El tajo y la ingesta del sentido - María José Rossi - E-Book

El tajo y la ingesta del sentido E-Book

María José Rossi

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Beschreibung

Hay en el neobarroco nuestroamericano una doble operación, que es la que le da el título a este ensayo. Por un lado, de ingesta ritual, antropofágica, de nuestra tradición europea e indígena, urbana y canyengue, culta y marginal. Ingesta, asimismo, de las estrategias de seducción del barroco, estrategias de deseo. Ingesta, por momentos voraz, de una tradición que no es sólo occidental: los neobarrocos son auténticos apropiadores de elementos de diversos universos culturales, desde mitos precolombinos a Haikou japoneses. Y así como es ingesta y apropiación laboriosa, el neobarroco es operación de desacople de la ideología reaccionaria postridentina. El barroco nuestroamericano se pliega a las luchas de los desheredados de la tierra a través de una escritura plena de lujosos divertimentos pero consciente de los estragos de una emancipación malograda, extraviada, fallida, con lo que el pathos de la rebelión no está perdido. De ahí la necesidad del metal tajante que hunda su filo cuando la urdimbre se vuelva demasiado concesiva o viscosa. La hermenéutica neobarroca nuestroamericana, en su doble carácter de poética y dispositivo lector, es así (antropo)fagia, consumo selectivo. Y es (a)tajo, corte, incisión.

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Edición: Primera. Octubre de 2022

Impreso en: Buenos Aires, Argentina

Código Thema: AGA Historia del Arte; HNK Historia de América

ISBN: 978-84-18929-82-3

© 2022, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

Todas las imágenes reproducidas en esta obra fueron impresas con sus respectivas autorizaciones.

Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de los editores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ilustración de cubierta: Paula Otegui, Escondido. Acrílico y témpera sobre tela, 150x150 cm., 2009

Diseño y composición: Gerardo Miño

Página web: www.minoydavila.com

Mail producción: [email protected]

Mail administración: [email protected]

Oficinas: Tacuarí 540. Tel. (+54 11) 4331-1565

(C1071AAL), Buenos Aires.

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Índice
Presentación
Prólogo de un prólogo
PRIMERA PARTE
BARROCO se dice de muchas maneras
Una cualidad aborrecible
Forma peregrina
Una enfermedad epocal
Esto no es un injerto
Barroco operatorio, barroco furioso
Ni relativismo ni naturalismo: perspectivismo y alegorismo
CARTOGRAFÍAS: Gestar su lugar
Esa rara perla
Cuestión de método
El marco y el bastidor
Narrativas nuestroamericanas
Un proyecto a contrapelo
SEGUNDA PARTE
BARROCO BARROSO
Una constelación desorbitada: líneas de fuga
Tragi-cartografías del barroco o el auto-re-t(e)atro de Narciso
NEOBARROCOS
Otra vez tropezar con la misma perla
El neobarroco, el tiempo y lo legible en las guerras del texto (Sarduy)
La emancipación por otros medios
Antropofagia o la ingesta del sentido
NEOBARROSO
Maquinería orgánica del neobarroso
Lacanismo de combate, revista Literal y M. Bonaparte, la mujer con pene
Litografías del deseo, tipologías de lo erótico
Psicogeografías de los fiordos lamborghinianos
Una pequeña anatomía del monstruo de la asfixia
Carnavales del barro y el excremento
FINAL
Conclusión cerrada como “cu de muñeco”
Referencias

Presentación

¿Por qué interesaría una hermenéutica neobarroca? ¿Por qué importaría la filosofía argentina? Este libro que el lector, que la lectora, tiene ante la vista, no formula dichas preguntas. Sin embargo, adelanta potenciales respuestas. Un “arte de leer” como perseverar en el Ser donado o emergido; escribir roturando la Tierra del paisaje existencial del ente que somos, son algunas. Por cierto, no son sus palabras. Sus autores –María José Rossi y David Iruela Toro– disponen de un vocabulario mejor tallado y con más punta.

El libro está planteado desde sus primeras páginas como la apuesta a un modelo de lectura más que a un plan de investigación. Sin que el trato generosamente atento y a la vez irreverentemente autónomo con el estado de la discusión bibliográfica se halle ausente del discurrir de sus precisas incisiones en el canon de referencia literario y filosófico. Lejos de limitarse a ofrecer un examen acotado del barroco como mentalidad epocal o ethos arqueológico, el acogedor festival sensitivo que monta la escritura de María José Rossi y David Iruela Toro despliega inmanentemente sus procesos de composición figurativa y su productividad creativa de invención textual.

Uno de los rasgos más meritorios de esta obra –impar no por dimensión, sino por intención–, pues, reside en que aparta el problema de lo barroco de una perspectiva imaginaria o de simple efecto, y lo ubica en clave postmetafísica como campo de posibilidad operativo de un concepto“poiético-lector”, capaz de re-iniciar una interlocución transversal con la tradición emancipatoria de Nuestra América. Si lo primero ya ha sido realizado del otro lado de la orilla atlántica por firmas tan ilustres como ineludibles –la mayoría se da cita (más que se cita) en el texto–, no es menos cierto que la “originalidad segunda” que trasunta el libro traspone la mímesis reproductiva del injerto en nombre de la transfiguración metamorfósica del tajo.

Girando, bailoteando, brincando, cantando y desde luego brindando en torno a la fogata inextinguible que es la premisa barroca según la cual sólo lo difícil es estimulante, los dos trabajos que componen este poderoso escrito suscitan una mixtura en vaivén de conocimiento y conmoción, aprendizaje y estremecimiento, inteligibilidad y pathos. Experiencia de lectura y sabor de un saber, sus adjetivaciones chisporroteantes y sus tropos caleidoscópicos nos quedan resonando durante horas, días, horadando zócalos de certidumbre, corroyendo coordenadas perceptuales, desprendiendo hebras de latencias.

La escritura de María José Rossi y David Iruela Toro, bella y exigente, acaso perpleja ante su propio rebullir semántico –que recusa toda matriz binaria–, señala un umbral ajeno a la voluntad pedagógica y a la provisión archivística, no siempre disociadas. Textualidad más que barrosa, viscosa y resbaladiza, sus deslizamientos de anguila estilística y su contorsionada kinesia lexical se sustraen indemnes a los extremos complementarios de la cartografía desquiciada de estratos de sentido y del oráculo terminológico de secta intelectual. Sin autocomplacencia, empero, los autores arriesgan una con-figuración conceptual que, desde la construcción sintáctica de sus enunciados hasta sus tácticas retóricas de enunciación, expone la contrariedad y el escozor que le depara su abismada condición estética y política. Esta honestidad infrecuente –no solo en el medio argentino– supone introducir un estado de sospecha en su propio suelo de posibilidad lingüística, desestabilizando y al cabo desbaratando de antemano todo dispositivo de verdad con que el lenguaje académico quisiera capturar exógenamente sus prodigiosas criaturas cognitivo-gramaticales. Se les adelantaron ellos mismos, dejando expuesta a la vista de todos la tramoya de su dramaturgia epistemológica.

