El secreto de Sarah - Catherine George - E-Book
SONDERANGEBOT

El secreto de Sarah E-Book

CATHERINE GEORGE

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Los secretos de una pequeña ciudad… El millonario Jake Hogan estuvo a punto de atropellar a Sarah con su coche, pero como era todo un caballero, insistió en acompañarla a casa... y así fue cómo comenzó su fascinante historia. A pesar de sentirse tremendamente atraída por Jake, Sarah luchó con todas sus fuerzas por mantenerse alejada de él. Para todo el mundo, ella era una joven y orgullosa madre soltera, y así era como debía seguir siendo. Si se rendía entre sus brazos, tendría que desvelarle el secreto que tantos años llevaba ocultando... nunca había hecho el amor con ningún hombre. Y aquello también heriría a la hija que tanto quería.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 188

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Catherine George

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto de Sarah, n.º 1386 - septiembre 2015

Título original: Sarah’s Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6855-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

EL CIELO se presentaba ominoso con la amenaza de una tormenta inminente, pero Sarah al final abandonó la idea de encontrar un taxi en la hora punta de un viernes y comenzó a andar a toda velocidad en la tarde oscura y bochornosa. Acalorada y sin aire, ya casi tenía su casa a la vista cuando una cortina de lluvia cayó del cielo como si alguien hubiera apretado un interruptor. Empapada hasta la médula, decidió correr el último tramo y salió disparada como el corcho de una botella. Cruzó la calle y se situó directamente en la trayectoria de un coche. Con el chirrido de frenos, el conductor dio un volantazo para esquivarla, pero el flanco delantero la golpeó un poco y la envió sobre manos y rodillas al pavimento. Aturdida y furiosa, se puso de pie y se quitó de encima las manos que la ayudaban a incorporarse.

–¿Se encuentra bien? ¿De dónde diablos ha salido? –gritó el desconocido por encima del retumbar de truenos.

–¡Claro que no estoy bien, estúpido! –miró con ojos centelleantes una cara masculina demacrada por la conmoción–. ¿No puede mirar por dónde va?

–Miraba –le soltó–. Y puede dar las gracias de que lo hiciera. Si mi reacción hubiera sido más lenta, las cosas habrían terminado peor. ¡Ha salido de la nada!

–No es verdad. Simplemente cruzaba la calle.

–Quiere decir que corrió sin mirar a ninguna parte.

–Escuche, soy yo quien ha resultado herida –respondió con furia, y luego contuvo un grito cuando un relámpago centelleó cerca, seguido de un trueno.

El hombre la tomó del brazo.

–Está conmocionada. Y empapada hasta la médula. Suba al coche. La llevaré al hospital...

–¿Tal como conduce? ¡Ni lo sueñe! –se soltó con tanta furia, que la cabeza le dio vueltas al agacharse para recoger sus cosas.

El hombre la aferró por los hombros para estabilizarla antes de agacharse para ayudarla. Sus cabezas chocaron, ella retrocedió con un ligero grito de dolor y con unas disculpas musitadas, él le pasó un llavero.

–Está herida –le tomó una de las manos, donde la lluvia barría la suciedad y la sangre de un arañazo.

Pero Sarah la retiró, horriblemente consciente en ese instante de que tenía el pelo pegado a la cara y la blusa con una transparencia que era evidente que el hombre había notado. Se ruborizó.

–No es más que un rasguño. Sobreviviré –espetó–. Y no gracias a usted.

–Si no quiere ir a un hospital, al menos deje que te lleve a casa.

–No. Estoy en casa. Vivo allí –gritó cuando el trueno retumbó a su alrededor.

–Entonces la llevaré de una pieza –sin hacer caso de sus protestas, recogió el maletín de ella, la tomó por el codo y la hizo cruzar la calle bajo el torrente de lluvia–. Debería llevarla a un hospital –insistió él.

Pero Sarah negó con la cabeza y se negó a mirarlo a los ojos cuando le pasó el maletín.

–Es innecesario.

–¿Hay alguien dentro que pueda cuidar de usted?

–Sí. Ya puede irse –abrió la puerta delantera de una de las altas casas victorianas que alineaban la calle, musitó una palabra de reacio agradecimiento y entró, cerrando de un portazo. Soltó las bolsas en el vestíbulo a oscuras, con las rodillas temblándole cuando la invadió la reacción.

–Santo cielo, mírate –comentó su abuela al bajar a toda velocidad–. Estás empapada –frunció el ceño al ver las rodillas de Sarah–. ¿Qué ha sucedido? ¿Te has caído?

