El sol sobre el conjuro - Juan R. Martínez - E-Book

El sol sobre el conjuro E-Book

Juan R. Martínez

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Beschreibung

El Sol sobre el conjuro es una novela terminada en el año 2012. En el primer capítulo comienza la historia de Astrid en tiempo contemporáneo. El segundo capítulo con una pareja de inmigrantes que llegan a Buenos Aires a fines del siglo XIX, principios del siglo XX. Así, la narrativa transcurre entremezclando los capítulos hasta llegar a un punto en que las historias se unifican. Los personajes son ficticios, aunque se desarrollan en el pasado y actual partido de Florencio Varela. Y al final de la obra, hay un apartado de referencia que brevemente describe algunos personajes y lugares icónicos de Florencio Varela que merecen ser recordados. Contribuyendo así a la identidad varelense como también, aportar rasgos a la enriquecedora cultura bonaerense. Puede verse en el transcurso de la obra cómo las constantes tomas de decisiones transforman las vidas y su entorno. Pero también, cómo la toma de decisiones ajenas afecta a la mismísima humanidad. La novela invita a ejercitar la memoria y fomentarla. Apela a engrandecer la conciencia individual, colectiva y la valoración de nuestro hábitat y de nuestras raíces, provengamos del lugar que provengamos.

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Seitenzahl: 242

Veröffentlichungsjahr: 2025

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JUAN R. MARTÍNEZ

El sol sobre el conjuro

Martínez, Juan Ramón El sol sobre el conjuro / Juan Ramón Martínez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6396-5

1. Narrativa. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

REFERENCIAS

AGRADECIMIENTOS

A Dios que todo lo puede.

A todos los integrantes de la familia que con su fuerza no me dejan caer. Cuando digo familia no solo me refiero a la de sangre sino también a aquellas personas que a través de la vida nos vamos emparentando para hacer más placentero el existir.

A las compañeras y los compañeros que con su inquebrantable fe en mi obra me incentivan a incursionar en el arte de escribir.

A todas y todos los que leyeron esta novela y me alentaron para publicarla.

A la Escuela Pública hacedora de esperanza, compuesta por gente tan maravillosa e irrepetible, que contribuyeron a transformar a un pibe de barrio en un escritor del barrio. Que cruzó la frontera más allá de la esquina.

A la literatura que sin mezquindad se presta para que las palabras sigan circulando para llegar a donde deban llegar.

A los que están, los que no están y los que vendrán.

Al libro que es el arma más revolucionaria y pacifista con que cuenta la humanidad.

PRÓLOGO

El sol sobre el conjuro es una novela que se desenvuelve en los comienzos y el actual partido de Florencio Varela en la provincia de Buenos Aires, República Argentina.

Su lectura lineal o saltando capítulos conlleva la unificación de las historias narradas que desembocan en nuestra historia contemporánea reciente. No es una novela de rigor historiográfico y sí está embebida de ficción que se desarrolla en las localidades que se hallan en el partido de Florencio Varela. Se citan en ellas varios personajes que vivieron y viven en esta parte del mundo y que denotan una connotación local.

Esta actitud narrativa, más allá de contar las historias que conforman la novela y los personajes creados para ella, procura hacer un rescate emotivo de lugares y de público conocimiento, monumentos o hitos que se hallan en el partido. Pues al final de la obra hay un apartado de referencia que detalla brevemente a qué o quiénes se nombran en el cuerpo de la novela.

Desde aquel “Pueblo de San Juan Bautista” hasta el actual partido de Florencio Varela. No solo las personas, las realidades, el paisaje van variando en esta trayectoria que nos encuentra insertados en este siglo XXI.

Lograr sellar en la retina del tiempo, lo que el mismo tiempo destruiría sino se registra y valiéndose para ello de la literatura como una buena herramienta para el ejercicio de la memoria. Procurando que en un futuro algún inquieto lector o lectora. Pueda encontrar vestigios de por dónde se circula al traspasar por las arterías de este lugar del conurbano bonaerense.

Lo demás pasará como la brisa que erizar el alma de los lectores si es que la lectura logra conmover a quien lee la novela. Que de una u otra forma, incentiva a no resignarse al olvido. Que es una sencilla forma de morir en este mundo.

