El sueño intacto de la centroderecha - Mariana Gené - E-Book

El sueño intacto de la centroderecha E-Book

Mariana Gené

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No hay duda de que Juntos por el Cambio encarna hoy un proyecto de centroderecha vital, con candidatos competitivos y su sueño refundacional intacto. Con ese sueño asumió el gobierno en 2015, buscando barrer con el país peronista, pero se encontró con la Argentina real, sus actores y sus problemas. Este libro explica las razones profundas del fracaso del programa reformista que buscó una transformación económica y cultural del país y analiza cuáles son hoy las condiciones sociopolíticas para que una coalición de centroderecha oriente a la sociedad en el sentido que quiere. Si en 2015 el triunfo de Cambiemos tuvo mucho que ver con la moderación del discurso y la promesa de mantener muchas de las conquistas sociales del ciclo anterior, en 2023 notamos cómo crece la identificación con la derecha por parte de la sociedad y hasta qué punto las opciones de centro se ven tensionadas por los referentes libertarios, que corren cada vez más explícitamente el horizonte de lo que puede decirse y hacerse. ¿Qué chances tiene el sueño persistente de la Argentina liberal? ¿Qué aprendió Juntos por el Cambio de su paso por el poder? ¿Tratará de recuperar la lección de la moderación para buscar un consenso político, o de endurecer la estrategia para hacer "lo mismo pero más rápido"? ¿Qué resistencias puede encontrar un proyecto de desregulación económica, apertura de los mercados y disciplinamiento de los agentes sociales organizados y sus demandas redistributivas? Tras años de agotamiento social, ¿cómo reaccionarán los sectores más afectados? Por primera vez en la historia del país, la derecha tiene innegable centralidad en el tablero político y electoral y sigue buscando su momentum para que los viejos sueños se hagan realidad. En una apuesta magistral de reconstrucción histórica y reflexión política, Mariana Gené y Gabriel Vommaro hacen un aporte imprescindible para entender cabalmente, en una época marcada por la polarización y el descontento creciente con las élites, qué límites y posibilidades tendría una coalición de derecha para poner en práctica reformas de gran alcance.

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Índice

Cubierta

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Portada

Copyright

Introducción. Lecciones y dilemas de la centroderecha argentina tras su paso por el gobierno

1. ¿Hasta dónde llegó el cambio?

El primer año de gobierno: toma de control del Estado y promesa de cambio cultural

Elecciones de medio término: la breve primavera del proyecto político y el planteo de la agenda reformista

Crisis económica y administración de la tormenta

La épica del “Sí se puede” y la consolidación de la coalición electoral

Parte I. Dilemas por dentro, o cómo construir una fuerza política para desmantelar la Argentina populista

2. A la derecha, radicales

Gualeguaychú: ¿el lugar donde todo comenzó?

El fantasma del ocaso recorre el radicalismo

El trauma de Unen como antesala del giro a la derecha

Adaptarse o perecer, o cómo aceptar ser un socio menor del PRO

Cambiemos: los radicales de regreso al gobierno pero lejos del poder

Cambiaron, pero… ¿ganaron o perdieron?

Tiempo de revancha

3. Los peronismos del PRO

Los primeros en llegar: de extranjeros a asimilados

Los armadores: la rosca peronista para el proyecto presidencial de Macri

De la campaña al gobierno, o de cómo perder poder a toda velocidad

El último mohicano: Pichetto y el intento de reelección

¿Cuánto peronismo hace falta?

4. El PRO desde el poder: ¿qué impacto tuvo en el partido su paso por el Estado?

De la larga marcha a la consagración en 2015

Legados y límites del modelo de expansión territorial del PRO

Defensores del cambio: aplicaciones y militancia PRO

El desafío de la salida del líder

Parte II. Coaliciones de apoyo y coaliciones de bloqueo, o la pérdida de la inocencia

5. Apoyos empresarios por goteo: la descoordinación inesperada del gobierno de los CEO

La ruptura del empresariado con el kirchnerismo: del conflicto del campo al miedo a la “chavización”

El PRO y la movilización partidaria de las élites económicas

La esperanza empresaria en el gobierno de Cambiemos: corazones más que bolsillos

La economía política fallida de Cambiemos

Ni unidos ni organizados: la descoordinación gobierno-empresarios en los años de Cambiemos

Sudden stop. La ruptura del frente unificado a partir de la crisis de 2018

La reacción de los fieles en 2019: “Nuestra voz”

Vamos a volver…

6. Agenda reformista y resistencias organizadas: los legados del ciclo kirchnerista

Los sectores populares organizados, del cristinismo al macrismo

La unidad de los movimientos en la primavera macrista

Las dos caras de Cambiemos frente a la protesta y la política social

La negociación de la paz social en números, o el “poroteo” de los movimientos sociales

Los sindicatos, entre la supervivencia organizativa y la administración de los tiempos

La reforma previsional como victoria pírrica, o el comienzo del fin

¿Resignarse o volver a apostar? JxC y la relación con los sectores populares organizados

Conclusiones. Nuevas oportunidades y viejos límites para la centroderecha

Agradecimientos

Bibliografía

Gabriel Vommaro; Mariana Gené

EL SUEÑO INTACTO DE LA CENTRODERECHA

y sus dilemas después de haber gobernado y fracasado

Vommaro, Gabriel

El sueño intacto de la centroderecha / Gabriel Vommaro; Mariana Gené.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2023.

Libro digital, EPUB.- (Singular)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-237-7

1. Política. 2. Partidos Políticos Argentinos. I. Gené, Mariana. II. Título.

CDD 324.20982

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de cubierta: Emmanuel Prado

Todas las imágenes de interior corresponden a redes sociales de partidos o dirigentes (Twitter o Facebook) o a materiales publicitarios de acceso público.

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: marzo de 2023

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-237-7

Introducción

Lecciones y dilemas de la centroderecha argentina tras su paso por el gobierno

24 de octubre de 2019. Esquina de Av. Vélez Sarsfield y Av. Hipólito Yrigoyen, ciudad de Córdoba. El centro comercial Patio Olmos es testigo de un nuevo episodio en la gesta electoral macrista en esa provincia. En el escenario, se abrazan Miguel Ángel Pichetto, senador peronista y compañero de fórmula de Mauricio Macri para las presidenciales de ese año, y el radical Mario Negri, excandidato a gobernador de Juntos por el Cambio. Quince años después de la transversalidad kirchnerista, una transversalidad conservadora es posible. La multitud canta, ayudada por los altoparlantes. Es el cierre de campaña de Juntos por el Cambio, antes de las elecciones generales en las que el candidato oficialista espera revertir el resultado catastrófico de las primarias, en las que su coalición obtuvo dieciséis puntos menos que la coalición peronista reunida en el Frente de Todos. Por fin llega Macri, junto a su esposa Juliana Awada. Se abren paso entre los asistentes, mientras sube el volumen, que parece mover también la perilla del fervor popular. Córdoba es el epicentro del voto macrista en el interior del país. También es la provincia donde mayor diferencia obtiene la coalición de centroderecha respecto del peronismo kirchnerista. La euforia gana a quienes ocupan el escenario. En su discurso, Macri machaca: “Acá está la fuerza del país, acá está la locura por el futuro”. Antes, Luis Juez se había permitido hacer una broma con el apodo que el humor popular le endilgó al entonces presidente: “Si hace falta, hay que cargar a la suegra y el perro a votar. Para que gane el gato, hasta el perro tiene que votar”. Córdoba es asimismo la capital del humor. El clima festivo tiene otros puntos altos: se canta el feliz cumpleaños a Pichetto, que deja por un momento el gesto adusto. Juliana Awada canta las últimas estrofas en el micrófono, a cappella. Antes, Marcos Peña había saltado ante la multitud al compás del cuarteto. “Soy cordobés, me gusta el vino y la joda y lo tomo sin soda porque así pegá más, pega más”. Pero también hay espacio para el gesto calculado, la estrategia. Al final de su discurso, un Macri que en la ciudad de Buenos Aires había hecho gala de su distancia con la religión, se despide con una invocación que parecía apuntar, con ritmo de cuarteto, al voto conservador que necesitaba para arrimarse a su oponente: “Fuerza, que con Dios se puede más”. Luego suenan las estrofas del himno nacional. Macri y Awada se turnan para hacer flamear una bandera argentina.

