El signo del adiós - Javier Tibaquirá Pinto - E-Book

El signo del adiós E-Book

Javier Tibaquirá Pinto

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Beschreibung

Novela ganadora de la PRIMERA CONVOCATORIA DE NOVELA INÉDITA Ópera Pr1ma de Panamericana Editorial. Los jurados, Conrado Zuluaga (Escritor y editor), Antonio Orlando Rodríguez (Premio Alfaguara de Novela 2008) y Carlos Sánchez Lozano (Crítico y profesor), la eligieron por unanimidad, destacándola por su agilidad narrativa y como una voz propia dentro de la narrativa actual. ..... La novela recrea el nacimiento y el ocaso del Maché, un circo no itinerante, situado a las afueras de un barrio de invasión. Algunos de sus intérpretes han ocupado el circo desde su fundación y presenciado los momentos coyunturales de ese proyecto a todas luces fallido. Bajo las carpas del Maché, sin ceremonia alguna, los personajes asisten a una función aciaga: la conciencia inequívoca del paso del tiempo.

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Primera edición digital en Panamericana Editorial Ltda., abril de 2021

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., marzo de 2020

© Javier Tibaquirá Pinto

© 2020 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Alejandro Alba García

Diagramación y diseño de colección

Jairo Toro

Ilustración de cubierta

Lyda Naussán R.

ISBN 978-958-30-6334-3 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Para mi madre

Libertad. Una de las posesiones más preciosas de la imaginación.

Ambrose Bierce

Diccionario del diablo

Nos vemos de pronto parados debajo de una torre

tan fina como el signo del adiós

y nos pesa sobre todo desconocer si lo que no sabemos

es adónde ir o adónde regresar.

Roberto Juarroz

Poesía vertical III

Una vez yo me fui detrás de un circo pobre.

Detrás de un sueño; de un sueño con música.

Raúl González Tuñón

Solitaria mascarita

Contenido

1

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1

Lleva despierto trece minutos y no atina a levantarse del suelo. Espera. No sabe qué, pero espera. Tiene la sensación de que ha ocurrido algo y, sobre todo, de que algo ocurrirá. Y aunque desde hace doce minutos, cuando descubrió que tenía un chichón en la calva, se esfuerza por rellenar los vacíos de su memoria, lo cierto es que Moret­ti no consigue recordar el final de la noche anterior.

La luz de la mañana se filtra a través de los rasgones en la cortina y le cae en plena cara, aturdiéndolo. Fuera del remolque no se oye un alma humana ni animal, como si el Maché hubiera sido abandonado mientras dormía. Apenas le llegan el aleteo de las lonas y los chasquidos de los banderines que coronan el mástil. Y más allá, el zumbido del barrio, un monstruo que no ha parado de crecer con los años y que tarde o temprano, eso dice don Bornet, acabará por engullir al circo.

¿A qué hora terminó la cena? ¿Por qué no durmió en la cama? ¿Cómo se hizo semejante bulto? Moretti regula un eructo. Preferiría continuar un rato más así, al margen de la vida, formulando preguntas sin respuesta mientras lidia con una inquietud cuyo origen no logra identificar…

Pero los conejos estarán hambrientos.

Intenta varias veces antes de lograr sentarse. Al hacerlo, un retortijón lo dobla sobre sí mismo y los mechones que mal disimulan su calvicie quedan colgando en el aire. Entonces le sobrevienen el picor del aserrín metido en el pantalón y la jaqueca: parece que por cabeza hubiera amanecido con una de esas pesas que Atlas manipulaba en los días dorados, antes de dañarse la espalda, y que hoy solo sirven para remachar estacas o anclar a los perros en épocas de celo.

