El secreto de la oficina JS - Pablo Spector - E-Book

El secreto de la oficina JS E-Book

Pablo Spector

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Beschreibung

Esta es la historia de un suicida. Normalmente los suicidas tienen historias cortas porque se suelen matar a los pocos capítulos de comenzado el relato, pero en este caso, si bien al protagonista no le faltarán razones para hacerlo, circunstancias fortuitas o soplos vitales, tempestades más bien, lo guiarán por otros caminos tal vez más arriesgados. Un empleado que consume su tiempo en la oficina de forma automática y mecánica -siguiendo la lógica de millones y millones de vecinos a lo largo y ancho del planeta- se encuentra un día a sí mismo, mirando allí donde no tenía que mirar. ¿Ciencia ficción, literatura fantástica, o los avances de una tecnología cada vez más real? El suspenso y la tensión llevarán al lector a los límites de lo impensable, esos bordes en los que el pasado anuda con el futuro. Una idea tan temible que una vez desatada ya no se puede borrar.

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Spector, Pablo

El secreto de la oficina JS / Pablo Spector. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.

250 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-761-707-8

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a Margarita Roncarolo y Diego Paskowski

Capítulo Primero

Durante un tiempo pensé en suicidarme. Es curioso cómo la gente elige su manera de llegar al fin. Uno creería que hay un plan en concreto, un método misericordioso a la hora del dolor, o efectivo, con pocas chances de que salga mal. Quizás la rapidez sea un factor decisivo, pero la de suicidarse es una idea reiterativa, vertiginosa, que desde la nada misma golpea como un brote psicótico sin salida, y cualquier manera de acabar con el sufrimiento parece correcta. Lo imaginé de muchas formas distintas y de a poco la idea de arrojarme de la terraza de alguno de aquellos rascacielos se volvió tan atractiva que al término de cada entrevista laboral no podía sino esbozar una sonrisa.

Licenciada: Pero Fernando, su currículum no dice nada de trabajo con ASAP y metodologías ágiles.

Yo: Es verdad; como le dije, trabajé quince años en una empresa que pensaba incorporar estas tecnologías pero al final no lo hicieron.

Licenciada: Bueno, creo que es todo de mi parte. ¿Alguna pregunta?

Yo: Sí, ¿cuántos pisos tiene el edificio?

Licenciada: Veinticinco, creo, ¿por?

Yo: ¿Y tiene terraza?

Licenciada: Creo que sí, pero para tomar aire nosotros usamos el balcón.

Yo: Ah, eso está muy bien.

A veces subía hasta el último piso y veía que la puerta se abría y se cerraba pero nunca me atreví a salir del ascensor hasta que me pasó lo de Niemals Tot Seguros.

La empresa era una multinacional alemana, su nombre significaba “Nunca muerto”, cosa que encontré divertida hasta que anunciaron que iban a contratarme. Para mi sorpresa me largué a llorar. Nunca había llorado delante de un desconocido, pero tras hablar, googleé la traducción y no pude evitar sentir que si no pasaba la entrevista me tiraría de la terraza aunque el edificio tuviese un solo piso. Parecía el destino. La gente era agradable, el sistema en el que iba a trabajar era similar al que yo conocía y el sueldo me alcanzaba para pagar las deudas del funeral de mi mujer. Quizás hasta podía adoptar otro perro, ya que al anterior había tenido que sacrificarlo cuando enfermó para llevarse el último recuerdo vivo que me quedaba de Cecilia, con quien nunca tuvimos hijos porque nos conocimos de grandes y el accidente llegó antes que el embarazo.

Mi vida volvía a tener cimientos para asentarme en la tristeza de una manera más sana, y así animarme a espiar por sobre ella de vez en cuando. Niemals Tot accedió a darme un adelanto del primer sueldo y gracias a eso pude conservar el departamento. Con la puja del Banco, me había visto forzado a vender todas las pertenencias de Cecilia, y sólo conservaba el collar de plata que le había regalado al casarnos, que además es una reliquia familiar que se remontaba al siglo dieciocho: de haberla vendido habría podido pagar la deuda y el funeral, pero mis tatarabuelos jamás me lo habrían perdonado. Para algunos podría resultar estúpido estar dispuesto a perder la vida por un collar, pero mi padre me juró que durante el golpe militar de Onganía aquella pieza le había salvado la vida al desviar una bala perdida en una manifestación. De no ser por ese collar yo no habría nacido y por lo tanto venderlo era algo impensable.