* * *

En el fútbol se dice que un equipo “hizo negocio” cuando, a pesar de un mal resultado, queda en buena posición para lo que viene.

Para la revancha, por caso.

En ese sentido, Cambiemos (hoy, Juntos por el Cambio) hizo negocio con su paso por el poder.

En la Argentina de los últimos tiempos, donde los problemas se arrastran en lugar de resolverse, ningún proyecto político es duradero, pero todos permanecen latentes y con chances de ser reflotados ante la mala performance del adversario. El proyecto que encarnó el gobierno de Cambiemos no es una excepción. Se trata del primer gobierno no peronista desde 1983 que termina su mandato. Mauricio Macri es el primer presidente no peronista ni radical de la historia reciente. Es, además, el líder y fundador del primer partido de centroderecha competitivo que accede al poder por la vía electoral. Propuesta Republicana (PRO) nació en 2002, al calor de la crisis más profunda vivida por la Argentina desde el inicio de este ciclo democrático. Su primer nombre fue Compromiso para el Cambio y adoptó la vía local para construir los recursos –una pequeña e informal organización controlada férreamente por Macri y su círculo íntimo, una marca partidaria nítida y diferenciada– que le permitieron hacer pie en el barroso campo político, en el que otras formaciones nacidas al mismo tiempo hicieron agua.

En 2007 llegó al gobierno de la CABA, donde terminó de forjar la fisonomía que lo llevó a ser una opción electoral a nivel nacional. Pese a su corta existencia, en 2015 se convirtió en el núcleo hegemónico de la coalición que comparte con la Unión Cívica Radical (UCR), un partido centenario al que impuso su programa y su estrategia electoral. Los otros partidos que ingresaron a esa alianza, como la Coalición Cívica y pequeñas agrupaciones de orígenes peronista y conservador, también aceptaron el rol predominante de Macri y su grupo. Se dejaron conducir, por así decirlo, por el primer proyecto de centroderecha del siglo XXI que buscaba hacerse del poder por la vía electoral.

El triunfo de Macri en las presidenciales de 2015 fue la gran confirmación del éxito de la construcción del PRO, y permitió al radicalismo volver al poder –aun como socio menor– luego de dos décadas de árido llano político. Cambiemos venció al peronismo kirchnerista, que había gobernado desde 2003 y, desde el poder, había construido una sólida base de apoyos sociales y electorales, resquebrajada a partir de 2013. Al final de un gobierno de desempeño económico mediocre y con malos resultados en materia social, Macri perdió la reelección ante el peronismo reunificado en 2019, pero su coalición se mantuvo unida y retuvo un caudal electoral del 40% de los votos.

Según datos del Indec, Macri dejó el poder con una inflación del 53,8%, diez puntos más que la existente en el segundo semestre de 2016 –el primer dato confiable con que contamos tras la intervención de hecho del organismo estadístico del Estado en 2007– y la más alta desde 1991. A ese panorama se sumaba un 35,5% de población pobre, cinco puntos más que en el segundo semestre de 2016, y una desocupación de casi dos dígitos (9,2%). Contra sus propios pronósticos, no solo no logró aumentar la magra inversión privada, sino que tuvo apenas un año de crecimiento económico (2017), con lo que el balance de los cuatro años, en términos de crecimiento, fue negativo. Asimismo, aumentó el endeudamiento público tanto en términos absolutos (la deuda pasó de 240.665 millones de dólares en 2015 a 323.065 millones de dólares en 2019) como relativos (la deuda pública representaba el 53% del PBI en 2015 y el 90% en 2019), lo que creó severos condicionamientos futuros para las finanzas públicas y para la economía.

Sin embargo, su fuerza electoral se mantiene tan competitiva como en 2015. Los problemas de gobierno y de coordinación del Frente de Todos convirtieron en un robusto punto de partida para las presidenciales de 2023 el porcentaje de votos con el que Macri dejó la presidencia. Los años inestables y tumultuosos que tuvieron lugar desde 2019 hasta el presente, de la mano de la pandemia y la gestión fallida del gobierno peronista, volvieron a emplazar a Juntos por el Cambio en un lugar expectante que muchos observadores estimaban improbable cuatro años atrás. En este sentido, entender el gobierno de Cambiemos es entender un proyecto de centroderecha que permanece vital, tiene sus candidatos competitivos y su indudable peso electoral. Y que busca su “segundo tiempo”, como sugirió el expresidente al titular Primer tiempo su libro publicado en 2021, en el que ensayó un balance de su gestión. A su vez, como la historia (y la crisis) se aceleraron tanto desde 2019, la experiencia de Cambiemos parece remota, por lo que resulta relevante trazar un balance sobre su gestión por fuera de las pujas políticas del momento. Este libro busca ser un aporte en ese sentido, tanto en términos históricos como analíticos.

Como todos los proyectos políticos recientes, Juntos por el Cambio tiene como motor, en su imaginario, un país potente, pero choca con el país real. Como todos los proyectos políticos recientes, Juntos por el Cambio quisiera tener empresarios, sindicalistas y dirigentes sociales diferentes de los que existen. En nombre de esa aspiración, se indigna ante lo que le devuelve el espejo de la historia. Tiene dificultades para hacer que los actores reales sean base de apoyo de un proyecto de largo plazo que permita orientar al país hacia una mayor desregulación y apertura de los mercados, a una prevalencia de las energías privadas por sobre la intervención del Estado. Vale la pena, entonces, preguntarse por los actores sociales y políticos que operaron en apoyo y en oposición a su gestión, y que seguirán teniendo un peso relevante para facilitar o bloquear intentos reformistas en el futuro.

Las coaliciones sociopolíticas que apoyan o bloquean a un gobierno son factores clave de su éxito o fracaso. El balance entre el poder de los respaldos y el de los vetos constituye un aspecto central de los márgenes de acción de un proyecto político. Estas coaliciones abarcan ciertamente a los partidos que forman el gobierno y a los que se enfrentan a él, así como a los apoyos y oposiciones en el Congreso. Pero incluyen también a los agentes socioeconómicos que pueden apuntalar o bloquear las políticas que ese gobierno quiere llevar a cabo. Esos esfuerzos por acompañar o resistir proyectos específicos se hacen a partir de las herramientas con que esos actores cuentan: recursos financieros (en especial, en el caso de los empresarios), recursos organizativos (la acción colectiva en diferentes áreas de las corporaciones patronales y sindicales, por caso) y recursos ideacionales (por ejemplo, apoyo en medios de comunicación, campañas publicitarias oficiales y oficiosas, “batallas culturales”). A los actores de peso descriptos por la literatura sobre las reformas de los años noventa (Etchemendy, 2015; Murillo, 2005) –en particular, los grandes grupos empresarios y los sindicatos más poderosos–, a partir de 2003 se sumaron las agrupaciones sociales de base territorial que movilizan a los sectores pobres urbanos y que constituyen poderosos organizadores del descontento social. Los actores sociales y económicos realmente existentes de la política argentina tienen vasta experiencia en lidiar con gobiernos de diferente signo y hasta en oscilar entre el apoyo y la oposición a los gobiernos en su fase “ascendente” o “descendente”. Saben negociar beneficios y prometer apoyos de costo relativamente bajo. Se mueven con cierta expertise en el corto plazo de los ciclos económicos y políticos. Imponen sus condiciones y expresan sus reparos. Son elementos fundamentales de las condiciones de éxito de un proyecto político al formar parte de la trama de agentes corporativos que participan de negociaciones permanentes con el Estado.

