El secreto de María - Luis María Grignion de Montfort - Santo - - E-Book

El secreto de María E-Book

Luis María Grignion de Montfort - Santo -

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Beschreibung

Este libro recoge dos de los escritos marianos más relevantes de san Luis María Grignion de Montfort: «El secreto de María» y el «Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María», obras que se consideran piezas clave en la comprensión y evolución de la espiritualidad mariana. Luis María Grignion de Montfort debe su fama como adalid de la devoción a la Virgen a estos escritos, y a la fórmula que él mismo acuñó y popularizó: «Por María, en María, con María y para María» para propagar la consagración a la Santísima Virgen.

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Introducción

San Luis María Grignion de Montfort, o el «Santo Montfort», como se le denomina con frecuencia en la literatura popular mariana, es, sin duda alguna, una figura apasionante en la hagiografía de los siglos XVII y XVIII, ya que se encuentra a caballo entre ambas centurias. Contra lo que podía preverse en un principio, su vida ministerial se vio muy probada por enormes incomprensiones y trato vejatorio de quienes menos cabía esperarlo.

Su itinerario pastoral, sembrado de dificultades y cruces, por varias diócesis de la Bretaña francesa, es escasamente conocido. En cambio, su fama como adalid de la devoción mariana de los últimos tiempos se debe a haber sido el apóstol por excelencia de la Perfecta consagración a la Santísima Virgen, según la consabida fórmula que él acuñó y popularizó: «Por María, en María, con María y para María».

Examinando a fondo su personalidad religiosa, en el contexto histórico de la época, cabe afirmar que Montfort aparece como heredero de la tradición espiritual y misionera de la Francia postridentina. Y, dejando a un lado aspectos controvertidos que no vienen al caso, emerge sobre todo un hecho indiscutible: nadie le puede arrebatar su mayor mérito, que consiste en representar dignamente una elevada cima en la historia de la devoción y espiritualidad mariana.

No tienen razón quienes atacan con irresponsable ligereza la doctrina mariana de este apóstol bretón, sin haberse molestado en estudiar a fondo toda su obra literaria y sobre todo la impresionante gesta evangélica protagonizada por sus afanes misioneros. En estas breves páginas de presentación de sus dos tratados marianos, el lector encontrará datos que iluminan, con suficiente claridad, tanto su perfil biográfico como su valiosa herencia escrita.

Nos hallamos, sin duda, ante un excelente «autor clásico mariano», sin ningún género de hipérbole. Pocas figuras habrán influido con más notable repercusión en la espiritualidad mariana de la Iglesia como nuestro santo francés. El papa Juan Pablo II no vaciló en citarle repetidas veces en sus alocuciones. Y, desvelando su propia intimidad y legítimas preferencias devocionales, añadió que los escritos marianos de Montfort le acompañaron durante toda su vida, incluida, por supuesto, su prolongada y fructífera etapa papal. Aquí reside, probablemente, una de las claves interpretativas de su profunda piedad mariana de la que todos hemos sido testigos.

1. Breve reseña biográfica

Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort-La Pata (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignion y Juana Robert. Bautizado con el nombre de Luis, añadiría el nombre de «María» al ser confirmado en el vecino pueblo de Iffendic, donde pasó su infancia. Frecuentó el colegio jesuítico de Tomás Becket, en Rennes, donde fue congregante mariano.

Pasó ocho años en París (1693-1700), completando sus estudios teológicos en el seminario de San Sulpicio, donde se preparó concienzudamente para el sacerdocio. Su conducta fue altamente ejemplar con máximo aprovechamiento. El 5 de junio de 1700 –contaba entonces 27 años– fue ordenado sacerdote y, poco después, celebraba su primera misa ante el altar de Nuestra Señora del famoso centro sulpiciano. Sintió viva inclinación para evangelizar tierras de infieles en misiones extranjeras, pero su director le disuadió de ello, mostrándole el rico campo apostólico que se le ofrecía en la misma Francia.

Se incorpora a la comunidad de Renato Lêvèque en Nantes. Las vicisitudes de su ministerio resultaron sumamente dolorosas por los frecuentes rechazos, prejuicios y calumnias que recayeron sobre su original estilo apostólico, un tanto extraño o atípico, en el ambiente de su tiempo. En algunas ocasiones se vio obligado a ejercer lo que él llamó gráficamente una «predicación silenciosa» o simplemente testimonial, ya que no se le permitía hablar en público. Y, por otro lado, la mentalidad jansenista de bastantes comunidades asfixiaba sus ideales evangélicos.

