ameijide (1946- ) y Miguel Ángel Cifuentes Arbeix (1942- ).

La trascripción de las entrevistas, contenida en los apéndices, es literal y he mantenido algunos calificativos personales que hacen los entrevistados, que quizá resulten poco amables con los protagonistas referenciados, pero me ha parecido mejor mantenerlos en orden a la veracidad, espontaneidad y para situar a los personajes que se citan en su contexto.

La primera noticia del secreto de Franco me llegó como un destello en un atardecer de verano de cielo azul añil y rojo en la Plaza Mayor de Trujillo. Anoté la fecha: 27 de julio de 2020. Durante una conversación con Miguel Ángel Cifuentes Arbeix y con el pintor, fotógrafo y restaurador del patrimonio histórico, Pancho Ortuño, mientras comentábamos las conclusiones de mi libro biográfico sobre Romanones.

En un momento dado, hice un elogio de la clase política de la Transición democrática por cuanto expresé que parecía habían aprendido de la experiencia, de modo que entendieron que no era deseable en adelante ningún sistema político que pusiera en práctica la exclusión de una parte de la sociedad española. Salió a relucir el nombre de Franco y yo mencioné la alocución del presidente Arias Navarro y la lectura del Testamento político del fallecido Jefe del Estado que convertía al compungido presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, en una suerte de albacea testamentario del dictador. O al menos, eso es lo que pretendió.

Miguel Ángel Cifuentes es un técnico cualificado, especialista en temas de energía y minería, afincado y retirado ahora en Trujillo. Educado en el Reino Unido, es un conservador clásico de estilo inglés, con gran conocimiento de las personas y numerosas vivencias en España, en los Estados Unidos y en Inglaterra por su vida profesional y social.

En la conversación, sin darle importancia, Miguel Ángel Cifuentes nos comentó: «Ese testamento que leyó Arias Navarro en la mañana del 20 de noviembre de 1975 en TVE no lo redactó Franco». Pancho Ortuño y yo nos quedamos sorprendidos por la noticia. Cifuentes apreció nuestra interrogante expresión y nos informó de los hechos de los que fue testigo presencial y que reproduzco en este libro en el capítulo tercero y en el apéndice n.º vi.

La conversación discurrió por otros derroteros, pero la historia que había oído me pareció muy relevante y que valía la pena investigarla y contrastarla. De ser cierta, se trataba de una noticia sobresaliente y que habría otra línea desconocida de interpretación del final del franquismo. La autoría de Franco de su testamento político era una historia consolidada y la versión contradictoria de Miguel Ángel Cifuentes abría una interesante línea de hechos e interpretación, políticamente incorrecta, pero de interés para el debate historiográfico y político.

Los artículos, discursos, escritos, libros y memorias de un dirigente político, elaborados por un «negro», son habituales y expresión de la opinión y voluntad de quien lo firma. Franco asumió el texto de la carta de despedida a los españoles y eso es lo relevante. Pero el hecho de que quisiera reforzar su alcance y contenido, falsificando su autoría, copiando a mano un texto escrito a máquina, redactado por un tercero desconocido, tenía un indudable significado político.

En este libro recojo numerosos testimonios del Rey, de políticos, colaboradores y personas de confianza del Caudillo que han atribuido a Franco declaraciones en el sentido de que su régimen era personalísimo y que inevitablemente, después de su muerte, vendría un cambio político en el sentido democrático. España estaba interesada en la entrada en la Comunidad Económica Europea y la democracia era el único horizonte posible.

Pero todas esas declaraciones eran testimonios de terceros. Franco nunca manifestó en público nada parecido por sí mismo; más bien, lo contrario. En este libro se recoge un hecho: la auto-atribución de Franco de la autoría de un texto ajeno. No es una opinión o una deducción. Es un hecho que confirma y amplía el deseo de Franco de fortalecer la posición política del Rey después de su muerte siendo conocedor, como era, de sus planes de nombramiento futuro de políticos reformistas. Franco no quiso que, después de su muerte, el Rey estuviera limitado por políticos inmovilistas o desbordado por los rupturistas republicanos.