Acerca de las coaliciones sociales y políticas que apoyaron y bloquearon el proyecto reformista de Cambiemos versa este libro, que se apoya en datos de diversas investigaciones efectuadas desde hace al menos doce años sobre el PRO, los armadores políticos, la construcción de Cambiemos y el gobierno de Macri. Asimismo, en la investigación específica que desarrollamos entre 2018 y 2022, realizamos treinta y cinco entrevistas a actores políticos, empresarios y dirigentes sociales centrales del período, revisamos archivos de coloquios y reuniones empresarias, así como los principales medios de prensa del país. Se trata, en parte, de un libro sobre el gobierno de Macri. Se enfoca en los apoyos políticos y sociales que impulsaron su llegada al poder y contribuyeron a su permanencia. También se centra en los alcances y los límites de su programa reformista, que se orientó a producir una transformación económica y cultural del país. Pero también es, en general, un libro sobre las condiciones sociopolíticas de un proyecto de desregulación económica, apertura de los mercados y disciplinamiento de los agentes sociales organizados y sus demandas redistributivas. Es decir, sobre el tipo de actores con los que puede contar una coalición de centroderecha para hacer viable su proyecto y sobre la naturaleza de sus bloqueos y, por tanto, de sus límites.

En definitiva, la resiliencia de la coalición política que impulsó este proceso, así como su capacidad para mantenerse competitiva en términos electorales, hace que este libro sea no solo sobre los antecedentes, las condiciones y el desarrollo de un gobierno, sino también sobre lo que este abrió en términos de transformación del horizonte de posibilidades de la política. Hoy, la centroderecha cuenta con un partido sólidamente arraigado en el centro del país y con aliados más o menos poderosos en los otros distritos. Su programa promercado consolidó una oferta electoral inexistente en la Argentina hasta hace unos años y de la que, además, sus partidarios pueden esperar victorias y no solo sinsabores. Por caso, las elecciones de medio término de 2021 mostraron que Juntos por el Cambio tiene un caudal consistente de votos que puede incluso sobrepasar el 40% obtenido en 2019 si las condiciones le son favorables.

Esta consolidación tiene lugar al mismo tiempo que crece la identificación con la derecha por parte de la sociedad. Según la encuesta World Values Survey, mientras al inicio del ciclo abierto en 1983 apenas el 6,4% de los encuestados en el país se identificaba con posiciones abiertamente de derecha, en 2017 ese porcentaje llegaba al 27,8%. Además, en los últimos tiempos se complejizó la oferta electoral de ese espectro con el fortalecimiento de opciones más radicales, a la derecha de la derecha, que, a la vez que dificultan las posibilidades de moderación de la derecha mainstream, contribuyen a ampliar el espectro de lo decible y de lo posible en la política del país.

En ese sentido, la constitución de una oferta libertaria, hoy encabezada por Javier Milei, crea un vector de radicalización de las posiciones conservadoras en lo cultural, y anti-Estado y antidistributivas en lo económico, que la coalición liderada hasta 2019 por Macri intentaba domesticar. Si el triunfo de Macri en 2015 tuvo mucho que ver con la moderación de las posiciones abiertamente de derecha en su partido y la promesa de mantener muchas de las conquistas sociales alcanzadas en el ciclo anterior, la nueva configuración del escenario político da espacio para proponer de forma explícita reformas más agresivas que reviertan arraigadas relaciones de poder de la Argentina industrial y, más recientemente, el ordenamiento del ciclo kirchnerista.

De la misma manera, permite plantear programas de mayor nitidez ideológica en otros campos, como la regulación de la protesta social y la cuestión de la seguridad. Esta diversificación de la oferta de derecha acentúa la disputa por la definición de la estrategia política, pero también del programa de gobierno de un hipotético nuevo tiempo promercado: ¿es necesario recuperar la lección de la moderación que dejaron tanto el fracaso de la agenda reformista del gobierno de Macri como la derrota en las elecciones de 2019 –y buscar un “consenso del 70%”, como empezó a proponer Rodríguez Larreta en 2021– o, en cambio, una nueva chance de gobierno debería endurecer la estrategia y radicalizar el proyecto para “hacer lo mismo pero más rápido”, tal como expresó Macri en su “autocrítica” tras abandonar el gobierno?

Este libro describe las aristas de esas disyuntivas de la centroderecha argentina, que son en buena parte las de las derechas de América Latina. En países como Brasil o Chile y en buena parte de Centroamérica, las derechas mainstream parecen en retroceso, mientras se consolidan opciones más radicales que se montan sobre una polarización política y un descontento creciente con las élites. La pulsión en favor del mercado, la crítica al Estado y los discursos del orden parecen ganar terreno aquí, así como en otras latitudes. La disputa parece ser, en la actualidad, por su representación y su dosificación.

Para analizar los dilemas y las tensiones del proyecto encarnado por Juntos por el Cambio en el país, el libro no propone un panorama exhaustivo de un gobierno sino un análisis de las condiciones sociopolíticas que lo hicieron posible y de su devenir posterior (y, por ende, de sus desafíos para el futuro). Ciertamente, dejará afuera dimensiones centrales de los años del gobierno de Cambiemos: temas judiciales, de derechos humanos, de política internacional, de agendas de género y derechos sexuales y reproductivos, entre otros. De esta manera, no espera ningún tipo de conclusión definitiva sobre esos cuatro años que conmovieron al país y fueron a la vez un espejo en el que se miraron algunas derechas de la región. En cambio, ofrece un análisis exhaustivo de los principales actores de apoyo y de bloqueo que condicionaron el sueño reformista de Cambiemos, y que probablemente sigan operando cuando este libro encuentre a sus lectores y lectoras. Quien llegue hasta las últimas páginas quizá tendrá una idea más acabada de los límites y posibilidades del sueño persistente de la Argentina liberal, que es también el sueño de una Argentina sin peronismo.

* * *

El libro comienza con un capítulo que reconstruye las principales etapas del gobierno de Cambiemos. Sirve para refrescar los principales hitos del período, así como la evolución del ciclo económico y político. Los capítulos que siguen, en tanto, se ocupan de las coaliciones sociopolíticas de apoyo y de bloqueo del gobierno. Están organizados en dos partes. En la primera, analizamos los principales socios que conformaron Cambiemos. El capítulo 2 se ocupa del camino que condujo al radicalismo a establecer una alianza electoral con el PRO: el hito fundacional es la Convención de Gualeguaychú de 2015, en la que la UCR decidió aliarse con el PRO; las internas y tensiones expresadas en ese evento permiten descifrar los dilemas que vivieron los líderes de un partido centenario que creían al borde de la extinción. El capítulo 3 se dedica a los peronistas del PRO y muestra que hay dos cohortes principales que ingresaron a ese partido: la primera, de líderes territoriales, contribuyó a su proceso de construcción partidaria en la CABA; la segunda, de armadores, fue vital en la arquitectura nacional del partido para las elecciones de 2015 y tuvo un rol clave en la generación de consensos políticos durante el gobierno. El capítulo 4 analiza el devenir del PRO como partido durante los años de gobierno de Macri. Muestra hasta qué punto su paso por el Estado le permitió, o no, expandirse nacionalmente y cuán sólido fue ese crecimiento en términos organizativos y de anclaje social. Culmina con un análisis de las transformaciones del PRO luego de la derrota de Macri en 2019: por primera vez el líder y fundador del partido ya no tuvo funciones de gobierno y debió enfrentar a desafiantes que buscan sucederlo como principal activo electoral y como centro político indiscutido.

La segunda parte se ocupa de los actores socioeconómicos que participaron de la coalición de apoyo al gobierno o que fueron factores consistentes de veto. El capítulo 5 se aboca a la relación entre el gobierno y los empresarios, a los intentos de movilización y coordinación de las prácticas de esos actores, y a los límites de esos intentos. El capítulo 6, en tanto, analiza la acción de los principales agentes de bloqueo del proyecto reformista: los sindicatos y movimientos populares de sectores pobres urbanos. Estos actores eran uno de los principales legados de los años kirchneristas, y serían en el gobierno de Macri una de las grandes incógnitas por resolver para funcionarios y legisladores que empujaban reformas, sobre las que ellos tuvieron, casi siempre, algo que decir.