No le dio importancia a los arañazos y fue al cuarto de baño para quitarse la ropa. Se limpió las heridas y regresó a la cocina envuelta en un albornoz. Se sentó a la mesa, agradecida de encontrar un té servido. Mientras se secaba el pelo con una manga, contó su aventura.

–¡Deberías ir a la policía! –indicó Margaret Parker con severidad–. Supongo que sería uno de esos jóvenes con prisa por llegar al centro.

–Esta vez no. Era un adulto muy enfadado, que insistió en que yo era la culpable.

–¿Y lo eras?

–¡Desde luego que no! –se encontró con los ojos de su abuela, y luego se encogió de hombros–. Bueno, sí, supongo que sí. Iba con mi pánico habitual y no miré antes de cruzar la calle.

–¿Sabes?, deberías tratar de controlar tu miedo irracional a las tormentas.

–No es del todo irracional –musitó Sarah.

–¿Qué edad tenía? –quiso saber su abuela.

–Ni idea. Los dos estábamos empapados y yo no llevaba puestas las lentillas, así que ni me enteré –miró la lluvia que caía por la ventana–. Menos mal que no tengo que conducir bajo este diluvio para ir a recoger a Davy.

–Pero vas a ir al teatro esta noche –le recordó Margaret.

–Cielos, es verdad –gimió, y movió la cabeza con gesto cansado–. No puedo esta noche, aunque Brian se enfade. Si lo llamo ahora, lo encontraré antes de que salga del despacho.

–¿No te sentirás mejor por la noche? –preguntó su abuela con tono de desaprobación–. A Brian no lo alegrará que lo plantes en el último minuto.

–Estoy segura de que si se lo explico, lo entenderá –se levantó para ir a mirar por la ventana–. La tormenta se aleja un poco, así que creo que me iré a dar un baño caliente. Me siento un poco temblorosa.

–Es por la reacción. No tardarás en tranquilizarte. A propósito, ¿el hombre resultó herido?

–Ni idea. ¡Pero le estaría bien merecido!

–¿No eras tú la culpable? –Margaret enarcó una ceja.

–Sí –Sarah sonrió–. Lo cual es tan irritante. Quiero culpar a otra persona. Preferiblemente, él.

Cuando llamó a Brian Collins, su reacción fue igual de predecible.

–Sarah, ¿te das cuenta de que me costó muchísimo conseguir las entradas? –preguntó irritado, aunque de inmediato se relajó un poco–. Pero lamento que no te sientas bien, desde luego.

–Y yo lamento cancelarlo en el último minuto. ¿No hay nadie más a quien puedas llevar, Brian?

–Como por una vez Davina no está –comentó él tras un momento de silencio–, podría devolver las entradas y pasar la velada contigo en casa.

–No... no, no lo hagas. Odiaría saber que te has perdido la obra por mi culpa. Sé que tenías ganas de verla.

–Muy bien, entonces –sonó resignado–. Te llamaré la semana próxima.

Colgó, pensativa. Su asociación con Brian Collins, a pesar de ser poco exigente en casi todos los sentidos, estaba terminada. Era un hombre agradable, convencional, idóneo para algunas veladas, pero con dos inconvenientes importantes. Uno era la discusión permanente debido a la negativa de Sarah a involucrarse físicamente. El otro era que en teoría Brian se llevaba bien con los niños, pero en la práctica le costaba tanto, que Davy no lo tragaba.

«Aunque tampoco puedo permitir que Davy gobierne mi vida para siempre», pensó ya en el baño caliente. «Algún día se marchará y yo quedaré libre para hacer lo que me plazca».

Helada por la idea de una Davy crecida e independiente, quitó el tapón de la bañera y se concentró en el episodio de la tormenta. A pesar de sus esfuerzos por fijar el rostro de su rescatador, seguía siendo una mancha borrosa. Había sido mucho más alto que ella, y fuerte, por el modo en que la ayudó. Pero, por lo demás, solo tenía una impresión general de hombros anchos perfilados por una camisa blanca empapada, pelo y ojos oscuros y un rostro tan demacrado por la conmoción que si volvía a verlo en la calle, lo más probable fuera que no lo reconociera.

Cuando estuvo vestida, el cielo se había despejado y al fin pudo comenzar a relajarse. Y aunque resultaba raro estar sin Davy un viernes por la noche, no lamentaba disfrutar de ese para ella sola después de su pequeña aventura.

Antes de salir para su velada de bridge, Margaret Parker bajó desde su apartamento de la planta alta con el fin de entregarle una bolsa de supermercado.