Alza la mirada y por un instante lo hipnotiza el vaivén de la puerta. Tarado. ¿Cómo pudo dejarla abierta? Suerte que no se lo comieron los zancudos. Le tomará horas volver a pegar los recortes que el viento desprendió del techo y no cesa de agitar a su alrededor, fragmentos que lo mismo pueden ser noticias, horóscopos o avisos clasificados, pero también fotografías anémicas de lugares donde la compañía nunca ha estado ni estará y que Moretti, de tanto mirarlas, conoce mejor que las carpas: el río bajo un puente ferroviario, la playa de arena rojísima, la panorámica de una ciudad repleta de cúpulas (ha contado sesenta), el avión oxidado en un cultivo de avena, la silueta de un castillo tras una niebla espesa…

Otro eructo, otro retortijón. Moretti se levanta el saco, hunde tres dedos debajo de la línea donde terminan las costillas y, contando los pliegues de su panza, masajea hasta que el remolque se llena de un olor acre. Ni modo, tendrá que usar los baños colectivos así los demás lo fastidien por la hediondez. No aguantaría hasta el mercado del barrio, donde acostumbra a vaciar las entrañas en paz por unas monedas.

—Estrafalario —murmura, sin saber bien por qué.

Al fin se incorpora y logra ganar la cocineta sin pisar los recortes. En la nevera encuentra un pedrusco de queso, dos pimentones arrugados y, al fondo, una bolsa en la que despuntan varias crestas de lechuga: el desayuno de los conejos. Alarga el brazo y lo retira, dubitativo. Cierra los ojos, contiene la respiración y vuelve a la carga, pero al poco tiempo tiene que detenerse para recuperar el equilibrio. Un segundo intento le provoca un acceso de tos que amenaza con reventarle los ojos y casi degenera en vómito. Al tercero, cuando los pinchazos en el cráneo lo tienen al borde del soponcio, oye un crujido blando. Después otro, y otro más: la bolsa, deslizándose obedientemente, esquivando los pimentones y el queso, atraída por su deseo. Moretti aprieta los labios: sabe que solo ha sido una agitación de fantasía, que al abrir los ojos la bolsa seguirá en el mismo rincón y que deberá aceptar que esta vez, como tantas otras, el prodigio tampoco se dio.

Una tarde de parqués, le confesó a don Bornet que le aburrían sus propios trucos. El hombre orquesta, que andaba hasta las orejas de vino y con afán de burdel, le contestó que en alguna parte había oído sobre la posible existencia de realidades alternativas, con leyes muy distintas, donde lo maravilloso era hecho y no mera simulación. Moretti entendió la idea a su manera, y se la tomó tan en serio que, luego de una función en que los Bullaranga soplaran sus silbatos por encima de lo soportable —la odiosa rutina del penalti— pensó cuánto le gustaría arrancárselos de los labios y se puso a probar con la telequinesia. Desde entonces la magia dejó de ser el artificio que le daba de comer y se transformó en el anhelo ingenuo de vislumbrar esas realidades presentidas pero inalcanzables. Como las de los sueños.

O las de la embriaguez.

La piel del brazo está empezando a hormiguearle cuan­do una voz lo toma por sorpresa.

—¿Se puede saber…?

Moretti suelta un baladro y cierra la nevera de golpe. La niña en falda que lo mira desde el rectángulo de la puerta, con un pie dentro y el otro sobre el último peldaño de la escalerilla, no es una niña; sin maquillaje y con el pelo enrollado en un lápiz, se diría incluso que roza los cincuenta.

—¿Se puede saber a qué estás jugando? —insiste Maya, mezcla de curiosidad y malicia.

—A nada —responde Moretti, apoyando la espalda contra la nevera—. No la oí llegar.

—Y eso que he subido de peso.

La nevera se atora y hace vibrar los intestinos del mago, que domina una flatulencia. Entretanto, Maya ha entrado en el remolque y sus ojos alternan entre el piso y el techo.

—Se cayó tu cielo.

—El viento.

—¿Qué es eso de ahí?

—¿Esto?

—Ajá.

—Un puerto.

—¿Y eso? ¿Una isla?

—Una granja.

—Parece una isla en el mar.

—Es una granja en el campo.

—Que viene a ser lo mismo. ¿Dónde queda?