La estructura del sistema informático de Niemals Tot era bastante más sencilla que la de mi anterior trabajo. En pocos días pude memorizar los giros más complejos de sus funcionalidades. La empresa tenía dos programadores a cargo del mantenimiento y un gerente general en el área de sistemas. Me costaba volver a concentrarme en ese mundo, pero de a poco la tristeza me había dejado un espacio para poder trabajar. La principal tarea de un tester es la de comprobar que el sistema trabaje correctamente en todos sus giros y recovecos funcionales más complejos. Entusiasmado, pedí acceso a la base de datos a uno de los dos programadores para hacer mis propias pruebas, Javier. Estaba a punto de terminar cuando se me ocurrió correr un script de testeo en las contraseñas de los usuarios para corroborar que estuviesen bien protegidas. El problema es que una vez que corrí el script ya no pude revertirlo y de inmediato se perdieron todas las contraseñas. Empecé a transpirar; aún nadie lo había notado y debía apurarme a reparar el error. La única manera de hacerlo era inyectar una base de datos en una instancia previa a mi script de testeo, pero para eso debía hablar con alguno de los programadores. Decidí buscar al otro para que nadie notara que había metido las manos en las bases de datos de la empresa. Gastón, el otro programador, se alarmó: el sistema estaba en fase de migración y mi script había comprobado que la actualización era por completa insegura, así que él decidió correr su propio script para asegurar mejor las contraseñas a la base de datos que tenían en el servidor. Pero sucedió que, cuando lo hicimos, no sólo no funcionó sino que se cortó la luz. Al volver la electricidad, la base de datos estaba arruinada y todos los empleados comenzaron a quejarse de que no podían acceder a sus computadoras de trabajo porque no les aceptaba la contraseña. Con mucho pesar les avisé que la nueva contraseña para todos era “123456” y que debían cambiarlas en forma manual. El problema no habría pasado a mayores de no haber habido un par de entradas fuera de registro del personal en cuentas de clientes de Alemania asegurados en la empresa. Básicamente, los jefes de los jefes de los jefes pasaron de tener una póliza total a tener la mínima. Desde luego, no tardaron en despedirme y no dudé en subir a la terraza del edificio que por suerte tenía catorce pisos.

Era una hermosa tarde de invierno, con un viento agradable y mis pasos casi no arrastraban sombra, lo que le daba a mi presencia la ilusión de estar ya casi afuera del mundo. Al llegar a la medianera tuve el instinto de no mirar hacia abajo, de treparme con la ayuda de un caño de ventilación para no perder el equilibrio. Vi colores diversos, el pelo de mi mujer, las piernas de mi madre pero una mano me tomó por la muñeca.

Voz desconocida: ¡Ey! No lo hagas. Bajá.

La chica, que debía tener catorce años, comía un sándwich, llevaba anteojos y vestía de blanco. Las dos trenzas de su pelo rubio aleteaban con el viento mientras ella, con suma tranquilidad, esperaba la respuesta. Al no tener planeado suicidarme delante de nadie, bajé avergonzado de la medianera con cuidado de echar un vistazo al abismo al que había estado a punto de entregarme. El corazón se me aceleró y empecé a transpirar, me bajó la presión y me senté en el suelo. La chica me ofreció un mordisco de su sándwich.

Chica: Los miércoles no son un buen día para suicidarse, los sábados es más común.

Rechacé el sándwich y traté de recomponerme.

Yo: Gracias.

Chica: No hay de qué. ¿Sos del edificio?

Yo: No, ya me iba…

Chica: Se nota. ¿Cómo llegaste acá?

Yo: Trabajaba en el segundo piso pero hoy me despidieron y como verás no me lo tomé muy bien.

La chica se sentó junto a mí y suspiró.

Yo: Disculpá que te haya expuesto a esta situación, ¿cómo te llamás?

Chica: Yo soy Guada.

Extendió su mano hacia mí.

Yo: Yo soy Fer.

Guadalupe: Y decime, Fer. ¿Esto de andar suicidándote te pasa seguido?

La ingenuidad en su tono de voz me hizo sonreír.

Yo: Sólo los miércoles y, a veces, también los sábados.

Guadalupe: ¿Y a qué te dedicás?

Yo: Soy tester de sistemas.

Guadalupe: ¿En serio? ¿Sistemas? Mirá qué casualidad, estamos buscando gente. ¿Por qué no me acompañás a la oficina y te presento a Martín de Recursos Humanos? La verdad es que ahora me da cosa dejarte solo…

Yo: Bueno.