Juan R. Martínez

Capítulo I

El despunte del sol, sobres las castigadas localidades que conforman el partido de Florencio Varela, son incambiables. Estas mañanas rejuvenecen el alma y dotan de una energía invisible a aquellas personas que experimentan en carne propia y con la lucidez de sus sentidos el despertar de los días irrepetibles. El surgimiento de esa enigmática llamarada atrás de los verdes árboles, evaporando el rocío de la noche anterior que ha enjuagado a la tierra prestándose así a los veraces comentarios sobre la dañina humedad de Buenos Aires.

El maravilloso día incomparable agita al bicherío, a las aves y a los seres humanos amodorrados por la pobreza y el infortunio. Siendo así la contracara, al minúsculo grupo de compatriotas económicamente satisfecho, que poco les importa aquellos con necesidades básicas insatisfechas, aterrados por las enfermedades, la inseguridad y las carencias. A la elite privilegiada por su poder económico le molesta el incansable reclamo de aquellos a los que les falta lo que a ellos les sobra. Por eso no dudan en esbozar nefastos artilugios para justificar la desigualdad que ideológica y en la acción propulsan y sostienen. No les pesa en la conciencia, es más suelen tenerla en paz, cuando se sientan a desayunar en familia con los puños sucios; no por el trabajo sino por explotar al prójimo.

Cuando los pocos afortunados varelenses que cuentan con trabajo, en el comienzo de este nuevo milenio, se dirigen en cualquier medio de transporte hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Para regresar abatidos en inseguros micros que se convierten en coches camas sin serlo. Astrid, conduce raudamente por “Ruta Cincuenta y Tres” (1) hacia las afueras del “Paraje Los Tronquitos” (2). Firme y ágil con la confianza que da la seguridad de saber lo que se está haciendo. Venía desde Camino de Cintura, prosiguió por “Avenida Monteverde” (3) y dobló a la derecha para internarse en “Avenida Moscóni” (4) hacia el fondo deseosa de llegar a su destino. Se detuvo en el lugar llamado “La Curva de Berreymundo” (5) a cargar combustible en la estación de servicio que se encuentra en el lugar. Parcela ícono de referencia cuando el partido de Florencio Varela era el comienzo de la actual superpoblada extensión del conurbano bonaerense. Pero ya casi sin vestigios de lo que fue el almacén de Barreymundo. Aunque nada de eso se chuzaba por la mente de Astrid que solo atinaba a derrochar pensamientos por la ruptura con Edelmiro.

Pagó la carga y subiendo a su automóvil, sacó un pañuelo descartable de la guantera corriendo el arma personal escabullida entre unos insignificantes papeles. Retomó su trayecto por esa senda que otras veces transitó y que los antiguos llamaban: “Camino Real” o también llamado “Camino de la Reina” (6).

Cruzó por la calle que lindera al mal llamado “Bicho Canasto” (7) y no reparó en mirar hacia la “Municipalidad de Florencio Varela” (8) que un día fue “La Casa de Teja” (9). En estas tierras donde apuntaban los habitantes de Santa María de los Buenos Aires, huyendo de la fiebre amarilla, cuando hubo aquella epidemia el milenio pasado. En estas tierras que por entonces ni remotamente imaginaban tener el nombre del “Doctor Florencio Varela” (10); ese habitante rioplatense consecuente con sus ideas. Las cuales fastidiaban al poder de turno de la época, valiéndose así el exilio y como eso no alcanzó para aquietarlo, sumaron un mártir más a la sangrienta historia de América del Sur.