El Generalísimo, al atribuirse una redacción ajena se convirtió en un actor que fortalecía al Rey en su carta de despedida y expresaba de modo fehaciente una opción política: pedía para el Rey manos libres en la dirección política de la Nación y no ponía límites al previsible cambio ni referencias al sometimiento del monarca al Movimiento Nacional ni a sus «principios permanentes e inmutables».

Dado que el relato de este libro se remonta a cincuenta años atrás, hay numerosos testigos presenciales que recordarán muchas anécdotas que recojo a continuación. Apelo a su benevolencia si he desconocido alguna vivencia importante que hubiera matizado, contradicho o ampliado este libro. Las fuentes principales son entrevistas, libros, prensa y memorias de los protagonistas. Necesariamente he tenido que proceder a una selección de la inmensa bibliografía, española y extranjera, sobre la Transición democrática en España, por cuanto no se trata de abordar en este libro ni el franquismo y su evolución, ni «toda» la Transición. Por mi parte, el balance que hago del siglo xx español, lo que se conoce como «marco de referencia», los lectores lo pueden consultar en dos de mis recientes libros y en las numerosas publicaciones contenidas en mi página web profesional de historiador.2

En este libro no pretendo contradecir la amplia y reciente bibliografía hostil a la Transición que forma parte de la libertad de opinión y del debate historiográfico.3 Creo que la Transición de 1976-1978 es la mejor operación política española desde la que articuló Cánovas del Castillo en 1876 y se prolongó hasta 1923. El debate historiográfico es iluminador y positivo. Otra cosa es la «verdad histórica» oficializada en una ley o la torticera utilización política de la historia, desde el gobierno o las instituciones, para alimentar nuevos caminos de exclusión y ruptura de la convivencia de los españoles.

El historiador tiene que atenerse a los hechos. Nuevas evidencias, documentos o testimonios pueden alterar o cambiar la interpretación o percepción de un acontecimiento. Esto es lo que creo aporta este libro: una interpretación novedosa sobre un hecho desconocido, secreto, que abre al menos una visión distinta o complementaria del final de franquismo y permite una visión más completa de la Transición democrática. El lector compartirá o disentirá de la interpretación que aporto en este libro sobre la Transición revisitada. Pero eso es la esencia de la historia: un debate sereno y respetuoso sobre nuevas evidencias que nos permiten entender mejor el sentido de una época. Comparto la opinión del historiador Enrique Moradiellos, experto en la amplia historigrafía sobre el franquismo:

Casi medio siglo después de haber enterrado a Franco, su figura sige siendo objeto de polémica, pero irónicamente, a pesar de que ahora se hable tanto de él, quizá no lo conozcamos tanto como pensamos.

1

El «Espíritu del 12 de febrero» y las asociaciones políticas

Lostres últimos años del franquismo, entre 1973 y 1975, y después en 1976, fueron la crónica del choque de dos pulsiones: elcontinuismo y el reformismo dentro del régimen de Franco. Las asociaciones políticas se convirtieron en el caballo de batalla en el seno de la elite del régimen. Los reformistas las pretendían lo más abiertas posibles; los inmovilistas eran contrarios a las asociaciones y lo máximo que admitían era una suerte de asociaciones limitadas dentro de los principios del Movimiento y controladas por el Consejo Nacional del Movimiento.

La división de la elite franquista venía de lejos y ya fue constatada en el inicio de la década de 1960. Manuel Fraga escribió al respecto sobre el ambiente del Consejo de Ministros en 1962:

Pronto se formaron dos bandos: uno claramente reformista, y otro, de ideas contrarias. En el primero estábamos, sobre todo, Fernando Castiella y yo; apoyados frecuentemente por Romeo Gorría, y ocasionalmente por López-Bravo; Solís lo hacía también en muchos casos, pero con matices personales, y con la carga del Movimiento y de la Organización Sindical, de la que era reformista, pero con muchos condicionamientos. Finalmente, Muñoz Grandes y Nieto Antúnez nos veían con simpatía, aunque hablaban con lógica prudencia. Las posiciones de Iturmendi y de Navarro Rubio eran cambiantes. Del otro lado, con matices diversos, estaban Carrero Blanco, Camilo Alonso Vega, Vigón, y con mayor moderación Martín Alonso. López Rodó a ratos no podía menos de apoyarnos, pero en definitiva jugaba a las bazas de Carrero y de Alonso Vega, y les daba argumentos. Otros ministros hablaban menos de política: Lora Tamayo, más bien simpatizante con nosotros; Ullastres y Sánchez Arjona, que hacían sus mejores comentarios en voz baja…4