Guadalupe terminó su sándwich y la seguí a través de la terraza sin comprender cómo una criatura tan ingenua y casual me había salvado la vida. Al llegar a la puerta que daba a los ascensores decidí que debía encontrar una manera de excusarme y escapar de una vez de aquélla vergonzosa situación. Podía quedarme en el ascensor y prometerle que iba a estar bien mientras la dejaba bajar en su piso, pero ella pasó de largo el ascensor y fue directo hacia la puerta siguiente porque alli trabajaba: en el último piso del edificio. Antes de que yo pudiera pensar en otra manera de huir, ya estaba dentro del pequeño galpón lleno de pilas de papeles por todos lados, escritorios sucios y vacíos, gente que conversaba de pie, teléfonos que sonaban y mucho calor. Seguí a Guadalupe hasta el final del corredor, en dónde golpeó la única puerta que había.

Guadalupe: Martín, ¿tenés un segundo?

Llegué a entrever la sombra de alguien que, del otro lado del vidrio y por el trasluz, parecía arrojar papeles al cesto de basura.

Martín: Pasá, Guada. ¿Qué hiciste ahora?

Martín, un tipo joven, usaba camisa y pantalón de vestir. Al encestar el tiro hizo un pequeño festejo.

Martín: ¿Y ese quién es?

Guadalupe: Lo encontré en la terraza, quería suicidarse.

Martín: Hoy es miércoles, qué raro.

Guadalupe: Síp.

Yo: No existen días para estar deprimido. Además no sé si lo iba a hacer, ya se me pasó. Me gustaría irme si me dejan…

Guadalupe: No, esperá. Fernando es tester de sistemas, Martín, ¿no estábamos buscando gente?

Martín: Ah, sí, creo que sí. Pero para la otra oficina, ya sabés…

Guadalupe: Ah… claro. ¿Y no podrán hacer una excepción? Pensá que por un saltito más casi llega solo.

Miré a Guadalupe y a Martín sin comprender.

Yo: ¿A dónde?

Guadalupe: A la otra oficina, en el primer piso del edificio de enfrente.

Me puse colorado.

Martín: Dejame ver, quizás podamos hacer algo para que trabaje acá, veo que le tomaste cariño y no quiero que te la pases yendo y viniendo a la otra oficina con la excusa de ir a ver cómo está el suicida que adoptaste.

Los dos se rieron un poco, y si bien pensaba que la situación no podía ser más incómoda, me equivoqué:

Martín: Hace un rato se cortó la luz, ¿tenés idea de cómo puedo hacer para recuperar mi contraseña? Justo me había puesto a cambiarla, mirá qué mala suerte.

Guadalupe me llevó de la mano hasta la planta baja del edificio y se despidió con un abrazo; al girar para ver si se había ido la encontré en el mismo lugar, dispuesta a vigilar mi salida del edificio. Se bajó la mejilla izquierda con el dedo índice justo debajo del ojo y me saludó con énfasis con la otra mano para alejar a los fantasmas. Para devolverle el gesto, caminé de espaldas a la salida y comencé a aletear mis brazos como si estuviera volando.

Mi puesto de trabajo era un pequeño nicho armado al fondo del galpón, a pocos pasos de la oficina de Martín. Guadalupe iba a la oficina unas pocas horas dos o tres veces por semana y nunca se olvidaba de saludarme. Se encargaba más que nada de hacer trámites y cada tanto asistía a reuniones con todo el equipo en la otra oficina, donde trabajaba su padre. Dijo tener veintiséis años, pero para mí rondaba los catorce.

Había datos para tirar al techo, pilas y pilones de registros hechos a mano en diversas caligrafías y colores de tinta. Los datos estaban encriptados en algún tipo de código que yo desconocía. Mi trabajo era testear que no quedaran errores a la hora de pasarlos al nuevo software. Tenían, además, un viejo sistema en el que ya habían cargado miles de registros que también debían migrarse a la última tecnología. Como no daban abasto y necesitaban gente, me sumaron como contratista externo por unos meses a declarada condición de que no me suicidara.

La máquina de café que funcionaba a veces sí a veces no, estaba muy cerca de mi silla. Luego de dar un primer sorbo la gente desarrolló el hábito de dedicarme el veredicto: a veces me tocaba una sonrisa y a veces un entrecejo fruncido; como si yo fuera el nuevo encargado de preparar el café.

Mercedes Aurora de Lárraga y Cosset medía un metro veinte de ancho, uno cincuenta de alto y cubría su cuerpo con distintas capas de telas de colores. Teñía de negro su pelo enrulado y unos anteojos de marco grueso dejaban ver tras varias capas de cristal, los ojos verdes inquietos y apenas desviados; era la encargada de revisar una a una las hojas escritas a mano y, con el teclado, transformarlas en nuevos registros del sistema; sin ella nada de todo lo que hacíamos era posible y estaba allí desde el comienzo del proyecto. Ocupaba dos escritorios y, según los rumores, se había comido al ocupante de la segunda silla, en donde cada día ella dejaba una fruta o un yogurt para rendirle honores.