Confabulación de pulsiones y camaradería de errancias quizá más que comunión de estudios y agenciamiento grupal, esta propuesta a la vez cognoscitiva y lírica –impulsada entusiastamente por María José Rossi desde afanes previos– pone en juego no solamente un gesto de agitación libertaria de la voluntad intelectual-política local, sino la constitución, gravemente jocosa, de una práctica diferencial y alternativa de la vida intelectual en sede académica. Universitariamente, se diría que asistimos a un texto “reformista”, sin necesidad de acudir a la legitimación de semejante linaje de insurrección cultural comenzada en el año 18 del pasado siglo en la Argentina, hoy un tema historiográfico entre otros. Conviene poner de relieve que en dicho empeño, la prosa ensayística de María José Rossi apela, renovadoramente, a la sutil y a la vez enérgica estilística del neobarroso rioplatense. No se trata en todo caso aquí de evaluar el significado de la “distorsión” que el libro articula como lema conductor, sino de aceptar su mirada respecto a que el barroco no escenifica el ser de las cosas sino más bien la turbulencia y turbiedad de sus flujos aparenciales. Entre otras razones porque se cree indispensable recuperar la divisa de Lezama Lima, “arte de la contraconquista”, en el sentido en que el neobarroco nuestroamericano no reniega del logos ni del barro de la periferia.

Si se pudiera, dos cosas principales hay que destacar en María José Rossi: el cambio de lenguaje filosófico con el que profesa su hegelianismo de aguas profundas y su irrevocable localización enunciativa de des-centramiento periférico. Operación de poeta-pensadora antes que informe de pesquisa, su dicción danzarina no desmiente sus intelecciones radicales. Filósofa escritora y escritora filosófica, dispone un Banquete discursivo que prescinde de la arrogancia de la asertividad tanto como de la irritación de la moda teórica. Más, lo hace sin defeccionar de la agonística ético-existencial que vibra entre las filigranas categoriales –delicadamente hiladas- que troquelan su modo de intervención en las batallas eidéticas del presente. Pero, cuando así sucede –si es tolerable el énfasis–, el insumiso filosofar de resistencia de María José Rossi porta también un tembloroso centelleo de esperanza ante la situación actual de la cultura universitaria nacional y pública. Herencia asediada por la estandarización burocrática de la lengua y la homogeneización del drama del pensar que se aplica, descarnadamente, implacablemente, desde los nuevos protocolos “científicos” globalizados de fabricación acumulativa de “papers”. Como si no bastara, semejante in-disciplina forjadora es practicada por quienes pergeñaron El tajo y la ingesta del sentido sustrayéndose a los nombres del Humanismo al que muchos seguimos perdidamente aferrados (como se diría de una vieja pasión amorosa o de una bandera política caída) en sus narratividades de naufragio. María José Rossi y David Iruela Toro, eximios orfebres de la frase, interpelan el actual régimen de verdad formalizada de las humanidades –sobrevolando sus heladas estepas de erudición- azuzando el aguijón crítico de sus conceptos geofilosóficos, tropicalmente genesíacos.

El proyecto filosófico que María José Rossi y sus camaradas de ruta denominan Hermenéutica neobarroca nuestroamericana, no está solo. Es un programa –si queremos llamarlo así–, pero a la vez y fundamentalmente, es la invitación a encarar un desafío. Cuya hospitalaria convocatoria, expresamente dialógica, comprende que la “hermenéutica” es arte de la lectura y arte de la otredad. Aquí, interpretación material y aun vitalista. Voz, carne, intensidad. Singularización del sentido y concretización de lo sensible. Y de lo que resta. La pervivencia de su enigma es a la vez su fuerza y su promesa.

Gerardo Oviedo

Prólogo de un prólogo

Este libro no es otra cosa que un largo e inacabado prólogo. El prólogo de un programa de dudoso, aunque impostergable, cumplimiento: el programa de los neobarrocos para Nuestramérica. Logos, gramas, barro esperan su desciframiento, pugnan por su despegue. Manteniendo intacta la divisa de Lezama Lima, “contraconquista”, el neobarroco nuestroamericano no resigna el logos; tampoco reniega del barro de la periferia. Enhebra las legalidades potentes heredadas de la lengua invasora y de la razón occidental con las sonoridades, los sabores y las humedades táctiles que emanan del cuerpo de América. Con ellas hace escritura mientras desiste de la buena letra, construyendo filigrana con los productos indóciles de su suelo.

Ese suelo no alcanzó a ser arrasado, ni la colonialidad logró del todo sus designios. Sus habitantes (sus tradiciones, sus humores, sus formas de habitar el suelo y amasar el barro) tampoco fueron extintos pese al genocidio indígena y a las dictaduras que asolaron el continente en modo inconstante pero ininterrumpido. Por eso Nuestramérica: el nombre que elegimos, el que inventó Martí, aquel que aloja ese resto espectral que aún asedia la memoria1. Nombre con que el queremos que se nos nombre y ser llamados.

Ni Hispanoamérica, nombre que Bolívar utilizara en 1818 cuando paradójicamente el Imperio Español llegaba a su estertor y las colonias se independizaban, que los propios Rubén Darío y José Enrique Rodó reflotan cuando el Panamericanismo, surgido de la doctrina Monroe, amenazaba con subsumir la cultura latina en la sajona a comienzos del siglo XX. Ni Las Américas o Sudamérica, títulos con que los franceses procuraron neutralizar la influencia española en el continente, allá por el primer tercio del siglo XIX, ni tan siquiera Latinoamérica, puesto por los propios franceses para marcar la diferencia entre la parte del continente de habla española, portuguesa o francesa, mayoritariamente católica y mestiza, de aquella otra de mayoría protestante, escaso mestizaje y dominio del habla anglosajona. Será un local, el escritor chileno Francisco Bilbao, quien componga el sintagma América Latina en respuesta a la intervención estadounidense en México (1846-1848). Verificable a una gran cantidad de institutos, programas y academias que hoy llevan ese nombre –al que se añade, por lo general, el Caribe2– es la denominación que goza de mayor consenso. No será entonces la lengua, la etnicidad o la religión la que marque para los pueblos nuestroamericanos un destino común, ya no será una cualidad o una sustancia, sino la historia y el sufrimiento de sus pueblos, avasallados por intervenciones militares y/o programas económicos como otras formas de recolonización y dependencia.