Una división entre las familias del franquismo que se fue haciendo más clara y abierta conforme se aproximaban las «previsiones sucesorias». Mientras, la oposición extramuros del régimen se dedicaba a la acumulación de fuerzas. La oposición democrática, constituyó primero la Junta Democrática en torno a la iniciativa del PCE y poco después el PSOE construyó la Plataforma Democrática. Cuatro meses después de la muerte de Franco la unión de ambas iniciativas (la Platajunta) pasó a tener un peso político considerable.

Fallecido Franco, El Pardo desapareció como referencia de gobierno y el eje donde se «cocinaba» el poder estaba en el Palacio de la Zarzuela y en Presidencia del Gobierno, en el Paseo de la Castellana 3, antiguo palacio y residencia del marqués de Villamejor, padre del Conde de Romanones.

Lo complejo de aquel periodo consistió en que las posiciones políticas de unos y otros en muchos casos estaban entreveradas, dentro y fuera del régimen franquista. El primer entreverado fue Franco que por un lado nombró a don Juan Carlos sucesor a título de Rey sabiendo lo que aquello significaba, pero por otro lado, mientras él viviera, sólo admitía tímidos y lentos pasos en la dirección del pluralismo interno del régimen.

A este respecto don Juan Carlos manifestó, en el extraordinario documental realizado entre 2014 y 2015, Yo, Juan Carlos I, Rey de España, por RTVE y France 3, que no se emitió en abierto en España, pero que se puede ver en YouTube. El entonces Príncipe, en 1974, preguntó a Franco:

—Pero mi general, ¿por qué no abre Usted un poco?

—Eso lo tendrá que hacer Usted. Yo no puedo cambiar.5

El otro gobernante protagonista, el presidente del gobierno almirante Carrero Blanco, fue esencial en el afianzamiento del nombramiento de don Juan Carlos como sucesor a título de Rey en 1969, pero a la vez frenó, junto con los inmovilistas del Bunker, el desarrollo de las asociaciones políticas.

Lo fundamental de la Ley Orgánica del Estado y la Ley de Sucesión eran las previsiones sucesorias y la designación posterior del Príncipe Juan Carlos como sucesor en la Jefatura del Estado con el título de Rey. Al tiempo, la citada Ley Orgánica del Estado habría unos tímidos cauces de participación de los electores con la reforma de la ley de régimen local y permitía las asociaciones políticas, siempre dentro de los principios y valores del Movimiento Nacional en una suerte de «pluralismo» interno del régimen.

Los inmovilistas se temían, con razón desde su punto de vista, que las asociaciones políticas iban a ser un germen inicial de futuros partidos políticos. Carrero Blanco, en alianza con los tecnócratas (López Rodó) y lo que después se conoció como el Bunker (Girón de Velasco, Utrera Molina) metieron en la nevera todos los proyectos de asociaciones durante años y sólo admitieron la redacción de una orden ministerial que las autorizaba y que no llegó a publicarse en el Boletín Oficial del Estado.