Damián Del Túnel y Marcos Puerta trabajaban frente a Mercedes, y si bien eran de distintos proyectos, a los dos les gustaba enviar mails con videos de hazañas de cachorros de toda clase de animales. Damián era el especialista del viejo software y Marcos del nuevo, ambos referentes para mí cuando tenía alguna duda. Damián era colombiano y desde hacía dos años vivía en Buenos Aires. Nunca se acercaba a la máquina de café. Cuando hablaba intentaba hacerlo como porteño pero a mí me parecía un poco forzado y no me gustaba escucharlo. Marcos, en cambio, era el típico porteño de zona sur y lo único forzado en él era la ortografía cuando enviaba algún mail a la cadena de Desarrollo, siempre con el video adjunto de tiernos gatitos: “Mirá, Damián, este parese más edukado que Sergio cuando commitea en el branch de Esteige”.

Junto a él se sentaba Juan Ortiz, un tipo que rondaba los cincuenta años, que por lo general usaba camisas exóticas y, cuando levantaba el teléfono, parecía estar siempre en medio de una situación de crisis. Lo seguía Guillermo Goicochea y Ana Velázquez que hablaban todo el día y discutían en voz alta las decisiones del otro. Se sentaban enfrentados, y tras cada pelea, tenían la costumbre de dejar de hablarse, momento que todos parecían disfrutar, como quien absorbe hasta la última gota azucarada de una fruta. Llevaban años como compañeros de trabajo y, de lo extraño que resulta el hecho de pelearse, habían logrado naturalizarlo. Guadalupe me contó que cuando su padre trabajaba como líder del proyecto solía llevar, a plena vista y en el pizarrón del pasillo, una tabla con los nombres de los dos, a los que sumaba cruces cada vez que ganaban un argumento sin haber levantado la voz. Antes de poder declarar un ganador a su padre lo ascendieron y todavía en la otra oficina lo cargaban con que era el gerente del área sólo por haber logrado mantener tranquilos a aquellos dos todo ese tiempo.

Apadrinado como estaba por la hija del gerente, no tardaron en enterarse de que había intentado suicidarme, y tuve que tomarme con tranquilidad el ser invitado de manera solidaria a la mayoría de las conversaciones por las que pasaba cerca. Lo bueno de aquello era que me sentía bienvenido y lo malo era que debía aceptar el rol de “suicida en potencia”. Guadalupe, por momentos, pasaba por mi lugar de trabajo para quedarse callada y de pie unos segundos antes de retirarse, lo que me hacía sentir incómodo. Mercedes adoptó el hábito de ofrecerme un mordisco de lo que fuera que trajese para comer por las mañanas; Ana y Guillermo hacían una pausa en sus discusiones para preguntarme cómo estaba, como si cada día yo hubiese vuelto de mis vacaciones, y cada vez que salía de la oficina los ojos de todo el mundo se clavaban en mi nuca: “¿Saltará hoy? No, no creo, todavía no es sábado.”.

No tuve mayores complicaciones a la hora de hacer mi trabajo, tras haber resuelto un par de dudas con Damián ya estaba capacitado para testear por mi cuenta y como pasatiempo empecé a teorizar sobre el origen y utilidad que podían tener los datos encriptados de la empresa. Trabajábamos terciarizados para el Estado en un proyecto especial dentro del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos llamado “JS”. Mercedes creía que JS significaba Justicia Social y nosotros éramos los primeros en recibir los datos de las denuncias, que venían encriptadas desde todos los rincones del país. Ana decía que había oído que JS era un nombre y que todos los datos que juntábamos eran resultado de una investigación que abarcaba varias décadas de esfuerzo e implicaba a muchas familias de la mafia. Guillermo se reía a carcajadas y decía, cada vez que Ana sugería ese rumor, que JS significaba Junta de Soretes; que nosotros ayudábamos a los gobiernos a manejar sus registros de corrupción. Damián y Marcos sostenían la teoría más popularizada en la oficina, que JS significaba JavaScript y lo que hacíamos nosotros era armar de a poco una gran librería JavaScript a ser ensamblada a un sistema más grande que manejaría esta gran cantidad de datos de una manera mucho más veloz y ágil. Fuera cual fuese la verdad, nadie la sabía y se pensaba que sólo el Gerente podría tener una idea al respecto, así que le intenté preguntar a Guadalupe.