Pero la inclusión en la latinidad alberga asimismo la aspiración de formar parte de un proyecto civilizatorio más amplio, basado en la presunción de que, cuanto más atrás en el tiempo, más legítimo o más noble. La prosapia de nuestros habitantes hará fantasear al escritor argentino Leopoldo Lugones con una genealogía insólita para el gaucho al que hará de linaje noble, convirtiendo al porfiado habitante de nuestras pampas en heredero de la regia civilización grecorromana. Ardid disciplinante si los hay, a fuerza de analogías que amortiguan diferencias. Entonces el tamango de cuero de los gauchos se asimilará a las sandalias romanas; la damajuana, a las ánforas de Arcadia; una vihuela, a la lira; la payada, a las églogas de Teócrito y Virgilio o a la poesía de los trovadores; los carnavales de La Rioja, a las fiestas populares griegas… Así se van contrayendo, en El payador3, familiaridades y expresiones… ¡Hasta aquí soplan fuertes los céfiros de esa antigua civilización! Y no nos olvidemos de Iberoamérica, término que, a mediados del siglo XX, informa del intento del gobierno español de renovar sus vínculos con América del Sur y aunar otra vez los respectivos destinos.

Poco prosperan en cambio los nombres emergidos del mestizaje, con su carga bienintencionada de tolerancia hacia los distintos: Indo América, Mestizo América e, incluso, Eurinia, título de un libro homónimo escrito por Ricardo Rojas referido a ese “nuevo misterio etnológico” que es América4. Ciento treinta años después del proyecto bolivariano, Hispanoamérica regresa con fuerza en momentos en que, durante el franquismo, se sanciona el día de la Gran Nación Hispana, que incluirá a América. Es el momento de la hispanidad, es la hora sagrada del catolicismo, esa “abnegada nodriza y caritativa samaritana de los infelices de todas las razas que se arrojarán a sus brazos generosos”, según el sacerdote vizcaíno Zacarías de Vizcarra5.

Los nombres son parte de la lucha por el sentido, por la diferencia que se elige, por un deseo que quiere realizarse. Hasta no hace muchos años atrás6, cada 12 de octubre se celebraba en la Argentina el “día de la raza”. Los actos escolares incluían escenas de niños vestidos de indios y carabelas hechas de cartón, todas con sus nombres (¡cómo olvidarlos!): La pinta, La niña y La Santa María, pues la jornada conmemoraba el “descubrimiento” de América y el “hallazgo” del aborigen amerindio. La amalgama del indio con la casta hispánica hacía realidad el sueño del crisol de razas anhelado por la generación7 que ansiaba el blanqueamiento, el borramiento progresivo de los rasgos identitarios para que las naciones americanas alcanzaran el desarrollo, la modernidad y se pusieran a la altura de los países “de avanzada”. Sin embargo, aún hoy, y pese a que un decreto presidencial de 2010 convierte esa fecha en el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, cuesta desmontar el prejuicio de que los españoles “se encontraron” con razas. Aunque nunca es suficiente que el tiempo simplemente “corra”, van a hacer falta varias generaciones para que se descubra que las razas no son un dato biológico sino un criterio de clasificación social en base al color de piel para legitimar un sistema desigual de explotación8.

Es entonces que optamos por Nuestramérica. Todojunto, tierra común, aquella soñada por José Martí en su célebre ensayo de 1891 en que, con orgulloso optimismo, señala que nuestra América “se está salvando de sus grandes yerros”: la soberbia de las ciudades capitales, el triunfo “ciego” de los campesinos desdeñados, la importación de ideas y fórmulas ajenas, el desdén “inicuo e impolítico” de la raza aborigen. Si la república lucha contra la colonia, es por virtud superior, abonada con sangre necesaria. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.9

Nuestramérica es el nombre que emerge de la poesía, aquella que vocifera que ni el genocidio, ni la aculturación, ni la hecatombe de la “derrota” indígena, fueron sin resistencia, que esas fuerzas siguen vivas, que cada tanto una perla berrueca se destaca entre todas y en su altar hacen nido los sueños nuestroamericanos.

* * *

Aclaración preliminar.

Este ensayo da rienda suelta al afán del coleccionista. Algunas frases en cursiva provienen del atesoramiento de frases en un gabinete de curiosidades personal que ahora encuentra la oportunidad para su injerto cuando la sintaxis, el tema o la música del texto así lo habilitan, cuando dan con el tono o el ritmo. Algunas veces se entrelazan sin referencias de origen, otras veces se cede a las notas a pie. El artefacto es prodigioso a nuestros fines: articula el ensayo que se construye a mano alzada y sin grandes pruritos con la cita erudita, la referencia o el tomo de la biblioteca. Esas palabras que dejaron algunas lecturas son el rumor, el festón de espuma que acerca el océano a la orilla, el precipitado de la marea en su repliegue.

PRIMERA PARTE

María José Rossi

Barrocose dice de muchas maneras

Si algo puede constatarse en relación al barroco es la falta de acuerdo entre especialistas respecto de su entidad (¿forma? ¿estilo? ¿Weltanschauung? ¿ethos? ¿dispositivo?), de sus diferencias con otros fenómenos artísticos (gótico tardío, manierismo, preciosismo), con los que llega a fusionarse y, por momentos, a confundirse10. Las fronteras son lábiles, denotan su incapacidad a circunscribirse a una forma determinada, a un tiempo histórico, a una territorialidad específica, a un género (tragedia, tragicomedia, farsa) de los que parece querer escapar, sustrayéndose así a la cristalización de sus posibilidades metamórficas. Quizá ese desacuerdo sea síntoma de su cualidad contenciosa, de las tensiones, antítesis y contradicciones que estructuran todo artefacto que se precie de barroco, ya se trate de una pintura, un poema, un edificio, una ciudad.

Las tensiones, teatralmente desgarradoras, se muestran; hallan su vía de expresión en la superficie; afectan las fachadas, el aparecer –la manifestación sensible de la cosa– y el parecer –su presentarse a la mirada, su sesgo, su semblante, el que simule o disimule, según la ocasión. El ser de las cosas aparece, sale a la luz, y en el mismo instante en que se muestra resplandeciente, se retrae. Un cono de sombra ensombrece la escena. Lo que apareceparece escabullirse entre tinieblas. En el barroco no está en juego el ser de las cosas sino su turbulento aparecer, que no es su opuesto sino su carta de presentación.

Morigeradas por el juego y el humor, la burla y la parodia, las tensiones barrocas decantan en drama tragicómico11 –no ya en tragedia, la cual, apelando a potencias exteriores y extrañas a los individuos, se mostraría ajena a la inmanencia de finitud e infinitud,necesidad y contingencia, que correspondería, con mayor pertinencia, a una ontología acorde con nuestro fenómeno. Pero el barroco no parece proponerse como ontología (aunque simpatice más con esta o con aquella: la de la infinita finitud), ni le cabe ceñirse a un género que no sea ambivalente o turbio.

Sin embargo entre los barrocos, o mejor dicho, entre sus analistas y teóricos, la cuestión de su inscripción a un género literario o a una ontología no está cerrada. Si dentro del espacio específico de la literatura europea, Tasso, Cervantes, Racine, Pascal y Bossuet, según sentencia Helmuz Hatzfeld, son barrocos avant la letre, es decir, barrocos “clásicos”, hay entre ellos trágicos y tragicómicos, ensayistas en los que predomina el pesimismo, dramaturgos que combinan fatalidad con libre elección.