En las conclusiones, recapitulamos lo que nos enseña este libro sobre la historia reciente de la Argentina, pero también sobre las condiciones de posibilidad de futuros intentos reformistas de centroderecha.

1. ¿Hasta dónde llegó el cambio?

El búnker de Cambiemos en la segunda vuelta electoral de 2015 tuvo la estética de los festejos que el PRO ya había impuesto como sello propio: música bien alta, globos de colores –esta vez predominaban los celestes y los blancos en vez de los amarillos–, papel picado y un Mauricio Macri exultante, bailando en el escenario entre risas del resto de los dirigentes y aplausos del público. A esa escena festiva la precedió un video en pantalla gigante que mostraba a Macri recorriendo el país, entrando en casas humildes y abrazado con sus habitantes, mientras una nena jujeña cantaba unas coplas en el acto de cierre de campaña que Cambiemos había hecho cuatro días antes en la Quebrada de Humahuaca. La estética era entonces más popular y menos glamorosa que la del búnker de Costa Salguero. Gabriela Michetti, su compañera de fórmula, habló antes que Macri en un discurso corto. Además de subrayar su emoción y agradecer la confianza, dijo: “Yo sé que hoy hay muchos hogares humildes de nuestra Argentina que están festejando y que están sintiendo una nueva esperanza; pero también sé que probablemente haya algunos hogares –o muchos, quizá– de gente humilde que esté preocupada, que esté con sensaciones de… temor. Y lo único que queremos decirles es que especialmente para ustedes vamos a trabajar; muy especialmente para todos ustedes”. Y luego aseguró: “No hay nada que temer. ¡Todo es esperanza, todo es alegría!”.

Como en otros momentos de la campaña, los principales referentes del PRO buscaban ahuyentar las sospechas que pesaban sobre el origen social de sus dirigentes y los alcances de un programa de gobierno liderado por un partido de derecha. Cuando le tocó el turno a Macri, presentó en el escenario a Anita, “mi secretaria” que “me cuida desde los 5 años” y “ahora se ocupa todos los días de mí”, y afirmó que homenajearla a ella era una forma de homenajear “a todos aquellos que me recibieron en sus casas, que me mostraron su vida de trabajo, que me mostraron que lo que habían logrado lo habían logrado esforzándose”. El nuevo presidente apelaba a esos apoyos populares que sería importante retener para hacer sustentable su gobierno. A todos ellos les recordaba las consignas amplias y generales de su campaña: “una Argentina con pobreza cero, enfrentar y derrotar al narcotráfico, unir a los argentinos detrás de esto”. Y aprovechaba para señalar el carácter refundacional de esas elecciones: “Quiero decirles que hoy es un día histórico. Es un cambio de época”. “Ustedes hoy hicieron posible lo imposible. ¡Con su voto! ¡Con su voto hicieron posible lo imposible! ¡Lo que nadie creía!”. El camino para llegar hasta allí había sido largo y, en más de un sentido, inesperado.

* * *

En las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) de agosto de 2015, los tres candidatos de la alianza Cambiemos habían obtenido el 30,1% de los votos, por detrás del candidato del Frente para la Victoria (FPV), Daniel Scioli, quien obtuvo el 38,7%. En tercer lugar se ubicó Sergio Massa, con el 14,3% de los votos. Las elecciones primarias sirvieron para consagrar a Macri como candidato indiscutido de Cambiemos (obtuvo el 24,5% de los votos contra el 3,3% de Ernesto Sanz y el 2,3% de Elisa Carrió) y para mostrar que al kirchnerismo le sería difícil llegar al 40% más los diez puntos de diferencia que necesitaba para ganar en primera vuelta. Dos meses más tarde, en las elecciones generales, el orden de las preferencias se mantuvo, pero los porcentajes variaron: Scioli siguió primero, aunque descendió un punto y medio (37,1%), Macri se mantuvo en el segundo lugar con un crecimiento de cuatro puntos (34,1%) y Massa logró consolidar su tercer puesto, con el 21,4% de los votos. El achicamiento de las distancias entre el FPV y Cambiemos y, en especial, las notorias dificultades del entonces oficialismo para ganar votos por fuera de su electorado consolidado comenzaron a modificar los pronósticos de buena parte de los profesionales del comentario político, que ahora auguraban una posible victoria opositora.

El modelo económico basado en una regulación intensiva del comercio exterior por parte del Estado, la promoción del consumo interno vía aumentos de salarios y de prestaciones sociales del Estado ya había mostrado serios problemas, evidenciados con la devaluación del peso producida en enero de 2014. Sin embargo, el consenso en torno a buena parte de las políticas del período seguía siendo elevado. En ese contexto, Cambiemos necesitaba convencer a los votantes desencantados con el kirchnerismo de que no desmantelaría esas conquistas. La apuesta de Macri fue basar su discurso en una promesa de cambio cultural, en la promoción de formas menos agresivas y más optimistas de la política, el fin de la corrupción –uno de los tópicos en que se asentaba el descontento de los votantes hacia el kirchnerismo– y la solución de problemas económicos relevantes, como la inflación, sin dar mayores detalles sobre el programa económico que le permitiría lograrlo. Eligió para eso consignas amplias, que evitaban explícitamente dar cuenta de un programa económico o una agenda de reformas: “unir a los argentinos”, “pobreza cero” y “lucha contra el narcotráfico”.

No obstante, en el tramo final de la campaña tuvo que responder de modo abierto a algunos de los temores que despertaba su perfil, obligado a buscar el centro político y a defender medidas aplicadas hasta entonces, que suponían una importante intervención estatal. En ese marco, aseguró que, si llegaba a ser presidente, no privatizaría YPF o Aerolíneas Argentinas y que mantendría la Asignación Universal por Hijo (AUH). El desafío para el líder del PRO era diferenciarse a la vez del kirchnerismo, al que pretendía erradicar, y del menemismo, con el que una parte de la sociedad lo emparentaba: “Nos dicen que hay dos alternativas: o privatizar mal como en los noventa o administrar pésimo como en los dos mil, y eso es absolutamente falso”,[1] afirmaba en la recta final de la campaña.

Finalmente, en el balotaje de noviembre de 2015 Cambiemos logró un triunfo por tres puntos de diferencia: Macri obtuvo el 51,3% de los votos y Scioli el 48,7%. Por primera vez en la historia argentina, desde la instauración del sufragio universal masculino en 1916, llegaba al poder mediante elecciones democráticas un presidente que no era peronista ni radical. Lo hacía, además, como líder de un partido nuevo, con orientación de centroderecha, lo que desafiaba tendencias arraigadas de la historia argentina: la dificultad para construir partidos nuevos competitivos y resilientes en general, y las dificultades de las opciones conservadoras para ser electoralmente competitivas.

La ruptura de esta tendencia histórica no fue, de todos modos, resultado de cambios profundos en el electorado, ni en los grupos sociales y económicos organizados, ni en la relación de fuerzas entre los partidos a nivel subnacional. Al gobierno de Cambiemos no lo precedió una crisis económica de gran magnitud que favoreciera los apoyos para medidas extraordinarias –“cirugía mayor sin anestesia”, había dicho Menem al inicio de su gobierno–, tampoco reemplazó a un gobierno debilitado, como el de Raúl Alfonsín a fines de los ochenta, y su triunfo llegó en segunda vuelta por un margen de votos estrecho. Además, llegó con minoría en ambas cámaras del Congreso y con solo cuatro gobernadores de su coalición sobre un total de veinticuatro. En ese contexto, los márgenes para aplicar un programa promercado o hacer cambios económicos de fondo no resultaban evidentes. Con todo, llegaba al poder cuando los escándalos de corrupción ganaban espacio entre importantes franjas de la población y con el desgaste del kirchnerismo tras doce años de gobierno, que había perdido aliados y desmembrado al peronismo, y que enfrentaba el descontento de una parte de sus antiguos votantes. Sobre esa base construiría una épica refundacional que esperaba terminar con el poderío electoral del FPV, sentar las bases de un proyecto promercado y hasta fortalecer una oposición peronista centrista –“racional” en los términos de la época– a la medida de sus necesidades.