Guadalupe: Ni idea. Yo, en realidad, soy una pasante, nunca me dicen nada.

Yo: Pero tu papá debe saber.

Guadalupe: Mi papá no sabe nada, hace lo que le dicen. Puede que sea el Gerente del área pero arriba de él están Carlos y Manuel, sin contar la gente del Ministerio. Por algo es secreto. Veo que ya te picó el bicho del “Código”…

Yo: ¿Qué es el código?

Guadalupe: Alan lo llama así. No serías ni el primero ni el último en perderse en las teorías y fábulas respecto del significado de los datos que esconde el código de encriptación de la empresa. El último experto en el tema fue Ezequiel. Las chicas lo visitan el día de su cumpleaños; yo a veces voy con unas facturas.

Yo: ¿Está jubilado?

Guadalupe: En el manicomio. Hubo un accidente y se decidió que lo mejor era dejarlo un tiempo ahí. Ezequiel no hacía otra cosa que hablar del código todo el día; una vez lo encontraron mientras husmeaba en la oficina de mi papá, cuando se le acercaron estaba pálido, aterrado y miraba a todo el mundo con miedo. Tardaron quince minutos en tranquilizarlo: se había atrincherado detrás del escritorio y tuvieron que llamar a la seguridad del edificio, un papelón.

Al parecer, pensar mucho en el tema era peligroso, y decidí distraerme con otros asuntos. Los tres meses de prueba en el trabajo pasaron rápido y utilicé el tiempo libre para pintar el departamento de blanco; desde hacía ya un año, el viejo beige se había cansado de mantenerlo habitable. Luego de haber quedado efectivo como monotributista en la empresa no obtuve ningún beneficio extra, pero al menos la gente dejó de controlar mis movimientos en la oficina por temor a que me suicidara. Aún evitaba la terraza, pero a veces me daba el lujo de abrir la ventana del baño lo que generaba avergonzadas caras de pánico en la gente que entraba y salía del toilette.

Una mañana, al fin conocí al padre de Guadalupe. Nos reunieron a todos en el medio de la oficina, de cara al pasillo, y Arturo, vestido con camisa y jean, se paró junto al pizarrón.

Arturo: Hola a todos. Buen día. ¿Cómo les va?

La empleada con el cabello ondeado y teñido de rubio que se sentaba delante de todo con los del área contable, respondió: Buen día, Arturo, ahí en la mesada hay facturas si quiere.

Arturo: Gracias, María. Después me agarro una. ¿Cómo les va a todos? Hace tiempo que no vengo para acá…

La gente saludó a coro y con respeto.

Arturo: Bueno, me alegra mucho oírlo. La razón de que haya venido hoy es que tengo una noticia para compartir con todos ustedes. Hace dos meses llegó un nuevo cargamento de documentos para ser estudiado y cargado al sistema, el Ministerio lo envió con discreción y lo clasificó como prioridad. Recién hoy puedo darles el aviso oficial porque me pidieron que hiciera una revisión para definir los equipos de trabajo. En principio íbamos a encararlo únicamente en la otra oficina pero la cantidad amerita que también contemos con la ayuda de ustedes. ¿Claudio, dónde estás que no te veo?

Un hombre al que yo no había visto antes levantó la mano entre la multitud; pelo largo y negro, anteojos.

Claudio: Acá estoy, acá estoy.

Arturo: Ahí estás, bien. Claudio va a trabajar con Mercedes en esta oficina hasta que terminemos con la documentación. La idea es que en el plazo de cuatro meses logremos cargar hasta la última hoja de datos. Como la presión es mucha, el Ministerio autorizó el pago de bonos para quienes sobresalgan en esta tarea. Paso a detallar. -Arturo le sacó el capuchón a un marcador y se puso a escribir mientras decía -Para la persona que haya logrado pasar la mayor cantidad de registros al nuevo sistema al término de los cuatro meses, el bono es de diez mil pesos.

La gente festejó la noticia con aplausos; Mercedes se atragantó con una pera.

Arturo: Para el segundo lugar, el bono es de siete mil.

Damián: Hace tanto que quiero viajar a Marruecos.

Marcos: Quizás podamos ir juntos.

Arturo: Y para el tercer lugar el bono es de cinco mil pesos.

La gente volvió a aplaudir.

Guillermo: Para qué aplaudís, Ana, si sos re lenta tipeando.

Antes de que Ana pudiera contestar, Arturo volvió a hablar:

Arturo: Además de los tres bonos, las horas extras van a pasarse el doble que lo habitual y la oficina va a estar abierta de ocho de la mañana a ocho de la noche todos los días hábiles. Las personas que no quieran participar de este proyecto no están obligados. Julieta, si vos no querés ya hablé con Guada para que se turne con vos cuando tenés facultad para cerrar la oficina.