Manuel Fraga Iribarne, siendo embajador de España en Londres en 1974, emergió como líder y referente de los reformistas del régimen y elaboró un primer proyecto que presentó al Caudillo, saltándose a la Secretaría General del Movimiento. El embajador Oyarzábal recuerda aquella iniciativa y cómo la rechazó Franco:

Fraga había perfilado el programa político de su posible asociación que, sin hacer caso del consejo del ministro Carro, se empeñó en someter a la aprobación del Jefe del Estado. Como Fraga no tenía fácil acceso, Nieto Antúnez se encargó de hacer de intermediario y de presentar a Franco los puntos programáticos de esta iniciativa que supuestamente iba a marcar una pauta para que «otras corrientes de opinión» siguieran el estrecho cauce del estatuto de asociaciones. Franco escuchó pacientemente la lectura del programa de Fraga y cuando Nieto hubo terminado, Franco preguntó con su voz característica: «¿Y en qué país quiere hacer esto?». Fraga se subió al primer avión y se volvió a Londres.6

En adelante los reformistas del régimen (Fraga, más los jóvenes provenientes del SEU, Sindicato Español Universitario, como Ortí Bordás, Eduardo Navarro y Gabriel Cisneros…) se desvincularon del atascado proyecto asociacionista y apostaron sin ningún género de dudas por constituir plataformas organizativas fuera del régimen (como la sociedad anónima GODSA, Gabinete de Orientación y Documentación, S. A., 1973; FEDISA, Federación de Estudios Independientes S. A., 1975) para preparar parte del entramado de un partido en un próximo sistema sin el corsé del Movimiento.

Carrero Blanco fue asesinado por ETA el 20 de diciembre de 1973 y Franco emitió, cuatro días más tarde, en el mensaje de Navidad a los españoles, el 24 de diciembre, una inesperada reflexión en relación al presidente Carrero Blanco que, si pretendía hacer de la necesidad virtud, lo que hizo fue sorprender a la familia del finado y a todos los analistas al afirmar en relación a la muerte de Carrero: «que no hay mal que por bien no venga».

Como una consecuencia no buscada, el magnicidio del presidente del Gobierno por obra de ETA en diciembre de 1973 dio paso a la presidencia del ministro de la Gobernación, Arias Navarro, que sí aceleró e impulsó la apertura y el reformismo con un discurso en las Cortes que posteriormente fue conocido como el «Espíritu del 12 de Febrero». Con el beneplácito de Franco (sin él habría sido imposible), en el paquete de medidas concretas se encontraba la reforma de la Ley de régimen local, el Estatuto de los Trabajadores y la ley de asociaciones política. Al final, las asociaciones, a diferencia de Carrero Blanco, de la mano de Arias Navarro tuvieron rango de ley con la publicación de un decreto-ley.

Falta un estudio monográfico de las camarillas del Pardo a lo largo de cuarenta años. Las camarillas eran alianzas de amigos entre el servicio de Franco (Casa Civil y Militar del Caudillo, el médico, el confesor…), altos funcionarios e incluso amigos o familiares de Franco que en ocasiones influían en la toma de decisiones del Caudillo. La mayor parte de las veces se trataba de nombramientos para puestos relevantes en el régimen, pero a veces también para decisiones en temas políticos o proyectos de ley de importancia en el equilibrio de los grupos que competían por espacios de poder.

En conspiraciones de palacio o sedes centrales de partido y operaciones de influencia, la unión de dos políticos aliados multiplica exponencialmente su capacidad y eficacia. En los últimos años de vida de Franco, el general José Ramón Gavilán, Segundo Jefe de la Casa Militar del Caudillo, se unió con Rodríguez de Valcárcel por afinidad y vínculos familiares y de paisanaje. Desde tiempo inmemorial los vínculos familiares y de paisanaje han sido muy relevantes para generar confianza y complicidad. Ambos procedían de Burgos; Rodríguez de Valcárcel estaba casado con una prima de Gavilán. Esta camarilla era muy influyente por la proximidad del Caudillo casi a diario de Gavilán en el Pardo y por el cargo de presidente de las Cortes y del Consejo del Reino de «Alechu», tal y como llamaba Gavilán al presidente de las Cortes. El dúo Gavilán-Rodríguez de Valcárcel actuó en muchas ocasiones de acuerdo con el núcleo inmovilista que capitaneaba Girón de Velasco.

No todos los políticos relevantes tenían acceso directo al Caudillo y por eso utilizaban los buenos oficios del Almirante Nieto Antúnez, amigo personal del Generalísimo y llamado afectivamente «Pedrolo» por la familia de Franco.