En este capítulo reconstruimos el devenir sinuoso del (nuevo) proyecto con tonalidades refundacionales que representó el macrismo en sus cuatro años de gobierno. Sustentado en una visión de modernización gerencial del Estado y de desregulación económica controlada, ese ciclo debió hacer frente a desequilibrios económicos y a pujas sociales estructurales. En esta narración general del período ordenamos sus principales hitos, momentos y vaivenes sociopolíticos, de modo de reconstruir el contexto en el que tuvo lugar el armado político oficialista (que abordamos en la segunda parte del libro) y la relación con las coaliciones sociales y económicas que acompañaron o bloquearon este proyecto de gobierno (a la que dedicamos la tercera parte).

El primer año de gobierno: toma de control del Estado y promesa de cambio cultural

En consonancia con la tradición argentina de proyectos presidenciales refundacionales (Aboy Carlés, 2001), Macri se propuso construir una nueva normalidad, en buena parte contrapuesta a la que el kirchnerismo buscó instaurar desde 2003 y con contornos más definidos a partir de 2008. Lo hizo en dos sentidos fundamentales: primero, contra la excepcionalidad y el conflicto como lógica de ejercicio del poder, proponía “bajar el volumen” de la voz presidencial para instaurar una lógica de construcción de poder basada en la búsqueda de consenso con los actores que consideraba alineados con su proyecto y en la exclusión de quienes pretendía –por así decirlo– enviar al desván de la historia; segundo, para producir una modernización económica y social que, en la visión del nuevo presidente y sus aliados, debería aggiornar al país en consonancia con el capitalismo contemporáneo, en su versión periférica, con mercados desregulados y flexibles y crecimiento basado en la renta financiera, la producción de servicios y de bienes primarios exportables.

Durante todo el gobierno, la toma de decisiones estuvo fuertemente centralizada en la figura de Macri y su círculo íntimo. Ya desde la Convención de la UCR en Gualeguaychú, que había sellado la conformación de Cambiemos en marzo de 2015 (a la que nos referimos en el capítulo 2), el líder del PRO anunció que quien ganara la interna iba a tener el control de las decisiones de gobierno, sin ataduras: “Yo no voy a hacer un gobierno condicionado ni integrado de una manera forzada. Acá vamos a competir y el que gana es el que va a conducir y a armar su gobierno, y pedirá o no colaboración”.[2] La ausencia de mecanismos de coordinación y procesamiento de diferencias con el resto de la coalición iba a generar conflictos y rispideces en distintos momentos del gobierno, pero esa situación no se revertiría.

La selección del gabinete inicial ya marcaba la supremacía incuestionada del PRO y de la figura presidencial. De los veintitrés ministros, solo tres pertenecían a la UCR (Julio Martínez en Defensa, Oscar Aguad en Comunicaciones y Ricardo Buryaile en Agroindustria) y no había ninguno de la Coalición Cívica (CC). En el caso de los radicales, se trataba de dirigentes afines a Macri, que no llegaban al Ejecutivo por medio de una negociación interna con los socios de la coalición sino simplemente por las preferencias presidenciales. En palabras de una dirigente de la CC, “Macri eligió al amigo radical para gobernar, pero no al que eligió el partido. Ahí va en lo que quiere el líder” (entrevista con diputada de la CC, 18/7/2022). A algunos radicales, de hecho, el mecanismo de selección los tomó por sorpresa, tanto como el desdén del PRO hacia lo que podía aportar la UCR al gobierno.

El resto del gabinete estaba conformado por cuadros del PRO, altos ejecutivos y managers que hacían su “salto” a la política, aliados del partido y expertos en distintas áreas. La cohesión de la mayor parte del “equipo” presidencial se apoyaba en el trabajo de politización realizado por el PRO con miembros del mundo económico y las fundaciones, así como en la experiencia de sus cuadros en el gobierno de la Ciudad (Vommaro, 2017). Ese grupo llegaba en un clima de entusiasmo y cambio de época. Una semana antes de asumir, Macri los presentó en el Jardín Botánico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), asegurando que se trataba del “mejor equipo de los últimos cincuenta años”,[3] tanto por su formación profesional y sus trayectorias internacionales como por sus cualidades morales, ya que todos eran “buena gente”.

Durante los primeros días, el gobierno hizo una fuerte demostración de iniciativa política, que buscaba hacer palpable la promesa de cambio respecto del pasado inmediato y fortalecer a un presidente que había ganado las elecciones por un margen estrecho. En la primera semana se eliminaron las restricciones a la compra de dólares –conocidas como “cepo cambiario”– y se redujeron drásticamente las retenciones al campo y la minería. El fin del “cepo” fue anunciado por el ministro de Economía y aplaudido en el sector empresarial. Se eliminaron las cotizaciones paralelas del dólar (“turista”, “con tarjeta”) y se liberaron las exportaciones e importaciones con un tipo de cambio único. Además, dejó de regir el límite de 50.000 dólares que tenían las empresas para importar sin autorización, y el nuevo tope para atesoramiento de las personas físicas o jurídicas pasó a ser de 2 millones de dólares mensuales. Asimismo, se eliminó el encaje del 30% para quienes ingresaban divisas al país.

Esa medida inmediata restablecía la imagen de “normalidad” en la política cambiaria y desactivaba virtualmente el tipo de cambio paralelo –o “dólar blue”–, pero también abría un flanco débil para la fuga de capitales y generó, en solo un día, una devaluación del 30%. De ese modo, si bien el gobierno cumplía con una de sus promesas electorales, también hacía más difícil alcanzar otro de sus compromisos: bajar la inflación. El ministro de Hacienda, Alfonso Prat Gay, desestimaba la posibilidad de que la devaluación se trasladara a los precios (como en efecto ocurrió): “Dijimos que íbamos a levantar el cepo cuando estuvieran dadas las condiciones y hoy están dadas las condiciones”,[4] afirmaba en conferencia de prensa. Ese había sido el diagnóstico de algunos miembros del equipo económico, como Miguel Braun o Federico Sturzenegger, quienes, antes de llegar al poder consideraban que los formadores de precios locales ya tenían en sus cálculos el dólar paralelo, por lo que una devaluación no tendría impacto en los niveles de precios internos si el dólar oficial, una vez liberado, se acercaba a ese valor. Más tarde, otros economistas de la coalición verían esta decisión inicial de alto impacto político como un error estratégico, pero en su momento concitó un fuerte apoyo.

Eso realmente subestimaba muchos años de conocimiento económico en la Argentina, donde está claro que tanto la devaluación como el aumento de tarifas en una situación como esta acompañan un aumento de precios. Los precios acompañan lo que pasa con el dólar y lo que pasa con las tarifas porque la economía argentina ya tiene incorporados criterios de indexación, una memoria inflacionaria por parte de todos los agentes (entrevista con economista de consulta de la UCR, 10/2/2020).