En cambio –y dejando de momento de lado la exigencia de un “canon” que comprenda a quienes, en efecto, llamamos “neobarrocos”, cuestión que se irá aclarando en el desarrollo de este escrito– la literatura neobarroca nuestroamericana, que adopta deliberadamente la parodia como procedimiento, no parece (¡una vez más!) dejar lugar a dudas respecto de la actividad desfigurativa que se lleva a cabo en ella, con sus efectos de burla y comicidad12. Pablo Baler da el nombre de “distorsión” a esta actividad, la cual, “[a] pesar de manifestarse en una increíble variedad de formas y cristalizar, históricamente, en distintas cosmovisiones”, se expresa en obras que tienden a evocar un universo imaginativo que se conecta con una serie metonímica de desequilibrios, desfiguraciones, monstruosidades, caos e incertidumbres13. A esta actividad distorsionante que se aparta del “costumbrismo mimético de espíritu positivista”, la parodia suma la ironía, la irrisión, el gesto insolente, la humorada. Primer concepto operatorio que habrá de tenerse en cuenta, pues, para la construcción de nuestro canon resbaladizo, que no por casualidad preside el inventario restringido que el escritor cubano nacionalizado francés, Severo Sarduy, siguiendo la huella del semiólogo ruso Mijaíl Bajtín (que se inspira a su vez en la comedia antigua y el carnaval), propone para la delectación del arte americano.

Construidas sobre un sustrato lineal y naturalista, masculino y patriarcal –como es el caso de Os Sertões (1902) de Euclides da Cunha para Gran sertón: veredas (1956) de João Guimarães Rosa, o del Martín Fierro (1872) de José Hernández para Las aventuras de la china Iron, de Gabriela Cabezón Cámara14–, algunas de las novelas neobarrocas de este último tiempo encuentran en la ironía, la deformación caricaturesca o el humor, la vía más eficaz para la deconstrucción, ya sea de una noción progresista de la historia, ya sea de los patrones y estereotipos que modelan las conductas de varones y mujeres. En el esfuerzo por “retorcer” las historias, se adivina la línea recta que las inspiró en el pasado. Lo cual vale asimismo –como puntualiza Doris Sommer– para los novelistas del boom, entre los cuales se encuentran algunos de nuestros neobarrocos, como Alejo Carpentier15. La tragicomedia de la “repetición autodestructiva” en Cien años de soledad, de García Márquez, en La muerte de Artemio Cruz de Asturias o en El reino de este mundo de Carpentier, representa, entre otras cosas, una parodia de los supuestos desarrollistas16 que alentaron la construcción, tanto “real” como “ficticia”, de una Latinoamérica encaminada hacia el “progreso”.

Se trata, pues, de determinar su estatus, de rodear su entidad, a fin de que la especificidad del neobarroco nuestroamericano aflore, nos muestre su singularidad, dé cuenta de su anomalía. Es preciso alcanzar el concepto a partir del cual poder reconocer la perla berrueca y separarla de su modelo, de su ideal, catalogarla como desviación, bella en su fealdad, normal en su condición degenerada.

Pero para ello habrá que volver, una vez más, a la tradición barroca europea. Habrá que rehacer el camino. Determinar si la tierra que soportó el implante áureo sirvió para alimentar un retoño singular (desconocido incluso por sus propios progenitores), o se trató tan sólo, como aún se sostiene, de una mera reproducción imitativa. Si el paisaje en el que esas formas prodigaron sus fermentos, contribuyó a la elaboración de un producto que fue, siempre ya, barroco17. Quizá haya sido la materia informada americana –distante de la imagen de suelo virginal e informe, como ha querido ser vista–, el que fecundó a su vez esos moldes foráneos para ver nacer “lo barroco”. En tal sentido, habremos de reanudar nuestro diálogo con aquellas perspectivas con las que y contra las que, política y estéticamente, nuestros neobarrocos sentaron posición. Porque el barroco nuestroamericano, si en algo se distingue del prohijado en otras territorialidades, es que lleva en sí la polemicidad contenciosa inherente a su localización, a su estirpe sureña y plebeya.

* * *

Los enfoques europeos acerca del fenómeno consienten agrupamientos más o menos estables, nunca definitivos, que parecen esquivarse entre sí pero que, sin embargo, no configuran posiciones del todo excluyentes al interior de la cartografía: a) el barroco como calificativo ético y estético, por lo general, peyorativo, cuya peculiaridad debe su origen primero a la existencia de una perla irregular, inepta para el mercado de bienes transables; b) el barroco como forma transhistórica opuesta a la forma clásica; c) el barroco como visión completa del mundo o Weltanschauung del siglo XVII europeo, dominado, en lo religioso, por la contrarreforma católica, en lo teológico y pedagógico, por el jesuitismo, y en lo político, por la monarquía absoluta y el imperialismo colonial. En ese encastre de los poderes, los medios seductores del arte del espejo y del espectáculo sirven al fin del dominio de las almas y a la conquista de los cuerpos. Ese barroco totalizante engendra al “hombre barroco”, un tipo ideal que respondería, punto por punto, a la “mentalidad” de toda una época. De ese barroco epocal, se desprenderá, siempre de acuerdo con la lectura europea hegemónica, un barroco “derivado”, una copia producto del injerto, al que se llamará barroco indiano, americano o colonial.

Pese a la aparente diversidad, hay encadenamientos sutiles entre los enfoques. Las cualidades atribuidas a la rara perla irregular serán transferidas al estilo; se presentan primero como marca singular para convertirse luego en formaperegrina que hace su aparición de tanto en tanto, llevada por el vaivén de la historia, por sus corsi e ricorsi, en una pendularidad que rechaza la novedad. Es así que la forma barroca va alternando con su otro: la forma renacentista o clásica. Pero puede suceder que, en lugar de vagabundear, elija afincarse. El barroco se convierte entonces en un ethos18, en un momento específico de la cultura de Occidente, en un hombre atribulado a gusto entre calaveras, velas que se consumen y libros que se amontonan. Un melancólico que se pierde, atormentado, entre ficciones, artificios y sueños.

En lo que sigue no adoptaremos el tono del glosario o del compendio: ya hemos realizado ese trabajo19. Del tosco agrupamiento que hemos apenas esbozado, retomaremos tan sólo algunas aproximaciones: aquellas que formaron parte del gabinete de lectura de nuestros neobarrocos americanos, y aquellas otras cuyos presupuestos y prejuicios (algunos, como diría Gadamer, no suficientemente controlados pero altamente productivos), han posibilitado la elaboración de nuestro propio punto de vista acerca del fenómeno.