Parece que fue en la ermita de San Lázaro, cerca de su pueblo natal, donde recibió una inspiración celestial para escribir sus dos obras más importantes: Le secret de Marie ou l’esclavage d’amour de la Sainte Vierge y el Traité de la vrai dévotion à Marie, cuya redacción tuvo lugar en el último quinquenio de su vida, es decir, entre 1710 y 1715. Entre la fecha de su ordenación y esta época, casi conclusiva de su breve itinerario terreno, transcurren interesantísimas experiencias interiores que aceleran la maduración de su sacerdocio, intensamente pastoral, ejercido tan sólo dieciséis años, abnegados y copiosamente fecundos.

Fue en esta etapa cuando se sintió prácticamente abandonado como objeto de constantes recelos y sospechas. Dos facetas de gran relevancia merecen destacarse: la de misionero apostólico y la de fundador.

a) Misionero apostólico. Era esta su vocación definitiva. Había dado en Poitiers varias misiones con ubérrimos frutos espirituales. Pensando en su apostolado en ultramar se encaminó a Roma, donde fue recibido en audiencia privada por Clemente XI, enérgico debelador del renacido jansenismo, quien le aconsejó quedarse en Francia fiel a su vocación evangelizadora. Le confirió gustoso el título de «misionero apostólico».

En el decenio que le resta de vida, Montfort misiona incansablemente pueblos y aldeas rurales, dentro de terribles contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint-Malo y Saint-Brieuc (1707-1708), y en Nantes (1708-1711). Los últimos años trabaja también apostólicamente con ritmo más sosegado en las diócesis de La Rochela y Luçon, donde cosechó abundantes frutos regados con indecibles sufrimientos. No sin agudeza, repetía a menudo el santo Montfort: «Ninguna cruz: ¡Qué cruz!». Aterradora fue la soledad en que se vio sumido al ver que los más cercanos le retiraban su conversación, evitando tratarle. A una misiva de su reducido epistolario corresponde el siguiente párrafo particularmente revelador de su «noche oscura»: «No tengo más amigos que Dios sólo. Todos los que tuve en otro tiempo en París, me han abandonado» (Carta 15). Todavía más elocuente es este fragmento de su Carta 26: «Me encuentro como una pelota durante el juego: tan pronto la arrojan de un lado cuando la rechazan del otro, golpeándola con violencia. Así estoy yo sin tregua ni descanso, desde hace tres años».

Estos lacónicos textos autobiográficos ponen de relieve la talla y el temple moral de todo un luchador que se va dejando jirones del alma en el duro frente de batalla. Montfort es, ante todo y sobre todo, misionero apostólico, siempre en contacto con el pueblo pobre, ignorante y necesitado. Fundó en Nantes un hospital de «Incurables» y frecuentó el hospital parisino de La Salpêtrière, donde se encontró con 5.000 enfermos.

Su última misión fue la que dio en San Lorenzo de Sèvre a principios de abril de 1716. El 27 de este mismo mes dictó su testamento espiritual y al día siguiente expiró santamente. Más de 100.000 personas de toda la comarca de La Rochela acudieron a venerar los restos de su querido apóstol y misionero. A partir de su muerte, la fama de santidad fue creciendo de forma imparable: el 22 de enero de 1888 fue beatificado por León XIII, y el 20 de julio de 1947 tuvo lugar su canonización por Pío XII.

b) Fundador. Su plena inserción en las Iglesias locales, donde dejó profunda huella con su predicación de genuino apóstol popular, no eclipsa otro aspecto interesante de su exuberante personalidad religiosa como es el carisma de fundador, que el Señor le otorgó para perpetuar su eficacísima obra apostólica y su relevante condición de apóstol de la devoción mariana.

En las afueras de La Rochela y en una ermita llamada de San Eloy compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, que habían de dedicarse a la educación de las niñas pobres, mediante una tarea de enseñanza bien articulada. Sus colegios se llamarían «Escuelas de la Sabiduría». Tuvo el consuelo de ver en marcha esta fundación iniciada con dos jóvenes entusiastas y voluntariosas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet.