Pero Astrid ignoraba todo eso y pareciera estar en otro mundo. Paralelo e irreal y sin Edelmiro, donde todo se le hacía gris por más que el sol alentara a la vida, a reírse, a ser feliz, aunque sea por un rato, aunque el país se viniera abajo por más que allá pasado el 31 de diciembre del dos mil y el fin del mundo no había llegado y sí llegaba la desesperación, la desesperanza. Todos estábamos a la espera de la coherencia de todos. Pero más de los sectores de poder y entre ellos los gobernantes que hablan mucho sin hacer lo que prometen y defraudan más de lo que hacen. Aunque Astrid sigue obnubilada con Edelmiro en la cabeza, en el parabrisas, en la esperanza de encontrarlo como una buena enamorada. Sin frigidez, ni reparos con los sonidos retumbando entre las paredes y haciéndole eco en el alma. Y entregados al amor, nuevamente él la penetraba con su lengua, con sus dedos, con el pene tanto como con el mismo espíritu. No hacía muchas horas atrás eran así de felices. Sí felices como solo se es a través del amor. Pero ahí está todo hecho recuerdo, acompañándola encerrada en su coche, en su cabeza, en su arrepentida desesperación. Recuerdo y lejanía son solo lo que tiene la hermosa Astrid.

El dinero, la presión social y lo material, para consumistas en una voraz sociedad de consumo. Donde ella quería más que él y él más todavía que ella. Con el pequeño detalle de quién de los dos lo pagaba… Suscitó otras de las tantas peleas, en la pareja que causaba envidia a los allegados por su armonía espiritual, de esas que solían tener a propósito con el fin de motivar una reconciliación placentera. Pero esta vez la riña fue diferente, categórica y por demás enroscada. Ninguno de los dos cedió. Y en el medio, se notó la herida en el alma que dejaron las palabras. Cuando enmudecieron los labios de Astrid. La vista de Edelmiro penetró por la retina de los ojos de ella y siguiendo sus arterias quedó varada en el mismísimo corazón de la joven. Fue allí, cuando él juntó un par de libros desgastados y releídos en su deteriorada mochila. Se encajó dentro de un Jean deshilachado. Cubrió su torso con una remera blanca y tomando la campera que hacía juego con el pantalón. Se peinó con los dedos y luciendo una barba de tres días, mientras resonaba en el aire la última y fatídica frase de la discusión lanzada por Astrid, Edelmiro se marchó diciendo que no volvería a verla.

Ella supo que no mentía por el brillo de sus ojos y el temblor de sus palabras. Reconoció desde su experiencia que encolerizada se dicen y hacen cosas de las cuales luego entra el arrepentimiento; pero le faltó grandeza para pedir perdón en el momento justo, aunque la bomba ya estaba lanzada.

Cuando hay amor mutuo siempre queda la alternativa para el perdón y pueden hallarse las vías de solución a los más complicados problemas. Cuando esto no sucede, el amor está en riesgo y corre peligro de extinción. Lo puede matar las acciones, las palabras y hasta los pensamientos.

Aunque entre Astrid y Edelmiro, desde adentro o desde afuera, no se preambulaba el fin de lo más noble que tenían… El Amor. Pero ante las circunstancias parecía lo contrario.

Y desde su hermética aptitud, Astrid simplemente se quedó desnuda en el sofá, viendo a su compañero traspasar una puerta marrón que tenía pegadas unas estampitas de San Cayetano y llevándose además el amor de Astrid. Dejándole el de él, junto a la almohada.

En una miserable fracción de segundo, su absurda arrogancia, la llevó a pensar que quizás así fuera mejor… Desecho ese pensamiento erróneo. Y se preguntó y repreguntó… por qué dijo lo que dijo… Qué solución había conseguido para su arreglada vida… Ninguna. Cuando el desenfrenado nivel de cólera paulatinamente fue bajando, cayó en lo absurdo de su conducta. Y empezó a desear que entrara Edelmiro por donde se fue. Que le sonriera, como también lo haría ella y empezará a besarla desde las uñas de los pies, hasta el último y minúsculo bello de su cuerpo y la hiciera de él como otras tantas veces. Pero pasaron los minutos y eso no sucedía. Se alargaba la espera sin el resultado deseado, se quedó estática interminables horas queriéndose equivocar, negando la realidad, sin aceptar que en una absurda riña ambos se habían perdido. Esperó otro poco antes de la desesperación… Pero no aparecía Edelmiro… Y asumiendo la realidad Astrid, le retumbaba en los oídos lo último que dijo él: “No volvería a verla”.

Igual que en un juego de adolescentes, con la salvedad de que ambos no lo eran, se había provocado a la tiranía del destino con una tonta pelea por razones poco espirituales.