De ese diálogo no exento de desacuerdos, resulta un neobarroco esquivo a una definición, disperso entre sus muchas denominaciones, ninguna de las cuales lo cubre del todo.

Esquivo a una definición –decimos– pero no así a un concepto, sin el cual sería imposible, por otra parte, seguir hablando de “barrocos” y “neobarrocos”. Si la definición estabiliza los predicados y atrofia en el “es” la movilidad interna de la cosa, en cambio, un concepto, en la medida es “inconmensurable abreviación”20, contiene en sí múltiples partes, a la vez que establece nexos relacionantes con otros conceptos21. En el ensayo, el concepto suele advenir –como señala Fernando Alfón22– a través de una intuición que buscará explorarse y probarse a sí misma.

Daremos pues paso a nuestra intuición de base, que es la que orienta este escrito: llamaremos “neobarroco” a todo producto literario y artístico que porte en sí la marca de la perla berrueca –anómala, insumisa, esquiva al intercambio mercantil– y que a la vez exhiba en su superficie el andamiaje a partir del cual se construyó, a partir del cual activó sus resistencias y amotinamientos, y llegó a parecer lo que parece.

Ese aparecer es fiesta de los sentidos, marca de nuestra América profunda. Pues lo barroco no atañe sólo a la vista (aunque la vista aparezca como sentido privilegiado, por encima del oído y el tacto23), sino que su “amarillo estridente” genera una cascada de sensaciones, un regusto, un impacto auditivo que puede atemperarse por el tacto y pasar a ser “aterciopelado estruendo”. Es decir: sinestesia. Pero lo esencial es que, al exhibir el andamiaje a partir del cual llegó a ser lo que es, o mejor, a aparecer, a mostrarse en escena, el objeto barroco no puede darse sino como artificio. No como naturaleza –acorde con Sarduy en su célebre ensayo– sino, precisamente, como laboriosa desnaturalización.

Al desligarse de la cuestión del ser y del no-ser, en la medida en que bascula entre el aparecer y el parecer, el objeto barroco muestra su cualidad artificiosa. Y los mecanismos que lo llevaron a revestir tal condición. Ya se trate de una pintura, de una novela, de una representación teatral o de un filme, la obra no desmonta los andamios que llevaron a la falsa cúpula ni hurta a la vista las tramoyas. Ese exhibicionismo tan suyo, que coquetea, con escándalo de la moral, con la vacuidad, lo ubica al borde del nihilismo. El barroco parece entonces confundirse con el arte en general, con su condición embustera, con su cualidad engañosa que no causa daño. El “señor barroco” ya ni siquiera plantea su arte como imitación: es artificio puro. Poseído de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones. Miente sin pudor y sin piedad. Y de ese modo celebra sus saturnales24

El barroco europeo y el neobarroco nuestroamericano comparten esta propiedad artificiosa, en ella encuentran el hilo de su continuidad. Y en la asunción de la vocación insumisa del “neo” –que se liga a una tierra y a una historia–, su ruptura. Es aquí, en este punto neurálgico, que el arte, ensayismo y la literatura barrocas americanas pueden iniciar su diálogo con la tradición emancipatoria forjada en el continente: la teoría de la dependencia, la hermenéutica de la liberación, la filosofía de la transculturación, los estudios decoloniales. Y puede iniciar una polémica, o una disputa (formas del diálogo) con otros posicionamientos que, en el continente, han procurado vincular la hermenéutica –arte de la lectura y de la otredad– con la tradición escrita y las artes de la imagen.

Este atajo –creemos– aún no se ha intentado. No al menos como programa.

Este texto procura, en su zurcido, acercar esos hilos de pensamiento aparentemente esquivos entre sí.

Adoptaremos, pues, de momento, aquél concepto de neobarroco que lo reduce a “esquema operatorio preciso” susceptible de ser aplicado a los productos del arte contemporáneo latinoamericano de acuerdo con la aproximación “restringida” que elaborara Severo Sarduy en aquel célebre ensayo de 197225. Esa caracterización es cercana a aquella otra de Deleuze, según la cual el barroco “no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria”, lo que da cuenta de la matriz posestructural de la que proceden ambas aproximaciones. Un posestructuralismo desdeñoso de las esencias; atento, más que a la característica de la cosa, a las actividades y operaciones que trabajan desde el texto; a la diversidad de registros lingüísticos y capas de sentidos; a la estructura que organiza los distintos elementos, a la disposición lógica que hace del producto una totalidad legible, a los planos superpuestos de signos, lenguajes y sentidos, a las funciones que cumplen dentro del todo y a las fuerzas de composición que lo atraviesan. El posestructuralismo sirvió para despegar el pensamiento de un “afuera” del texto (autor/contexto) para replegarlo sobre la lógica que lo organiza.

Y, sin embargo, ese afuera (contexto, paisaje, circunstancia) habrá de retornar. Sólo que lo hará de otra manera. Pues será a partir de las marcas significantes, huellas y modos de enunciación materiales palpitantes en las obras visivas y escriturales –esos “restos”, fragmentos, vestigios que quedan tras el naufragio del sujeto individual y colectivo– que habremos de reconstruir el lugar desde el que el murmullo nuestroamericano compone su sinfonía peculiar. Una hermenéutica material26 que no ignora la violencia originaria. Que exige, por bien del diálogo transcultural, que esa violencia sea reconocida. Una hermenéutica que admite que en el origen hubo escisión y, por tanto, diferencia; una diferencia que, tal como la pensó el filósofo del conflicto, es capaz de subsumir la identidad.27

“Mi novela, dice Sarduy –se refiere a De donde son los cantantes– es justamente eso, una estructura”. Dejando de lado la trampa de lo meramente circunstancial o anecdótico, “hay en ella signos de muchos niveles, es decir, muchos estratos de lenguaje. Cuba aparece en esta novela como una superposición de tres culturas que son por supuesto la española, la africana y la china”28. A esa manera constructiva que opera por niveles, por estratos de lenguaje (aquellos por los que son habladas las “culturas”), se dirige la maquinaria hermenéutica, atenta, por sobre todo,al acto de escribir”29 –lo primero que refleja una novela o una poesía, de acuerdo con el cubano. Es este trabajo con la lengua y, por tanto, con el mundo, lo que el dispositivo neobarroco reconoce como valor, convirtiéndose de esta manera en “máquina lectora”30, en dispositivo dotado de categorías o conceptos, procedimientos y recursos, una lente de visibilización de figuras e imágenes, “máquina de hacer ver y hacer hablar”, según la elocuente expresión de Deleuze31.

Pero ni la lente ni la máquina querrían decantar, en este caso, en un compendio más o menos azaroso de categorías y procedimientos. Pautas lectoras y conceptos operatorios proceden del material en los que operan, se obtienen de una criba que no es exterior a sus productos sino inmanente a su producción.