Por su parte, el decreto presidencial de eliminación de las retenciones al trigo, el maíz y las carnes, y de reducción de las retenciones a la soja en un 5% fue anunciado en Pergamino, uno de los centros de las protestas contra las retenciones móviles en 2008. En un acto junto a la flamante gobernadora María Eugenia Vidal, el ministro de Agroindustria Ricardo Buryaile, el sindicalista agropecuario Gerónimo “Momo” Venegas, el dirigente rural Alfredo de Angelis y el senador peronista Carlos Reutemann, Macri hacía el elogio de los productores agropecuarios: “No es el campo o la industria, el campo o el país; es el campo y la industria, el campo y el país. Sin el campo, el país no sale adelante. Yo sé que acá hay un maravilloso espíritu emprendedor”.[5] De ese modo premiaba tanto material como simbólicamente a los productores agrarios, que formaban parte de la base central de apoyo electoral de Cambiemos (Murillo, Rubio y Mangonnet, 2016) y habían sido protagonistas fundamentales de la polarización y la movilización contra el kirchnerismo. Se trataba de una medida que respondía a las demandas de esos sectores y que permitía dar señales promercado sin afectar directamente otros intereses en lo inmediato. No obstante, implicaba una pérdida de recursos para el Estado[6] en un contexto en el que el gobierno también se proponía bajar el déficit fiscal. La apuesta era que esos recursos perdidos vía impuestos volverían en forma de inversiones por el shock de confianza de los actores privados con el nuevo clima de negocios.

Había posiciones más optimistas, porque sabían que se le desconfiaba tanto al gobierno saliente [de Cristina Fernández de Kirchner], y decían: cuando nosotros vengamos, vamos a dar un shock de confianza, porque vamos a hacer las cosas que dicen los libros, la mejora tanto macro como micro va a ser tal, por la eliminación de barreras artificiales –¿te acordás de que para importar había que pedir permiso?–, que va a haber un shock de inversión, lluvia de inversiones, entonces la economía va a salir simplemente por el cambio de clima. Eso no pasó (entrevista con economista y exministro PRO, 19/2/2020).

Más allá de estas primeras medidas que volvían tangible el cambio de época, el gobierno enfrentaba restricciones para implementar políticas que compensaran en lo inmediato la pérdida de recursos por la baja de la alícuota de los derechos de exportación. Aunque había hecho ese diagnóstico en el ciclo electoral de 2015, buena parte del personal que integraba la nueva gestión no dejó de sorprenderse con la fortaleza y la resiliencia de una parte de la sociedad altamente movilizada y con un conjunto importante de demandas, legado de la “Argentina peronista” y, en cierta medida, del ciclo kirchnerista. La noche del 9 de diciembre de 2015 Cristina Fernández de Kirchner se despidió en la Plaza de Mayo frente a una multitud. Esa convocatoria masiva mostraba la fortaleza que el kirchnerismo aún tenía en sus bases y la alta estima que cosechaban en la sociedad algunas políticas de esos doce años de gobierno. La presidenta saliente llamaba a los militantes a defender esos activos y lanzaba advertencias al nuevo gobierno antes de “convertirse en calabaza”[7] a las 12 de la noche: “La confianza se construye cuando cada argentino sabe que el que está sentado en el sillón de esta Casa (Rosada) es el que toma las decisiones, y que, cuando lo hace, lo hace en beneficio de las grandes mayorías populares”.[8] Si la narrativa del macrismo para enfrentar al kirchnerismo era la del populismo y el despilfarro, el kirchnerismo presentaba a su adversario como el gobierno de las corporaciones en perjuicio de las mayorías, y apostaba a su poder de movilización en contra de lo que anticipaba como medidas antipopulares.

Así, durante esta etapa inicial, distintas manifestaciones aunaron a las bases y los dirigentes kirchneristas: las charlas públicas multitudinarias de Axel Kicillof en Parque Centenario, las llamadas “marchas de la resistencia” entre diciembre de 2015[9] y agosto de 2016,[10] o la ronda número 2000 de las Madres de Plaza de Mayo[11] fueron ejemplos de ello, pero también los actos para acompañar a Cristina Kirchner a declarar en los tribunales de Comodoro Py en abril y octubre de 2016. Las movilizaciones más concurridas reunieron a veinte mil manifestantes, con oradores de La Cámpora, Nuevo Encuentro y la plana mayor del FPV. En ellas se criticaba la transferencia de recursos a los sectores más concentrados de la economía, se resistían el desmantelamiento de la Ley de Medios o los despidos en el Estado, se objetaban las metodologías para bajar el costo del trabajo o criminalizar la protesta social[12] y se denunciaba la complicidad entre actores políticos y judiciales. El kirchnerismo pasaba a la defensiva y a la “resistencia”, en sus élites y en sus bases, e intentaba marcarle la cancha al nuevo gobierno desde la calle, aun cuando poco a poco se fracturara en el Congreso.

Frente a esas demostraciones de fuerza y a los legados del ciclo anterior, el gobierno de Macri debió calcular sus fuerzas y alinear sus recursos para avanzar en su programa. Si la eliminación de las retenciones y de las regulaciones para el acceso a las divisas se realizó rápidamente, los mecanismos para reducir la inflación y el déficit fiscal suscitaron debate dentro de la alianza oficialista entre los que se llamaron, por entonces, “gradualistas” y “partidarios de un shock” (Vommaro y Gené, 2017). Los últimos promovían medidas inmediatas de disciplinamiento económico y social, que suponían una apertura más rápida de las protecciones aduaneras, reducción de la inversión pública –que incluía bajar el personal estatal en diferentes áreas y recortar prestaciones sociales– y medidas de disminución de salarios que permitieran reducir la demanda a corto plazo. Los primeros, en tanto, creían que las medidas debían tomarse de modo más paulatino, garantizando a la vez consensos políticos –en especial, en el ámbito parlamentario– y gobernabilidad social –en relación con posibles protestas sindicales y de los movimientos que representan a sectores informales–.

Los partidarios del shock pensaban que debía aprovecharse la “luna de miel” del inicio de mandato para tomar las medidas más antipáticas, mientras que los gradualistas apelaban al realismo político, tanto por los sectores organizados que tenían enfrente como por la situación social que atravesaba el país. Aunque en el plantel del gobierno había partidarios de ambas posturas, se impuso el gradualismo para el manejo de las finanzas y la producción –con Alfonso Prat Gay al mando del Ministerio de Hacienda y Finanzas– y se concedió el manejo de la política monetaria a los más ortodoxos –con Federico Sturzenegger en la presidencia del Banco Central–. Las tensiones entre los dos comandos de la economía se mantendrían a lo largo de los dos primeros años de gobierno.

Una vez decididos por el gradualismo, era necesario obtener recursos sin acudir a la emisión monetaria para financiar el gasto público, que se mantendría elevado. El acceso al crédito internacional estaba parcialmente dificultado por el conflicto que mantenía el Estado con los acreedores de bonos argentinos impagos (llamados holdouts o “fondos buitre”). El gobierno de Cambiemos inició una negociación con ellos a comienzos de 2016, que culminó en el Congreso con la aprobación de una ley que derogaba leyes anteriores que bloqueaban un acuerdo y con la autorización para tomar deuda en el exterior por 12.500 millones de dólares. Así, en pocos meses, logró una victoria política, mostró su capacidad de construir consensos parlamentarios y consiguió fondos para financiar gastos corrientes durante ese año. El aumento del ritmo de endeudamiento durante 2016 representó un atajo que permitió evitar que creciera la conflictividad social, al tiempo que creó nuevos condicionamientos para la política económica futura.

Asimismo, en 2016 el gobierno utilizó otro recurso habitual en la Argentina para acceder a fondos extraordinarios: organizó un proceso de “blanqueo” o exteriorización del patrimonio que estaba por fuera del sistema bancario o registrado en el exterior y, por lo tanto, fuera de la órbita de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). El ingreso de divisas por este medio permitió también aumentar el stock de dólares en el mercado financiero local, factor clave para mantener su precio bajo y contener la inflación. Pero a la vez generó ruidos en la coalición: desde el inicio, Elisa Carrió y la Coalición Cívica se diferenciaron del planteo, primero oponiéndose a que funcionarios de los tres poderes del Estado accedieran al blanqueo (sería un “acuerdo de impunidad”,[13] afirmaba en mayo) y luego objetando que pudieran hacerlo sus familiares. La UCR se plegó al pedido y la norma fue aprobada con ese impedimento, pero más tarde el presidente habilitó por decreto la posibilidad de que los parientes de funcionarios accedieran al blanqueo.