Ante eso la secretaria, que se sentaba junto a la puerta y abría todas las mañanas, asintió.

Arturo: ¿Alguna pregunta?

Juan Ortiz levantó la mano.

Juan: ¿Los programadores también podemos participar?

Algunos en el fondo rieron.

Arturo: No, es un trabajo para Mercedes, Claudio y el equipo de testers.

Juan: Ahí se fueron mis vacaciones a Perú.

Una hora más tarde empezaron a trasladar a la oficina cajas y cajas de papeles que acomodaron como pudieron en el ya abarrotado galpón. Como yo era el nuevo, mi puesto de trabajo fue rodeado al punto que debía saltar dos torres de puro papel para poder ir al baño. Mercedes se encontró con un problema similar. Guillermo y Ana colocaron sus cajas en el pasillo, dificultándole el paso a los que pretendían llegar a la máquina de café. Damián y Marcos estaban desanimados por no haber entrado en el plan de bonos y aún así tener que ayudarnos a organizar el trabajo. Comenzamos de inmediato y, al finalizar el día, Mercedes quedó primera, nunca la había visto escribir tan rápido ni estar tan entusiasmada con algo.

Terminé el día exhausto. Tuve que ayudar a mis compañeros a cargar los cajones fuera de la oficina, y para cuando finalizamos era tan tarde que no pude alcanzar el último subte y debí volver en colectivo. No tenía hambre así que me fui directo a la cama. El nuevo trabajo no me despertaba ningún interés. Era monótono, aburrido, tedioso. Pero los bonos podían venirme bien para terminar con las deudas y dejarme en condiciones de volver a ahorrar algo de dinero. En cualquier caso, yo no estaba de ánimos como para poner tanto de mí en algo que no fuera mi propia tristeza.

El día siguiente fue peor: las hojas, de una caligrafía imposible, parecían escritas por duendes con Parkinson, sin duda Mercedes ganaría el primer lugar mientras nosotros seríamos utilizados para que el gerente quedara bien con el Ministerio. Cada hoja me llevaba dos horas de trabajo, la oficina parecía envuelta en un repentino silencio de biblioteca, las paredes se veían pequeñas y asfixiantes y el aire se tornó insuficiente. Era tanta mi angustia que debí salir un par de veces a la terraza para tomar aire, hasta que en una vuelta Guadalupe me interceptó.

Guadalupe: No estarás pensando en saltar otra vez, ¿no? Te veo muy inquieto...Se sentó en el suelo de espaldas a la medianera para, por las dudas, bloquearme el paso; sacó un chocolate del bolsillo del chaleco y me ofreció la mitad.

Yo: No, tranquila, hoy no es sábado...

Me senté junto a ella con cuidado, acepté el chocolate y largué un suspiro.

Yo: Es este trabajo, no sé si quiero seguir con esto. ¿Vos no te aburrís?

Guadalupe: Ni loca, me encanta… es emocionante. Todos los días pasan cosas distintas, cuando estoy acá me siento viva. Hoy por ejemplo tuve que hablar con el Secretario del Ministerio para llevarle unos papeles de mi papá y me regaló este chocolate.

Yo: Está bueno, es de menta, ¿no?

Guadalupe: Está bárbaro. Deberías venir conmigo a la otra oficina, que es mucho más divertida que esta. La gente siempre contenta, va todo el tiempo de acá para allá… Además tenés que aportar al libro de firmas para salvar a los pingüinos, no puedo creer que todavía no lo hayas hecho, es una condición para trabajar en esta empresa.

Yo: Me encantaría…

Guadalupe: ¿Querés que le pregunte a mi papá? Yo lo conozco, si te va bien con este encargo especial del Ministerio seguro que te deja venir a trabajar con nosotros. Así, además, estás lejos de esta terraza que, cuando no estoy cerca, me genera tanta desconfianza.

Yo: Cortala, ¿querés? No me voy a suicidar. Estaba jugando, y casi hasta me creo el juego, de no ser porque te encontré acá... ¿Vos pensás que podría conseguir el pase?

Guadalupe: Todos los suicidas son bien recibidos en la oficina de enfrente. Dejame que lo charle con mi papá y te digo.

Le extendí la mano:

Yo: Trato hecho.