Doble trabajo, que demanda examinar con mirada atenta la inmensa producción textual y figural neobarroca nuestroamericana teniendo cuidado de no sobreponer esquemas construidos a priori. He aquí el milagro del concepto, no desdeñoso del método. Para ello habrá de ir y venir: ir de la idea a la cosa, de la cosa a la idea, de la intuición al caso, del ejemplo a la definición. Pero ni unas ni otras habrán de corresponderse nunca, quedarán chicas o grandes, habrá excedentes por todos lados, contenidos marginales no cubiertos, restos.

Hete aquí pues que nuestro concepto para el neobarroco sea, una vez más, el de dispositivo poiético-lector, el cual, de momento, podrá definirse tan sólo en sentido negativo: ni época, ni forma, ni hombre, ni ethos. La más cercana, quizá, de las aproximaciones habituales, sea la de “estilo” en cuanto marca singular. El neobarroco es, en tal sentido, un estilo que agrupa artistas, cineastas y escritores. Pero es un estilo que hace explícitos los procesos de composición que pone en marcha. Que no retira los escombros que le permitieron llegar donde llegó, que deja ver las ruinas sobre el que construye el nuevo edificio, que integra al cuadro el bastidor y deja intacta la escalera que lo precipitó al abismo o que lo encumbra. Esa es, si se quiere, la marca de fondo de todo producto reputado neobarroco. Ahí reside su enigma y su complejidad (Imagen 1).

De la eficacia de la máquina poiética y lectora, depende la transformación del neobarroco en artefacto estético-político, red de emergencia, articulación y composición, no sólo de objetos –pues el arte no se limita a crear “productos”– sino de artífices y nuevos lectores. Arte-facto sensible que deberá derrotar su asociación primera con la ofensiva religiosa y teológica contrarreformista para mostrar que toma parte a su manera de las luchas emancipatorias que se llevan a cabo en el continente.

En un reciente ensayo sobre José Lezama Lima, Horacio González ubica al barroco americano en una genealogía que va de sor Juana Inés de la Cruz a José Martí32. El autor cubano produce –nos dice– la reactivación americana de un barroquismo sin poder ya de creación en Europa, pero que en América se superpone con los movimientos americanos de emancipación cuyas banderas adopta, aunque sin los modos ilustrados que supo acompañarlos. Emancipación que se expresa con una retórica que no desconfía de las metáforas, de las imágenes, de los múltiples puntos de vista. Que huye, como si de la muerte se tratara, de la literalidad, ese mal que mutila la significación al obturar los desplazamientos del sentido.

Nuestro arte siempre fue barroco… El legítimo estilo del novelista latinoamericano actual es el barroco –dirá Alejo Carpentier33. Haroldo de Campos enclava el “siempre” en la infancia: “La literatura brasileña –y esto podrá ser válido para otras literaturas latinoamericanas (dejando a un lado la cuestión de las grandes culturas precolombinas, a ser considerada desde un ángulo propio)– nació bajo el signo del Barroco”34. Esa marca de nacimiento será parte de su estigma, de su calvario y su destino.

¿Qué nos propone el neobarroco americano en tanto dispositivo poiético-lector y artefacto estético-político? ¿Por qué no considerarlo un estilo más? ¿Cuál es su modo peculiar de realización? ¿Qué modos renovados de lectura, escucha y reescritura nos ofrece?

Estos son algunos de los interrogantes que orientan un ensayo prohijado al calor de horas de intercambio y discusión, de malentendidos que no serán del todo zanjados y perspectivas que no cuajarán, pero que han aportado ángulos de visión que han enriquecido y ampliado, desde la diferencia, los propios puntos de vista acerca del tema35. Como señala Bajtín de un modo que no desconoce el horizonte dialéctico de su pensar: “Un acuerdo desacuerdo activo (…) estimula y profundiza la comprensión, hace a la palabra más elástica e independiente, no permite una disolución y mezcla recíproca. La clara separación de las dos conciencias, su contraposición y su relación mutua”.36

Una cualidad aborrecible

Por mucho que se repita, la referencia etimológica no es vana: nos acerca a una cualidad, desde el vamos, despreciable, y a una materia maleable que será el carácter distintivo cuasi permanente del fenómeno que estudiamos. Pues en portugués y en castellano, los diccionarios constatan que barrôco o berrueco designa, a mediados del siglo XVI, la perla irregular, la rugosidad de la piedra o del peñasco37. Es esa irregularidad la que la hace menos valiosa a la hora del intercambio en los mercados portugueses de la India. Un diccionario trilingüe de 1681 refiere que la perla irregular semeja excrecencias, mientras que en un tratado italiano sobre intercambio monetario, la palabra “barroccho” se usa para significar “fraude”38. Los mal proporcionados berruecos son así el resto o la anomalía con los que deberá conformarse quien no tenga posibilidad de acceder a su par esférico y bien contorneado, el que le da al objeto la medida de su valor estético y económico.

Extravagante será en cambio no ya la materialidad mineral sino una figura silogística cuyo nombre mnemotécnico “baroco” (bArOcO), inmortalizado por Pedro Hispano en su Summulae Logices del siglo XIII, designa una manera de razonar extraña, absurda o retórica, una “extravagante pedantería”.

Los encadenamientos trazan un destino: “barroco” connota irregular, extravagante, residual, aberrante y fraudulento. Quizá contenga, de partida, una capacidad para alojar lo feo. Un diccionario francés de mediados del siglo XVIII asimila baroque y bizarro, cualidad que puede aplicarse por igual a un edificio, una forma de vestir, una manera de pensar, por lo general, excéntricas (Imagen 2).

Contra esa versatilidad aún vigente (para Maravall, por ejemplo, hay un “arte de la guerra” barroco), la asignación del calificativo a las pinturas que infringen las reglas de la proporción, se fija en el diccionario de Trévoux de 177139. Es a partir de allí que el barroco inicia su derrotero en el arte, aunque continuará siendo aplicado a otros registros. Utilizado las más de las veces con intención descalificatoria, el juicio estético lleva al ético. Barroco no es sólo extraño y, por momentos, repugnante: es también anormal, degenerado, un desvío de la naturaleza. Es un vocablo que, afincado con preferencia en espacios de urbana permutación (como el mercado, el museo o la biblioteca), condensa todo aquello reputado “deforme”, “cargado”, “excesivo” o “exagerado” y también “promiscuo” por su tendencia a invadir espacios y propiciar mezclas inadmisibles al criterio de lo claro y lo distinto, impertinentes a las buenas maneras, esquivas al buen gusto.