—No sé.

Ella suspira.

—Bonitas fotos —dice, inclinando la cabeza a un lado—. Nunca las había detallado realmente.

—Es raro que usted venga por aquí.

—Son días raros.

Además de la visita, de por sí sospechosa, a Moretti le incomoda que lo pillen sobrellevando el desagradable entresueño de la resaca. A duras penas logra rastrillarse los mechones, y es entonces cuando la capitana se tapa la boca.

—¡Puta! ¡Qué ciruelón!

—¿Se ve mal?

—Depende. ¿Te nacen cuernos seguido?

—Buf.

—O te aplicas algo o te vas mentalizando unicornio.

—¿Hielo?

—Anoche acabamos las reservas. ¿Tienes carne?

—No.

—¿Azúcar?

—No.

—¿Mantequilla?

—No.

—Pues acumula saliva. Qué huevo te quedó.

—Hace mucho que…

—No te acuerdas de nada, ¿verdad?

El mago hace ademán de responder, pero se contiene al ver que el semblante de Maya no tiene su soltura habitual. Tal vez rabia. Tal vez lástima. Tal vez decepción o impaciencia. Pero Moretti no es de leer expresiones ni motivos. A Moretti le cuesta ponerles nombre a las cosas.

La capitana se arrodilla con dificultad y se aplica a alinear recortes por las esquinas, como si fueran cromos de un álbum.

—¿Nunca te preguntas —dice, mostrando la imagen de dos hombres frente a un árbol, en medio de la nada— qué pasó antes o después de cada clic?

—No.

—Los fotógrafos. Ellos son los únicos que saben, ¿no? Lo que nadie ve, igual que los magos.

—Igual, sí.

—Qué horrible ser fotógrafo o mago.

—Horrible.

—¿Qué estabas haciendo cuando llegué? Creí que te daba un infarto.

—Yo también.

—Vale, no respondas, pero tampoco te hagas el pendejo. Total, que no vine para eso.

Y, poniendo los brazos en jarras, le informa que Medrano lo manda llamar.

Moretti se palpa el chichón.

—¿Metí la pata?

—Hasta el fondo.

Los ojos del mago se apartan de los recortes que sostiene la capitana. ¿Esto era lo que estaba esperando? ¿Un sermón del director? Y sin haber hallado el hilo que desmadeje sus recuerdos. Maya podría ayudar, bastaría con preguntarle, pero a Moretti le ganan la vergüenza y el malestar de panza. Y un relincho en la carpa de los animales, que lo saca del ensimismamiento.

—¿Alcanzo a darles de comer a los conejos?

—¡Conejos! ¿Dónde?

—Debajo de la cama, en una caja que traje del mercado. Son muy juiciosos, ni se hacen sentir.

La capitana suelta los recortes y acerca el mentón al piso entre gestos de dolor.

—Pues no están.

—¿Qué?

—Te digo que no están.

—¿Cómo que no?

—Muchas bolitas, cero conejos.

—No puede ser. Ahí los dejé antes de irme a montar guardia con don Bornet.

—Bueno, ya vimos a lo que ustedes llaman “montar guardia”. ¿Y ahora?

Moretti lo piensa un momento. Mira hacia la puerta y, de tres zancadas, cruza el remolque.

* * *

Afuera no hay espíritu dominguero. El sol, tras una pared de nubes, no halla por dónde. El viento zarandea la ropa en los tendederos sujetos a las ventanillas de los remolques y arranca quejidos metálicos a las carpas: al Maché, solo piel y hueso, se le dificulta sostenerse. No se ve a los perros por ningún lado —habrán decidido pasar la mañana durmiendo en el redondel— y cuesta abajo, delante del portón, los vecinos del barrio transitan indiferentes, llevando el pan y la leche, persiguiendo a sus hijos, yendo o regresando de trabajar, o de bailar, la fiesta todavía en la sangre. Algunos han envejecido con el circo, pero ya ni se dignan echarle una mirada de vez en cuando.