Otro de los que podían acceder al Pardo y al Caudillo directamente por una especial relación de confianza era José Antonio Girón de Velasco. Este, junto con Utrera Molina y el ministro de Justicia, Ruiz Jarabo, acudieron al despacho de Franco en marzo de 1975 y neutralizaron el proyecto de Arias Navarro de Estatuto de Asociaciones políticas, consiguiendo una regulación mucho más restringida.

Después de la muerte de Carrero, los tres candidatos a presidente, Nieto Antúnez, Rodríguez de Valcárcel y Girón de Velasco, no prosperaron y la elite del régimen, de la clase política del Movimiento Nacional, boicoteó a Torcuato Fernández-Miranda como posible presidente del Gobierno. Franco designó a Carlos Arias Navarro. Arias, criticado por los inmovilistas, una vez nombrado presidente, era muy difícil cesarlo sin generar una crisis política que Franco, en los últimos meses de su vida, no creía prudente provocar.

Arias Navarro había contado con el apoyo del teniente general Camilo Alonso Vega (junto a Nieto Antúnez eran los dos únicos que tuteaban a Franco y Franco a ellos, según el general Gavilán), pero salvo una buena relación con doña Carmen Polo, su nombramiento como presidente del Gobierno fue debido a un proceso de descarte.

La personalidad de Arias es un caso interesante y precisa una biografía completa. Arias llegó a lo más alto en política, luchó por mantenerse, generaba muchas antipatías y no tenía un influyente grupo de amigos ni base territorial.

Carlos Arias Navarro hizo un gobierno en el que decaía la influencia de los tecnócratas del Opus Dei amigos de Carrero. El nuevo presidente nombró ministro de Información y Turismo a un aperturista, Pío Cabanillas, e irrumpió con un discurso reformista en las Cortes, el 12 de febrero de 1974, redactado por Gabriel Cisneros. Arias Navarro, recibido como un impulsor del reformismo que había frenado Carrero Blanco, se caracterizó en lo que Lenin denominaba «un paso adelante, dos pasos atrás» para desesperación de sus colaboradores. Muchos de ellos provenían del sindicato de estudiantes (SEU), o de altos funcionarios de la administración del Estado que ocupaban segundos y terceros rangos en la presidencia del gobierno y en los ministerios, como Gabriel Cisneros, Juan Antonio Ortega o el diplomático Antonio de Oyarzábal, entre otros muchos.7

Nada más jurado el cargo de presidente del Gobierno, Arias diseñó un programa reformista que, al menos en parte, debió de comunicar a Franco pues es muy improbable que del discurso en las Cortes del 12 de febrero de 1974 Franco no estuviera enterado. Sin embargo, la camarilla inmovilista de Girón de Velasco y Utrera Molina acudieron a Franco para protestar por lo que consideraban una maniobra de descomposición de las esencias del régimen.

El general Gavilán relata el encuentro que le contó Utrera y lo más probable es que las descalificaciones vinieran de los inmovilistas más que de Franco, poco amigo de manifestar su opinión sobre sus colaboradores:

El discurso disgustó al Caudillo, quien llamó de inmediato al ministro Secretario General del movimiento, José Utrera Molina, para preguntarle «qué era eso del Espíritu del 12 de febrero», frase con que se conocía el programa de gobierno que Arias había presentado ante el pleno de las Cortes en aquella fecha. Utrera Molina, con el que siempre he mantenido una excelente relación, me contó que el Caudillo, con gran desagrado, le puntualizó que «el único espíritu válido era el del 18 de julio».8

Gavilán tenía la peor relación y opinión de Arias, al que consideraba un peligroso reformista, y recuerda que además a esto sumaba la manifiesta enemistad de Arias «con mi íntimo amigo Rodríguez de Valcárcel», alineado con los más firmes continuistas del régimen.