Experimentó con fuerza la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes consagrados íntegramente a misionar por los pueblos más desasistidos. A pesar de sus agotadores esfuerzos, apenas vio brotar la semilla. En su última misión le acompañaron dos colaboradores, Renato Mulot y Adriano Vatel, que serán los dos primeros miembros de la naciente y ansiada Compañía de María. Montfort se muestra extremadamente exigente con sus futuros seguidores. En su Carta circular a los Amigos de la Cruz, describe a sus discípulos «como intrépidos y valerosos guerreros en el campo de batalla, sin retroceder un solo paso» (AC 2). Sin embargo, en el Tratado de la verdadera devoción, su descripción y exigencias se revisten de tonos más benévolos e indulgentes: «Aman el retiro, se aplican a la oración, a ejemplo y en compañía de su Madre, la Virgen María» (VD 196). Montfort llegó en sus fundaciones hasta el supremo desprendimiento interior. Sabía que eran obra de Dios y que, a su tiempo, florecerían y fructificarían, por concesión gratuita de su amorosa providencia. Cuando muere sólo cuenta con cuatro hermanos y cinco hermanas. Habrá que esperar varias décadas antes de que sus discípulos se multipliquen. Se cumplen, así, una vez más las palabras de Jesús: «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24).

2. Fecundo escritor mariano

San Luis María fue excelente escritor ascético, aprovechando con acierto y fino sentido pedagógico varios géneros literarios, incluido el poético. Era un consumado maestro en el uso de toda clase de recursos populares, prefiriendo los cánticos. Para formarse idea de su facilidad y éxito en utilizar este último medio conviene advertir que se aproximan a 24.000 los versos compuestos y musicalizados para hacer memorizar a los fieles los más variados temas misionales.

Puede conjeturarse la extraordinaria eficacia de su predicación evangélica, que él atribuía a la poderosa intercesión de la Virgen, cuya estatuilla le acompañaba siempre junto al crucifijo. No se separaba jamás de la imagen de Nuestra Señora, que colocaba en su habitación, en el confesionario, en el púlpito y en todas partes donde actuaba. Era su mayor garantía como «Reina de los corazones». Amantísimo de María desde su más tierna infancia, y enraizado teológicamente en la más sólida devoción que fue creciendo con un ritmo cada vez más intenso, Montfort no sólo es un eximio apóstol de María, sino un excepcional escritor mariano no fácilmente superable en la hagiografía católica.

Añadiríamos también que su vida y su obra apostólica, así como sus escritos, reflejan de consuno a un verdadero místico mariano. Dejando al margen el tratamiento de este aspecto, nos interesa fijarnos ahora en su faceta sobresaliente de escritor prolífico. La edición francesa preparada por L. Salaün Perrot, en su versión española a cargo de Pío Suárez Borniquel (Obras, BAC, Madrid 1984), recoge veintiséis obras, incluyendo en esta expresión la colección de cartas conservadas y todo lo relacionado con las cuestiones que absorbieron su ideal apostólico, en una heterogénea gama donde está recopilado todo cuanto brotó de su pluma, a veces en forma de páginas breves y hasta escritos de una sola hoja, como sermones, oraciones, disposiciones, máximas espirituales, etc.

Destacan, por su importancia y extensión, las tres obras o pequeños tratados: El amor de la Sabiduría eterna, El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.

Los tres escritos mantienen estrecha relación entre sí, pero nos ocupamos de los que son estrictamente marianos, objeto de esta edición, aunque nos vemos precisados a hacer algunas referencias a la primera obra.

a) El secreto de María. Es el escrito más importante brotado del mismo corazón de Montfort, verdadero enamorado de María. El manuscrito del santo se perdió. Quedan dos antiguas copias, una de las cuales fue descubierta en el archivo general de las Hijas de la Sabiduría, en 1968. El título actual de la obra no pertenece a san Luis sino a los editores, quienes desearon aprovechar la siguiente frase del tratado montfortiano: «Feliz, una y mil veces en la tierra, aquel a quien el Espíritu Santo revela el secreto de María para que lo conozca» (SM 20).