Después de mover los toneles de agua lluvia, Moretti se pone en cuatro patas sobre el suelo forrado de colillas de cigarrillo y escruta la oscuridad bajo el cacharro moteado de óxido, sin neumáticos y sostenido por gruesos troncos de madera podrida, al que llama hogar. Para cuando la capitana reaparece en el marco de la puerta, ha perdido, sin embargo, toda esperanza.

—Ayer los saqué a pasear y corrieron a esconderse detrás de los rines —dice, desconcertado.

—¿Y? —urge Maya, atajando la puerta con la cadera.

—Nada.

—Carajo, mago.

—Han de andar por ahí, mascando pasto.

—O multiplicándose, si el frío no los mató.

—Calle esos ojos…

La capitana dirige un vistazo al pastizal, donde la loma empieza a convertirse en cerro.

—¿Y si están en lo de Rufo? Por ese lado hay más verde.

—¿Será?

—Con tal de que no se hayan metido en la choza, que si la constrictora los ve…

—¡Calle esos ojos!

—Bah, a lo sumo podría con uno. Las serpientes necesitan menos que los tigres, ¿no?

El mago se sienta para conjurar una racha de punzadas y, de paso, masticar la indirecta.

Los anteriores conejos murieron años atrás, cuando aún había fieras y banda musical en el Maché. Durante una jornada de limpieza general, Moretti dejó que deambularan por ahí mientras él y don Bornet barrían las graderías. No tenía forma de saber que, luego de borrarles grafitis, Atlas levantaría las lonas para ventilar el interior de las carpas, de modo que, al regresar, el mago se encontró con que los conejos habían metido las narices demasiado cerca de las jaulas de los tigres y que todos habían sido devorados. Debió soportar una monserga de casi una hora en la Dirección antes de que a Medrano se le ocurriera descontarle el valor de los difuntos, de los que solo quedaron pelusas, lo que lo tuvo al filo de la miseria durante semanas. Esa noche don Bornet intentó aliviar su desasosiego con tres botellas de vino.

—Lo positivo es que nos ahorramos las raciones de los mininos —bromeaba—. Y ya que no les dispensamos sino tiras de hígado, a buen seguro agradecieron la variación en el menú.

Moretti recorre con los ojos las piernas de la capitana. Distraídamente, más por costumbre que por apetencia.

—Medrano te va a matar —dice ella, estirándose la falda hasta las rodillas.

—Por favor, no le vaya con el cuento…

Maya endurece la mirada. De repente, pequeños surcos flanquean su nariz.

—¿Tú me ves plumas y pico?

—No…

—¿Y por qué me tratas de cotorra?

—Yo no…

—Suficiente tengo con que el cretino de tu jefe me coja de recadera.

Y antes de que Moretti pueda disculparse, la capitana ha sorteado la escalerilla de un salto.

—Yo de ti, me apuraba —sentencia, enfilando hacia el remolque de Atlas.

Los Bullaranga, que acaban de salir de su remolque para el café de la mañana, observan la escena, socarrones. Cuando Maya se aproxima, Alfajor dice algo entre dientes y el Bambi suelta una risa machacona, de bisagra sin aceitar. Ella desvía ligeramente, dice algo que les fulmina el buen humor de la cara y sigue su camino. Los dos se quedan viendo los contoneos de la capitana, pero su cotilleo ya no es morboso sino hostil. El Bambi chasquea la lengua y vuelve a entrar en el remolque, no sin antes echar los restos de su café en la taza Alfajor.

Moretti se pone a desenterrar colillas, pero el olor no tarda en provocarle arcadas que le llenan la garganta de un líquido agrio. Obligado a suspender, se incorpora. No quiere ir con Medrano, solo librarse de la inmundicia que cargan sus tripas maceradas, buscar a los conejos y después a don Bornet para que le diga cuánto más bebieron y, ante todo, cómo resultó con un chichón en la calva, virutas de aserrín en los calzoncillos y una reprimenda por delante.