Cuando Astrid salió del estatismo saltó desnuda del sofá en donde había nacido la discordia. Bambalearon sus tetas hacia ambos lados y la sostuvo firmemente al prenderse los ganchos del corpiño por la espalda, descolgó su lencería de la lámpara marroquí y tomando la ropa que encontró al paso se vistió y sin pensarlo mucho se trasladó a la casa de una amiga en Lomas de Zamora y luego hacia Florencio Varela. A la casa de la cual era la única heredera.

Mientras, igualmente destrozado, Edelmiro fumaba marihuana y se embriagaba con ocasionales amigos tirado en el césped de Plaza Francia. Creyendo ver a Astrid en cada rostro de las mujeres que se le cruzaban. Deseando volverla tener frente a él, desnuda mostrando así su mejor ropaje.

Sustentablemente destruida, Astrid cerraba tras su coche la tranquera del campo que rodeaba la casa que se ubicaba en el centro de la parcela. Esa misma casa que días atrás, dos seres que parecían inseparables le daban el toque final dejándola habitable acorde a sus gustos. Allí cerca del Paraje Los Tronquitos, se hallaba sola la dueña de la estancia “El Conjuro”.

Capítulo II

La espesa niebla que se anteponía entre la galera que llevaba el nombre La Rosa y el puerto de Santa María de los Buenos Aires; no dejaba posar los pies a aquellos inmigrantes ansiosos de mejoras para su vida terrenal. Nada impacientaba a los castigados visitantes, más que el porvenir y la ilusión de encontrarse como en su casa.

Antes de bajar habían procurado entre ellos, ensayar en un mal castellano. Las palabras y frases que con el tiempo fueron tan corrientes; no solo en la pronunciación sino también en la práctica.

Se reía el capitán desde lo alto su pórtico al ver el empeño que ponían aquellos labradores, criadores de ovejas y seres llenos de esperanza; de ser útiles en la tierra de los “guchos” como pronunciaban en aquella ocasión.

La niebla se retiró y la galera comenzó con las maniobras para anclar; ante la vista de los obreros del agitado puerto y las serias mulatonas que poco le costaban salir de esa impresión con una amplia sonrisa que les modificaba el rostro. Pero sin dejar de marcar presencia con su trajinar.

Las últimas dos personas que bajaron de la embarcación era una pareja de recién casados que conformaban la familia Mc Braian, provenientes de Escocia, quienes tomados de la mano. Pisaron esta tierra siendo solamente la muerte quien pudo separarlos.

Violet Druenfort y Julián Jr. Mc Braian, ambos con un bolso de mano más lo puesto arribaron en la pampa Argentina para no irse jamás.

Pasaron varios días en el hotel de los inmigrantes, hasta que surgió para ellos y varios compatriotas alojados en el mismo lugar la posibilidad de instalarse en “El Pueblo de San Juan Bautista” (11). Esa localidad estaba hacia el sur tomando por el Camino Real. De su colectividad, en esa oportunidad, fueron los únicos que se tentaron en ir allí ya que los otros eligieron la posibilidad de ir a otro punto geográfico. Por tales motivos se demoró su estadía en el hotel. Aquel lugar era el primer sitio para los recién llegados al país desde el extranjero y no tuvieran familiares ya radicados en esta parte del mundo o por algunas circunstancias requerían hospedaje. Allí el Estado proporcionaba lo mínimo y básico durante su estadía antes de dirigirse a su verdadero destino.

El edificio era de una extraña figura geométrica, envuelto en chapa de cinc y armazón de madera. Poseía un montón de ojos en forma de ventanas. Su empinado techo del mismo material que las paredes, dejaba escapar una chimenea negra que humeaba en gran parte del día.

Maderas, chapas, cotines, mesas humildes, bancos caseros y largos. Platos de lata y cubiertos de opacado metal. Cacharros de todo tipo y tamaños con sus respectivas abolladuras. Humedecidos piletones, baños compartidos y una luz demasiado tenue alumbraban aquella especie de torre de babel. Por la variación idiomática de sus huéspedes, pero haciendo la salvedad de que todos allí sabían lo que querían: Trabajar y prosperar en la tierra que faltaba tanto para hacer.