Con ocasión de la rectificación que Franco impuso a Carlos Arias por su enfrentamiento con el episcopado español por la homilía en favor de las libertades del obispo de Bilbao, Monseñor Añoveros, el presidente del Gobierno quedó desairado y, muy malhumorado, espetó al general Gavilán en el Club Puerta de Hierro de Madrid:

Vi a Arias en el club con Emilio Jiménez Millas, del que era muy amigo; se acercó a mí y me dijo: «Gavilán, muy pronto os vais a enterar de quien manda de verdad en España. Si os creéis que soy un Torcuato cualquiera estáis equivocados».

Gavilán no tardó ni veinticuatro horas en ir con el chivatazo a Franco:

Al día siguiente, en el Pardo, informé del incidente al Caudillo, que, como siempre, escuchaba pero no hablaba. Cuando terminé me dijo: «Gracias, Gavilán».

El discurso de Arias en las Cortes se volvió una referencia cada vez más vacía para los reformistas del régimen y colaboradores del presidente. La ejecución del anarquista Puig Antich, el 2 de marzo de 1974, condenado por la muerte del subinspector Francisco Anguas Barragán en un tiroteo, el incidente con el arzobispo Añoveros y el atentado de ETA en la calle Correo de Madrid diluyó el impulso inicial de Arias. El presidente del Gobierno recuperó la iniciativa con el cambio de ministros que hizo, imponiéndose a Franco, en marzo de 1975.

En el desgaste de Arias Navarro ante Franco, Gavilán comenta en sus memorias el viaje que el General Díez-Alegría, (un militar considerado «reformista») hizo a Rumanía. Trascendió que el presidente rumano, Ceaucescu, interrogó al general español sobre un eventual encuentro con Santiago Carrillo y le preguntó sobre cuál sería la posición del ejército después de la muerte de Franco. El viaje y la entrevista trascendió a la prensa y Arias negó ante Franco que hubiera autorizado el viaje. Díez-Alegría, un prestigioso militar, tuvo que dimitir. Se pregunta Gavilán:

¿Se puede creer que el Jefe del Alto Estado Mayor acuda a un país comunista sin autorización superior? Arias traicionó a Díez-Alegría y estoy seguro de que el Caudillo también lo supo. Pero un cambio drástico de presidente de gobierno, seis meses después de su nombramiento, daría alas a los enemigos del régimen, que se encontraban alertas».9

Como todo en la vida, Arias tiene su activo y su pasivo. Hasta el momento hay estudios parciales, en general muy negativos y la verdad es que la imagen que ha quedado de aquel presidente es la de un continuista del franquismo y, sobre todo, su patética aparición en televisión anunciando la muerte del Caudillo y leyendo su testamento: «Españoles, Franco ha muerto…». Arias no resultaba simpático, pero desde el punto de vista humano y político creo que fue un personaje poliédrico, con más importancia e interés de lo que hasta ahora se ha escrito.

Entre las muchas semblanzas que he leído de Arias Navarro, personaje muy relevante en aquellos meses, una de las más acertadas y equilibradas, a mi juicio, es la que ha realizado en sus memorias el embajador Antonio de Oyarzábal que tuvo gran proximidad con Arias Navarro durante dos años y medio en la sede de la presidencia de Gobierno, en el Palacio del Marqués Villamejor del paseo de la Castellana número 3, como miembro destacado de su gabinete:

Mención aparte merece don Carlos Arias Navarro. Para empezar, es preciso subrayar que Dios no le había llamado por el camino de la política a la que, sin embargo, los acontecimientos y la forma de actuar de un Régimen singular le habían atraído desde muchos años antes. Su paso por la Dirección General de Seguridad le marcaría indeleblemente con unos «reflejos condicionados» ante cualquier hecho político que convertían sus opiniones sobre hombres y acontecimientos en meras fichas policíacas.

Su norte político se limitaba a una fidelidad sin quiebras al Jefe del Estado –no extensible ni a la familia ni al entorno de éste– casi como si se tratara del administrador de una finca particular que se llamaría España. Los sucesivos esfuerzos de cuantos le rodeaban para que asumiera plenamente su responsabilidad e hiciera comprender a propios y extraños que el eje del poder político en aquellas circunstancias trascendentales había definitivamente pasado del Palacio del Pardo a Paseo de la Castellana 3, resultaron vanos.