Alfajor lo observa en silencio, escupiendo partículas de café. Al vacilante saludo del mago corresponde con una pantomima extraña: empuñando el arco de un violín invisible.

Moretti trata de componer una sonrisa, pero le sale un mohín.

—Estrafalario —murmura, sin saber bien por qué.

Y, evitando mirar los baños, se encamina a la Dirección.

2

Una tarde de dominó, Moretti comentó que el estuche del violín semejaba una caja de lustrar y don Bornet cambió enseguida de tema para disimular la envidia que le causaba no haber imaginado el símil primero. En efecto, el estuche tiene un asa de cobre en la tapa, no al costado como la mayoría, y límites triangulares. La tapa no es plana; se trata más bien de una elevación a modo de techo de casa, aunque menos aguda, lo que hace del emplazamiento del asa un trabajo estimable. Las aldabillas, también de cobre, constituyen otra muestra de calidad: don Bornet no recuerda haberlas oído tintinar nunca. Con todo, el estuche siempre le ha parecido indecoroso para su violín, demasiado tosco por fuera y mal acolchado por dentro.

Ambos, el mago y el hombre orquesta, han bebido la misma cantidad de vino, pero Moretti luce más descompuesto, probablemente porque ha estado encadenando un cigarrillo tras otro. A ese ritmo es como si cada trago tuviera el doble de efecto en su cuerpo, incapaz de campear la borrachera igual que antes.

—Caramba —dice don Bornet, destapando la última botella—. Urge aprovisionarnos mañana, después de la función.

—A ese coso no le caben grietas. —El mago se arrebuja en su poncho—. Parece que fuera a romperse.

—Parece, pero no —corrige don Bornet, llenándole el vaso—. Pásele la mano.

—Ni que fuera perro.

—Ande, no sea remolón.

Moretti forma una mueca de extrañeza. ¿De dónde saca don Bornet esas palabras? Se recompone en la silla, cierra un ojo para enfocar mejor el estuche —el hombre orquesta se lo ha acercado con el pie— y posa el dedo sobre la base. Al sentir la madera, tersa, desliza el dedo a lo largo de la tapa, confortado ya, sin el recelo natural de las astillas, hasta que engarza el aza.

—Cutis de porcelana —presume don Bornet, sentándose en la jaula de la constrictora.

—¿Cómo es que…? —El mago calibra el peso.

—Dos veces al año le aplico lija y aceite. Y en las noches le leo poemas para que no afloje.

Entrechocan vasos, animados por el vino, y contemplan el remate de la tarde. Para poder vigilar mejor el portón y beber sin ser vistos, se han instalado detrás de los toneles apilados junto al remolque de Moretti, en lo más alto del sendero en pendiente que parte el Maché en dos: a la izquierda, la zona de remolques —excepto el de la Dirección, convenientemente estacionado cerca de la taquilla—; a la derecha, la porción plana del lote, donde están las carpas. Detrás se alza el pastizal, justo a los pies de uno de los cerros que marcan el fin de la ciudad. Y al frente, en riguroso descenso, el barrio, un laberinto de casas levantadas con ladrillo, madera y zinc, calles fracturadas, postes claveteados de monedas y tenis enredados en los cables eléctricos, a cuyo inventario de dolencias se ha añadido una plaga de retroexcavadoras que de un tiempo acá no paran de hincar sus cucharas en el suelo, anunciando progreso. En los días dorados, esta era la hora en que los animales salvajes empezaban a alternar sus rumores; el más imponente, el de los leones: una advertencia rastrera que ponía la piel de gallina. Don Bornet asegura, basándose en el oído absoluto que dice tener, que el apodo del domador no se inspiró en el color de su pelo sino en la puja del león —“ru-fo”, “ru-fo”—, lo que él nunca ha admitido ni desmentido.

—¿Se acuerda de la elefanta que descorchaba botellas? —pregunta Moretti, encendiendo un cigarrillo—. ¿Cómo era que se llamaba?