–Con tanta distracción, olvidé esto... la compra que hice para ti esta mañana.

Sarah le dio las gracias, le pagó y gimió cuando sonó el timbre del telefonillo de la entrada.

–Espero que no sea Brian en una visita relámpago antes de ir al teatro –pero cuando habló al aparato, descubrió que se trataba de una entrega de flores–. ¿Está seguro de que es para Tracy? –preguntó, sorprendida.

–No pone nombre, solo la dirección de la casa –anunció la voz.

Sarah fue a abrir, y quedó desconcertada cuando le entregó un ramo de fragantes lirios.

–Qué considerado –aprobó su abuela–. Son de Brian, ¿no?

–De hecho, no –respondió Sarah no sin satisfacción, y le entregó una tarjeta que ponía: Con mis más sinceras disculpas, J. Hogan.

–Un detalle cortés –concedió Margaret con renuencia.

Sarah se encogió de hombros.

–Solo quiere mitigar su mala conciencia –reflexionó unos instantes–. Hogan. El nombre me es familiar. Me pregunto si estará en la base de datos de nuestra empresa.

Más tarde, contenta de disponer de toda la casa para ella, se preparó la cena y se sentó a disfrutarla en el sofá del salón, con la puerta de cristal que daba al jardín de atrás, abierta.

Durante la velada, una entusiasmada Davina llamó para preguntarle si iban a hacer algo especial al día siguiente.

–No, cariño. ¿Por qué?

–Porque la madre de Polly me ha invitado a ir a jugar mañana con ellos a los bolos y a pasar otra vez la noche en su casa. ¿Puedo? ¡Por favor! Te paso a la señora Rogers –añadió antes de que una asombrada Sarah pudiera decir otra palabra.

Alison Rogers le aseguró que estarían encantados de tener a Davy otro día. Sarah expresó su agradecimiento y, tras darle unas instrucciones de comportamiento a una entusiasmada Davy, quedó en pasar a recogerla el domingo y no al día siguiente.

Al regresar al libro que leía, lo hizo con sentimientos encontrados. Era la primera noche que Davy pasaba fuera de casa, y era evidente que la pequeña se lo estaba pasando en grande con Polly. Se sintió complacida de que al fin Davy empezara a extender sus alas. Con casi nueve años de edad, Davina Tracy era alta y exhibía una tierna mezcla de madurez y dependencia infantil. Querer pasar el fin de semana lejos de Sarah era una primera experiencia en su joven vida.

A la mañana siguiente, no sintió ningún efecto secundario de su aventura en la tormenta, aparte del descubrimiento de que el coche de J. Hogan había dejado un moratón espectacular en su muslo. Con la esperanza de que la abolladura en el chasis fuera similar, fue a poner la lavadora, y luego desayunó en el patio soleado. Mientras comía le echó un vistazo al periódico del sábado, y lo había leído de principio a fin cuando su abuela salió vestida con la ropa de jardinera.

–Pareces muy recobrada esta mañana, Sarah –comentó Margaret.

–Estoy bien. Resulta extraño no tener a Davy un sábado por la mañana, pero disfruté de la hora adicional en la cama. Y por una vez he podido leer el periódico de una tirada. A propósito –añadió mientras se subía levemente las bermudas–, échale un vistazo. Es mi recuerdo de la aventura de ayer.

–¿Te duele?

–Solo si lo toco –se estiró con placer–. Hace un día precioso. En cuanto haya colgado la colada, me iré a la ciudad de compras. ¿Te traigo algo?

Los sábados de Sarah siempre estaban dedicados a Davy. Y a pesar de lo mucho que le gustaba pasarlos con su pequeña, era un cambio agradable estar sola para variar, con libertad para entrar en todas las librerías que quisiera de la ciudad.

Después de comprar un libro en unos grandes almacenes, subió a la cafetería de la última planta. Al terminar el sándwich, se demoró con una taza de café. Luego, bajó un par de plantas para buscar un vestido en las rebajas. Al rato, después de comprobar todos los precios de los vestidos de su talla, encontró uno de un material ceñido de color avellana rosado. Exhibía la extensión adecuada de piernas largas y bronceadas que tanto la enorgullecían. Se examinó con ojo crítico y llegó a la conclusión de que no iba a encontrar nada mejor por el dinero que podía permitirse.