El hotel se encontraba lindando con el puerto de Buenos Aires. Desde allí se podía ver como el río subía y se sufría de lleno la sudestada. O cuando el viento soplaba fuertemente haciendo rechinar las chapas como si fueran a volar. Y así se gestaban los sonidos de seres fantásticos e imaginarios en una tierra desconocida dándose cita en aquel ritual natural. Donde la música surgida del viento y la materia, asustaban a los niños que se protegían al resguardo de sus padres tan temerosos en otros aspectos igual que su prole.

Hasta que, por fin, llegó el día de subirse a la carreta que lo llevaría lentamente por el desnivelado Camino Real hacia el Pueblo de San Juan Bautista.

Los Mc Braian, utilizando un idioma gestual anexado a otros con palabras cortadas y mal pronunciadas, entablaron una comunicación con el carretero e inmigrantes de otras latitudes distintas a su procedencia pero que buscaban lo mismo: trabajar y ganarse el pan diario. Atípicamente conversaron y hasta se rieron, olvidándose así de la tensión del momento, la lejanía de su tierra natal y las circunstancias que los habían hecho emigrar… Al mal llamado nuevo continente.

En el trayecto se iban bajando algunos pasajeros del carruaje, haciendo más holgado el espacio para que el polvo que flotaba del camino se pegara más fácilmente al cuerpo de los viajeros. Para quienes todo era nuevo. Desconocían su destino, pero contaban con la certeza de que al llegar a donde le dijeron, se encontrarían con gente de su tierra, aunque estén lejos de su patria. Aquellos les darían el tan anhelado primer empleo en la Argentina.

El carretero haciendo las veces de guía turístico, le citaba los lugares por donde pasaban. Ellos asentían con gestos sin deglutir en realidad la información proporcionada. Hasta que exactamente acorde a lo estipulado, entrando en la media tarde, arribaba la carreta a la famosa Casa de Teja. Y en su proximidad la Iglesia (12) que da nombre al Pueblo de San Juan Bautista.

La pareja de escoceses, salían de una maravilla para entrar en otra, al observar el paisaje y los detalles del recorrido, la tupida vegetación, la fauna, la flora, las aves y la esperanza de estar en el lugar exacto. Al sur del puerto de Santa María de los Buenos Aires. Pero al llegar a la tranquera de la Casa de Teja, se les inquietó el espíritu. Se colmaron de una sensación de felicidad que parecía la retribución a tantas penurias sufridas en su Escocia natal.

Bien puesto tenía el nombre la Casa de Teja, ya que su techo sobresaltaba particularmente cuando el sol le daba de lleno. Sirviendo ese techo para que varias parejas de horneros construyan su nido sobre él.

Los gauchos tan toscos como trabajadores no reparaban en los curiosos visitantes y sí en su encomendable tarea; en medio de los corrales, el sembradío y otros quehaceres.

Un adobe prolijo envolvía a la casa y un alero le hacía de visera, atajando al sol en las horas en donde el calor era más intenso. El piso de tierra, tan limpio como desnivelado, era regado por una flacucha muchacha morena.

Hileras de árboles prestaban su refrescante sombra y bajo uno de amplia copa, un grupo de paisanos mateaban a la vez que quebrantaban la quietud de la siesta con estruendosas carcajadas de incomprensibles risas para los visitantes escoceses. Al costado de los hombres se hallaba una guitarra maltratada con el encordado cortado, apoyada sobre un tronco que por el aspecto parecía que se usaba para sentarse.

Después de descansar, llegaba la última parada para los inmigrantes. El Paraje Los Tronquitos. Cerca de este destino, unos de los compatriotas de los Mc Braian ya habían adquirido una extensa parcela de tierra que provechosamente la trabajaban logrando abultados dividendos. La necesidad de trabajo y la energía positiva con la que contaban los Mc Braian, se convertían en un cheque al portador para que en un futuro no muy lejano obtuvieran su propiedad siendo esta la base necesaria para la numerosa familia que soñaban tener. O sea, la primera generación de los Mc Braian en las tierras de Sudamérica.