El texto original se desarrolla como si se tratara de una carta: sin títulos ni subtítulos. Según su primer biógrafo, J. Grandet, el celoso misionero lo compuso en tres días para resaltar las ventajas de la esclavitud mariana por amor. Si utiliza el nombre de «secreto» es porque desea exponer la devoción mariana como un don del Espíritu Santo (SM 1-2). La argumentación apodíctica de Montfort es tan sencilla como convincente, y la expresamos casi literalmente con sus mismas palabras: «Es voluntad de Dios que nos santifiquemos, pero para llegar a la santidad hay que practicar las virtudes. Como el ejercicio de las virtudes reclama de modo indispensable la gracia, y esta se halla en María, necesitamos encontrar a María». Más brevemente: Dios nos llama a todos a la santidad y para alcanzarla es necesaria la gracia. Ahora bien, si deseamos obtener la gracia, hemos de encontrar a María (SM 3-23).

b) Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. He aquí la obra maestra de Montfort y un libro verdaderamente singular, cuya historia se reviste de caracteres admirables. El original no lleva título, ya que falta la hoja primera además de las últimas páginas, también desaparecidas. Todavía causa mayor maravilla que uno de los libros «más universalmente conocidos y apreciados del catolicismo contemporáneo» estuviese sepultado durante 130 años «en el silencio de un cofre» según la profecía del propio autor (VD 114).

El manuscrito fue encontrado casualmente en 1842, y se publicó el año siguiente con el título tradicional que hasta nuestro tiempo ha superado las trescientas ediciones en más de treinta lenguas. Su éxito editorial corre parejo con el enorme impacto producido en todos los estamentos de la Iglesia, desde los pastores de almas hasta los teólogos, y desde el mundo monástico hasta los fieles más sencillos. Se trata –señalan los editores– de un libro denso de doctrina y de perennes valores cristianos, redactado con tono lleno de convicción y de experiencia.

No es, de ninguna manera, efecto de la improvisación o de incontenibles fervores marianos de Montfort cuando se recogía en algunas grutas para su retiro, sino fruto bien sazonado de su dócil apertura al Espíritu Santo, y de sus fructíferas conversaciones con grandes testigos de la fe cristiana con los que mantuvo un amistoso contacto (VD 114 y 118). Sólidamente preparado, tanto en el plano teológico como en el aspecto espiritual, recorre un inteligente y equilibrado camino expositivo: enseñanzas de la Iglesia sobre María, necesidad de que Cristo reine en el mundo, designio salvífico de la Trinidad y función de María en los planes salvadores de Dios.

De estas premisas deduce y presenta la verdadera devoción a María, descartando todas las deformaciones que intentan desvirtuarla (VD 92-104). Insiste en las prácticas interiores de especial eficacia santificadora, situándolas en una constante referencia a María, para poder imitarla fielmente. Como hermosa conclusión de su inigualable tratado sienta este principio o divisa: «Todo se resume en obrar siempre por María, con María, en María y para María» (VD 258-265). Más adelante se verá mejor el hondo y aleccionador significado de esta fórmula programática en la práctica de la consagración mariana.

3. Espiritualidad mariana cristocéntrica

Se ha reprochado, con excesiva superficialidad, a la doctrina mariana de Montfort el estar algo desconectada con las exigencias de una vida genuinamente cristiana. Sólo un craso desconocimiento de sus escritos puede explicar tamaño error o disparate. Porque ocurre precisamente todo lo contrario: será difícil encontrar en ningún santo «mariano» de cualquier época de la Iglesia una figura que más valore y acentúe el cristocentrismo evangélico de la piedad mariana. Comparable a Las Glorias de María de san Alfonso María de Ligorio (1696-1787), le supera ampliamente en este aspecto.

Montfort utiliza frases de cristalina transparencia que demuestran cómo María es toda ella relativa a Cristo. Es decir, pierde todo su sentido y contenido si no la ponemos, por completo, en estrecha e indisoluble relación con Jesucristo, su Hijo. Sus enseñanzas resultan asombrosamente proféticas y se adelanta dos siglos y medio a la acertada expresión utilizada por Pablo VI: «En María todo es referido a Cristo y todo depende de él» (Marialis cultus, 25). Veamos algunos datos confirmatorios de cuanto decimos.

El citado editor de las obras de Montfort, L. Salaün, en cuyas eruditas anotaciones inspiramos nuestro juicio, atribuye la génesis y el nacimiento del Tratado sobre la verdadera devoción a la feliz conjunción de dos factores convergentes: la rica experiencia mariana de san Luis, y la situación de crisis que se produce en el decurso del siglo XVII cuando la tradicional devoción a María se ve cuestionada por las nuevas corrientes espirituales, ávidas de buscar una nueva fundamentación teológica más firme. Esta circunstancia y este ambiente en el que se ve inmerso el P. Montfort le impulsa decisivamente a profundizar en la naturaleza teológica y ámbito de la devoción mariana, confiriendo a su búsqueda un carácter o impronta más cristocéntrica. El gran misionero logra magistralmente este objetivo de ejemplar equilibrio doctrinal.