Guadalupe me dio un apretón con las manitos y al incorporarse ayudó a que me levantara. No iba a resultar fácil para mí concentrarme en esta tarea, que poco y nada tenía que ver con mi especialidad, pero valía la pena intentarlo si con ello lograba pasar más tiempo con Guada, mi pequeña amiga de la azotea. Regresé entusiasmado a mi computadora y me quedé hasta las ocho de la noche para tratar de encontrarle sentido a los jeroglíficos que habían dejado sobre el escritorio. Al día siguiente, Guadalupe volvió con la noticia de parte de Arturo de que si salía entre los tres ganadores del concurso de bonos tendría un pequeño espacio en la otra oficina y él hablaría con el Ministerio para conseguir un permiso especial, dado que para trabajar en aquél edificio, se requerían al menos cinco años de antigüedad.

El incentivo de un beneficio extra no lograba hacerme más eficaz en la interpretación de aquel lenguaje amerindio, pero sí combatía la tristeza que limitaba mi concentración; a las dos semanas, comprendí que había un patrón para resolver los problemas caligráficos de quiénes habían realizado los documentos. Algo insoportable era descubrir, en la página ocho por ejemplo, que la “R” era una “P” y por lo tanto debía actualizar las primeras siete páginas con esta información antes de ingresar los datos al sistema. Luego de pensarlo un poco, me tomé el fin de semana para armar un script que me permitiera alterar los registros que considerara pertinentes. Para eso utilicé un vector por cada letra del alfabeto occidental, de tal manera que cada letra pudiera obtener “x” cantidad de variables. Así podía ingresar a cada caracter cuantas posibilidades de valor final quisiese y, antes de finalizar, probar una a una en forma integral a través de toda la librería de ese autor, todas las combinaciones existentes hasta hacer que el sistema lo tomase. El color de la tinta o el tipo de birome era lo que por lo general me indicaba la aparición de un nuevo puño y letra, o también la clase de papel o el estado de la hoja.

Decidí no compartir mi invención con nadie y, tampoco le comenté el asunto a Guada, porque quizás aquello podía llegar a ser considerado como trampa. Luego de una semana estaba listo para corregir, en cualquier momento y con un solo click, todos los errores de cada uno de los anónimos ñoquis estatales detectados hasta entonces.

Al final de cada día, el equipo de testing se reunía a mirar quién había subido más registros y mi nefasto record de amateur sobresalía en el último lugar con cero registros ingresados. Guillermo peleaba codo a codo con Ana todos los días y Mercedes siempre terminaba en primer lugar por una vasta diferencia, seguida por Claudio. Mientras la gente se acostumbraba a ignorarme en la competencia interna yo incorporé el hábito de subir al menos una o dos hojas correctamente cada día para no levantar sospechas. Al enterarse de mi triste posición en la tabla, Guadalupe intentó levantarme el ánimo: cuando finalizaba las agotadoras jornadas de horas extra, pasaba por la oficina para que fuéramos a cenar. Yo estaba muy lejos de alcanzar a los demás, empecinados en escribir como pulpos sin cometer errores. Como se trataba de un código, cada vez que había un caracter incorrecto el sistema detectaba el error y no permitía guardar el registro. En tanto mis documentos fallaban tres o cuatro veces por hoja, los de ellos eran aceite de oliva en un bol de plata. Tantos años de trabajar para el Ministerio había dado al equipo un talento único para comprender la caligrafía ajena al punto que empecé a sospechar que, al menos Mercedes, reconocía a los autores de cada una de las hojas entre los registros de su memoria, como quien advierte el retorno de un amigo invisible tras una larga ausencia. Cuando le expliqué a Guadalupe mi frustración por la gran desventaja que mantenía respecto de los demás, ella me dio una palmadita en el hombro y dijo que si bien hasta entonces los acuerdos con su padre nunca habían sido justos, él era un hombre de palabra, y la promesa de un lugar para mí en la oficina de enfrente era una alentadora excepción. Si bien casi todos trabajaban allí desde el inicio de la compañía, Mercedes se había mudado al galpón hacía poco para contar con el lujo de instalarse en dos escritorios debido a su problema de sobrepeso, por lo que su lugar en la vieja oficina aún estaba vacante.

Sumergido en esta rutina de letras y números, los cuatro meses pasaron más rápido de lo que había supuesto, y dada la repentina cantidad de registros ingresados en un instante, me resultó complejo no levantar sospechas con mi script. Debí tomar la precaución de usarlo sólo cuando nadie estuviera logueado al sistema, atento en especial a los recesos de Claudio y de Mercedes. Las peleas entre Guillermo y Ana también eran un buen momento para dar un par de clicks, y además contaba con la suerte de que a partir del segundo mes tanto Claudio como Mercedes, confiados en la ventaja que llevaban, pasaron a entrar tarde a la oficina, lo que me permitía hacer buenos adelantos a última hora de la jornada y a primera hora por la mañana de modo de justificar mi súbito progreso con un esfuerzo madrugador.