Al llegar a la zona de Los Tronquitos, bajaron los Mc Braian al costado del Camino Real siendo los últimos pasajeros del carruaje que cargado con mercaderías seguía hasta Chascomús, saludaron amablemente al carretero y caminaron varios pasos hasta el umbral de un almacén de ramos generales que llevaba por nombre “El Tropezón” (13).

Los Mc Braian fuertemente tomados de las manos y sin separarse; observaban al transporte perderse por el viboroso y polvoriento Camino Real, con la certeza de que sus sueños achicaban la distancia para hacerse realidad.

Y solos en aquel lugar del mundo, tuvieron la sensación de que el tiempo se había detenido. No dialogaron y poco a poco se les iba perdiendo ese estado de felicidad que kilómetros atrás vivenciaron. Fue entonces cuando él, bajó su bolso del hombro al piso y besándole la cabeza abrazó a su compañera y ambos simplemente esperaron.

Capítulo III

Astrid salió de ese pensamiento ingenuo de creer que Edelmiro entraba raudamente por la puerta principal trayendo un insignificante ramo de flores silvestres; que la harían sonreír y así encontrar el pie justo para olvidar la absurda pelea que los había separado. Después de recorrer la casa pasando revista, plumereó unos muebles y bajó algunas pertenencias del auto.

El lugar era amplio para ella sola. Y sin Edelmiro, se agrandaban los espacios, los silencios y la espera. Seguro que él le daría otro toque al lugar, lo teñiría de su improductiva bohemia, lo exaltaría con una soberbia andrajosa de niño bien que jamás se alimentó en ninguna olla popular. Sí… Ese tipo que podía pasarse horas ensayando acordes disonantes en su Gibson enchufada en el Marshall de cien watts. U olvidarse de almorzar abstraído leyendo a Proust, Dostoievski o Walt Whitman. Edelmiro, tenía la comodidad de ser un mantenido mensualmente por la herencia, legada de su abuelo materno. Quien lo amó más que a su vida, a su hijo y a su patria. Y el nieto de aquel inmigrante siciliano, sobreviviente de la guerra, podía darse el lujo de vivir la vida a su antojo con la responsabilidad que a él le venían en ganas tener. A esto se sumaban los recursos materiales y económicos adquiridos, sin exigirlos por parte de su amada. La joven y bella Astrid. Que, para no remedar la imagen de una princesa y un mendigo, la dama trataba de hacer de él un caballero que le haga pasar la menor vergüenza posible en las reuniones de la alta sociedad a la cual solían ir juntos. Al rozarse con aquel gentío, distante de los problemas de la ciudadanía. Que no usan perfume europeo, ni viajan en limusinas, ni comen caviar observando el universo desde la ventana de un restaurante de recoleta. Aquel tipillo era igual a un lunar desagradable en el rostro fotogénico de una mujer como Astrid. Que si apelaba al sentido común era mejor no volverlo a ver más. Pero ella lo amaba y él también a ella. Y lo que está basado en el amor no es bueno que se pierda, aunque allá que soslayar diferencias. Ella tan correcta, él tan informal. Ella tan estructurada, él tan innovador. Ella con los pies en la tierra, él paseando por el cosmos. Ambos nadaban en concretos océanos de incertidumbres y el mejor lugar en el que se encontraban era en la cama. O podía ser también en la cocina. O en los lugares más inesperados que la necesidad de sentirse uno, entre ambos, le exigiese. Actitudes estas, aptas para alejar el aburrimiento que atenta contra la sorpresa. Pero sobre todo exaltando el amor que día a día reconstruían.