En realidad, su tratado podría haberse titulado con más exactitud Preparación para el reinado de Jesucristo. En una exposición maciza, admirable por su hondura y precisión, «Cristo –dice Salaün– es presentado con abundantes referencias bíblicas como el centro de la obra salvadora, principio y término necesario de toda auténtica devoción a María». Identifica la consagración mariana con la consagración a Cristo, describiendo la esclavitud de amor como una perfecta renovación de las promesas bautismales (VD 120ss.), lo cual pone en evidencia, sin el menor atisbo de duda, su acentuado y consciente cristocentrismo. Es inexplicable, por ello, que ciertos apresurados comentaristas no valoren como se merece esta importante coordenada montfortiana, verdadera columna vertebral de toda su doctrina y pensamiento mariano.

Sin duda, san Luis María es mundialmente conocido como heraldo de Nuestra Señora, pero hemos de añadir, para completar la frase, dentro del gran mensaje que ofrece la Buena Noticia de Jesucristo, y todo para su pronto reinado y fiel servicio. O dicho de otro modo: el marianismo de Montfort no se puede desvincular de su cristocentrismo. Porque María está unida a Cristo en virtud de un mismo decreto salvífico ideado por el Padre para la salvación del mundo.

Hacia el reinado de Jesucristo –efectivo y afectivo– se dirigen como último fin todos los afanes e ideales de Montfort. Manejando en visión panorámica todos los escritos del santo misionero apostólico, descubrimos sin esfuerzo que «en el corazón de la espiritualidad montfortiana se halla Jesucristo, sabiduría encarnada y crucificada». Es obvio que, desde esta perspectiva, la consagración mariana equivale en definitiva a un comprometido empeño de vida cristiana. Por eso enseña sin rodeos: «Si nos entregamos a la sólida devoción a la Virgen María, es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor» (VD 62).

Tan claramente se manifiesta la índole cristocéntrica de la doctrina mariana de Montfort que ignorar este aspecto fundamental sería prácticamente desconocer o desvirtuar toda su obra. Estamos pues ante un dato revelador y ante una clave esencial para entender el pensamiento de Montfort sobre la Virgen María. Procede hablar, por consiguiente, de fórmula montfortiana de «consagración a Jesucristo, sabiduría encarnada, por manos de María». Con entero convencimiento y profundo gozo reclama el heroico apóstol itinerante: «Hoy más que nunca me siento animado a creer y esperar aquello que tengo profundamente grabado en el corazón...: que tarde o temprano la Santísima Virgen tenga más hijos, servidores y esclavos de amor que nunca y que, por este medio, Jesucristo, mi Señor, reine como nunca en los corazones» (VD 113).

Es difícil hallar testimonios más luminosos sobre cuanto venimos diciendo: la doctrina y la espiritualidad mariana de san Luis María Grignion de Montfort es declaradamente, y acentuadamente, cristocéntrica como pocas puedan serlo, y una comparación del Tratado sobre la verdadera devoción con la constitución dogmática Lumen gentium, en su capítulo VIII íntegramente mariológico –a una distancia cronológica de 250 años–, y con la exhortación apostólica Marialis cultus, promulgada en 1974, nos daría este óptimo resultado: los tres documentos ofrecen notables puntos doctrinales de convergencia, pero coinciden sobre todo en una cuestión básica: el recto significado del culto mariano como parte integrante y elemento intrínseco del culto cristiano.