Al llegar a casa, se cambió y salió al jardín a leer un rato antes de ocuparse del trabajo que tanto la entusiasmaba. Tenía una jornada laboral de nueve a tres en una firma donde su misión era servir de enlace con los clientes, encargarse de la base de datos y de la correspondencia diaria más urgente. El grueso se lo llevaba a casa para terminar en un ordenador portátil suministrado por la empresa para ese fin. Era un acuerdo que satisfacía tanto a sus jefes como a Sarah, y sabía que el trabajo era ideal para sus circunstancias. El salario era generoso y el horario a tiempo parcial resultaba conveniente para alguien con una hija. Su abuela compartía parte de la responsabilidad por Davy, pero Margaret Parker era miembro activo de su parroquia, jugaba al bridge con regularidad y formaba parte de varios comités de organizaciones caritativas. Llevaba una vida social tan activa que solo le pedía que cuidara de Davy en alguna emergencia.

Más tarde, después de que Margaret se hubiera ido al teatro con una amiga, sonó el timbre en el momento en que Sarah apagaba el ordenador.

–¿Señorita Tracy? –dijo la voz de un hombre por el telefonillo–. Me llamo Hogan. ¿Podría dedicar un momento para hablar conmigo, por favor?

Enarcó las cejas. ¿Qué diablos querría? Le pidió que esperara un momento, se cambió las gafas por las lentes de contacto, se puso un poco de carmín y maquillaje, y abrió la puerta delantera para enfrentarse a un hombre alto que llevaba unos vaqueros y una sencilla camisa blanca. Una vez seco, el pelo no era negro, sino rubio oscuro, con puntas doradas. Y los ojos eran de un azul ultramarino. Le gustó su aspecto una vez que pudo verlo con claridad. Y de pronto deseó llevar puesto algo más atractivo.

–Me disculpo por interrumpirla un sábado por la noche –anunció tras un silencio que dedicó a observarla con gran intensidad–, pero quería cerciorarme de que ayer no se había lastimado.

Sarah titubeó, y luego abrió más la puerta.

–Por favor, pase –lo condujo hasta el salón, abrió las puertas de cristal y lo llevó fuera. Le indicó una de las sillas a la mesa del jardín y se sentó.

–Gracias por recibirme –comentó con mirada muy directa–. Me quedé preocupado después de que ayer se negara a que la llevara al hospital.

–La culpa fue más mía que suya, señor Hogan –reconoció a regañadientes–. Y gracias por las flores. Son preciosas.

–Mi rama de olivo –sonrió un poco–. En realidad, es la segunda vez que vengo a verla hoy. Me presenté esta mañana, pero no estaba.

Sarah le devolvió la sonrisa. Luego, en un impulso, le ofreció algo para beber.

Un destello de sorpresa recorrió los ojos azules de él.

–¿Seguro que no la he interrumpido?

–Seguro –deseó poder decir que una cita agradable iba a pasar a buscarla y a invitarla a cenar y a bailar.

–Entonces, gracias. Me gustaría mucho. Este clima da sed.

–Me temo que solo tengo cerveza o vino.

–Una cerveza me sentará de maravilla.

Fue a buscar una de las latas que guardaba para el jardinero que la ayudaba con el jardín, llenó una jarra que una vez había sido de su padre; luego, llenó media copa para ella, que coronó con la limonada de Davy.

–Es hora de presentarme de forma apropiada –dijo el visitante al ponerse de pie cuando ella regresó–. Me llamo Jacob Hogan.

–Sarah Tracy –respondió con una sonrisa. Se sentó y con un gesto le indicó que la imitara.

–No he dejado de pensar que tendría que haber insistido en llevarla al hospital –añadió él con pesar–. No pude quitármela de la cabeza durante toda la noche.

Sarah se encogió de hombros.

–No tendría que haberse preocupado. Mi principal problema era el miedo. No solo por el encuentro con su coche. Sufro de cobardía crónica por los truenos. Razón por la que no prestaba atención al tráfico.

–Comprensible –se apoyó en la silla y bebió cerveza.

Parecía relajado, como si pretendiera quedarse un rato, algo que a Sarah, para su sorpresa, no la molestó en absoluto.

–Su nombre me resulta familiar –lo miró con curiosidad.

–Me dedico a los azulejos –respondió, resignado.

–¡Claro! –Sarah sonrió–. Pentiles. Los empleamos en el nuevo cuarto de baño. Importados y muy caros.

–No toda nuestra línea lo es. Abarcamos todos los gustos y bolsillos.

–Lo sé. Leí sobre su empresa en el diario local. Toda una historia de éxito.

–Entonces quizá sepa que mi padre la inició con una simple tienda.