A Edelmiro, podía encontrárselo despierto hasta altas horas de la noche y luego dormir hasta pasado el mediodía. Solía marearse y desconocer el nombre del día o la fecha en que vivía. Cuando sucedía esto corría desesperado hasta el almanaque para evacuar sus dudas. Le encantaba empastillarse y cargar los pulmones con humo de marihuana. Y entrado en un particular misticismo alucinaba que el espíritu de Bob Marley lo poseía y se ponía a cantar a capela desde el primero hasta el último tema que componía la placa “Leyenda” del famoso músico jamaiquino. En su irrelevante incursión social le era lo mismo la chicha como la limonada. Aunque se atrevía a realizar comentarios incorrectos contra piqueteros, movimientos de obreros que pujaban para no ser desocupados o de sectores sociales que reclamaban justicia ante la injusticia. Poco le interesaba todo eso que lo veía ajeno a él. Pero en sus penosos comentarios de la realidad social, se autodeclaraba un anarquista que se oponía a todo lo establecido, pero en realidad desconocía a lo que pretendía oponerse. Sin ninguna duda que salía de esa situación ridícula solo al estar acompañado de Astrid. Ella lo convertía en potable, lucido, socialmente aceptable.

Años atrás, Edelmiro, en su eterno deambular en busca de no saber qué... Un viernes por la noche un amigo lo llevó a una fiesta que organizaban los estudiantes del último año de la carrera de abogacía; en un bodegón de Palermo Viejo.

Fue allí en donde el desgreñado nene del abuelo quedó alucinado, sin consumir drogas, ante la flamante doctora con rasgos afrodisíacos que con la sensualidad de una odalisca vestida; danzaba al costado de la pista entre unos antiguos sillones y bajo las intermitentes luces multicolores que le favorecían.

El amor irrumpía en la vida de aquel tipo casi parasitario; igual que un sediento ebrio usurpa la bodega del amante de su esposa. Él que apenas sabía con certeza que los días contienen veinticuatro horas, comía, dormía y de vez en cuando se bañaba.

Sin ninguna duda que la flamante doctora en abogacía se enfrentaba a su primer litigio con el título en la mano… Perdiéndolo sin excusas y consciente de no apelar.

Las indescifrables correas invisibles del amor los unirían hasta sentirse uno o creerse inconcluso ante la ausencia del otro. Como dos niños huérfanos, a consecuencia de una contienda incomprensible, se aliaron para procurar ser felices en la vida.

Quince años de convivencia y necesidades mutuas se truncaban al irse él por la puerta. Con la bronca, el dolor y el amor a cuesta colgando de la vieja mochila. Con la idea de sentirse digno, de pararse con sus defectos y virtudes ante la vida, con sus errores y aciertos. Y comprobando así que no solo matan los objetos materiales, sino que también las palabras causan la muerte. Confirmando que la Fe no brota de las resecas estructuras de cemento que conforman los ilusorios palacios que simulan la felicidad.

Ella que logró pulir a ese tipo tosco y opaco; haciéndole lucir un brillo inconfundible en las oscuras noches en donde no es conveniente la soledad. Así moldeó a un socio para la vida en una triste sociedad. Consumista, acelerada y violenta que es indiferente frente al amor por más que este nunca perezca ante el odio.

Él, un torbellino informal, destiñó con colores vivos la conservadora vida de Astrid. Que tomaba el té a las cinco de la tarde; no veía revistas pornográficas porque era pecado; ni se masturbaba por temor a un castigo divino.

Pero allí estaba ella sola, con esa casa amplia que aterraba de quietud. Faltaba que Edelmiro pusiera en un volumen alto un compact de Led Zeppelin, mientras ella desde su despacho le recriminaría que bajara la música porque no podía concentrarse en su trabajo. Entonces él como un niño caprichoso, que en realidad lo era, con la excusa de que sí le parecían bien los puntos bajados de la potencia del equipo; entraba en su hermético recinto. Donde no faltaban los pilones de papeles compitiendo con el amontonamiento de carpetas de distintos tamaños y colores que reposaban en un pesadísimo escritorio de cedro con cajones abarrotados de papeletas insignificantes para él. Las lámparas hindúes y las plantas de interiores japonesas derrochaban soberbia y mezquindad ante las excelentes réplicas de Manet, Velázquez y Rivera que penden de los tornillos incrustados en las paredes.

A uno de los lados se encuentra la amplía ventana que filtra claridad y permite que entre una brisa agradable pero irrespetuosa ante la rigidez de la reja colonial que da al fondo de la finca. Al lado de la ventana se haya el escritorio, con la computadora la mayor parte del día prendida para uso exclusivo de Astrid; experta en enloquecer al teclado con sus dedos.