En efecto, si cotejamos los textos del magisterio, en los documentos citados, con las enseñanzas de Montfort, advertiremos gratamente un innegable paralelismo. Ello nos hace pensar que el Tratado sobre la verdadera devoción no se escribió sin una especialísima inspiración del cielo.

a) Lumen gentium, 66. El magisterio conciliar habla sobre la naturaleza y el fundamento del culto a la Virgen, que «tomó parte en los misterios de Cristo» y, por ello, es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial manifestado en cuatro actos integrantes: veneración, amor, invocación e imitación. Y todo ello «dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares, y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles». Esta enseñanza conciliar tiene evidentemente un objetivo cristocéntrico, puesto que consigue que «al ser honrada la Madre, el Hijo sea mejor conocido, amado y glorificado y que, a su vez, sean mejor cumplidos los mandamientos».

b) Marialis cultus, 56. Pablo VI hizo en esta cincelada exhortación apostólica la mejor interpretación y comentario al capítulo VIII de Lumen gentium. He aquí el luminoso texto: «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar –desde la bendición de Israel (cf Lc 1,42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo– constituye un sólido testimonio de su lex orandi y una invitación a reavivar en las conciencias su lex credendi. Y viceversa, la lex credendi de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su lex orandi, en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces profundas en la Palabra revelada, y de sólidos fundamentos dogmáticos».

c) Tratado sobre la verdadera devoción (2ª parte, cap. 1, 61). Este tratado, redactado –como quedó dicho– dos siglos y medio antes de los referidos documentos magisteriales, se expresa de una manera paralela cuando habla de las falsas devociones y de la genuina vocación mariana, ofreciendo a los fieles un seguro criterio de discernimiento al fijar «cinco verdades» –a manera de principios teológicos–, que sitúan en su justo lugar la piedad y la devoción a María. He aquí el supremo principio cristológico al cual deben subordinarse todas las prácticas de piedad mariana:

El fin último de toda devoción debe ser Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. De no ser así, tendríamos una devoción falsa y engañosa. Jesucristo es el alfa y la omega,el principio y el fin de todas las cosas. Como dice el apóstol, en la edificación del cuerpo de Cristo, trabajamos para construir el estado del hombre perfecto a la medida de la edad de la plenitud de Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad y todas las demás plenitudes de gracia, de virtudes y de perfecciones. Porque sólo en Cristo hemos sido bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales. Porque él es el único Maestro que debe enseñarnos, el único Señor de quien debemos depender, la única Cabeza a la que debemos estar unidos, el único Modelo a quien debemos asemejarnos, el único Médico que debe curarnos, el único Pastor que debe apacentarnos, el único Camino que debe conducirnos, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que debe vivificarnos y el único Todo que en todo debe bastarnos... Todo edificio que no está construido sobre esta roca firme, se apoya en arena movediza, y se derrumbará infaliblemente tarde o temprano.

Seis citas bíblicas corroboran esta doctrina teológicamente irreprochable, como fundamento inconmovible de la verdadera devoción a María: Ap 1,8; 21,6; 22,13; Ef 1,3; Mt 23,10 y Jn 14,6. Creemos que es suficiente este cotejo comparativo para sacar una obvia consecuencia: el santo Montfort fundamentó sólidamente su tratado, enlazando maravillosamente con el magisterio de la Iglesia, y mostrándose como un genial adelantado de la doctrina mariana expuesta por el Vaticano II y el magisterio posconciliar.

4. Fórmula montfortianade consagracióna María

Al examinar la fórmula de consagración mariana ofrecida por Montfort, se impone deshacer un equívoco que extrapola su lugar adecuado, desvirtuando en gran parte su esencial contenido. Algunos comentaristas –sin duda por no disponer de buenas fuentes– han confundido un tanto el planteamiento y debido encuadre de la divulgada fórmula montfortiana. La «consagración de sí mismo a Jesucristo, sabiduría encarnada, por manos de María» no es, como generalmente se piensa, una apostilla complementaria del tratado El amor de la Sabiduría eterna.

Hoy, gracias a la esmerada edición de Salaün Perrot, consta que dicha fórmula de consagración debe ser reintegrada a su verdadero sitio originario, que es el colofón conclusivo del referido tratado, cuyo capítulo XV glosa, de forma admirable, san Luis María cuando habla de la verdadera devoción. Dicho de otro modo y más claramente: el Tratado de la verdadera devoción depende del tratado denominado El amor de la Sabiduría eterna, y no al revés.