Los desacuerdos entre los socios de Cambiemos tomaron estado público: el jefe de la bancada de la UCR en Diputados, Mario Negri, publicó en Twitter: “Ratifico lo manifestado oportunamente. Creo inconveniente cualquier forma de incluir a los ya exceptuados en la Ley de Blanqueo”, y objetó que no hubiera habido un llamado o alguna comunicación directa para avisar que iba a alterarse la ley aprobada en el Congreso. Para darle mayor legitimidad, el blanqueo fue acompañado de un anuncio de “reparación histórica” a más de un millón de jubilados que tenían juicios con el Estado. Si bien se haría efectiva recién en julio de 2017, esa medida también complicaría las metas de reducción del déficit promovidas por el gobierno.

La política de reducción del gasto se encontró con resistencias de la sociedad cuando se intentó reducir los subsidios a las tarifas de servicios públicos. La política de tarifas del kirchnerismo había significado en los hechos un subsidio indiscriminado –es decir, sin direccionalidad ni criterio de equidad– tanto para el presupuesto de los hogares como para los diferentes sectores de la economía. El costo, cada vez más visible y oneroso, fue la caída de la inversión en el sector energético y el deterioro de buena parte de esos servicios. El gobierno de Cambiemos quería, a la vez, reducir el gasto del Estado en ese rubro y asegurar un aumento de la rentabilidad a las empresas proveedoras para promover la inversión privada. Para eso, utilizó un modo de presentación que se extendería luego a otras áreas de la economía: el “sinceramiento”, que suponía que, frente al “engaño populista”[14] anterior, era necesario pagar los costos de “mirar la realidad de frente” y pensar en el largo plazo. Pero si bien la mayor parte de la población aceptaba un ajuste en las tarifas, la magnitud del aumento –de hasta 500%–[15] rápidamente encontró oposición en el activismo de clases medias, que utilizó los recursos con los que enfrenta habitualmente las acciones del Estado: amparos judiciales y manifestaciones callejeras inorgánicas tipo “cacerolazos”.

El radicalismo y la CC marcaron, entonces, los desacuerdos con la estrategia oficial. Carrió calificó de “ajustes brutales” a los aumentos y pidió al presidente que diera marcha atrás ante el enojo de sus propios votantes: “No se puede ahogar a la sociedad que nos apoya en el cambio”, sostuvo en el momento más álgido del conflicto.[16] Para el gobierno, se trató de una de las primeras derrotas. A partir de entonces debió reorganizar el cronograma de aumentos, realizar audiencias públicas y aplicar, también allí, una política gradualista. A su vez, el llamado “tarifazo” puso en cuestión la sensibilidad de sus cuadros provenientes del mundo empresario.

Con distintos frentes de potencial conflicto abiertos, el gobierno buscó una interlocución con los sindicatos y los movimientos sociales que le permitiera sostener la paz social y desactivar las amenazas de resistencia más organizadas. Como veremos en el capítulo 6, lo hizo al costo de garantizar el avance en la agenda de esos actores sociales y de posponer reformas más ambiciosas. En el plano de las medidas sociales, mantuvo una continuidad con el ciclo kirchnerista, expandió la cobertura de la AUH e incluso dio más poder a algunos de los movimientos de sectores informales al reforzar los alcances del plan de financiamiento de cooperativas Argentina Trabaja. Durante todo el mandato, la cantidad de planes sociales crecería un 157% (Schipani, Zarazaga y Forlino, 2021: 18). El Registro Nacional de Barrios Populares funcionó como un primer censo de villas y asentamientos de emergencia en el que participaron los propios movimientos sociales, que luego podrían reclamar políticas específicas sobre la base de esa información producida en colaboración con el Estado. La Ley de Emergencia Social, aprobada en diciembre de 2016, instauró el salario social complementario –un pago mensual no remunerativo que equivalía al 50% del salario mínimo– y denominó “trabajadores” a los excluidos, changarines e informales, tal como reclamaban las organizaciones de la economía popular.

Ese acercamiento entrañaba costos para los distintos actores: las críticas a la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, se mantendrían en el plano interno, mientras que las objeciones a las organizaciones sociales por parte del kirchnerismo serían públicas. En noviembre de 2016, el periodista Gustavo Sylvestre le decía en la radio al líder del Movimiento Evita, Fernando “Chino” Navarro: “Hay una sensación de sabor a poco y de que transaron algo con el gobierno para que no haya movilizaciones en diciembre”. Más tarde, Horacio Verbitsky irónicamente llamaría a esa organización “Movimiento Carolina” en alusión a su vínculo aceitado con la ministra de Desarrollo Social.[17] Pero más allá de las críticas, unos y otros obtendrían ganancias de esa estrategia negociadora en lo inmediato: los movimientos sociales garantizaron beneficios para sus bases, mientras que la cartera de Desarrollo Social logró contener la conflictividad que preocupaba especialmente al gobierno.

Con los sindicatos, por su parte, el gobierno mantuvo un equilibrio inestable. En mayo de 2016, los líderes de la CGT articulados con las distintas fracciones peronistas lograron aprobar la Ley de Emergencia Ocupacional que suspendía los despidos por ciento ochenta días e instauraba la doble indemnización. Se había anunciado tempranamente que sería vetada, y fue lo que hizo el presidente al día siguiente de su aprobación. No obstante, ese hito representó una demostración de fuerza y de capacidad política que no podían desoír, por la amenaza de movilización en las calles y de capitalización de acuerdos en el Congreso. Con una estrategia de compensaciones específicas, el gobierno logró controlar las tensiones con el movimiento sindical y terminó el primer año sin paros generales, algo que no había podido hacer hasta entonces ninguna administración no peronista desde la vuelta de la democracia.

En definitiva, el primer año terminó airoso para Cambiemos, aun cuando no llegara la esperada “lluvia de inversiones” ni hubiera grandes logros en materia económica. De hecho, el PBI cayó un 2,3% y la inflación creció diez puntos, mientras la pobreza alcanzaba al 32,9% de la población. No obstante, con un reparto minoritario en las dos cámaras y en las provincias, el gobierno dio pruebas de capacidad de negociación e incorporación de aliados, aunque fueran circunstanciales, y llegó a diciembre de 2016 sin el estallido tan temido por algunos de sus protagonistas. Logró transmitir una nueva imagen de autoridad estatal, polarizando con el kirchnerismo –desprestigiado en una parte importante de la sociedad– y presentándose como la respuesta en clave de modernización y gestión a esa posición política. Pero el desgaste del kirchnerismo no significaba la adhesión a una agenda económica ortodoxa ni el rechazo a derechos sociales adquiridos durante el ciclo anterior.

Al medir el pulso de ese humor social, el gobierno mantuvo la gobernabilidad a cambio de posponer reformas estructurales y aplazar la reducción del déficit. Entre los problemas que comenzaban a avizorarse en ese momento, uno se agravaría en los años siguientes: el déficit fiscal, en parte asociado a las dificultades para disminuir sensiblemente los subsidios a las tarifas de servicios públicos, en virtud de la oposición de los aliados de la coalición a lo que interpretaban como una medida que afectaba directamente la base social de clase media que los sostenía. La tensión interna entre reducir la inflación y reducir el déficit, por un lado, y entre el PRO y los socios de la coalición, por el otro, acompañaría el resto del ciclo.