A pocos días de finalizar el cuarto mes decidí apurar el ritmo y pronto mi nombre volvió a sonar en los pasillos de la oficina, ya no como “el suicida” traído de la mano por la hija del gerente, sino como el de un verdadero competidor en la carrera de bonos. Mercedes me felicitó personalmente con las galletitas que, desde la segunda semana de la competencia, habían reemplazado a los yogures, Claudio lo hizo de modo formal, y si bien se notaba que sospechaba algo no dijo nada. Ana y Guillermo compraron una tanda de facturas en mi honor pero de inmediato arruinaron el gesto con una nueva pelea, que dejaba en claro lo poco que les gustaba mi súbita aparición en la tabla de posiciones. El anteúltimo día todos dieron lo mejor de sí, pero ni Guillermo ni Ana pudieron con mi script y quedé en tercer lugar. La gente me felicitó animada y todos comimos sandwichitos de miga, cortesía del Ministerio, mientras Mercedes ingresaba a la vista de todos, la última hoja de la última caja de cartón.

Finalizada la competencia, Guillermo quedó en cuarto lugar, pero antes de poder festejar su triunfo sobre Ana, debió tomarse el día para descansar, ya que había pasado la última semana con una feroz conjuntivitis. La gente estaba contenta: habíamos terminado con todos los registros una semana antes de lo previsto y Julieta llevó a nuestro sector dos botellas de champagne cortesía, aclaró, de la Administración y no del Ministerio. Yo estaba exhausto, feliz de poder descansar de todo aquello. Por la tranquilidad en el tono de voz de Mercedes al recibir los aplausos cuando al fin había terminado de ingresar la última línea de código, deduje que habría podido continuar con aquel ritmo inhumano hasta fin de año. A lo largo de los meses, yo había llegado a contar al menos quince personas distintas como autores de aquellos documentos, y de no haber podido encontrar coincidencias no me cabe duda de que hubiera acabado en el último lugar. Yo no era un data entry sino un tester, mi trabajo no era ingresar datos sino utilizarlos para probar el funcionamiento de una aplicación. Sólo había podido sobrellevar esta tarea gracias a Guadalupe, quien nunca había dejado de creer en mí. Había tenido que expandirme un poco en el campo de la programación y, para mi sorpresa, me había resultado muy placentero. En la otra oficina quizás podría especializarme más en esta rama del oficio, pero primero lo primero: guardé un par de sándwiches envueltos en una servilleta dentro del bolsillo del pantalón, con las manos libres tomé dos vasos con champagne, y aproveché el alboroto para invitar a Guada a celebrar nuestro triunfo con un picnic en la terraza; tenía que saber cómo se sentía salir de aquel lugar sin que nadie lo notara.

Capítulo Segundo

Desde la muerte de Cecilia, la imagen de su cuerpo en la morgue me tomaba desprevenido cuando hacía las tareas más cotidianas. Tras un tiempo de haber convivido con alguien a quien uno ama, su manera de ser y de pensar suele instalarse en nuestras mentes como propias. La parte de mí que intentaba seguir adelante consideraba estas sensaciones como una enfermedad de la que sólo podría librarme con ayuda. Pero no podía estar siempre acompañado: a medida que mi vida volvía a encaminarse, cada vez que hacía las compras en el supermercado, cocinaba, limpiaba o miraba una película, me invadía una tristeza seguida de aquella detestable imagen y lloraba. Cuando tenía suerte era tan sólo un momento, pero a veces duraba horas.

El permiso para que yo trabajara en la nueva oficina era una excepción, y Arturo me dijo que tardarían varias semanas en dar el “okay”. Guada me dijo que había entregado en mano la petición a nombre de su padre al Secretario del Ministerio, Luis Aráoz, así que sólo era cuestión de esperar. Mientras tanto, en el galpón, no tenía ánimos para sumarme a ninguna de las charlas de oficina: si alguna de las habituales discusiones entre Guillermo y Ana hubiera escalado a contacto físico no me habría dado cuenta. Como el concurso por los bonos había logrado vitalizarme un poco, decidí continuar con el script hasta transformarlo en una aplicación trasladable a cualquier terminal de trabajo. Me sentí mal por Mercedes, ya que mi invento ponía en jaque su maestría en la caligrafía ajena, pero utilizado en conjunto, podía correrse por sobre los datos ingresados de cientos de empleados a la vez y acelerar el proceso.