Al afincarse en el arte, el barroco pasará a designar, no ya una cualidad más o menos accidental de una piedra o un rostro, sino un estilo. La utilización, cada vez más extendida, del método comparativo en artes plásticas y literatura, descubrirá a filólogos e historiadores la existencia de una tensión dramática interna, un arrebato ascético, erótico y cruel en las obras maestras de la plástica y la arquitectura de fines del XVI y el XVII que servirá, en adelante, para distinguir al barroco, siempre excesivo y carnal, de otros estilos, en particular, del lirismo trascendente del gótico y de la armonía clarividente del renacimiento. Ya no es mero amaneramiento de las formas clásicas (así se entienden las contorciones del manierismo) sino un fenómeno enteramente nuevo y diverso. Una estética hecha de contrastes, curvas y contra-curvas40. Un ininterrumpido juego entre lo expreso y lo velado, una combinación original de poeticidad y concepto. Conjuntos ilusorios y composiciones ondulantes en textos y frontispicios señalan un alejamiento de la claridad y del equilibrio renacentistas41. De ahí el genio de Bernini, quien se aplica a la escultura y a la arquitectura a la manera de un pintor.42 La arquitectura se vuelve inseparable de la pintura, de la escultura y de la música. Los muros se convierten en texto, los libros derrochan imágenes coloridas perfumadas de incienso.

Pero no todos ven genialidad en esta mezcla de registros. Pese a la originalidad del fenómeno, el ideal estético de los clásicos persiste. Los parámetros de juicio ligados a una concepción orgánica de la obra, con sus criterios de regularidad y perfección, obnubilan la apreciación de sus caracteres inmanentes y de su valor intrínseco. Tanto el dizionario delle arti del disegno como las Memorias del teórico neoclásico de la arquitectura Francesco Milizia, se refieren a Francesco Borromini como aquel que “llevó la extravagancia al más alto grado de delirio”43. Milizia le reprocha el haber deformado toda forma, mutilado frontispicios, trastornado volutas, ondulado arquitrabes, prodigado cartuchos, caracoles, ménsulas y “futilidades de todo tipo”. Lo suyo —señala— no es “la Arquitectura: es el taller de hornacinas de un ebanista fantástico”. Pero no hay mal que por bien no venga: “Está bien mirar aquellas obras y abominar de ellas. Sirven para conocer lo que no debe hacerse. Se deben mirar como a los delincuentes que sufren las penas de su iniquidad para instrucción de los justos”44.

Retengamos el uso de los términos: definida como una “peste” a la que hay que abominar, el “crimen” de los barrocos, por el que se imputa asimismo a Pietro de la Crotona y a Cavalier Marino, es haber invertido las premisas del Arte, de las “Bellas Artes”. Todavía en 1860, Jacobo Burckhardt considera al barroco un “dialecto corrupto y salvaje” del Renacimiento, y en Historia del estilo barroco en Italia, Cornelius Gurlitt lo describe como un estilo propenso a la exageración expresiva y a la pomposidad.

La invocación a la regularidad, la armonía, la organicidad y la belleza como criterios inmutables del arte continúa hasta bien entrado el siglo XX. En Storia dell’età barocca in Italia, de 1929, Benedetto Croce señala que el barroco derrocha mal gusto, al punto de considerar que “lo que es verdaderamente arte no es barroco, lo que es barroco, no es arte”. Convencido de la superioridad de la ciencia experimental y del derecho natural, el arte barroco cortesano no es otra cosa que una contorción inútil, una demostración de decadencia45.

Degenerado por desviarse de su cauce natural, estéril por apartarse del ideal desde el que se juzga la belleza, el juicio estético comprende el ético. Lo feo, que el barroco sabe alojar en su concavidad silente46, es al mismo tiempo malo, bajo, vulgar. Destino similar correrán los objetos de la cultura masiva a los que se dará el nombre de kitsch, semejantes al barroco por el fasto y la pomposidad por revestirse de oropel pero que, por innobles y bajos, poco cuentan.

Forma peregrina

“Lo barroco”, ya no como calificativo sino como forma estética transhistórica desprovista de connotaciones peyorativas, es tematizada por primera vez por Heinrich Wölfflin en Renacimiento y Barroco de 1888 y posteriormente en Conceptos fundamentales para la historia del arte de 1915. Estas obras capitales inauguran un nuevo modo de aproximación al barroco desprovisto de juicios morales e, incluso, estéticos. Su aproximación al fenómeno será, pues, descriptiva. Fuera de todo determinismo histórico, lo que las hace gozar de relativa autonomía, las formas artísticas se limitan a dos modos opuestos de representación o modalidades de estilo: en una domina el trazo lineal, la superficie, el plano y la claridad absoluta; en la otra, lo pictórico, la profundidad, la unidad múltiple o “fluidez infinita”, la claridad relativa o claroscuro, rasgos que dan cuenta de cierta ambigüedad y fusión de contrates: “El extraordinario contraste que se evidencia entre los estilos lineal y pictórico responde a dos actitudes ante el mundo fundamentalmente diversas: allí, la forma permanente, mensurable, limitada; aquí, las cosas dentro de su conexión”47. La elección de una u otra forma obedece a un talante, a una “actitud”: una ama la claridad y los contornos definidos; la otra prefiere los rodeos, la indefinición, la veladura, la paradoja. Ambos polos, lejos de pertenecer a un ideal, son “modos típicos de mirar el mundo”, una “orientación”.

Sin embargo, pese al reconocimiento de su valor intrínseco, las connotaciones negativas asociadas a la cualidad barroca persisten en la forma. De acuerdo con Wilhelm Worringer, cuyo concepto de “voluntad de forma” se vuelve moneda corriente entre los escritores americanos del siglo pasado48, la forma irregular es dominante en aquellas culturas que entran en fase de agotamiento o decadencia simbólica. Para Worringer, el barroco no representa sino una fase del gótico, es “gótico tardío”, con lo que queda desprovisto de toda entidad y fuerza expresiva propias. Repetición, carácter aditivo, infinitud desmesurada y laberíntica, trenzados y formas animales fantásticas, tendencia a la alegoría, hibridación: tal es la “voluntad de forma” de un arte nórdico, escandinavo, germánico. La cumbre del gótico llega cuando, de la mera yuxtaposición de espíritu y realidad, se pasa a su compenetración. Pero luego sobreviene el cansancio, la vitalidad da paso al patetismo. Si el gótico rebosa vitalidad, actividad inquisitiva y sin descanso, sus manifestaciones tardías o barrocas transforman la embriaguez mística y violenta en embriaguez grosera y directa49. De acuerdo con Worringer, el barroco y su sucedáneo, el rococó, continúan con sus pliegues y volutas el movimiento febril del gótico pero sin su impulso vital, trastrocando en vicio lo que fuera inquietante y fantasmagórica invención. De ahí que, Lezama Lima50 cambie la fórmula de “gótico tardío” por la de “gótico degenerado”, sintagma que resume su evaluación del barroco europeo: acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo.