Hecha esta necesaria puntualización, y sabiendo que el tratado El amor de la Sabiduría eterna es de capital importancia, ya que nos presenta, en su conjunto, toda la espiritualidad de Montfort, podemos captar mejor el valor de la fórmula de consagración:

Yo n.n., pecador infiel, renuevo y ratifico hoy en tus manos los votos de mi bautismo (...) y me consagro totalmente a Jesucristo, la sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento, todos los días de mi vida y a fin de serle más fiel de lo que he sido hasta ahora. Te escojo hoy, en presencia de toda la corte celestial, por mi Madre y Señora. Te entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y exteriores, y hasta el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y futuras. Dispón de mí y de cuanto me pertenece, sin excepción, según tu voluntad, para mayor gloria de Dios en el tiempo y en la eternidad (...). ¡Oh Virgen fiel! Haz que yo sea en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la sabiduría encarnada, Jesucristo, tu Hijo, que logre llegar por su intercesión, y a ejemplo suyo, a la plenitud de su edad sobre la tierra y de su gloria en el cielo (El amor de la Sabiduría eterna, en Salaün, 206-207).

Apreciamos a simple vista que el contenido doctrinal de la fórmula es hondo y rico. Esta es, sin duda, la fórmula más completa que nos ofrece el misionero apostólico. De ella nos dirá que es una consagración perfecta y total (VD 120), identificándola además con la renovación de las promesas bautismales (VD 126). Montfort es excelente maestro de espíritu y utiliza una hábil pedagogía para hacer comprender las excelencias de la consagración mariana.

Sugiere repetirla y renovarla con frecuencia, incluso a diario, utilizando una fórmula muy breve: «Todos los años al menos, el mismo día, renovarán dicha consagración, observando las mismas prácticas durante tres semanas. Todos los meses, y aun todos los días, pueden renovar su entrega con estas pocas palabras: Soy todo tuyo y cuanto tengo es tuyo, amable Jesús, por María, tu Madre santísima» (VD 233). En ambas fórmulas –la extensa y la breve– emerge la misma idea central que hilvana todos los conceptos incorporados a la consagración: la inseparabilidad de Jesús y de María en la vida cristiana.

La inculca y reitera con tal insistencia que, como dice acertadamente Bainvel, «nadie ha mostrado como él que María es indisociable de Jesús; nadie –como él– ha probado que para hacer reinar al Hijo, es preciso hacer reinar a la Madre». Los fundamentos teológicos de que parte Montfort son tan densos de ideas como abiertos a amplias perspectivas. No es posible desarrollarlas en una sumaria Introducción, aunque el lector podrá comprobarlo al saborear estos escritos marianos en esta edición. Baste decir que la fórmula consagracionista ofrecida por el santo engloba y armoniza perfectamente todas las exigencias bautismales ya que «nos consagra al mismo tiempo a la Santísima Virgen y a Jesucristo», en una correlación de perfección creciente: «Cuanto más te consagres a María, tanto más te unirás a Jesucristo» (VD 120.125).

Es innecesario añadir que el contenido o núcleo doctrinal de la consagración montfortiana está por encima de aspectos devocionales más o menos coyunturales. Montfort acertó al condensarlo muy bien: Estas devociones «se reducen a obrar siempre por María, con María y para María, a fin de obrar más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo» (VD 257). O también en esta exclamación hecha divisa: «¡Gloria a Jesús en María! ¡Gloria a María en Jesús!» (VD 265).

Ahora entendemos mejor por qué san Luis repite en varios pasajes que la consagración a María, dentro de una plena vivencia cristocéntrica, es camino fácil, corto, perfecto y seguro de salvación y santificación (VD 45). Insistimos en la idea central de toda una espiritualidad que se presenta como netamente evangélica: nuestro misionero apostólico intuye, con perspicacia, que el seguimiento de Cristo implica la identificación con la cruz, y que esta constituye la verdadera sabiduría que es Cristo como plenitud de relaciones amistosas y hasta esponsales.

Es necesario alcanzar a «Cristo-Sabiduría-Cruz» y, nada más eficaz para este objetivo primordial en la vida cristiana que la devoción a María. Únicamente quien la imita y acude a ella puede conseguirlo: «Si logramos tener a María con nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también la divina sabiduría» (ASE 211-212). Ahora se comprende sin dificultad el valor excepcional de la privilegiada fórmula de consagración ideada por Montfort, ya que hunde sus raíces en los grandes compromisos del santo bautismo, al mismo tiempo que recoge las grandes exigencias evangélicas que Jesús proclamó para todo discípulo suyo. Se capta también mejor la permanente y floreciente vigencia de una doctrina mariana, cada día más valorada y mejor seguida por incontables católicos en amplios sectores eclesiales.