Elecciones de medio término: la breve primavera del proyecto político y el planteo de la agenda reformista

El año 2017 marca el punto más alto de poder del gobierno de Cambiemos y también el inicio de su caída. Fue el mejor de los cuatro años en términos de resultados económicos y también fue el del “batacazo” político, en que corroboró y expandió su poder electoral, venció a Cristina Fernández de Kirchner en la provincia de Buenos Aires y extendió su predominio a provincias que antes le eran esquivas. Para una administración que no tuvo primavera en sus cien primeros días de gestión, 2017 representó un momento de crédito por parte de la sociedad y de cierta soltura para mostrar sus cartas. Pero también fue el año en que profundizó el endeudamiento que la haría más vulnerable en el flanco externo y el que mostraría los límites persistentes en la sociedad argentina para aplicar un programa de reformas ambicioso.

Tras un 2016 recesivo, el gobierno se preparó para las elecciones de medio término morigerando el ajuste en el gasto público y ofreciendo medidas paliativas a los sectores más castigados hasta entonces. Más allá de que hubiera claros ganadores en su estrategia económica (el sector agropecuario y el financiero), compensó a los perdedores (trabajadores, adultos mayores y sector informal) mediante la recomposición de sus ingresos (Freytes y Niedzwiecki, 2018). Los ajustes de tarifas de servicios públicos fueron menores que en 2016, y se concentraron en el inicio del año y en los meses posteriores a las elecciones. A su vez, tuvo lugar una recomposición de los salarios reales del sector formal –aunque no llegara a recuperarse lo perdido durante 2016– con las paritarias del segundo trimestre que le ganaron a la inflación. Para los informales, se mantuvieron y expandieron los programas sociales, respetando los mecanismos de aumento automático instaurados por el gobierno anterior e incluyendo a los monotributistas sociales bajo el paraguas de la AUH. Para los jubilados, la Pensión Universal a la Vejez y la reparación histórica aprobadas en 2016 comenzaron a dar sus frutos, produciendo un pequeño aumento en los niveles de cobertura y en el monto de las jubilaciones más bajas.

También se expandieron la obra pública y el crédito hipotecario, lo que hizo de la construcción uno de los motores del crecimiento económico. Si se lo mira en términos agregados, fue el único año de gobierno de Macri en que hubo crecimiento del PBI (2,8%) y descenso de la inflación (que pasó de 40% a 24,8%). Esos indicadores macroeconómicos y el mantenimiento de los programas sociales, además, tuvieron como resultado una reducción de la pobreza de casi cinco puntos (de 30,3% a 25,7%).

La recuperación de la actividad económica y la desaceleración de la inflación fueron acompañadas de un déficit fiscal de seis puntos del producto que, también en 2017, se financió con deuda contraída en dólares. En junio de ese año, el ministro de Finanzas, Luis Caputo, anunció con tono triunfalista que por primera vez en su historia la Argentina emitía un bono en esa moneda a cien años. El contraste con el pasado era mayúsculo y así lo retrataban los diarios internacionales:

Argentina se ha transformado, en poco más de un año, en un gran atractivo para los prestadores de dinero. Hasta abril del año pasado, cuando pagó 9300 millones de dólares a los llamados fondos buitre que no habían aceptado la reestructuración de su deuda, integraba la lista de países en cesación de pagos. El gobierno de Mauricio Macri emitió desde entonces deuda por 33.000 millones de dólares, a los que deben sumarse 12.000 millones más de las provincias y el sector privado. Este lunes sorprendió al mercado con la emisión de un bono por 2750 millones de dólares a pagar en cien años, el mayor plazo jamás acordado por Argentina, con un interés del 7,9%.[18]

Para el ministro de Finanzas, la colocación de ese bono daba cuenta de la confianza global en el nuevo clima de negocios: “Una emisión de este tipo es posible gracias a que logramos recuperar la credibilidad y la confianza del mundo en la Argentina y en el futuro de nuestra economía”, afirmaba luego de cerrar la operación con los bancos HSBC, Citibank, Santander y Nomura.[19] La Argentina se convertía en la estrella de los mercados financieros tras una década de ausencia, ya que el kirchnerismo había basado parte de su política económica en el desendeudamiento y había financiado el déficit con emisión monetaria y deuda interna. Con esa estrategia, el gobierno conseguía financiamiento para ese año decisivo y se mostraba orgulloso del nuevo lugar que ocupaba en los mercados internacionales, pero a la vez aumentaba su stock de deuda y generaba desequilibrios que hacían vulnerable su posición ante crisis externas o eventos inesperados.

Las elecciones de 2017, en las que se renovaba un tercio del Senado y la mitad de la Cámara de Diputados, enfrentaron al oficialismo en su mejor año con un peronismo dividido y en su punto máximo de desencuentro. El bloque kirchnerista en Diputados y en el Senado había ido perdiendo miembros desde el traspaso de poder, y muchos de los gobernadores peronistas o los referentes del Frente Renovador de Massa eran aliados circunstanciales de Cambiemos para aprobar leyes. La posición “maximalista” de Cristina Fernández de Kirchner tenía en espejo una posición “acuerdista” de parte importante del peronismo, y no parecía haber canales de diálogo posibles entre ellos (Touzón, 2017). Ese estado de fragmentación de la oposición iba a ser rentable para Cambiemos en términos electorales, ya que el peronismo se presentó fracturado en tres listas: la de Unidad Ciudadana, que se referenciaba en la figura de Cristina Kirchner; la del Partido Justicialista, que reunía a los referentes del peronismo no kirchnerista, y la del frente 1País, que reunía a Sergio Massa con la alianza Progresistas de Margarita Stolbizer.

El resultado en las elecciones favoreció los planes del gobierno: el oficialismo se impuso a nivel nacional, obteniendo veintiuna nuevas bancas de diputados nacionales y ocho nuevos senadores para su bloque. Si bien no le alcanzaba para tener quórum propio en ninguna de las dos cámaras, lo dejaba como primera minoría en Diputados (con ciento siete bancas sobre doscientas cincuenta y siete) y casi en paridad con el Partido Justicialista (PJ) en Senadores (donde el oficialismo tenía veinticuatro bancas sobre setenta y dos, y el PJ, veintitrés). A nivel nacional, la lista de Cambiemos obtuvo casi el 42% de los votos y duplicó al kirchnerismo, que ocupó el segundo lugar. El peronismo no kirchnerista quedó en tercer lugar, con aproximadamente 16% de los votos, y el frente 1País obtuvo un lejano cuarto lugar con casi el 6%. Todas las opciones de origen peronista sumaban juntas el equivalente a los votos que había obtenido el oficialismo, pero esa aritmética estaba lejos de ser posible en la realidad. Cambiemos fue la única coalición que logró presentar listas conformadas por los mismos partidos (PRO, UCR y CC) en veintidós de las veinticuatro provincias (Cippec, 2017). Con ese armado consistente, el gobierno se impuso por mayor margen en las provincias que gobernaba (Jujuy, Corrientes, CABA, Mendoza, Buenos Aires) y en las provincias centrales (Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe), y se expandió a territorios antes adversos, como Chaco, La Rioja, Salta, Neuquén y Santa Cruz (Freytes y Niedzwiecki, 2018).

Cuadro 1.1. Resultados de elecciones a diputados nacionales 2017 agregados a nivel nacional

Partido

Votos

%

Cambiemos

10.261.237

41,7

Unión Ciudadana/FPV

5.122.624

20,8

PJ

3.988.746

16,2

1País

1.413.543

5,8

FIT

1.067.522

4,3

Provinciales

652.771

2,7

Otros

2.054.632

8,4

Fuente: Freytes y Niedzwiecki (2018).

La provincia de Buenos Aires fue el núcleo simbólico del triunfo cambiemita. Allí donde reside casi el 40% del padrón electoral, Cristina Fernández de Kirchner encabezó la boleta de senadores de Unidad Ciudadana. Su exministro Florencio Randazzo intentó enfrentarla en una interna que le fue denegada, y se postuló por el Frente Justicialista Cumplir, que dividió aún más el voto peronista.[20] Luego de unas primarias muy ajustadas en octubre,[21] la lista encabezada por el hasta entonces ministro de Educación, Esteban Bullrich, venció a la que lideraba Cristina por el 41,3 contra el 37,3%.