–Es evidente que realizó una gran expansión en algún momento –asintió. ¿Es verdad que ahora tienen sucursales en todo el país?

–Casi. La empresa se disparó con asombrosa velocidad cuando convencí a mi padre de que el futuro eran los azulejos de cerámica –se encogió de hombros–. En la actualidad, la gente espera más que solo un cuarto de baño... jacuzzis, cocinas más grandes, invernaderos... todo es bueno para nuestra línea de negocio.

–¿Es una empresa familiar?

–Los únicos Hogan que hay en Pentiles somos mi padre y yo. El currículum de mi hermano es más elegante. Liam es banquero inversor y vive en Londres –sonrió–. Yo distribuyo azulejos y vivo aquí, en Pennington. Ayer tomaba un atajo por Campden Road para ir a mi casa con la intención de eludir la hora punta del tráfico en el centro de la ciudad –le brillaron los ojos–. Momento en el que me dio el peor susto de mi vida.

–¿Yo lo asusté? –preguntó indignada–. Durante un momento, mi vida pasó ante mis ojos. Y además tengo las cicatrices que lo prueban –extendió las palmas rozadas.

Él se adelantó para inspeccionarlas, y por un momento descabellado, Sarah pensó que se las iba a curar con un beso, pero volvió a reclinarse y la miró serio.

–Me disculpo otra vez, señorita Tracy. Usted ya sabe a qué me dedico. ¿Puedo preguntarle qué hace usted?

Deseando que fuera más interesante, le describió brevemente su trabajo, y le ofreció otra cerveza. Pero deseó no haberlo hecho cuando él lo tomó como una señal para marcharse.

–No era mi intención ocupar tanto de su tiempo –se puso de pie y le sonrió con calidez–. Gracias por recibirme. Y por la cerveza.

De camino hacia la salida, él se detuvo ante una fotografía que había en una mesita lateral. Brian, que se enorgullecía de su habilidad como fotógrafo, le había sacado una foto con Davy. Las dos reían y la imagen era tan feliz, que Sarah había decidido enmarcarla. El sol resplandecía en dos cabezas de cabellos castaños y moteaban con oro unos ojos del mismo color e idénticos.

–Es suya, desde luego –comentó él–. El parecido es notable. ¿Cuántos años tiene?

–Davina cumplirá nueve.

–¿Nueve? –la observó con incredulidad–. ¡Debió de ser muy joven cuando la trajo al mundo!

–Dieciocho años –asintió y se adelantó para abrirle la puerta. Extendió la mano–. Ha sido muy amable al venir, señor Hogan. Le aseguro que mi dignidad fue la peor baja que sufrí durante nuestro encuentro. Lamento haberle gritado de malhumor.

–No me sorprende... sufrió una gran conmoción. Yo mismo quedé aturdido –le tomó la mano con sumo cuidado un momento, con delicadeza por las rozaduras, y la miró de un modo que ella no fue capaz de interpretar–. Espero que su herida sane prono, señora Tracy.

–De hecho, es «señorita» Tracy –corrigió de manera casual y sonrió–. Gracias por venir, señor Hogan.

La sonrisa súbita de él exhibió una calidez a la que ella respondió de modo involuntario.

–Ha sido un placer... un gran placer –aseguró–. Y respondo al nombre de Jake.

Capítulo 2

SARAH leía cuando su abuela entró para hablarle de la obra de teatro. Margaret enarcó las cejas al enterarse del visitante inesperado.

–¿Hogan? Estoy segura de que he oído ese nombre hace poco?

–Lo más probable es que leyeras la historia de su éxito en el diario. Es el cerebro que hay detrás de Pentiles.

–¿Los azulejos que usamos para tu cuarto de baño? Qué impresionante.

–También pasó esta mañana, mientras yo estaba fuera. Probablemente tú te encontrabas en el jardín y no oíste el timbre –le sonrió–. En realidad, me alegra no haber estado. Gracias a ello he podido disfrutar de un interludio en el jardín con un desconocido muy atractivo. Me ha condimentado el sábado.

–Has cambiado de canción desde anoche –expuso Margaret con aspereza–. Aunque deberías darle las gracias a ese señor Hogan por hacerte perder la obra de teatro. La ex estrella de la televisión puede haber vuelto loca a las multitudes, pero Oscar Wilde se revolvía en su tumba por su interpretación de Lady Windermere.

–Santo cielo. ¿Crees que a Brian le habrá desagradado?

–Sus trajes exhibían tanto escote, que no me cabe la menor duda de que la mitad del público compuesto de hombres habrá quedado encantado.