Desearíamos vivamente que todos cuantos hablan con cierta ligereza sobre la doctrina montfortiana de la consagración a María se tomasen la molestia de leer atentamente sus escritos. ¡Pronto superarían sus prejuicios trocando en admiración una anterior desestima! Llegarían al convencimiento que sugiere Dillenschneider: «Las páginas ardientes que los componen han sido vividas y maduradas antes de pasar a la pluma». Porque –insistimos en ello–, el contenido teológico de la consagración a la Virgen, según la mente de Montfort, es palpable e innegable. Cuando se la sitúa en el contexto sapiencial que hemos contemplado y se desentraña gradualmente su abismal sentido cristológico, la fórmula alcanza su auténtica grandeza, dado su espléndido sentido y contenido pluridimensional.

Profundiza bíblicamente en la devoción mariana y le confiere un carácter cristocéntrico de insospechadas perspectivas. Se identifica con la consagración a Cristo, principio, medio y fin de la consagración mariana. Es un exigente empeño de vida cristiana, ya que nos hace descubrir a María «toda relativa a Dios», y como modelo de absoluta fidelidad. Conduce a Dios-Trinidad, puesto que su último fundamento radica en el plan salvífico trinitario: nos lleva al Padre por la experiencia filial, al Hijo por la Cruz, y al Espíritu Santo por una disponibilidad oblativa a semejanza de María.

Todos estos valores subrayan la importancia teológica y ascética de la consagración a María tal como la entendió y proclamó uno de los más grandes apóstoles marianos de todos los tiempos.

5. Un mensaje siempre válido,cada vez más urgente

Uno de los mejores biógrafos de san Luis María Grignion de Montfort, M. Cendrot, recoge esta aleccionadora anécdota: una tarde, al pasar el santo misionero por las calles de Dinan, encontró a un pobre, leproso y cubierto de úlceras. No esperando a que este le pidiera ayuda, le dirigió la palabra, lo recogió y cargó sobre sus hombros, encaminándose a la casa de los misioneros. Esta se hallaba cerrada por ser ya tarde. Entonces empezó a golpear gritando repetidas veces: ¡Abrid la puerta a Jesucristo!, ¡abrid la puerta a Jesucristo! Este gesto sublime de caridad no deja de ser paradigmático en la vida y en la obra del santo Montfort. El mismo grito de hondo cristocentrismo se deja sentir cuando el celoso apóstol habla de María. Nos viene a decir con los más variados tonos: «¡Acoged a María como la acogió Juan en el Calvario (cf Jn 19,27) y abrid el corazón a Jesucristo!». Es precisamente la Virgen quien se encarga de preparar nuestra interioridad para que «el puro amor de Dios reine en nuestros corazones». He aquí la englobante divisa de un heroico misionero popular enloquecido de amor indivisible a Jesús y a María. Quien durante su corta vida fue llamado «el buen padre Montfort» actuó como incansable y tenaz predicador del «reinado de Jesucristo, por el reinado de María».

Como ha observado con agudeza el P. Gérard Lemire, antiguo superior general de los montfortianos, el misterio del sufrimiento bajo todas sus formas lo convirtió en amante apasionado de la cruz y «el secreto de María» lo halló buscando y contemplando la sabiduría eterna de Dios. El mensaje mariano de Montfort resulta siempre válido por los fundamentos inconmovibles de la revelación cristiana en que se basa, y de la que mana con vigoroso ímpetu. Lo que pretende al hablarnos de María y de nuestra consagración totalizante a ella, es que abramos las puertas a Jesucristo porque es urgente que Él reine (1Cor 15,25).

Esta fue la consigna del papa Juan Pablo II cuando estrenó su pontificado como obispo de Roma. Pero su testimonio sobre la doctrina de Montfort es espléndido cuando afirma: «La lectura del Tratado sobre la verdadera devoción dio a mi vida un giro decisivo (...). Mientras anteriormente yo había procurado mantenerme a distancia por temor a que la devoción mariana oscureciera mi visión de Cristo, en vez de abrirle paso, comprendí durante la lectura del tratado que sucede todo lo contrario. Nuestra relación íntima con la Madre de Dios surge naturalmente a partir de nuestra relación con el misterio de Cristo» (A. Frossard, Diálogo con Juan Pablo II).

Y el mismo Papa Juan Pablo II nos enseñó en el marco radiante de una densa encíclica: «La Iglesia, desde el primer momento, miró a María a través de Jesús, como miró a Jesús a través de María» (Redemptoris mater,