En un texto que tendrá alto impacto entre los americanos, Lo barroco, Eugenio d’Ors rebautiza el fenómeno como “Idea” o “Eón”51. Según d’Ors, el eón barrocoes una constante en la historia del arte, y constituye el polo dionisíaco, femenino, irracional, caótico, lujoso, teatral y exuberante que se contrapone al polo apolíneo, equilibrado, racional y ascético del eón clásico. La noción de que todo barroquismo “es vitalista, será libertino y traducirá un abandono [de la razón], una veneración ante la fuerza”52, será decisiva en José Lezama Lima y en Alejo Carpentier, que contrapondrán las formas arrebatadas, enfáticas y sugerentes del barroco latinoamericano al puritanismo ascético del gran país del norte. Lezama se pliega a Worringer cuando juzga la decadencia del barroco europeo a la vez que adopta los calificativos de d’Ors para describir la voluptuosidad del arte barroco americano.

La tesis de un barroco puramente formal y transhistórico se renueva en las postrimerías del siglo XX.La era neobarroca (1987) de Omar Calabrese adopta una perspectiva semiótica para abordar aquella “forma interna específica” que, en plena era posmoderna, evoca al barroco. De este modo, el neo(barroco) y la pos(modernidad) se entrecruzan para celebrar juntos la muerte del relato moderno y el revival de una forma viajera en el tiempo. Forma que reagrupa y relaciona una serie de fenómenos aparentemente inconexos entre sí, desde una partitura musical a una serie de televisión. Para Calabrese, el neobarroco obedece a principios formales de organización que no resultan incompatibles con otros rasgos de época y estilos: es la era de los multiculturalismos, de la hibridación, de la concurrencia de las diferencias indiferentes en un espacio presuntamente neutral, libre de tensiones y antagonismos. De este modo, el barroco deja de ser un periodo específico de la historia de la cultura (el siglo XVII) para convertirse en una actitud general y en una cualidad formal de los objetos que lo expresan53.

Si bien será invocado solo una vez por el italiano, quien reconoce haberse inspirado en él, Severo Sarduy había propuesto, exactamentecatorce años antes, una serie de categorías pasibles de entrelazar trayectorias de astros con planos de edificios o cornucopias osadas. Es lo que demanda, según Sarduy, la comprensión del arte latinoamericano, capaz de articular y de hacer reverberar, con cada producto, sesgos y características de otros universos reales o imaginarios. Pero la categoría que cierra el compendio –tras “artificio”, “parodia”, “espejo” y “erotismo”– es “revolución”: no se trata simplemente de constatar semejanzas formales entre objetos de diferente inscripción, sino de hacer estallar el logocentrismo, de remover sus premisas y proponer otras líneas de fuga:

Sintácticamente incorrecta a fuerza de recibir incompatibles elementos alógenos, a fuerza de multiplicar hasta “la pérdida del hilo” el artificio sin límites de la subordinación, la frase neobarroca –la frase de Lezama– muestra en su incorrección (falsas citas, malogrados “injertos” de otros idiomas, etc.), en su no “caer sobre sus pies” y su pérdida de la concordancia, nuestra pérdida del ailleurs único, armónico, concordante con nuestra imagen, teológico en suma.

Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución54.

Parco en el desenvolvimiento del concepto operatorio, pero rico en guiños y segundos sentidos, no será precisamente El barroco y el neobarroco el texto en el que “revolución” encuentre la potencia de sus matices. La fuerte gravitación del posestructuralismo en la elaboración de los conceptos operatorios que inauguran el tratado, junto a los profusos ejemplos que la acompañan, hace que las tres categorías finales, “erotismo”, “espejo” y “revolución”, queden algo desvinculadas del resto y desprovistas de potencial transformador. En ellas reconocemos que la máquina lectora no se construye únicamente sobre la matriz posestructural, encargada de desacoplar texto y contexto, texto y autor. Habrá que recorrer otros ensayos de Sarduy, hacer un pasaje necesario por sus novelas y examinar el abundante material crítico producido por sus lectores, para que el neobarroco no se convierta tan sólo en la aplicación ingeniosa de unas categorías, o en una actividad lúdica orientada a la búsqueda azarosa de correspondencias entre los distintos, sino en un artefacto poiético y lector destinado a desatar las posibilidades libertarias contenidas en los productos insumisos americanos.

Una enfermedad epocal

Conforme la perspectiva histórica, la localización del barroco en unas coordenadas temporales y espaciales precisas detiene de una vez la errancia de la forma. Considerado un fenómeno totalizante que comprende la ciencia, la filosofía, la religión, la cultura y el arte del siglo XVII, el barroco elige, como territorios de afincamiento, los territorios hoy comprendidos por las naciones de España, Italia, Francia y Portugal, aunque también se despliega en algunos principados alemanes y flamencos, sobre todo católicos. Víctor Tapie incluye a Europa Central: la República Checa (ex Bohemia), Polonia y Rusia55. Como pocos, dedica algún espacio de su Barroco y clasismo al barroco de Indias, estilo que los imperios lusitano y español exportan a sus colonias merced, fundamentalmente, a la militante difusión de la Compañía de Jesús56.

Para esta matriz interpretativa, el barroco es el instrumento cultural, literario y artístico de las monarquías absolutistas francesa y española con fines de legitimación y propaganda. Es asimismo una herramienta eficaz del contrarreformismo católico, el ariete de batalla de la Compañía de Jesús, variable excluyente del estudio deWerner Weisbach, para quien el barroco es el “arte de la contrarreforma”57. Así, cuando Lezama Lima señala que el barroco americano es el “arte de la contraconquista”, opera un contrapunto con ese texto a fin de diferenciar los recursos de un arte dirigido a la emancipación, del arte disciplinario al servicio del poder de la Iglesia de Roma. En otras palabras: si el barroco se injerta en América a los fines de la conquista de las almas, el señor barroco americano llevará, desde un principio, un estilo de vida en el que el derroche y la fiesta conviven con una miseria “que dilata los placeres de la inteligencia”58; ella servirá para reapropiarse de una materialidad sustraída en la empresa conquistadora del alma. Es una operación que transforma de cuajo la intención primera del dispositivo al injertarlo en una retórica libertaria y en un horizonte de expectación que superará ampliamente el designio original labrado por los poderes políticos y religiosos imperiales.

En La ciudad letrada, ensayo de 1984, Ángel Rama reconoce a su vez las implicancias que tuvo, para la propia cultura barroca europea, el hecho de que el continente americano se haya convertido en campo de experimentación de una forma estética totalizante. La primera aplicación sistemática del saber barroco instrumentado por la monarquía absoluta (la Tiara y el Trono reunidos) –nos dice– se hizo en el continente americano a través de rígidos principios: abstracción, racionalización, sistematización. Principios que se oponen a particularidad, imaginación, invención local. Oposición tramposa de la que cabe salir, para el autor, en clave utópica59.

Los modos en que las diferentes dimensiones del fenómeno se articulan entre sí (planos económico, social, político, religioso, artístico, cultural), varían de acuerdo con la matriz de análisis. Se puede atender, ya sea a las correspondencias entre los planos sin que se establezca entre ellos una relación de causalidad, ya sea a los condicionamientos